La Filosofía en el Tocador (3)

(La escena transcurre en un delicioso tocador)

(La escena transcurre en un delicioso tocador)

MADAME DE SAINT-ANGE

EUGENIA

DOLMANCÉ

Eugenia, (muy sorprendida de ver en el cuarto a un hombre que no esperaba) — ¡Dios mío, esta es una traición, querida amiga!

Madame de Saint-Ange (igualmente sorprendida) — ¿Por qué motivo está usted aquí? ¿No tenía que llegar a las cuatro?

Dolmancé — Siempre se adelanta lo más posible la felicidad de verla, señora. Encontré a su hermano; él comprendía lo necesario de mi presencia para las lecciones que debe usted darle a la señorita. Sabía que éste sería el liceo donde se darían los cursos y me introdujo secretamente sin imaginar que sería desaprobado. Como sabe que sus demostraciones sólo serán necesarias luego de las disertaciones teóricas, no aparecerá hasta ese momento.

Madame de Saint-Ange — En verdad, Dolmancé, este es un giro...

Eugenia — Con el que no me dejaré engañar, mi buena amiga; todo esto es obra tuya... Al menos debiste consultarme... Ahora tengo tal vergüenza que seguramente hará fracasar nuestros proyectos.

Madame de Saint-Ange — Te aseguro que la idea de esta sorpresa sólo pertenece a mi hermano; pero no te asustes: Dolmancé, a quien conozco como un hombre muy amable, no será sino muy útil para nuestros proyectos. Respecto a su discreción respondo de él como de mí misma. Familiarízate con el hombre de mundo que está en mejores condiciones de conducirte por la carrera de felicidad y placeres que deseamos recorrer juntas.

Eugenia (ruborizándose) - ¡Oh! No por eso dejo de sentir una gran confusión...

Dolmancé — Eugenia, póngase cómoda... el pudor es una vieja virtud de la que debe desprenderse limpiamente, como de tantos otros hechizos.

Eugenia — Pero la decencia.

Dolmancé — Otro uso gótico del que se hace muy poco caso en la actualidad. ¡Es tan contraria a la naturaleza! (Dolmancé toma a Eugenia en sus brazos y la besa).

Eugenia, (defendiéndose) - ¡Basta, señor!... ¡Verdaderamente usted no me trata con miramientos!

Madame de Saint-Ange — Eugenia, dejemos de ser mojigatas con este hombre encantador; yo no lo conozco más que tú y sin embargo, ¡mira cómo me le entrego! (Lo besa lúbricamente en la boca) ¡Imítame!

Eugenia — Sí, sí; ¡de quién podré tomar mejor ejemplo! (Se entrega a Dolmancé, que la besa ardientemente y con la lengua).

Dolmancé — ¡Qué amable y deliciosa criatura!

Madame de Saint-Ange, (besándola también) -- ¿Crees, pequeña picara, que yo no tendré mi parte? (Dolmancé, abrazándolas, las acaricia con la lengua durante un cuarto de hora; las dos se le rinden y él se entrega).

Dolmancé — Créanlo, señoras. Estos preliminares me embriagan de voluptuosidad. Hace muchísimo calor. Pongámonos cómodos y charlaremos infinitamente mejor.

madame de saint-ange — De acuerdo, estos velos de gasa ocultarán solamente aquellos atractivos que es preciso esconder al deseo.

Eugenia — ¡En realidad me hacen hacer cada cosa!...

Madame de Saint-Ange, (ayudándola a desvestirse) — Ridículas ¿no es cierto?

Eugenia — Por lo menos indecentes, verdaderamente... ¡Ah, cómo me besas!

Madame de Saint-Ange — ¡Qué hermoso pecho!... es una rosa apenas entreabierta.

Dolmancé, (mirando, sin tocarlos, los senos de Eugenia) — Y que prometen otros atractivos... infinitamente más estimables.

Madame de Saint-Ange — ¿Más estimables?

Dolmancé — Sí, por mi honor, (al decir esto Dolmancé trata de dar vuelta a Eugenia para examinarla por atrás).

Eugenia — ¡No, no, le ruego!

Madame de Saint-Ange — No, Dolmancé, no quiero que vea... un objeto cuyo poder sobre usted es tan grande... teniéndolo en la cabeza no podría razonar ya con sangre fría. Tenemos necesidad de sus lecciones, dénoslas y los mirtos que desea recoger formarán luego su corona.

Dolmancé — Acepto. Pero para demostrar, para darle a esta bella niña las primeras enseñanzas de libertinaje, es necesario que al menos usted tenga la complacencia de prestarse.

Madame de Saint-Ange — ¡En buena hora!... Heme aquí completamente desnuda, ya puede disertar sobre mí tanto como usted quiera...

Dolmancé — ¡Ah! ¡qué hermoso cuerpo!... ¡Es Venus misma embellecida por las Gracias!

Eugenia — ¡Oh! querida amiga ¡cuántos atractivos! Déjame recorrerlos a mi gusto (déjame cubrirlos de besos. (Lo hace).

Dolmancé — ¡Excelentes aptitudes! Un poco menos de ardor, hermosa Eugenia; en este momento sólo le pido atención.

Eugenia — Escucho, escucho... Es que ella es tan bella... tan llena, tan fresca... Ah, ¡qué encantadora es mi amiga! ¿No es cierto?

Dolmancé — Es bella, verdad... perfectamente bella; pero estoy convencido que usted no lo es menos... Escúcheme, hermosa pequeña alumna, ¿o piensa que en caso de no ser dócil no usaré los derechos que me da el ser su maestro?

Madame de Saint-Ange — Sí, Dolmancé, se la entrego. Es necesario reprenderla si no es prudente.

Dolmancé — Podría no quedarme en amonestaciones...

Eugenia — ¡Santo cielo! me atemoriza... y en ese caso, señor, ¿qué haría?

Dolmancé, (habla entrecortadamente, besa a Eugenia en la boca). — Castigos... correcciones, y este hermoso culo podrá muy bien pagar por las faltas de la cabeza. (Lo acaricia a través de los velos que aún cubren a Eugenia).

Madame de Saint-Ange — Apruebo el proyecto, pero no la continuación... Comencemos nuestra lección o el poco tiempo que tenemos para gozar de Eugenia se gastará en preparativos y la instrucción no podrá concluir,

Dolmancé (Toca a Madame de Saint-Ange en las partes a las que se va refiriendo) — Comienzo. No abundaré sobre estos globos de carne: sabe usted, tan bien como yo, Eugenia, que se tos llama indiferentemente pechos, senos, tetas; su uso es muy importante en el placer; un amante los tiene bajo sus ojos al gozar; los acaricia, los aprieta; algunos hacen de ellos el lugar del goce, colocan su miembro entre los dos montes de Venus, la mujer lo comprime apretándolos, y luego de algunos movimientos ciertos hombres llegan a volcar allí ese bálsamo delicioso de la vida cuyo derramarse hace la felicidad de los libertinos... ¿No será el momento, señora, de disertar ante nuestra alumna sobre este miembro al que tendremos que referirnos permanentemente?

Madame de Saint-Ange — Pienso que sí.

Dolmancé --Entonces me extenderé sobre ese canapé, usted se colocará cerca mío, se apoderará del objeto y enseñará sus propiedades a nuestra joven alumna. (Dolmancé se coloca y Madame de Saint-Ange demuestra).

Madame de Saint-Ange - Este qué ves, Eugenia, este cetro de Venus, es el principal agente de los placeres del amor; se lo llama miembro, por excelencia. No hay parte del cuerpo humano en la que no pueda introducirse. Siempre dócil a las pasiones de quien lo mueve, tanto se mete aquí (toca la concha de Eugenia) ... es su camino ordinario... el más usado, pero no el más agradable; buscando un templo más misterioso la mayor parte de las veces es aquí (separa sus nalgas y le muestra el agujero de su culo) donde el libertino trata de gozar: ya volveremos sobre este goce, el más delicioso de todos. La boca, los senos, las axilas, le ofrecen también altares donde quemar su incienso; cualquiera sea el lugar preferido, tras agitarse unos instantes se lo ve arrojar un licor blanco  y viscoso que al surgir hunde al hombre en un delirio tan vivo como para procurarle los placeres más dulces que pueda esperar.

Eugenia — ¡Cómo me gustaría ver correr ese licor!

Madame de Saint-Ange — Eso podría lograrse por la simple vibración de mi mano. Mira cómo se irrita a medida que lo sacudo. Estos movimientos se llaman polución y la acción, en términos libertinos, hacer la paja.

Eugenia — Querida amiga, ¡déjame hacérsela a ese hermoso miembro!

Dolmancé — Yo no me opongo. Déjela, señora: esa ingenuidad me excita horriblemente.

Madame de Saint-Ange — Me resisto a ésta efervescencia. Sea prudente, Dolmancé; derramar esta simiente disminuirá la actividad de sus espíritus animales, quitando calor a las disertaciones.

Eugenia, (tocando los testículos de Dolmancé) — Oh, cómo me disgusta, querida amiga, la resistencia que opone a mis deseos ... Y estas bolas, ¿qué uso tienen y cómo se llaman?

Madame de Saint-Ange — El nombre técnico es pelotas... testículos es el que les da el arte. Estas bolas encierran el depósito de la simiente prolífica de la que acabo de hablar y cuya eyaculación en la matriz de la mujer produce la especie humana. Pero sobre esos detalles nos detendremos muy poco, Eugenia, porque pertenecen más al orden de la medicina, que al del libertinaje. Una hermosa muchacha sólo debe preocuparse de coger, y nunca de engendrar. Nos deslizaremos, sobre todo lo que se refiere al mecanismo de la población, para ligarnos única y fundamentalmente a las voluptuosidades del libertinaje, cuyo espíritu no es precisamente el de poblar...

Eugenia — Pero, querida amiga, cuando este miembro enorme que apenas puedo tener en la mano penetra, como tú aseguras que puede hacerlo, en un agujero tan pequeño como el de tu trasero, debe producir un gran dolor a la mujer.

Madame de Saint-Ange — Cuando la mujer no está acostumbrada, ya sea por delante o por detrás que se produzca la introducción, siempre produce dolor. Es propio de la naturaleza hacernos llegar al placer mediante penas. Pero una vez vencido el dolor nada puede ocasionar tanto placer como el que se siente al penetrar el miembro en nuestro culo, muy superior al que brinda la introducción por delante. Por otra parte, de ese modo la mujer evita una cantidad de peligros. Su salud corre menos riesgos y por sobre todo no corre el peligro de quedar embarazada. No me extenderé, ahora, sobre esta voluptuosidad; nuestro maestro la analizará para las dos, Eugenia, y uniendo teoría y práctica espero te convencerá que entre todos los placeres del goce, debes preferir éste.

Dolmancé — Apresure sus demostraciones, señora, la conjuro a que lo haga, pues no puedo contenerme; pese a todos mis esfuerzos volcaré y este temible miembro, reducido a nada, ya no le servirá para sus lecciones.

Eugenia -- ¡Cómo! ¡quiere decir que si pierde la simiente de la que hablas, querida, se abatirá!... Oh, ¡déjame que la haga perder para ver en qué se convierte... Tendré tanto placer en ver cómo se derrama!

Madame de Saint-Ange — No, no, levántese Dolmancé. Piense que ese es el precio de sus trabajos y que no se lo puedo entregar antes de que lo haya ganado.

Dolmancé — Está bien. Pero para convencer mejor a Eugenia del placer que vamos a ocasionarle, ¿habría inconveniente en que la masturbe usted delante mío?

Madame de Saint-Ange — Ninguno, sin duda. Lo haré con tanta mayor alegría por cuanto este episodio lúbrico nos ayudará en nuestras lecciones. Colócate sobre ese canapé, querida.

Eugenia — ¡Oh, qué delicioso lugar! ¿Pero para qué todos estos espejos?

Madame de Saint-Ange — Reflejando las posiciones en mil sentidos diversos, multiplican los goces ante los ojos de aquellos que los disfrutan sobre esta otomana. Por este procedimiento no se puede ocultar ninguna de las partes de los dos cuerpos: es preciso que se vea todo; son otros tantos grupos que se reúnen alrededor de quienes están encadenados por el amor, otras tantas imitaciones de sus placeres, de esos deliciosos cuadros cuya lubricidad excita y sirve para hacerla llegar a su paroxismo.

Eugenia — ¡Qué invención deliciosa!

Madame de Saint-Ange — Dolmancé, desvista usted mismo a la víctima.

Dolmancé — No es difícil, sólo se trata de sacar esta gasa para ver al desnudo los más conmovedores atractivos. (La desnuda y sus primeras miradas se dirigen rápidamente hacia el trasero). Veré, por fin, ese divino y precioso culo al que ambiciono con tanto ardor... ¡Santo Dios! ¡Qué frescura, qué carnes, qué brillo, qué elegancia!... Nunca vi uno más bello.

Madame de Saint-Ange — Ah, pícaro, de qué manera sus primeros homenajes prueban sus gustos y sus placeres.

Dolmancé — ¿Puede haber en el mundo algo más hermoso? ... ¿Dónde encontrará el amor altares más divinos?... Eugenia ... sublime, Eugenia, ¡déjeme colmar con las más dulces caricias su culo! (Lo toca y lo besa, transportado).

madame de SAINT-ANGE — ¡Basta, libertino!... Olvida que siendo mía, Eugenia es el precio de las lecciones que espera de usted; sólo después de haberlas recibido será su recompensa. Suspenda ese ardor o me enojo.

Dolmancé — Ah, picara, esos son celos... Bien, muéstreme el suyo y voy a colmarlo con mis homenajes. (Levanta el velo de Madame de Saint-Ange y le acaricia el trasero) ¡Qué bello es, ángel mío, y qué delicioso! Déjenme que los compare... que los admire uno junto a otro: ¡Ganymedes y Venus! (Los cubre de besos a los dos) Para dejar bajo mis ojos el encantador espectáculo de tantas bellezas, ¿podrían, juntándose bien una con la otra, ofrecerme esos dos encantadores culos que idolatro?

Madame de Saint-Ange — ¡Perfecto! ¿Así os satisface?... (Se enlazan las dos mujeres de tal modo que sus traseros quedan frente a Dolmancé).

Dolmancé — Nada mejor: eso es lo que quería; muevan ahora esos bellos culos con todo el fuego de la lubricidad; que bajen y suban cadenciosamente, que sigan los impulsos con los que va a moverlos el placer... Así, así, ¡es delicioso!...

Eugenia — Ah, querida, cuánto placer me produces... ¿Como se llama esto que estamos haciendo?

Madame de Saint-Ange – Masturbarse, querida... producirse placer. Pero cambiemos ahora de postura; examina mi concha... así se llama el templo de Venus. Mira bien este antro que cubre mi mano: voy a entreabrirlo. Esta elevación que lo corona se llama monte : desde los catorce o quince años se cubre de pelos, aproximadamente cuando una niña comienza a tener reglas. Esta lengüeta que está encima se llama clítoris. En él yace toda la sensibilidad de las mujeres. Es el hogar de la mía. No se me puede tocar sin hacer que palidezca de placer… Hazlo tú…. Ah, bribona, ¡cómo lo haces!… ¡Se diría que no has hecho otra cosa durante toda tu vida!… ¡Para!... ¡Para!... No, qué digo, no puedo librarme.. Deténgame, Dolmancé... bajo los encantadores dedos de esta chiquilla voy a perder la cabeza...

Dolmancé  – Está bien; para templar sus ideas variándolas, mastúrbela usted ahora. Conténgase y que ella misma se entregue ... ¡Así!, en esta posición su hermoso culo va a encontrarse entre mis manos; voy a mancillarlo suavemente con un dedo... Entréguese, Eugenia, abandone todos sus sentidos al placer, que él sea el único dios de su existencia. Sólo a él debe sacrificar una joven, y a sus ojos nada debe ser mas sagrado que el placer.

Eugenia — Ah, por lo menos nada es tan delicioso, lo siento... Estoy fuera de mí... ya no sé lo que digo ni lo que hago. ¡Qué ebriedad se apodera de mis sentidos!

Dolmancé — ¡Cómo acaba la pequeña picara!... Su ano se cierra como para cortarme los dedos... ¡Qué hermoso sería cogerla en este instante! (Se levanta y pone su verga en el agujero del culo de la joven).

Madame de Saint-Ange — Aún debe tener paciencia. ¡Que sólo la educación de esta querida muchacha nos ocupe!... ¡Es tan dulce formarla!

Dolmancé; — Bien, ya lo ve usted, Eugenia. Después de una polución más o menos prolongada las glándulas seminales se hinchan y terminan por expulsar un licor que al correr sumerge a la mujer en el más delicioso transporte. A esto se le llama acabar. Cuando su amiga lo quiera le haré ver de qué manera, más enérgica e imperiosa, esta misma operación se realiza en los hombres.

Madame de Saint-Ange — Espera, Eugenia, ahora voy a enseñarte una nueva manera de sumir a una mujer en la más extrema voluptuosidad. Separa bien tus nalgas... Dolmancé, vea cómo le ofrece así su culo. Lámalo, mientras mi lengua lame su concha, y hagámosla gozar tres, cuatro veces seguidas, si puede. Tu monte es encantador, querida Eugenia. ¡De qué manera me gusta besar este vello tan suave! Ahora veo bien tu clítoris, está poco desarrollado pero es muy sensible... ¡Cómo tiemblas!... Déjame abrirte ... Ah, verdaderamente eres virgen... Dime el efecto que sientas cuando nuestras lenguas se introduzcan simultáneamente en tus dos aberturas. (Lo hacen).

Eugenia — Ah querida, es delicioso, una sensación imposible de describir. Me seria difícil decir cuál de las dos lenguas me hunde más en el delirio...

Dolmancé — Por el lugar en que me encuentro mi verga está muy cerca de sus manos, señora; dígnese hacerle la paja, le ruego, mientras chupo este culo divino. Húndale más su lengua señora, no se limite a chuparle el clítoris; hágale penetrar su lengua hasta la matriz: es el mejor modo de apresurar la eyaculación de su leche.

Eugenia, (poniéndose rígida) — ¡Ah, no aguanto más, me muero! No me abandonen, amigos, estoy a punto de desvanecerme ... (Ella acaba en medio de sus instructores. )

Madame de Saint-Ange — ¡Y bien! ¿Qué te parece, querida, el placer que te hemos dado?

Eugenia — Estoy muerta, quebrada... estoy anonadada... Pero explíquenme, les ruego, dos palabras que han pronunciado y que no entiendo: ¿qué significa matriz?

Madame de Saint-Ange — Es una especie de vaso, semejante a una botella cuyo cuello abraza el miembro del hombre y recibe la leche producida en la mujer por la supuración de las glándulas, y en el hombre por la eyaculación que pronto te haremos ver; de la mezcla de ambos licores nace el germen que produce los niños y las niñas.

Eugenia — Ah, entiendo. Esta definición me explica al mismo tiempo la palabra leche, que no había entendido bien. ¿Y la unión de las simientes es necesaria para la formación del feto?

Madame de Saint-Ange — Sí, aunque se haya probado, no obstante, que el feto debe su existencia sólo a la leche del hombre. Pero sola, sin mezclarse con la de la mujer, no tendría éxito. La que nosotras largamos sirve para elaborar, pero no crea, ayuda a la creación sin ser la causa. Muchos naturalistas modernos pretenden que es inútil; de allí que los moralistas, guiados por ese descubrimiento, sostengan con mucha veracidad que en este caso el niño formado por la sangre del padre sólo le debe ternura a éste. La aseveración es muy probable y, aunque soy mujer, no la combatiré.

Eugenia — En mi corazón encuentro la prueba de lo que dices, querida, puesto que amo a mi padre hasta la locura y detesto a mi madre.

Dolmancé — Esa predilección no tiene nada de sorprendente; yo sentí lo mismo. No estoy consolado todavía de la muerte de mi padre, y cuando murió mi madre fui una hoguera de alegría... La detestaba cordialmente. Eugenia, adopte sin temor los mismos sentimientos, están en la naturaleza. Formados sólo por la sangre de nuestros padres, a nuestras madres nada debemos; por lo demás, éstas no hicieron sino prestarse al acto, en tanto que el padre lo ha solicitado; él ha querido entonces el nacimiento mientras la madre se limitaba a consentir. ¡Qué diferencia para los sentimientos!

Madame de Saint-Ange — Mil razones más están a tu favor, Eugenia. Si en el mundo hay una madre que deba ser detestada, ésa es la tuya. Agria, supersticiosa, devota, gruñona... y de una mojigatería asqueante: ¡apostaría a que esa tartamuda no ha dado un paso en falso en su vida! ¡Ah, querida, cómo detesto a las mujeres virtuosas! Pero ya volveremos a hablar de ello.

Dolmancé — ¿No sería ahora preciso que Eugenia, dirigida por mí, aprenda a devolver lo que usted acaba de darle, y que la hiciese gozar bajo mis ojos?

Madame de Saint-Ange — Me parece útil; ¿y sin duda que durante la operación también quiere usted ver mi culo Dolmancé?

Dolmancé — ¿Puede usted dudar, señora, del placer con que le ofreceré mis homenajes más dulces?

Madame de Saint-Ange (ofreciéndole las nalgas) — Y bien ¿me encuentra usted así como conviene?

Dolmancé — ¡A las mil maravillas! Puedo incluso prestarle los mismos servicios que tanto gustaron a Eugenia. Ahora colóquese, locuela, con la cabeza entre las piernas de su amiga y ofrézcale, con su bonita lengua, los mismos cuidados que acaba de obtener. ¿Cómo? por la posición puedo poseer ambos culos; deliciosamente el de Eugenia, mientras chupo el de su hermosa amiga... Así... Bien... Miren como estamos unidos.

Madame de Saint-Ange (desfalleciendo) — ¡Me muero, Dios mío!... Dolmancé, ¡cómo me gusta tocar su verga hermosa mientras acabo!... Querría que me inundase de leche!... ¡Hágame gozar!... ¡Chúpeme, me cago en dios!... ¡Ah! ¡cómo me gusta hacer de puta cuando mi esperma eyacula así!... Se terminó, no puedo más... Ustedes dos me abruman... Creo que nunca en mi vida he sentido tanto placer.

Eugenia — ¡Me encanta ser la causa! Pero se te ha escapado una palabra, querida amiga, que no entiendo. ¿Qué significa esa expresión de puta? Perdón, pero ¿sabes? estoy aquí para instruirme.

Madame de Saint-Ange — Se llama de este modo, hermosa mía, a las víctimas públicas de los excesos de los hombres, siempre dispuestas a entregarse por su temperamento o por su interés; felices y respetables criaturas a quienes la opinión castiga pero la voluptuosidad corona y que, mucho más necesarias para la sociedad que las virtuosas, tienen el coraje de sacrificar, para servirla, la consideración que la misma sociedad osa quitarles injustamente. ¡Vivan aquéllas a las que el título de puta honra! ¡He aquí a las mujeres verdaderamente amables, las únicas verdaderamente filósofas! En cuanto a mí, querida, que hace doce años trabajo para merecer el título de puta, lejos de asustarme, me divierte. Es más: me encanta que me llamen así cuando me poseen; tal injuria me calienta la cabeza.

Eugenia — ¡Oh, lo concibo! No me enojaría si me la dirigiesen y menos aún me molestaría merecerla; pero... ¿la virtud no se opone a tal inconducta? ¿no la ofendemos comportándonos como lo hacemos?

Dolmancé — ¡Ah! ¡Renuncia a las virtudes, Eugenia! ¿Hay un solo sacrificio que pueda hacerse a esas falsas divinidades y que valga un minuto de los placeres que se gozan ultrajándolas? La virtud no es sino una quimera y su culto consiste sólo en inmolaciones perpetuas, en innumerables revueltas contra las inspiraciones del temperamento. ¿Semejantes gestos pueden ser naturales? ¿Aconseja la naturaleza lo que la ultraja? Que, no la engañen, Eugenia, las mujeres llamadas virtuosas. No son, si usted quiere, las mismas pasiones nuestras a las que ellas sirven, pero son otras pasiones y a menudo mucho más despreciables... La ambición, el orgullo, sus intereses particulares, incluso la simple frialdad de un temperamento que no les suscita nada, ésas son sus razones. ¿Debemos algo a tales seres, me pregunto? ¿No han seguido ellos los únicos impulsos del amor a sí mismos? ¿Es acaso mejor, más sabio, más a propósito sacrificarse al egoísmo que a las pasiones? Para mí, lo uno bien vale lo otro; y quien no escucha sino a las últimas tiene más razón, puesto que la pasión es el único órgano de la naturaleza, en tanto que el otro lo es de la imbecilidad y del prejuicio. Una sola gota de leche eyaculada por este miembro, Eugenia, me es más preciosa que los actos más sublimes de una virtud que desprecio.

Eugenia (Se ha restablecido un poco la calma durante estas disertaciones; las mujeres, vestidas otra vez, recostadas en el canapé, y Dolmancé cerca de ellas, en un gran sillón) — Pero hay más de una clase de virtudes: ¿qué piensa usted, por ejemplo, de la piedad?

Dolmancé — ¿Qué puede ser esta virtud para quien no cree en la religión? y, ¿quién puede creer en la religión? Razonemos con orden, Eugenia: ¿no llama usted religión al pacto que liga al hombre con su creador, y que lo compromete a testimoniarle, por medio de un culto, el agradecimiento que tiene por la existencia recibida?

Eugenia — No se la puede definir mejor.

Dolmancé — ¡Y bien! Si está demostrado que el hombre no debe su existencia sino a los planes omnipotentes de la naturaleza; si está probado que, tan antiguo sobre el planeta como el planeta mismo, el hombre —como el cedro, como el león, como los minerales que hay en las entrañas de la tierra— no es nada más que un producto exigido por la existencia del globo; si está demostrado que ese Dios, que los tontos tienen por autor de todo lo que vemos, no es sino el nec plus ultra de la razón humana, el fantasma creado en el instante en que la razón no ve ya nada para ayudarla en sus operaciones; si está probado que la existencia de ese Dios es imposible, y que la naturaleza, siempre en acción, en movimiento, posee por sí misma lo que a los tontos gusta gratuitamente otorgarle a El; si es verdad, en el supuesto que Dios, ese ser inerte, existiese, que él sería el más ridículo de todos los seres, puesto que habría servido un solo día y desde millones de siglos se hallaría en una despreciable inacción; y suponiendo que exista como las religiones lo pintan, sería el más detestable de los seres, porque permitiría el mal sobre la tierra cuando su omnipotencia podría impedirlo; si, como digo, todo esto se ha probado, ¿cree usted entonces, Eugenia, que la piedad que ligaría al hombre con ese Creador imbécil, insuficiente, feroz y despreciable, puede ser una virtud necesaria?

Eugenia, (a Madame de Saint-Ange) — ¡Cómo! ¿Realmente, adorable amiga, la existencia de Dios es una quimera?

Madame de Saint-Ange — Y de las más despreciables, sin duda.

Dolmancé — Sólo un insensato puede creer en él. Fruto del temor de unos y de la debilidad de otros, Eugenia, ese abominable fantasma es inútil al sistema de la tierra. Infaliblemente estorbaría, porque su voluntad, justa por definición, jamás podría aliarse con las injusticias esenciales a las leyes de la naturaleza; él debería desear constantemente el bien, en tanto que la naturaleza lo desea sólo en compensación del mal que sirve a sus leyes: él debería actuar siempre, y la naturaleza, cuya acción perpetua es una ley; no podría encontrarse sino en perpetua competencia y oposición con él. Pero, se dirá, Dios y la naturaleza son la misma cosa. ¿No es esto absurdo? La cosa creada no puede ser igual al ser creador: ¡no es posible que el reloj sea el relojero! Y bien, se añadirá, la naturaleza no es nada. Dios es todo. ¡Otra barbaridad! Hay necesariamente dos cosas en el Universo: el agente creador y el individuo creado. Ahora bien ¿cuál es ese agente creador? He aquí la dificultad que hay que resolver, la única pregunta que es preciso contestar.

Si la materia actúa y se mueve por medio de combinaciones desconocidas, si el movimiento es inherente a la materia, si ésta puede a causa de su energía crear, producir, conservar, mantener, compensar en las extensiones inmensas del espacio todas las esferas cuya vista nos sorprende y cuya marcha uniforme, invariable, nos llena de admiración, ¿qué necesidad tenemos de buscar un agente extraño, puesto que esta facultad activa se encuentra esencialmente en la naturaleza misma, no es otra cosa que la materia en acción? ¿Esa quimera deificante aclarará algo acaso? Desafío a que me lo puedan probar. Suponiendo que me equivoque respecto a las propiedades íntimas de la materia, no tengo al menos más que una sola dificultad. ¿Qué hacen ustedes ofreciéndome su Dios? Me dan una más. ¿Y cómo pueden pretender que yo admita como causa de lo que no comprendo algo que comprendo aún menos? ¿Será mediante los dogmas de la religión cristiana —que examinaré— que me representaré a ese terrorífico Dios? Veamos un poco como ella me lo pinta...

¿Qué veo en el Dios de este culto infame sino a un ser inconsecuente y bárbaro, que hoy crea un mundo del que se arrepiente mañana? ¡Veo sólo un ser débil que nunca puede hacer tomar al hombre el camino que le traza! Esta criatura, aunque emanada de él, lo domina; ¡puede ofenderle y merecer por eso suplicios eternos! ¡Qué ser más débil que este Dios! ¡Cómo! ¿ha podido crear todo lo que vemos y le es imposible formar un hombre a su imagen? Pero, me dirán ustedes, si lo hubiera creado así, el hombre carecería de mérito. ¡Qué vulgaridad! ¿Qué necesidad hay de que el hombre sea meritorio ante su Dios? Haciéndolo completamente bueno, jamás hubiera podido hacer el mal, y sólo así la obra sería digna de un Dios. Dejar al hombre una opción es tentarlo. Ahora bien, Dios, por su presencia infinita, sabía bien lo que resultaría; entonces, es sólo por placer que pierde la criatura que él mismo ha formado. ¡Qué Dios horrible es un Dios así! ¡Qué monstruo, qué canalla digno de nuestro odio y de nuestra implacable venganza! No obstante, poco satisfecho de una tarea tan sublime, ahoga al hombre para convertirlo: lo quema, lo maldice.

Nada de eso lo cambia. Un ser más poderoso aún que ese infame Dios, el Diablo, que siempre conserva su dominio, que siempre puede desafiar a su autor, logra con sus seducciones corromper incesantemente la tropa que se había reservado al Eterno. Nada puede vencer la energía de ese demonio, su poder sobre nosotros. ¿Qué imagina entonces, según ustedes, el horrible Dios que predican? No tiene más que un hijo, un único hijo, obtenido no sé en qué comercio —pues como el hombre coge, ha querido que su Dios también lo haga—; luego desprende del cielo esa respetable porción de sí mismo. Uno imagina que esta sublime criatura va a aparecer quizá sobre rayos celestes, en medio de un cortejo de ángeles, a la vista del universo entero... nada de eso: ¡es en el seno de una puta judía, en medio de un chiquero, que se anuncia el Dios que viene a salvar a la Tierra! ¡He ahí la digna estirpe que se le presta! ¿Pero quizá su honorable misión nos compensará? Sigamos al personaje: ¿qué dice?, ¿qué hace? ¿qué sublime misión recibimos de él? ¿qué dogma va a prescribirnos? ¿en qué actos va a estallar al fin su grandeza?

Veo primero una infancia ignorada, algunos servicios, muy libertinos sin duda, prestados por este granuja a los sacerdotes del templo de Jerusalén; luego una desaparición de quince años durante la que el tunante va a envenenarse con todos los ensueños de la escuela egipcia, que luego trae a Judea. Apenas reaparece, su demencia comienza por hacerle decir que es hijo de Dios, igual a su padre; asocia a esta alianza un tercer fantasma, el Espíritu Santo, y estas tres personas, asegura... ¡no deben ser sino una! Mientras más asombra a la razón este ridículo misterio, más asegura el bellaco que es meritorio adoptarlo... y peligroso aniquilarlo. Es para salvarnos, afirma el imbécil, que se ha encarnado, aunque es Dios, en el seno de un hijo de los hombres; ¡y los milagros asombrosos que obrará pronto convencerán al universo! En efecto, durante una cena de borrachos, según se dice, el pérfido convierte el agua en vino; en un desierto alimenta a algunos perversos con provisiones escondidas previamente por sus secuaces; uno de sus compañeros se hace el muerto y nuestro impostor lo resucita; sube a una montaña y allí, frente a dos o tres amigos, hace un truco que avergonzaría al peor prestidigitador de nuestros días.

Maldiciendo con entusiasmo a todos los que no crean en él, el sinvergüenza promete los cielos a cuanto estúpido lo escuche. No escribe nada, dada su ignorancia; habla poco, dada su imbecilidad; hace aún menos, dada su debilidad. Cansando al fin a los magistrados con sus discursos sediciosos, aunque escasos, el charlatán se hace crucificar después de haber asegurado a los miserables que lo siguen que, cada vez que lo invoquen, descenderá hacia ellos para hacerse comer. Lo llevan al suplicio y se deja hacer; su papá, el Dios sublime, no le presta el menor auxilio y he ahí al bribón tratado como el último facineroso, de los que estaba tan orgulloso de ser el jefe.

Sus satélites se reúnen: "Estamos perdidos, dicen, si no nos salvamos por algún prodigio. Emborrachemos a la guardia que rodea a Jesús; robemos su cuerpo, pregonemos que ha resucitado: el recurso es seguro; si conseguimos hacer creer esta trapacería nuestra nueva religión se establece, se propaga, seduce al mundo entero... ¡Trabajemos!" Intentan el golpe y resulta. ¡Truhanes, la audacia ha remplazado al mérito! El cuerpo es sustraído, los tontos, las mujeres y los niños gritan, tanto como pueden: "¡Milagro!". Sin embargo, en esa ciudad donde tantas maravillas acaban de operarse, en esa ciudad teñida por la sangre de Dios, nadie quiere creer en Él: ninguna conversión se realiza. Hay más: el hecho es tan poco digno de ser transmitido que ningún historiador habla de él. Sólo los discípulos del impostor piensan sacar partido del fraude, pero no en el momento.

Esta consideración es esencial. Dejan correr varios años antes de hacer uso de su insigne bellaquería; finalmente construyen sobre ella el inestable edificio de su repugnante doctrina. ¡Todo cambio gusta a los hombres! Cansados del despotismo de los emperadores, una revolución era necesaria. Se escucha a los estafadores y su progreso es rápido: esta es la historia de todos los errores. Pronto los altares de Venus y Marte son remplazados por los de Jesús y María; se publica la vida del impostor; esa chata novela encuentra sus crédulos; se le hace decir mil cosas en las que nunca pensó; algunas de sus frases absurdas pronto se tornan en la base de su moral y, como esta novedad se predicaba a los pobres, la caridad llega a ser la primera virtud. Se instituyen ritos extraños con el nombre de sacramentos, de los cuales el más indigno y abominable es el que hace que un cura, pesé a estar cubierto de crímenes, tenga el placer de meter a Dios en un pedazo de pan mediante algunas palabras mágicas. No abriguemos la menor duda: este culto indigno hubiera sido destruido sin remedio, desde, su nacimiento mismo, si hubiésemos empleado contra él las armas del desprecio que merecía; pero en cambio se lo persiguió, y creció: era inevitable.

Probemos aún hoy cubrirlo de ridículo y caerá. El hábil Voltaire no empleaba jamás otras armas, y es de todos los escritores el que se puede jactar de haber hecho más prosélitos. En pocas palabras, Eugenia, tal es la historia de Dios y de la religión; vea usted la fe que merecen esas fábulas y tome su determinación.

Eugenia –– Mi opción no es difícil. Desprecio esas ilusiones repugnantes; y Dios mismo, al que aún me apegaba por debilidad e ignorancia, no es ya para mí sino objeto de horror.

Madame de Saint-Ange — Júrame que no pensarás más en él, que no lo invocarás en ningún instante de tu vida.

Eugenia, (precipitándose sobre el pecho de Madame de Saint-Ange) — ¡Ah! ¡Lo juro en tus brazos! ¿Acaso no me es fácil ver que lo que exiges es para mi bien, y que no quieres que semejantes reminiscencias puedan perturbar mi tranquilidad?

Madame de Saint-Ange — ¿Podría tener otro motivo?

Eugenia — Pero, Dolmancé, creo que es el análisis de las virtudes el que nos llevó al examen de las religiones. Volvamos a ello. No existirán en esta religión, aunque ridícula, algunas virtudes cuyo culto pueda contribuir a nuestra dicha?

Dolmancé — Examinémoslo. ¿Será la castidad, esa virtud que sus ojos destruyen, aunque en conjunto sea su imagen? ¿Reverencia usted la obligación de combatir todos los impulsos de la naturaleza? ¿los sacrificará usted a todos al vano y ridículo honor de no tener jamás una debilidad? Sea justa y responda, bella amiga: ¿cree usted encontrar en esa absurda y peligrosa pureza del alma todos los placeres del vicio que se le opone?

Eugenia — No, le doy mi palabra que no siento la menor inclinación a ser casta y sí, por el contrario, la más grande disposición al vicio; pero, Dolmancé, ¿la caridad, la beneficencia, no podrían hacer la dicha de algunas almas sensibles?

Dolmancé — ¡Lejos de nosotros, Eugenia, las virtudes que sólo crean ingratos! Pero no se engañe, mi encantadora amiga: la beneficencia es un vicio del orgullo antes que una verdadera virtud del alma; es por ostentación que se alivia a  los semejantes, nunca con la sola intención de hacer un buen acto; ¡vaya si enojaría que la limosna qué se acaba de hacer no reciba, toda la publicidad posible! No se imagine tampoco, Eugenia, que esta acción tenga tan buenos efectos: yo la considero como la más grande engañifa: acostumbra al pobre a socorros que deterioran su energía; ya no trabaja más cuando se atiene a nuestra caridades; apenas le faltan se vuelve un ladrón o un asesino. Escucho por todas partes reclamar los medios para que se suprima la mendicidad, y entre tanto se hace todo lo posible por multiplicarla. ¿No quiere usted tener moscas en su cuarto? Pues no ponga azúcar para atraerlas. ¿No quiere tener pobres en Francia? Pues no dé limosna y suprima sobre todo las casas de caridad. Viéndose privado de esos peligrosos recursos, el individuo nacido en el infortunio empleará todo su coraje, todos los medios recibidos de la naturaleza, para salir del estado en que nació; no molestará más. Destruyan, derríbense sin ninguna piedad esas detestables casas donde se tiene el descaro de ocultar los frutos del libertinaje del pobre, cloacas espantosas que vomitan cada día en la sociedad un repugnante enjambre de nuevas criaturas que sólo tienen esperanza en vuestra bolsa. ¿Para qué sirve, me pregunto, que se conserve a tales individuos con tanto cuidado? ¿Tememos la despoblación de Francia? ¡Ah, nunca nos preocupemos por eso!

Uno de los primeros vicios de este gobierno consiste en una población demasiado numerosa, y lejos está ese exceso de ser riqueza para el Estado. Esos seres supernumerarios son como ramas parásitas que, no viviendo sino a expensas del tronco, terminan siempre por extenuarlo. Recuerde: cualquiera sea el gobierno, cuando la población es superior a los medios de existencia, siempre ese gobierno languidecerá. Examine usted Francia y verá que es eso lo que ofrece. ¿Qué resulta de ello? Diariamente lo vemos. Los chinos, más sabios que nosotros, se cuidan bien de dejarse dominar por una población demasiado abundante. Ningún asilo para los frutos vergonzosos de sus licencias: se abandonan esos espantosos engendros como a las consecuencias de una digestión. Nada de casas para pobres: no se conocen en China. Allá todo el mundo trabaja, allá todo el mundo es feliz; nada altera la energía del pobre y cada cual puede decir, como Nerón, ¿Quid est pauper?

Eugenia, (a Madame de Saint-Ange ) — Querida amiga, mi padre piensa absolutamente como el señor: en su vida hizo una buena obra. No cesa de gruñir a mi madre por las sumas que gasta en tales prácticas. Ella era de la Sociedad Maternal, de la Sociedad Filantrópica ... yo no sé de qué asociación no era; mi padre la obligó a abandonar todo eso asegurándole que la reduciría a la más módica pensión si se le daba por recaer en semejantes idioteces.

Madame de Saint-Ange — No hay nada tan ridículo, y al mismo tiempo tan peligroso, que esas asociaciones: a ellas, a las escuelas gratuitas y a las casas de caridad debemos el derrumbe horrible en que nos hallamos ahora. Te lo suplico, querida, no des nunca una limosna.

Eugenia — No temas; hace tiempo que lo mismo exigió mi padre, y la beneficencia me tienta demasiado poco como para infringir, en ese campo, sus órdenes... los impulsos de mi corazón y tus deseos.

Dolmancé — No dividamos esta porción de sensibilidad que hemos recibido de la naturaleza, extenderla es aniquilarla. ¡Qué me hacen a mí los males de los demás! ¿No tengo acaso bastante con los míos, para afligirme por los ajenos? ¡Que el hogar de esta sensibilidad nunca alumbre sino nuestros placeres! Seamos sensibles a todo lo que los nutre, inflexibles ante el resto. De este estado de alma resulta una especie de crueldad que no está exenta de delicias. No siempre se puede hacer el mal, pero privados del placer que nos da, al menos compensémoslo con la pequeña maldad picante de no hacer jamás el bien.

Eugenia — ¡Ah, Dios! ¡cómo me inflaman sus lecciones! ¡Creo que tendrían que matarme antes de realizar una buena acción!

madame de SAINT-ANGE — Y si se presentase la ocasión de hacer una maldad ¿serías capaz de cometerla?

Eugenia — Calla, seductora; no te responderé sino cuando hayas terminado de instruirme. Según lo que usted dice, Dolmancé, me parece que nada es tan indiferente en la tierra como cometer el bien o el mal, ¿sólo nuestro temperamento, nuestros gustos, deben ser respetados?

Dolmancé — No lo dude, Eugenia, palabras como vicio o virtud no nos dan sino ideas puramente locales. No hay acción, por singular que la suponga, verdaderamente criminal; ninguna realmente virtuosa. Todo depende de nuestras costumbres y del clima que habitamos: lo que aquí es crimen a menudo es virtud unas leguas más allá; no hay horror que no haya sido divinizado ni virtud que no haya sido ofendida. De estas diferencias puramente geográficas nace el poco caso que debemos hacer a la estima o el desprecio de los hombres, sentimientos ridículos y frívolos, de los que debemos colocarnos por encima incluso hasta el punto de preferir sin temores el desprecio, si es que las acciones que nos lo atraen tienen alguna voluptuosidad para nosotros.

Eugenia — Pero me parece que debe haber acciones bastante peligrosas, bastante malas en sí mismas como para haber sido consideradas generalmente criminales y castigadas como tales, desde un extremo al otro del universo.

Madame de Saint-Ange — Ninguna, mi amor, ninguna; ni siquiera el robo o el incesto, el crimen o el parricidio.

Eugenia — ¡Cómo! ¿Han podido excusarse esos horrores en algún sitio?

Dolmancé — En otros lugares fueron honrados, coronados, considerados excelentes acciones. Mientras que la humanidad, el candor, la beneficencia, la castidad, todas nuestras virtudes, eran vistas como monstruosidades.

Eugenia — Les ruego que me expliquen todo eso; exijo un corto análisis de cada uno de esos crímenes y les ruego comenzar por su opinión acerca del libertinaje de las jóvenes, luego sobre el adulterio de las mujeres.

Madame de Saint-Ange — Es absurdo sostener que una niña, apenas está fuera del seno materno, debe convertirse en la víctima de la voluntad de sus padres y serlo así hasta su último suspiro. Escúchame, Eugenia: no es en un siglo donde los derechos del hombre son profundizados con tanto cuidado que las jóvenes deben continuar creyéndose esclavas de sus familias, cuando consta que los poderes de la familia sobre ellas son quiméricos. Prestemos atención a la naturaleza sobre tema tan interesante, y que las leyes de los animales, más próximos a ella, nos sirvan de ejemplo. ¿Los deberes paternales se extienden más allá de las primeras necesidades físicas? ¿Los frutos del goce del macho y la hembra, no poseen su entera libertad, todos sus derechos? Tan pronto como pueden andar y alimentarse solos, ¿los reconocen acaso los autores de sus días? No, sin duda. ¿Con qué derecho los hijos de los hombres están sujetos a otros deberes? ¿Y qué es lo que funda esos deberes, sino la avaricia o la ambición de los padres? Ahora bien, yo me pregunto si es justo que una niña que comienza a sentir y a razonar se someta a tales frenos. ¿No es sólo el prejuicio el que prolonga sus cadenas? ¿Hay algo más ridículo que ver a una joven de quince o dieciséis años, quemada por deseos que está obligada a vencer en tormentos peores que los del infierno, esperando agradar a sus padres? Y todo esto, pregunto, ¿para qué? ¿Para sacrificar su edad madura, después de haber entregado su juventud, inmolándola a la pérfida codicia de sus padres, que la asociarán a pesar de ella con un esposo que nada tiene para hacerse amar o tiene todo para suscitar el odio?

No, no, Eugenia. Tales lazos se aniquilarán pronto; es necesario que, separando desde la edad de la razón a la niña de sus padres y después de darle una educación racional, a los quince años se la deje dueña de llegar a ser lo que desee. ¿Caerá en el vicio? ¿qué importa? Los servicios que presta una joven consintiendo hacer felices a todos los que se dirigen a ella, ¿no son infinitamente más importantes que los que, aislándose, ofrece a su esposo? El destino de la mujer es ser como la perra, como la loba: debe pertenecer a todos los que la codician. Encadenar a las mujeres, por el lazo absurdo de un himeneo solitario, es ultrajar visiblemente el destino que la naturaleza les impone.

Esperemos que la gente abrirá los ojos y que al asegurar la libertad de todos los individuos no olvidará la suerte de las desdichadas jóvenes; pero si se las olvida, que ellas mismas, colocándose por encima de las costumbres y los prejuicios, tiren a sus pies las vergonzosas cadenas con que se pretende sujetarlas; pronto triunfarán entonces sobre la costumbre y la opinión; más sabio por ser más libre, el hombre sentirá la injusticia de despreciar a las que obren así y sabrá que la acción de ceder a los impulsos de la naturaleza, considerada crimen en un pueblo cautivo, ya no puede serlo en un pueblo libre.

Parte, pues, de la legitimidad de estos principios, Eugenia, y rompe tus cadenas a cualquier precio; desprecia las vanas amonestaciones de una madre imbécil a la que con razón no debes sino odio. Si tu padre, que es un libertino, te desea, enhorabuena: que te goce, pero sin encadenarte; rompe el yugo si quiere esclavizarte. Más de una hija ha actuado así con su padre. Coge, en una palabra, coge: para eso has sido puesta en el mundo. Ningún límite a tus placeres salvo los de tu fuerza; ninguna excepción de lugar, tiempo y personas; todas las horas, todos los sitios, todos los hombres deben servir a tus voluptuosidades; la continencia es una virtud imposible, por la que la naturaleza, violada en sus derechos, nos castiga con mil desgracias. En tanto las leyes sean las que son, usemos algunos velos: la opinión nos obliga; pero resarzámonos en silencio por esta cruel castidad que estamos obligadas a tener en público.

Toda joven debe procurarse una amiga libre y mundana que pueda hacerle gustar los placeres secretos; de ser posible, que trate de seducir a los servidores que la rodean, que les suplique que la prostituyan, prometiéndoles todo el dinero que se puede obtener de su venta, ya sea que la tramiten ellos mismos o mujeres que hallarán y que se llaman celestinas; que la joven se imponga frente a sus hermanos, primos, amigos, parientes; que se entregue a todos si es necesario para esconder su conducta; incluso, si le es exigido, que sacrifique sus gustos y afectos: una intriga que no le habrá agradado y de la que se librará actuando con habilidad, pronto la conducirá a una situación más cómoda y estará lanzada. Pero no debe volver nunca a los prejuicios de la infancia; amenazas, exhortaciones, deberes, virtudes, religión, consejos, todo debe ella arrojar a sus pies: todo lo que no tienda, en pocas palabras, a sentarla en el trono de la impudicia.

Las predicciones de las desgracias que acechan en el camino del libertinaje son una extravagancia de nuestros padres; en todas partes hay espinas, pero en la carrera del vicio se encuentran rosas encima de ellas; sólo en los cenagosos senderos de la virtud la naturaleza no las hace florecer. En la primera de estas rutas la opinión de los hombres es el único obstáculo temible; pero, ¿cuál es la muchacha inteligente que con un poco de reflexión no se tornará superior a esa opinión despreciable? Los placeres que se obtienen de la estima, Eugenia, no son sino placeres morales, convenientes sólo para ciertas cabezas; los que se obtienen en la cama gustan a todos, y sus seductores atractivos nos compensan pronto del desprecio ilusorio al que difícilmente se escapa al desafiar a la opinión pública. Pero muchas mujeres sensatas se han burlado de ese desprecio hasta el punto de convertirlo en un placer más. Coge, Eugenia, coge mi querido ángel; sólo tuyo es tu cuerpo; sólo tú tienes en el mundo el derecho de gozar de él, y de hacer gozar con él a quien te plazca.

Aprovecha el tiempo más feliz de tu vida; ¡demasiado cortos son los felices años de nuestros placeres! Si somos bastante afortunadas como para haber gozado, deliciosos recuerdos nos consuelan y divierten en la vejez. Si los hemos perdido... lamentos amargos, espantosos remordimientos nos desgarran y se añaden a los tormentos de la edad para rodear de lágrimas, de zarzas, la funesta proximidad del ataúd... ¿Tendrás la locura de la inmortalidad?

Y bien, mi querida, es cogiendo que permanecerás en la memoria de los hombres. Se ha olvidado pronto a las Lucrecias, mientras que las Teodoras y las Mesalinas nutren las conversaciones más dulces y más frecuentes de la vida. ¿Cómo no preferir, Eugenia, un partido que coronándonos de flores en la tierra, nos deja la esperanza de un culto mucho más allá de las tumbas? ¿Cómo, digo, no preferir este partido a aquél que haciéndonos vegetar imbécilmente sobre la tierra no nos promete después de nuestra existencia más que el desprecio y el olvido?.

Eugenia, (a Madame de Saint-Ange) — ¡Ah, querida, de qué modo estos discursos seductores inflaman mi cabeza y cautivan mi alma! Me encuentro en un estado difícil de describir... y, dime, ¿podrías hacerme conocer algunas de esas mujeres... (turbada) que me prostituirán si se los pido?

Madame de Saint-Ange — Hasta que tengas más experiencia eso me concierne; confía en mí y en las precauciones que tomaré para cubrir tus extravíos: mi hermano y este sólido amigo que te instruye serán los primeros a quienes has de entregarte; encontraremos otros después. No te inquietes, querida amiga; te haré volar de placer en placer, te sumergiré en un mar de delicias, te colmaré, mi ángel, ¡te saciaré!

Eugenia, (arrojándose en los brazos de Madame de Saint-Ange) — ¡Oh, te adoro! Nunca tendrás una alumna más sumisa que yo. Pero me parece que en nuestras antiguas conversaciones me has dicho que era difícil que una joven se lance al libertinaje sin que lo advierta el esposo que ella debe tomar...

Madame de Saint-Ange — Es verdad, pero hay secretos que salvan todos los inconvenientes. Prometo hacértelos conocer y luego, aunque hayas cogido como Antonieta, me encargo de volverte tan virgen como el día que viniste al mundo.

Eugenia — ¡Eres deliciosa! Continúa instruyéndome... ¿cuál debe ser la conducta de una mujer en el matrimonio?

Madame de Saint-Ange — En cualquier estado en que se encuentre la mujer, soltera, esposa o viuda, no debe tener jamás otro objetivo, querida, otra ocupación que hacerse coger de la mañana a la noche: para este único fin la ha creado la naturaleza. Pero si para cumplirlo le exijo que se desprenda de todos los prejuicios de su infancia, si le prescribo la desobediencia más formal a las órdenes de su familia, el desprecio más completo hacia todos los consejos de sus padres, convendrás, Eugenia, que de todos los frenos a quebrar aquél cuyo aniquilamiento aconsejaré más pronto, es seguramente el del matrimonio. Considera, en efecto, una joven recién salida de su casa paterna o del internado, sin conocer nada, sin experiencia alguna, obligada a pasar súbitamente a los brazos de un hombre que nunca vio, obligada a jurarle al pie del altar una obediencia, una fidelidad tanto más injusta cuanto que a menudo ella no tiene en el fondo de su corazón sino el más grande deseo de faltar a su palabra. ¿Hay en el mundo una suerte más espantosa? Sin embargo hela aquí atada, le guste o no su marido, tenga él para ella ternura o malos modos; su honor depende de esos juramentos: queda manchado si los infringe; debe perderse o soportar el yugo, aunque muera de dolor por ello. Y no, Eugenia, no, no es para eso que hemos nacido; esas leyes absurdas son obra de los hombres y no debemos someternos. ¿El divorcio puede satisfacernos? No, sin duda. ¿Qué nos asegura encontrar en segundos lazos la dicha que huyó de los primeros?

Compensémonos en secreto de la coacción de ataduras tan absurdas, con la certeza de que nuestros desórdenes, por excesivos que sean, lejos de ultrajar la naturaleza son un sincero homenaje que le rendimos; es obedecer a sus leyes ceder a los deseos que sólo ella coloca en nosotros; resistiéndonos la ultrajamos. El adulterio, que los hombres miran como un crimen, que han osado castigar como tal quitándonos por él la vida, no es otra cosa que cumplir con un derecho de la naturaleza al que nunca podrán sustraernos las fantasías de esos tiranos. ¿Pero no es horrible, preguntan nuestros esposos, exponernos a querer como a hijos nuestros y besar como a tales los frutos de esos desórdenes? Es la objeción de Rousseau; y convengo en que es la única —un poco especiosa— con que se puede combatir el adulterio. Pero, ¡ah! ¿no es extremadamente fácil entregarse al adulterio sin temor a la preñez? ¿No es aún más fácil destruirla, si por imprudencia ha tenido lugar? Mas, como volveremos sobre este tema, no tratemos aquí sino el fondo de la cuestión: veremos que el argumento, por especioso que parezca a primera vista, es sin embargo quimérico.

En primer lugar, siempre que me acueste con mi marido y su simiente corra hasta el fondo de mi matriz, por más que posea a diez hombres en la misma época, nada podrá jamás probarle que el niño no le pertenece; puede ser de él o no, y en caso de incertidumbre no puede ni debe —ya que ha cooperado para la existencia de la criatura— tener escrúpulo alguno. Désele que puede pertenecerle, le pertenece, y todo hombre que se vuelva desdichado por sospechas de esta clase lo sería aún cuando su esposa fuera una vestal. Es imposible responder por una mujer, y la que ha sido virtuosa durante diez años puede dejar de serlo en un día. Luego, si el esposo es dado a sospechar, caerá en ello en todos los casos; nunca entonces estará seguro de que el niño que besa sea verdaderamente suyo. Ahora bien, si él es amigo de sospechas en todos los casos no hay inconveniente en legitimarlas algunas veces: a su dicha o desdicha moral ello no añadiría nada; vale más pues que así sea. Helo ahí, pues, en un completo error, helo ahí acariciando el fruto del libertinaje de su mujer: ¿dónde está el crimen? ¿No son acaso nuestros bienes comunes? Entonces, ¿qué mal hago trayendo al matrimonio un niño que debe tener una parte de esos bienes? Será la mía la que poseerá; no robará nada a mi tierno esposo, la porción que el niño disfrutará la considero como tomada de mi dote; luego, ni el niño ni yo quitamos nada a mi marido. ¿A título de qué, si el niño es suyo, tendrá una parte de mis bienes? ¿No es porque nació de mí? Y bien, disfrutará de su parte en virtud de esta misma razón de alianza íntima. Porque me pertenece es que le debo una porción de mis riquezas.

¿Qué reproche puede hacérseme? —Usted engaña a su marido; esa falsedad es atroz— No, es un ajuste de cuentas: soy la primera engañada con los vínculos que me obligó a aceptar: me vengo, ¿qué cosa más simple? ––Pero hay un ultraje real al honor de su marido — ¡Valiente prejuicio! Mi libertinaje no toca a mi marido en nada; mis faltas son personales. Esa pretendida deshonra era válida hace un siglo: hemos salido de esa quimera hoy, y mi marido no se ve más manchado por mis licencias que yo por las suyas. ¡Podría yo fornicar con toda la tierra sin hacerle un rasguño! La pretendida ofensa es pues una fábula y su existencia imposible. Una de dos: o mi marido es una bestia, un celoso, o es un hombre delicado; en la primera hipótesis, lo mejor que puedo hacer es vengarme de su conducta; en la segunda, no tengo que preocuparme: si es honesto será feliz porque yo disfrute de placeres: no hay hombre delicado que no goce con el espectáculo de la dicha de la persona que adora. Pero si usted lo ama, ¿querría que él hiciese otro tanto?— ¡Ah! ¡Desdichada la mujer celosa de su marido! Si lo ama, que se contente con lo que él le da, pero que no intente atraparlo; no sólo no lo lograría, sino que pronto se haría detestar. Si soy razonable, no me afligiré jamás de las licencias de mi marido. Que él se comporte del mismo modo conmigo, y la paz reinará en el hogar.

Resumiendo: Sean cuales fueren los efectos del adulterio, incluso si introduce en la casa niños que no pertenecen al marido, desde que son de la mujer tienen derechos reales a una parte de la dote de esa mujer: si el marido está al tanto debe mirarlos como hijos de un primer matrimonio de su esposa; si nada sabe, no será desdichado, pues no puede serlo de un mal que ignora; si el adulterio no continúa y el marido no lo ha conocido ningún jurisconsulto podría probar que se trata de un crimen; en ese caso el adulterio es una acción perfectamente indiferente para el marido, que lo ignora, perfectamente buena para la esposa, que lo disfruta; si el marido descubre el adulterio, no es este último un mal, puesto que no lo fue hasta entonces y no podría haber cambiado de naturaleza: no hay otro mal que el descubrimiento hecho por el marido, y este error le pertenece sólo a él: ¿qué tiene que ver con eso la mujer?

Los que otrora han castigado el adulterio eran pues tiranos, verdugos, celosos que haciendo girar todo alrededor de sí mismos imaginaban injustamente que bastaba ofenderlos para ser criminal, como si una injuria personal pudiese considerarse crimen y como si fuese posible llamar con justicia crimen a una acción que, lejos de ultrajar a la naturaleza y a la sociedad sirve evidentemente a la una y a la otra. Hay no obstante casos en que el adulterio, fácil de probar, se vuelve más embarazoso para la mujer, sin ser por ello más criminal. Por ejemplo, el caso en que el esposo sea impotente o tenga gustos que no llevan a la preñez. Como ella goza y su marido no, sus excesos se tornan más ostensibles. ¿Debe preocuparse por eso? No, sin duda: la única precaución que debe tomar es no hacer hijos o provocarse un aborto si sus medidas han fallado. Si es por razón de gustos insólitos que ella está constreñida a compensar las negligencias de su marido, primero hay que satisfacerlo sin repugnancia en esos gustos, de cualquier naturaleza que sean: en seguida debe hacérsele entender que semejantes complacencias merecen algunas consideraciones, y reclamar una libertad completa a cambio de lo que acuerda; el marido rehúsa o consiente; si, como el mío, consiente, una se entrega tranquila, redoblando los cuidados y condescendencias, a sus caprichos; si rehúsa, hay que espesar los velos y coger tranquila a su sombra. Si él es impotente, una se separa, pero en todos los casos nos entregamos libremente: se coge en todos los casos, amor querido, porque hemos nacido para coger, porque cogiendo cumplimos con las leyes de la naturaleza y toda ley humana que contradice a la naturaleza está hecha para ser despreciada.

¡Qué engañada está la mujer a la que lazos tan absurdos como los del himeneo impiden seguir sus inclinaciones, que teme la preñez o los ultrajes a su esposo o las tachas aún más vanas a su reputación! Terminas de ver, Eugenia, cómo ella inmola vilmente a los más ridículos prejuicios su dicha y todas las delicias de la vida. ¡Ah! ¡Que fornique impunemente! ¿Acaso un poco de falsa gloria, algunas frívolas esperanzas religiosas la compensarán de sus sacrificios? No, no; y la virtud, el vicio, todo se confunde en el ataúd. El público, al cabo de algunos años ¿exalta más a las unas de lo que condena a las otras? Pues no, una vez más, no; la desgraciada, habiendo vivido sin placer, expira sin compensación.

Eugenia — Me persuades, ángel mío, ¡vences mis prejuicios! ¡Destruyes todos los falsos principios que me inculcó mi madre! ¡Ah! me gustaría estar casada mañana mismo para poner en práctica tus máximas; son cautivantes, son verdaderas, y ¡cómo me gustan! Una sola cosa me inquieta en lo que terminas de decir, que no entiendo y te suplico me expliques. Dices que tu marido no se comporta, en el placer, de modo adecuado para tener hijos. ¿Qué hace?

Madame de Saint-Ange — Mi marido era ya viejo cuando nos casamos. Desde la primera noche me previno de sus fantasías asegurándome que, por su parte, no obstaculizaría las mías. Juré obedecerle y siempre hemos vivido en la más deliciosa libertad. El gusto de mi marido consiste en hacerse chupar, con este añadido: mientras, curvada sobre él. con mis nalgas sobre su rostro, yo chupo con ardor el licor de sus pelotas, ¡quiere que le cague en la boca!... ¡Y traga!

Eugenia — ¡Vaya fantasía extraordinaria!

Dolmancé — Ninguna puede calificarse así, mi querida; todas están en la naturaleza, que se complace, al crear los hombres, en diferenciar sus gustos como sus rostros; no debemos asombrarnos más de las diversidades que ha puesto en nuestras inclinaciones que de las que ha colocado en nuestros rasgos. La fantasía de la que acaba de hablar nuestra querida amiga no podría estar más a la moda; una infinidad de hombres, principalmente los de cierta edad, se dan a ella prodigiosamente. ¿Rehusaría, Eugenia, si alguien la exigiese de usted?

Eugenia (enrojeciendo) — Después de las máximas que aquí me inculcan, ¿podría rehusarme a algo? Sólo pido perdón por mi sorpresa: es la primera vez que escucho todas estas lubricidades; primero es necesario que las conciba; pero de la solución del problema a la ejecución del procedimiento, mis maestros pueden estar seguros que no habrá otra distancia que la que ellos mismos exijan. ¿De modo, mi querida, que ganaste tu libertad cediendo a esas complacencias?

Madame de Saint-Ange — La más completa, mi Eugenia. Hice por mi parte todo lo que quise, sin que él opusiese obstáculo alguno, pero no tomé un amante: amaba demasiado el placer para eso. ¡Desgraciada la mujer que se ata! Basta un amante para perderla, en tanto que diez escenas de libertinaje, repetidas cada día, se desvanecerán en la noche del silencio apenas consumadas. Yo era rica: pagaba jóvenes que me fornicaran sin conocerme; me rodeé de sirvientes encantadores, seguros de gustar los más dulces placeres conmigo si eran discretos, seguros de ser expulsados al día siguiente si decían una palabra. No tienes idea, ángel querido, del torrente de delicias en que me zambullí de esta manera. He aquí la conducta que prescribiré a todas las mujeres que quieran imitarme. En mis doce años de matrimonio, he sido fornicada quizá por diez o doce mil individuos... ¡y en la sociedad me creen virtuosa! Otra mujer hubiera tomado amantes, y se habría perdido al segundo.

Eugenia — Tu máxima es la más segura; será decididamente la mía. Es preciso que me case con un hombre rico, y con fantasías... Pero, querida, tu marido, tan atado a sus gustos, ¿nunca exigió otra cosa de ti?

Madame de Saint-Ange — En estos doce años no se ha desmentido un solo día, salvo cuando yo tengo mis reglas. Una linda chica, que ha querido que tome como criada, me remplaza entonces, y las cosas van de la mejor manera del mundo.

Eugenia — Pero no se queda en eso, sin duda, ¿otros objetos no concurren exteriormente para diversificar sus placeres?

Dolmancé — No lo dude: el marido de la señora es uno de los más grandes libertinos del siglo; gasta más de cien mil escudos por año en los gustos obscenos que nuestra amiga acaba de pintarnos.

Madame de Saint-Ange — Así es, ¿pero qué me hacen sus extravíos, puesto que su multiplicidad autoriza y vela los míos?

Eugenia — Continuemos, te lo ruego con el detalle de las maneras que preservan de la preñez, pues confieso que tal temor me espanta, sea en el matrimonio o en la carrera del libertinaje. Terminas de indicarme una hablándome de los gustos de tu esposo, pero ese modo de gozar, que puede ser muy agradable para el hombre, no puede serlo tanto para la mujer, y son nuestros goces, sin los riesgos que temo, lo que quiero que me enseñes.

Madame de Saint-Ange — Una muchacha no se expone a la preñez mientras no se la deja meter en la concha. Que evite con cuidado esta manera de gozar; que ofrezca en su lugar la mano, la boca, las tetas o el agujero del culo. Por esta última vía obtendrá mucho placer, quizás más que en otra parte; de las otras maneras, lo da.

Se procede del primer modo, quiero decir, con la mano, según viste hace un instante: se sacude como si se bombease el miembro del amigo; al cabo de algunos movimientos, el esperma es lanzado; el hombre te besa, te acaricia durante este tiempo, y cubre con el licor la parte de tu cuerpo que prefiera. Si quieres hacértela meter entre los senos, te acuestas sobre el lecho, colocas el miembro viril entre tus pechos y aprietas; al cabo de algunas sacudidas el hombre acaba y te inunda las tetas y a veces el rostro. Este modo es el menos voluptuoso de todos y no conviene sino  a mujeres cuyos pechos, a fuerza de servir, han adquirido la flexibilidad necesaria para apretar el miembro del hombre. El goce de la boca es infinitamente superior, tanto para el hombre como para la  mujer. El mejor modo es extenderse sobre el cuerpo en sentido inverso: él te introduce la pija en la boca y, encontrándose su cabeza entre tus muslos, te devuelve lo que le das, haciendo que su lengua se meta en la concha o pasándola sobre el clítoris. Cuando se adopta esta posición, hay que abrirse recíprocamente las nalgas y acariciarse el agujero del culo, episodio necesario como complemento de la voluptuosidad. Los amantes cálidos y llenos de imaginación tragan el flujo que se desliza en sus bocas, y así gozan delicadamente del placer voluptuoso de hacer pasar a sus entrañas, mutuamente, ese precioso licor, malvadamente desviado de su habitual destino.

Dolmancé — Esta manera es deliciosa, Eugenia; le recomiendo su práctica. Hace perder así los derechos de la propagación y por ello contrariar eso que los tontos llaman leyes de la naturaleza; se trata de algo verdaderamente lleno de atractivo. Los muslos y las axilas sirven, a veces, de asilo al miembro del hombre, sin riesgo de preñez.

Madame de Saint-Ange — Algunas mujeres se introducen, en el interior de la vagina, esponjas que reciben el esperma y le impiden llegar al vaso que lo propagaría; otras obligan a sus machos a servirse de un pequeño saco de piel de Venecia, vulgarmente llamado condón, en el cual queda el esperma, sin riesgo de alcanzar su objetivo; pero de todas estas maneras, sin duda la más deliciosa es la del culo. Dolmancé, sobre este tema, le dejo la disertación. ¿Quién puede pintar mejor que usted un gusto por el cual daría la vida, si su defensa lo exigiese?

Dolmancé — Confieso mi debilidad. Convengo en que no hay gozo preferible a ese; lo adoro en uno y otro sexo, pero aceptemos que el culo de un muchachito me da más voluptuosidad que el de una joven. Llaman bufarrón a quien se libra a esta pasión; ahora bien, cuando se es bufarrón hay que serlo completamente. Fornicar mujeres por el culo no es serlo sino a medias: en el hombre es donde la naturaleza quiere que el hombre cumpla esta fantasía, y es para el hombre que nos ha dado tal afición. Es absurdo decir que esta manía la ultraja: ¿cómo es posible, siendo la naturaleza misma quien nos la inspira? ¿Acaso puede dictar lo que la degrada? No, Eugenia: se la sirve igual así que de otro modo, y quizá más devotamente aún: la procreación no es más que una tolerancia por parte de la naturaleza. ¿Cómo podría haber prescrito por ley un acto que la priva de los derechos de su omnipotencia, ya que la procreación es una consecuencia de sus primeros deseos, y ya que —supuesta la destrucción completa de nuestra especie— nuevas construcciones, rehechas por su mano, volverían a ser presa de esos deseos primordiales cuya realización sería mucho más halagüeña para su orgullo y su poder.

Madame de Saint-Ange — ¿Sabe usted, Dolmancé, que por este camino llegará a probar que la extinción total de la raza humana sería un servicio prestado a la naturaleza?

Dolmancé — ¿Quién lo duda, señora?

Madame de Saint-Ange — ¡Oh!

Las guerras, las pestes, las hambrunas, los asesinatos sólo serían así accidentes necesarios de las leyes de la naturaleza, y el hombre, agente o paciente de esos efectos, no sería ni criminal en un caso, ni víctima en otros...

Dolmancé — Víctima, sin duda lo es cuando cae bajo los golpes de la desgracia; pero criminal, nunca. Volveremos a discutir estas cosas: analicemos ahora, para la bella Eugenia, el goce sodomita, objeto de nuestra charla. La postura más usada por la mujer es acostarse boca abajo sobre el borde del lecho, las nalgas bien separadas, la cabeza, lo más bajo posible. El lascivo amante, tras haberse deleitado un instante con la perspectiva del bello culo que le presentan, después de haberlo palmeado, manoseado, incluso a veces azotado, pellizcado, mordido, humedece con la boca el bonito agujero que va a perforar y prepara la introducción con el extremo de su lengua; moja también su aparato con saliva o pomada y lo presenta dulcemente al agujero; lo conduce con una mano y con la otra aparta las nalgas de su gozo; apenas siente que el miembro penetra, debe empujar con ardor, cuidándose de no perder terreno; en ocasiones la mujer sufre, si es nueva y joven; pero sin ninguna consideración por los dolores que pronto van a convertirse en placer, el macho debe empujar vivamente su verga, por gradaciones, hasta que llegue a su fin, es decir, hasta que sus pelos froten el borde del ano que fornica. Si continúa ahora su trabajo con rapidez, no importa: todas las espinas ya han sido cortadas, sólo quedan rosas. Para acabar de transformar en placer los restos de dolor que su objeto experimenta aún, si se trata de un adolescente, debe masturbarlo, si es una muchacha, acariciarle el clítoris; los estremecimientos del placer que hace nacer el apretar prodigiosamente el ano del paciente, aumentan los placeres del agente; éste, colmado de voluptuosidad, lanzará en seguida en el fondo del culo que está gozando un esperma abundante y espeso, determinado por todos esos lúbricos detalles. Hay otros que no quieren que el paciente goce; pronto explicaremos eso.

Madame de Saint-Ange — Permita un momento que yo sea alumna a mi vez y pregunte, Dolmancé, en qué estado conviene que se encuentre el culo del paciente, para el gozo del agente.

Dolmancé — Lleno, con toda seguridad; es esencial que el paciente sienta en ese momento las más completas ganas de cagar, a fin de que la punta de la pija del macho, alcanzando la mierda, se hunda en ella y deposite más cálida y blandamente el flujo que lo excita y vuelve de fuego.

Madame de Saint-Ange — Yo temería que el paciente experimente menos placer.

Dolmancé — ¡Error! Este goce es tal que resulta imposible que algo lo estorbe y que el paciente no se vea transportado al séptimo cielo. Ningún goce equivale a éste, ninguno puede satisfacer más completamente a los dos individuos que se libran a él. y es difícil que aquellos que lo han experimentado puedan luego preferir otra cosa. Tales son, Eugenia, las mejores maneras de gozar con un hombre sin correr el riesgo de la preñez; pues se goza, esté segura, no sólo prestando el culo a un hombre sino también chupándosela, haciéndole la paja, etcétera, y yo he conocido a mujeres libertinas que ponían más encanto en esos episodios que en los goces reales. La imaginación es el aguijón de los placeres; en los de esta especie ella rige todo, es el móvil de todo; ¿y acaso no es por la imaginación que se goza? ¿No provienen de ella las voluptuosidades más vivas?

Madame de Saint-Ange — Sea, pero que Eugenia esté en guardia; la imaginación sólo nos sirve cuando nuestro espíritu está absolutamente libre de prejuicios: uno solo basta para enfriarla. Esa caprichosa porción de nuestro espíritu es de un libertinaje tal que nada puede contener su mayor triunfo, sus más eminentes delicias consisten en romper todos los frenos que se le opongan; es enemiga de la norma, idólatra del desorden y de todo lo que lleva los colores del crimen; he ahí de dónde viene la respuesta singular de una mujer imaginativa, que cogía fríamente con su marido: —¿Por qué tanto hielo? preguntó él. —Ah, verdaderamente, le respondió la singular criatura, ocurre que lo que usted me hace es demasiado simple.

Eugenia — ¡Me encanta esa respuesta! ¡Ah, querida, qué disposiciones siento en mí para conocer los impulsos de una imaginación desordenada! No podrías imaginarte... desde que estamos juntas ... desde ese momento... No, no podrías concebir todas las ideas voluptuosas que mi espíritu ha acariciado... ¡Oh, cómo comprendo el mal! ¡Cómo lo desea mi corazón!

Madame de Saint-Ange — Que las atrocidades, que los horrores, los crímenes más odiosos no te asombren más, Eugenia; lo que hay de más sucio, de más infame y más prohibido es lo que mejor excita la cabeza... es lo que siempre nos hace acabar más deliciosamente.

Eugenia — ¡Ah! ¡A cuántos extravíos deben haberse entregado ustedes dos! ¡Quisiera conocer todos los detalles!

Dolmancé, (besando y acariciando a la joven) — Bella Eugenia, me gustaría cien veces más verla experimentar lo que yo quisiera hacer con usted, que contarle lo que he hecho.

Eugenia — No estoy segura que me convenga prestarme a todo lo que usted quiera.

Madame de Saint-Ange — Yo te lo aconsejaría, Eugenia.

Eugenia — Y bien, dispenso a Dolmancé de sus detalles; pero tú, mi buena amiga, dime lo más extraordinario que hayas hecho.

Madame de Saint-Ange — Me presté como objeto de quince hombres a la vez, fui fornicada noventa veces en veinticuatro horas, tanto por delante como por detrás.

Eugenia — Esos no son sino excesos, pruebas de fuerza; apuesto a que has hecho cosas más singulares.

Madame de Saint-Ange — Estuve en un burdel.

Eugenia — ¿Qué es eso?

Dolmancé — Así se llama a las casas públicas en las que, mediante un precio convenido, un hombre encuentra jóvenes y bonitas muchachas, siempre listas para satisfacer sus pasiones.

Eugenia — ¿Y te entregaste allí, querida?

Madame de Saint-Ange — Sí, fui como una puta. Satisfice durante una semana entera las fantasías de diversos lascivos y conocí caprichos muy especiales; y, por el mismo principio de libertinaje, enganché clientes en las esquinas... en los paseos públicos ... como la célebre emperatriz Teodora, esposa de Justiniano [1] . Jugué a la lotería el dinero obtenido con esas prostituciones.

Eugenia — Querida, conozco tu genio: has ido aún más lejos.

Madame de Saint-Ange — ¿Es eso posible?

Eugenia — ¡Sí, sí! Y es así como lo concibo: ¿no me has dicho que nuestras sensaciones morales más deliciosas provienen de la imaginación?

Madame de Saint-Ange — Sí, lo he dicho.

Eugenia — Y bien: dejando vagar esta imaginación, dándole la libertad de franquear los últimos límites que querrían prescribirle la religión, la decencia, la humanidad, la virtud, todos nuestros pretendidos deberes, ¿no llegarían sus extravíos a ser prodigiosos?

Madame de Saint-Ange — Sin duda.

Eugenia — Ahora bien ¿no es en razón de la inmensidad de sus extravíos que excita más y más?

Madame de Saint-Ange — Nada más cierto.

Eugenia –– Si es así, mientras más deseemos ser agitados, mientras más queramos emocionarnos con violencia, más habrá que dejar vía libre a nuestra imaginación sobre las cosas más inconcebibles; nuestro gozo entonces mejorará en virtud del camino que haya realizado nuestra cabeza y...

Dolmancé, (besando a  Eugenia)  — ¡Deliciosa!

Madame de Saint-Ange — ¡Qué progresos ha hecho la picara en poco tiempo! ¿Pero sabes, encantadora, que se puede ir lejos por el camino que nos trazas? Eugenia ––Así lo entiendo, y porque no me prescribo ningún freno, ya ves adonde supongo que se puede llegar.

Madame de Saint-Ange — Al crimen, desalmada, a los crímenes más negros y espantosos.

Eugenia, (con voz baja y entrecortada) — Pero me has dicho que no existe el crimen... y además, es sólo para calentarse la cabeza: no se ejecuta.

Dolmancé — Es sin embargo tan dulce realizar lo que se ha concebido.

Eugenia, (enrojeciendo) — Y bien, se ejecuta... ¿Quieren persuadirme, queridos maestros, que ustedes nunca han hecho lo que han concebido?

Madame de Saint-Ange — A veces se me ha ocurrido hacerlo.

Eugenia — ¡Esto es lo que me importa!

Dolmancé — ¡Qué cabeza!

Eugenia, (prosigue) — Lo que te pregunto es qué cosas has concebido y cuáles has hecho luego.

Madame de Saint-Ange, (balbuceando) — Eugenia, te contaré mi vida alguna vez. Prosigamos tu instrucción... o me harás decir tales cosas...

Eugenia — Veo que no me amas bastante como para abrirme a tal punto tu alma; esperaré el plazo que me prescribes; volvamos a nuestros detalles. ¡Dime quién fue el feliz mortal al que hiciste dueño de tus primicias!

Madame de Saint-Ange — Mi hermano. Me adoraba desde la infancia; desde niños jugamos a menudo, pero sin alcanzar el objetivo final; le prometí entregarme a él apenas estuviese casada y cumplí mi palabra; felizmente mi marido, a causa de sus gustos, me dejó intacta: mi hermano cosechó todo. Continuamos librándonos a esta intriga pero sin molestarnos; no nos sumergíamos menos, cada uno por su lado, en los más divinos excesos del libertinaje; nos servimos mutuamente: yo le procuro mujeres, él me hace conocer hombres.

Eugenia — ¡Delicioso acuerdo! ¿Pero el incesto no es un crimen?

Dolmancé — ¡Cómo podrían considerarse así las más dulces uniones de la naturaleza, las que más nos prescribe y aconseja! Razone un momento, Eugenia: ¿de qué modo la especie humana, con todas las grandes calamidades que sufrió el planeta, podría haberse reproducido sino por el incesto? ¿No encontramos el ejemplo y la prueba incluso en los libros respetados por el cristianismo? Las familias de Adán [2] y de Noé, ¿de qué otra forma podrían perpetuarse? Indague, compulse las costumbres del universo: en todas partes verá el incesto autorizado, considerado una ley sabia y hecha para cimentar los vínculos familiares. Si el amor, en pocas palabras, nace de la afinidad y la semejanza ¿dónde pueden ser más perfectas que entre hermano y hermana, padre e hija? Una política mal entendida, producida por el temor de volver a determinadas familias demasiado poderosas, prohíbe el incesto en nuestras costumbres; pero no confundamos con leyes de la naturaleza lo que está dictado por el interés o la ambición; sondeemos nuestros corazones: siempre nos remiten a él nuestros pedantes moralistas; interroguemos ese órgano sagrado y reconoceremos que nada hay más delicado que la unión carnal de las familias; dejemos de ser ciegos acerca de los sentimientos de un hermano por su hermana, de un padre por su hija. En vano a uno y a otro los disfrazan con el velo de una legítima ternura: el más violento amor es el único sentimiento que los inflama, el único que la naturaleza puso en sus corazones. Dupliquemos sin temer nada los deliciosos incestos, y creamos que mientras más cerca nuestro esté el objeto de nuestros deseos, más encanto hallaremos en gozar con él.

Uno de mis amigos vive habitualmente con la hija que tuvo de su propia madre; no hace ocho días que desfloró a un chiquillo de 13 años, nacido del comercio con esa hija; dentro de algunos años el muchachito se casará con su madre: es la voluntad de mi amigo; sus intenciones son gozar todavía de los frutos que nacerán de este himeneo. Es joven, puede esperar. Mire, tierna Eugenia, que cantidad de incestos y crímenes mancharían a este honesto amigo si hubiese alguna verdad en el prejuicio que nos hace admitir algún mal en estas relaciones. Sobre todas estas cuestiones yo parto siempre de un principio: si la naturaleza prohibiese los goces sodomitas, los incestuosos, las masturbaciones, etcétera, ¿permitiría que encontrásemos en ellos tanto placer? Es imposible que pueda tolerar lo que verdaderamente la ultraja.

Eugenia — ¡Oh, mis divinos instructores! Veo que según sus principios hay muy pocos crímenes en la tierra y que podemos entregarnos en paz a todos nuestros deseos, por singulares que puedan ser para los tontos: ofendiéndose y alarmándose por todo, imbécilmente confunden las instrucciones sociales con las divinas leyes de la naturaleza. Sin embargo, mis amigos, ¿no admiten que existen al menos ciertas acciones absolutamente repugnantes y decididamente criminales, aunque dictadas por la naturaleza? Estoy de acuerdo en que la naturaleza, tan singular en sus productos como variada en las inclinaciones que nos da, algunas veces nos lleva a crueles acciones; pero si, entregados a tales depravaciones, cedemos a lo que la extraña naturaleza nos inspira hasta el punto de atentar contra la vida de nuestros semejantes, ¿me acordarán ustedes —como espero— que tal acción sería un crimen?

Dolmancé — Sería imposible que pudiésemos acordarle semejante cosa. Siendo la destrucción una de las leyes primordiales de la naturaleza, nada destructivo puede ser un crimen. ¿Cómo llegaría a ultrajarla una acción que la sirve tan bien? Y tal destrucción, de la que el hombre se envanece, no es por otra parte más que una quimera; el asesinato no es una destrucción; quien lo comete no hace sino variar las formas; devuelve a la naturaleza elementos que ella misma, tan hábil, utiliza para recompensar a otros seres; ahora bien, como las creaciones son placeres para el que las produce, el asesino prepara uno a la naturaleza, le provee materiales que ella emplea de inmediato, y la acción que los tontos tuvieron la locura de condenar se convierte en un mérito a los ojos de este agente universal. Nuestro orgullo erige al asesinato en crimen. Estimándonos las principales criaturas del universo, estúpidamente consideramos que toda lesión sufrida por esas sublimes criaturas consistía por fuerza en un crimen enorme; hemos creído que la naturaleza perecería si nuestra maravillosa especie llegaba a desaparecer de la tierra. En realidad, la total destrucción de la especie, otorgando a la naturaleza la facultad creadora que ella nos cede, le devolvería la energía que le quitamos al propagarnos. ¡Qué inconsecuencia, Eugenia! Un soberano ambicioso podrá destruir a su gusto y sin el menor escrúpulo los enemigos que estorban sus proyectos de grandeza... Las reglas crueles, arbitrarias, imperiosas, podrán asesinar cada siglo millones de individuos y nosotros, débiles y desdichados particulares, ¿no podremos sacrificar un solo ser a nuestras venganzas o caprichos? ¿Hay algo más bárbaro, más ridículamente grotesco? Y, ¿no debemos, bajo el velo del más profundo misterio, vengarnos ampliamente de esta necedad? [3] .

Eugenia — ¡Oh, qué moral cautivante; cómo me gusta! Pero dígame, Dolmancé, en conciencia, ¿no se ha satisfecho usted algunas veces en este género de cosas?

Dolmancé — No me fuerce a develar mis faltas; su número y especie me obligarían a enrojecer. Se las confesaré tal vez algún día.

Madame de Saint-Ange — Dirigiendo la espada de las leyes, el desalmado se sirvió a menudo de ella para satisfacer sus pasiones.

Dolmancé —  ¡Ojalá no tuviese otros reproches que hacerme!

Madame de Saint-Ange, (saltándole al cuello) — ¡Hombre divino! ¡Lo adoro! ¡Cuánto espíritu y coraje es necesario para haber gozado, como usted, todos los placeres! sólo al hombre de genio está reservado el honor de romper todos los frenos de la ignorancia y de la estupidez. ¡Béseme, es usted encantador!

Dolmancé — Con franqueza, Eugenia, ¿usted nunca deseó la muerte de nadie?

Eugenia — ¡Oh, sí, sí! Tengo todos los días bajo mis ojos una abominable criatura que hace tiempo querría ver en la tumba.

Madame de Saint-Ange — Apuesto a que adivino.

Eugenia — ¿Quién supones?

Madame de Saint-Ange — Tu madre.

Eugenia — ¡Ah, déjame esconder mi rubor en tu seno!;

Dolmancé — ¡Voluptuosa criatura! Quiero abrumarla con caricias que deben ser el premio por la energía de su corazón y de su deliciosa cabeza. (Dolmancé la besa por todo el cuerpo y le da ligeras palmadas en las nalgas; su miembro se pone tieso y Madame de Saint-Ange lo toma y lo sacude; las manos de él se pierden de tanto en tanto en al trasero de Madame de Saint-Ange, que se lo ofrece con lubricidad; otra vez un poco dueño de sí, Dolmancé continúa): ¿Por qué no ejecutaríamos esta idea sublime?

Madame de Saint-Ange — Eugenia, he detestado a mi madre tanto como odias la tuya, y no dudé.

Eugenia — Me han faltado los medios.

Madame de Saint-Ange — Di más bien coraje.

Eugenia —  ¡Ay!... ¡Soy tan joven todavía!

Dolmancé — Pero ahora, Eugenia, ¿qué haría usted?

Eugenia — ¡Todo! denme los medios y verán.

Dolmancé — Los tendrá Eugenia, le prometo. Pero con una condición.

Eugenia — ¿Cuál? O, mejor, ¿cuál es la que yo no esté dispuesta a aceptar?

Dolmancé — Venga, malvada, venga a mis brazos; no aguanto más; su culo encantador será el precio del bien que le prometo: ¡es preciso que un crimen pague el otro! ¡Venga! ¡O más bien Vengan los dos, así apagamos con olas de esperma el fuego divino que nos inflama!

Madame de Saint-Ange — Pongamos por favor un poco de orden en estas orgías: es necesario aún en medio del delirio y de la infamia.

Dolmancé — Nada más simple; el objetivo es que yo acabe, dando a esta encantadora niña todo el placer que pueda. Le meteré mi verga en el culo mientras usted la acaricia con avidez; por la posición en que las coloco, ella podrá devolverle las caricias. Después de algunas incursiones en el trasero de esta niña, variaremos el cuadro: fornicaré con usted, señora; Eugenia me ofrecerá su clítoris para chupar: así la haré gozar por segunda vez. Enseguida volveré al ano de ella; usted me prestará su culo en lugar de la concha que ella me ofrecía; chuparé el agujero de su culo, señora, como antes la pequeña concha de Eugenia; usted acabará, yo haré otro tanto, y mi mano,, abrazando el bonito cuerpo de esta encantadora novicia, le acariciaré el clítoris para hacerla terminar igualmente.

Madame de Saint-Ange — Bien, mi querido Dolmancé ¿pero no le faltará a usted algo?

Dolmancé — ¿Una pija en el culo? Tiene usted razón señora.

Madame de Saint-Ange — Quédese sin ella ahora; la tendremos por la tarde: mi hermano vendrá a ayudamos y nuestros placeres llegarán al colmo. Manos a la obra.

Dolmancé — Querría que Eugenia me acariciase con intensidad un momento. (Ella lo hace) Así... Un poco más rápido, corazón... mantenga siempre desnuda esa cabeza rubicunda, nunca la recubra... mientras más tire el frenillo, más pronto decidirá la erección... nunca hay que recubrir la verga que se masturba... ¡Bien! Prepare usted misma el estado del miembro que va a perforarla... ¡Mírelo cómo se decide! Deme su lengua, pequeña sinvergüenza, y que sus nalgas se asienten en mi mano derecha, mientras la izquierda le acaricia el clítoris.

Madame de Saint-Ange — Eugenia, ¿quieres hacerle gustar los más grandes placeres? Toma su pija con tu boca y chúpala unos instantes.

Eugenia, (haciéndolo) — ¿Así?

Dolmancé — ¡Ah, boca  deliciosa!   ¡Cuánto  calor!   ¡Iguala al más lindo de los culos!... Mujeres voluptuosas y hábiles, no rehúsen nunca este placer a los amantes: los encadenará para siempre... ¡Ah, me cago en Dios! ¡Dios puto!

Madame de Saint-Ange —  ¡Cómo blasfemas, amigo!

Dolmancé — Deme su culo señora... para que lo bese mientras ella me chupa mi verga tensa, y no se asombre de mis blasfemias: uno de mis más grandes placeres es insultar a Dios cuando estoy gozando. Me parece que mi espíritu mil veces más exaltado, aborrece y desprecia mejor esa repugnante quimera; quisiera encontrar un modo de insultarla mejor, de ultrajarla más; y cuando mis malditas reflexiones me conducen a la convicción de la nulidad de ese repugnante objeto de mi odio, me irrito y quisiera reconstruir al fantoche, para que mi rabia tuviese algún objeto. Imíteme, mujer encantadora, y verá el crecimiento que infaliblemente llevan a sus sentidos tales discursos... Pero, Dios reputo, es imprescindible, sea cual fuere mi placer, que me retire de esta boca divina... ¡o dejaré en ella mi leche! Vamos, Eugenia: colóquese; ejecutemos el cuadro que he trazado y hundámonos los tres en la, más deliciosa embriaguez. (La posición se arregla)

Eugenia. — ¡Temo, querido, que sus esfuerzos sean inútiles! La desproporción es grande.

Dolmancé — Sodomizo gente más joven todos los días; ayer mismo un niño de siete años fue desflorado por esta verga en menos de tres minutos... ¡Coraje, Eugenia, coraje!

Eugenia — ¡Ah! ¡Usted me desgarra!

Madame de Saint-Ange — Empuje sin miedo, Dolmancé; recuerde que me ocupo de ella.

Dolmancé — Mastúrbela bien, señora sentirá menos el dolor. Por lo demás, todo está hecho ya: se la he metido hasta los pendejos.

Eugenia — ¡Oh, no fue sin pena! ¡Mire el sudor corriendo por mi frente, querido amigo! ¡Ah, Dios, jamás experimenté tan vivos dolores!

Madame de Saint-Ange — Ya estás a medias desvirgada, mi querida, ya estás en las filas de las mujeres; bien se puede pagar tal gloria con un poco de tormento; mis dedos, por otra parte, ¿no te consuelan?

Eugenia — ¡No podría resistir sin ellos! Acaríciame bien, ángel mío... siento que imperceptiblemente el dolor se transforma en placer... ¡Empuje, Dolmancé! Me muero...

Dolmancé — ¡Ah, Dios culeado! Cambiemos, no resistiré. Su trasero, su trasero, se lo ruego, y colóquese como lo he indicado. (Se acomoda, y Dolmancé continúa) Ahora me cuesta menos... ¡Mi verga penetra rápido! ¡Pero este hermoso culo no es menos delicioso, señora!

Eugenia — ¿Estoy bien así, Dolmancé?

Dolmancé — ¡A las mil maravillas! esta conchita virgen se me ofrece deliciosamente... Soy un culpable, un infractor, lo sé; estos atractivos no están hechos para mis ojos; pero el deseo de dar a esta niña las primeras lecciones de voluptuosidad reina sobre cualquier otra consideración. Quiero hacerla acabar... quiero agotarla, si es posible... (Le lame el clítoris).

Eugenia — ¡Ah, me mata de placer, no puedo resistir!

madame dé saint-ange — ¡Me voy! ¡Ah, coja, coja!... ¡Dolmancé, yo acabo!

Eugenia — Hago otro tanto, mi querida... ¡Ah, Dios mío, cómo me chupa!

Madame de Saint-Ange — ¡Blasfema, pues, putita! ¡Blasfema!

Eugenia — ¡Y qué! ¡Maldito Dios! ¡Estoy acabando! ¡Estoy en la más dulce embriaguez!

Dolmancé — Cada uno a su puesto... o seré la víctima de todos estos cambios. (Eugenia se coloca). ¡Ah! Bien, heme aquí en mi primer albergue... Muéstreme el agujero del culo, señora, para que se lo chupe a mi gusto... ¡Me encanta besar un culo que acabo de fornicar! Ah, déjeme lamer bien, mientras lanzo mi esperma en el fondo del culito de su amiga… ¿Lo creerá usted, señora? Esta vez entró sin trabajo... ¡Ah, joder! ¡no se imagina cómo lo aprieta, cómo comprime mi pija! Dios reculeado, ¡qué placer! Está hecho, no aguanto más... mi esperma corre... ¡Estoy muerto!

Eugenia — Yo también, querida, me siento morir, lo juro.

Madame de Saint-Ange — ¡Sinvergüenza! ¡Pronto se habitúa!

Dolmancé — Conozco una infinidad de jóvenes de su edad a quienes nada podría comprometer a gozar de manera diferente; sólo la primera vez es costosa; después de haberlo probado, ya no se quiere otra cosa... ¡Oh! estoy agotado; déjenme retomar aliento, al menos unos instantes.

Madame de Saint-Ange — He aquí a los hombres, querida: apenas nos miran cuando se han saciado; la extinción de sus deseos los lleva a la repugnancia, pronto al desprecio.

Dolmancé, (con frialdad) — ¡Qué injuria, divina beldad! (Las besa a las dos). Ustedes no están hechas más que para los homenajes, cualquiera sea el estado en que uno se encuentre.

Madame de Saint-Ange — Por lo demás, Eugenia, consuélate: si ellos adquieren el derecho de descuidarnos, ¿no tenemos nosotras el de despreciarlos cuando su comportamiento nos obliga? Si Tiberio sacrificaba a Caprea los objetos que acababan de servir a sus pasiones [4] , Zingua, reina africana, inmolaba a sus amantes [5] .

Dolmancé — Tales excesos, perfectamente simples y conocidos por mí, nunca deben realizarse entre nosotros: "Los lobos jamás se comen entre ellos", dice el proverbio, y por trivial que parezca, es justo. Nada teman de mí, amigas mías: quizá las haré hacer mucho mal, pero no les haré sufrir ninguno.

Eugenia — ¡Oh! No, mi querida, me atrevo a responder: Dolmancé no abusará de los derechos que le damos; creo en su probidad de libertino: es la mejor; pero volvamos a nuestro instructor al designio que nos inflamaba, antes de calmarnos. Les ruego.

Madame de Saint-Ange — ¡Ah, picara, todavía piensas en ello! Y yo había creído que sólo era cuestión de una efervescencia de tu cabeza.

Eugenia — Es el impulso más cierto de mi corazón, y sólo estaré satisfecha después de la consumación de ese crimen.

Madame de Saint-Ange — Oh, bueno, perdonémosla: piensa que se trata de tu madre.

Eugenia — ¡Valiente título!

Dolmancé — Eugenia tiene razón; ¿su madre pensó en ella al ponerla en el mundo? La muy tunante se dejó montar porque le causaba placer, pero estaba lejos de tener en vista a esta niña. Que Eugenia obre como quiera en este asunto; dejémosle entera libertad y contentémonos con certificarle que, por grandes que sean los excesos a que llegue, no será culpable de mal alguno.

Eugenia — ¡La aborrezco, la detesto, miles de razones legitiman mi odio: es preciso que arrebate su vida, sea cual fuere el precio!

Dolmancé — Puesto que su resolución es inquebrantable, quedará satisfecha, lo juro. Pero permítame algunos consejos de la mayor necesidad para usted: que su secreto nunca se le escape, y sobre todo, actúe sola; nada más peligroso que los cómplices: desconfiemos siempre de ellos, incluso de los que creemos adictos: "Es necesario, decía Maquiavelo, no tener cómplices y deshacerse de ellos después de sus servicios". Eso no es todo: el fingimiento es indispensable para su proyecto. Acérquese más que nunca a su víctima antes de inmolarla, adopte el aire de consolarla; mímela; comparta sus penas, júrele que la adora; más aún: persuádala de ello. La falsedad, en estos casos, nunca puede ser llevada demasiado lejos. Nerón acariciaba a Agripina en el barco mismo en que pensaba hundirla: imite este ejemplo, use de toda la doblez, de todas las imposturas que sugiera su espíritu. La mentira es siempre necesaria a las mujeres, pero especialmente cuando quieren engañar es que se torna indispensable.

Eugenia — Retendré y pondré en práctica estas enseñanzas; pero profundicemos la falsedad que usted aconseja a las mujeres. ¿Cree que este modo de ser es absolutamente esencial en el mundo?

Dolmancé — Nada conozco más necesario en la vida; esta verdad irrefutable le probará hasta qué punto es indispensable: todo el mundo emplea la falsedad. Le pregunto, ahora, ¿cómo no fracasará siempre un individuo sincero en una sociedad de gente falsa? Ahora bien, si es cierto, como se pretende, que las virtudes son útiles en la vida civil, ¿cómo quiere usted que aquél que no tiene la voluntad ni el poder ni el don de alguna virtud —lo que ocurre a muchas personas—, no se vea obligado a fingir para obtener un poco de la felicidad que sus competidores le disputan? Y, en los hechos, ¿es la virtud o su apariencia la que llega a ser realmente necesaria al hombre social? No dude de que sólo la apariencia le basta: poseyéndola tiene todo lo que necesita. Puesto que en el mundo sólo rozamos a los hombres, ¿no les bastará con mostrarnos la corteza? Persuadámonos, además, que la práctica de las virtudes no es muy útil: los demás obtienen tan poco con ella que, con tal que quien vive con nosotros parezca virtuoso, resulta perfectamente igual que lo sea o no. La falsedad, por otra parte, es casi siempre un medió seguro para triunfar. Quien la posee adquiere una suerte de superioridad sobre cualquiera que trate con él: encandilándolo con falsas exterioridades, lo persuade; a partir de entonces triunfa. Si advierto que me han engañado sólo me indigno conmigo mismo, y mi vencedor está tanto más tranquilo cuanto que sabe que yo, por orgullo, no me quejaré; su ascendiente sobre mi será siempre muy marcado; tendrá razón mientras yo estoy equivocado; progresará mientras yo no soy nada; se enriquecerá mientras yo me arruino; siempre, en fin, por encima mío, pronto cautivará a la opinión pública; una vez que esto ocurre podré inculparlo de cuanto quiera: ni siquiera me escucharán. Entreguémonos pues hábilmente y sin cesar a la más insigne falsedad; mirémosla como la llave de todas las gracias, de todos los favores, reputaciones y riquezas, y calmemos a gusto el pequeño dolor de haber sido engañados por el vivo placer de ser tramposos.

Madame de Saint-Ange — Creo que hemos oído infinitamente más de lo necesario sobre este tema; Eugenia, convencida, debe ser calmada: obrará cuando le plazca. Pienso que es preciso continuar nuestras disertaciones sobre los distintos caprichos del hombre en el libertinaje; terminamos de iniciar a nuestra alumna en algunos de los misterios de la práctica, pero no descuidemos la teoría.

Dolmancé — Los detalles libertinos de las pasiones de los hombres son poco susceptibles, señora, de convenir como temas de introducción para una jovencita que, como Eugenia, no está destinada al oficio de mujer pública. Ella se casará y puede apostarse diez contra uno que su marido no tendrá esa clase de gustos; si así fuere, la conducta es fácil: mucha dulzura y complacencia con él; por otro lado, mucha falsedad y compensaciones en secreto. Estas pocas palabras encierran todo. Sí no obstante Eugenia desea algunos análisis de los gastos del hombre en el libertinaje; para examinarlos más sumariamente los reduciremos a tres: la sodomía, las fantasías sacrílegas y los gustos crueles. La primera pasión es hoy universal: añadiremos algunas reflexiones a lo ya dicho. Se la divide en dos clases: activa y pasiva; la persona que fornica, sea un hombre, sea una mujer, comete sodomía activa; es sodomía pasiva cuando sé hace coger. Sé ha discutido cuál de las dos maneras es mas voluptuosa: es seguramente la pasiva, pues sé goza a la vez de las sensaciones de adelante y de las de atrás: ¡es tan hermoso cambiar de sexo, hacer uno a su turno la puta, entregarse a un hombre que nos trata como a una mujer,  llamarlo  "amante",  declararse su "querida"! ¡Qué Voluptuosidad, amigas mías! Pero limitémonos aquí a algunos consejos de detalle relativos a las mujeres que, metamorfoseándose en hombres, quieren gozar según nuestro ejemplo de este placer delicioso. Acabo de familiarizarla, Eugenia, con esos ataques, y he visto lo suficiente como para estar convencido de que hará usted grandes progresos en esta carrera. La exhorto a recorrerla como una de las más deliciosas de la isla de Cyteres, perfectamente seguro de que usted cumplirá este consejo. Me limitaré a dos o tres opiniones esenciales para una persona decidida a no conocer sino este género de placeres, o los que le son análogos. Cuide siempre que le soben el clítoris cuando la sodomizan; nada concuerda tan bien como estos dos placeres; evite el bidet o la mera fricción de la ropa interior cuándo haya sido poseída de esta manera: es bueno que la brecha se conservé abierta; de ello resultan deseos y estremecimientos que son rápidamente apagados por los cuidados del aseo; no tiene usted idea de lo que se prolongan las sensaciones. Cuando esté usted entreteniéndose de este modo, evite también los ácidos: inflaman las almorranas y tornan dolorosa la penetración; opóngase a que varios hombres vuelquen uno tras otro en su culo: esta mezcla de esperma, aunque voluptuosa para la imaginación, es a menudo peligrosa para la salud; arroje afuera esas diferentes emisiones a medida que se produzcan.

Eugenia — Pero si me eyaculan por delante, ¿expulsarlas no sería un crimen?

Madame de Saint-Ange — No te imagines, locuela, que haya mal alguno en desviar de su camino la simiente del hombre, puesto que la procreación no es un objetivo de la naturaleza, sino sólo una tolerancia: cuando no la usamos, sus intenciones están mejor cumplidas. Conviértete en enemiga jurada de la fastidiosa propagación y desvía sin cesar, incluso en el matrimonio, ese pérfido licor cuyo fruto arruina nuestras siluetas, embota nuestras sensaciones voluptuosas, nos marchita

,

nos envejece y perjudica nuestra salud; compromete a tu marido a acostumbrarse a tales pérdidas; ofrécele todas las rutas que lo alejen de rendir homenaje al templo, dile que detestas los niños, que le suplicas no hacértelos. Limítate a esto, querida, pues te declaro que me horroriza la procreación y dejaré de ser tu amiga en el instante en que quedes preñada. Pero si esta desgracia te ocurre sin que seas culpable, avísame en las siete u ocho semanas, y te desembarazaré suavemente de tu carga. No temas el infanticidio, que es un crimen imaginario: somos siempre las dueñas de lo que llevamos en nuestro seno, y no hacemos un mal mayor destruyendo esa especie de materia que cuando purgamos la otra, con laxantes, al necesitarlo.

Eugenia — Y si el niño estuviese en término?

Madame de Saint-Ange — Aunque estuviese ya en el mundo, igualmente seríamos dueñas de destruirla No hay en la tierra derecho más indiscutible que el de las madres sobre sus hijos. Todos los pueblos han reconocido esta verdad: está fundada en la razón, por principio.

Dolmancé –– Es un derecho que innegablemente está en la naturaleza. La extravagancia del sistema deificante ha sido la fuente de todos esos errores groseros. Los imbéciles que creían en Dios estaban convencidos de que sólo a El debemos la existencia y que tan pronto como un embrión maduraba, una pequeña alma, emanada de Dios, lo animaba; esos imbéciles debieron considerar como un crimen capital la destrucción de esa pequeña criatura, puesto que según ellas no pertenecía a los hombres sino a Dios. Pero desde que la luz de la filosofía ha disipado todas estas imposturas, desde que hemos arrojado a nuestros pies la quimera divina, desde que —mejor instruidos sobre las leyes y secretos de la física— hemos desarrollado el principio de la generación y aprendido que este mecanismo material no ofrece nada más asombroso que la germinación del grano de trigo, no podemos adjudicar a la naturaleza el error de los hombres. Ampliando la medida de nuestros derechos

,

hemos reconocido, en fin , que éramos perfectamente libres de disponer de lo que habíamos producido a nuestro pesar o por accidente

,

y que era imposible exigir a un individuo cualquiera que fuese padre o madre si no lo deseaba así; que una criatura de más o de menos sobre la tierra no era una consecuencia importante, y que somos los amos de ese pedazo de carne, por animado que estuviese, así como lo somos de las uñas que nos cortamos, de las excrecencias de carne que extirpamos de nuestros cuerpos o de las digestiones que suprimimos de nuestras entrañas, porque tanto lo uno como lo otro proviene de nosotros y somos propietarios absolutos de lo que de nosotros emana. Cuando desarrollamos, Eugenia, la mediocre importancia que tiene el crimen sobre la tierra, usted debió notar qué poca monta era atribuible al infanticidio, incluso cometido sobre una criatura ya en la edad de la razón. La lectura de la historia de las costumbres de todos los pueblos de la tierra, al mostrarle que este uso es universal, la convencerá de que sólo habría imbecilidad en admitir que hay algún mal en esta acción tan indiferente.

Eugenia, (a Dolmancé) — No puedo decirle hasta qué punto me persuade. (A Madame de Saint-Ange) Dime, adorada, ¿te has servido algunas veces del remedio que me ofreces para destruir interiormente al feto?....

Madame de Saint-Ange — Dos veces, con el mayor éxito. Pero debo confesarte que sólo hice la prueba en los primeros meses. No obstante, dos amigas han empleado el remedio promediado el tiempo, y me aseguraron que les dio resultado. Cuenta pues conmigo si la ocasión se presenta, pero te recomiendo no llegar a ello: es lo más seguro. Retomemos ahora el cortejo de detalles lúbricos que te prometimos. Prosiga, Dolmancé; habíamos llegado a las fantasías sacrílegas.

Dolmancé — Supongo a Eugenia bastante libre de los errores religiosos como para estar convencida de que todo lo que se refiere a burlarse de los objetos de la piedad de los tontos no puede tener ninguna clase de consecuencias. Tanto es así que tales fantasías, en los hechos, sólo deben calentar cabezas muy jóvenes, para las que toda ruptura de. un freno se convierte en goce; es una especie de pequeña venganza que inflama la imaginación y que, sin duda, puede divertir unos instantes; pero estas voluptuosidades, me parece, se vuelven insípidas cuando se ha tenido tiempo de instruirse y de convencerse de la nulidad de los objetos de los cuáles esos ídolos que escarnecemos son la mezquina representación. Profanar reliquias, imágenes de santos, la hostia, el crucifijo, nada de ello puede ser a los ojos del filósofo distinto de la degradación de una estatua pagana. Una vez que se ha condenado al desprecio todas esas execrables bagatelas hay que dejarlas allí, y nunca más ocuparse de ellas. Lo único que es bueno conservar de todo eso es la blasfemia, no porque tenga más realidad —si no hay Dios, ¿de qué sirve insultarlo?—, sino porque en la embriaguez del placer es esencial pronunciar palabras fuertes y sucias, y las de la blasfemia sirven bien a la imaginación. No hay que prohibirse nada: conviene adornar las blasfemias con el mayor lujo de expresiones; es preciso que escandalicen todo lo posible, ya que es muy dulce escandalizar: existe en ello un pequeño triunfo para el amor propio que no se debe desdeñar; lo confieso, queridas, es una de mis voluptuosidades secretas: hay pocos placeres morales más activos sobre mi imaginación. Ensáyelo, Eugenia, y verá lo que resulta. Sobre todo despliegue una prodigiosa impiedad cuando se encuentre con personas de su edad que todavía vegetan en las tinieblas de la superstición; pregone la licencia y el libertinaje; póngase en niña y déjeles ver sus senos; si va con ellas a lugares secretos, vístase con indecencia; haga que vean, amaneradamente, las partes más secretas de su cuerpo; exija otro tanto de ellas; sedúzcalas, sermonéelas, muéstreles lo ridículo de sus prejuicios; insulte como un hombre; si. son más jóvenes que usted, tómelas por la fuerza, diviértase y corrómpalas, ya sea con ejemplos, con consejos o con lo que usted crea más apto para pervertirlas Sea libre en extremo con los hombres; ostente ante ellos la irreligión y la impudicia: lejos de asustarse por las libertades que ellos se tomarán, concédales misteriosamente todo lo que pueda divertirlos, sin comprometerse; déjese tocar por ellos, mastúrbelos, déjese masturbar; llegue incluso a prestarles: el culo; pero como el quimérico honor de las mujeres es premisa que ellos mantienen, vuélvase difícil en el último punto. Una vez casada, tome lacayos, nunca amantes, o pague algunos jóvenes seguros: a partir de entonces todo está a cubierto; está fuera de alcance su reputación, ya ha encontrado el arte de hacer lo que le da la gana sin atraer sospechas. Prosigamos: Los placeres de la crueldad son los últimos que prometimos analizar. Son hoy comunes entre los hombres, y he aquí los argumentos de que se valen para legitimarlos» Ser conmovido, dicen, es el propósito de todo hombre que se entrega a la voluptuosidad, y nosotros queremos serlo por los medios más activos. Según tal punto de vista, es indiferente saber si nuestros procedimientos gustarán o no al objeto que nos sirve; sólo; se trata de conmover nuestros nervios por el más violento choque. Considerando que el dolor afecta más vivamente que el placer, no hay duda que la sensación de dolor sufrida por otros producirá en nuestros nervios choques más vigorosos, que vibrarán más enérgicamente en nosotros; pondrán en circulación más violenta los espíritus animales que, dirigiéndose a las regiones bajas por el movimiento de retrogradación que les es esencial, abrazarán pronto los órganos de la voluptuosidad y los dispondrán para el placer. Los efectos del placer son siempre engañosos en las mujeres; es difícil que un hombre viejo o feo los produzca. Hay entonces que preferir el dolor, cuyos efectos no pueden engañar y cuyas vibraciones son más activas. Pero, se objeta a los hombres que tienen esta manía, el dolor aflige al prójimo que lo padece; ¿es caritativo hacer sufrir a los demás para deleite de uno mismo? Los perversos responden que, acostumbrados en el acto de placer a tenerse por todo y a los demás por nada, se hallan convencidos de que es muy simple, con arreglo a los impulsos de la naturaleza, preferir lo que les gusta a lo que les deja fríos. ¿Qué nos hacen, osan decir, los dolores del prójimo? ¿Los sentimos acaso? Por el contrario, a nosotros nos provocan una sensación deliciosa. ¿A título de qué evitaríamos a otro un dolor que no nos costará una lágrima, cuándo es seguro que de ese dolor obtendremos un gran placer? ¿Hemos experimentado nunca una sola, invitación de la naturaleza a preferir los demás a nosotros mismos? ¿No mira cada uno para, sí en el mundo? Se habla de una voz quimérica de la naturaleza, que aconsejaría no hacer a otros lo que no nos gusta que nos hagan; pero en realidad ese absurdo consejo proviene de los hombres, y de hombres débiles. Un  hombre  poderoso  jamás hablará ese lenguaje. Fueron los primeros cristianos, diariamente perseguidos por su estúpido sistema, quienes gritaron: "¡No nos quemen, no nos desuellen! ¡La naturaleza enseña que no hay que hacer a otros lo que no queremos que nos hagan! "  ¡Imbéciles! ¿Cómo la naturaleza   que siempre nos aconseja deleitamos, que jamás imprime en nosotros otros impulsos, podría —por una inconsecuencia sin par— prohibirnos el deleite cuando da pena a otros? Ah, créalo, Eugenia. La naturaleza, madre de todos, no habla a cada cual sino de él mismo; nada más egoísta que su voz, y lo que en ella más claramente reconocemos es el consejo inmutable y santo que nos da de deleitarnos, no importa a expensas de quién. Pero los otros, se dirá, pueden vengarse... Pues, en buena hora: el más fuerte tendrá razón. He aquí el estado primitivo de guerra y destrucción perpetua para el cual su mano nos creó, y el único en el que es conveniente que estemos.

Así, Eugenia, razonan esas gentes, y yo, con arreglo a mi experiencia y mis estudios, añado que la crueldad, lejos de ser un vicio, es el primer sentimiento que nos imprime la naturaleza. El niño rompe el chupete, muerde la teta de su ama de cría, estrangula sus pájaros mucho antes de la edad de la razón. La crueldad está impresa en los animales, y ya se ha dicho que es entre ellos donde se leen con más claridad las leyes de la naturaleza; también hallamos la crueldad entre los salvajes, más próximos a la naturaleza que el hombre civilizado: es por consiguiente absurdo considerarla una consecuencia de la depravación. Todos nacemos con una dosis de crueldad que sólo la educación modifica; pero la educación no existe en la naturaleza y la obstaculiza tanto como el cultivo a los árboles. Compare el árbol abandonado a los cuidados de la naturaleza con el que nuestro arte cuida, constriñéndole, y verá cuál es más bello, cuál da mejores frutos. La crueldad no es otra cosa que la energía del hombre no corrompido por la civilización: es pues una virtud y no un vicio. Hagamos desaparecer las leyes, los castigos, las costumbres, y la crueldad no tendrá ya efectos peligrosos, porque nunca actuará sin poder ser rechazada por las mismas vías; únicamente es peligrosa en el estado de civilización, porque el ser lesionado carece casi siempre de la fuerza o de los medios para rechazar la injuria; pero en estado de incivilización, si obra sobre el fuerte será rechazada por éste, y si obra sobre el débil, al no dañar más que a un ser que cede al fuerte de acuerdo con las leyes de la naturaleza, no tiene el menor inconveniente.

No analizaremos la crueldad en los placeres lúbricos de los hombres; usted ve, Eugenia, los distintos excesos a que puede llevar, y su ardiente imaginación le hará comprender con facilidad que en un alma firme y estoica debe carecer de límites. Nerón, Tiberio, Heliogábalo, inmolaban niños para excitarse; el mariscal de Retz, Charoláis, el tío de Condé, cometieron también crímenes de libertinaje: el mariscal de Retz confesó en su interrogatorio que no conocía voluptuosidad más poderosa que la que brotaba del suplicio infligido por él y su capellán a niños de ambos sexos. Se hallaron setecientos u ochocientos inmolados en uno de sus castillos de Bretaña. Y tal cosa es concebible, como acabo de probarle. Nuestra constitución, nuestros órganos, el curso de los humores, la energía de los espíritus animales, he ahí las causas físicas que dan por resultado un Tito o un Nerón, una Mesalina o una Chantal. No hay que enorgullecerse de la virtud ni arrepentirse del vicio, ni acusar a la naturaleza por habernos hecho buenos o despiadados: ella obra según sus puntos de vista, sus planes y necesidades; sometámonos. Examinaré ahora la crueldad de las mujeres, siempre más activa que la viril por la poderosa razón de la excesiva sensibilidad de sus órganos.

Distinguimos en general dos clases de crueldad; la que nace de la estupidez, nunca razonada ni analizada, asemeja al individuo a una bestia feroz. Esta clase no da placer alguno, pues el individuo que la afecta no tiene imaginación; sus brutalidades rara vez son peligrosas, es fácil ponerse al abrigo de un imbécil. La otra clase de crueldad, fruto de la sensibilidad de los órganos, es propia de seres extremadamente delicados, y los excesos en que caen son refinamientos de su delicadeza; es esta delicadeza, muy pronto desgastada por su excesiva delgadez, la que pone en juego todas las fuentes de la crueldad con el propósito de despertarse. ¡Poca gente concibe estas diferencias! ¡Menos las sienten! Sin embargo existen, indudablemente. Este segundo género de crueldad es el que más a menudo afecta a las mujeres. Estúdielas y verá que es el exceso de sensibilidad lo que las ha conducido allí; verá que es la extrema actividad de su imaginación, la fuerza de su espíritu lo que las vuelve desalmadas y feroces. Son también encantadoras; hacen perder la cabeza si se lo proponen. Por desgracia, la rigidez o más bien el absurdo de nuestras costumbres deja poco alimento a su crueldad; están obligadas a esconderse a disimular, a cubrir sus inclinaciones con ostensibles actos de beneficencia a los que detestan en el fondo de sus corazones. Sólo con el velo más oscuro, con las precauciones más grandes, ayudadas por amigos seguros, pueden entregarse a sus tendencias. Como hay muchas mujeres de esta clase, muchas son desdichadas. Si quiere conocerlas anuncie usted un espectáculo cruel —un duelo, un incendio, una batalla, un combate de gladiadores— y verá que corren a él. Pero tales ocasiones no son suficientemente numerosas como para alimentar su furia: se contienen y sufren.

Echemos una ojeada a las mujeres de este género. Zingua, reina de Angola, la más cruel de las mujeres, inmolaba a sus amantes después del placer; a menudo hacía luchar a guerreros ante su vista y se daba como premio al vencedor; para satisfacer su alma feroz, se divertía haciendo machacar en un mortero a todas las mujeres preñadas menores de treinta años [6] . Zoé, esposa de un emperador chino, no conocía placer más grande que ver ejecutar delincuentes; no habiéndolos, hacía inmolar esclavos mientras fornicaba con su marido, y acababa con una fuerza proporcional a la crueldad de las angustias que soportaban los desdichados. Fue ella quien, refinando los suplicios de sus víctimas, inventó la famosa columna hueca de bronce, que se calentaba al rojo después de encerrar en ella al paciente. Teodora, mujer de Justiniano, se solazaba viendo castrar seres humanos; y Mesalina se manoseaba hasta acabar mientras miraba hombres atados que eran masturbados hasta la extenuación. Las hembras de La Florida hacían parar el miembro de sus esposos y les colocaban en el glande pequeños insectos que producían dolores horribles; los ataban para esta operación, y eran varias las que se reunían en torno a un solo hombre, para hacerlo acabar con más seguridad. Cuando llegaron los españoles ellas mismas sujetaban a sus esposos mientras esos bárbaros europeos los asesinaban. La Voisin y la Brinvilliers envenenaban por el solo placer de matar. La historia, en pocas palabras, nos provee mil rasgos de la crueldad de las mujeres. Y en virtud de la natural inclinación que tienen a ella, me gustaría que se acostumbrasen al uso de la flagelación activa, medio por el que los hombres crueles sacian su ferocidad. Algunas la usan, pero la flagelación activa no es entre ellas tan común como desearía. Procurando esta salida a la barbarie de las mujeres la sociedad ganaría; hoy, como no pueden ser malvadas de esta manera, lo son de otra, y expandiendo su veneno por el mundo, hacen la desesperación de sus esposos y familias. Rechazar la oportunidad de una buena acción, no socorrer en caso de infortunio, dan escape a la ferocidad, pero eso es goce débil y a menudo demasiado lejano de la necesidad que ellas tienen de hacer un mal mayor. Hay otros medios por los cuales una mujer sensible y feroz puede calmar sus fogosas pasiones, pero son peligrosos, Eugenia, y nunca me atreveré a aconsejárselos... ¡Oh, cielos! ¿Qué tiene usted, ángel mío?... ¡Señora, contemple en qué estado se halla su alumna...!

Eugenia, (manoseándose) — ¡Ah! Dios maldito! Usted me calienta la cabeza... ¡He aquí el efecto de sus putísimas disertaciones!

Dolmancé — ¡A socorrerla, señora! ¿O es que dejaremos acabar a esta niña sin ayudarla?

Madame de Saint-Ange — ¡Oh, sería injusto! (La toma en sus brazos.) ¡Adorable criatura, nunca vi una sensibilidad como la tuya, una cabeza deliciosa!

Dolmancé — Atiéndala por delante, señora, mientras yo con mi lengua rozo el lindo agujerito de su culo, al tiempo que le doy ligeras palmaditas en las nalgas; es preciso que acabe entre nuestras manos de este modo, al menos siete u ocho veces.

Eugenia, (extraviada) — ¡Ah, mierda! ¡No será difícil!

Dolmancé — Por la posición de ustedes, mis queridas, veo que pueden chuparme la pija por turno; excitado así, intervendré con más energía en los placeres de nuestra encantadora alumna.

Eugenia — Querida, te disputo el honor de mamar esta hermosa pija. (La toma).

Dolmancé — ¡Ah, qué delicias...! ¡Qué voluptuosa tibieza...! ¿Pero se comportará usted bien, Eugenia, en el instante de la crisis?

Madame de Saint-Ange — Tragará, tragará, respondo por ella ... Y si por puerilidad... por cualquier razón, en fin, olvidase ella los deberes que aquí le impone la lubricidad...

Dolmancé, (muy animado) — ¡No se lo perdonaré, señora, no se lo perdonaré! ¡Un castigo ejemplar... Le juro que será azotada... hasta hacerla sangrar' ¡Ah, Dios de mierda! ¡Estoy volcando! ¡Trague, trague, Eugenia... que no se le pierda una gota! Y usted señora, atienda mi culo: se ofrece a usted... ¿No ve cómo se abre, mi reculeado culo? ¿no ve como clama por sus dedos, señora? ¡Coger a Dios! Mi éxtasis es completo... los mete usted hasta los nudillos... ¡Ah, descansemos, no puedo más! Esta niña encantadora me la ha mamado como un ángel...

Eugenia — Mi querido y adorable maestro, no perdí una gota. Béseme, amor querido, su leche está ahora en el fondo de mis entrañas.

Dolmancé — ¡Es deliciosa! ¡Y cómo ha acabado la tunante!

Madame de Saint-Ange — Está inundada... Oh, cielos, ¿qué oigo? Llaman... es mi hermano... ¡Imprudente!

Eugenia— Pero, querida, ¡esto es una traición!

Dolmancé — Sin igual, ¿no es verdad? Nada tema, Eugenia, sólo trabajamos para sus placeres.

Madame de Saint-Ange — ¡Y pronto vamos a convencerla! Acércate, hermano mío, y ríe de esta pequeña que se esconde para que no la veas.

[1] Ver. Les Anécdotes de Procope.

[2] Adán solamente fue, como Noé, un restaurador del género humano, Una gran calamidad dejó a Adán solo en la Tierra, como también le ocurrió a Noé; pero la tradición de Adán se perdió y la de Noé fue conservada.

[3] Este punto se encuentra tratado más adelante con extensión, aquí nos satisface presentar sólo algunas bases del sistema que desarrollaremos enseguida.

[4] Cf. Suetonio y Dion Cassius de Nicea.

[5] Cf. Histoire de Zingua, reine d'Angola.

[6] Cf. L'Hiatoire de Zingua, reine d'Angola, escrita por un misionero.