La fuente de la eterna juventud

Siempre lo he sabido, lo he tenido claro desde el principio, pero como tantos otros yo también me dejé llevar por convencionalismos, por el miedo a los rumores y al qué dirán. Incluso tuve una novia y me desvirgué con ella. Pero en el fondo sabía que aquel no era yo...

Siempre lo he sabido, lo he tenido claro desde el principio, pero como tantos otros yo también me dejé llevar por convencionalismos, por el miedo a los rumores y al qué dirán. Incluso tuve una novia y me desvirgué con ella. Pero en el fondo sabía que aquel no era yo, aunque me tratara de auto engañar, sentía que a mí me gustaba otra cosa. Cuando, de adolescentes, mis amigos trataban de ligar con las chavalillas del barrio yo les seguía el juego, pero mi mente estaba muy lejos de aquellas clasificaciones de culos y tetas incipientes que hacían entre caladas a cigarros prohibidos y litronas escondidas. Reíamos y pasábamos las tardes en el parque, ellos tratando de pillar y yo sin saber cómo decirles que en realidad a mi me gustaban las viejas.

Viejas, o maduras si lo prefieres. Maduras, gordas y guarras. Y cuanto más mejor. Había tenido incluso algunas, pocas, experiencias, siempre a escondidas de mis amigos y familia, o de sus maridos, que de todo hubo. Experiencias que terminaban siempre demasiado pronto, sin darme tiempo a aprender todo lo que hay que aprender a esas edades, pero que me dejaban enganchado a la protectora sensación de ser abrazado contra un pecho grande y mullido.

La oportunidad de saciar el hambre atrasada me llegó cuando conocí a María Luisa. Una tarde, jugando al futbolín en el bar del barrio, llegaron a mis oídos retazos de una conversación que mantenían dos hombres sentados en una mesa próxima. Según le contaba uno al otro la semana anterior había estado en un local donde se había ligado a una gachí que resultó ser una fiera en la cama. No sé porqué, pero el nombre de ese local se me quedó metido en la cabeza. Seguramente sería que lo que aquellos dos cincuentones definían como una mujer de bandera y una leona en el catre se aproximaba bastante a la idea que tenía yo en la cabeza. Y como dicen que nada se pierde por intentarlo, en cuanto pude cogí el metro y mintiendo en casa sobre el destino, bajé al centro para comprobar por mí mismo si allá podía encontrar lo que tanto buscaba. En verdad el local era como lo habían descrito aquellos dos hombres, amplio, poco iluminado, discreto, con una gran barra en el centro, una especie de pista de baile poco concurrida, al menos a esas horas, y mesas más allá. Quizás pueda sonar presuntuoso, pero tengo que decir que me sorprendió que nadie se girara a mirarme cuando avancé por el local. La media de edad del público, y éste era mayoritariamente femenino, debía estar próxima a la jubilación, y yo era un pipiolo de dieciocho primaveras. En eso, al menos, había acertado. Por lo demás el sitio me resultó bastante deprimente. El ambiente estaba cargado de un aire irrespirable mezcla de perfume barato, sudor, humedad y humo de tabaco; la música, nostálgica por ser amable, hasta me hacía dudar de la certitud de mis gustos sexuales, y la clientela apenas levantaba la cara de sus vasos. Después de apurar sentado en una mesa la cerveza que un camarero sorprendido me había dispensado, me decidí por fin a comprobar si los planes que me habían llevado hasta allí podían cumplirse. Podía haber tirado la caña en la mesa de al lado, donde una rubia con cara de cansada charlaba con otra mujer de la que solo veía la espalda, pero no. Ya puestos a cumplir mi fantasía iba a buscar a quien mejor creyera que se podía adaptar a ella. Recordad: vieja, gorda y guarra, muy guarra. Crucé una pista de baile en la que el noventa por ciento de las parejas estaban formadas únicamente por mujeres, y llegué a la barra. Oteé el horizonte hasta que la vi. ¿Por qué ella? No sabría decirlo, un sexto sentido tal vez. Ni guapa ni fea; no sabría decir si tenía cara de guarra. Me gustaría contaros que nuestras miradas se cruzaron por azar, y que al hacerlo ella sintió tal revolución en su coño que vino decidida hacia mí y me clavó un beso en los morros como presentación, pero no. Tuve que ir abriéndome paso con los codos por la atestada barra, hasta conseguir situarme a su espalda. Gruesa y no muy alta, sentada en un taburete, llevaba un vestido negro con unas pequeñas puntillas sobre los hombros y el pelo corto y teñido de un tono granate. Después fueron las insistentes miradas de sus acompañantes hacia mí las que le hicieron voltearse por curiosidad, y entonces sí, comencé un flirteo patético, poco practicado y, por si fuera poco, adscrito a otra franja de edad.

-

Hola, ¿te podría invitar a algo?

  • le dije con una ridícula pose adulta. Me miró sin decir nada. Insistí. –

Dime, no te apetece tomar otra copa, o quizás ir a otro sitio…

  • Se separó un tanto de sus amigas y me habló:

-

Mira niño, no insistas, que podría ser tu madre

-

-

Pero no lo eres. Y me alegro, porque a mi madre no le haría lo que quiero hacerte a ti

  • le reté. Creí que la frase le sonaría tan definitiva como sonaba en mi mente.

-

¿Ah, si, y qué piensas hacerme…?-

respondió ella mirándome de una pícara manera que cortocircuitó mis pocas conexiones neuronales. Debí quedarme con cara de tonto, porque ella se calmó y me explicó: -

si es eso lo que te gusta, tranquilo, que estás en el lugar indicado, antes o después alguna te dirá que sí, pero yo no. Yo soy una mujer, ¿como decirlo?, muy mujer, eso es, y tú estás demasiado flaquito, y creo que contigo me iba a quedar con hambre. ¿Entendido?-.

Juro que no fue un gesto premeditado, tan solo un movimiento reflejo de mis brazos, pero mis manos eligieron aquel preciso instante, en el que mi boca sólo acertaba a excusarse por haberla importunado, para acomodarme el paquete en el estrecho pantalón. Y a ella, ese gesto no le pasó desapercibido. Cuando después de escasas décimas de segundo su mirada volvió a la mía, la expresión de su cara era ya otra.

-

Vaya, quizás me haya equivocado, tal vez para un aperitivo…

  • dijo. El aplomo y la autoconfianza que me transmitieron sus palabras me dejaron convencido de que había encontrado lo que llevaba tanto tiempo buscando.

La castidad se limitó a un par de besos como presentación mientras ella pedía una copa por los dos. Luego su mano se posó, como quien no quiere la cosa, en mi muslo, y ante mi tácito permiso, fue subiendo buscando un lugar en el que acomodarse. Le conté:

me gustan las mujeres algo mayores, siempre me han gustado, no sé porqué, pero me encantan… guapas, si, claro, como a todos, pero no es solo eso… me gustan, sin más, digamos que a partir de los cincuenta me atraen especialmente, pero contigo haré una excepción, ¿Cuántos tienes, cuarenta y tres?-.

-

Jajaja, no me hagas reír

  • exageró la carcajada ante mi broma-

Tengo 59, y no me quito ninguno, te lo juro. Cincuenta y nueve,  soy viuda, sin cargas y estoy buscando lo mismo que tú. No miento, ni me escondo, yo no soy como otras-

dijo mientras miraba alrededor. No comprendí del todo a qué o quién se refería, pero si sentir su mano cada vez más cercana a mi entrepierna no hubiese sido suficiente, sus palabras eran del todo aclaratorias. Luego continuó con su soliloquio. –

Aquí todos, y todas, buscamos lo mismo. ¿Enamorarse? No, yo ya me enamoré una vez y no pienso hacerlo más, aunque algunos creen que porque te vayas con ellos una vez ya eres suya para toda la vida, y no. Para estar con alguien que no puede darme lo que yo quiero ya tengo estas manitas, ¿qué se creen, que sólo me sirven para fregar y planchar?-

dijo separando las palmas de las manos de mis muslos y agitando los dedos en el aire. Me gustaba su confesión, me gustaba ella. –

Puedes pensar que se trata de sentirse deseada de nuevo, o de encontrar un compañero, pero no, aquí se viene a buscar con quién darle una alegría al cuerpo. Mira por ejemplo aquella

  • su barbilla señaló hacia una pareja que se alejaba-

Puede hacerse todo la digna que ella quiera, pero mañana volverá aquí, o el fin de semana, la semana que viene a más tardar, porque aquel con el que se va le va a dejar con las ganas, créeme, lo digo por experiencia

  • dijo, y con sus dedos índice y pulgar señalaba una corta distancia. Pese a mi cara de extrañeza, entendí perfectamente a qué se refería. –

Ya ves, una a veces se equivoca, menos mal que contigo he rectificado a tiempo

  • rió mientras que su mano se posaba sin pudor sobre mi abultado paquete. Sonreí a su gracia al tiempo que empezaba a dudar si estaría a la altura de aquella maravilla de mujer.

La presión en el pantalón me invitó a levantarme. Parecíamos el punto y la i. La generosidad de sus carnes contrastaba con mi delgadez, mis dedos se veían huesudos entre sus manos pequeñas y regordetas, y opté por no sacarle de su error inicial diciéndole que mi madre era más joven que ella. Sin embargo, la expresión de su cara al comprobar que mi mirada lujuriosa se perdía en el canalillo que anunciaba su pronunciado escote, me hizo entender que estábamos hechos el uno para el otro. Apuramos las copas, pero ni el hielo que encontramos al final del vaso de tubo podría calmar el ardor que sentíamos. Luisa soltó las mangas de mi camisa. Poco a poco, mirándome, fue doblándolas sobre sí, desnudando mis antebrazos. Tensioné ridículamente unos músculos prácticamente inexistentes.

-

No trates de mostrar lo que no tienes-

me riñó, -

mejor presume de lo que puedes

  • añadió mientras su mano volvía a abrazar mi mástil. –

No te digo que tienes un rabo enorme porque ya lo debes de saber, además aquí las paredes oyen, y cualquiera de estas lobas se te iba a lanzar encima si se entera

  • concluyó hablando a mi oído.

No, no me iba a ir con otra que se me cruzara en el camino, ya hacía un tiempo que sabía que era ella lo que estaba buscando. Y sí, claro que lo sabía, alguna que otra apuesta me había hecho ganar en los vestuarios. 21 centímetros, la dureza de la juventud, y unas resistencia y repetición entrenadas en pajas continuas. 21 centímetros que temía insuficientes para satisfacer a quien el destino me había puesto delante.

Afortunadamente su casa no estaba demasiado lejos. Algún magreo mutuo por el camino ayudó a mantener la tensión. Un edificio céntrico, un portal elegante nos condujo a un ascensor antiguo en el que no supe ni pude reprimirme. Metí la mano por su escote y venciendo la tirantez del sujetador, saqué a la luz uno de sus pechos grandes, rosáceos y caídos que tantas ganas de apretar tenía desde que nos encontramos en el bar. Me agaché y di rienda suelta a mi boca. Ella me dejó hacer hasta que llegamos al cuarto piso. Abrió las compuertas antes de guardarse como pudo la teta, y se encaminó hacia una de las puertas buscando nerviosamente las llaves en su pequeño bolso. Me aproximé a su espalda para que sintiera que había vuelto el tacto que me dejó en el bar. Tan pronto como pasamos al interior, mis manos corrieron raudas a soltar el cierre de mi pantalón. Unas cuantas idas y venidas de mi mano, consiguieron un ángulo que apuntaba al techo.

-

Ay niño, qué bien lo vamos a pasar…

  • dijo ella mordiéndose los labios. Vino hacia mí después de encender una lámpara de pie que, atenuada por una tulipa rojiza, dio a la estancia una débil iluminación. Me pareció una eternidad el tiempo que le costó a su anquilosado y pesado cuerpo agacharse a mi lado. Después, los mimos que me prodigó consiguieron detener los relojes. Su mano en mi polla, su lengua en mis huevos. Un leve y húmedo aleteo que los hacía oscilar en la bolsa. Comenzó a masturbarme. Su mano subía y bajaba acompañada por el chocar de sus pulseras. El sonido de la bisutería se mezclaba con el fuerte sonido de mi respiración nasal. Me miró. La miré. Los dos teníamos la mueca de una sonrisa. Abrió la boca y me acogió en ella. No hizo falta proponérselo; ella misma se retó a tragársela entera. Una pequeña arcada le hizo detenerse, que no desistir. Una mínima pausa y encontré mi bajo vientre marcado con el rojo intenso de su pintalabios. La gloria. Sólo comparable a la sensación que tuve cuando ella retiró la cabeza y sus dientes rasgaron mi glande. Me compensó con unos jueguecitos de su lengua en mi capullo. Apoyé las manos en su cabeza, cerré los ojos y me dejé llevar por su sabia experiencia. Luisa mantenía al principio sus dos manos asiendo mi rabo, orientándolo siempre a su cara. Luego sentí que retiraba una, que al abrir los ojos, comprobé había llevado a hurgar bajo su vestido. Mi pie buscó un hueco entre sus piernas, y cuando ella sintió el roce, empezó a restregarse como un animal en celo. Acompasaba la mamada con un constante sube y baja de sus gordezuelas manos.

Mis dedos se entrelazaron detrás de su nuca. El sudor comenzaba a brotar por su cuerpo y tenía la cara colorada. Comencé a guiar los movimientos de su cabeza, la profundidad y el ritmo de la mamada. Su respiración se tornaba fatigada, la mía ansiosa.

-

Me corro… me corro

  • musité entre espasmos de mi cuerpo.

-

Dámela, dame tu leche

  • acertó a decir ella cuando la presión de mis brazos sobre su cabeza le concedió una pausa. Después agarró mi pene y comenzó a batirlo como si le fuera la vida en ello. Su cara era la prolongación de mi polla; aguardaba mi descarga con la boca abierta. Su aliento recalentaba un glande en el que el mínimo roce de la punta de su lengua era toda una tortura. No pude más. El último viaje de su mano por mi polla me hizo reventar, un chorro de esperma bañó su cara y le hizo cerrar los ojos. Mi mano cogió el relevo a la suya. Quería apurar. Busqué unos labios que ella abrió enseguida. Continué masturbándome, sintiendo como el semen que brotaba de mi polla rebotaba en la cara interna de su mejilla y volvía a cubrir mi falo. Pronto su entrenada lengua no dejó rastro de mi paso por ella.

Mis piernas aun flaqueaban cuando Luisa se repasó la cara con su mano y, limpiándosela, trataba de rebañar hasta la última gota de mi leche. Después lamía esos dedos dando un brillo especial a su piel.

-

Me encanta este sabor

  • dijo por fin en una frase que sonaba a justificación no pedida.

Por mi parte yo no sabía si excusarme por haber pensado primero en mí, pero… Lo necesitaba. Necesitaba demostrarle y demostrarme que estaba a su altura, que podía llenarle la cara de leche, que no era ningún niñato… Ella no parecía pensar en el después, yo no tenía otra cosa en mente. Me había dejado seco y sin fuerzas, y no sabía de dónde sacar lo que tendría que venir.

-

Ayúdame

  • me pidió tendiendome la mano. Le ayudé a incorporarse. Sus movimientos pesados y el bailar de sus michelines me hicieron recordar que era la cincuentona de mis sueños quien me acababa de regalar esa maravillosa mamada. Cuando estuvimos frente a frente, incliné la cabeza y le ofrecí mi lengua. Ella sacó la suya y nos dedicamos a lamernos. La giré. Mis manos buscaron la forma de liberarla de un vestido que se le intuía demasiado apretado. Por fin encontré una cremallera que bajé decidido hasta el final. Su espalda se me ofrecía desnuda y pecosa. Un sostén grande, acorde a su magnífico pecho, y unas bragas negras e igualmente grandes. Me desnudé. Abracé su cuerpo. Mis manos pronto se dirigieron a sus senos. Los acaricié, los estrujé, jugué con ellos hasta que mis manos adoptaron su forma. Luego por fin solté el cierre de su sujetador y esas tetas grandes cayeron a plomo. No tenían la dureza de la juventud ni la tersura de la madurez, pero aquellos pechos seguían teniendo lo suficiente para saciar mi hambre. Doblé mi cuerpo hasta que mi boca quedó a su altura, y mis labios se dirigieron a ellos. Ella cerró los ojos y se mordió los labios cuando me sintió amorrado a sus pezones. No sabría explicar porqué me gusta tanto la sensación de estar colgado del pecho, necesariamente grande, de una mujer madura. Seguramente haya en ello algo instintivo, psicológico, algo en lo que no quería pensar con la cara hundida entre los senos de Luisa. Me limitaba a lamer, chupar, morder, pellizcar… Sus tetas eran inabarcables, inagotables. Mi cabeza se perdía eclipsada contra su busto mientras que mis dedos pinzaban sus pezones. Me incorporé para besarla. Un beso cálido, seco, lleno de agradecimiento y de deseo. Después volví a bajar por su cuerpo. El suave aroma a perfume en su pelo, su cuello, se fue tornando en sabor a sudor cuando mi lengua se perdió en los pliegues de su vientre. Me detuve un instante al encontrarme ante sus bragas. Al descorrerlas el olor a sexo llenó mis fosas nasales. Su coño se intuía bajo una mata de pelo ralo, sin brillo, y protegido por unos labios que se cerraban sobre sí mismos. Mi boca atacó y ella soltó algo parecido a un gemido. Restregaba la cara contra su cuerpo ajeno a las cosquillas que su vello me provocaba en las mejillas. Mi lengua exploraba su pubis sin orden ni concierto; iba y volvía de arriba abajo, de izquierda a derecha. En un momento dado Luisa se ayudó de las manos para enseñármelo bien abierto. Bajo la espesura de pelo, sobresaliendo en el fondo rosáceo, allí aguardaba impaciente un clítoris pequeño pero que enseguida comprobé ultrasensible. El primer roce de mi boca le provocó un espasmo, al segundo Luisa tiró de mis cabellos. Cuando mis dedos trataron de entrar en su coño, ella se trastabilló.

-

Para, ven

  • me dijo. Me incorporé mientras ella comenzaba a caminar de una manera graciosa, con pasos pequeños impuestos por la elasticidad de sus bragas caídas hasta los tobillos. Cuando se liberó de ellas marchó decidida por la casa. La seguí. Las carnes flácidas de su culo gordo se veían tan apetecibles que no pude evitar darles un sonoro manotazo. El efecto se extendió por su cuerpo como una onda expansiva.

Llegamos a un dormitorio. Luisa encendió únicamente la lamparita de la mesilla. A media luz lancé una mirada por la habitación. Sobre la cama dos juguetes sexuales. Uno era sin duda un consolador, el otro me pareció una especie de dilatador con forma piramidal. Viéndolos allá, casi expuestos, se adivinaba bien a las claras que Luisa era una mujer diferente. Luego mi vista volvió a ella. Se había tumbado transversalmente sobre la colcha, las caderas casi en el borde y las piernas colgando. Me arrodillé, pasé sus pantorrillas sobre mis hombros y bajé la cabeza para degustar el manjar que allí se me ofrecía. Enterrado entre sus piernas, al igual que minutos atrás entre sus pechos, cerraba los ojos y tan sólo dejaba que mis labios y mi lengua aprendieran el roce de su piel. La repetición y la intensidad de sus gemidos me indicaban si lo estaba haciendo bien. Después Luisa colocó sus manos sobre mi cabeza, empujándome contra su cuerpo, guiando mis movimientos. La nariz chocando con su clítoris, la lengua adentrándose por su vagina al tiempo que de vez en cuando uno de mis cabellos caía enredado entre los anillos que adornaban sus manos. Se corrió sin estridencias antes de que pudiera sumar mis dedos.

-

Ahora el culo, cómeme el culo por favor

  • pidió. Yo me quedé paralizado. Es algo que nunca había hecho y que no me atraía demasiado. Ella se dio cuenta de mis dudas. -

¿Nunca le has comido el culo a nadie?

  • preguntó casi extrañada. Yo negué con la cabeza. –

Entonces, ¿tampoco te lo han comido nunca?

  • volvió a preguntar. A esas alturas, avergonzado, ni me atreví a darle una respuesta.

-

Ven, sube, ponte así

  • dijo, y fue guiando los temerosos movimientos de mi cuerpo. Cuando estuve a cuatro patas con la cabeza apoyada en la cabecera de la cama me acordé de sus juguetes y por un momento temí que aquello tomara derroteros inesperados, pero no. Puede sonar ridículo, pero tengo que reconocer que su cálido aliento acercándose a mi ano me tranquilizó. Después la humedad de su lengua en mis esfínteres, y las caricias de su mano en el escroto.

-

¿Verdad que te gusta?

  • dijo separándose por un instante de mi cuerpo. El movimiento hacia atrás de mis caderas buscando su saber hacer fue toda la respuesta que fui capaz de darle. Después el silencio, y el sonido de la saliva renovándose en su garganta mientras en mi cara se dibujaba una sonrisa de relajada felicidad.

-

Ahora tú

  • me dijo al rato. Yo seguí sus instrucciones obediente. Se colocó en la misma postura que yo había adoptado instantes antes y aguardó que yo me decidiera. No era la negrura de su ojete apretado, ni el vello que se extendía desde su coño lo que marcaba mis reparos. Era miedo a no saber hacerlo, a no corresponder a la agradabilísima sensación que ella me había regalado. Un poco de decisión y mucha saliva me empujaron a hacerlo. Por el camino mis dientes mordisquearon sus nalgas, luego hice como siempre con Luisa, cerrar los ojos y guiarme por el instinto. Lo que escapaba de su garganta eran sonidos guturales incomprensibles pero que yo comprendía. Lo estaba haciendo bien, así que seguí. Mi lengua humedecía su ano, mis besos se perdían en unas nalgas que mis manos se esforzaban en mantener separadas. En un momento dado vi que Luisa alargaba su mano hasta atraer hacia sí los juguetes que antes había visto. Se quedó el consolador y me tendió el otro objeto.

-

Métemelo con cuidado, que habrá que ensanchar eso si quieres follarme por ahí

  • me pidió. Obedecí, ¿cómo iba a no hacerlo si la perspectiva de estrenarme en el sexo anal con ella se veía tan próxima? Manipulé el dilatador anal con cuidado, con cierta aprensión, mientras Luisa no era tan cuidadosa y se llevaba el consolador directamente a frotarlo contra su clítoris. Me jodió tener que apartar la cara de su trasero, pero era el momento de empezar a introducírselo. La punta entró fácil, el resto, pese a su tacto duro, siguió el mismo camino.

-

Ya está

  • le anuncié. En el momento en el que mis manos dejaron de mantener abiertas sus nalgas, el objeto desapareció como engullido por sus carnes. Ella se movió pesadamente, imagino que acostumbrándose a tener diez centímetros de plástico alojados en el recto. En cuanto adoptó una posición cómoda, se metió el consolador entero por el coño. A medida que lo hacía, sus párpados caían y su boca se abría deshaciéndose en gemidos. Luego, como si cayera rendida, sus manos y su cuerpo dibujaron una cruz sobre la cama. Entendí que era el momento de tomarle el relevo. Agarré el objeto, una especie de cohete con la punta redondeada y reflejo metálico, y lo devolví a su coño. Despacio, entraba y salía, mi mano guiaba el consolador como por voluntad propia, mientras yo, ajeno, miraba la escena y el cuerpo desnudo de Luisa se desparramaba sobre la cama. Poco a poco fui dándole más velocidad. Giraba la muñeca, dándole una rotación al trozo de plástico como si así lo asemejara más a lo que ella esperaba.

-

Fóllame…si, así, no pares…fóllame

  • murmuraba ella entre suspiros. Me tendí a su lado. Una mano siempre guiando el consolador, la otra dibujando su perfil. Su boca buscó la mía. Nos besábamos a ciegas mientras mi mano hurgaba en su sexo. Tocándola me comencé a masturbar para devolver la dureza a mi polla. En poco tiempo estuvo lista para reemplazar a cualquier objeto.

Sus ojos se abrieron y una sonrisa iluminó su rostro cuando sintió que me montaba sobre su cuerpo. Mis piernas cayendo sobre las suyas ayudaron a abrirme hueco. Guié mi polla. Un empujón y Luisa me acogió en su seno.

-

Aaaaah

  • gemíamos casi al unísono. Me alcé sobre los brazos, retiré las caderas y volví a empujar. ¿Dónde podría estar mejor? Un nuevo empujón y ella se mordió los labios. Firme pero tierno, cuidadoso pero decidido. Sus manos se apoyaron en mi costado, mi polla se perdía en sus profundidades. Un ritmo constante nos iba calentando más y más.

-

Ay, si, dios qué rico… sigue…

  • acertaba a murmurar Luisa al tiempo que sus piernas me abrazaban reteniéndome. Yo obedecía y caía sin tregua por un coño en el que la humedad no sólo se quedaba en el interior y ya le pegaba el vello púbico a la piel. Grande, holgada, receptiva, su vagina sonrosada trataba de adaptarse a mi rabo. Mis manos recorrieron las formas redondeadas de su cuerpo, amasaron sus pechos, llegaron a su cara colorada por la fatiga. Su boca buscó mis dedos; le ofrecí el pulgar y ella chupó con ansia, como si fuese otra polla lo que le presentaba. Únicamente me detenía para recomponer la postura y volver a sumergirme en su cuerpo. Mi vista se fijó entonces en el consolador que, sobre la cama y  atraído por el peso de nuestros cuerpos casi se le clavaba en la espalda.  Estaría mucho mejor escondido en otra parte. Moví el cuerpo de Luisa pesadamente: sus piernas en el aire, apoyadas y flexionadas contra mi pecho, sus caderas chirriaron cuando caí a peso. Busqué el hueco que dejaba libre mi polla y fui introduciendo el fino tubo del juguete. Apoyado entre mi bajo vientre y su clítoris, al primer empujón se clavó donde se tenía que clavar.

-

Aaaahhh

  • gritó abriendo los ojos como platos. Luego soltó una sonora carcajada. La efectividad de la doble penetración duró poco y me era incómoda con el plástico arañando mi piel, pero era lo que necesitábamos en ese momento para colmar el generoso coño de Luisa. Mi cabeza sobrevolaba la suya, en su sonrisa leía agradecimiento, y en su mirada interpretaba ganas de más. Inicié una tanda más veloz. Entraba, salía, entraba, salía. Juntaba sus rodillas, buscando la postura en la que su cuerpo nos ofreciera más resistencia y placer. Funcionaba. El flujo vaginal comenzaba a salpicar cada una de mis embestidas. Orgulloso de mi éxito, redoblé esfuerzos.

-

¿Qué me haces cabrón que no dejo de correrme?-

dijo ella. Traté de responderle de la mejor manera: dirigí nuevamente mi polla y se la ensarté todo lo que pude. Una mínima pausa, y más ritmo. Lo que sentía en su coño no eran ya palpitaciones sino una taquicardia. Se corría de nuevo. En verdad había acertado al elegir entre todas las mujeres del bar a aquella como mi compañera de cama. Extenuada separó sus piernas y caí de bruces sobre su cuerpo. No me detuve. Mis manos se agarraron a sus hombros y me acurruqué sobre ella. Sentía que me aproximaba al final, empujaba instintivamente, defendiéndome a pollazos de las contracciones de su cuerpo. No pude aguantar mucho más. Un viaje, otro, y en el último empujón, el más animal, sentí mis cojones estallar y el semen saliendo violento para perderse en su coño.

Rendidos, mirando el techo uno junto al otro, con los ojos abiertos sin una expresión cierta, y los pulmones tratando de adueñarse del poco aire de esa habitación. Luisa se llevó la mano a la entrepierna y sus dedos se mancharon de la leche, todavía caliente, que mi pene había dejado allí.

-

Al final no me has follado el culo

  • dijo, y escuchar sus palabras me hizo volver la cara y mirarla. –

Da igual, la próxima vez será. Y ahora ayúdame a levantarme que estoy reventada. Me gusta tanto follar que me olvido de los años que tengo y los kilos que peso y luego no puedo ni moverme-

añadió. La ayudaré, claro que la ayudaré, lo haría de cualquier manera, y aún más por la promesa futura que me ha hecho, pero será más tarde. Ahora lo único que quiero es acurrucarme contra su cuerpo, rodearla con mi pierna, sentir el agitado movimiento de la sangre por su vientre contra mi polla ya casi flácida, y mamar como un bebé de esos pechos grandes y generosos que se me ofrecen en primer plano.