La Filosofía en el Tocador (5)

Madame de Saint-Ange, (trayendo a Agustín) — He aquí el hombre del que hablé. ¡Vamos, amigos, divirtámonos! ¿Qué sería la vida sin placer? ¡Acércate, burro! ¡Oh, el tonto! ¿Creerán ustedes que hace seis meses que trabajo para desasnar a este gran cerdo y no lo logro?

DOLMANCE

EL CABALLERO

AGUSTÍN

EUGENIA

MADAME DE SAINT-ANGE

Madame de Saint-Ange, (trayendo a Agustín) — He aquí el hombre del que hablé. ¡Vamos, amigos, divirtámonos! ¿Qué sería la vida sin placer? ¡Acércate, burro! ¡Oh, el tonto! ¿Creerán ustedes que hace seis meses que trabajo para desasnar a este gran cerdo y no lo logro?

agustín — ¡Uh, señora! sin embargo usté dice al pasar, a veces, que yo tan mal no ando, y cuando hay terreno sin cultivo es siempre a mí al que se lo encaja.

Dolmancé, (riéndose) — ¡Encantador!... Tan fresco como franco... ¡Encantador!... (Señalando a Eugenia). Agustín, he aquí un cantero de flores sin cultivar; ¿quieres encargarte de él?

agustín — ¡Ay, la laila! Señó, bocados tan gentiles no están hechos pa' nosotros.

Dolmancé — Vamos, señorita.

Eugenia, (enrojeciendo) — ¡Oh, cielos, tengo una vergüenza!

Dolmancé — Aleje ese sentimiento pusilánime; ninguna acción debe darnos vergüenza, pues todas están dictadas por la naturaleza, especialmente las del libertinaje. Vamos, Eugenia, pórtese como puta con este joven; piense que toda provocación hecha por una niña a un muchacho es una ofrenda a la naturaleza, y que el mejor modo de servirla con su sexo es prostituirse al nuestro; en pocas palabras, recuerde que es para ser bien fornicada que usted nació. Baje usted misma el calzón de este joven más abajo de sus bellos muslos, levante su camisa sobre su cintura, para que sus cosas... y su trasero, que tiene, hagamos un paréntesis, muy bello, se hallen en disposición... Que una de sus manos, Eugenia, tome ahora este gran trozo que pronto la espantará con su tamaño, y la otra se pasee por las nalgas y cosquillee así el orificio del culo... (Para que Eugenia vea, el mismo Dolmancé socratiza a Agustín). Desnude bien esa cabezota rubicunda, no la cubra nunca al calentarla; téngala descubierta y estire el frenillo casi basta romperlo... Mire, ya empieza a notarse el resultado de mis lecciones... Y tu, muchacho, no te quedes ahí con los brazos cruzados; acaricia esos hermosos senos, esas bellas nalgas...

agustín — Señó, un decir, no podría... un decir, ¿pegarle un beso a esta señoíta que me gusta tanto?

Madame de Saint-Ange — Bésala, imbécil, bésala tanto como quieras; ¿o no me besas a mí cuando me voy a la cama contigo?

agustín — ¡Ay, tatigay! ¡Qué boquita linda! ¡Me parece tener la nariz sobre las rosas del jardincito! (Mostrando su pija tiesa), ¡Así ve usté, señó, lo que se pasa!

Eugenia — ¡Oh! ¡Cielo, cómo crece!

Dolmancé — Que el movimiento de su manita, Eugenia, sea ahora más regular y enérgico. Cédame el lugar un instante y mire bien cómo hago. (Se apodera de Agustín y le hace la paja) ¿Ve usted, querida, como mis movimientos son más firmes y al mismo tiempo más regulares? Agárrela usted ahora, y sobre todo no la encapote... ¡Bien! ¡Hela ahí en toda su energía y tamaño! Veamos ahora si es verdad que la tiene más gruesa que el caballero.

Eugenia — No lo dudemos: usted ve que mi mano no alcanza a cerrarse en su torno.

Dolmancé, (midiendo) — Verdad es. Nunca he visto una más gruesa. Esto es lo que se llama una soberbia pija. ¿Y la usa usted, señora?

Madame de Saint-Ange — Regularmente todas las noches cuando estoy en este retiro.

Dolmancé — Pero en el culo, espero.

Madame de Saint-Ange — Un poco más a menudo que en la concha.

Dolmancé — ¡Ah, Dios miserable, qué libertinaje! Yo no estoy seguro de aguantarla.

Madame de Saint-Ange — ¿Usted, estrecho? Dolmancé, entrará en el suyo como en el mío.

Dolmancé — Veremos; me halaga pensar que mi amigo Agustín me hará el honor de lanzarme un poco de esperma caliente en el culo; se lo devolveré; pero continuemos la lección... Vamos, Eugenia, la serpiente va a vomitar su veneno; prepárese: fije los ojos en la cabeza de este sublime miembro, y cuando lo vea hincharse anunciando la eyaculación, volverse más púrpura, dele a sus movimientos la mayor energía; los dedos con que le acaricia el ano, métaselos todo lo que pueda; dése entera al libertino que se ocupa de usted; busque su boca, y que sus encantos, por decir, vayan hacia las manos de él... Ya está por volcarse, Eugenia, he aquí el instante de su triunfo...

agustin — ¡Ay, ay, ay, ay, ay, señorita, usté me mata! ¡Ay, ay, ay!... ¡vaya más rápido! ¡Ah, Dios corajudo, ya ni veo claro!

Dolmancé — ¡Más rápido, más rápido! ¡Muy bien, Eugenia! ... ¡él ya está en la embriaguez! ¡Ah, qué abundancia de esperma, y con qué vigor lo arroja! Vea el rastro de su primer chorro: ¡ha saltado más de diez pies! ¡Ha inundado el cuarto! Nunca he visto acabar así. ¿Y dice usted, señora, que él la cogió anoche?

Madame de Saint-Ange — Nueve o diez veces, creo; hace tiempo que ya no contamos.

el caballero — Eugenia, está usted cubierta.

Eugenia — Querría estar inundada. (A Dolmancé). Y bien, maestro, ¿está satisfecho?

Dolmancé — Muy bien, para una debutante. Pero descuidó algunos detalles.

Madame de Saint-Ange — Esperemos, pues no pueden ser sino el fruto de la experiencia; en cuanto a mí, estoy muy contenta con mi Eugenia; anuncia las más felices disposiciones, y creo que hora debemos hacerla gozar con otro espectáculo. Hagamos que vea el efecto de una pija en el culo. Dolmancé, voy a ofrecerle el mío, mientras mi hermano me coge por delante; Eugenia preparará su miembro, Dolmancé, lo pondrá en mi culo, mirará todos sus movimientos, los estudiará para familiarizarse con esta operación que, enseguida, le haremos soportar a ella misma con la enorme pija de este hércules.

Dolmancé — Celebro que este lindo y pequeño trasero sea pronto desgarrado ante nuestra vista por las sacudidas violentas del bravo Agustín. Entretanto apruebo su proposición, señora, pero si quiere que la trate bien permítame añadir una cláusula: Agustín, al que se la haré parar en dos segundos, me culeará mientras yo la sodomizo.

Madame de Saint-Ange — ¡Apruebo! Ganaré con ello y para mi alumna serán dos lecciones en lugar de una.

Dolmancé, (apoderándose de Agustín} — Ven, robusto muchacho, que te reanimo... ¡Qué bello es! Bésame, querido amigo... Estás aún todo mojado de leche, y es leche lo que te pido.

¡Ah, mil Dios! Es preciso que le chupe el culo mientras lo froto.

El Caballero — Aproxímate, hermanita; para responder a lo planeado voy a extenderme en este lecho; te acostarás en mis brazos, enseñándole tus bellas nalgas lo más abiertas posible... Así... Podríamos comenzar.

Dolmancé — No, espera; conviene primero que entre en el culo de tu hermana, ya que Agustín me 1a introduce; de inmediato los casaré a ustedes: mi mano los ligará. No faltemos a ningún principio; pensemos que una escolar nos mira y que le debemos lecciones exactas. Eugenia, venga a acariciarme mientras yo decido el enorme aparato de este mal sujeto; mantenga la erección de mi verga sobándola ligeramente entre sus nalgas.

Eugenia — ¿Lo hago bien?

Dolmancé — Hay demasiada blandura en sus movimientos; apriete más la pija que toquetea, Eugenia; la masturbación sólo es agradable porque comprime el miembro más que cualquiera posesión, por eso la mano que coopera en ella debe ser un recinto infinitamente más estrecho que el de cualquier otra parte del cuerpo... ¡Ahora está mejor! Separe las nalgas un poco más, a fin de que a cada sacudida la cabeza de mi pija toque el agujero de su culo... ¡Eso es! Excita a tu hermana mientras esperas, caballero: estamos contigo en un minuto... ¡Ah, bien! ¡He aquí que se le para a mi hombre! Vamos, prepárese, señora, abra ese culo sublime a mi impuro ardor; guíe el dardo, Eugenia; debe ser su mano la que abra la brecha, que lo haga entrar; cuando esté adentro, se apoderará del de Agustín y llenará con él mis entrañas. Son deberes de novicia; hay instrucción que extraer de todo esto y por lo tanto se lo hago hacer.

Madame de Saint-Ange — ¿Están mis nalgas en la posición que desea, Dolmancé? ¡Ah, mi ángel, si supiese cómo lo deseo, cuánto tiempo hace que deseaba ser culeada por un bufarrón!

Dolmancé — Se cumplen sus votos, señora; pero sufra que me detenga un instante a los pies del ídolo: quiero festejarlo antes de introducirme hasta el fondo de su santuario... ¡Qué culo divino! ¡Lo beso mil veces! ¡Lo lamo mil y mil veces! ¡Tome, he aquí la pija que desea! ¿La siente usted, bribona? Diga, ¿la siente penetrar?

Madame de Saint-Ange — ¡Ah, métamela hasta el fondo de las entrañas! ¡Oh, dulce voluptuosidad, qué inmenso es tu reino!

Dolmancé — He aquí un culo como en mi vida he cogido; es digno del mismo Ganymedes. Vamos, Eugenia, ocúpate de que Agustín me la entierre en el acto.

Eugenia, (a Agustín) — Mira, bello ángel, ¿ves el agujero que debes perforar?

agustín — ¿Que si lo veo, dice? ¡Mierda! ¡Hay lugar ahí! Más fácil, digo, entro ahí que, por lo menos, en usté señorita; y béseme un poco para que entre mejor.

Eugenia, (besándolo) — ¡Oh, tanto como quieras, eres tan fresco! ¡Empuja, pues! ¡Oh, la cabeza se zambulló en seguida! Creo que el resto no tardará.

Dolmancé — ¡Empuja, empuja, amigo! Desgárrame si es necesario. .. ¡Ah, qué socotroco! Jamás he recibido una igual... ¿Cuántas pulgadas quedan afuera Eugenia?

Eugenia — Apenas una.

Dolmancé — ¡Entonces tengo cinco pulgadas y media en el culo! ¡Qué delicias! ¡Me revienta, no puedo más! Vamos, caballero, ¿estás listo?

El Caballero — Toca   y dime lo que piensas.

Dolmancé — Y ahora, mis niños, yo los casaré... Debo cooperar con este divino incesto. (Introduce la pija del caballero en la concha de madame de Saint Auge).

Madame de Saint-Ange — ¡Ah, mis amigos, heme aquí ensartada de los dos lados...! ¡Qué placer divino! No tiene igual en el mundo... ¡Ah, mierda, pobre la. mujer que no lo ha conocido! Sacúdame, Dolmancé, sacúdame... fuérceme por la violencia de sus movimiento a precipitarme sobre el espadón de mi hermano, y tú, Eugenia, contémplame, ven a mirarme en el vicio; aprende, según mi ejemplo, a gustarlo transportada, a saborearlo con delicias. .. Mira, mi amor, todo lo que hago a la vez: ¡escándalo, seducción, mal ejemplo, incesto, adulterio y sodomía!... ¡Oh, Lucifer, único dios de mi alma, inspírame algo más, ofrece a mi corazón nuevos extravíos y verás cómo me hundo en ellos!

Dolmancé — Voluptuosa criatura, me haces volcar, apresuras la descarga con tus frases; y el extremado calor de tu culo... Acabaré ahora mismo... Eugenia, caliente el coraje de mi cogedor, apriete sus flancos, entreabra sus nalgas; ya conoce usted el arte de reanimar sus deseos... Su sola aproximación da energía a la pija que me culea... Lo siento, sus sacudidas son más vivas... Pícara, tendré que cederle lo que hubiera querido sólo para mi culo... ¡Caballero, estás por irte, lo siento!¡Espérame! ¡Esperémonos! ¡Oh, mis amigos, acabemos juntos: es la única dicha de la vida!

Madame de Saint-Ange — ¡Ah, mierda, mierda! ¡Vuelquen cuando quieran, que yo no aguanto más! ¡Nombre de Dios, en el que me cago! ¡Dios, sagrado bufarrón! ¡Acabo, acabo! ¡Inúndenme, mis amigos! Inunden a su puta... ¡Lancen olas de esperma espumoso hasta el fondo de mi alma abrasada, sólo existe para recibirlas! ¡Aeh! ¡Aeh! ¡coger, culear! ¡Qué increíble exceso de voluptuosidad!... ¡Eugenia, deja que te bese, que te coma, que beba tu flujo mientras pierdo el mío! (Agustín, Dolmancé y El Caballero, hacen coro; el temor de ser monótonos nos impide anotar sus expresiones. En tales instantes, siempre se parecen.)

Dolmancé — Este ha sido uno de los placeres más intensos que he tenido en mi vida. (Señalando a Agustín) ¡Este bufarrón me ha llenado de esperma! ¡Pero yo hice otro tanto con usted, señora!

Madame de Saint-Ange — ¡No me hable!  ¡Estoy inundada!

Eugenia — ¡Pero yo no puedo decir lo mismo! Dices que has cometido muchos pecados; pero, para mi, ni uno solo. Si sigo mucho tiempo así, con este régimen de pan y agua, es seguro que no moriré de indigestión.

Madame de Saint-Ange, (riendo) — ¡La extraña y picara criatura!

Dolmancé — ¡Es encantadora! Venga, pequeñita, que la flagelaré. (Le da palmadas en el culo). ¡Bésame, pronto será tu turno!

Madame de Saint-Ange — De ahora en adelante nos ocuparemos sólo de ella, hermano; considérala tu presa; examina esa doncellez encantadora: pronto va a pertenecerte.

Eugenia — ¡Oh, no! {No por delante! Eso me hará mucho daño; por detrás tanto como guste, así como Dolmancé me hizo hace unos instantes.

Madame de Saint-Ange — ¡La ingenua y encantadora niña! ¡Ella pide precisamente lo que a otras les cuesta tanto otorgar!

Eugenia — ¡Oh!, no sin un poco de remordimiento; pues ustedes no me han tranquilizado acerca del crimen enorme que he oído decir que hay en ello, sobre todo entre hombres, como acaba de pasar entre Dolmancé y Agustín. ¿Veamos, señor, cómo explica su filosofía esta clase de delito? ¿Es espantoso, verdad?

Dolmancé — Parta de la base, Eugenia, de que nada es espantoso en libertinaje, porque todo lo que el libertinaje inspira, lo inspira también la naturaleza; las acciones más extraordinarias, las más extrañas, las que. más evidentemente parecen chocar las leyes, todas las instituciones humanas (pues yo del cielo no hablo), nada tienen de espantosas, ya que cualquiera de ellas puede señalarse en la naturaleza; la acción de que usted me habla, es la misma sobre la que se halla una fábula singular en las Santas Escrituras, esa chata novela, fastidiosa compilación de un judío ignorante, durante su cautividad de Babilonia; pero está fuera de toda veracidad que sea como castigo por esos extravíos que dos ciudades hayan perecido bajo el fuego; colocadas cerca de los cráteres de antiguos volcanes, Sodoma y Gomorra murieron como esas ciudades de Italia por las lavas del Vesubio; he ahí todo el milagro, y fue sin embargo de un acontecimiento tan simple que se partió para inventar bárbaramente el suplicio del fuego contra los desdichados humanos que se entregaban en una parte de Europa a esta natural fantasía.

Eugenia — ¡Oh, natural!

Dolmancé — Sí, natural, lo sostengo; la naturaleza no tiene dos voces —para que una condene todos los días lo que la otra inspira; y es indiscutible que los hombres que gustan de esta clase de goce reciben de sus propios órganos la inclinación que las distingue. Los que quieren proscribir o condenar este gusto pretenden que obstaculiza la natalidad. ¡Qué chatos, estos imbéciles que no tienen otra idea en la cabeza que la de la propagación. y que ven un crimen en todo lo que se aleja de ella! ¿Está acaso demostrado que la naturaleza tenga necesidad de esa propagación como quieren hacernos creer? ¿Es verdad que se la ultraja cada vez que nos apartamos de la estúpida propagación? Escrutemos un instante su marcha y sus leyes, para convencernos. Si la naturaleza solo crease y nunca destruyese, podría yo creer con esos fastidiosos sofistas que el más sublime de los actos es trabajar en lo que produce, y admitiría, como consecuencia, que el rechazo a producir es un crimen. Pero el más ligero vistazo a las operaciones de la naturaleza prueba que es tan necesaria para sus planes la destrucción como la creación; ambas se encadenan tan íntimamente que es imposible que una actúe sin la otra, nada nacería, nada se regeneraría sin destrucciones. La destrucción es pues una de las leyes de la naturaleza, tanto como lo es la creación.

Admitido este principio, ¿cómo puedo ofender a la naturaleza rehusando crear? No crear —suponiendo que eso fuese un mal –– seria un mal infinitamente menor que el de destruir, que se halla por lo demás entre sus leyes. Si, por una parte, admito la inclinación natural a esta pérdida y, por la otra, examino y concluyo que le es necesaria y que librándome a ella me conformo a sus propias miras, ¿dónde puede estar el crimen? Pero, objetan los tontos y los partidarios de la propagación (que son la misma cosa), el esperma productivo no puede tener otro uso que la procreación: desviarlo de ese fin es una ofensa. Primero, acabo de probar que no, puesto que tal perdida ni siquiera es una destrucción, y la destrucción — mucho más importante quo la pérdida— no es un crimen; segundo, es falso que la naturaleza quiera que el licor espermático esté íntegramente destinado a producir; si fuese así, no permitiría que la eyaculación tuviese lugar en otros casos, ya que eyaculamos donde y cuando queremos, y se opondría a que ocurra sin coito, como pasa sin embargo en los sueños. Avara de un licor tan precioso, la naturaleza sólo le permitiría derramarse en el vaso de la propagación; no admitiría que la voluptuosidad con que nos corona entonces pudiese ser sentida en otros casos; pues no es razonable suponer que la naturaleza nos diese placer en el mismo momento en que la abrumamos de ultrajes. Vayamos más lejos: si las mujeres hubiesen nacido sólo para producir, como sería si la producción fuese tan cara a la naturaleza, ¿podría suceder que en la vida más larga sólo durante siete años, deducidos los momentos infecundos, pueda la mujer dar vida a sus semejantes? ¡Cómo! ¡La naturaleza está ávida de propagación; todo lo que no tiende a ese fin la ofende. .. y en cien años de vida el sexo destinado a producir sólo podrá hacerlo durante siete ¡La naturaleza quiere únicamente propagaciones, y la simiente que presta al hombre para ello se pierde tanto como el hombre quiere! ¡Y encuentra en esta pérdida el mismo placer que en el empleo útil, y jamás el menor inconveniente!

Mis amigos: dejemos de creer en tales absurdos; hacen estremecer al buen sentido. ¡Ah! lejos de ultrajar a la naturaleza, la sodomía, persuadámonos, la sirve al rehusar obstinadamente la progenitura fastidiosa. Ya lo he dicho: la propagación no es una ley sino una tolerancia de la naturaleza. ¡Qué puede importarle que la raza humana se extinga sobre la tierra! ¡Se ríe de nuestro orgullo, que quiere persuadirnos de que todo acabaría con nosotros! En verdad, ni siquiera advertiría nuestra desaparición. ¿Acaso no hay razas extinguidas? Buffon cuenta varias, y la naturaleza, muda ante una pérdida tan preciosa, no parece advertirla. La especie humana íntegra puede aniquilarse sin que el aire sea menos puro, los astros menos brillantes, la marcha del universo menos exacta. ¡Cuánta imbecilidad haría falta para creer que nuestra especie es tan útil al mundo que los que no trabajaran en su producción, o la obstaculizaran, serían necesariamente criminales! Dejemos de ser ciegos sobre esto, y que el ejemplo de pueblos más razonables nos sirva para convencernos de nuestros errores. No hay un solo rincón en la tierra en que el pretendido crimen sodomítico no haya tenido sus templos y fieles. Los griegos, que por así decir hacían de la sodomía una virtud, le erigieron una estatua bajo el nombre de Venus Calípiga; Roma fue a buscar leyes a Atenas y adquirió este gusto divino.

¿Qué progresos no la vemos hacer bajo los Emperadores? Al abrigo de las águilas romanas se extiende de uno a otro extremo de la tierra, con la destrucción del Imperio, la sodomía se refugia cerca de la tiara, sigue a las artes en Italia y nos llega cuando nos civilizamos. Descubramos un hemisferio: encontraremos sodomía. Cook llega a un nuevo mundo: ahí la ve reinar. Si nuestros globos hubiesen llegado a la luna, también en ella la hubiésemos encontrado. ¡Gusto delicioso, hijo de la naturaleza y del placer, debes estar donde quiera haya hombres, y en cada sitio que se conozca te erigirán altares! ¡Oh, amigos, no hay mayor extravagancia que imaginar que un hombre es un monstruo digno de perder la vida porque prefiere el agujero de un culo al de una concha, porque un efebo en el que halla dos placeres —el de ser amante y querida—, le parece preferible a una niña que le promete uno solo! ¿Será un canalla, un monstruo, por haber querido representar el papel de un sexo que no es el suyo? Pero entonces, ¿por qué la naturaleza lo hizo sensible a ese placer?

Examinemos su conformación; observarán diferencias marcadas con los hombres que no comparten este gusto: sus nalgas serán más blandas, más rollizas; ningún pelo sombreará el altar del placer, cuyo interior, tapizado de una membrana más delicada, más sensual, más acariciadora, será del mismo género que el del interior de una vagina de mujer; el carácter de este hombre tendrá más blandura, más flexibilidad, posee casi todos los vicios y virtudes de las mujeres, hasta su debilidad; todos ellos, tienen las manías de la mujer y algunos incluso, sus rasgos. ¿Es posible que la naturaleza, después de asemejarlos tanto a las mujeres, se irrite porque tengan sus gustos? ¿No está claro que se trata de una clase diferente de hombre, distinta de la otra, y que la naturaleza la creó para disminuir la procreación excesiva, la cual, infaliblemente, la dañaría? ¡Ah, querida Eugenia, si supiese usted cómo se goza deliciosamente cuando una gruesa verga nos llena el trasero, cuando hundida hasta las bolas se mueve con ardor y viveza; cuando, retirada hasta la punta, con un énfasis sin igual se vuelve a entrar hasta los pelos! ¡No, en el mundo no hay goce equivalente: es el de los filósofos y héroes, y sería el de los dioses si no fueran los propios órganos de este gozo divino los únicos dioses que debemos adorar en la tierra! [1]

Eugenia, (muy animada) — ¡Oh, mis amigos! ¡Culéenme!... Tomen mis nalgas... ¡Se las ofrezco! ¡Cójanme, que acabo! (Cuando dice esto cae en brazos de madame de Saint-Ange, que la besa y ciñéndola ofrece su grupa levantada a Dolmancé).

Madame de Saint-Ange — ¿Divino maestro, resistirá esta propuesta? ¿No lo tienta este sublime trasero? ¡Mire cómo se mueve, cómo se entreabre!

Dolmancé — Perdón, bella Eugenia; no seré yo, si usted lo admite, quien apague los fuegos que he encendido. Querida niña, a mis ojos usted tiene la desgracia de ser mujer. Olvidé toda prevención para obtener sus primicias: permítame que no pase de allí. El Caballero se encargará. Su hermana, armada de este consolador, dará en su culo los más temibles golpes, mientras presenta su bello trasero a Agustín, que la culeará y a quien yo se la daré entre tanto; porque, y no lo oculto, el culo de este muchacho hermoso me tienta desde hace una hora y quiero devolverle lo que me hizo.

Eugenia — Acepto el cambio; pero a decir verdad, Dolmancé, la franqueza de su confesión no disimula la descortesía.

Dolmancé — Mil perdones, señorita; pero los bufarrones sólo nos preocupamos de la franqueza y exactitud de nuestros principios.

Madame de Saint-Ange — No es sin embargo la reputación de francos la que se da a quienes, como usted, están acostumbrados a tomar a la gente por el trasero.

Dolmancé — Un poco traidor, sí; un poco falso, creedlo. Y bien, señora, yo le he demostrado que este carácter era indispensable en la sociedad. Condenados a vivir entre gente que tiene el mayor interés en ocultarse de nuestros ojos, en disfrazar los vicios que tienen para ofrecernos sólo virtudes fingidas, seria para nosotros peligroso ser francos: pues está claro que entonces les daríamos las ventajas que nos rehúsan y caeríamos en la trampa. La hipocresía y el disimulo son necesidades que nos impone la sociedad: cedamos a ellas. Permita, señora, que me tome por ejemplo: es seguro que no hay en el mundo ser más corrompido; pero mis contemporáneos se engañan; pregúnteles lo que piensan de mí y le dirán que soy un hombre de bien, ¡y no hay crimen con el que no haya hecho mis delicias!

Madame de Saint-Ange — Oh, usted no me persuadirá de haberlos cometido tan atroces...

Dolmancé — Atroces... en verdad, señora, he hecho horrores.

Madame de Saint-Ange — Usted es como aquél que decía a su confesor: "El detalle es inútil, padre; exceptuados el crimen y el robo, hice de todo".

Dolmancé — Sí, diría lo mismo, con algún retoque...

Madame de Saint-Ange — ¡Ah! libertino, se ha permitido usted...

Dolmancé — Todo, señora, todo; ¡a nada se rehúsa uno con mi temperamento y mis principios!

Madame de Saint-Ange — ¡Ah, cojamos, cojamos!... No puedo aguantar más después de esas palabras... Pero volveremos a esto, Dolmancé; sólo que, para tener más fe en sus confesiones, quiero oírlas con la cabeza fresca. Usted, cuando la tiene parada, gusta decir horrores, y quizá da aquí por verdades los libertinos prestigios de su imaginación inflamada. (Se calla.)

Dolmancé — Espera, caballero, espera; yo te la guiaré en la introducción; pero antes es necesario que le pida perdón a la bella Eugenia, es preciso que me permita flagelarla para ponerla a punto. (La flagela.)

Eugenia — Esta ceremonia es inútil... Diga, Dolmancé, que ella satisface su propia lujuria y no ponga cara, mientras me castiga, de hacer algo por mí.

Dolmancé, (siempre azotándola) — ¡Ah, enseguida dirá usted otra cosa! No conoce el imperio de estos preliminares... ¡Vamos, vamos pequeña bribona, será fustigada!

Eugenia — ¡Oh, cielos! Mis nalgas parecen de fuego... ¡Me hace mal de verdad!

Madame de Saint-Ange — Voy a vengarte, querida; lo azotaré a mi vez. ( Azota a Dolmancé),

Dolmancé — ¡Encantado! Sólo pido a Eugenia dejar que la flagele tan fuerte como deseo serlo a mi tumo; heme aquí de acuerdo con la ley de la naturaleza. Pero aguarden; arreglemos esto: que Eugenia monte sobre sus riñones, señora; se colgará de su cuello, como esas madres que llevan a sus hijos en la espalda: de ese modo tendré dos culos bajo mi mano; El Caballero y Agustín golpearán los dos a la vez sobre mis nalgas... Sí, eso es... ¡Ah, qué delicias!

Madame de Saint-Ange — No perdone a la pequeña sinvergüenza; y como yo no pido piedad, no quiero que tenga con ella ninguna

Eugenia — ¡Ahé, ahé! ¡Creo que corre mi sangre!

Madame de Saint-Ange — Embellecerá nuestras nalgas al colorearlas. .. Coraje, ángel mío, recuerda que es por las penas que se llega a los placeres.

Eugenia. — En verdad, no puedo más.

Dolmancé, (suspende para contemplar su obra; luego, continúa) — Sesenta mas, Eugenia; ¡sí, sí, sesenta todavía sobre cada culo! ¡Oh, bribonas, ya verán qué placer van a sentir ahora al culear! (La postura se deshace.)

Madame de Saint-Ange — ¡Oh, pobre chiquita, su trasero está ensangrentado!... ¡Perverso, cómo te gusta besar los vestigios de tu crueldad!

Dolmancé, (ensuciándose) — No lo oculto, y mis besos serían más ardientes si esos vestigios fueran más crueles.

Eugenia — ¡Usted es un monstruo!

Dolmancé — ¡Convengo en ello!

El Caballero — ¡Tiene buena fe, por lo menos!

Dolmancé — Vamos, caballero, sodomízala.

El Caballero — Si tiene quietos sus riñones, en tres empujones lo lograré..

Eugenia — ¡Oh, cielos, usted la tiene más gruesa que Dolmancé! ¡Caballero, me desgarra! ¡Ah, tenga cuidado, lo conjuro!

El Caballero — Es imposible, ángel mío. Debo alcanzar el fin... Piense que estoy bajo los ojos de mi maestro: es preciso que aparezca digno de sus lecciones.

Dolmancé — ¡Ya está!... Ah, me encanta ver el pelo de una pija frotar las paredes de un ano... Veamos señora, culee a su hermano con este consolador.. . He ahí la verga de Agustín lista ya para introducirse en usted, y por mi parte le aseguro que no perdonaré a su amador... Ya estamos... ¡Ahora sólo pensemos en acabar!

Madame de Saint-Ange — Mire a esa mocosa, cómo se estremece.

Eugenia — ¿Es culpa mía? ¡Muero de placer! Esa flagelación, este miembro inmenso... y este amable caballero que al mismo tiempo me masturba... ¡Ah, querida, no puedo más!

Madame de Saint-Ange — ¡En el nombre de Dios, déjate ir si quieres, que yo acabo!

Dolmancé — Un poco más de sentido del conjunto, amigos; denme dos minutos y partiremos juntos.

El Caballero — Ya no hay tiempo... Mi esperma corre en el culo de la bella Eugenia. . . ¡Ah, corazón podrido de Dios, cuánto placer!

Dolmancé — Los sigo, amigos. ..  El orgasmo me ciega.. .

agustín — ¡Y a mí!

Madame de Saint-Ange  — ¡Qué escena! ¡Este Agustín me ha llenado el culo!

El Caballero — ¡AI bidet, señoras, al bidet!

Madame de Saint-Ange — No, por cierto; me encanta sentir esperma en mi culo; me encanta.

Eugenia — No doy más, lo juro...  Y díganme ahora, amigos míos, si una mujer debe aceptar siempre la proposición de ser culeada de este modo.

Madame de Saint-Ange — Siempre, querida, siempre; y mas aún: como esta manera de gozar es deliciosa, debe exigirla de aquellos que la sirven; pero, si es que ella depende del hombre con quien se entretiene, si desea obtener algo de él, entontes debe hacerse valer. No hay hombre con ese gusto que en tal caso no se arruine por una mujer bastante hábil como pura rehusarse con el designio de inflamarlo más; obtendrá lo que quiera si domina el arte de no acordar sino trabajosamente lo que se le pide.

Dolmancé — Y bien, angelito, ¿está convertida? ¿Deja de cree que la sodomía sea un crimen?

Eugenia — Y si lo fuese, ¿qué me importa? Usted me ha demostrado la nada de los crímenes. Ahora hay pocas acciones que a mis ojos sean criminales.

Dolmancé — No hay crimen en nada querida, sea lo que fuese: ¿la más monstruosa de las acciones no tiene acaso un costado por el que nos es propicia?

Eugenia — ¿Quién lo duda?

Dolmancé — ¡Y bien! desde ese momento deja de ser un crimen, pues para que sea crimen lo que daña a uno sirviendo a otro, habría que probar que el lastimado es más precioso para la naturaleza que el beneficiado; pero todos los individuos son iguales para la naturaleza y por consiguiente la predilección por uno u otro es imposible; luego la acción que sirve a uno dañando a otro es de una indiferencia perfecta para la naturaleza.

Eugenia — ¿Pero si la acción dañase a una gran mayoría y no nos reportase sino una dosis de placer muy ligera, no sería espantoso cometerla?

Dolmancé — No, porque no existe comparación alguna entre lo que experimentan los otros y lo que sentimos nosotros; la más fuerte dosis de dolor en los demás es nula para nosotros, y la más leve caricia del placer, experimentada por nosotros, nos toca. A cualquier precio entonces debemos preferir el suave cosquilleo deleitoso, nuestro, a la inmensa suma de las desdichas de otro, que no nos alcanza. Si en cambio ocurre que la singularidad de nuestros órganos, una construcción extraña, nos vuelven agradables los dolores del prójimo, ¿quién duda entonces que debemos preferir este dolor ajeno que nos divierte, a su ausencia, que sería una privación para nosotros? La fuente de todos nuestros errores en moral es la ridícula admisión de ese hilo de fraternidad que inventaron los cristianos en su siglo de infortunios y angustias. Constreñidos a mendigar la piedad de los demás, no era inútil establecer que todos eran hermanos. ¿Cómo rehusar socorros después de tal hipótesis? Pero esta doctrina es inadmisible. ¿Acaso no nacemos todos aislados? Y digo más: todos enemigos los unos de los otros, en un estado de guerra perpetuo y reciproco. Ahora bien, pregunto si eso ocurriría en el supuesto de que las virtudes exigidas por el hilo de fraternidad existiesen verdaderamente en la naturaleza. Si así fuese, conocerían las virtudes desde el nacimiento. Por tanto la piedad, la beneficencia, el humanitarismo serían virtudes naturales de las que no podría uno defenderse, lo cual hubiera hecho al estado primitivo del hombre salvaje completamente distinto de lo que sabemos.

Eugenia — La naturaleza hará nacer aislados a los hombres, independientes unos de otros, pero me acordará usted que las necesidades, al aproximarlos, han establecido necesariamente vínculos entre ellos: los de la sangre —nacida de la alianza recíproca––, los del amor, de la amistad, de la gratitud; ¿respetará usted, al menos, estos vínculos?

Dolmancé — No más que los otros, por cierto; echemos una rápida ojeada sobre cada uno. ¿Dirá usted, por ejemplo, que la necesidad de casarme —para prolongar mi raza o mejorar mi fortuna—, debe establecer lazos indisolubles o sagrados con el ser al que me uno? ¿No es un absurdo sostenerlo? Mientras dura el coito, sin duda tengo necesidad del otro; pero apenas satisfecho, ¿qué queda entre el otro y yo? ¿Y qué obligación real encadenará al otro o a mí, al resultado del coito? Estos últimos lazos fueron frutos del terror que tuvieron los padres de ser abandonados en la vejez, y los cuidados —llenos de interés— que prodigan a la infancia buscan merecer las mismas atenciones en sus últimos años. Dejemos de engañarnos sobre esto, nada debemos a nuestros padres... ni la menor cosa, Eugenia, y como han trabajado más por ellos que por nosotros, nos está permitido detestarlos e incluso deshacernos de ellos si sus conductas nos irritan; debemos amarlos sólo si obran bien con nosotros, y esta ternura no debe tener un grado más que la que tendríamos por otros amigos, ya que los lazos del nacimiento no establecen nada, no fundan nada, y escrutándolos con prudencia y reflexión, sólo encontraremos en ellos motivos de odio para aquellos que, sin pensar más que en sus placeres, no nos han dado más que una existencia desdichada o malsana.

Me habla usted de los lazos del amor: ¡ojalá nunca pueda conocerlos! ¡Ah, que semejante sentimiento —en nombre de la dicha que le deseo—, jamás se aproxime a su corazón! ¿Qué es el amor? Me parece que no se lo puede considerar sino como efecto, en nosotros, resultante de las cualidades de un bello ser; esos efectos nos transportan, nos inflaman; si poseemos el objeto, henos ya contentos; si nos es imposible tenerlo, nos desesperamos. Pero, ¿cuál es la base de ese sentimiento? ... El deseo. ¿Cuáles son las consecuencias de ése sentimiento?... La locura. Tenemos él motivo, estemos seguros de sus efectos. El motivo es poseer al objeto: tratemos de lograrlo, pero con prudencia; gocemos de él si le tenemos y consolémonos en caso contrarío: otros mil seres semejantes, y mucho mejores a menudo; nos compensarán de la perdida. Todos los hombres, todas las mujeres sé parecen: no hay amor que resista los efectos de una reflexión sana. ¡Oh, qué engaño esa embriaguez que absorbiendo el resultare de los sentidos nos pone en tal estado que no existimos más que para el objeto adorado! ¿Es eso vivir? No es, más bien, privarse voluntariamente de todas las dulzuras de la vida? ¿No es querer permanecer en una fiebre ardiente que nos absorbe y devora, sin dejarnos otra dicha que los goces metafísicos, tan semejantes a los efectos de la locura? Si debiésemos amar siempre al objeto de nuestra adoración, si fuese cierto que no debiésemos abandonarlo nunca, continuaría tratándose de una extravagancia, pero al menos excusable. ¿Ocurre tal cosa? ¿Hay muchos ejemplos de relación eternas, nunca desmentidas? Algunos meses de goce, colocando el objeto en su verdadero lugar, nos hacen ruborizar por el incienso que quemamos en sus altares, y a menudo no llegamos a concebir que pudiera seducirnos hasta tal punto.

¡Oh, niñas voluptuosas, entreguen pues sus cuerpos tanto como puedan! Forniquen, gocen, he ahí lo esencial; pero huyan con cautela del amor. No tiene de bueno sino el físico, decía el naturalista Buffon, y no era sólo sobre eso que razonaba como buen filósofo. Lo repito: diviértanse, pero no amen; no se preocupen tampoco por ser amadas: lo necesario es no extenuarse en lamentos, suplicios, miradas, cartitas dulces; lo necesario es coger, multiplicar los fornicadores y cambiarlos a menudo y sobre todo, oponerse a que uno solo quiera cautivarlas, porque el objetivo de ese amor constante sería, al darlas a él, impedir que se entreguen a otro, cruel egoísmo que resultará fatal para sus placeres. Las mujeres no están hechas para un hombre: la naturaleza las ha creado para todos. No respondiendo a otro llamado, que se entreguen indiferentemente a todos los que las desean. ¡Siempre putas, nunca amantes, huyendo del amor, adorando el placer, encontrarán sólo rosas en la carrera de la vida, nos prodigarán sólo flores! Pregunte, Eugenia, pregunte a la encantadora mujer que se ocupa de su educación cuánto caso hay que hacer de un hombre después de haberlo gozado. (Bajando la voz. para que Agustín no escuche.) Pregúntele si daría un paso para conservar a esté Agustín que hoy hace sus delicias. En la hipótesis de que quisieran quitárselo, ella tomaría otro, sin pensar más en éste y pronto, cansada del nuevo, lo inmolaría ella misma en dos meses si tal sacrificio prometiese nuevos goces.

Madame de Saint-Ange — Que mi querida Eugenia esté bien segura de que Dolmancé le está explicando mi corazón, así como el de todas las mujeres.

Dolmancé — La última parte de mi análisis versa sobre los lazos de la amistad y la gratitud. Respetemos los primeros, consiento, puesto que son útiles; conservemos nuestros amigos en la .medida en que nos sirven; olvidémoslos cuando no obtengamos ya nada de ellos; es sólo por uno mismo que hay que amar a los demás: amarlos por ellos mismos no es más que engaño; nunca la naturaleza inspira a los hombres más impulsos, más sentimientos que aquellos que son buenos para algo: nada es tan egoísta como la naturaleza; seámoslo también si queremos cumplir sus leyes... En cuanto a la gratitud, Eugenia, es sin dude el más débil de todos los lazos. ¿Los demás nos hacen favores por nosotros? No lo creamos, querida: es por ostentación, por orgullo. ¿No es humillante convertirse así en el juguete del amor propio ajeno? ¿No lo es aún más estar en deuda? Nada pesa más qué un beneficio recibido: hay que devolverlo o uno queda envilecido por él. Las alnas orgullosas sufren bajo el peso de un favor: pesa sobre ellas con tanta violencia que el único sentimiento que exhalan es el odio hacia el benefactor. Y ahora, ¿cuáles son en su opinión los lazos que suplen el aislamiento en que nos ha creado la naturaleza? ¿Cuáles los que deben establecer relaciones entre los hombres? ¿A título de qué los amaremos, los preferiremos a nosotros mismos? ¿Con qué derechos aliviaremos su infortunio? ¿Dónde estará entonces en nuestras almas la cuna de bellas e inútiles virtudes de beneficencia, de humanitarismo, de caridad, indicadas por el código absurdo de algunas religiones imbéciles, que predicadas por impostores o mendigos deben por fuerza, aconsejar lo que puede sostenerlos o tolerarlos? ¿Y bien, Eugenia , aún admite usted algo sagrado entre los hombres? ¿Concibe alguna razón para no preferirnos siempre a nosotros mismos? '

Eugenia — Estas lecciones, de antemano conocidas por mi corazón, me agradan demasiado para que mi espíritu las rechace.

Madame de Saint-Ange — Están en la naturaleza, Eugenia; y la sola aprobación que les das así lo prueba. Apenas salida del seno de la naturaleza, ¿cómo podría ser lo que sientes el fruto de la corrupción?

Eugenia — Pero si todos los errores que ustedes preconizan están en la naturaleza, ¿por qué se les oponen las leyes?

Dolmancé — Porque las leyes no están hechas para el particular, sino para la generalidad, lo que las pone en una perpetua contradicción con el interés personal, dado que este interés choca siempre con el interés general. Así las leyes, buenas para la sociedad, son muy malas para los individuos que la componen, pues por una vez que lo protegen o garantizan, lo molestan y aprisionan las tres cuartas partes de su vida; por esto el hombre prudente y lleno de desprecio por esas leyes las tolera, como hace con serpientes y víboras, que aunque hieran o envenenen, sirven en ocasiones a la medicina. Tal hombre se cuidará de las leyes como de esas bestias ponzoñosas; se protegerá mediante precauciones, misterios, cosas fáciles para la sabiduría y la prudencia. Si la fantasía de algunos crímenes llega a inflamar su alma, Eugenia, esté segura de poder cometerlos en paz, con su amiga y conmigo.

Eugenia — ¡Ah, tal fantasía ya está en mi corazón!

Madame de Saint-Ange — ¿Qué capricho te agita, Eugenia ? Dínoslo con confianza.

Eugenia, (extraviada) — Quisiera una víctima.

Madame de Saint-Ange — ¿Y de qué sexo la deseas?

Eugenia — ¡Del mío!

Dolmancé — ¡Bravo! ¿Está contenta, señora, de su alumna? ¿Sus progresos son bastantes rápidos?

Eugenia, (siempre con extravío) — ¡Una víctima, querida, una víctima!...  ¡Oh, dios!...  ¡eso haría la felicidad de mi vida!

Madame de Saint-Ange — ¿Y qué le harías?

Eugenia — ¡Todo, todo!  ¡Todo lo que pudiese convertirla en la más desdichada de las criaturas!  ¡Oh, querida, ten piedad de mí, no puedo más!

Dolmancé — ¡Qué imaginación! Venga, Eugenia, usted es deliciosa... ¡Venga a que la bese una y mil veces! (La toma, en sus brazos.) Mire, señora, mire cómo esta libertina acaba mentalmente antes de que se la toque... ¡Es en absoluto necesario que yo la fornique una vez más!

Eugenia — ¿Tendré luego lo que pido?

Dolmancé — ¡Sí, loca!  ¡Yo respondo de ello!

Eugenia — ¡Oh, mi amigo, he aquí mi culo! ¡Haga con él lo que quiera!

Dolmancé — Aguarde, dispondré este placer de una manera un tanto lujuriosa (Todo lo ejecuta a medida que lo indica Dolmancé.) Agustín, extiéndete en el borde de este lecho; que Eugenia se acueste encima tuyo: mientras la sodomizo, sobaré su clítoris con la soberbia cabeza de la pija de Agustín. Este, para ahorrar su esperma, se cuidará de acabar; el querido caballero —que sin decir una palabra se toquetea suavemente al escucharnos— se colocará sobre los hombros de Eugenia , ofreciendo sus bellas nalgas a mis besos. Lo masturbaré por debajo, o sea que mientras introduzco mi pija en su culo, tendré una en cada mano; en cuanto a usted, señora, después de haber sido su marido quisiera que usted fuera el mío: colóqueme el más enorme de sus consoladores. (Madame de Saint-Ange abre una caja y nuestro héroe elige entre todos los que la llenan el más temible.) ¡Bien! Este, según el número, tiene siete pulgadas de largo por cinco de circunferencia; póngaselo, señora, y métalo con violencia.

Madame de Saint-Ange — En verdad, Dolmancé, usted está loco: con esto voy a estropearlo.

Dolmancé — No tema; empuje, penetre, ángel mío; no culearé a la querida Eugenia sino cuando su enorme miembro, señora, esté bien dentro de mi culo... ¡Ya está! ¡Ah, perro dios, me pone usted en las nubes! Y para usted, Eugenia, nada de piedad... Voy, se lo declaro, a metérsela sin precaución... ¡Ah, el bello trasero!

Eugenia — ¡Oh, amigo, me desgarra! ¡Prepáreme al menos el camino!

Dolmancé — Me cuidaré de hacerlo: se pierde la mitad del placer con esas idiotas atenciones. Piense en nuestros principios, Eugenia; yo trabajo para mí; ahora, mi bello ángel, es víctima por un momento, y enseguida perseguidora... ¡Ah, está entrando!

Eugenia — ¡Me mata!

Dolmancé — ¡Ah, dios culeado! ¡Ya entró toda!

Eugenia — Haga ahora lo que quiera... ¡ya no siento sino placer!

Dolmancé — ¡Me encanta sacudir esta gruesa pija sobre el clítoris de una virgen! Y tú, caballero, ¿te masturbo bien, libertino? Señora, vamos, coja a su puta... sí, lo soy y quiero serlo... ¡Eugenia, ángel mío, acabe, sí, acabe!... Agustín, a su pesar, me llena de esperma... Recibo el del caballero, el mío se suma, no resisto más... Eugenia, mueva sus nalgas, haga que su ano apriete mi pija: voy a lanzar esperma ardiente al fondo de sus entrañas... ¡Ah, cogido bufarrón de dios! ¡Muero! (Se retira, la actitud se rompe.) Mire señora, he ahí a su pequeña libertina inundada de semen; la entrada de su concha está llena: mastúrbela, sacuda vigorosamente su clítoris mojado de esperma, es una de las cosas más deliciosas que pueden hacerse.

Eugenia, (palpitante) — ¡Oh, querida, qué placer me das! ¡Ardo de lubricidad! (Esta postura se arregla.)

Dolmancé — Caballero, como eres tú quien desvirgará a esta bella niña, presta auxilio a tu hermana, hazla desmayarse en tus brazos, y por tu posición muéstrame las nalgas: te cogeré mientras Agustín me hace lo propio. (Se acomodan.)

El Caballero — ¿Me encuentras bien de este modo?

Dolmancé — El culo un poquito más alto, amor mío... así. ¿Sin preparación, caballero?

El Caballero — ¡Como quieras! ¡No puedo sentir otra cosa que placer entre los brazos de esta deliciosa joven! (La besa y hace gozar, hundiéndole ligeramente un dedo en la concha, mientras múdame de Saint-Ange acaricia el clítoris de Eugenia.)

Dolmancé — Pues yo, caballero, obtengo más placer contigo que con Eugenia; puedes estar seguro: ¡hay tanta diferencia entre el culo de una niña y el de un muchacho! ¡Métela Agustín, métela en mi trasero, cuánto te cuesta decidirte!

a gustín — ¡Eh, señó, es que acabo de volcarme cerca de la cosita de esa gentil tortolita y ahora usté quiere que se me pare ya mismito para su culo, que no es verdaderamente bonito, vamos!

Dolmancé — ¡El imbécil! ¿Pero a qué quejarse? He aquí la naturaleza: cada uno reza a su santo. Vamos, vamos, penetra de todos modos, simple Agustín; y cuando tengas un poco más de experiencia, me dirás si los culos no valen más que las conchas... Eugenia, devuelva al caballero las caricias que le hace: se ocupa, piensa sólo en usted, libertina, y tiene razón; pero por el propio interés de sus placeres acarícielo, excítelo, porque él va a recoger sus primicias.

Eugenia — ¡Y qué, lo beso, le agarro el miembro, pierdo la cabeza!... ¡Ahé, ahé, ahé! ¡Amigos, no puedo más! tengan piedad de mi estado... muero... acabo... ¡Ah, estoy fuera de mí!

Dolmancé — En cuanto a mí, seré prudente. Sólo quería reponerme en este bello culo; guardo para Madame de Saint-Ange el licor que he encendido: nada me agrada más que comenzar en un culo la operación que quiero terminar en otro... Y bien, caballero, te veo en el estado apropiado... ¿Desvirgamos?

Eugenia — Oh, cielos, no; no quiero que él me desvirgue, me moriría; la suya es más chica, Dolmancé; ¡quiero deberle esta operación, se lo suplico!

Dolmancé — No es posible, mi ángel; no he cogido una concha en toda mi vida! Me permitirá usted no comenzar a mi edad. Sus primicias pertenecen al caballero; sólo él es digno de cosecharlas: no lo despojemos de sus derechos.

Madame de Saint-Ange — Rechazar una virgen... tan fresca, tan linda como ésta... pues desafío a que se pueda decir que mi Eugenia no es la niña más hermosa de París... ¡Oh, señor, en verdad es esto lo que se llama aferrarse en demasía a los principios!

Dolmancé — No tanto, señora, como debiera... Muchos de mis cofrades no la tomarían a usted ni siquiera por detrás.... Yo lo he hecho y volveré a hacerlo: esto no es llevar mi culto al fanatismo.

Madame de Saint-Ange — Vamos, pues, caballero. Pero prepárala: mira la pequeñez del estrecho que debes abrir, ¿hay alguna proporción entre continente y contenido?

Eugenia — Oh, moriré, es inevitable... Pero el ardiente deseo que tengo de ser fornicada me hace arriesgarlo todo sin temor... Penetra, querido, me abandono a ti...

El Caballero, (teniendo en la mano su miembro erecto) — ¡Sí, coger! ¡Que penetre! Hermana, Dolmancé, téngale cada uno una pierna... ¡Ah, qué empresa! ¡Sí, sí, aunque ella deba ser partida, desgarrada, es necesario que entre!

Eugenia — ¡Suave... suavemente... no puedo aguantar! (Grita; las lágrimas corren por sus mejillas.) ¡Socorro, amiga!... (Se debate.) ¡No, no quiero que entre! ¡Gritaré que me asesinan, si insisten!

El Caballero — ¡Grita cuanto quieras, pequeña bribona, te digo que tiene que entrar aunque debas reventar mil veces!

Eugenia — ¡Qué barbarie!

Dolmancé — ¡Ah, no se es delicado cuando está parada!

El Caballero — ¡Ya está! ¡Ya está, demonios! ¡Ah, mierda, el virgo se fue al diablo! ¡Miren correr su sangre!

Eugenia — ¡Anda, tigre!... ¡Anda, desgárrame si quieres; ahora me río de eso!... ¡bésame, verdugo, bésame que te adoro! Ah, no es nada cuando está adentro: todos los dolores quedan olvidados. .. ¡Desdichadas las vírgenes que se espantan de tal ataque! ¡Cuántos placeres rechazan por no sufrir una pequeña pena!... ¡Empuja, empuja, caballero, que yo acabo!... Riega con tu esperma las llagas con que me has cubierto... empújalo hasta el fondo de mi matriz... ¡Ah, el dolor cede al placer! ¡Me desmayo! (El Caballero acaba. Mientras cogía, Dolmancé le acariciaba el culo y las pelotas, y Madame de Saint-Ange hacía otro tanto con el clítoris dé Eugenia.)

Dolmancé — Mi opinión es que mientras la vía está abierta, la pequeña picara sea cogida sin tardanza por Agustín.

Eugenia — ¡Por Agustín!  ¡Una pija de semejante tamaño! Y ahora mismo, cuando todavía sangro... ¿Tienen, pues, deseos de matarme?

Madame de Saint-Ange — Querido amor, bésame… yo lo deploro, pero la sentencia ha sido pronunciada y sin apelación... Debes soportarla.

agustín — ¡Oh, la, la, estoy listo! Tratándose de ensartar a esta pequeña no me asusta ir a pié a Roma.

El Caballero, (tomando la enorme verga de Agustín) — Mira, Eugenia, cómo se le para... Es digno de remplazarme.

Eugenia — ¡Ah, justo cielo, qué sentencia! ¡Ustedes quieren matarme, está claro!

agustín, (apoderándose de Eugenia) — Oh, no mi señorita; esto nunca mató a nadie.

Dolmancé — Un momento, hermoso, un momento: quiero que ella me preste el culo mientras la coges así...; aproxímese, señora: le prometí fornicarla y mantendré mi palabra; pero colóquese de manera que yo pueda, al mismo tiempo, flagelar a Eugenia. Que El Caballero, mientras tanto, me flagele a su vez.

Eugenia — ¡Ah, mierda! ¡Me va a reventar! ¡Entra dulcemente, gran bruto,.torpe! ¡Ah, me la hunde!... ¡Helo aquí, el mamarracho!. .. ¡Ha llegado al fondo!... ¡Me muero!... ¡Ah, Dolmancé, cómo golpea usted!... ¡Esto es incendiarme de los dos lados; me deja las nalgas como fuego!

Dolmancé, (golpeando sin parar) — ¡Recibirá, recibirá... pequeña sinvergüenza! Y acabará así más deliciosamente. ¡Y cómo la masturba, señora! ¡De qué modo ese dedo tan leve debe endulzar los males que Agustín y yo le hacemos! Pero su ano, señora, se aprieta... Ya lo veo, acabaremos juntos... ¡Ah, es divino estar así entre la hermana y el hermano!

Madame de Saint-Ange, (a Dolmancé) — ¡Coge, astro mío, coge! ¡Nunca, creo, he sentido tanto placer!...

El Caballero — Dolmancé, practiquemos un cambio; pase usted rápidamente del culo de mi hermana al de Eugenia, a fin de hacerle conocer el placer de ser cogida por dos; por mi parte, culearé a mi hermana. Esta, entretanto, le devolverá sobre las nalgas los golpes de vara que con usted ha ensangrentado a Eugenia.

Dolmancé — Acepto... mira, amigo mío, ¿puede hacerse un cambio más pronto que éste?

Eugenia — ¡Qué! ¡Los dos dentro mío, santo cielo! ¡Y yo ya tenía bastante con ese gran bruto de Agustín! ¡Ah, cuánto flujo va a costarme este doble gozo!... Ya corre. Sin este sensual alivio estaría muerta ya, creo... ¡Eh, mi bella, tu me imitas!... ¡Cómo blasfema la bribona!... Acabe, Dolmancé amor mío, vuelque... Este robusto campesino lo hace ya y llega al fondo de mis entrañas. .. ¡Ah, mis cogedores, los dos a la vez, dios mío! Amigos, reciban mi flujo: se une al de ustedes... Me siento aniquilada... (La posición se deshace.) Y bien, amiga, ¿estás contenta de tu alumna? ¿Soy suficientemente puta, ahora? Pero ustedes me han puesto en un estado, en una agitación... ¡Oh, sí, juro que en la embriaguez en que me veo, iría a hacerme culear en medio de las calles si fuera necesario!

Dolmancé — ¡Así, qué bella está!

Eugenia — ¡Lo detesto, usted me rechazó!

Dolmancé — ¿Podría yo contrariar mis dogmas?

Eugenia — Vamos, lo perdono, y debo respetar los principios que conducen a extravíos. ¿Cómo no los adoptaría yo, que no quiero vivir sino en el crimen? Sentémonos y charlemos un instante; no puedo más. Continué mi instrucción, Dolmancé, y dígame algo que me consuele de los excesos a que me han librado; apague mis remordimientos, deme valor.

Madame de Saint-Ange — Es justo; conviene que un poco de teoría siga a la práctica:  es el medio de volverla una  discípula perfecta.

Dolmancé — Muy bien. ¿Sobre qué tema, Eugenia, quiere usted que conversemos?

Eugenia — Quisiera conocer si las costumbres son verdaderamente necesarias en un gobierno, si su influencia tiene algún peso sobre el genio de una nación.

Dolmancé — ¡Caramba! Al salir esta mañana, compré en el palacio de la Igualdad un folleto que si creemos en el título, debe necesariamente responder a su pregunta.

Madame de Saint-Ange — Veamos (Lee: Franceses, un esfuerzo más si queréis ser republicanos.) Palabra que es un título singular: promete. Caballero, tú que tienes una hermosa voz, léenos esto.

Dolmancé — Si no me engaño, debe responder perfectamente a la pregunta de Eugenia .

Eugenia — ¡Con seguridad!

Madame de Saint-Ange — Vete, Agustín; esto no está hecho para ti; te llamaremos cuando convenga que reaparezcas.

El Caballero — Comienzo.

FRANCESES UN ESFUERZO MAS SI QUERÉIS SER REPUBLICANOS

LA RELIGIÓN

Vengo a ofreceros grandes ideas: escuchadlas y meditad sobre ellas; aunque no todas agraden, por lo menos se aceptarán algunas. Con esto habré contribuido en algo al progreso de las luces y así quedaré conforme. No lo oculto en absoluto: observo con pena la lentitud con que tratamos de llegar a la meta; presiento con inquietud que estamos a punto de fracasar una vez más. ¿Se piensa que esa meta habrá sido alcanzada cuando nos hayan dado leyes? Que no se imagine tal cosa. ¿Qué haríamos con las leyes, sin religión? Nos hace falta un culto, y un culto hecho para el carácter de un republicano, quien está muy lejos de poder reanudar jamás el de Roma. En un siglo en que estamos tan convencidos de que la religión debe apoyarse sobre la moral, y no la moral sobre la religión, hace falta una religión que convenga a las costumbres, que sea como el desarrollo de éstas, como su consecuencia necesaria, y que pueda, elevando el alma, mantenerla perpetuamente a la altura de esta preciosa libertad en la que hoy tiene su único ídolo. Ahora bien, os pregunto si se puede suponer que la de un esclavo de Tito, la de un vil histrión de Judea, puede convenir a una nación libre y guerrera que acaba de regenerarse. No, compatriotas míos, no, vosotros no lo creéis. Si, para su desgracia, el francés se sumiera de nuevo en las tinieblas del cristianismo, por un lado el orgullo, la tiranía, el despotismo de los sacerdotes, vicios siempre renacientes en esa horda impura, y por el otro la bajeza, la estrechez de miras, las mezquindades de los dogmas y los misterios de esa religión indigna y fabulosa, debilitando el orgullo del alma republicana, a poco la volverían a someter al yugo que su energía acaba de romper.

No perdamos de vista que esa pueril religión era una de las mejores armas en manos de nuestros tiranos; uno de sus primeros dogmas era Dar al César lo que es del Cesar; pero, nosotros hemos destronado a César y no queremos darle nada. Franceses: en vano podéis jactaros de que el espíritu de un clero juramentado no puede ser ya el de un clero refractario; hay vicios de naturaleza que es imposible corregir. Antes de diez años, por medio de la religión cristiana, de su superstición, de sus prejuicios, vuestros sacerdotes, pese a su juramento, pese a su pobreza, recuperarían sobre las almas el dominio que tuvieron, os encadenarían nuevamente a los reyes, pues el poderío de éstos apuntaló siempre el de aquellos, y entonces vuestro edificio republicano, privado de bases, se derrumbaría.

A  vosotros los que tenéis el hacha en  la  mano, os digo:   dad el último golpe al árbol de la superstición,  no os contentéis con podar las ramas:  extirpad por completo  una planta cuyos efectos son tan contagiosos; podéis tener la convicción más absoluta de que vuestro sistema de libertad e igualdad contraría demasiado abiertamente a los ministros de los altares de Cristo para que llegue a haber uno solo que lo adopte de buena fe, o que no trate de sacudirlo si llega a recuperar algún dominio sobre las conciencias. ¿Qué sacerdote, comparando el estado a que se lo acaba de reducir con el que gozaba en el pasado, no hará cuanto esté a su alcance para recuperar la confianza y la autoridad que se le han hecho perder? ¡Y cuántos seres débiles y pusilánimes volverán  entonces a ser los esclavos de este ambicioso tonsurado! ¿Por qué no se imagina que los inconvenientes que  existieron  pueden  resurgir todavía?  En la infancia de la Iglesia cristiana, ¿no eran los sacerdotes lo que son en la actualidad? Sabéis adonde habían llegado; pero, ¿quién los había  llevado hasta allí? ¿No fueron,  acaso, los medios  que  les proporcionaba la religión? Ahora bien, si no se la prohíbe completamente, esa religión y los que la predican, como siempre disponen de los mismos recursos, llegarán siempre a la misma meta.

Aniquilad, pues, para siempre todo aquello que algún día puede destruir vuestra obra. Pensad que como el fruto de vuestras labores está reservado para vuestros descendientes, es deber vuestro y corresponde a vuestra probidad no dejarles ninguno de estos gérmenes nocivos que podrían volver a hundirnos en el caos del que tanto nos cuesta salir. Ya los prejuicios se disipan, ya el pueblo abjura de los absurdos del catolicismo; ya ha suprimido los templos, derribado los ídolos y se ha resuelto que el matrimonio sólo es un acto civil; los confesionarios, rotos, sirven para las calderas públicas; los pretensos fieles, desertando del banquete apostólico, dejan los dioses de harina a los ratones. Franceses: no os detengáis. Europa entera, con una mano lista sobre la venda que tapa sus ojos, espera de vosotros el esfuerzo que debe arrancársela de la frente. Daos prisa: no le dejéis a la Santa Roma, que se agita en todo sentido para reprimir vuestra energía, tiempo para conservar tal vez algunos prosélitos todavía. Golpead sin reservas su cabeza altanera y temblorosa y que, antes de dos meses, el árbol de la libertad, haciendo sombra a los restos de la silla de San Pedro, cubra con el peso de sus ramas victoriosas todos esos despreciables ídolos del cristianismo, levantados con descaro sobre las cenizas de los Catones y los Brutos.

Franceses, os repito que Europa espera de vosotros que la libréis a la vez del cetro y del incensario. Pensad en que os resultará imposible libertarla de la tiranía real sin hacerle romper al mismo tiempo los frenos de la superstición religiosa: los vínculos entre una y otra son demasiado estrechos como para que os sea posible dejar subsistir una de las dos sin recaer, pronto, bajo el dominio de la que no os ocupáis de aniquilar. Un republicano no debe prosternarse ante las rodillas de un ser imaginario ni ante las de un impostor; ahora sus únicos dioses deben ser el coraje y la libertad. Roma desapareció en cuanto se predicó el cristianismo y Francia estará perdida si reaparece.

Examínense con atención los dogmas absurdos, los misterios espantosos, las ceremonias monstruosas, la moral imposible de esta repugnante religión y se verá si puede adecuarse a las necesidades de una república. ¿Creéis vosotros de buena fe que me dejaría dominar por la opinión de un hombre a quien acabara de ver a los pies del imbécil sacerdote de Jesús? ¡Por cierto que no! Ese hombre, siempre vil, participará sin cesar, por la mezquindad de sus ideas, de las atrocidades del antiguo régimen; desde el momento en que pudo someterse a las estupideces de una religión tan baja como la que tenemos la locura de admitir, no puede dictarme leyes ni transmitirme luces; sólo puedo verlo como un esclavo de los prejuicios y la superstición.

Echemos un vistazo, para convencernos de esta verdad, hacia esos contados individuos que siguen fieles al culto insensato de nuestros padres; veamos si no son todos ellos enemigos irreconciliables del actual sistema; veamos si en su número no está comprendida enteramente esa casta, tan con justicia despreciada, de los realistas y los aristócratas. ¡Que el esclavo de un tunante coronado se arrodille, si así lo desea, a los pies de un ídolo de pasta, ya que semejante objeto está hecho para su alma de lodo: quien puede servir a los reyes, debe adorar a los dioses! Pero, nosotros, franceses, pero nosotros, compatriotas míos, ¿vamos a seguir arrastrándonos humildemente bajo un yugo tan despreciable? ¡Más vale morir mil veces que volver a someternos! Puesto que creemos en la necesidad de un culto, imitemos el de los romanos: las acciones, las pasiones y los héroes: esos eran sus respetables objetos. Semejantes ídolos elevaban el alma, la electrizaban; y aún nacían más: le comunicaban las virtudes   del ser   respetado.  El adorador   de Minerva quería ser prudente. El coraje latía en el corazón de aquél a quien se veía a los pies de Marte. Ni uno solo de los dioses de esos   grandes  hombres  estaba  privado de energía;  todos   hacían pasar el fuego que los abrasaba al alma de quien los veneraba. Y, como existía la esperanza de ser uno mismo venerado un día, se aspiraba a llegar a ser por lo menos tan grande como aquél a quien se tomaba como modelo. Pero, ¿qué encontramos en cambio en los dioses vanos del cristianismo? ¿Qué nos ofrece, pregunto, esta imbécil religión [2] ? ¿El vacuo impostor de Nazaret os infunde algunas grandes ideas? ¿Su sucia y repugnante madre, la impúdica María, os inspira algunas virtudes? ¿Y encontráis en los santos que adornan   su   Elíseo   algún   modelo de  grandeza, heroísmo  o  virtudes? Es tan cierto que esta estúpida religión no ofrece nada a las grandes ideas que ningún artista puede emplear sus atributos en   los   monumentos   que crea;    incluso   en   Roma,  la   mayor parte de las bellezas o los ornamentos del palacio de los papas tienen su modelo en el paganismo y mientras exista el mundo sólo él animará la palabra de los grandes hombres.

¿Acaso encontraremos en el teísmo puro más motivos de grandeza y elevación? ¿Acaso la adopción de una quimera, al dar a nuestra alma ese grado de energía que es esencial para las virtudes republicanas, llevará al hombre a venerarlas o practicarlas? No lo imaginemos; se está de vuelta de ese espectro y en la actualidad el ateísmo es el único sistema de todas las personas que saben razonar. A medida que el hombre se ha ilustrado, se ha percatado de que, como el movimiento es inherente a la materia, el agente necesario para imprimir ese movimiento se convertía en un ser ilusorio y que, como todo cuanto existe debe estar en movimiento por su esencia misma, el motor resultaba inútil; se ha visto que ese dios quimérico, prudentemente inventado por los primeros legisladores, sólo era entre sus manos un medio más para encadenarse y que, al reservarse el derecho de hacer hablar únicamente a ese fantasma, se cuidarían mucho de hacerle decir tan sólo lo que fuera en apoyo de las ridículas leyes por las que pretendían someternos. Licurgo, Numa, Moisés, Jesucristo y Mahoma, todos esos grandes bribones, todos esos grandes déspotas de nuestras ideas, supieron asociar las divinidades que fabricaban a su ambición desmesurada y, seguros de cautivar los pueblos con la sanción de estos dioses, se cuidaron siempre, según se sabe, de interrogarlas solamente cuando les resultaba oportuno o de no hacerles responder sino lo que creían que podía serles útil.

Cubramos pues hoy el mismo desprecio el dios vano que han predicado los impostores y todas las sutilezas religiosas que resultan de su ridícula adopción; ese sonajero ya no puede entretener a los hombres libres. Que la extinción total de los cultos se incorpore, pues, a los principios que propagamos por toda Europa. No nos limitemos a romper los cetros; pulvericemos para siempre los ídolos; nunca hubo sino un paso de la superstición al realismo [3] . Y era necesario que así fuera, sin duda, puesto que uno de los primeros artículos de la coronación de los reyes era siempre el mantenimiento de la religión dominante como una de las bases políticas que más debían contribuir a sostener sus tronos. Pero, desde que el trono no existe más y desde que por fortuna no existirá nunca más, no temamos extirpar igualmente lo que constituía su base.

Sí, ciudadanos, la religión es incompatible con el sistema de la libertad; lo habéis sentido. Nunca el hombre libre se doblará ante los dioses del cristianismo; jamás sus dogmas, jamás sus ritos, sus misterios o su moral convendrán a un republicano. Puesto que os esforzáis por destruir todos los prejuicios, un esfuerzo más: no dejéis subsistir ninguno, si es que basta con uno para rehacerlos a todos. ¡Cuánto más seguros debemos estar de su retorno si el que dejáis subsistir es positivamente la cuna de todos los demás! Dejemos de pensar que la religión pueda ser útil para el hombre. Contemos con buenas leyes y entonces no sufriremos la necesidad de religión. Pero, se dice, el pueblo necesita de una, la religión lo divierte, lo frena. ¡Enhorabuena! Dadnos, pues, en este caso, la que conviene a hombres libres. Dadnos los dioses del paganismo. De buena gana adoraremos a Júpiter, Hércules o Palas; pero ya nada queremos saber del fabuloso autor de un universo que se mueve por sí solo; ya nada queremos saber de un dios sin extensión y que empero todo lo llena con su inmensidad, de un dios omnipotente y que no lleva a cabo nunca lo que desea, de un ser soberanamente bueno y que solo deja descontentos, de un ser amigo del orden y en cuyos dominios todo está en desorden. No, ya nada queremos saber de un dios que desorganiza la naturaleza, que es el padre de la confusión, que mueve al hombre en el momento en que éste se entrega a hacer horrores; semejante dios nos hace estremecer de indignación y lo relegamos por siempre jamás al olvido, del que el infame Robespierre ha tratado de sacarlo [4] .

Franceses: remplacemos a ese indigno espectro con los imponentes simulacros que hacían a Roma señora del universo, tratemos todos los ídolos cristianos como ya hemos tratado los de nuestros reyes. Hemos repuesto los emblemas de la libertad sobre las bases qué sostenían en otro tiempo a los tiranos;  reedifiquemos igualmente las efigies de los grandes hombres sobre los pedestales de esos depravados que el cristianismo adora [5] . Dejemos de temer, para nuestras campañas, el efecto del ateísmo; ¿acaso los campesinos no han sentido la necesidad de la asimilación del culto católico, tan contrarío a los verdaderos principios de la libertad? ¿No han visto sin espanto  al igual que sin dolor, tumbar sus altares y sus presbiterios? ¡Y bien!, creed que renunciarán del mismo modo a su ridículo dios. Las estatuas de Marte, Minerva y la Libertad serán instaladas en los sitios más destacados de sus moradas; para ellos se celebrará una fiesta anual; la corona cívica será discernida al ciudadano a quien más deba la patria. A la entrada de un bosque solitario,  Venus, el  Himeneo  y el Amor,  erigidos  en  un templo agreste, recibirán el homenaje de los enamorados; allí, por mano de las gracias, la belleza coronará a la constancia. No sólo se tratará de amar para ser digno de esa corona, también será necesario haber merecido serlo; el heroísmo, el talento, la humanidad, la grandeza de espíritu, el civismo probado: he ahí los títulos que a los pies de su amada estará obligado a exhibir el amante; y ellos remplazarán con creces  los del nacimiento y  la  riqueza, que un necio orgullo exigía en el pasado. De este culto florecerán por lo menos algunas virtudes, en tanto que sólo nacen crímenes del que hemos tenido la debilidad de profesar. Este culto se aliará con la libertad que servimos; la animará, la mantendrá, la abrazará, en tanto que el teísmo es por su esencia y por su naturaleza el más mortal enemigo de la libertad que servimos.

¿Costó una gota de sangre la destrucción de los ídolos paganos durante el Bajo Imperio? La revolución, preparada por la estupidez de un pueblo que había retornado a la esclavitud, se. operó sin él menor obstáculo. ¿Cómo podemos temer que la obra de la filosofía sea más penosa que la del despotismo? Sólo los sacerdotes mantienen cautivo aún a los pies de su dios quimérico al pueblo que tanto teméis ilustrar; alejadlos de él y el velo caerá naturalmente. Creed que este pueblo, mucho más prudente de lo que os imagináis, liberado de las cadenas de la tiranía pronto lo estará de la superstición. Le teméis si no tiene este freno; ¡qué extravagancia! ¡Oh! Creedme, ciudadanos, aquél a quien la espada material de las leyes no detiene, tampoco lo será por el temor moral a los suplicios del infierno, del cual se burla desde su infancia; en una palabra, vuestro teísmo ha hecho cometer muchos delitos, pero jamás impidió uno solo. Si es verdad que las pasiones ciegan, que su efecto es elevar sobre nuestros ojos una nube que oculta los peligros que los rodean, ¿cómo podemos suponer que los que están lejos de nosotros, como lo son los castigos anunciados por vuestro dios, puedan conseguir disipar esa nube que no puede disolver la espada misma de las leyes que siempre está suspendida sobre las pasiones? Si se demuestra, pues, que estos frenos complementarios impuestos por la idea de un dios se vuelven inútiles, si queda demostrado que son peligrosos por sus otros efectos, pregunto qué utilidad pueden tener, entonces, y en qué motivos podríamos apoyamos para prolongar su existencia. ¿Se me dirá que aún no estamos bastante maduros como para consolidar todavía nuestra revolución en una forma tan manifiesta? ¡Vamos! Conciudadanos míos: el camino que hemos recorrido desde él 89 era tanto más difícil que el que nos queda por hacer, y tenemos que modelar mucho menos la opinión para lo que os propongo que lo que la hemos atormentado en todo sentido desde la época de la toma de la Bastilla. Creemos que un pueblo tan sabio y valeroso como para llevar a un monarca impúdico desde la cúspide de las grandezas hasta el pie del cadalso, que en estos pocos años supo vencer tantos prejuicios y frenos ridículos, lo será tanto como para inmolar al bien de la cosa, a la prosperidad de la república, un fantasma mucho más ilusorio aún que el de un rey.

Franceses: vosotros daréis los primeros golpes, vuestra educación nacional hará el resto. Pero, poneos rápidamente a esta faena; que se convierta en una de vuestras   preocupaciones más importantes, que tenga sobre todo como base esa moral esencial, tan descuidada en la educación religiosa. Remplazad las necedades deíficas con que fatigáis los oídos de vuestros   hijos   por   excelentes principios sociales; que en vez de aprender a recitar fútiles plegarias que se jactarán de olvidar en cuanto cumplan dieciséis años, se los instruya sobre sus deberes en la sociedad; enseñadles a venerar virtudes de las que apenas les hablabais en otros tiempos y que, sin vuestras fábulas religiosas, bastan para su felicidad individual; hacedles ver que esa felicidad consiste en hacer tan afortunados a los otros como deseamos serlo nosotros mismos. Si fundáis esas verdades en las quimeras cristianas, como locamente se lo hacía antaño, no bien vuestros alumnos reconozcan la futileza de las bases tumbarán el edificio y se convertirán en delincuentes, porque creerán que sólo la religión que han derribado se los impedía ser. En cambio, haciéndoles sentir la necesidad de la virtud únicamente porque su propia felicidad depende de ello, serán personas   honradas por egoísmo, y esta ley que rige a todos los nombres será la más segura de todas; que se evite, pues, con el mayor cuidado, mezclar alguna fábula religiosa a esta educación nacional. No perdamos nunca de vista que queremos formar hombres libres y no viles adoradores de un dios. Que un filósofo sencillo instruya a estos nuevos alumnos en los sublimes secretos de la naturaleza; que les demuestre que el conocimiento de un dios, a menudo muy peligroso para los hombres, no favoreció nunca su felicidad y que no serán más dichosos al admitir como causa de lo que no comprenden una cosa que comprenderán todavía menos; que es mucho menos importante entender la naturaleza que gozar de ella y respetar sus leyes; que esas leyes son tan sabias como sencillas; que están escritas en los corazones de todos los hombres y que basta interrogar el corazón para discernir el impulso. Si insisten en que les habléis de un creador respondedles que como las cosas siempre han sido lo que son, que como  nunca tuvieron comienzo ni nunca tendrán fin, al hombre le resulta tan inútil cuanto imposible tratar de remontarse a un origen imaginario que no explicaría nada ni llevaría a nada. Decidles que a los hombres les es imposible tener ideas veraces sobre un ser que no actúa sobre ninguno de nuestros sentidos. Todas nuestras ideas son representaciones de los objetos que nos impresionan; ¿qué puede representarnos la idea de dios, que es evidentemente una idea sin objeto? Tal idea, les diréis también, ¿no es tan imposible como un efecto sin causa? ¿Una idea sin prototipo es algo más que una quimera? Algunos doctores, proseguiréis diciéndoles, aseguran que la idea de dios es innata y que los hombres ya la tienen en el vientre materno. Pero eso es falso, les agregaréis; todo principio es un juicio, todo juicio es efecto de la experiencia y la experiencia sólo se adquiere por el ejercicio de los sentidos; de lo que se sigue que los principios religiosos no responden a nada y no son en absoluto innatos. ¿Cómo, les diréis luego, ha podido persuadirse a seres racionales de que la cosa más difícil de comprender era la más esencial para ellos? Es que se les ha causado un gran terror; y, cuando se tiene miedo, se deja de razonar; es que sobre todo se les recomendó que desconfiaran de su razón y, cuando el cerebro está turbado, se cree todo y no se examina nada. La ignorancia y el miedo, diréis también, he ahí las dos bases de todas las religiones. La incertidumbre en que se halla el hombre con respecto de su dios es precisamente el motivo que lo ata a su religión. El hombre tiene miedo de las tinieblas, tanto en lo físico como en lo moral  el miedo se vuelve habitual en él y se convierte en necesidad; creería que le falta algo si ya nada tuviera que esperar o temer. Volved enseguida sobre la utilidad de la moral: dadles sobre este gran tema más ejemplos que lecciones, más pruebas que libros y haréis así buenos ciudadanos; haréis de ellos buenos guerreros, buenos padres, buenos esposos; haréis  hombres tanto más fieles de la libertad de su país cuanto ninguna idea de servidumbre podrá presentarse a su espíritu ni ningún terror religioso vendrá a perturbar sus inteligencias, Entonces el verdadero patriotismo brillará en todas las almas; reinará con toda su fuerza y con toda su pureza porque se convertirá en el único sentimiento dominante y ninguna idea extraña aminorará su energía; entonces, vuestra segunda generación quedará asegurada y vuestra obra, por ella consolidada, se convertirá en la ley del universo. Pero, si por temor o pusilanimidad no son seguidos estos consejos, si se dejan subsistir las bases del edificio que se había pensado destruir, ¿qué es lo que ocurrirá? Sobre sus bases se reconstruirán y repondrán los mismos colosos, con la cruel diferencia que esta vez estarán cimentados con tal fuerza que ni vuestra generación ni la que la seguirá lograrán tumbarlos.

Que nadie dude de que las religiones son la cuna del despotismo; el primero de todos los déspotas fue un sacerdote; el primer rey y el primer emperador de Roma, Numa y Augusto, se asocian uno y otro al sacerdocio; Constantino y Clodoveo más fueron abates que soberanos; Heliogábalo fue sacerdote del sol. En todos los tiempos y en todos los siglos ha habido entra el despotismo y la religión tal vínculo que está más que demostrado que al destruir el uno se socava el otro, por la muy poderosa razón de que el primero siempre servirá de ley al segundo. No propongo, sin embargo, matanzas ni deportaciones; todos esos horrores están demasiados lejos de mi alma para que tan sólo ose concebirlos un instante. No, no asesinéis, no expulséis del país: esas atrocidades corresponden a los reyes o a los canallas que los imitaron; no es imitándolos como inspiraréis terror hacia quienes las practicaban. Sólo recurramos a la fuerza contra los ídolos;   basta el ridículo para quienes los sirven: los sarcasmos de Juliano dañaron más la religión cristiana que todos los suplicios de Nerón. Sí, destruyamos para siempre toda idea de dios y de sus sacerdotes hagamos soldados; algunos ya lo son; que se entreguen a ese oficio tan noble para un republicano pero que no nos hablen más ni de su ser quimérico ni de su religión fabulosa, único objetivo de nuestros desprecios. Condenemos a ser mofado, ridiculizado, cubierto de lodo en los cruces de las principales ciudades de Francia al primero de esos charlatanes benditos que venga a hablarnos todavía de dios o de religión; una prisión eterna será la pena para quien caiga dos veces en las mismas faltas. Que las blasfemias más insultantes y las obras más ateas sean enseguida autorizadas plenamente a fin de terminar de extirpar del corazón y la memoria de los hombres esos espantables juguetes de nuestra infancia; que se organice un concurso para elegir la obra más capaz de esclarecer por fin a los europeos sobre una materia tan importante y que un premio considerable, discernido por la nación, sea la recompensa para aquél que, diciéndolo  todo,   demostrándolo todo en esta materia, ya sólo deje a sus compatriotas un hacha para tumbar todos esos espectros y un corazón recto para odiarlos. En seis  meses, todo estará terminado; vuestro infame dios estará en la nada y sin que por eso el hombre   deje de ser justo, celoso de la estima de los otros, sin que cese de temer la espada de la ley y de ser honrado, pues el hombre ya sabrá que el auténtico amigo de la patria no debe, como el esclavo de los reyes, ser arrastrado por quimeras; en pocas palabras, que ni la frívola esperanza en un mundo mejor ni el temor de males mayores que los causados por la naturaleza deben orientar la conducta de un republicano, cuya sola guía es la virtud así como su único freno el remordimiento.

LAS COSTUMBRES

Después de haber demostrado que el teísmo no conviene en absoluto a un gobierno republicano, me parece necesario probar que las costumbres francesas tampoco le convienen. Este articulo es de suma importancia ya que las costumbres servirán de motivos a las leyes que se promulgarán.

Franceses:   sois demasiado   ilustrados para no sentir que un nuevo gobierno necesitará nuevas costumbres; es imposible que el ciudadano de un Estado libre se conduzca como el esclavo de un rey déspota, pues las diferencias de intereses, de deberes, de relaciones entre ellos determinan esencialmente una manera por completo diferente de conducirse en el mundo: quedarán aquí anulados una multitud de pequeños errores y de pequeños delitos sociales considerados   muy   esenciales bajo el  gobierno de los reyes, quienes debían ser tanto más exigentes cuanta más necesidad tenían de imponer frenos para   hacerse   respetables o inabordables por sus súbditos. Igualmente, en un Estado republicano, bajo un gobierno que ya no reconoce leyes ni religión, desaparecerán otros delitos, conocidos con los nombres de regicidio   y   sacrilegio. Al otorgar la libertad de conciencia y la de prensa, pensad, ciudadanos, que con muy pocas excepciones se debe otorgar también la de actuar y que, aparte de lo que ofende directamente las bases mismas del gobierno, os queda   poquísimo que castigar, ya que, en los hechos, hay muy pocas acciones criminales en una sociedad cuyas bases son la libertad y la igualdad y que, si se piensan y se pesan bien las cosas, lo único verdaderamente delictivo es lo que reprueba la ley, pues la naturaleza, dictándonos por igual vicios y virtudes, en razón de nuestra organización o, más filosóficamente todavía, en razón de la necesidad que tiene de los unos y de las otras, lo que la naturaleza nos inspira se convertiría en una medida  muy insegura para restablecer con  precisión  lo que está bien o lo que está mal. Pero, para desarrollar más eficazmente mis ideas sobre un punto tan importante, vamos a clasificar las diferentes acciones de la vida del hombre que hasta el presente se había convenido en llamar delictivas y las mediremos enseguida en relación con los verdaderos deberes de un republicano.

En todas las épocas, los deberes del hombre han sido considerados en las tres diferentes relaciones siguientes:

1.  Los  que su  conciencia y su   credulidad  le imponen  hacia un ser supremo.

2.  Los que está obligado a cumplir con sus hermanos.

3.  Por último, los que sólo se relacionan consigo mismo.

La certeza que debe dominarnos es que ningún dios ha tenido nada que ver con nosotros y. que, criaturas necesarias de la naturaleza, como las plantas y los animales, estamos aquí porque era imposible que no lo estuviéramos. Como se ve, esta certeza aniquila de golpe la primera parte de esos deberes, quiero decir, aquellos de que nos creíamos falsamente responsables hacia la divinidad; con ellos desaparecen todos los delitos religiosos, todos los que son conocidos con los vagos e indefinidos nombres de impiedad, sacrilegio, blasfemia, ateísmo, etcétera, en pocas palabras, todos los que Atenas castigó con tanta injusticia en Alcibíades y Francia en el infortunado La Barre. Si hay algo extravagante en el mundo es ver hombres que no conocen su dios ni lo que ese dios puede exigir, excepto a través de sus ideas limitadas, y que empero quieren decidir sobre la naturaleza de lo que agrada o de lo que desagrada a ese ridículo fantasma de su imaginación. No querría, pues, una legislación que se limitara a permitir indiferentemente todos los cultos, desearía que hubiera libertad para reírse o mofarse de todos; que a los hombres reunidos en cualquier templo, para invocar al eterno a su modo, se los viese como comediantes en el teatro, de cuyas representaciones todo el mundo tiene derecho a ir a reírse. Si no veis las religiones de este modo, recuperarán la seriedad que las hace importantes, a poco cubrirán las opiniones, y no bien se haya disputado por cuestiones religiosas, se volverá a luchar por las religiones [6] . La igualdad, destruida por la preferencia o la protección acordada a una de ellas, pronto desaparecerá del gobierno, y de la teocracia reconstruida renacerá enseguida la aristocracia. No me cansaré, pues, de repetirlo: basta de dioses, franceses, basta de dioses, si no queréis que su funesta autoridad os vuelva a hundir muy pronto en todos los horrores del despotismo; pero, sólo burlándoos los destruiréis; todos los peligros que llevan como séquito renacerán enseguida si procedéis con seriedad o dándoles importancia. No tumbéis sus ídolos con cólera; pulverizadlos jugando y la opinión caerá por sí sola.

Basta con esto, espero, para demostrar que no debe promulgarse ninguna ley contra los delitos religiosos porque quien ofende una quimera nada ofende y porque sería una inconsecuencia muy grande castigar a los que ultrajan o desprecian un culto cuya prioridad con respecto de los demás nada os demuestra en forma evidente; esto significaría, necesariamente, tomar un partido e influir así sobre la balanza de la igualdad, primera ley de nuestro gobierno.

Pasemos a considerar los segundos deberes del hombre, aquellos que lo ligan con sus semejantes; esta categoría es la más extensa, sin duda.

La moral cristiana, muy vaga en cuanto a las relaciones del hombre con sus semejantes, establece bases tan llenas de sofismas que nos resulta imposible admitirlas porque, cuando se quiere edificar principios, hay que guardarse mucho de darles sofismas como base. Nos dice, esa absurda moral, que amemos al prójimo como a nosotros mismos. Ciertamente nuda sería más sublime si fuera posible que lo falso pudiera llevar los caracteres de la belleza. No se trata de amar a sus semejantes como a sí mismo, ya que eso se opone a todas las leyes de la naturaleza, cuya voz debe orientar, únicamente, todas las acciones de nuestras vidas; sólo se trata de amar a nuestros semejantes como a amigos que la naturaleza nos da y con los que debemos vivir tanto mejor en un Estado republicano por cuanto la desaparición de las distancias debe necesariamente estrechar los vínculos.

Que la humanidad, la fraternidad y la beneficencia nos prescriban, conforme a ello, nuestros deberes recíprocos. Cumplámoslos individualmente con el simple grado de energía que nos ha dado a ese respecto la naturaleza, sin culpar y sobre todo sin castigar a quienes, más fríos o más atrabiliarios, no experimentan en estos vínculos, tan conmovedores empero, todas las dulzuras que otros encuentran en ellos; pues, ¿quién podría dudar de que sería aquí un absurdo evidente tratar de prescribir leyes universales?; dicho procedimiento sería tan ridículo como el de un general que quisiera que todos sus soldados llevasen uniformes para la misma talla; es una espantosa injusticia exigir que hombres de caracteres desiguales se sometan a leyes iguales: lo que a uno conviene puede no convenir al otro.

Acepto que no es posible hacer tantas leyes como hombres existen; pero las leyes pueden ser tan benignas, tan escasas, que todos los hombres, cualquiera sea su carácter, puedan obedecerlas fácilmente. También exigiría yo que ese pequeño número de leyes fuera de tal naturaleza que se adaptara con facilidad a todos los diferentes caracteres; el espíritu de quien las dirigiera sería el de golpear, más o menos, en razón del individuo que hubiera que alcanzar. Está demostrado que una determinada virtud es impracticable para ciertos hombres, lo mismo que determinado remedio no convendría a determinado temperamento. Ahora bien, ¡será el colmo de la injusticia que deis con la fuerza de la ley a quien le es imposible plegarse a esa ley! La iniquidad que cometeríais así ¿no sería igual a la que os haríais culpables si quisierais obligar a un ciego a discernir los colores? De estos primeros principios se desprende, como se advierte, la necesidad de establecer leyes benignas y, sobre todo, de suprimir para siempre la atrocidad de la pena de muerte, porque la ley que atenta contra la vida de un hombre es impracticable, injusta e inadmisible. No se trata, según diré enseguida, de que no existan infinidad de casos en que, sin ultrajar la naturaleza (y es lo que demostraré), los hombres hayan recibido de esta madre común total libertad para atentar contra vidas humanas; pero lo que resulta imposible es que la ley pueda alcanzar el mismo privilegio, puesto que la ley, fría en sí misma, no sería accesible a las pasiones capaces de legitimar en el hombre la cruel acción del asesinato; el hombre recibe de la naturaleza las impresiones que pueden hacerle perdonar semejante acción, y la ley, por el contrario, siempre en oposición con la naturaleza y sin recibir nunca nada de ella, no puede estar autorizada a permitirse los mismos desvaríos; como no tiene los mismos motivos, es imposible que tenga los mismos derechos. He aquí algunas de esas sabias y delicadas distinciones que escapan a muchas personas porque muy poca gente medita en ellas. Pero serán aceptadas por las personas instruidas a quienes las dirijo e influirán, espero, en el nuevo código que nos preparan.

La segunda razón para suprimir la pena de muerte es la de que nunca ha reprimido el crimen, puesto que se lo comete cada día al pie del cadalso. En pocas palabras: hay que suprimir esta pena porque no hay peor cálculo que el de hacer morir a un hombre por haber matado a otro, ya que resulta evidentemente de este procedimiento que, en vez de un hombre menos, habrá simultáneamente dos, aritmética esta que sólo puede ser familiar a verdugos o idiotas. Sea como sea finalmente, los delitos que podemos cometer con respecto a nuestros hermanos se reducen a cuatro principales: la calumnia, el robo, los delitos que, causados por la impureza, pueden lesionar a los otros, y el asesinato.

Todas estas acciones, consideradas capitales en un gobierno monárquico ¿son igualmente graves en un Estado republicano? He aquí lo que vamos a analizar a la luz de la filosofía, pues sólo con su auxilio debe emprenderse semejante examen. Que no se me acuse de ser un innovador peligroso; que no se diga que existe el riesgo de embotar, como tal vez lo harán estos escritos, los remordimientos en el alma de los malhechores; que es una gran maldad aumentar por la suavidad de mi moral la proclividad de esos malhechores hacia los crímenes; formalmente señalo aquí que no tengo ninguna de esas perversas intenciones: expongo las ideas que desde que tengo uso de razón se identifican conmigo y a cuya difusión se opuso durante tantos siglos el infame despotismo de los tiranos. ¡Tanto peor para quienes, capaces de corromperse con cualquier cosa, sólo pueden captar el mal en las opiniones filosóficas! ¡Quién sabe si no se infectarían tal vez con la lectura de Séneca y Charron! No es a ellos a quienes me dirijo; sólo me dirijo a personas capaces de entenderme, las cuales me leerán sin peligro.

Confieso con toda franqueza que nunca creí que la calumnia fuera un mal, y sobre todo en un gobierno como el nuestro, en que todos los hombres,.más unidos, más próximos entre sí, tienen evidentemente un interés mayor en conocerse bien. O lo uno o lo otro: o bien la calumnia se refiere a un hombre realmente perverso o bien cae sobre un ser virtuoso. Se convendrá en que, en el primer caso, es casi indiferente que se diga un poco más de mal en contra de un hombre conocido por hacer mucho; tal vez incluso el mal que no existe echará luz sobre el que existe y entonces el malhechor será mejor conocido.

Si reinara una peste en Hanover, y exponiéndome a ella no corriera otro riesgo que el de ganarme un acceso de fiebre ¿podría sentir encono hacia el hombre que, para impedir que fuera allí, me hubiera dicho que en ese sitio uno muere no bien llega? No, sin duda; pues, atemorizándome con un gran mal, me ha impedido padecer uno pequeño.

Si la calumnia cae sobre un hombre virtuoso, que no se alarme: que se muestre y todo el veneno del calumniador recaerá enseguida sobre él mismo. La calumnia, para los hombres virtuosos, sólo es un examen depurativo, tras el cual su virtud aparecerá más brillante. Incluso hay en esto un beneficio para el conjunto de las virtudes de la república; pues este hombre virtuoso y sensible, aguijoneado por la injusticia que acaba de padecer, se consagrará a proceder mejor todavía; querrá superar esa calumnia de la que se creía a salvo y sus buenas acciones se perfeccionarán. Así, en el primer caso, el calumniador habrá producido efectos bastante buenos, al magnificar los vicios del hombre peligroso; en el segundo, los habrá producido excelentes, obligando a la virtud a ofrecérsenos íntegramente. Pregunto ahora en qué aspecto puede pareceros temible el calumniador, sobre todo en un gobierno en que es tan esencial conocer a los malos y aumentar las energías de los buenos. Hay que guardarse, pues, de pronunciar pena alguna contra la calumnia; considerémosla como un fanal y como un estimulante, y en todo caso como algo muy útil. El legislador, todas cuyas ideas deben ser grandes como la obra a que él se entrega, no debe estudiar nunca el efecto del delito que sólo lesiona individualmente; lo que debe examinar es su efecto en el conjunto, y cuando observe de este modo los efectos que produce la calumnia, lo desafío a que encuentre en ella algo que sea punible; lo desafío a que pueda conferir algún matiz de justicia a la ley que la castigue; en cambio, se convierte en el hombre más justo y mas íntegro si la favorece o la recompensa.

E1 robo es el segundo de los delitos morales cuyo examen nos hemos propuesto.

Si recorremos la antigüedad, veremos el robo permitido y recompensado en todas las repúblicas de Grecia; Esparta o Lacedemonia lo favorecían abiertamente; algunos otros pueblos lo consideraron una virtud guerrera; es un hecho que mantiene el coraje, la fuerza, la destreza, todas las virtudes, en pocas palabras, que son útiles para un gobierno republicano y por lo tanto para el nuestro. Me atreveré a preguntar, sin parcialidad ahora, si el robo, cuyo efecto es igualar las riquezas, constituye un gran mal en un gobierno cuya meta es la igualdad. No, sin duda; pues, si por una parte mantiene la igualdad, por la otra hace al hombre más esmerado en la conservación de su bien. Hubo un pueblo que castigaba no al ladrón sino a quien se había dejado robar, a fin de enseñarle a cuidar sus bienes. Esto nos lleva a reflexiones más vastas.

Dios no permita que se entienda que quiero atacar o destruir aquí el juramento de respeto a la propiedad, que acaba de pronunciar la nación; pero, ¿se me permitirán algunas ideas sobre la injusticia de este juramento? ¿Cuál es el espíritu de un juramento pronunciado por todos los individuos de una nación? ¿Acaso no es mantener una perfecta igualdad entre los ciudadanos, someterlos a todos por igual a la ley protectora de las propiedades de todos? Ahora bien, os pregunto si es muy justa la ley que ordena a quien nada tiene respetar a quien todo lo tiene. ¿Cuáles son los elementos del pacto social? ¿No consiste en ceder un poco de su libertad y de sus propiedades para asegurar y mantener lo que se conserva de uno y de otro?

Todas las leyes están apoyadas en estas bases, que son los motivos de los castigos infligidos a quien abusa de su libertad; que autorizan también los impuestos; lo que hace que un ciudadano no proteste cuando se los reclaman es que sabe que por medio de lo que da, se le conserva lo que le queda; pero, una vez más, ¿en virtud de qué derecho quien nada tiene se encadenaría conforme a un pacto que sólo protege a quien todo lo tiene? ¿Si lleváis a cabo un acto de equidad al conservar, mediante vuestro juramento, las propiedades del rico, no cometéis una injusticia al exigir ese juramento del "conservador" que nada tiene? ¿Qué interés puede tener éste en vuestro juramento? ¿Y por qué queréis que prometa una cosa que favorece únicamente a quien difiere tanto de él por sus riquezas? Nada hay más injusto, ciertamente: un juramento debe tener un efecto igual sobre todos los individuos que lo pronuncian: es imposible que pueda llegar a quien no tiene interés alguno en su mantenimiento porque en caso contrario ya no sería el pacto de un pueblo libre: sería el arma del fuerte contra el débil, contra el cual éste debería rebelarse sin cesar; ahora bien, esto es lo que ocurre con el juramento de respeto a los bienes que acaba de exigir la nación; sólo el rico compromete al pobre, sólo el rico tiene un interés en el juramento que pronuncia el pobre, con tanta irreflexión que no ve que por medio de este juramento, arrancado de su buena fe, se compromete a no hacer una cosa que no puede hacérsele a él mismo.

Convencidos, como debéis estarlo, de esa bárbara injusticia, no agravéis entonces vuestra injusticia castigando a quien nada tiene por haberse atrevido a sustraer alguna cosa a quien todo lo tiene: vuestro desigual juramento le da a ello más derecho que nunca. Obligándolo al perjurio mediante este juramento absurdo para él, legitimáis todos los crímenes a que le lleve ese perjurio; ya no os corresponde castigar, por lo tanto, eso de que habéis sido la causa. Al respecto no añadiré nada más para hacer sentir la horrible crueldad que implica castigar a los ladrones. Imitad la sabia ley del pueblo a que me acabo de referir: castigad al hombre bastante descuidado para dejarse robar pero no pronunciéis pena alguna contra quien roba; pensad que vuestro juramento lo autoriza a esa acción y que, llevándola a cabo, se ha limitado a seguir el primero y el más sabio de los impulsos de la naturaleza: el de conservar la propia existencia, a expensas de quien sea.

Los delitos que debemos examinar en esta segunda categoría de deberes del hombre hacia sus semejantes están representados por las acciones que puede hacer emprender el libertinaje, entre las que se destacan especialmente, como más atentatorias a lo que cada cual debe a los demás, la prostitución, el adulterio, el incesto, la violación y la sodomía. Por cierto que no debemos dudar ni un momento que todo cuanto se designa como crimen moral, es decir, todas las acciones de la especie de las que acabamos de citar, sea perfectamente indiferente en un gobierno cuyo único deber consiste en conservar, con los medios que más le convengan, la forma esencial para su mantenimiento: he aquí la única moral de un gobierno republicano. Pero como siempre está hostilizado por los déspotas no cabe imaginar razonablemente que sus medios de conservación puedan constituir medios morales; pues sólo se conservará por la guerra y nada menos moral que la guerra. Ahora pregunto cómo se llegará a demostrar que en un estado inmoral por sus obligaciones sea esencial que los individuos sean morales. Y digo más: es bueno que no lo sean. Los legisladores de Grecia habían sentido perfectamente bien la importante necesidad de engangrenar los miembros para que, influyendo su disolución moral sobre lo que es útil a la máquina, resultara de esto la insurrección que siempre es indispensable en un gobierno que, perfectamente feliz como el gobierno republicano, debe excitar necesariamente el odio y los celos de todo cuanto lo rodea. La insurrección, pensaban esos sabios legisladores, no es un estado moral; debe, no obstante, ser el estado permanente de una república. Sería, pues, tan absurdo como peligroso exigir que quienes deben mantener el perpetuo estremecimiento moral de la máquina fuesen en sí mismos seres muy morales, porque el estado moral de un hombre es un estado de paz y de tranquilidad, en tanto que su estado inmoral es un estado de movimiento perpetuo que lo acerca a la insurrección necesaria en la que es preciso que el republicano mantenga siempre el gobierno del que es miembro.

Pasemos ahora a los detalles y empecemos por analizar el pudor, ese impulso pusilánime, opuesto a los afectos impuros. Si estuviera en las intenciones de la naturaleza que el hombre fuera púdico, sin lugar a dudas no lo habría hecho nacer desnudo; una infinidad de pueblos, menos degradados que nosotros por la civilización, andan desnudos y no sienten vergüenza alguna; no se debe dudar de que la costumbre de vestirse tuvo por únicas bases la inclemencia del aire y la coquetería de las mujeres; éstas sintieron que perderían con rapidez todos los efectos del deseo si los prevenían en vez de dejarlos nacer; concibieron que, como por otra parte la naturaleza no las había creado sin defectos, se asegurarían mucho mejor todos los medios de agradar si ocultaban esos defectos con adornos; así el pudor, en vez de ser una virtud, no fue, por lo tanto, sino uno de los primeros efectos de la corrupción, uno de los primeros recursos de la coquetería de las mujeres.

Licurgo y Solón, muy conscientes de que los resultados del impudor mantienen al ciudadano en el estado inmoral que es esencial para las leyes del gobierno republicano, obligaron a las muchachas a mostrarse desnudas en el teatro [7] . Enseguida Roma imitó este ejemplo: se danzaba desnudo en los juegos de Flora; la mayor parte de los misterios paganos se celebraban así; la desnudez pasó incluso por virtud entre ciertos pueblos. Sea como sea, del impudor nacen tendencias lujuriosas; lo que resulta de estas tendencias integra los pretendidos crímenes que analizamos y cuyo primer efecto es la prostitución. Ahora que estamos de vuelta de la multitud de errores religiosos que nos cautivaban y que, más cercanos a la naturaleza por la cantidad de prejuicios que acabamos de exterminar, sólo escuchamos su voz, seguros de que, si algo fuera criminal, más bien lo sería resistir los impulsos que nos inspira y combatirlos, persuadidos de que, como la lujuria es una consecuencia de esas tendencias, se trata mucho menos de extinguir en nosotros esa pasión que de reglamentar los medios para satisfacerla en paz. Debemos, por lo tanto, preocupamos por poner orden en este terreno, por establecer en él toda la seguridad necesaria para que el ciudadano, a quien la necesidad aproxima a los objetos de lujuria, pueda entregarse con esos objetos a todo lo que sus pasiones le prescriben, porque no hay en el hombre pasión alguna que tenga más necesidad de toda la amplitud de la libertad que ésta. En las ciudades han de construirse diversos edificios, limpios, vastos, debidamente amueblados y seguros desde todos los puntos; en ellos, todos los sexos, todas las edades y todas las criaturas serán ofrecidos a los caprichos de los libertinos que vayan a gozar y la cabal sumisión será la norma de los individuos ofrecidos; la más leve negativa será castigada al punto, arbitrariamente, por quien la haya recibido. Debo ahora explicar esto, confrontarlo con las costumbres republicanas; he prometido mantener siempre la misma lógica y cumpliré mi palabra.

Si, como acabo de decirlo, ninguna pasión tiene más necesidad de toda la amplitud de la libertad que ésta, tampoco ninguna es tan despótica; en ella el hombre gusta ordenar, ser obedecido, rodearse de esclavos obligados a satisfacerlo; ahora bien, cuantas veces no deis al hombre el medio necesario de exhalar la dosis de despotismo que la naturaleza puso en el fondo de su corazón, para emitirla se arrojará sobre los objetos que le rodean y perturbará al gobierno. Permitid, si es que queréis evitar este peligro, la libre manifestación de esos deseos tiránicos que, a pesar suyo, le atormentan sin cesar; satisfecho por haber podido ejercer su pequeña soberanía en medio del harén de koglanes o de sultanas que vuestros cuidados y su dinero le someten, saldrá contento y sin ningún deseo de perturbar un gobierno que le asegura con tanta complacencia todos los medios de su concupiscencia; ejerced, en cambio, procedimientos diferentes, imponed a esos objetos de la lujuria pública las ridículas trabas otrora inventabas por la tiranía ministerial y por la lubricidad de nuestros Sardanápalos [8] : el hombre, pronto amargado por vuestro gobierno, pronto celoso por el despotismo que os ve ejercer a solas, sacudirá el yugo que le imponéis y, cansado de vuestro modo de regirlo, lo cambiará como acaba de hacerlo.

Ved cómo los legisladores griegos, compenetrados de estas ideas, trataban el libertinaje. en Lacedemonia y Atenas: embriagaban de libertinaje al ciudadano, en vez de prohibírselo; ningún género de lubricidad le estaba prohibido y así Sócrates, declarado por el oráculo el más sabio de los filósofos de la tierra; Sócrates, que pasaba tranquilamente de los brazos de Aspasia a los de Alcibíades, no era por esto menos la gloria de Grecia. He de ir más lejos y, por contrarias que sean mis ideas a nuestras costumbres actuales, como es mi objeto probar que debemos apresuramos a cambiar esas costumbres si queremos conservar el gobierno adoptado, voy a tratar de convenceros de que la prostitución de las mujeres llamadas honradas no es más peligrosa que la de los hombres y que no sólo debemos asociarlas a las lujurias ejercidas en las casas que establezco sino que incluso debemos construir casas especiales para ellas, en las que sus caprichos y las necesidades de su temperamento, tanto más ardiente que el nuestro, pueda igualmente satisfacerse con todos los sexos.

En primer término, ¿con qué derecho pretendéis que las mujeres deban quedar exceptuadas de la ciega sumisión que la naturaleza les prescribe ante los caprichos de los hombres y, en segundo término, en virtud de qué otro derecho pretendéis someterlas a una continencia que es imposible para su físico y absolutamente inútil para su honor?

Voy a ocuparme separadamente de estas dos cuestiones.

Es un hecho que, en el estado de naturaleza, las mujeres nacen vulgívagas, es decir, gozan de las ventajas de los demás animales hembras y pertenecen, como éstos y sin excepción alguna, a todos los machos; tales fueron, sin duda alguna, las primeras leyes de la naturaleza y las únicas instituciones de las primeras congregaciones que hicieron los hombres. El interés, el egoísmo y el amor degradaron esas primeras concepciones tan sencillas y tan naturales, el hombre creyó enriquecerse tomando una mujer y, con ella, los bienes de su familia; he aquí satisfechos los dos primeros sentimientos que acabo de señalar; aún más a menudo, el hombre raptó a la mujer y se ligó con ella; he aquí el segundo motivo en acción y, en todos los casos, una injusticia.

Jamás puede ejercerse un acto de posesión sobre un ser libre; es tan injusto poseer exclusivamente una mujer como lo es poseer esclavos, todos los hombres han nacido libres, todos tienen iguales derechos: no perdamos nunca de vista estos principios; según esto, no se puede por lo tanto otorgar nunca a un sexo el derecho legítimo de apoderarse con carácter exclusivo del otro, ni nunca uno de estos sexos o una de estas clases puede poseer arbitrariamente al otro. Incluso una mujer, en la pureza de las leyes de la naturaleza, no puede alegar, como motivo de su negativa ante quien la desea, el amor que siente por otro, ya que este motivo se convierte en motivo de exclusión y ningún hombre puede ser excluido de la posesión de una mujer, desde el momento que es evidente que la mujer pertenece decididamente a todos los hombres. El acto de posesión sólo puede ejercerse sobre un inmueble o sobre un animal; no puede ejercérselo nunca sobre un individuo que se nos asemeja y todas las ataduras que pueden ligar una mujer a un hombre, de cualquier género que las supongáis, son tan injustas como quiméricas.

Si resulta, entonces, indiscutible que hemos recibido de la naturaleza el don de expresar nuestros derechos indistintamente a todas las mujeres, igualmente resulta indiscutible que tenemos el derecho de obligarlas a someterse a nuestros deseos, claro que no exclusivamente, pues en tal caso me estaría contradiciendo, pero sí momentáneamente [9] . Es innegable que tenemos derechos a establecer leyes que obliguen a la mujer a ceder a los deseos del hombre; siendo la misma violencia uno de los efectos de este derecho, podemos emplearla legalmente. ¿Y qué? ¿No demuestra la naturaleza que poseemos este derecho al proporcionarnos la fuerza necesaria para someterlas a nuestros deseos?

En vano harán hablar las mujeres, en su defensa, el pudor o su apego a otros hombres; estos recursos quiméricos son nulos; ya hemos visto más arriba hasta qué punto es el pudor un sentimiento artificial y despreciable. El amor, al cual se le puede llamar la locura del alma, no tiene títulos para legitimar su constancia; como sólo satisface dos individuos, el ser amado y el ser amante, no puede servir para la felicidad de los demás y las mujeres nos han sido dadas para felicidad de todos y no para una felicidad egoísta y privilegiada. Todos los hombres tienen, por lo tanto, un derecho de goce igual sobre todas las mujeres: no hay, así, hombre alguno que, conforme a las leyes de la naturaleza, pueda atribuirse sobre una mujer un derecho único y personal. La ley que las obligará a prostituirse cuanto deseemos en las casas de libertinaje a que acabamos de referimos y que las forzará a ello si se niegan y las castigará si no cumplen, es, por consiguiente, una de las leyes más equitativas y contra la que no puede formularse ninguna objeción legítima o justa.

El hombre que quiera gozar de cualquier mujer o muchacha podrá, pues, si las leyes que promulgáis son justas, hacerla emplazar para que se presente en una de las casas a que me he referido; y en ella, bajo la salvaguardia de las matronas de ese templo de Venus, la mujer o la muchacha le será entregada para que satisfaga, con tanta humildad como sumisión, todos los caprichos que el hombre quiera hacer con ella, por extraños e irregulares que sean, pues no hay ninguno que no sea de la naturaleza, ninguno que no sea reconocido por ella. Al respecto, lo único que quedaría por resolver seria el problema de la edad. Ahora bien, postulo que no se puede llevar a cabo esto sin menoscabar la libertad de aquél que desea gozar de una muchacha de una determinada edad. Quien tiene derecho a comer el fruto de un árbol puede, sin duda, cogerlo maduro o verde, según las inspiraciones de su gusto. Pero, se objetará, hay una edad en que las acciones del hombre dañarán decididamente la salud de la muchacha. Esta consideración carece de todo valor; puesto que me otorgáis el derecho de propiedad sobre el goce, este derecho es independiente de los efectos producidos por el goce; a partir de esto, resulta igual que dicho goce sea ventajoso o nocivo para el objeto que debe sometérsele. ¿No he demostrado ya que es legal forzar la voluntad de una mujer a este respecto y que no bien inspira el deseo de gozar debe someterse a este goce, abstracción hecha de todo sentimiento egoísta? Otro tanto vale por lo que hace a su salud. Las consideraciones que se tuvieran a este respecto destruyen o debilitan el goce de quien la desea y tiene el derecho de apropiársela. Estas consideraciones relativas a la salud se toman nulas porque aquí no se trata en absoluto de lo que puede sentir el objeto condenado por la naturaleza y por la ley a la satisfacción momentánea de los deseos del hombre; en este examen, sólo se trata de lo que conviene a quien desea. Restableceremos el equilibrio.

Si,  lo restableceremos y sin  duda  debemos hacerlo; a estas mismas mujeres que acabamos de sojuzgar tan cruelmente, debemos sin lugar a dudas compensarlas, y esto es lo que va a constituir la respuesta a la segunda cuestión que me he planteado.

Si admitimos, como acabamos de hacerlo, que todas las mujeres deben estar sometidas a nuestros deseos, por cierto podemos permitirles igualmente que satisfagan ampliamente todos los suyos; nuestras leyes deben favorecer en este sentido su temperamento de fuego y es absurdo haber puesto su honor y su virtud en la fuerza antinatural que ponen para resistir a las tendencias que han recibido con mucha más profusión que nosotros; esta injusticia de las costumbres es tanto más indignante por cuanto consentimos a la vez en hacerlas débiles a fuerza de seducción y en castigarlas luego porque ceden a todos los esfuerzos que hemos hecho para provocar su caída. Me parece que todo lo absurdo de nuestras costumbres está grabado en esta injusta atrocidad, y esta exposición bastaría para hacernos sentir la extrema necesidad que tenemos de cambiarlas por otras más puras.

Digo, pues, que como las mujeres han recibido tendencias mucho más violentas que nosotros a los placeres de la Injuria, podrán entregarse a ésta cuanto deseen, absolutamente liberadas de todos los vínculos del himeneo, de todos los falsos prejuicios del pudor, absolutamente devueltas al estado de naturaleza; quiero que las leyes les permitan entregarse a tantos hombres como se les ocurra; quiero que el goce de todos los sexos y de todas las partes de sus cuerpos les esté permitido como a los hombres; y bajo la cláusula especial de entregarse igualmente a todos aquellos que las deseen, es preciso que tengan la libertad de gozar asimismo de todos aquellos que crean dignos de satisfacerlas.

¿Cuáles son, pregunto, los peligros de esta licencia? ¿Los niños que no tendrán padre? ¡Y qué! ¡Qué importa eso en una república en la que todos los individuos deben tener como única madre a la patria, donde todos los que nacen son sin excepción hijos de la patria! ¡Oh! ¡Cuanto más la amarán los que no habiendo conocido nunca sino esta madre, sabrán desde su nacimiento que sólo de ella deben esperarlo todo! No penséis en formar buenos republicanos mientras aisléis en sus familias a los niños, quienes deben pertenecer nada más que a la república. Al dar allí sólo a unos cuantos individuos la dosis de afecto que deben repartir entre todos sus hermanos, adoptan inevitablemente los prejuicios a menudo peligrosos de esos individuos; sus opiniones, sus ideas se aíslan, se particularizan y todas las virtudes de un hombre de Estado se les hacen absolutamente imposibles. Abandonando finalmente su corazón enteró a quienes les dieron nacimiento, ya no pueden encontrar en el corazón afecto alguno para la que debe hacerlos vivir, hacerlos conocer e ilustrarlos, como si estas segundas bondades no fueran más importantes que las primeras. Si es sumamente inconveniente dejar que los niños se nutran así en sus familias de intereses que a menudo difieren mucho de los de la patria, hay por lo tanto las mayores ventajas en separarlos de ellas, ¿y no lo son naturalmente por los medios que propongo, ya que al destruir absolutamente todos los lazos del himeneo, sólo nacerán de los placeres de la mujer niños a quienes el conocimiento de su padre les está absolutamente prohibido y con ello los medios de pertenecer a una misma familia, en vez de ser, como deben serlo, únicamente hijos de la patria?

Habrá, por lo tanto, casas destinabas al libertinaje de las mujeres y al igual que aquéllas para hombres, bajo la protección del gobierno; en ellas se les facilitarán todos los individuos de uno y otro sexo que puedan desear y cuanto más frecuenten estas casas, más estimadas serán. No hay nada tan bárbaro y tan ridículo como haber asociado el honor y la virtud de las mujeres a la resistencia que oponen a deseos que han recibido de la naturaleza y que excitan sin cesar quienes tienen la barbarie de culparla. Desde la más tierna edad [10] , una niña liberada de los vínculos paternales, no teniendo ya que conservar nada para el himeneo (absolutamente abolido por las sabias leyes que deseo), por encima del prejuicio que antaño encadenaba su sexo, podrá, pues, entregarse a todo cuanto le dicte su temperamento en. las casas establecidas para este fin; en ellas será recibida con respeto, satisfecha con profusión y, de vuelta en la sociedad, podrá hablar tan públicamente de los placeres que haya gustado como hoy lo hace de un baile o de un paseo. Sexo encantador: seréis libre; gozaréis como los hombres de todos los placeres que os impone la naturaleza; no os detendréis ante ninguno. ¿La parte más divina de la humanidad debe recibir cadenas de la otra? ¡Oh! Rompedlas, la naturaleza así lo quiere; no tengáis otro freno que el de vuestras inclinaciones ni otras leyes que vuestros deseos ni otra moral que la de la naturaleza; no padezcáis más bajo esos bárbaros prejuicios que mancillaban vuestros encantos y cautivaban los impulsos divinos de vuestros corazones [11] ; sois libres como nosotros y la carrera de los combates de Venus os está abierta como a nosotros; no temáis ya absurdos reproches; la pedantería y la superstición están aplastadas; ya no se os verá ruborizar por vuestros encantadores excesos; coronadas de mirtos y de rosas, la estima que concebiremos por vosotras sólo estará ahora en relación con el mayor grado de extensión que os hayáis permitido darles.

Lo que acaba de decirse debería, sin duda, dispensarnos de examinar el adulterio; echémosle, no obstante, un vistazo, por muy nulo que sea conforme a las leyes que establezco. ¡Hasta que punto era ridículo considerarlo un acto criminal en nuestras antiguas instituciones! Si había algo absurdo en el mundo, seguramente lo era la eternidad de los vínculos conyugales. A mi parecer, bastaba examinar o sentir todo el grosero peso de esos lazos para dejar de considerar crimen la acción que los aliviaba; como la naturaleza, según acabamos de decirlo, dota a las mujeres de un temperamento más ardiente y de una sensibilidad más profunda que a los individuos del otro sexo, el yugo de un himeneo eterno era para ellas tanto más pesado. Mujeres tiernas y abrazadas por el fuego del amor, resarcios ahora sin temor; persuadios de que no hay mal alguno en seguir los impulsos de la naturaleza, que no os ha creado para un solo hombre sino para complacer indistintamente a todos. Que no os detenga ningún freno. Imitad a los republicanos de Grecia; jamás los legisladores que les dieron leyes imaginaron hacer un crimen del adulterio y casi todos autorizaron el desorden de las mujeres. Tomás Moro demuestra, en su Utopía, que es ventajoso para las mujeres entregarse al libertinaje y las ideas de este gran hombre no siempre eran sueños [12] .

Entre los tártaros, cuanto más se prostituía una mujer, más honrada era; llevaba públicamente en el cuello las señales de su impudicia y no se estimaba en absoluto a las que no estaban así adornadas. En el Perú, las propias familias entregan sus mujeres o sus hijas a los extranjeros de viaje por allí, ¡se las alquila a tanto por día como si fueran coches o caballos! Volúmenes enteros no alcanzarían para demostrar cumplidamente que nunca la lujuria fue considerada criminal entre ninguno de los pueblos prudentes de la tierra. Bien saben todos los filósofos que sólo a los impostores cristianos les debemos el verla erigida en crimen. Los sacerdotes tenían sus buenos motivos para prohibirnos la lujuria: esa recomendación, al reservarles el conocimiento y la absolución de los pecados secretos, les daba un increíble dominio sobre las mujeres y les abría una carrera de lubricidad cuya extensión no tenía límites. Es sabido el partido que sacaron de esto y cómo seguirían abusando si su crédito no estuviera perdido sin remedio.

¿Es más peligroso el incesto? No, sin duda, pues extiende los vínculos de las familias y por consiguiente hace más activo el amor de los ciudadanos por la patria; nos es dictado por las primeras leyes de la naturaleza, lo sentimos, y el goce de les objetos que nos pertenecen nos parece siempre más delicioso. Las primeras instituciones favorecían el incesto; se lo encuentra en el Origen mismo de las sociedades; está consagrado en todas las religiones; todas las leyes lo han favorecido. Si recorremos el universo, encontramos el incesto establecido por doquier. Los negros de la costa de la pimienta y del río Gabón prostituyen sus mujeres a sus propios hijos; en el reino de Juda, el hijo mayor debe casarse con la mujer de su padre; los pueblos de Chile se acuestan indistintamente con sus hermanas y sus hijas, y a menudo se casan a la vez con la madre y la hija. En pocas palabras, oso asegurar que el incesto debería ser la ley de todo gobierno cuya base es la fraternidad. ¡Cómo es posible que hombres razonables pudieran llevar el absurdo al punto de creer que el goce de su madre, de su hermana o de su hija, llegara a convertirse en acto criminal! ¿No es, os pregunto, un prejuicio abominable el que presenta como crimen a un hombre él hecho de estimar más para su goce el objeto a que más lo aproxima el sentimiento de la naturaleza? Sería lo mismo que decir que nos está prohibido amar demasiado a los individuos que la naturaleza nos prescribe amar más y que cuanto más nos da inclinaciones hacia un objeto, más nos ordena al mismo tiempo alejarnos de él. Esas contradicciones son absurdas; sólo pueblos embrutecidos por la superstición pueden creerlas o adoptarlas. La comunidad de mujeres que establezco acarrea necesariamente el incesto y por lo tanto queda poco que decir sobre un supuesto delito cuya nulidad está ya demasiado demostrada para insistir en ella; y vamos a pasar a la violación, que parece ser, a primera vista, entre todos los excesos del libertinaje aquél cuya lesión está mejor establecida, en razón del ultraje que parece cometer. No obstante es cierto que la violación, acción tan poco frecuente y tan difícil de probar, causa menos daño al prójimo que el robo, puesto que éste invade la propiedad que aquél se limita a deteriorar. Por otra parte, ¿qué podríais responder al violador si éste os dice que en realidad el daño que ha causado es muy reducido, ya que se ha limitado a poner un poco más pronto el objeto de que ha abusado en el mismo estado en que a poco le habrían puesto el himeneo o el amor?

Pero, la sodomía, ese supuesto crimen que atrajo el fuego de los cielos sobre las ciudades que se entregaban a él, ¿no es acaso un desvarío monstruoso, cuyo castigo nunca será bastante fuerte? Es sin duda muy doloroso para nosotros tener que reprochar a nuestros antepasados las matanzas judiciales que osaron permitirse a este respecto. ¿Es posible ser tan bárbaro que se condene a muerte a un desdichado individuo cuyo único delito consiste en no tener los mismos gustos vuestros? Uno se estremece al pensar que no hace aún cuarenta años el absurdo de los legisladores estaba todavía en eso. Consolaos, ciudadanos: semejantes absurdos no ocurrirán mas: de ello responde la sabiduría de vuestros legisladores. Perfectamente esclarecidos sobre esta debilidad de ciertos hombres, hoy se sabe muy bien que semejante error no puede ser criminal y que la naturaleza no podría haber atribuido al. fluido que corre por nuestros flancos tanta importancia como para encolerizarse por el camino que nos plazca hacer tomar a ese licor.

¿Cuál es el único crimen que puede haber aquí? Seguramente no es el de depositarse en uno u otro lugar, a menos que se pretenda sostener que no todas las partes del cuerpo se asemejan y que las hay puras e impuras; pero, como es imposible defender semejantes absurdos, el único supuesto delito no puede consistir en este caso sino en la pérdida del semen. Ahora bien, os pregunto si es verosímil que ese semen sea tan precioso a los ojos de la naturaleza que resulte imposible perderlo sin cometer un crimen. ¿Procedería ella todos los días a esas pérdidas si así fuera, y no equivale a autorizarlas el permitirlas en los sueños, en el acto del goce de una mujer encinta? ¿Es posible imaginar que la naturaleza nos diera la posibilidad de un crimen que la ultrajaría? ¿Es posible que consienta que los hombres la destruyan en sus placeres, y por eso se vuelvan más fuertes que ella misma? Es inaudito el abismo de absurdidades en que se cae, al pensar, cuando se abandona la luz de la razón. Estemos pues seguros de que es tan sencillo gozar de uno u otro modo a. la mujer, que es completamente indiferente gozar una muchacha o un joven, y que así como es claro que no pueden existir en nosotros otras tendencias que las que tenemos por naturaleza, ella es demasiado sabia y prudente como para haber puesto algo en nosotros que pueda ofenderla.

La sodomía es el resultado de la constitución humana, y nosotros no contribuimos para nada en ella. Los niños de más tierna edad anuncian este gusto, y no se corrige ya más. En ocasiones es el fruto de la saciedad; pero, aún en este caso ¿pertenece menos a la naturaleza? Bajo todo punto de vista es su obra, y siempre debe respetarse lo que ella inspira. Si por un recuento exacto se llegara a demostrar que este gusto afecta infinitamente más que el otro, que los placeres que otorga son mucho más vivos, y que en razón de esto sus partidarios son mil veces más numerosos que sus enemigos, ¿no podría concluirse entonces que, lejos de ultrajar a la naturaleza, este vicio sirve a sus designios, y que ella favorece mucho menos la progenitura de lo que hemos tenido la locura de creer? Ahora bien, recorriendo el universo, ¡cuántos pueblos vemos despreciar a las mujeres! Hay algunos que no se sirven de ellas más que para tener los niños necesarios para la sucesión. La costumbre que tienen los hombres de vivir juntos en las repúblicas hará siempre este vicio más frecuente, pero esto ciertamente no es peligroso. ¿Los legisladores de Grecia lo habrían introducido en su república si lo hubieran creído? Al contrario, lo concebían necesario para un pueblo guerrero. Plutarco nos habla con entusiasmo del batallón de los amantes y de los amados; ellos solos defendieron durante largo tiempo la libertad de Grecia. Este vicio reina en las asociaciones de camaradas de armas, y las consolida. Los más grandes hombres le son afectos. Toda América, al tiempo del descubrimiento, se encontraba habitada por hombres con este gusto. En Luisiana, tierra de los Illinois, los indios se prostituían como cortesanas vestidos de mujer. Los negros de Benguela mantienen públicamente sus hombres; casi todos los serrallos de Argelia están hoy poblados sólo por jóvenes. No satisfechos con tolerarlo, en Tebas ordenaron el amor de los efebos; el filosofo de Queronea lo prescribía para suavizar las costumbres de los jóvenes.

Sabemos hasta qué punto este vicio señoreaba en Roma: había lugares públicos donde los jóvenes y las muchachas se prostituían, unos vestidos de mujer y las otras de hombre. Marcial, Cátulo, Tibulio, Horacio y Virgilio escribían a los hombres como a sus amantes, y leemos finalmente en Plutarco [13] que las mujeres no debían tener parte alguna en el amor de los hombres.

Los Amasiens de la isla de Creta raptaban otrora con singulares ceremonias a sus jóvenes efebos. Cuando amaban a uno, avisaban a sus padres el día en que el raptor realizaría su obra; el joven oponía alguna resistencia si su amante no lo satisfacía; en caso contrarío, partía con él. El seductor lo devolvía a su familia tan pronto como le hubiese utilizado; puesto que tanto en esta pasión como en la de las mujeres se tiene siempre demasiado desde que se tiene bastante. Estrabón nos dice que en la misma isla, no era sino con muchachos que se llenaban los serrallos: se los prostituía públicamente.

¿Veamos una última autoridad, para probar en qué medida este vicio es útil a una república? Escuchemos a Jerónimo el Peripatético: "El amor de los adolescentes, nos dice, se difundió en toda Grecia, porque daba coraje y fuerza, porque servía para expulsar a los tiranos; las conspiraciones se formaban entre los amantes, y ellos se dejaban torturar antes que denunciar a sus cómplices; así el patriotismo sacrificaba todo a la prosperidad del Estado; seguros do que estas relaciones afirmaban a la república, se declamaba contra las mujeres, y constituía una debilidad reservada al despotismo ligarse a una de tales criaturas". Siempre la pederastia fue el vicio de los pueblos guerreros. César nos enseña que los galos le eran extraordinariamente afectos. Las guerras que debían sostener las repúblicas, separando por fuerza a los dos sexos, propagaban el vicio. Cuando se reconocían sus consecuencias útiles para el Estado, pronto era consagrado por la religión. Es sabido que los romanos santificaron los amores de Júpiter y de Ganymedes; Sixto Empírico nos asegura que esta fantasía era obligatoria entre los persas. Finalmente las mujeres, celosas y despreciadas, ofrecen a sus maridos los mismos servicios que ellos recibían de los adolescentes; algunos ensayaron y volvieron a sus antiguas prácticas, no siendo posible la ilusión.

Los turcos, fuertes adeptos a esta depravación que Mahoma consagra en su Corán, aseguran no obstante que una virgen muy joven puede remplazar bastante bien a un joven, y raramente las suyas sé volvían mujeres antes de haber pasado por esta prueba. Sixto Quinto y Sánchez permitían este exceso, y el segundo intentó aún probar que era útil a la propagación de la especie, y que un niño creado después de este curso previo devenía infinitamente mejor constituido. Por último, las mujeres se resarcen entre ellas. Esta fantasía no tiene sin duda más inconvenientes que la otra, porque su resultado no es otro que la negativa a concebir, y porque los recursos de los que la gente gusta son suficientemente fuertes como para que sus enemigos puedan perjudicarlos. Los griegos apoyaban asimismo este desvarío de las mujeres, y se basaban en razones de Estado. Resultó que, bastándose entre ellas, sus contactos con los hombres fueron menos frecuentes y no lesionaron así los asuntos de la república. Luciano nos enseña qué progreso realizó esta licencia, y no es sin interés que nosotros la vemos en Safo.

En pocas palabras, no hay clase alguna de peligro en estas manías: se remontan tan lejos, casi hasta acariciar los monstruos y los animales, así como tenemos el ejemplo de muchos pueblos; no habrá sin duda en todas estas tonterías el más pequeño inconveniente, porque la corrupción de las costumbres, siendo muy útil al gobierno, no será perniciosa bajo ningún aspecto, y debemos esperar de nuestros legisladores suficiente prudencia y sabiduría para estar seguros de que ninguna ley vendrá de ellos para la represión de estas miserias que, procediendo en absoluto de nuestra constitución, no harán más culpable a quien les sea afecto que aquél a quien la naturaleza hizo contrahecho.

Sólo nos queda ahora por examinar el asesinato en la segunda categoría de los delitos del hombre hacia sus semejantes y enseguida pasaremos a sus deberes hacia sí mismo. De todas las ofensas que el hombre puede hacer a sus semejantes, el asesinato es, sin disputa, la más cruel, puesto que le despoja del único bien que haya recibido de la naturaleza, del único cuya pérdida sea irreparable. Diversas cuestiones se plantean aquí, empero, abstracción hecha del daño que el asesinato causa a quien es su víctima.

1.   Dicha acción, considerando únicamente las leyes de la naturaleza,  ¿es realmente criminal?

2.  ¿Lo es en relación con las leyes de la política?

3.  ¿Es nociva para la sociedad?

4.  ¿Cómo debe ser considerada en un gobierno republicano?

5.      Por último, ¿el asesinato debe ser reprimido mediante el asesinato?

Vamos a examinar separadamente cada una de estas cuestiones: el objeto es bastante fundamental para que nos permita detenernos en él. Tal vez nuestras ideas parecerán un poco arriesgadas; ¿qué importa eso? ¿No hemos adquirido el derecho de decirlo todo? Desarrollemos grandes verdades ante los hombres: las esperan de nosotros; es tiempo que el error desaparezca, es preciso que su corona caiga al lado de la de los reyes. ¿Es el asesinato un delito a los ojos de la naturaleza? He aquí la primera cuestión planteada.

Sin duda, vamos a humillar el orgullo del hombre, rebajándolo al rango de todas las demás producciones de la naturaleza, pero el filósofo no mima las pequeñas vanidades humanas: corre siempre con ardor tras la verdad, la descubre bajo los necios prejuicios del amor propio, la alcanza, la desarrolla y audazmente la muestra a la tierra estupefacta.

¿Qué es el hombre y qué diferencia existe entre él y las plantas, entre él y los demás animales de la naturaleza? Ninguna, sin duda. Fortuitamente colocado, como ellos, sobre este globo, nace como ellos, se propaga, crece y decrece como ellos; llega como ellos a la vejez y cae como ellos en la nada tras el término que la naturaleza asigna a cada especie, en virtud de la construcción de sus órganos. Si las semejanzas son a tal punto exactas que se le hace absolutamente imposible al ojo inquisidor del filósofo percibir diferencia alguna, habrá por lo tanto el mismo o bien tan poco mal en matar un animal o un hombre, y sólo en los prejuicios de nuestro orgullo se encontrará la distancia; pero nada es por desgracia tan absurdo como los prejuicios del orgullo. Insistimos, empero, en el problema. No podéis oponeros a que sea igual destruir un hombre o una bestia; pero, la destrucción de todo ser vivo ¿no es, decididamente un mal, según lo pensaban los pitagóricos y según lo creen hoy mismo los habitantes de la ribera del Ganges? Antes de responder a esto, recordemos ante todo a los lectores que sólo examinamos el problema en lo relativo a la naturaleza; luego lo consideraremos en relación con los hombres.

Ahora bien, pregunto de qué precio pueden ser para la naturaleza individuos que no le cuestan ni la menor pena ni la menor preocupación. ¿No estima su obra el obrero en razón del trabajo que le cuesta, del tiempo que le lleva crearla? Ahora bien, ¿qué le cuesta el hombre a la naturaleza? Y, suponiendo que le cuesta, ¿le cuesta más que un mono o un elefante? Iré más lejos todavía: ¿cuáles son las materias generadoras de la naturaleza? ¿De qué se componen los seres que vienen a la vida? ¿Los tres elementos que los forman no proceden de la destrucción primitiva de los otros cuerpos? Si todos los individuos fueran eternos, ¿no se le haría imposible a la naturaleza crear otros nuevos? Si la eternidad de los seres es una imposibilidad para la naturaleza, la destrucción se convierte por consiguiente en una de sus leyes. Ahora bien, si las destrucciones le son tan útiles que no puede prescindir en absoluto de ellas, y si no puede lograr sus creaciones sin recurrir a esas masas de destrucción que le prepara la muerte, desde este momento la idea de aniquilación que atribuimos a la muerte deja de ser real; ya no hay aniquilación comprobada; lo que llamamos el fin de un animal que tiene vida ya no es un fin sino una mera transmutación cuya base es el movimiento perpetuo, verdadera esencia de la naturaleza y admitida por todos los filósofos modernos como una de sus primeras leyes. La muerte, conforme a estos principios irrefutables, sólo constituye un cambio de forma, un paso imperceptible de una existencia a otra, y esto es lo que Pitágoras llamaba metempsicosis.

Aceptadas estas  verdades,  pregunto si  cabe  sostener  que  la destrucción es un crimen.  A fin  de  conservar  vuestros  absurdos prejuicios, ¿osaréis decirme que la transmutación es  una  destrucción? No, sin duda; pues para ello sería necesario probar la existencia de un instante de inacción en la materia, de un momento de reposo. Pero, jamás descubriréis ese momento. Pequeños animales se forman en el instante en que el gran animal pierde la respiración y la vida de esos pequeños animales sólo es uno de los efectos necesarios determinados, por  el  sueño  momentáneo   del   grande. ¿Osaréis decirme ahora que el uno agrada más a la naturaleza que los otros? Para ello se precisaría demostrar algo que es imposible: que la forma alargada o cuadrada es más útil, más agradable a la naturaleza, que la forma oblonga o triangular; sería preciso demostrar que, habida cuenta de los planes sublimes de la naturaleza, un holgazán que engorda en la inacción y la indolencia es más útil que el caballo, cuyo servicio es tan esencial o que el buey, cuyo cuerpo es tan precioso que son útiles todas sus partes sin excepción; sería necesario decir que la serpiente venenosa es más necesaria que el perro fiel.

Por lo tanto, y como todos estos sistemas son insostenibles, hay que aceptar resueltamente la imposibilidad en que estamos de aniquilar las obras de la naturaleza, considerando que lo que hacemos, al entregarnos a la destrucción, sólo equivale a operar una variación en las formas, pero que no puede extinguir la vida, y supera entonces las fuerzas humanas la tarea de probar que pueda haber crimen alguno en la supuesta destrucción de una criatura, de cualquier edad, de cualquier sexo o de cualquier especie que la supongáis. Llevados todavía más lejos por la serie de nuestras deducciones, todas las cuales nacen las unas de las otras, será por último necesario convenir en que, en vez de perjudicar la naturaleza, la acción que cometéis, al variar las formas de sus diferentes obras, es ventajosa para ella, ya que le proporcionáis mediante esta acción la materia prima de sus reconstrucciones, cuya elaboración se le volvería impracticable si vosotros no aniquilarais. ¡Y qué!, Dejadla hacer, se os dice; por cierto, hay que dejarla hacer, pero son sus impulsos lo que el hombre sigue cuando se entrega al homicidio; es la naturaleza quien lo aconseja y el hombre que destruye a su semejante es a la naturaleza lo que le es la peste o la hambruna, igualmente enviadas por su mano, la que se sirve de todos los medios posibles para obtener más pronto esta materia prima de destrucción, absolutamente esencial para estas obras.

Dignémonos iluminar un momento nuestra alma con la santa antorcha de la filosofía; ¿qué otra voz que la de la naturaleza nos sugiere los odios personales, las venganzas y las guerras, en pocas palabras, todos estos motivos de perpetuas matanzas? Ahora bien, si ella nos los aconseja, tiene por lo tanto necesidad de ellos. ¿Cómo podemos, pues, conforme a esto, suponernos culpables frente a ella, ya que nos limitamos a seguir sus opiniones?

Pero he aquí más de lo necesario para convencer a cualquier lector ilustrado de que es imposible que el asesinato pueda ultrajar a la naturaleza.

¿Es un delito en política? Atrevámonos a reconocer, por el contrario, que infortunadamente no es sino uno de los mas poderosos resortes de la política. ¿No es, acaso, a fuerza de asesinatos que Roma se convirtió en señora del mundo? ¿No es a fuerza de asesinatos que Francia es hoy libre? Inútil es advertir aquí que sólo se habla de las muertes causadas por la guerra y no de las atrocidades cometidas por los facciosos y los desorganizadores; esos, condenados a la execración pública, sólo necesitan ser recordados para excitar por siempre el horror y la indignación generales. ¿Qué ciencia humana tiene más necesidad de sostenerse mediante la matanza que la que sólo tiende a engañar, que la que tiene por único objeto el crecimiento de una nación a expensas de otra? Las guerras, únicos frutos de esta bárbara política, ¿son otra cosa que los medios de que ella se nutre, con los que se fortalece, con los que se apuntala? ¿Y qué es la guerra sino la ciencia de destruir? ¡Extraña ceguera la del hombre que enseña públicamente el arte de matar, que recompensa a quien lo hace con más éxito y que castiga a quien, por un motivo privado, se deshace de su enemigo! ¿No es tiempo ya de corregir tan bárbaros errores?

Por último, ¿es el asesinato un delito contra la sociedad? ¡Quién pudo alguna vez imaginarlo, sensatamente! ¡Oh! ¿Qué importa a esta numerosa sociedad que se cuente en ella un miembro de más o de menos? ¿Sus leyes, sus usos y costumbres serán viciados por esto? Nunca la muerte de un individuo influyó sobre la masa general. ¿Después de la pérdida de la más grande batalla, ¡qué digo! después de la extinción de  la mitad del  mundo y, si se quiere, de su totalidad, el pequeño número de seres que sobreviviera experimentaría  acaso  la   mínima  alteración   material?   ¡Ay! , NO.  La   naturaleza   entera tampoco   lo experimentaría   y  el  tonto orgullo del hombre, que se cree que todo ha sido hecho para él, quedaría muy menoscabado después de la destrucción total de la especie humana si viera que nada ha variado en la naturaleza y que el curso de los astros ni siquiera se ha retardado. Prosigamos. ¿Cómo debe ser visto el asesinato en un   estado   guerrero  y republicano?

Sería  sin   duda  sumamente  peligroso cubrir  de   oprobio esta acción o castigarla.  La  intrepidez del republicano exige un poco de ferocidad; si se ablanda, si su energía se pierde, en poco tiempo será  subyugado. Una  reflexión  muy singular se ofrece aquí, pero como es verdadera a pesar de su audacia, la enunciaré. Una nación que empieza a regirse como república sólo se sostendrá mediante virtudes, ya que, para llegar al máximo, hay que comenzar siempre por el mínimo; pero una nación ya vieja y corrompida que sacuda valientemente  el yugo  de  su   gobierno  monárquico para   adoptar el gobierno. republicano sólo se mantendrá   a   través   de   muchos crímenes; pues ya está sumida en el crimen  y si quiere pasar del crimen a la virtud, o sea, de un estado violento a un estado tranquilo, caerá en una inercia cuya ruina segura será pronto el  resultado. ¿Qué sería del árbol que se trasladara de una tierra llena de vigor a una llanura arenosa y seca? Todas las ideas intelectuales están de modo tal supeditadas a la física de la naturaleza que las comparaciones proporcionadas por la agricultura no nos engañarán nunca en moral.

Los más independientes de todos los hombres, los más próximos a la naturaleza, los salvajes, se entregan diariamente con impunidad a las matanzas. En España y en Lacedemonia se iba a la caza de los ilotas como nosotros en Francia vamos a la de perdices. Los pueblos más libres son los que más las aceptan. En Mindanao, quien quiere cometer un asesinato es elevado al rango de los valientes; se lo condecora enseguida con un turbante; entre los caraguos, es preciso haber dado la muerte a siete hombres para alcanzar los honores de ese tocado; los habitantes de Borneo creen que todos aquellos a quienes dan muerte los servirán cuando dejen de vivir; incluso los devotos españoles hacían voto a Santiago de Galicia de matar doce americanos por día; ¡en el reino de Taugut, se escoge un hombre fuerte y vigoroso, a quien le está permitido, durante determinados días del año, matar a todo el que encuentra! ¿Ha habido un pueblo más amigo de las matanzas que los judíos? Se lo ve en todas las formas, en cada una de las páginas de su historia.

El emperador y los mandarines de China adoptan de tiempo en tiempo medidas para hacer que el pueblo se rebele a fin de conseguir con estas maniobras el derecho a cometer carnicerías espantosas. Y si ese pueblo blando y afeminado algún día se libera del yugo de sus tiranos, los exterminará a su vez y con tanta más razón, el crimen, siempre adoptado, siempre necesario, se habrá limitado a cambiar de víctimas: era la dicha de unos, se convertirá en la felicidad de otros.

Una infinidad de naciones toleran los asesinatos públicos: están absolutamente permitidos en Génova, en Venecia, en Nápoles y en Albania entera; en Kachao, en la orilla de Santo Domingo, los asesinos, con una vestimenta conocida y aceptada, degüellan por orden vuestra y ante vuestros ojos al individuo que les indiquéis. Los indios toman opio para incitarse a la matanza, precipitándose luego en las calles, dan muerte a todos los que encuentran; no faltan viajeros ingleses que hayan vuelto a encontrar esta manía en Batavia.

¿Qué pueblo fue a la vez más grande y más cruel que los romanos y qué nación conservó por más tiempo su esplendor y su libertad? El espectáculo de los gladiadores sostuvo su coraje, se hizo guerrera por el hábito de convertir la matanza en un juego. Doce o quince centenares de víctimas por día cubrían las arenas del circo y allí, las mujeres, más crueles que los hombres, osaban exigir que los agonizantes cayesen con gracia y que se destacasen aún bajo las convulsiones de la muerte. Los romanos pasaron de esto al placer de ver cómo los enanos se degollaban entre sí; y cuando el culto cristiano, infectando la tierra, vino a persuadir a los hombres de que era malo matarse, los tiranos inmediatamente encadenaron a este pueblo y los héroes del mundo se convirtieron pronto en juguetes.

Por último se pensó en todas partes, y con razón, que el asesino, es decir, el hombre que ahogaba su sensibilidad hasta el punto de matar a su semejante y desafiar la venganza pública o particular, en todas partes, repito, se pensó que un hombre así tenía necesariamente que ser muy valioso y por consiguiente muy precioso en un gobierno guerrero o republicano. Recorramos ahora naciones que, más feroces todavía, procedieron a inmolar niños y muy a menudo los suyos propios. Veremos esas medidas universalmente adoptadas e incluso algunas veces incorporadas  a  la  legislación. Muchas poblaciones salvajes matan sus niños en cuanto nacen. Las madres, en las orillas del Orinoco, convencidas de  que   sus  hijas nacían para ser desdichadas, ya que su destino era ser esposas de los salvajes de la región, que no podían soportar a las mujeres, las inmolaban no bien daban a luz. En la Trapabone y en el reino de Sopit, todos los niños deformes eran sacrificados por sus propios padres. Las mujeres de Madagascar entregaban a las bestias salvajes los niños nacidos en determinados días de  la semana. En la república de Grecia se examinaba cuidadosamente a todos los niños venidos al mundo, y si no se los hallaba conformados de modo que un día pudieran defender a  la república,  se  los  inmolaba  con presteza: allí no se juzgaba esencial erigir casas ricamente provistas para conservar esa abyecta escoria de la naturaleza humana [14] . Casi a fines del siglo del Imperio, todos los romanos que no deseaban alimentar a sus niños los arrojaban en los vertederos de basura. Los antiguos legisladores no tuvieron ningún escrúpulo en consagrar los niños a la muerte, y jamás ninguno de sus códigos reprimió los derechos que un padre creía tener siempre sobre su familia. Aristóteles aconsejaba el aborto; y estos viejos republicanos, llenos de entusiasmo, de ardor por la patria, desconocían esa conmiseración  individual que se encuentra entre  las naciones modernas; amaban menos a los niños, pero querían mejor a su país. En todas las ciudades de China se encuentra cada mañana  una increíble cantidad de niños abandonados en las calles; una carreta los recoge al amanecer, y son arrojados en una fosa; a menudo las propias parteras desembarazan a las madres ahogando enseguida sus frutos en tinas de agua hirviente o tirándolos en el río. En Pekín, se los encuentra dentro de pequeños cestos de junco que se abandonan en los canales; todos los días se limpian estos canales, y el célebre viajero Duhalde calcula en más de treinta mil el número diario que se extrae en cada búsqueda. No puede negarse la extraordinaria  necesidad,  sumamente   política,  de   colocar   un   dique    al aumento de población  en  un  gobierno  republicano;  lo contrario sería, de hecho, alentar la instauración de una monarquía; en ella los tiranos, que miden su riqueza por el número de esclavos, seguramente necesitan hombres; pero la abundancia de población, no lo dudéis, es un real vicio en un gobierno republicano; no es sin embargo necesario el degüello para disminuirla, como lo proclaman nuestros modernos decemviros: no hay más que privarla de los medios de extenderse más allá de los límites que su felicidad le prescribe. Guardaos de multiplicar demasiado un pueblo donde cada ser es soberano, y estad bien seguros de que las revoluciones no son nunca efecto de una población muy numerosa. Si por el esplendor del Estado otorgáis a vuestros guerreros el derecho a destruir hombres, por la conservación de ese mismo Estado acordad igualmente a cada individuo que se entregue, si lo quiere, puesto que puede hacerlo sin ultrajar la naturaleza, al derecho de deshacerse de los niños que no puede alimentar o de los que el gobierno no puede sacar ningún provecho; acordadle también el derecho a deshacerse, a su riesgo, de todos los enemigos que puedan molestarle ya que el resultado de todas estas acciones, absolutamente nulas en sí mismas, será mantener vuestra población en un estado moderado y nunca bastante numerosa para derrocar vuestro gobierno. Dejadles decir a los monárquicos que un Estado sólo es grande en virtud de su extrema población: tal Estado siempre será pobre si su población sobrepasa sus medios de vivir y siempre estará floreciente si, mantenido dentro de justos límites, puede traficar con sus excedentes. ¿No podáis el árbol que tiene un exceso de ramas? Y, para conservar el tronco, ¿no podáis las ramas? Todo sistema que se aparta de estos principios es una extravagancia cuyos abusos nos llevarían pronto al derrumbe total del edificio que acabamos de levantar con tantos esfuerzos; pero al hombre no hay que destruirlo a fin de disminuir la población, cuando está ya formado. Es injusto abreviar los días de un individuo bien constituido; no lo es, afirmo, impedir que llegue a la vida un ser que ciertamente será inútil al mundo. La especie humana debe ser depurada desde la cuna; lo que debéis separar del seno de la sociedad es lo que prevéis que nunca podrá serle útil, he aquí los únicos medios razonables para disminuir una población cuyo gran número es, como acabamos de demostrarlo, el más peligroso de los abusos.

Tiempo es de resumir.

¿Debe el asesinato ser reprimido mediante el asesinato? No, sin duda. Nunca impongamos al asesino otra pena que la que puede alcanzarlo por la venganza de los amigos o de la familia de aquél a quien ha matado. Os concedo vuestra gracia, le dijo Luis XV a Charoláis, quien acababa de matar un hombre para divertirse, pero la otorgo también a quien os mate. Todas las bases de la ley contra los asesinatos se hallan resumidas en esta frase sublime [15] .

En pocas palabras, el asesinato es un horror, pero se trata de un horror que a menudo es necesario, que nunca es criminal y que es esencial tolerar en un Estado republicano. He demostrado que el universo entero da el ejemplo al respecto; pero, ¿hay que considerarlo como una acción hecha para ser castigada con la muerte? Los que respondan al dilema siguiente habrán resuelto la cuestión: ¿Es el asesinato un crimen o no lo es?

Si no lo es, ¿por qué hacer leyes que lo castiguen? Y si lo es, ¿por qué bárbara y estúpida inconsciencia lo castigaréis con un crimen semejante?

Nos queda por hablar de los deberes del hombre hacia si mismo. Como el filósofo sólo adopta estos deberes en la medida en que tienden a su placer o a su conservación, es muy inútil recomendarle su práctica y más inútil todavía imponerle penas si falta.

El único delito que el hombre pueda cometer en este orden es el suicidio. No me divertiré probando aquí la imbecilidad de las personas que erigen esta acción en un crimen: remito a la famosa carta de Rousseau a quienes pudieran abrigar aún algunas dudas al respecto. Casi todos los gobiernos antiguos autorizaban el suicidio por la política y por la religión.  Los atenienses exponían en el Areópago los motivos que tenían para matarse, y se apuñaleaban enseguida. Todas las repúblicas de Grecia toleraron el suicidio; éste entraba en el plan dé los legisladores, la gente se mataba en público y el suicida hacía de su muerte un espectáculo aparatoso. La república de Roma alentó el suicidio: la devoción tan célebre por la patria sólo era una forma de suicidio. Cuando Roma fue tomada por los galos, los senadores más ilustres se dieron la muerte; al retomar ese  mismo  espíritu,   adoptamos  las   mismas   virtudes. Durante la campaña del 92 un soldado se dio muerte de pesar por no poder seguir a sus camaradas al encuentro de Jemmapes. Sin demora llegados a la altura de estos orgullosos republicanos, pronto superaremos sus virtudes: el gobierno hace al hombre. Un hábito tan dilatado de despotismo   había   enervado   totalmente   nuestro coraje;  había   depravado   nuestras   costumbres y hoy renacemos; pronto se  verá  de qué acciones  sublimes es  capaz  el genio,  el carácter francés, cuando es libre; sostengamos, al precio de nuestras fortunas y de nuestras vidas, esta libertad que tantas víctimas nos cuesta ya y no lamentemos ninguna de ellas si alcanzamos la meta: todas ellas se ofrendaron voluntariamente; no volvamos inútil su sangre; pero que haya unión... que haya unión o perderemos el fruto de todos nuestros esfuerzos; afirmemos excelentes leyes sobre las victorias que acabamos de obtener; nuestros primeros legisladores, esclavos todavía del déspota a quien por fin hemos abatido, sólo nos dieron leyes dignas de ese tirano que adulaban todavía; rehagamos su obra, pensemos que por fin vamos a trabajar para republicanos y filósofos; que nuestras leyes sean benignas como el pueblo al que deben regir.

Presentando de esta manera, según termino de hacerlo, la nada, la indiferencia de una infinidad de acciones que nuestros antecesores, seducidos por una falsa religión, miraban como criminales, reduzco nuestro trabajo a muy poca cosa, hagamos escasas leyes, pero que sean buenas —no se trata de multiplicar los frenos, sólo de darle una cualidad indestructible a aquellos que se usan; — las leyes que promulgamos deben tener por fin la tranquilidad de los ciudadanos, su felicidad y el brillo de la república; pero después de haber expulsado al enemigo de vuestras tierras, Franceses, no quisiera que el ardor por la propagación de vuestros principios os llevara más lejos; sólo con el hierro y el fuego podréis llevarlo hasta los límites del universo. Antes de ejecutar estas decisiones acordaos del desgraciado éxito de las cruzadas. Cuando el enemigo esté del otro lado del Rhin, hacedme caso, permaneced en vuestra casa y cuidad vuestra frontera; reanimad vuestro comercio dándole energía y mercados para vuestras manufacturas; haced florecer vuestras artes, impulsad la agricultura, tan necesaria en un gobierno como el vuestro, cuyo espíritu debe ser el de poder abastecer a todo el mundo sin tener necesidad de nadie; dejad a los tronos de Europa que ellos mismos se hundan: vuestro ejemplo y prosperidad los derribará muy pronto, sin que tengáis necesidad de inmiscuiros en ello.

Invencibles en vuestro interior y modelo de todos los pueblos a causa de vuestra educación y buenas leyes, no habrá en el mundo ningún gobierno que no trabaje para imitaros, ninguno que no se sienta honrado con vuestra alianza; pero si poseídos por el vano honor de querer llevar vuestros principios tan lejos que abandonéis el cuidado de vuestra propia felicidad, el despotismo, que sólo está adormecido, renacerá; os desgarrarán las disensiones intestinas, agotaréis vuestras finanzas y vuestros soldados, y todo eso para volver a besar los hierros que os impondrán los tiranos que os habrán sojuzgado durante vuestra ausencia; todo lo que queréis hacer se puede sin que abandonéis vuestros hogares; que los otros pueblos os vean feroces y correrán a la felicidad por el mismo camino que les habéis trazado [16] .

Eugenia, (a Dolmancé) — Esto es lo que se llama un escrito sabio, y tan de acuerdo con sus principios, por lo menos en algunos temas, que estoy tentada a pensar que usted es el autor.

Dolmancé — Es verdad que yo pienso en gran parte de .acuerdo con esas reflexiones, y mis razonamientos, corno usted misma lo ha comprobado, le dan a la lectura que acabamos de hacer la apariencia de una repetición...

Eugenia — De eso no me he dado cuenta; no se podrían decir mejor las grandes cosas; sin embargo encuentro un poco peligrosos algunos de esos principios.

Dolmancé — En el mundo sólo la piedad y la beneficencia son peligrosas; la bondad siempre es una debilidad a la que la ingratitud y la impertinencia de los débiles obligan a arrepentirse a la gente honesta. Que un buen observador se preocupe en calcular todos los peligros de la piedad y que luego los compare con los de una dureza de ánimo sostenida, y verá que los primeros son mayores. Pero nos alejamos demasiado, Eugenia : resumamos, para vuestra educación, el único consejo que se pueda extraer de todo lo que acaba de decirse: nunca escuche a su corazón; es el guía más falso que hayamos recibido de la naturaleza; ciérrelo con gran cuidado a los lamentos falaces del infortunio; más vale negarle a aquél que verdaderamente necesita, que correr el riesgo de darle algo a un perverso, a un intrigante o a un arribista: lo primero ocasiona muy leves consecuencias, lo segundo el más grave inconveniente.

El Caballero — Permítanme, les ruego, retomar los principios de Dolmancé, para tratar de discutirlos y, si puedo, aniquilarlos. ¡Ah! ¡Qué diferente serias, hombre cruel, si privado de la inmensa fortuna que posees y donde encuentras los medios para satisfacer tus pasiones, tuvieras que languidecer durante largos años en el infortunio agobiante del cual tu espíritu feroz se atreve a culpar a los miserables! Cuando tu cuerpo, sólo cansado por las voluptuosidades, descansa lánguidamente sobre lechos de plumas, mira el suyo, agobiado por los trabajos que te permiten vivir, que recoge un poco de paja para preservarse del frió de la tierra, cuya superficie, al igual que las bestias, es lo único que tienen para acostarse; rodeado de platos suculentos, con los que veinte alumnos de Comus despiertan a diario tu sensualidad, mira cómo esos desgraciados le disputan a los lobos, en los bosques, la amarga raíz de un suelo agostado; cuando los juegos, las gracias y las risas conducen hasta tu lecho impuro los objetos más hermosos del templo de Cyterea, mira a ese miserable tendido junto a su triste esposa, que satisfecho de los placeres que recoge en el seno de las lágrimas no puede ni siquiera imaginar que existen otros: míralo, cuando no te privas de nada, cuando vives en medio de lo superfluo; míralo, te pido, falto constantemente de las cosas necesarias para atender las necesidades elementales de la vida; contempla su familia desolada; ve a su esposa, temblando, compartirse con ternura entre los cuidados que debe a su marido, que languidece cerca suyo, y aquellos que la naturaleza exige para los vástagos de su amor, privada de la posibilidad de cumplir con esos deberes tan sagrados para su alma sensible; ¡óyelos sin estremecerte, si es que puedes, cuando reclaman cerca tuyo eso superfluo que tu crueldad les niega!

Bárbaro, ¿no son acaso hombres como tú? y si os parecen, ¿por qué debes gozar cuando ellos languidecen? Eugenia, Eugenia, no apague en su conciencia la voz de la naturaleza: es a la beneficencia que ella la conducirá cuando, a pesar de usted misma, separe su voz del fuego de las pasiones que la absorben. Estoy de acuerdo en que dejemos de lado los principios religiosos, pero no abandonemos las virtudes que la sensibilidad nos inspira; sólo practicándolas gozaremos los más dulces placeres del alma, y también los más deliciosos. Todos los extravíos de su espíritu serán redimidos por una buena obra; ella calmará los remordimientos que su inconducta hará nacer, y formando en el fondo de su conciencia un asilo sagrado donde se recogerá ¿obre usted misma algunas veces, encontrará allí el consuelo para los excesos a donde sus errores la habrán conducido. Hermana, soy joven y libertino, impío, soy capaz de todos los desenfrenos del espíritu, pero me queda el corazón; es puro y con él, amigos míos, me consuelo de todos los defectos de mi edad.

Dolmancé — Sí, caballero, eres joven. Lo prueba tu discurso: careces de experiencia; quiero oírte cuando ella te haya hecho madurar, entonces no hablarás tan bien de los hombres, porque los habrás conocido, amigo mío. Fue su ingratitud la que secó mi corazón, su perfidia la que destruyó en mí esas funestas virtudes para las cuales tal vez yo, como tú, había nacido. Pero si los vicios de unos hacen que esas virtudes sean peligrosas a otros, ¿no es hacerle un servicio a la juventud apagarlas en su corazón en el momento preciso? ¡Cómo puedes hablarme de remordimientos, amigo querido! ¿Acaso pueden existir en un alma que no ha conocido el crimen de nada? Que tus principios los apaguen, si tienes miedo de su aguijón; ¿será posible que te arrepientas de una acción de cuya indiferencia estás profundamente compenetrado? Desde que ya no creas en ningún tipo de mal, ¿de qué mal podrás arrepentirte?

El Caballero — No es del ¡espíritu de donde vienen los remordimientos. Ellos son los frutos del corazón y ningún sofisma de la cabeza extinguirá los impulsos del alma.

Dolmancé — Pero el corazón engaña, porque es siempre la expresión de los falsos cálculos del espíritu; haz que éste madure y el otro cederá de inmediato; cuando queremos razonar siempre nos extravían las falsas definiciones; yo no sé lo que es el corazón; sólo llamo así a las debilidades del espíritu. Una sola y única llama alumbra en mí. Cuando estoy sano y tengo firmeza, jamás me extravía; pero si soy viejo, hipocondríaco y pusilánime, entonces me  engaña; en este caso me digo sensible,  mientras que en el fondo soy un débil y un tímido. Una vez más, Eugenia, que esa pérfida sensibilidad no abuse de usted; esté segura de que ella sólo es la debilidad del alma; no se llora sino porque se teme, y es por eso que los reyes son tiranos. Rechace y odie los pérfidos consejos del caballero; al aconsejarla que abra su corazón a todos los males imaginarios del infortunio, trata de imponerle una cantidad de penas, que no son las suyas y que pronto la desgarrarán a pura pérdida. Crea, Eugenia, crea que los placeres que nacen de la apatía valen más que aquellos que le brinda la sensibilidad; ésta no sabe alcanzar el corazón sino en un sentido, mientras que la otra excita e impresiona violentamente desde todas partes. En pocas palabras, ¿los placeres permitidos pueden compararse a los placeres que unen los atractivos más excitantes con aquellos, inapreciables, que brotan de la ruptura de los frenos sociales y del trastocamiento de todas las leyes?

Eugenia — Usted triunfa, Dolmancé, le gana. Los razonamientos del caballero sólo han rozado mi alma, en tanto que los suyos la seducen y la transportan. Créame, caballero, cuando quiera seducir una mujer apele a sus pasiones y no a sus virtudes.

Madame de Saint-Ange, (al caballero) — Sí, mi amigo, haznos gozar, pero no nos sermonees: no nos convertirás y puedes perturbar las lecciones con las que queremos colmar el alma y el espíritu de esta encantadora joven.

Eugenia — ¿Perturbar? Oh, no, no; la obra de ustedes está terminada; aquello que los tontos llaman corrupción está ahora tan firmemente establecido en mí como para no dejar ninguna, esperanza de regreso, y sus principios apuntalados tan profundamente en mi corazón que los sofismas del caballero jamás llegarán a destruirlos.

Dolmancé — Eugenia tiene razón. No hablemos más de todo esto, caballero. Tendrás remordimientos y nosotros sólo queremos encontrar procedimientos.

El Caballero — Sea; estamos aquí para un fin muy diferente al que yo quería conducirlos; acepto que marchemos sin vacilación hacia tal fin; guardaré mi moral para aquellos que estén menos ebrios que ustedes, y que por eso puedan entenderla.

Madame de Saint-Ange — Sí, hermano, sí, aquí sólo queremos tu pija, y te eximimos de la moral; es demasiado dulce para libertinos de nuestra especie.

Eugenia — Temo, Dolmancé, que esta crueldad que usted preconiza con ardor afecta en parte a sus placeres; me parece que ya lo dije: es usted muy duro cuando goza. También yo me siento con inclinaciones hacia ese vicio. Para aclarar mis ideas, le ruego que me diga cómo considera al objeto que le sirve para sus placeres.

Dolmancé — Como algo totalmente nulo, querida; que comparta o no mis placeres, que experimente o no satisfacción, apatía o dolor, en tanto yo sea feliz el resto me es absolutamente igual.

Eugenia — Inclusive es mejor que este objeto experimente dolor ¿no es cierto?

Dolmancé — Es mucho mejor, claro; ya lo he dicho: en ese caso la repercusión, mucho más activa, determina con mayor energía y rapidez a los espíritus animales en la dirección que les es necesaria para la voluptuosidad. Mire los serrallos del África, los del Asia, los de Europa meridional, y verá si los dueños de esos célebres harenes se preocupan mucho, cuando gozan, por producirles placer a los individuos que les sirven; ellos mandan y se les obedece, gozan y nadie se atreve a responderles; cuando están satisfechos, los otros se alejan. Hay algunos entre ellos que castigarían como una falta de respeto la audacia de compartir sus goces. El rey de Achem hacía cortar implacablemente la cabeza de la mujer que se atrevía, en su presencia, a entregarse hasta el punto de gozar, y muchas veces se la cortaba él mismo. Este déspota, uno de los más singulares del Asia, estaba protegido por mujeres; siempre les daba sus órdenes por medio de signos, y la muerte más cruel era el castigo para las que no lo entendían. Los suplicios siempre los ejecutaba con sus propias manos o los hacía cumplir en su presencia.

Todo lo cual, Eugenia, está fundado en los principios que ya he desarrollado. ¿Qué se desea cuando se goza? Que todos aquellos que nos rodean sólo se ocupen de nosotros, no piensen sino en nosotros y sólo a nosotros nos cuiden. Si los objetos que nos sirven para gozar también gozaran, desde ese mismo momento se preocuparían más de ellos mismos que de nosotros y en consecuencia disminuiría nuestro propio placer. No existe un solo hombre que no desee ser déspota cuando fornica: le parece que goza menos si los otros gozan igual que él. Por el impulso de un orgullo muy natural en ese instante, querría ser el único en el mundo capaz de experimentar lo que siente; la idea de ver a otro gozar como él, lo remite a una especie de igualdad que perjudica los indecibles atractivos que proporciona el despotismo [17] . Es mentira, por otra parte, que se experimente placer al dárselo a otros; eso es más bien servirlos, y el hombre que fornica está lejos del deseo dé ser útil a los otros. Haciendo el mal, por el contrarío, experimenta todos los encantos que siente un hombre nervioso al hacer uso de sus fuerzas; en ese instante domina, es un tirano; ¡y qué diferencia para el amor propio! No creamos que llegado a ese punto él se calle.

El acto del placer es una pasión que subordina todas las demás a sí misma, y que al mismo tiempo las unifica. El deseo de dominar que se experimenta en ese momento es tan fuerte en la naturaleza que hasta se lo reconoce en los animales. No crea que los animales en esclavitud procrean como los que están libres. El dromedario va aún más lejos: no engendra si no se cree solo. Trate de sorprenderlo, y en consecuencia de que vea a alguien: huirá separándose allí mismo de su pareja. Si la naturaleza no hubiera tenido la intención de que el hombre fuera superior, no hubiese creado más débiles que él a los seres que les destina en ese momento. Esa debilidad a la que la naturaleza condena a las mujeres prueba innegablemente que su propósito es que el hombre, que goza como nunca de su potencia, la ejerza por medio de todas las violencias que se le ocurran, incluso con suplicios, si quiere. ¿La culminación de la voluptuosidad sería esa especie de furia si la intención de esta madre del género humano no fuera hacer del desenvolvimiento del coito algo semejante al de la cólera? ¿Cuál es el hombre bien constituido, dotado de órganos vigorosos, que ya sea de una u otra forma no deseará perturbar su placer? Bien sé que una cantidad de estúpidos, que nunca, se dan cuenta de sus sensaciones, no comprenderán el sistema que establezco; ¡pero qué me importan esos imbéciles! No es a ellos a quienes me dirijo. Tontos adoradores de las mujeres a los que dejo, a los pies de sus insolentes dulcineas, esperando el suspiro que los hará felices; bajos esclavos del sexo que tendrían que dominar, los abandono a los viles encantos de llevar las cadenas que la naturaleza les da para someter a los otros. Que esos animales vegeten en la bajeza que los envilece —¡sería vano que los sermoneáramos!—, pero que no denigren las cosas que no pueden entender, y que se convenzan que sólo aquellos que desean establecer sus principios en esta materia sobre los impulsos de un alma vigorosa y de una imaginación sin freno, como lo hacemos nosotros, usted y yo, señora, serán siempre los únicos que merecerán ser escuchados, los únicos que estarán hechos para prescribirles leyes y darles lecciones...

¡Cojamos! ¡Estoy por acabar!... Llamen a Agustín, les ruego. (Se lo llama; entra.) ¡Es increíble de qué modo el hermoso culo de este bello muchacho me ocupa la cabeza desde que comencé a hablar! Todas mis ideas parecían vincularse con él, involuntariamente... Muéstrame esa obra maestra, Agustín... ¡déjame que la bese y la acaricie durante un cuarto de hora! Acércate, amor hermoso, acércate, que seré digno de que las llamas de Sodoma me abrasen en tu bello culo. Son las nalgas más hermosas... ¡las más blancas! Quisiera que Eugenia, de rodillas, le chupara la verga. En esa actitud le ofrecerá sus nalgas al caballero, que la penetrará mientras Madame de Saint-Ange, subida sobre Agustín, me ofrecerá a su vez las nalgas para que se las bese; me parece que con un látigo ella podrá, curvándose un poco, castigar al caballero. Con esta estimulante ceremonia no le ahorrará nada a nuestra alumna. (La postura se forma.) Sí, así es; está perfecto, mis amigos; verdaderamente es un placer dirigirlos en estos cuadros; ¡no hay un solo artista en el mundo que sea capaz de hacerlos como ustedes! ... ¡Este perverso tiene el culo de un virgo!... todo lo que puedo hacer es meterme en él... ¿Me permite, señora, que la muerda y pellizque sus hermosas carnes mientras cojo?

Madame de Saint-Ange — Tantas veces como quiera, mi amigo; pero mi venganza está lista, se lo advierto; le juro que a cada vejación le largaré un pedo en la boca.

Dolmancé — |Ah! ¡Dios santo! ¡qué amenaza!... Es como obligarme a que la ofenda, mi querida (La muerde.) ¡Veamos si cumple su palabra! (Recibe un pedo.) ¡Ah! ¡Mierda! Es delicioso, ¡delicioso! (La golpea y recibe otro pedo.) ¡Mire cómo la trato, perversa!... cómo la domino... aún otro... y otro... ¡y el último insulto será al ídolo donde sacrifico! (Le muerde el agujero del culo; la figura se rompe.) Y ustedes, ¿qué han hecho, amigos? Eugenia, (manando la leche que tiene en el culo y en la boca) Ay, querido maestro... ¡Mire cómo me han dejado sus alumnos! (Tengo el trasero y la boca llenos de leche, sólo mano leche por todas partes!

Dolmancé, (con entusiasmo) — Espere, deseo que me arroje en la boca lo que El Caballero le ha arrojado en el culo.

Eugenia, (colocándose) — ¡Qué extravagancia!

Dolmancé — Ah, nada es mejor que la leche que sale de un trasero hermoso... Es un manjar digno de los dioses. (Traga.) He aquí lo que yo hago. (Se vuelve hacia él culo de Agustín, al que besa.) Les pido permiso, señoras, para pasar unos instantes a la habitación contigua con este joven.

Madame de Saint-Ange — ¿No puede hacer lo que le plazca aquí mismo?

Dolmancé, (en voz baja y misteriosamente) — No. Hay ciertas cosas que exigen ser veladas.

Eugenia — Ah, ¡muy bien! ¡Pero al menos pónganos al tanto!

Madame de Saint-Ange — Si no lo hace no lo dejo salir.

dolmance, (empujando a Agustín) — Bien , señoras, voy a ... pero, en verdad, no se lo puede decir.

Madame de Saint-Ange — ¿Entonces hay una infamia en el mundo que nosotros no somos dignos de escuchar y de realizar?

El Caballero — Yo les diré. (Habla en voz baja con las dos mujeres.)

Eugenia, (con aire de repugnancia). — Tiene razón, eso es horrible.

Madame de Saint-Ange — ¡Oh, me lo suponía!

Dolmancé — Comprenden la causa por la cual debía ocultaros esa fantasía; y se darán ustedes cuenta que es necesario estar solo y en la sombra para entregarse a semejantes ignominias.

Eugenia — ¿Quiere que vaya con usted? Lo masturbaría mientras se ocupa de Agustín.

Dolmancé — No, no, este es un asunto de honor y debe pasar entre hombres únicamente: una mujer nos perturbaría... Hasta pronto, señoras. (Sale arrastrando a Agustín.)

[1] La continuación de esta obra nos promete una disertación más extendida sobre este asunto, aquí nos limitamos a un muy ligero análisis.

[2] Si cualquiera examina atentamente esta religión, encontrará que las impiedades de las que está llena vienen en parte de la ferocidad y la inocencia de los judíos, y en parte de la indiferencia y confusión de los gentiles; en lugar de tomar lo que los pueblos de la antigüedad supieron tener de bueno, los cristianos parecen no haber formado su religión sino de la mezcla de vicios que encontraron por doquier.

[3] Atended a la historia de todos los pueblos: nunca les veréis cambiar el gobierno que tenían por un gobierno monárquico más que por el embrutecimiento en que los tiene la superstición; veréis siempre a los reyes sostener la religión, y a la religión sacralizar a los reyes. Conocemos la historia del intendente y el cocinero: Páseme la pimienta, yo le pasaré la manteca. Desdichados seres humanos, ¿estáis pues para siempre destinados a pareceros al señor de estos dos bribones?

[4] Todas las religión»» están d« acuerdo en exaltar la sabiduría y el poder de la divinidad; pero desde que nos muestran su conducta no encontramos más que imprudencia, debilidad y locura. Dios, se dice, ha creado el mundo para él mismo y basta aquí no ha podido hacer que se lo honre decentemente; Dios nos ha creado para adorarle, y pasamos nuestros días motándonos de él. ¡Qué pobre dios es éste!

[5] No se trata aquí de aquellos cuya reputación está hecha desde hace largo tiempo.

[6] Cada pueblo pretende que su religión es la mejor y se apoya, para persuadir, sobre una infinidad de pruebas no sólo discordantes entre ellas, sino casi todas contradictorias. En la profunda ignorancia en que estamos ¿cuál es la que puede gustar a Dios, supuesto que exista un dios? Si somos prudentes debemos o bien protegerlas a todas, o proscribir a todas por igual; Ahora bien, proscribirlas es seguramente lo mejor, ya que nosotros tenemos la certidumbre moral de que todas son supercherías y ninguna puede gustar más que otra a un dios que no existe.

[7] Se dice que la intención de estos legisladores era, debilitando la pasión que los hombres sentían por una joven desnuda, volver más activa la que a veces sienten por su propio sexo. Esos sabios hicieron mostrar aquello que querían perdiese interés, y esconder lo que creían hecho para inspirar los más dulces deseos. En todo caso, ¿no trabajaban por el mismo fin que hemos señalado? Se ve que sentían la necesidad de inmoralidad en las costumbres republicanas.

[8] Sabemos que el infame y malvado Sartine proporcionaba medios de lujuria a Luis XV haciéndole leer tres veces por semana, por la Dubarry, el detalle intimo, y enriquecido por él, de todo lo ocurrido en los lugares prohibidos de París. ¡Tres millones costó al Estado este tipo de libertinaje del Nerón francés!

[9] No se crea aquí que me contradigo, y que tras haber establecido claramente que no tenemos ningún derecho de ligar a nosotros una mujer, destruyo ese principio sosteniendo ahora que tenemos derecho de obligarla. Repito que no se trata de la propiedad sino del goce; no tengo derecho a la propiedad de esta fuente que encuentro en mi camino, pero si ciertamente a su disfrute, tengo derecho de aprovechar el agua limpia que me ofrece para saciar mi sed. Del mismo modo, carezco de derecho real a la propiedad de determinada mujer, pero sí lo tengo e irrefutable, a su goce. Puedo obligarla a ello si llega a rehusar por cualquier motivo.

[10] Las babilonias no esperaban siete años para llevar sus primicias al templo de Venus. El primer impulso de concupiscencia que siente una muchacha es el momento que la naturaleza le indica para prostituirse; sin ninguna clase de consideración, ella debe seguir a la voz de su naturaleza: resistiendo ofende a las leyes.

[11] Las mujeres no saben hasta qué punto las embellecen sus lascivias. Comparad dos mujeres de parecida edad y belleza, de las que una viva en el celibato y la otra en el libertinaje: veréis cuánto le lleva esta última en brillo y frescura; todo lo que violente a la naturaleza deteriora mucho más que el abuso en los placeres; nadie ignora que la embellece a una mujer.

[12] El mismo proponía que los novios se viesen completamente desnudos antes de casarse. ¡Cuántos matrimonios se frustrarían si se ejecutase esta ley! ¡Reconoced que lo contrario es con mucho eso que llamamos comprar la mercadería sin verla!

[13] Cf. Obras Morales, Tratado del Amor

[14] Es preciso esperar que la nación desechará este gasto, el más inútil de todos; e1 individuo que nace sin las cualidades necesarias para convertirse algún día en un ser útil a la república no tiene ningún derecho de conservar la vida, y lo mejor que puede hacerse es quitársela  en el momento en que la recibe.

[15] La ley sálica castigaba al asesinato sólo con una simple multa, y como el culpable encontraba con facilidad los medios de evitarla, Childebert, rey de Austrasia, impuso por un reglamento dado en Colonia la pena de muerte no contra el asesino, sino contra el que no cumpliese la multa establecida contra el asesinato. La ley ripuaria, asimismo, no castigaba el asesinato más que con multa, proporcionada al individuo que se hubiera matado. Fue muy alta para un cura: se le hizo al asesino una túnica de plomo de su tallé, y él debió igualar en oro el peso de esa túnica; en su defecto, el culpable y su familia permanecerían esclavos de la Iglesia.

[16] Recuérdese que la guerra exterior no fue Jamás propuesta sino por el infame Dumouriez.

[17] La pobreza del francés nos obliga a emplear palabras que nuestro acertado gobierno repudia hoy con tanta razón; esperamos que los esclarecidos lectores nos entenderán, no confundiendo el absurdo despotismo político con el muy lujurioso despotismo de las pasiones del libertinaje.