La fiesta de la madre de Carla
Celebraciones Familiares: Durante una acalorada discusión, Carla le dice a su madre que es una amargada que no disfruta de la vida. En ese mismo instante, María-Luisa comprende que a sus cuarenta y cinco años no puede seguir perdiendo el tiempo.
Unos meses antes había tenido lugar la boda del primo Sebastián. A pesar del opíparo banquete, hubo varias mujeres que se quedaron hambrientas. (Ver Celebraciones Familiares l y ll)
Hay un refrán que dice: “Cría fama y échate a dormir”. Pues bien, este dicho popular se puede aplicar a muchos tipos de éxito y reconocimiento, como el sexual. Si se corre la voz de que, además de saber arreglar casi cualquier cosa, se te da bien follar, el resultado será que las mujeres de tu familia ya no te dejarán en paz.
Me llamo Alberto y llevaba más de diez años felizmente casado con Teresa la primera vez que le fui infiel, sorprendentemente por culpa de su modosa y educada prima Piedad. Confieso que el primer sorprendido fui yo mismo, Piedad era y es catequista en la parroquia además de tocar la guitarra en el coro del pueblo.
Durante la boda de su hermano Sebastián, presuntamente desinhibida por los Gin-Tonics, aquella mosquita muerta se comportó como una auténtica ninfómana. Al parecer, mi esposa había tenido parte de culpa, ya que Teresa le había explicado con pelos y señales qué tal me lo monto en la cama. Naturalmente la cohibida Piedad, que era buena pero no tonta, quiso comprobar por sí misma lo que mi esposa le había contado.
Excitado por aquella exuberante hembra, me dejé guiar a un rincón de la discoteca. Mi intención no era otra que comerle la boca a la primita de mi esposa, nada más. Sin embargo, Piedad no se conformó sólo con eso, sino que con un alarde de audacia la muy zorrona consiguió liberar mi contundente erección y metérsela en la boca. Evidentemente, una vez que la gazmoña catequista comenzó a chupar mi miembro intensamente, ya me fue imposible poner fin a aquella locura.
Por suerte o por desgracia, el azar quiso que dos muchachas nos descubrieran mientras Piedad me mamaba la verga como loca. Una de ellas era Carla, sobrina de la mujer que en ese instante tenía mi miembro viril dentro de la boca. Cuando mi mirada se cruzó con la de la muchacha, lejos de incomodarme, la miré con orgullo. Orgullo de tener a su disciplinada tía Piedad comiéndome la polla.
Con una mano le aparté a Piedad el pelo de la cara. Mi intención no era sólo que no le molestara, sino que su sobrina pudiera ver bien lo que estaba haciendo y cómo lo hacía. Ante los atónitos ojos de Carla y de la otra muchacha, quise dejar claro la clase de hombre que era. Aquella fue la primera vez que intuí lo que iría concretándose con el paso de los meses. Esa noche empecé a convertirme en el hombre de las Villalaín.
Tiempo después, en un gélido mes de febrero toda la familia se congregó para celebrar la mayoría de edad de la joven Carla. Como soy el manitas de la familia, tuve que hacer unos arreglos en la desvencijada casa de campo. Mientras, mi mujer, su prima Piedad y Maria-Luisa salieron a dar un paseo. Cuando empezaron a describir los trapitos que se habían comprado en las últimas rebajas, mi mujer volvió a irse de la lengua.
― Sí, sí… El abrigo es chulísimo, pero lo que más le gustó a Alberto fue el conjunto de lencería y las medias de liga —y, en tono de confidencia, mi esposa añadió— ¡No os imagináis cómo me arrancó el tanga!
― ¡Jo, que bruto! —suspiró su prima— ¡Qué envidia! ¡Ojalá Paco me hiciera eso!
― Como sois, ni que tuvieseis veinte años —renegó Maria-Luisa, la mayor de las tres.
― ¡Ja! —exclamó mi esposa— Nos gusta el sexo. ¡Qué le vamos a hacer!
― Pues aguantaros, igual que todas —sentenció Luisa.
― ¡Qué anticuada! —regruñó Piedad.
― ¡Aguantarme, dice! iSi se me pegan las bragas en cuanto le veo la verga! —se quejó mi mujer.
― ¡Qué burra eres! —la reprendió Maria-Luisa de nuevo.
Mi mujer prosiguió su relato y Piedad se partía de la risa. En cambio, la mujer de Alfonso ponía cara de resignación.
― Pues resulta que Alberto estaba viendo una peli y me apeteció hacer un experimento. Las tetas bien apretadas, las braguitas enseñando medio culo, las medias de elástico y encima… el abrigo y ya.
― ¡Menuda eres…! —profirió su prima.
― Pues bien, fui para el salón y me puse delante del televisor —prosiguió mi esposa— Entonces, él preguntó enfadado: “¿Qué haces?” y yo le pedí su opinión sobre mi abrigo nuevo.
¡Ja! ¡Ja! ¡Ja! —rio Piedad.
― ¡Qué valor tienes, mujer! —rezongó la otra.
― Como os podéis imaginar, Alberto enseguida respondió que sí para que le dejase seguir viendo la peli… pero entonces me quité el abrigo y… ¡Tachán! A qué no sabéis qué pasó.
― Que se tiró sobre ti como un lobo —respondió Maria-Luisa— Son todos unos salidos.
― ¡Con lo bueno que está tu esposo! ―suspiró Piedad― ¡…y no te molestes, prima!
A Maria-Luisa le costaba reconocer a su cuñada. Desde que su suegra se había largado al asilo, Piedad había experimentado un cambio de ciento ochenta grados. Al principio dio la impresión de que a Piedad le hubiera quedado un gran descanso, pero en su opinión, la cuñada se estaba descocando demasiado. Una cosa era la libertad, y otra muy distinta el libertinaje.
Por otra parte, a Luisa no le extrañaba. Su cuñada Piedad había estado más muerta que viva unos años atrás, y la culpable no era otra que su madre. Caridad se había encargado de espantar a todos los pretendientes de su hija, en especial a aquel albañil tan atractivo por quien su cuñada había perdido el corazón, la cabeza y hasta las bragas.
― No te preocupes —respondió mi mujer— Sé de unas cuantas que se pasarían el día comiéndole la polla.
― ¿Y dónde hay que apuntarse? —inquirió su prima echándose a reír de manera escandalosa.
Mientras Teresa y Piedad se morían de la risa, Maria-Luisa refunfuñaba ante lo explícito de la conversación. La mayor de las tres se sentía incómoda hablando de hombres y de sexo. Según ella, eso debía guardarse para la intimidad.
― ¡Qué idiotas sois! —se quejó Maria-Luisa— En lugar de disfrutar de tener a un hombre a vuestros pies y atento a cumplir vuestros deseos, sois vosotras las esclavas.
― Esclavas sí, pero de nuestro propio placer —puntualizó Teresa.
― Justo lo contrario —la corrigió Maria-Luisa— El placer te acaba dominando, te hace débil y estúpida. Las mujeres estamos hechas para controlarles racionándoles lo que más les gusta.
― ¡Qué perversa! —le recriminó Teresa en esta ocasión.
― Cada una disfruta a su manera —opinó Piedad con aire místico— Unas del poder sobre ellos, y otras montadas encima de ellos.
― Bueno… —continuó mi esposa— Pues Alberto se sacó la polla y me hizo chupársela hasta que hicieron una pausa publicitaria.
― ¡Qué suerte! —exclamó Piedad, sonriendo.
― “Volvemos en 7 minutos”. No sé para qué narices te avisan —dramatizó mi mujer— El caso es que Alberto me puso a cuatro patas y me folló mientras veía los anuncios... ¡Tres orgasmos en siete minutos! ―exclamó con pasmo.
Caminaban a paso ligero, igual que si fuese la hora de recoger los niños del colegio. Maria-Luisa no dejó de refunfuñar por la actitud de mi esposa. A ella eso le sirvió de acicate para inventarse algunos detalles con intención de enojar aún más a la mujer de Alfonso. Mi mujer puso esmero en describirse como una esposa alocada y sin complejos sexuales, a diferencia de la austera esposa de Alfonso. Teresa no vaciló en confesar que a veces se comportaba como una esposa sumisa que goza recibiendo tirones de pelo y azotes en el culo, que era capaz de demandar a su esposo que la atase, que le hablase de forma obscena, que la tratase con firmeza y sin contemplaciones...
En cuanto a mí, los encargos de Maria-Luisa me tuvieron toda la mañana currando como un condenado. Entre poner un enchufe, colocar burlete en todas las ventanas, topes en algunas puertas y poner aceite en las bisagras, el tiempo se me pasó volando. Pero no me podía quejar, la mamada de su hija compensó de sobra todas las tareas que me había encomendado.
Como ya dije, no soy de esos a los que les gustan las jovencitas sino más bien lo contrario, pero cuando una muchacha bien formada te provoca no hay que ser imbécil. Un hombre debe dar la cara cuando una hembra pide sexo. La muchacha era perfectamente consciente del efecto de sus curvas en los hombres. A sus diecisiete años, la hija de Maria-Luisa no sólo era aplicada con los libros si no también con una buena polla metida en la boca. Tal y como ella misma me confesó, la delgada y estudiosa muchacha solía mamársela a su profesor de alemán, así que no, no tuve ningún remordimiento por dejar que la muchacha saboreara también mi verga.
En fin, todavía me quedaba lo del grifo de la cocina, pero además de estar abarrotada ya se había hecho la hora de comer. De modo que debería dejarlo para más tarde.
Durante la comida, Maria-Luisa dijo con orgullo que Carla iba a comenzar los estudios de medicina, la carrera universitaria con la nota de corte más alta. Aquella noticia me inspiró una gran idea.
Tras consultar con mi mujer, sugerí a Maria-Luisa que Carla se viniese a vivir con nosotros mientras estudiaba en la universidad, así su primo Alfonso se ahorraría una considerable cantidad de dinero. Además, en nuestra casa la muchacha no tendría que preocuparse de cocinar, solamente debería limpiar y mantener el orden en su habitación.
Al oír mi sugerencia, la muchacha se mostró entusiasmada. Carla se entendía muy bien con mi mujer, mucho mejor que con su madre con la que tenía peloteras casi a diario. Mi mujer y yo vigilaríamos que la chica se mantuviera centrada en sus estudios como hasta ese momento, estaríamos encima de ella, alerta a que no se descarriase por las noches de fiesta o las malas compañías.
Sin embargo a Maria-Luisa mi idea no le hizo ninguna gracia. La esposa de Alfonso empezó a enumerar cosas en contra que no pude discutir, no porque tuviera razón si no porque llevaba un vestido azul con un escote tremendo y yo no soy capaz de discutir con una mujer que va enseñando las tetas. De todos modos había algo más detrás de aquella tajante y absurda oposición, algo que a mí se me escapaba.
De todas formas aquella polémica pronto derivó en una acalorada discusión madre/hija en plena celebración familiar. Mientras la madre se enconaba en su decisión de meterla en una residencia de estudiantes católica, la joven Carla defendía su derecho a decidir donde quería vivir. Maria-Luisa se empeñaba en que esa era la mejor opción, barata, tranquila y ordenada, pero para su hija mayor una residencia religiosa era poco menos que una cárcel o un reformatorio. La madre trataba de imponerse a la hija mientras que el padre se mantenía neutral, intentando en vano que ambas comprendieran que no era el momento más oportuno. Una explicaba que era la mejor opción y la otra que no para ella, la madre justificaba que ellos seguían siendo sus padres, y la hija contestaba que ya era mayor de edad. Maria-Luisa tenía claro que no la iban a dejar a su aire, y Carla les exigía que confiaran en ella. Total que al final la terca señora y la muchacha rebelde acabaron a gritos, hasta que Carla le echó en cara a su madre que era una amargada que no disfrutaba de la vida, y que pretendía que ella hiciera lo mismo.
Esa fue la gota que colmó el vaso. La madre de Carla no podía recordar cuantas amigas había perdido por ser el bicho raro, por ser la única que no salía de fiesta, la única que no bebía, que no fumaba marihuana ni se acostaba con chicos. Su madre siempre le había dicho que la virtud la haría feliz, pero ella siempre se había sentido desdichada. Por los consejos y enseñanzas que había recibido de su madre y las monjas, Maria-Luisa siempre había llevado una vida tan sencilla y anodina como colmada de privaciones.
Se hizo un incómodo silencio que, afortunadamente, el marido de Piedad se encargó de romper antes de que la discusión pasara a mayores.
― ¿Quién va a tomar café? —preguntó Paco sin dirigirse a nadie en particular.
En ese momento yo no lo sabía, pero Carla acababa de provocar un nuevo giro de los acontecimientos. Acababa de conseguir lo que mi maliciosa esposa no había sido capaz, es decir, quebrar la entereza y rectitud de su madre. Aquel reproche de Carla hizo saltar la chispa que originaría un tremendo incendio en la cama de Maria-Luisa.
Mientras estábamos disfrutando del café, mi hija pequeña entró corriendo en el salón y gritó:
― ¡Está nevando! ¡Está nevando!
Todos corrieron a asomarse a la ventana y uno tras otro fueron saliendo al patio. Yo, en cambio, pensé que era el momento de ir a la cocina y terminar lo del grifo. Si sólo se trataba de cambiar la junta, sería un momento.
No había hecho más que empezar cuando Maria-Luisa se presentó de improviso. Avergonzada por su actitud descortés ante nuestro ofrecimiento a alojar a su hija, se disculpó mirándome a los ojos de un modo extraño. Era obvio que Luisa se sentía incómoda. Yo deseaba que se sintiera a gusto, de modo que mentí. Le dije a Maria-Luisa que probablemente su hija estaría mejor en una residencia de estudiantes tal y como ella opinaba. Mentira, allí sería donde más distracciones iba a tener.
Con un súbito cambio de humor, la mujer de Alfonso me felicitó por lo bien que habían quedado las ventanas. Bromeando, yo le comenté que entre el antiguo mobiliario y los chirridos de las puertas, aquella casa parecía la mansión de los Drácula. La verdad era que tenía que esforzarme para no mirarle las tetas.
Después, Maria-Luisa se relajó y acabó sincerándose. Al parecer había discutido con mi mujer, aunque no quiso darme más explicaciones. “Cosas de mujeres”, un territorio hostil donde es mejor no adentrarse, pensé.
Al final, la confianza, proximidad y sobre todo las curvas de aquella mamá de buen ver hicieron que mi polla diera un respingo. Sin reflexionar, dejé los alicates sobre la encimera y la rodeé con mis brazos. Antes de que Luisa pudiera reaccionar, mis labios ya chupaban con fervor la base de su cuello. La madre de Carla dio un respingo y, mientras una de mis manos se zambulló bajo su falda, la otra amasó aquellas formidables tetas. La pobre se quedó boquiabierta, sobrecogida. Mi ataque la había cogido completamente por sorpresa. La madre de Carla intentó zafarse, pero para entonces yo ya había conseguido sacar del escote una de sus tetas. Luisa tenía las areolas más grandes que yo hubiera visto en mi vida y, naturalmente, me dieron unas ganas irresistibles de chupar aquellos pezonazos. Para distraerla un poco, agarré su mano izquierda y la obligué a palpar la erección que ella misma me había provocado.
― No seas tonta, mujer… Mira lo que tengo para ti ―le susurré al oído.
― ¡Ey! ―se quejó ella.
He de reconocer que me precipité. El castigo a mi descaro fue una severa bofetada que todavía me duele. Unas veces se gana y otras se aprende.
Me quedé tan conmocionado por aquella bofetada que di de inmediato un paso atrás con la mejilla ardiendo.
― ¡Joder! No hacía falta ponerse así. Con que me hubieras dicho que te soltase, habría sido suficiente ―le recriminé.
― ¡Vete a la mierda! ¡Cerdo! ―me insultó enfadada.
― Nada de eso guapa, soy un hombre normal y corriente, nada más, y tú, tú has venido muy simpática, enseñando las tetas, luciendo esas bonitas piernas… ¿Qué esperabas?
― ¡Ibas a violarme! ―gritó de nuevo fuera de sí.
― ¡¿Qué…?!
― ¡Ibas a violarme! ¡Cabrón! ―me repitió.
― ¿Violarte? ―repliqué sorprendido— ¡Yo jamás haría algo así! ¡De qué vas!
― Entonces qué coño hacías, ¿eh, imbécil?
― ¡Intentaba follar! ―respondí.
― ¡Lo ves!
― ¡No es lo mismo, ostia! No es lo mismo joder “con” alguien que joder “a” alguien ―enfaticé tratando de hacerme entender.
― ¿Qué quieres decir? ―Luisa seguía demasiado ofuscada.
― Caray, ni que fueras una cría. Sólo quería follar contigo ―me sinceré con gesto serio.
― ¡Pues vete a la mierda! ―exclamó indignada— ¿Por quién me has tomado?
― Vale, vale. Perdona —me disculpé— Ha sido un malentendido. Yo creía que tú también… Lamento haberte molestado.
Ya no esperé a que Luisa respondiera y, dándome la vuelta, me puse a recoger las herramientas. La experiencia me había enseñado a no discutir con una persona enfurecida. Por más que yo intentara explicarme, ella no lo entendería. Mejor dejarlo como un mero malentendido que no como algo tan ruin como una violación.
Aquella tarde Maria-Luisa no pudo dejar de pensar en la discusión que había mantenido con su hija. ¿Y si su hija tenía razón, y si estaba dejando la vida pasar sin disfrutar de las cosas que hacían que ésta mereciera la pena? Ciertamente, el intento de Alberto de acostarse con ella no podría haber sido más oportuno en ese sentido. Una chica joven y sin ataduras siempre tiene imbéciles a su disposición, sin embargo muy pocos son los valientes que se acercan a una agobiada madre, casada, trabajadora y ama de casa. Debería hacer dos años ya que el guarda de seguridad de la urbanización la invitó a almorzar en la garita, dos años ya desde la última vez que un hombre distinto a su esposo estuvo interesado en acostarse con ella.
El tiempo no pasa en balde, el maldito espejo se encargaba de recordárselo cada mañana. La verdad es que su rostro tenía ya más rasgos propios de una mujer madura que de una joven, o eso le parecía a ella. Haber pasado de los cuarenta, tener trabajo e hijos tenía un caro precio que ella aceptaba. Sin embargo, por alguna razón todavía resultaba seductora, al menos para el marido de Teresa.
Qué extrañas son las cosas. Una hora antes se había enfadado muchísimo cuando Alberto intentó meterle mano. En cambio, después de que su propia hija la hiciera sentirse vieja y estúpida ahora casi se sentía orgullosa, contenta de seguir resultando atractiva a aquel hombre.
Maria-Luisa se miró en el gran espejo que había en el pasillo de la primera planta, como queriendo comprobar por qué la había deseado el marido de otra mujer. A Luisa le gustó lo que vio, se gustó. Sus tetas seguían siendo un talismán, ya eran grandes antes de los embarazos y éstos no le habían pasado tanta factura como a otras mujeres. Esas pobres que ven con alegría como sus pechos crecen al quedar embarazadas y un año más tarde, se deprimen cuando éstos se desinflan. No, ella siempre tuvo un buen par de tetas y ahí seguían. Por desgracia, también su trasero saltaba a la vista. Eso no le gustaba tanto, pero Luisa sabía que, gracias a aquel culazo, su cintura y sus piernas lucían mucho mejor.
Por otra parte, Maria-Luisa no podía negar que Alberto era un hombre seductor, a pesar de su arrogancia. Era alto, guapo, inteligente, con un buen sueldo y varonil, muy varonil. Su inabarcable espalda denotaba que se mantenía en forma, el marido de Teresa poseía además unos brazos fuertes y unas manos enormes. De pronto, Luisa recordó el tacto duro de su miembro viril cuando él la forzó a tocarlo. Por lo que ella había podido verificar, Alberto cumplía eso que decía su compañera de trabajo sobre los hombres: “Si la cara es el espejo del alma, las manos lo son de la polla”. Era cierto, Alberto ostentaba una buena herramienta y, según afirmaba su esposa, era diestro con ella. Dos cosas que rara vez se daban al mismo tiempo en un hombre.
Maria-Luisa no notó como se turbaba al fantasear con el sudoroso cuerpo de Alberto manejando sus alicates y destornilladores. Fue cuando al fin se percató de que su sexo había comenzado a reaccionar a aquellos lascivos pensamientos, cuando pensó que sería mejor bajar a cenar.
Lamentablemente, eso no mejoró las cosas. Él estaba allí, y su mirada de deseo y complicidad estuvo a punto de dejarla paralizada como a una estúpida chiquilla.
Al entrar en el comedor, su marido le dio un besito y ambos se sentaron a la mesa. Maria-Luisa se dio cuenta de que su respetuoso marido suplía con amor y ternura, la pasión y el atractivo del marido de Teresa. Lo malo era que el amor le había servido para tener cinco hijos, pero no orgasmos. Hacía tiempo que ella misma se encargaba de satisfacer su necesidad de placer. Ese era uno de los secretos que Luisa guardaba por el bien de su matrimonio.
Siempre seguía el mismo ritual. Los lunes tenía turno de tarde en la oficina, así que tras dejar a la tropa en el cole aprovechaba para tomar un cortado rápido con las otras mamás. Después del café, Luisa iba con el carrito a comprar la fruta para la semana, pero nunca antes de las diez. A partir de esa hora encontraría al hijo del dueño detrás del mostrador, moreno, esbelto y con esa mirada feroz. A ella siempre le gustó que la atendiese Pedro. Ese chico era un verdadero portento.
Un día, al darle el cambio, Pedro le dijo…
― Toma, para los niños ―tendiéndole un par de plátanos.
― ¡…y para mí! —protestó ella, dejándose llevar por la simpatía del muchacho.
Maria-Luisa se azoró de inmediato. Gracias a Dios que no había nadie más en ese momento. ¡Qué vergüenza!
Pedro se quedó un poco pillado, no era para menos, pero enseguida buscó otra pieza de fruta bajo el mostrador.
― Claro que sí, pero para mamá mejor una buena banana ―sugirió ofreciéndole, con una radiante sonrisa, una gran fruta de aspecto fálico que doblaba el tamaño de los plátanos.
Maria-Luisa se quedó paralizada, sin atreverse a coger la banana de Pedro.
Aquel día, Luisa se marchó de la frutería sonrojada como una chiquilla. Al llegar a casa soltó las bolsas en la entrada y subió corriendo al dormitorio con la banana escondida bajo la chaqueta de lana. De rodillas sobre la cama, Maria-Luisa cabalgó aquella hermosa fruta tropical imaginando a Pedro entrando dentro de ella una y otra vez, colmándola de placer.
Cuando se repuso de aquel ataque de frenesí, Maria-Luisa se ruborizó al ver el cerco que sus fluidos sexuales habían formado sobre la colcha. Obviamente, tuvo que echar el edredón a la lavadora y después, igual que una mantis religiosa, Maria-Luisa devoró la pieza de fruta que tanto placer le había proporcionado. Era la primera vez que se dejaba arrastrar por un impulso sexual. Presa de privaciones, nunca antes se había permitido gozar del sexo tan intensamente.
Desde entonces, Pedro le regalaba de cuando en cuando una hermosa banana, si bien el educado muchacho nunca le había insinuado nada más comprometedor. De todos modos, a Luisa ya le parecían bastante preocupantes las cosas que hacía con la banana del muchacho, hasta había llegado a metérsela en el culo.
Al entrar en el comedor, el esposo de Maria-Luisa se acercó a ella para darle un beso. Yo la miré sin disimulo, quería que Luisa supiera que no estaba arrepentido por lo que había hecho. Yo esperaba por su parte la misma ira y desprecio que un rato antes, pero Luisa simplemente me rehuyó y comenzó a charlar con su cuñada.
A lo largo de la cena, nuestras miradas se cruzaron en tres o cuatro ocasiones. Cada vez, ella desvió los ojos apresuradamente. Yo la tenía por una mujer adulta, estricta y segura de sí misma, así que no comprendía ese repentino cambio de actitud, esa indecisión.
El encuentro con la rubia no había ido nada bien. Yo me había dejado llevar por mis instintos más primarios, y mi estupidez había indignado profundamente a la mujer de Alfonso. Para una mujer de talante conservador como Maria-Luisa lo que yo había hecho era intolerable. Para una mujer tan conservadora, mi propuesta de que fuese infiel a su esposo resultaba sumamente deshonrosa.
Yo no tenía ninguna intención de volver a molestarla. Sin embargo, ahora los gestos y miradas de Maria-Luisa planteaban una inesperada incertidumbre sobre sus actuales deseos y, como un necio, opté por tropezar dos veces con la misma piedra. Ya dije que no soy de los que se quedan con la duda por no haberlo intentado.
Últimamente, las mujeres de mi familia política me habían proporcionado buenos momentos, y la posibilidad de follar con la más reservada y recta de todas ellas bien merecía la pena el riesgo. Se me ocurrieron un par de ideas a cual más temeraria.
Sin cenar demasiado, estuve esperando pacientemente a que Maria-Luisa se ausentara de la mesa. Cuando ésta se levantó para ir al baño yo me ausenté también con la escusa de poner a cargar el móvil, lo cual hice rápidamente para llegar a la puerta del aseo antes de que ella saliera. Maria-Luisa había elegido subir al baño de arriba. Tardaba, comencé a impacientarme y entonces oí como accionaba la cisterna. Por fin Maria-Luisa abrió la puerta y me vio apoyado contra la pared de enfrente, esperándola. La rubia no pudo evitar dar un ligero respingo.
En vez de dejarla salir caballerosamente, le hice una seña para que volviera a entrar. Luisa se quedó tan desconcertada que no atinó a decir ni una palabra cuando la hice regresar dentro del baño.
No tuvo oportunidad de avisarme de que había hecho de vientre, no le di opción. El olor hizo que ambos sonriéramos sin decir nada al respecto. Después, eché el cerrojo a la puerta y, agarrándola la nuca y el culo, la besé.
Esta vez Maria-Luisa no se opuso, de modo que le mordí suavemente la boca. La mujer de Alfonso se sujetó de mis hombros y se dejó hacer. Debía darme prisa, así que apenas saboreé su boca. Me separé, ella se quedó esperando que volviera a besarla pero entonces hice que se diera la vuelta. Tenía que ser rápido.
― No, por favor ―suplicó preocupada pensando que la tomaría allí mismo, contra el lavabo.
― No vamos a hacer nada, tranquila ―dije besándola sensualmente en la base del cuello― Déjame ver tus bragas.
― Por favor, Alberto ―imploró arqueándose de gusto.
― Vamos ―insistí.
De espaldas, Maria-Luisa se subió tímidamente el vestido.
― Bien.
Además de tener un culo colosal la mujer de Alfonso sabía elegir la ropa interior que mejor iba con su personalidad. Luisa llevaba una discreta braga de un suave color gris que iba de maravilla con su piel blanca como la leche. Entonces saqué el cuchillo que había escondido en el bolsillo trasero de mi pantalón.
― ¡Joder! ―protestó espantada al verlo.
Sin vacilar, hice un corte en el lateral de su braga, dejando sólo unos milímetros de tela.
― Es sólo un juego ―e hice lo mismo en el otro lado.
Quién se lo hubiera imaginado. Aquella mamá por quintuplicado estaba poniendo a prueba mi templanza. Me la habría follado allí mismo si hubiese querido, pero tenía en mente algo mejor, mucho mejor. Así que no me entretuve, volví a besarla de forma desesperada y me marché de allí, antes de que cambiara de idea.
― No hay nadie —la dije— Bajaré yo primero, espera un poco.
Después de cenar todos nos sentamos a charlar, pero como ya era tarde enseguida la gente empezó a irse a la cama. Primero los niños y la niñera, al poco mi mujer, que llevaba un buen rato dando cabezadas. Uno tras otro todos se fueron subiendo. Solamente Alfonso parecía tener la intención de trasnochar leyendo uno de los periódicos que había llevado. Carla tecleaba en su móvil a toda velocidad haciendo toda clase de gestos como si pudieran verla a través de la pantalla.
Maria-Luisa, Piedad y yo estuvimos un buen rato hablando sobre la educación de los niños, o más bien discutiendo ya que nuestras posiciones eran enfrentadas en cuanto a las extraescolares, las tablets, los deberes para casa, etc. Había una gran complicidad entre la mujer de Alfonso y yo por hacer tiempo hasta quedarnos a solas.
Finalmente Piedad se levantó y también Carla, pero teléfono en mano, la muchacha me pidió el cargador. Seguramente mi viejo teléfono todavía no se habría terminado de cargar, pero de todos modos lo desenchufé para que la hija de Luisa se fuera a dormir.
― Claro, toma ―le dije.
La joven se acercó a coger el cargador.
―Gracias ―y, en un susurro, añadió― Dejaré la puerta abierta
―No hay de qué ―contesté sin dar crédito.
Carla tenía ese toque de ingenua intelectual que daban las gafas de pasta a la moda, parecía una aplicada estudiante que nunca se saltaría una clase de matemáticas. Nada en aquel rostro inocente hacía sospechar la voracidad con que me había chupado la polla aquella mañana.
Por un instante pensé si no lo habría soñado, pero no, todo el mundo sabe que mamarla es lo que más les gusta a las jovencitas. Sólo de ese modo pueden gozar del miembro viril de un hombre sin poner en riesgo su virtud ni exponerse a quedar embarazadas.
Tendría que aclarar las cosas con ella. No pensaba convertirme en el amante de una adolescente.
Aquel incidente me llevó a recordar una de mis primeras experiencias sexuales, la de aquella chica bajita que tanto vicio tenía. Su madre siempre creyó que trasnochábamos para ver como acababa Gran Hermano, el programa de televisión de moda por aquel entonces. En realidad, mi novia sólo fingía interés para dar tiempo a que todos se subiesen a dormir, aguardando su festín. En fin, yo siempre regresaba a casa de mis padres tardísimo y aterido de frío, pero con una sonrisa de oreja a oreja.
Finalmente, nos habíamos quedado sólo los tres: Maria-Luisa, su marido y yo. Entonces, la madura rubia se levantó y anunció que se iba a dormir. Alfonso alzó la cabeza y, como un autómata, correspondió el beso de buenas noches de su esposa. En cambio, yo me planté delante de Luisa y le corté el paso.
―Alfonso, si no te importa quedarte solo, yo la acompaño a la cama —dije como si tal cosa.
― Eh, vale ―respondió él sin prestar atención— No pasa nada.
― Bien. Ya has oído: “No pasa nada” ―repetí las palabras de su esposo enfrente de ella, con mi maliciosa mirada prendida en sus ojos azules.
Luisa no dijo nada.
― O mejor nos quedamos —rectifiqué y, sin pestañear, añadí— Date la vuelta y pon las manos sobre la mesa.
Su marido levantó la vista del maldito periódico y se nos quedó mirando sin entender qué pasaba.
― Vamos ―apremié a la madura esposa.
Maria-Luisa tenía los ojos desorbitados, pero viendo que yo aguardaba a que hiciera lo que le había ordenado y que su esposo no abría la boca, finalmente terminó por seguir mis indicaciones. La rubia se giró y, mirando a su marido, se reclinó hacia delante para apoyar las manos en la gran mesa de mármol.
Sentado en el sillón Alfonso tenía una estupenda panorámica del amplio escote de su mujer, una visión que dejaría paralizado a cualquiera. En cambio, yo tenía ante mí su indomable trasero. Comencé a acariciarlo despacito, en grandes círculos, pero no tardé en tantear bajo su falda. La humedad de su zona erógena anunciaba una cálida bienvenida.
Mirando a Alfonso, subí la falda de su mujer hasta la cintura. Fue entonces cuando la rubia comprendió para qué había cortado el borde de sus braguitas, pues de un fuerte tirón hice saltar la costura dejándola con el culo al aire.
El sonido de la tela al rasgarse resultó sobrecogedor. Alfonso se estremeció aún más que ella. Sin duda había sido una apuesta muy arriesgada, pero todo parecía marchar tal y como había planeado. De manera que lancé las braguitas de Luisa a los pies de su esposo. Aún desde mi posición era fácil distinguir el cerco oscuro que las había impregnado.
― Pero… ―protestó Alfonso.
― ¡Callate! ―exigí— ¡Estoy harto de follarme a tu esposa a escondidas!
Sí, mentí, y lo hice con convicción. Estaba seguro de que todo sería más fácil si Alfonso pensaba que ya le habíamos puesto los cuernos con anterioridad.
Maria-Luisa respiraba de forma agitada. Tan alta como era, estaba imponente con aquel lindo vestido subido hasta las caderas, el culo desnudo y en pompa. Tenía el sexo rubito, brillante de humedad, calado como un pastel recién hecho. Aquella mujer poseía un culazo poderoso, y en el centro de ese amplio y pálido trasero destacaba la rugosa y oscura piel de su ano.
Apenas tres metros más allá, el marido no perdía detalle. Era evidente que a Alfonso le sorprendía ver sometida a su esposa, pues él la tenía por una mujer frígida y con mal carácter. Atónito, mostraba interés e inquietud a partes iguales. La atención del esposo de Luisa era total y, a esas alturas, era harto probable que tuviese una incipiente erección.
Ese fue el verdadero detonante para que los tres diéramos rienda suelta a nuestros deseos ocultos, la aceptación implícita de un hombre que se excitaba viendo a su esposa a punto de ser follada por otro. Maria-Luisa y yo preparamos la yesca, pero fue Alfonso quien suministró la chispa para que hiciéramos realidad aquella fantasía prohibida.
En ese momento, yo deseaba domar a aquella hembra más que nada en el mundo, al igual que ella. El problema era que esa hembra pertenecía a Alfonso y él tenía derecho a reclamar lo que era suyo. Sin embargo, cuando el esposo de Luisa extrajo su miembro viril y comenzó a masturbarse, fue como si me diera permiso para hacer con ella lo que quisiera.
Pronto dejé de masajear el travieso culazo de Maria-Luisa para estrujar los inflamados labios mayores de su sexo, haciéndola gemir de inmediato.
¡Ogh!
Con los ojos abiertos como platos, Maria-Luisa gemía cada vez que yo retorcía los grandes pliegues de su sexo, señal inequívoca de que nunca le habían hecho algo así. Luego rebañé sus fluidos y unté con ellos el sensible y oscuro orificio de su trasero. Aquella insólita acción la habría turbado de no estarlo ya.
Ummm ―gimió lo más flojito que pudo, dejándome hacer.
Todo marchaba tan bien que decidí espolear a aquella hermosa e insaciable mujer con un pequeño anticipo. Bruñí enérgicamente su clítoris, lo que la revolucionó aún más. Maria-Luisa no tardó en cerrar los ojos y gemir atropelladamente, proclamando la inminencia del orgasmo. Fue entonces, y sólo entonces, cuando me atreví a introducirle un dedo en el culo.
— ¡AUCH! ―rezongó dando un respingo.
A pesar de aquel sobresalto, Luisa no emitió protesta alguna por lo que acababa de hacerle. La verdad, mi pulgar se había abierto paso con bastante facilidad. Aún así, no me apresuré. Dejé pasar unos segundos antes de frotar sus resbaladizos labios mayores con el resto de mis dedos, estimulando su sensible y brillante fuente de placer.
—¡OOOOOOGH! —gimió una y otra vez.
Enseguida, una gruesa gota de flujo se descolgó del eufórico coñito de Maria-Luisa formando un pringoso hilillo que acabó adhiriéndose a su muslo.
¡¡¡AAAH!!!
Entre las convulsiones y espasmos de un tremendo orgasmo, la muy puta no pudo evitar dar un fugaz gritito. La esposa de Alfonso bufaba igual que una yegua tras una veloz carrera. Como pude, hube de sujetarla para que no se desplomara de la mesa.
Mi plan llegaba justo hasta aquí. Había pensado comerle las tetas y follarla allí mismo, delante de Alfonso. Mi idea era hacer que éste se corriera viendo la cara de gusto de su esposa y, de hecho, Alfonso se estaba meneando la polla a buen ritmo. No obstante, llegados a este punto, la idea se me antojaba totalmente descabellada. El grito de Maria-Luisa me había hecho comprender que cualquiera podría bajar al salón y pillarnos con las manos en la masa.
Tomé pues la decisión de buscar un lugar más discreto. Todo se estaba complicando por momentos, y no sólo porque estuviésemos haciendo demasiado ruido, ni porque cualquiera pudiese bajar y descubrirnos in fraganti, sino fundamentalmente porque yo me moría de ganas de follar con Luisa y quería hacerlo bien, sin prisas. Lamer y besar su cuerpo de arriba a abajo, comerle sus tetazas y, a ser posible, darla por el culo. Intuía que aquella mujerona debía ser de las que se ponen como locas cuando las sodomizan. Estaba convencido, el de Maria-Luisa tenía que ser un culo tragón.
Me vi pues obligado a hacer una pausa. Enrabietado le aticé a aquella mami golfa un sonoro azotazo.
― Sube a la habitación y espérame de rodillas, en el suelo —puntualicé.
― ¿Os vais…? ―protestó inmediatamente Alfonso.
No me había olvidado de él, es más, yo deseaba que él estuviera delante en todo momento ya que su presencia sería un magnífico catalizador sexual para todos. A pesar de ello, creí mejor que fuera él mismo quien pidiera seguir contemplando el ardiente espectáculo. También me pareció apropiado contar con la complicidad de su mujer, así que me giré hacia Maria-Luisa y le pregunté.
― Qué dices, ¿Le dejamos que mire? —inquirí a la mujer.
― Sí, que mire ―se ensañó la muy pécora tras bajarse la falda del vestido.
― Pues sube y haz lo que te he dicho —le indiqué propinándole una nalgada— Enseguida vamos.
Cuando Maria-Luisa se hubo marchado, miré a Alfonso con gesto serio y le pregunté:
― ¿Lo has hecho antes?
― ¿El qué? ―preguntó a su vez Alfonso.
― Dejar que otro se folle a tu esposa ―aclaré.
― No, pero…
―…pero tú se lo has propuesto un montón de veces ―completé la frase que él había dejado a medio.
― Sí.
― ¿Seguro que quieres verlo? ―insistí.
― Claro que sí.
― Pero no participarás, tenlo claro, o paso de esto. Sólo mirarás, entiendes. Te sentarás en una esquina y no te moverás de ahí.
Un tenso silencio nos envolvió. Éramos dos hombres regateando un acuerdo, y ambos queríamos obtener lo más posible de éste.
― De acuerdo.
― Bien, pero si no cumples tu palabra, habrá problemas.
Hice una pequeña pausa. No estaba seguro si Alfonso sería capaz de mantenerse al margen, de modo que le azucé un poco más.
― ¿Cuánto tiempo hace que no la follas por el culo?
― No, yo nunca… Ella… ―Alfonso dudó― Ella tiene hemorroides.
Efectivamente, Luisa tenía un pequeño pliegue en la parte inferior del ano seguramente a consecuencia de los partos, pero éste apenas era del tamaño de un garbanzo. Esa es una escusa que algunas aprensivas suelen emplear y que, salvo casos graves, es totalmente compatible con una sodomía como Dios manda. Es decir, metódica y con abundante lubricación.
El tono hipócrita con que aquel alfeñique había tratado de justificar que no sodomizaba a la que era su esposa, hizo que me enfadara.
― Eres su marido, Alfonso ―dije― Deberías hacerla gozar como la diosa que es… y someterla como la puta que le gustaría ser.
Antes de subir a la habitación me paré un instante a pensar qué podría necesitar. Cogí un cojín del salón y, dándoselo a Alfonso, le dije que esperara ahí. Rápidamente, fui al baño y rebusqué en todos los cajones. Encontré toallitas húmedas, pero lo único que vi que se pudiera utilizar a modo de lubricante fue un tubo de crema de Aloe-Vera.
Su habitación estaba al fondo del pasillo. Cuando entramos nos quedamos de piedra. Maria-Luisa se estaba masturbando arrodillada en el centro de la habitación, aunque se detuvo al vernos.
Luisa se había desnudado. Aquella mujer madura poseía un cuerpo voluptuoso y sensual cuyas grandes tetas colgaban pesadamente por la posición en que se encontraba. Naturalmente, Luisa tenía algo de tripa. Teniendo en cuenta que había parido cinco veces, yo esperaba más. Aunque también puede que estuviera conteniendo la respiración, ya se sabe lo presumidas que son. Vista de frente, destacaban sus grandes pechos y la anchura de sus caderas. Maria-Luisa era toda una hembra, de eso no cabía duda.
Coloqué una butaca a una distancia prudencial y le indiqué a Alfonso que se sentara.
― Mastúrbate si quieres, pero no hables ni te levantes ―le advertí.
Luego, me aproximé a Luisa, Ahora había incertidumbre en sus ojos.
― Si quieres que pare, sólo tienes que decirlo. Entendido… Pero escúchame bien, quiero que tu marido disfrute. Tienes que demostrarnos de lo que eres capaz, ¿entiendes?
La noche era desapacible, en el exterior de la vieja casona se oía el viento rugir. Hay quien se pone nervioso en noches así y no es de extrañar. El constante soplido del aire en las altas ventanas podría hacer enloquecer a cualquiera. A pesar de todo, yo debía mantener la calma para conseguir que Maria-Luisa y su marido tuvieran un buen recuerdo de aquella noche. Por otra parte, el gélido vendaval estaba de mi parte, vendría bien para encubrir otra clase de sonidos.
― Quieres comerme la polla, ¿verdad? ―pregunté alto y claro.
Maria-Luisa, miró a su marido y, tras un momento de vacilación, respondió.
― Sí.
― Adelante.
Tardó en comprender que yo quería que ella misma me sacase la verga. Me miró y yo me limité a afirmar con la cabeza. Entonces hizo intención de soltarme el cinturón. Yo la detuve, un hombre con los pantalones en los tobillos no es nada elegante.
― No, baja la cremallera ―le indiqué.
Maria-Luisa la bajó con cuidado. La entrepierna del pantalón estaba sumamente abultada, así que mi miembro no podía salir sin ayuda por la estrecha abertura. Ella volvió a mirarme y yo afirmé otra vez con la cabeza. La mujer de Alfonso metió la mano estirando de la abertura con la otra. Logró sacarla y de pronto se vio con mi grueso rabo entre sus delgados dedos.
― Madre mía ―balbució pasmada, y de nuevo miró a su marido. La cara de Alfonso reflejaba un gesto parecido.
― ¿Pasa algo? ―pregunté.
― No.
― ¿Es que no te gusta?
― Sí, pero… —Luisa no atinaba a hablar.
― ¿Pero qué?
― Es que es bastante grande. ―explicó sonriendo.
― Tu también tienes la boca bastante grande ―aquella chanza me salió del alma― Ábrela, quiero notar tu aliento.
Ella hizo realidad mi deseo, se acercó a mi glande hasta tenerlo a dos escasos centímetros de la boca.
Maria-Luisa permaneció así, completamente inmóvil, mirándome.
― ¿A qué esperas? ―le inquirí.
Echándose hacia delante, Maria-Luisa saboreó por primera vez la verga de otro hombre, pues, como supe más tarde, Luisa no había tenido pareja antes de su marido. Cerró los ojos en un intento de focalizar todos sus sentidos en mi miembro. Parecía complacida, con ese acto acababa de convertir a su marido en cornudo.
La boca de aquella caliente mamá era un fantástico cóctel de calor y humedad. Saboreaba la puntita con tanto cuidado que casi me hacía cosquillas. Después empezó a dar tímidas y suaves cabezadas arriba y abajo. Sus labios subían y bajaban con cautela, siempre fruncidos en torno a mi erección. Tenían un suave color rosa que contrastaba con la tez morena de mi verga.
― Retira la mano ―la insté.
La soltó y apoyó sus cálidas manos en mi cintura. Hasta entonces, la mujer de Alfonso no había dejado escapar mi pollón en ningún momento. Eso me gustó.
¡CHUPS!¡CHUPS!¡CHUPS! ―se escuchó el sorber de saliva.
No es que no me gustara como lo hacía. Al contrario, la dulzura y entusiasmo que mostraba eran encomiables. Sin embargo, resultaba algo monótono, pues Luisa se ceñía a subir y bajar. Continuaba con los ojos cerrados, como para no marearse, cuando lo que a mí me gusta es que me miren con la boca llena. A pesar de todo, ver como mi polla se adentra en su boca y escucharla gemir, era maravilloso.
De pronto, como si me hubiese leído el pensamiento, Maria-Luisa cambió de estilo. Abrió la boca y se la tragó hasta la úvula. Entonces frunció los labios y chupó ascendiendo a lo largo de mis dieciocho centímetros de carne, repitiendo esto mismo cuatro o cinco veces seguidas.
― Ummmmmm… ―gemía cada vez que se tragaba mi verga.
Maria-Luisa era una mujer metódica, en todo. No sé el tiempo que estaría subiendo y bajando, pero al hacerlo era tal la cantidad de saliva acumulada en su boca que la tenía que sorber de forma indecorosa.
¡CHUPS!¡CHUPS!¡CHUPS!
Aquella señora estaba gozando más que una chiquilla chupando un helado de hielo en pleno mes de agosto. A mí me hubiera gustado verla recorrer con su lengua todo mi rabo, lentamente, mirándome a los ojos. Me encanta cuando hacen eso, tendría que instruirla en otra ocasión. No obstante, preferí aguantarme, pues deseaba evaluar la actitud y destreza de la esposa de Alfonso.
― Ummmmmm… ―sollozaba encantada con el tamaño y rigidez de mi miembro.
Luisa intentó engullir mi miembro viril, sin mucho éxito, la verdad. Si bien verla esforzarse resultó hechizante. Lo intentó una y otra vez.
― ¡AGH! ―se quejaba, conteniendo la arcada.
Maria-Luisa comenzaba a dar síntomas de cansancio. Fue entonces cuando dejó de chupar para mirarme con ojos lastimeros. La mujer de Alfonso quería que la follase, pero yo permanecí de pie inmóvil ofreciéndole mi verga, alzada en el aire desde la cremallera abierta de mi pantalón.
¡Qué diferencia con su hija! A esas alturas, Carla ya habría logrado hacerme eyacular. Mi sobrina, por llamarla de algún modo, había sido una chica bastante precoz. Gracias a uno de sus profesores, a sus dieciséis años la muchacha dominaba el arte de mamar la verga de un hombre. Y lo peor de todo era poder dar fe de lo bien que la chupaba mi sobrina. “Tengo que hablar con Carla”, me repetí.
― ¿Ya? ―le pregunté a Luisa, sin disimular mi decepción― Con tanta hambre como tenías…
Como una buena chica, Luisa volvió a por el postre. Sin embargo, esta vez se centró principalmente en mi inflado glande. Lo chupaba con fuerza.
¡CHUPS!¡CHUPS!¡CHUPS!
Cada vez que paraba me dedicaba una hermosa sonrisa. Realmente había un destello de alegría y sincero agradecimiento en sus ojos. Ese pequeño detalle tenía mucho valor para mí. Me hacía sentir orgulloso, de modo que sentí como mi esperma comenzaba a hervir en mis testículos.
― Ya ―dijo, dando a entender que deseaba cambiar de juego.
― No, sigue —le indiqué— Haz que me corra.
Luisa se quedó boquiabierta, desconcertada al parecer con la idea de que eyaculara en su boca.
Le restregué el glande contra los labios, pero Luisa no los separó. No tenía tiempo ni ganas de discutir con aquella terca mujer, de modo que tuve que darle una buena bofetada. La mujer de Alfonso se sorprendió tanto que abrió la boca sin percatarse de ello.
Aunque estaba realmente excitado, comencé a follarla oralmente intentando no provocarle arcadas. Necesitaba vaciarme los huevos para afrontar con garantías lo que aún estaba por venir.
Yo era el que lo estaba gozando de la boca de su mujer, pero Alfonso parecía entusiasmado de que lo hiciera. “Aguanta, aguanta”, me ordené a mí mismo, pero ya era demasiado tarde.
Empecé a bufar como un toro, poseyendo la boca de Maria-Luisa con unas ahora largas y contundentes penetraciones. Inevitablemente, en unos pocos segundos rugí anunciando mí inminente eyaculación. Mis testículos se contrajeron y mi polla empezó a convulsionar.
Maria-Luisa intentó apartarse al notar el primer chorretazo de esperma, pero la tenía bien agarrada. Ignorando sus quejas, seguí derramando, chorro a chorro, toda mi alma dentro de su jodida boca.
Tras cinco o seis espasmos de mi miembro, un repentino torrente de semen manó de las comisuras de la boca de Maria-Luisa… ¡Fue apoteótico!
Con todo, yo quería que la mujer de Alfonso hubiera ingerido toda aquella copiosa cantidad de esperma y, furioso, retrocedí extrayendo todo mi miembro de su boquita y volví a soltarle una bofetada.
― ¡¡¡QUÉ COÑO HACES!!! —exclamé— ¡¡¡TRÁGATELO!!! ―ordené apretando sus mejillas con mis dedos para que no se derrama más esperma.
Mi polla aún seguía dando sacudidas en el aire. De hecho, tenía un gran grumo de semen justo en la punta. Así que se la metí en la boca sin contemplaciones y le indiqué que chupara con todas sus fuerzas. Maria-Luisa había desperdiciado la mayor parte de mi corrida, pero yo me iba a encargar de que diera buena cuenta de las últimas gotas.
La mujer de Alfonso se habría desplomado de morros de no haber puesto las manos a tiempo. Trataba de recuperar el aliento. Tenía cara de repulsión por el gusto amargo de su boca, y me miró con odio.
― ¿Qué se dice? ―le pregunté.
Silencio.
― ¿Qué se dice, Maria-Luisa? ―repetí.
― Gracias ―masculló por fin.
― Eso es… Repítelo… ¡Qué te oiga tu esposo!
― ¡Gracias, Alberto! ―voceó Maria-Luisa mirando en dirección a donde estaba sentado Alfonso.
― De nada, preciosa ―contesté.
Entonces, me percaté de que al final la mayor parte del esperma derramado había ido a parar sobre sus tetas. Ni corto ni perezoso, rebañé uno de sus senos con la punta de mi miembro.
― Ten ―le indique ofreciéndole mi polla.
Maria-Luisa no se lo pensó y, en cuanto le acerqué mi pollón, la muy hija de puta no dudo en relamerlo. Sus mejillas se hundieron al succionar mi glande dentro de su ávida boquita.
Mientras Maria-Luisa me mamaba la verga con renovado afán, yo aproveché para quitarme la camiseta, quedando desnudo de cintura para arriba. Maria-Luisa hizo un gesto de admiración al ver mi torso y clavó sus uñas en él.
― Túmbate en la cama ―le ordené.
La agarré de los tobillos e hice que flexionara y elevara las piernas hasta que tuvo las rodillas sobre el pecho.
― Sujeta ―le indiqué para que se cogiera las piernas.
Entonces, cogí un par de toallitas y aseé un poco su coñito y alrededores. Tenía unos finos pelillos que denotaban la falta de mantenimiento de aquel área de recreo. Embriagado por su aroma, me puse a devorar el suculento y calido manjar que aquella mami me ofrecía. No tardó en volver a gemir mientras yo le chupaba el coñito como si fuera un higo maduro.
Mordí con cuidado sus labios mayores, hundí mi lengua en su vagina, hurgué con la punta dentro de su ano, besé sus blanquísimos muslos… Todo ello puso a Maria-Luisa terriblemente cachonda. De modo que, cuando le rechupeteé el clítoris, no tardó en empezar a temblar por segunda vez.
Agarré entonces el tubo de crema de Áloe Vera y derramé una buena cantidad entre sus nalgas. No sabía que tal iría como lubricante, pero a Luisa le iba a quedar el ano como la piel de un melocotón.
No me anduve con miramientos al introducirle un dedo por el culo, mientras con la otra mano amasé una de sus tetazas.
Luisa sollozó, y lo hizo desde lo más hondo de su alma pecadora.
El placer hizo que la mujer de Alfonso se pusiera de improviso a frotarse el coño con entusiasmo. Se había desinhibido por completo mientras le pellizcaban los pezones sin compasión.
Maria-Luisa se sujetaba las piernas en alto con una sola mano, mientras con la otra se ocupaba de su exigente coñito. Como un solo dedo entraba y salía cómodamente en seguida fueron dos los dedos que atormentaban el culazo de la mujer de Alfonso, quien por aquel entonces también debía haberse corrido, dado que su mano había dejado de moverse arriba y abajo.
Todo iba como la seda. Mis dedos entraban y salían con facilidad, pero aún tendría que dilatar un poquito más aquel orificio si aspiraba a introducir mi polla en él. Esta vez debería poner más cuidado. Añadiendo un nuevo chorrito de crema, hice pequeños círculos con dos dedos, dedicando el tiempo necesario para conseguir que tres dedos se perdieran entre las nalgas de aquella fascinante mujer.
― ¡AAAH! ―sollozó la pobre― ¡POR DIOS!
― Ya lo sé —respondí— Ya está, lo peor ya pasó.
Traté que se calmara besándola en el hombro.
― Ahora solo tienes que relajarte, deja que se adapte. No tenemos prisa, ¿verdad Alfonso?
No respondió. Estaba boquiabierto.
― Te gusta ver como joden a tu esposa, ¿eh, cabrón? ―le recriminé a éste.
― Con lo remilgada que parecía y mira ahora como le chorrea el coño ―me burlé de su marido en voz alta para que ella le escuchase también.
― ¿Quieres que te la meta, Rubia? ―me jacté acariciándome la polla que volvía a estar en plena forma para el segundo y definitivo asalto.
― ¡Sí! ―respondió rápidamente― ¡Fóllame, por favor!
Maria-Luisa comenzaba a ponerse impaciente, así que me acerque y, mientras pellizcaba suavemente uno de sus pezones, le susurré al oído.
― Escúchame bien, preciosa. Sé de sobra que no eres una rubia tonta, de modo que no quiero numeritos. Sabes que te la voy a meter por el culo, ¿verdad?
Maria-Luisa afirmó con la cabeza.
― ¿Y sabes que te puede molestar al principio?
La mujer repitió el mismo gesto.
― Bien… Ponte a cuatro patas…Te voy a dar por el culo hasta que te desmayes.
Los ojos se le desorbitaron.
Cuando se colocó, le froté el coño con brío. La mujer de Alfonso esperaba con su culazo en pompa. Jadeaba de los nervios, casi parecía impaciente.
Poniendo mi polla en la empapada vulva de la mujer la fui penetrando. Maria-Luisa tenía el coño encharcado, calentito y sumamente resbaladizo. Ella misma empujó hacia atrás buscando la penetración.
― En la boca no te cogía toda, pero en el coño sí, ¿eh, zorra?
Como yo no me movía fue ella misma la que de forma natural empezó a moverse adelante y atrás, haciendo que mi polla entrara y saliera de su coño. Sin duda, la desquiciada mami estaba gozando como nunca había gozado en una cama. Tuve la sensación de que Luisa comprimía mi verga con las paredes de su ardiente vagina.
Cuando dejándose llevar por el placer Maria-Luisa aumentó el ritmo de sus acometidas hacia atrás, yo la obligué a refrenarse. Entonces, le aparté el pelo de la cara y le ordené que mirara a su esposo.
― ¡Mírala bien, Alfonso!
Maria-Luisa estaba fuera de sí, sintiendo en su interior toda mi verga. Se la saqué por completo y la encajé en la entrada del otro orificio. Estaba resuelto a conquistar aquel soberbio par de nalgas y poner fin a la virginidad de su trasero. A partir de aquel día, cuando una amiga le preguntase si alguna vez se la habían metido por atrás, Maria-Luisa se ruborizaría sin poder remediarlo.
Mi polla empujaba su ano, pero Maria-Luisa apretaba el culo, no permitiendo que entrara. Pero yo tengo un truco que nunca falla. Poniendo más crema volví a meter dos y enseguida tres dedos en su ojete y, cual trilero, en un rápido movimiento, mi glande ocupó el lugar de aquellos tres dedos.
¡AAAGH!
La esposa de Alfonso gritó al notar que le abría el culo.
Entonces se me ocurrió algo divertido.
― ¡Qué te dije, Alfonso! —exclamé— ¡Me debes cien euros!
¡AAAGH! ¡AAAGH! ¡AAAGH!
Empecé un vaivén comedido. Aún así, éste pareció sobrecoger a la valiente mujer.
― Sabes, Luisa. Esta mañana aposté con tu marido a que eras tan puta como la que más ―mentí para excitarla.
¡AAAGH! ¡AAAGH! ¡AAAGH!
Los quejidos de Maria-Luisa al ser sodomizada no se atenuaban, ya que, con cada nueva embestida era un poco más de polla la que le entraba en su culo.
― ¡Qué gozada! ―bramé― No tienes nada que decirle a tu maridito.
En aquel momento, Maria-Luisa ya jadeaba como una cerda.
― ¡Vamos dile algo! —exigí.
― ¡¡¡ME ESTÁN MATANDO DE GUSTO, CARIÑO!!!
Comencé a decir todas las obscenidades que se me ocurrían a fin de excitar más y más a aquellos dos. Obligué a Luisa a reconocer cuánto le gustaba que la follase por el culo y a pedirme que se lo llenase de semen.
¡¡¡OOOOOOGH!!!
La rubia alcanzó un orgasmo tan intenso que tuve que esforzarme para que mi polla no se le saliera del culo. Comenzó entonces un espectáculo digno de una película porno. La hice girarse para que Alfonso pudiese ver bien la cara de su mujer y volví a añadir más crema.
—¡Me arde el culo, Alberto! ¡Córrete, por amor de Dios! —suplicó.
― ¡Qué culo tiene, Alfonso! ¡Mira! ¡Mira!
Aceleré. Mi miembro viril perforaba su espléndido culazo a toda velocidad, frenéticamente, y de pronto Maria-Luisa notó como se le escapaba el pis sin poder hacer nada para evitarlo.
― ¡Se está meando, Alfonso! ¡Será guarra! ―dije ensartándola hasta el fondo
¡¡¡OOOOOOGH!!!
Maria-Luisa voceó con su tercer o cuarto orgasmo. Todo su cuerpo temblaba y se tensaba con las contracciones del placer. La frontera entre un orgasmo y el siguiente se iba desvaneciendo. La esposa de Alfonso estaba inmersa en un éxtasis sublime. Después ya no fue capaz de sostenerse. Los brazos le fallaron, pero yo tiré hacia atrás de ella justo a tiempo de hacer que apoyara su culazo sobre los talones.
Había cumplido mi promesa: follarla hasta que se desmayara de gusto. Aquel éxito se merecía una celebración en condiciones. Hasta entonces, yo había estado de rodillas tras Maria-Luisa, agarrándola con fuerza de las caderas. En ese mismo momento me erguí sobre los pies y empecé a encularla como si me fuera vida en ello.
Maria-Luisa tenía los ojos cerrados, ensimismada en las sensaciones que debían estar manándole del culo. No me había equivocado, aquella hembra tenía un culazo tragón. Solo para asegurarme, extraje mi embravecido miembro viril de su ano y al segundo volví a metérselo. Apenas sí hubo fricción.
Resultaba divertido, la esposa de Alfonso emitía un suspiro cada vez que mi verga salía de su ano y luego daba un ligero respingo al notarla adentrarse entre sus nalgas.
¡CLACK! ¡CLACK! ¡CLACK! ¡CLACK!
Luego volví a follarla. La cadencia lenta, el paso firme. Cada vez que mi pubis chocaba con las nalgas de Maria-Luisa, todo su cuerpo se estremecía sobre el colchón.
― ¡ME CORRO, ALFONSO! ¡ME CORRO! —proclamé con rabia.
Un buen rato después, cuando las aguas volvieron a su cauce, Maria-Luisa se puso en pie. Tambaleándose, se acercó a su esposo. Yo pensé que iba a darle un guantazo, pero entonces Luisa se giró y, separando sus nalgas, le mostró el estropicio que mi polla había ocasionado en su ano, enrojecido, abierto y rezumando de esperma a borbotones.
Aún le di a Luisa un intenso beso antes de marcharme, pero cuando iba a salir de su habitación…
― Espera… ―exclamó Maria-Luisa y dirigiéndose al armario descolgó un saco enorme.
― Mira, Alberto, mi traje de novia... ¿Crees que me entrará?
― Seguro que sí, guapa ―mentí.
― Vuelve mañana, por favor… —me pidió como si estuviésemos solos— Quiero que me follases con este vestido.
CONTINUARÁ…
Celebraciones Familiares (lV) Todo en las vidas de Piedad y Maria-Luisa parecía avocar a un origen común. Había llegado el momento de que ambas mujeres se deshicieran de esa impronta de represión y culpabilidad con que la abuela Caridad las había marcado.