La Frontera

Los límites marcan nuestras vidas. Miles, millones de delgadas líneas reales e imaginarias rodean nuestra existencia. Cruzar o no cruzar es la decisión que consciente o inconscientemente nos vemos forzados a tomar mil y una veces al día.

LA FRONTERA

Los límites marcan nuestras vidas. Miles, millones de delgadas líneas reales e imaginarias rodean nuestra existencia. Cruzar o no cruzar es la decisión que consciente o inconscientemente nos vemos forzados a tomar mil y una veces al día.

Terminada la cena, mi padre nos dio las buenas noches y se dirigió a su cuarto a descansar. Junto con mi madre nos dirigimos a la pequeña salita de la televisión y nos acomodamos para esperar el comienzo de la película que se exhibía esa noche por el canal estatal. Sentamos en el sofá de dos cuerpos que enfrenta al televisor finalizamos nuestros comentarios acerca de las noticias de la jornada.

En el momento que aparecen en pantalla los primeros créditos, mi madre constata que no lleva puestos sus lentes. Con la vista recorre la sala buscando su cartera y finalmente la encuentra depositada sobre la mesita que se ubica al costado del sofá, muy cerca a la posición que ella ocupa.

Al girar su cuerpo y extender sus brazos para coger la cartera, su falda sube un poco dejando a la vista algunos milímetros, escasísimos milímetros de ese tejido más oscuro y resistente que tienen las panty para abrigar la zona superior del muslo y trasero de quien las usa.

Observar esa pequeña área de la pierna de mi madre, ese pequeño trozo de muslo donde se ubica la frontera que marca el límite entre lo público y lo privado, entre lo que se puede exhibir y aquella zona de la pierna que marca el inicio de la intimidad, hizo que mi cuerpo entero se estremeciera y fuerzas desconocidas e incontrolables comenzaran a dominar mis acciones.

Instintivamente estiré mi brazo y posé mi mano sobre el muslo de mi madre. Una fuerte descarga eléctrica agitó mi cuerpo. Sentí que el corazón se me escapaba por la boca al percibir bajo mi mano la tibieza de su cuerpo. Litros de sangre se acumularon en mi miembro al tiempo que mis mejillas adquirían mayor temperatura. Mi cabeza estaba a punto de explotar. Una extraña y poderosa fuerza había tomado el control de mi organismo alterando por completo mi conciencia y sentimientos forzándome a cruzar un límite.

Instantáneamente, ella giró su cabeza y clavó su mirada sobre mi rostro. Impertérrito, como si nada pasara, conservé mi vista fija en el televisor. Por el rabillo del ojo pude apreciar su cara pálida y estupefacta: sus ojos y boca abiertos completamente. Se veía tensa, perpleja y, evidentemente, confundida. Tan confundida que no atinó a pronunciar palabra alguna. Luego de varios segundos que se me hicieron horas, desvió su mirada y sus ojos se clavaron en la mano que en ese momento acariciaba su muslo, como para comprobar y tener la absoluta certeza que lo que estaba viviendo era verdad y no un producto de su imaginación.

Conservando la expresión de perplejidad, inclinó levemente su cabeza hacia atrás y fijó su mirada en el techo de la habitación. Se mantuvo inmóvil en esa posición por algunos minutos. Parecía reflexionar.

Transcurrido un tiempo, la expresión de su rostro se relajó, limpió sus lentes, se los puso, hizo un pequeño movimiento para acomodarse en el sofá, (instante que yo aproveche para mover el límite de su falda algunos milímetros más arriba), posó una de sus manos sobre la mía e inmediatamente se cruzó de piernas atrapando ambas manos entre sus muslos. Su mirada, ya más relajada, la fijó en el televisor.

Yo estaba tieso, inmóvil, atónito. Nunca en mi vida imaginé vivir una situación como esta. En el transcurso de mis 17 años de existencia jamás había sentido atracción sexual alguna hacia ella. Nunca constituyó para mí objeto de deseo, pese a haberla visto cientos o quizás miles de veces desnuda. En la intimidad de nuestro hogar ir sin ropa o vestir sólo ropa íntima nos resulta absolutamente natural. Vestirse o desvestirse delante de otro miembro de la familia tampoco constituye tema tabú. Es por eso que, aturdido, turbado como estaba, no lograba entender mi proceder, ni identificar el origen de las extrañas fuerzas que operaban sobre mí en ese momento, clavándome la jabalina negra del deseo precisamente con mi propia madre.

Pese al estado de confusión en que me encontraba algunas ideas comenzaron a deambular por mi cabeza: ¿Y que estará pasando con ella? ¿Qué estará sintiendo? ¿Qué ideas cruzarán por su mente? ¿Interpretará mi actitud como una inocente manifestación de afecto, algo osada quizás, pero no muy alejada de la práctica familiar de expresar el cariño con mucho contacto físico? ¿Habrá notado lo caliente que estoy?

Esas dudas, en lugar de calmarme, aumentaron mi calentura. Los testículos me comenzaron a doler y en mi verga no cabía una gota más de sangre. Mi cuerpo entero ardía estimulado por la idea de traspasar otro límite. Giré levemente la cabeza para observar la actitud de mi madre. Se notaba relajada y mantenía su mirada clavada en el televisor. Al parecer la película concentraba toda su atención.

Impulsado por las extrañas fuerzas que dominaban mis sentidos, mi mente y mi organismo, mi mano comenzó a ejercer pequeños apretones sobre su muslo, mientras mi dedo pulgar (el único que podía mover puesto que el resto continuaba atrapado por su mano y sus piernas) lo acariciaba con movimientos rítmicos. Ella respondió a mis caricias ejerciendo con sus piernas leves y rítmicas presiones sobre mi mano, al momento que me dirigía una sonrisa muy dulce que yo interpreté como de complicidad. Motivado por esa sonrisa, intenté deslizar mi mano hacia zonas superiores. Ella apretó sus muslos con fuerza y energía impidiendo así mi avance. Dejé pasar algunos minutos (¿o segundos?) y volví al ataque, esta vez con mas ímpetu. Para mi sorpresa, en esta oportunidad no hubo resistencia y mi mano logró llegar hasta el vértice del ángulo formado por los muslos de mi madre, arrastrando consigo su pollera, dejando a la vista sus largas y hermosas piernas cubiertas por medias negras transparentes. Un nuevo límite había sido traspasado. Un muro sólido, grueso y alto acaba de ser derribado. En todo este rato no hemos cruzado palabra alguna, pero ya no hay dudas: ambos sabemos que ocurrirá en el futuro inmediato.

Sentada en el sofá, mi madre se abrió completamente de piernas. Reclinó su cuerpo hacia atrás, apoyando la cabeza en el respaldo y cerró los ojos. Sus largos y delicados dedos comenzaron a desabotonar su blusa, mientras yo le quitaba las medias y la diminuta tanga que llevaba puesta. Ella abrió su blusa y yo levanté el sujetador para dejar expuesto un hermoso par de tetas, coronadas por suaves aureolas desde donde se erigían los pezones tiernos y duros. Con agilidad de atleta me desnudé de la cintura hacia abajo. Un miembro grande y duro saltó a la vista. Me abalancé sobre el cuerpo de mi madre y penetré con todo el ímpetu de mi juventud su vagina húmeda y refalosa. Al sentir mi miembro en su interior, recogió sus piernas, dejando las rodillas a la altura de sus hombros. Su pelvis comenzó a ejecutar un lento y rítmico movimiento circular, mientras yo embestía con toda mi fuerza. Ella hizo esfuerzos por disminuir la frecuencia de mis ataques, pero yo ya no estaba en condiciones de detenerme y sin mayor aviso exploté dentro de ella. Sentí que una ola de placer recorría todo mi cuerpo, de pies a cabeza. Tuve la sensación de eyacular hasta con mis testículos. Creí que el alma se escapaba de mi cuerpo.

Cansado, intenté pararme, pero mi madre me lo impidió abrazando mi cuerpo con sus piernas y apretándome contra el suyo propio. Ella continuó con sus movimientos pelváticos, de manera que transcurridos escasos minutos logré una segunda erección, esta vez dentro de ella. Comencé nuevamente con mis embestidas, esta vez de forma más violenta. Pequeños gemidos escapaban de su boca con cada ataque mío. De pronto sentí que sus uñas se clavaban sobre mi espalda y los rítmicos movimientos de su pelvis aumentaban en frecuencia e intensidad. Sus fosas nasales se abrieron y una bocanada de aire escapó de ellas con violencia, ahogando un grito de placer. En ese preciso momento, acabé por segunda vez. Creí que todo había terminado, cuando de pronto mi madre comienza nuevamente a agitarse, apretando fuerte su vagina contra mi cuerpo hasta conseguir un nuevo orgasmo.

Me incorporé, y me tendí en el sofá al lado de ella. Así transcurrieron varios minutos sin que ninguno de los dos emitiera palabra alguna, al cabo de los cuales mi madre me abrazó, posó sus labios sobre los míos, me dio un largo y tierno beso y finalmente en tono cortante y categórico dijo:

"Primera y última vez"

Recogió su ropa, se vistió y se fue a su cuarto.

FIN