La fiesta
No sé en qué momento decidí que era mejor ser una zorra que una mujer decente.
No sé en qué momento decidí que era mejor ser una zorra que una mujer decente.
La fiesta estaba organizada por el nuevo director de la oficina, un chaval de medio pelo con mucha labia pero sin sangre. Habíamos acudido casi todos por el mero hecho de pasar una noche alegre, cenar gratis y poco más. Algunos habían traído a sus familias y los críos correteaban de un lado a otro entre carreras y gritos. La noche era agradable y un servicio de catering se ocupaba de no dejar nuestras copas vacías ni nuestras bocas hambrientas.
Había desempolvado para la ocasión uno de mis vestidos de fiesta de la juventud y me sorprendió que aún cupiera dentro del entallado traje de ceñida tela azul de raso. El escote prominente y un recogido al aire estilizaban mi cuello y figura y me divertía encontrarme con las miradas cargadas de lascivia de mis compañeros de trabajo, afanándose en escrudiñar cada milímetro de mis contornos.
-Disfrutando, ¿verdad?
Nos giramos Teresa y yo para encontrarnos con Francisco, el chaval.
-Una fiesta divertida, señor -confirmé mientras tomaba un trago de mi copa.
-Así lo espero, señoritas. Llegarán más tarde tiempos peores, así que ahora, a divertirse.
Cuando Francisco se alejó para saludar a otros compañeros, Teresa y yo nos miramos recelosas.
-”Llegarán más tarde tiempos peores” -repitió ella- ¿Qué habrá querido insinuar?
-¿Recortes? -susurré a su oído con disimulo.
Teresa me miró con ojos entornados, tragó saliva y se limitó a tomar un trago de su bebida.
No sería extraño. El anterior director dimitió ante la junta directiva al presentarse las últimas cuentas de resultados, bastante desfavorables. No había ningún comunicado al respecto pero era un secreto a voces: la empresa iba mal y había que aumentar los beneficios.
O reducir los gastos.
Aprovechando que Teresa fue abordada por varios compañeros de Contabilidad interesados en oír las aventuras de su reciente viaje de novios, me alejé del grupo para buscar algo de soledad entre las sombras de los setos que bordeaban el jardín de la finca.
La finca era enorme, con un jardín bien cuidado. Se notaba mucho dinero invertido allí. El chaval tenía que disponer de pasta incluso debajo de la cama.
Medité sobre la posibilidad de perder mi puesto de trabajo. El departamento de publicidad donde trabajaba no era precisamente rentable. Éramos demasiados y, sin clientes ni contratos, no había mucho futuro por delante.
-¿Por qué estás sola?
Pegué un brinco y, al volverme, Francisco me miró sonriente. Extendió sus manos a modo de disculpa cuando me vio alterada por el susto.
-Perdona, no quería asustarte.
Tomé aire con fuerza mientras me agarraba el pecho. Aún notaba las convulsiones del sobresalto en mi corazón.
También noté como Francisco no podía evitar fijar la mirada sobre mi escote.
-Vaya, sí que me has dado un buen susto, Fran.
Me salió del alma. ¿Quién llama al nuevo director de la empresa con su diminutivo? Enrojecí al instante. Por suerte, el chaval no pareció incómodo.
-Lo siento. Te vi sola y me pregunté si te ocurría algo.
Agarré con firmeza la copa mientras dejaba que los mal disimulados vistazos de Francisco se paseasen por mis curvas.
-¿Me indicas dónde están los servicios? Necesito refrescarme.
Francisco sonrió y me acompañó dentro de su casa. Las habitaciones eran amplias y con pocos muebles, aumentando la sensación de opulencia. Lo que sí había eran cuadros y esculturas. Docenas de ellos en cada estancia. El chaval tenía tanta pasta que se me revolvía el estómago.
-Es la primera puerta a la derecha del pasillo -me señaló-. Disculpa, Isabel, tengo que atender al resto de invitados.
Bebí de un trago lo que me quedaba de mi copa y le agarré de la corbata para impedir que marchara.
-Pues empieza por atenderme a mí.
Busqué sus labios y le besé con ansia, como una loba hambrienta.
No pensé, solo actué. Quizá fuese el alcohol, quizá otros motivos, pero estaba hambrienta. No quería estar sola.
Noté como su boca, al principio indecisa, pronto correspondió con igual gula que la mía. Nuestras lenguas se afanaron en devorarse mutuamente y nuestras salivas se fundieron.
Sus manos se posaron sobre mis tetas y apretaron la carne. Bajaron el escote y sus dedos liberaron una teta del sujetador. Sus ojos miraron con detenimiento mi pezón oscuro y luego fijaron su vista en la mía. En su mirada entornada se adivinaban juegos marranos, intenciones lúbricas, deseos malsanos. Sus uñas pellizcaron el pezón y gemí complacida. Una de sus piernas se internó entre las mías y su muslo frotó con fuerza mi entrepierna. Al instante sentí como violentos calores me ascendía de ahí abajo.
Estaba claro que el chaval no iba a contentarse con mi teta.
Sin embargo, al poco de comenzar nuestro escarceo, Francisco dio un paso atrás.
-No, espera, no. Tengo que estar con los demás. Se preguntarán dónde estamos; si nos vieran sería horrible. ¿Te imaginas que…?
-No nos verán, cobardica -ronroneé agarrándole del cinturón para arrimarle de nuevo hacia mí.
Su polla estaba ya hinchada y presionaba contra el elástico de sus calzoncillos. Sin darle tiempo a protestar, le bajé la bragueta y metí la mano. Su miembro estaba caliente y pedía a gritos una ración de cariño.
El chaval tembló como un flan de gelatina. Mi lengua repasó las comisuras de sus labios. No acertaba más que a tartamudear un “no” mientras sobaba su verga erecta y sus cojones hinchados.
Me acuclillé y, mientras exhibía mi sonrisa más impúdica, saqué su polla al aire. Las venas que recorrían el prepucio eran gruesas y la rosada punta del glande asomaba divertida.
-Madre del amor hermoso -murmuró el chaval cuando me llevé su carne a la boca.
El miembro seguía aumentando de tamaño dentro de mí mientras succionaba y lamía la porción que había tragado. Francisco posó sus manos sobre mis sienes para guiar mi lengua y labios sobre el trozo de polla que necesitaba más atenciones. Aquel bicho no parecía tener fin en su aumento de tamaño y adquirió unas dimensiones tales que fui incapaz de contener toda su largura. La saliva se me escurría y goteaba de mi mentón sobre mis muslos.
Cuando Francisco me obligó a incorporarme, eché un vistazo a su polla y abrí los ojos asombrada. Tenía un pollón digno de un negro; algunas mujeres saldrían corriendo, imaginándose escocidas tras ser penetradas por aquel bicho.
Se sacó los huevos de la bragueta y también su tamaño me hizo bizquear anodadada.
Mi asombro se tornó temor cuando me levantó la falda del vestido y buscó el elástico de mis pantis y el de mis bragas para bajármelos. Quizá tenía que ser una de aquellas mujeres que huían despavoridas ante el tamaño de aquel miembro.
Su mano buscó mi coño peludo y se abrió paso entre los pliegues para acceder a mi interior. Me sonrió complacido al encontrar una extensa humedad ya presente. Uno de sus dedos penetró mi vagina y presionó con fuerza sobre mi vejiga. No pude evitar doblarme sobre mí vientre y apoyarme en sus hombros. Un escalofrío brutal sacudió mi pecho y me obligó a agarrarme con fuerza a sus brazos. Un gemido salió de mi boca y sonó ronco. Francisco hundió su boca sobre mi cuello y mordisqueó mi piel mientras su dedo comenzó un bombeo rapidísimo en mi coño que aceleró la salida de más jugos de su interior.
Gemí angustiada y le supliqué con la mirada que se detuviera si no quería que me viniese en aquel momento. Ignorándome, el cabrón aceleró las embestidas. Apreté los dientes, incapaz de retrasar el orgasmo. Una explosión de colores y luces brillaron tras mis párpados cuando cerré los ojos. Las piernas me temblaron y los brazos se me agarrotaron sobre sus hombros. Una increíble sensación de placer me hizo olvidar todo a mi alrededor. Me abandoné al bienestar del orgasmo, disfrutando de los espasmos sobre mi vientre.
Fue entonces cuando noté su polla presionar sobre la entrada de mi coño. Abrí los ojos angustiada. Le miré de frente, suplicando con ojos llorosos que me dejase recomponerme. Francisco me mordió el labio inferior y me miró divertido, dibujando una sonrisa maligna con sus labios. Me negó con la cabeza. No iba a dejarme escapar. Mi coño iba a saber cuán larga era su polla.
El bicho se abrió paso en mi vagina como si un gigante intentara colarse por una diminuta tubería. Un dolor agudo se fundió con el placer del orgasmo que aún me embargaba. El grueso miembro puso a prueba la elasticidad de mi entrada. Necesité agarrarme con más fuerza a sus hombros, gimiendo dolorida mientras notaba como su pollón me partía en dos.
Cuando noté como la punta presionaba sobre el fondo, agradecí con un suspiro el final de aquel tormento. Pero otro, mucho más doloroso, comenzó. Su gigantesca polla inició un bombeo inclemente. Soltaba pequeños grititos cada vez que su glande presionaba sobre el final de mi vagina. Y Francisco parecía complacido en ello pues me sonreía ufano, divertido.
Nuestras miradas convergían de vez en cuando, cuando notaba como los ramalazos de dolor se tornaban insoportables o cuando ligeras pizcas de placer asomaban a mis labios y mentón contraídos.
Cuando aceleró los empellones, en busca del orgasmo, me creí morir. No podía evitar soltar gemidos de dolor y ello provocaba aún más a Francisco, que se empeñaba en hundir con mayor firmeza su pollón en mi desgraciado coño.
Noté como se venía y el semen regaba mi interior. Francisco respiró con fuerza sobre mi cuello mientras el orgasmo le hacía respirar con fuerza.
Nos tomamos unos segundos de descanso, apoyándonos en la pared del pasillo, intentando que nuestras respiraciones se aquietaran. Notaba como su semen se escurría de mi entrada y discurría sobre un muslo en un reguero.
Entramos ambos al servicio sin dirigirnos la palabra. Me senté a horcajadas sobre el bidet y me lavé los genitales mientras Francisco hacía lo mismo sobre el lavabo. Me notaba los labios externos enrojecidos y, al contacto del agua fría, sentí un alivio inmediato. La gran cantidad de semen derramada dentro de mí se me escurría en mi posición y necesité varios minutos hasta notar como ya no goteaba nada de mi coño.
-Creo que eres la primera mujer que me usa el bidet. Ni siquiera había comprobado si funcionaba el grifo.
Le miré componiendo una sonrisa vergonzosa, ocultando los pinchazos de dolor que su pollón había dejado en mi interior. Después de compartir un polvo no era cuestión de aparentar remilgos mientras, sentada a horcajadas sobre la loza, limpiaba mis genitales.
Nos terminamos de asear ambos frente al espejo. Nuestras miradas confluían en ocasiones a través de nuestro reflejo.
Salimos después a la fiesta, con el margen de un minuto para no despertar sospechas. Cuando andaba, me notaba la entrepierna aún dolorida. Una molesta sensación en las tripas me recordaba con frecuencia la dolorosa pero intensa experiencia y me notaba las mejillas enrojecer, preguntándome si alguien se daría cuenta.
Teresa me abordó de repente.
-¿Dónde estabas, Isabel? Te has perdido lo mejor. Paco, el de Contratos, acaba de contar un chiste buenísimo. Aún me duele el pecho de la risa.
A mí me dolía otra parte del cuerpo.
-Estaba pensando en lo de antes, Teresa.
-¿El qué?
-Lo de los recortes.
-¿Y qué has pensado? -susurró Teresa tras una pausa en la que recuperó la seriedad.
-Que habrá que currar el doble para no irse a la puta calle.
Ginés Linares