La Filosofía en el Tocador (4)

continuación ...

CUARTO DIALOGO

MADAME DE SAINT-ANGE

EUGENIA

DOLMANCE

EL CABALLERO DE MIRVEL

El Caballero — La conjuro a no temer nada de mi discreción, bellísima Eugenia: puede usted considerarla completa; he aquí a mi hermana, he aquí a mi amigo, y ambos pueden responder por mi.

Dolmancé — Sólo hay un modo de terminar rápidamente con este ridículo ceremonial. Oye: estamos educando a esta bonita niña, le enseñamos todo lo que es necesario que sepa una señorita de su edad y, para instruirla mejor, añadimos siempre un poco de práctica a la teoría. Aún le hace falta el cuadro de una verga eyaculando; hasta ahí hemos llegado; ¿no querrías ofrecernos el modelo?

El Caballero — Esa proposición es seguramente demasiado halagadora para que me rehúse, y la señorita es dueña de atractivos que muy pronto provocarán los efectos de la lección deseada.

Madame de Saint-Ange — ¡Y bien, manos a la obra!

Eugenia — ¡Oh, en verdad, todo esto es demasiado fuerte para mi; abusan ustedes de mi juventud hasta tal punto!... ¿Qué pensará de mí el señor?

El Caballero — Que usted es una niña encantadora, Eugenia, la más adorable criatura que he visto en mi vida... (La besa y pasa sus manos por los encantos de Eugenia.) ¡Oh, Dios! ¡Qué atractivos, qué alicientes frescos y bonitos! ¡Qué encantadoras hermosuras!

Dolmancé — Hablemos menos, caballero, y obremos más. Voy a dirigir la escena, es mi derecho; su objeto es mostrar a Eugenia el mecanismo de la eyaculación; pero como es difícil que ella logre observar el fenómeno a sangre fría, los cuatro vamos a colocarnos muy cerca uno del otro. Usted, señora, sobará a su amiguita; yo me encargaré del caballero; cuando se trata de polución, un hombre entiende a otro hombre infinitamente mejor que una mujer. Como sabe lo que le conviene, sabe lo que debe hacer a los demás... Cada uno a su sitio, ahora.

Madame de Saint-Ange — ¿No estamos demasiado cerca?

Dolmancé, (adueñándose ya del caballero) — Nunca podríamos estarlo demasiado, señora; es preciso que los senos y el rostro de su amiga sean inundados por las pruebas de la virilidad del caballero; es necesario que él le vuelque lo que se dice en las propias narices. Dueño de la bomba, yo dirigiré sus olas, de manera que la cubran absolutamente. Entretanto, sobe usted con cuidado a Eugenia en todas sus partes lúbricas. Eugenia, abra su imaginación a las últimas aberraciones del libertinaje;   piense   que   verá usted operarse ante sus ojos los más bellos misterios; rechace todo recato:  el pudor jamás fue una virtud. Si la naturaleza hubiese querido que ocultemos partes de nuestro cuerpo, se hubiera encargado ella misma de lograrlo; pero nos creó desnudos; luego quiere decir que así andemos y todo procedimiento contrario ultraja sus leyes. Los niños, que aún no tienen idea del placer —y por consiguiente de la necesidad de enardecerlo con el decoro—, muestran todo lo que tienen.  Hay también  grandes singularidades:  países sometidos al pudor del vestido, pero sin  que  la  moderación  de las costumbres sea proporcionada. En Haití las jóvenes van vestidas, pero alzan sus polleras ni bien se les pide.

Madame de Saint-Ange — Lo que me gusta de Dolmancé es que no pierde su tiempo; mientras diserta, actúa; y examina con complacencia el soberbio culo de mi hermano mientras le toquetea voluptuosamente la hermosa pija... ¡Eugenia, manos a la obra! He ahí el tubo de la bomba en el aire: pronto ha de inundarnos.

Eugenia — ¡Ah, querida, qué miembro tan monstruoso! ¡Apenas lo abarco con mi mano! ¿Oh, Dios mío, son todos tan gruesos?

Dolmancé — Usted sabe, Eugenia, que el mío es muy inferior. Tales aparatos son temibles para una jovencita: calcule que éste no la perforaría sin peligro.

Eugenia, (ya puesta a punto por Madame de Saint-Ange) — ¡Ah, los desafiaría a todos para gozar con ellos!

Dolmancé — Y haría bien, una joven jamás debe asustarse por eso; la naturaleza se presta y los torrentes de placer con que colma la compensan pronto de los pequeños dolores precedentes. He visto niñas más pequeñas que usted recibir pijas más gruesas todavía. Con paciencia y coraje se superan los más grandes obstáculos. Es una locura imaginar que sea necesario, en la medida de lo posible, hacer desvirgar a una jovencita sólo con pijas pequeñas. Mi opinión, por el contrario, es que una virgen debe entregarse a las más tamañudas que pueda hallar, con el objeto de que rompiendo los ligamentos del himen, las consecuencias del placer aparezcan más prontamente en ella. Es verdad que una vez habituada a este régimen le será difícil volver a lo mediocre; pero si es rica, joven y bella, encontrará tantas pijas enormes como quiera. Que a ellas se dedique, y si por azar se le presenta una menos gruesa y tiene deseos de emplearla, ¡que entonces se la haga dar por el culo!

Madame de Saint-Ange — Sin duda, y para ser todavía más feliz, que se sirva de ambas a la vez; que las sacudidas voluptuosas del que se la entra en la concha sirvan para precipitar el éxtasis del que se la da por el culo, y que ella, inundada por los dos, acabe muriendo de placer.

Dolmancé, ( Hay que observar que mientras hablan, Madame de Saint-Ange frota a Eugenia por todas partes y Dolmancé acaricia intensamente el miembro del caballero). — Pienso que deberían entrar dos o tres pijas más en el cuadro que usted imagina, señora; la mujer que coloca en medio de dos amadores, ¿no podría tener una pija en la boca y una en cada mano?

Madame de Saint-Ange — Podría tenerlas aún bajo las axilas y entre los cabellos, debería tener treinta a su alrededor si fuese posible; sería necesario en esos momentos, no ver, no tocar, no devorar nada más que pijas en torno, y ser inundada por todas al mismo instante en que una acaba. ¡Ah! Dolmancé, por libertino que usted sea, lo desafío a haberme igualado en los deliciosos combates de la lujuria... He hecho todo lo que es posible hacer en este género.

Eugenia — (siempre manoseada por su amiga, así como el caballero por Dolmancé) — {Ah, querida, me haces perder la cabeza! ¡Yo podría librarme ahora a cualquier cantidad de hombres! ¡Qué delicias! ¡Qué hábilmente me toqueteas, querida amiga! ¡Eres la diosa misma del placer! ¡Y esa hermosa pija, cómo se hincha! ¡Su majestuosa cabeza se hincha y se pone rojal

Dolmancé — Está cerca del desenlace.

El Caballero — Eugenia... aproxímese... ¡Ah, qué senos divinos, qué muslos suaves y redondeados!... ¡Acaben! ¡Acaben ambas, que mi licor va a añadirse! ¡Ya salta!... ¡ah! ¡Dios perro! ... (Dolmancé, durante la crisis, se ocupa de dirigir las olas del esperma de su amigo sobre las dos mujeres, principalmente Eugenia, que queda inundada).

Eugenia — ¡Qué bello espectáculo, tan noble y majestuoso! ¡Heme aquí cubierta por completo... me saltó hasta los ojos!

Madame de Saint-Ange — Escucha, pequeña. Déjame recoger esas perlas preciosas; con ellas frotaré tu clítoris para provocar más rápido tu espasmo.

Eugenia — ¡Oh, sí, sí, querida, la idea es deliciosa! Ejecuta, yo parto en tus brazos...

Madame de Saint-Ange — ¡Niñita divina, bésame mil y mil veces! Déjame chupar tu lengua... ¡Quiero respirar tu voluptuoso aliento cuando está abrasado por el fuego del placer! ¡Ah, mierda, yo también estoy por acabar! ¡Hermano, hazme terminar, te conjuro!

Dolmancé — Sí, caballero... Cosquillee el clítoris de su hermana.

El Caballero — Prefiero cogerla: tengo duro el miembro todavía.

Dolmancé — Y bien, entiérresela mientras me presenta el culo: yo lo fornicaré durante este voluptuoso incesto. Eugenia, armada de este consolador, me culeará a mí. Destinada a representar algún día los diferentes placeres de la lujuria, es preciso que se ejercite.

Eugenia, (atándose a las caderas el consolador) — ¡Con mucho gusto! No me encontrará defectos tratándose de libertinaje: es mi único dios, la única regla de mi conducta, la única base de mis acciones. (Ella penetra en Dolmancé) ¿Así, querido maestro? ¿Lo hago bien?

Dolmancé — ¡A maravilla! ¡En realidad, la sinvergüenza me culea como un hombre!

Madame de Saint-Ange — ¡Ah, me muero, caballero! ¡Me es imposible acostumbrarme a las deliciosas sacudidas de tu hermosa pija!

Dolmancé — ¡Mierda de Dios, este culo encantador del caballero me hace gozar! ¡Ah, coger coger! ¡Acabemos todos juntos! ¡Dios puto, muero, expiro ¡Ah, en mi vida he volcado más voluptuosamente! ¿Has lanzado tu esperma, caballero?

El Caballero — Mire la concha de mi hermana, y verá como está embadurnada con él.

Dolmancé — ¡Ah, no tener otro tanto en mi trasero!

Madame de Saint-Ange  — Reposemos, estoy que muero.

Dolmancé, (besando a Eugenia) — Ésta niña encantadora me ha cogido como un dios.

Eugenia - Digo la verdad, experimenté placer haciéndolo.

Dolmancé — Todos los excesos lo dan cuando se es libertino, y lo mejor que puede hacer una mujer es multiplicarlos incluso más allá de lo posible.

Madame de Saint-Ange  — He colocado quinientos luises en manos de un notario para el individuo que me enseñe una pasión que yo no conozca y que pueda hundir mis sentidos en una voluptuosidad que no haya gozado.

Dolmancé, (Los interlocutores, recompuestos, no hacen sino conversar) — La idea es notable y aceptaré el desafío. Pero dudo, señora, que ese deseo singular detrás del que corre se asemeje a los pobres placeres que acaba de gustar.

Madame de Saint-Ange — ¿Pobres?

Dolmancé — Es que en verdad no conozco nada tan fastidioso como el goce de la concha; y cuando una vez, señora, como en su caso, se han conocido los goces del culo, no concibo que pueda volverse a los primeros.

Madame de Saint-Ange — Son viejos hábitos. Cuando se piensa como yo, se quiere ser fornicada por todas partes, y cualquiera sea lo que un miembro perfora una es feliz sintiéndolo allí. Soy sin embargo de su opinión, y atestiguo a todas las mujeres voluptuosas que el placer que sentirán cogiendo por el culo superará siempre en mucho al que les dará haciéndolo por la concha. Crean en esto a la mujer que más ha fornicado de uno y otro modo en toda Europa: yo les certifico que no hay la menor comparación posible, que les interesará poco tragarla por delante cuando hayan hecho la experiencia de recibirla por atrás.

El Caballero — No pienso igual. Me presto a todo lo que se quiera, pero, por gusto sólo me interesa verdaderamente en las mujeres el altar indicado por la naturaleza para rendirles homenaje .

Dolmancé — ¡Y bien! ¡Pero ése es el culo! Nunca, querido caballero, la naturaleza ha indicado otros altares a nuestros homenajes que el del agujero del culo; si escrutas sus leyes con cuidado, así lo verás; permite el resto, pero eso es lo que ordena. ¡En nombre de Dios! Si su intención no era que culeásemos por atrás, ¿habría proporcionado tan bien ese orificio a nuestros miembros? ¿No es acaso redondo como el miembro? ¡Hay que ser un enemigo del buen sentido para imaginar que un hueco ovalado ha sido creado por la naturaleza para miembros redondos! Sus intenciones se leen en esta deformidad; así nos hace ver claramente que sacrificios demasiado reiterados en esta parte, al multiplicar una procreación que sólo tolera, la disgustan infaliblemente. Pero prosigamos nuestra educación. Eugenia acaba de mirar a su gusto él sublime misterio de una eyaculación; yo quisiera que aprenda ahora a dirigir sus olas.

Madame de Saint-Ange — A juzgar por el agotamiento en que se hallan ustedes, le será bastante difícil...

Dolmancé — Convengo; por eso me gustaría que pudiésemos contar con algún joven robusto de su casa o campo, señora, que nos serviría de maniquí y sobre el cual daríamos lecciones.

Madame de Saint-Ange — Tengo precisamente lo que busca.

Dolmancé — ¿No será por casualidad un joven jardinero, de una figura deliciosa, de unos dieciocho o veinte años, que hace unos momentos vi trabajar en el huerto?

Madame de Saint-Ange — ¿Agustín? Sí, precisamente; ¡su miembro mide seis pulgadas y media de largo por cuatro de circunferencial

Dolmancé — ¡Cielo santo, que monstruo! ¿Y semejante cosa vuelca?

Madame de Saint-Ange — !Como un torrente! Voy a buscarlo.

(Cabe aclarar que el relato NO es mio)