La feria ambulante de Azok Zemka (IV y final)
Extraído de las Crónicas de Mephisto.
(IV).
Tanto Azok como Gincaro quedaron totalmente impresionados por la destreza y el saber de Dway. Por supuesto, ninguno de los dos sabía de sus estudios esotéricos ni de cuanto había avanzado en ellos, en secreto y soledad. Protegido por los cuchillos del ono y la fuerza del semiogro, Dway era muy efectivo utilizando las brillantes rodelas que había invocado. Cuatro redondos escudos compuestos de un extraño material cristalino se alzaban a media altura, uno por cada punto cardinal. Dway los controlaba con sus manos, creando una zona segura en su interior de unos dos codos, siendo él su epicentro. Los escudos giraban en cuanto uno de los lobos se atrevía a acercarse, enfrentándosele y cortándole el paso. Automáticamente, el escudo más cercano variaba su posición para cubrir el hueco que había dejado su compañero, lo que mantenía las rodelas en constante movimiento.
No era un hechizo que se viera todos los días y necesitaba una profunda concentración del mago, por ello los dos artistas estaban impresionados. Jamás pensaron que el ilusionista tuviera esos conocimientos de magia de combate. Azok aprovechó que un lobo había sido repelido duramente por uno de los mágicos escudos para dar una zancada y asestar un terrible golpe con la maciza pata de la banqueta sobre la cabeza del animal. El cráneo crujió con un sonido horrible y el aquerón quedó inmóvil en el suelo. Inmediatamente, la rodela le cubrió el flanco. Cuando se giró para retroceder, el mago le sonrió.
Gincaro, a su vez, pinchó el lomo de otra bestia que intentaba colarse entre los dos puntos protegidos. Los aquerones habían creado un círculo a su alrededor, buscando huecos para atacar, desplegando su astucia animal. El lobo aulló al sentir el corte en su carne y saltó hacia atrás, alejándose, que era lo que el cuchillero deseaba en suma. Lanzó el cuchillo que tenía en la mano derecha con tal fuerza que se enterró completamente en el cuello del animal, el cual acabó retorciéndose en el interior del estanque, desangrándose rápidamente en el agua.
Los tres lobos restantes ampliaron su círculo en unos codos, alejándose de aquellos hombres que habían resultado demasiado peligrosos. Su instinto les decía que era el momento de abandonar, pero el entrenamiento al que habían sido sometidos clamaba por la sangre de sus presas. Gruñendo y mostrando los enormes dientes, se juntaron más buscando la fuerza de la manada.
Dway estaba esperando esa ocasión y mantenía el nuevo conjuro fijo en su mente. Ni siquiera anuló las rodelas de cristal para lanzar el hechizo por si algo salía mal y necesitaban protección. Sintió la nueva dosis de maná pasar por su cuerpo para alimentar el conjuro y se obligó a controlarse, a reservarse para lo que pudiera venir después. La llamarada que surgió de su báculo alcanzó a las tres bestias casi de lleno. El fuego goteó sobre las losas del suelo como si fuese líquido incandescente. Los lobos aullaron de dolor y volvieron grupas, intentando alcanzar el exterior, pero el fuego ya había calcinado sus ojos y chocaron con obstáculos o con alguna pared, muriendo rápidamente.
― ¡Por la jodida Wala! ¿Dónde coño has aprendido esos conjuros? – jadeó Azok, recuperando el resuello.
― Todo mago debe saber defenderse – respondió Dway, encogiéndose de hombros. No estaba dispuesto a contarles nada más. – Ahora debo concentrarme en recuperar los hechizos de protección de la mansión.
― Te cubrimos – asintió Gincaro tras recuperar el cuchillo del cuello del lobo.
Por su parte, Ikune había tirado de su confuso padre y de la histérica de su tercera esposa a través del corredor que unía las dos alas de la mansión. Los demás invitados les siguieron, esperanzados en encontrar un refugio o quizás una salvación. Catissia, la bella arpía, posó una de sus manos sobre el antebrazo de Noorkhiel. Sus grandes ojos azules le miraron fijamente.
― Seré de más ayuda ahí fuera que encerrada con vosotros – dijo.
― ¿Qué vas a hacer, Catissia?
― No lo sé, pero necesitamos conocer cuanto ocurre. Puedo explorar…
― Vale. Espera… – Noorkhiel extrajo al hada del interior de su camisa, consiguiendo que la arpía abriese sus alas de la sorpresa. – Guapa, ¿por qué no acompañas a mi amiga en su vuelo y me traes noticias?
“Mi nombre es Agua de Rocío Perlada de Luz y lo haré por ti”, canturreó en un corto trino.
― Gracias, hermosa, ¿te importa que te llame Agua? – preguntó el chico con una sonrisa, lanzándola al aire.
La arpía abrió una de las ventanas del corredor y trepó con agilidad por las enredaderas de la piedra hasta alcanzar el tejado. Con un suave silbido, Agua la siguió con un vuelo más propio de un insecto borracho. Catissia se movió sobre el tejado de esquisto y madera hasta asomarse al cuadrado descubierto del gran atrio. Observó la lucha entre sus compañeros y los aquerones y, con agrado, descubrió que estaban venciendo con la ayuda del mago. Sonrió y se lanzó al aire nocturno, desplegando sus enormes alas. Con un poderoso batir, se elevó cuidando de no destacar contra la curvada luna.
Los nobles, los Ediles, algunos de los sirvientes, así como diversos músicos, bailarinas y artistas se refugiaron en el gran salón de la mansión, atrancando puertas y ventanas con ayuda de pesados muebles.
― Nos estamos dejando influir por la histeria – masculló Ivrid Sok, calmándose al sentirse más seguro. – Seguramente, mis guardias se están ocupando de todo en este momento.
― Quizás sí pero no lo sabemos con seguridad – contestó el Calimán D’sassia, llevando a su esposa del brazo. – Hasta que no se pongan en contacto contigo, estaremos más seguros aquí dentro.
― ¡Esto es una felonía, un ultraje! – gritó su esposa con voz estridente. -- ¿Cómo pueden unos lobos llegar hasta aquí, en una ciudad amurallada?
― Los lobos llevaban collar y argollas – repuso Noorkhiel, atrayendo la atención sobre él. En aquel momento, estaba consolando a una asustada Dranie que se abrazaba a él con sus cuatro brazos. – Eso es lo que dijo mi padre y no suele equivocarse. Alguien los ha traído hasta aquí y los ha azuzado contra nosotros.
― ¿Quién eres tú, chico? – le preguntó el anfitrión.
― Noorkhiel, un artista más – contestó, guardándose cuanto le había dicho el hada Agua. No era el momento de asustar más a los invitados.
Ikune, detrás de su padre, miraba las cuatro anaranjadas manos de la bailarina aferradas al cuerpo de Noorkhiel y sintió algo feroz que roía su vientre. Por un momento, quiso ir hasta ellos y tirar del largo pelo de la Sek, ocupando su lugar. Pero no podía hacer algo así ante su familia y los invitados, así que optó por morderse el interior de la mejilla y maldecir mentalmente a aquella pécora.
Unos fuertes golpes en la puerta de doble hoja sobresaltaron a todos.
― Somos nosotros. Abrid – se elevó la bronca voz de Azok Zemka tras la madera.
Un suspiro de alivio general se elevó mientras que Noorkhiel, con una sonrisa, acudía a retirar los muebles que atrancaban la puerta. Aferró el antebrazo de su mentor en cuando estuvo ante él, reprimiendo el impulso de darle un sentido abrazo.
― ¿Qué ha pasado? – preguntó.
― Los hemos matado a todos y he activado de nuevo el hechizo de protección de la mansión, aunque no sé si servirá de mucho – dijo Dway, llamando, con sus palabras, la atención del anfitrión y de otros invitados. – Hasta donde sé, no hay más intrusos en la casa pero no conozco lo que hay fuera.
― Catissia ha salido a fisgonear – le informó su pupilo.
― Una buena noticia, al menos. Esperaremos – gruñó Azok.
― La burbuja de protección de la mansión estaba retirada a causa de la fiesta, para que los invitados pudieran ir y venir a sus anchas – musitó Ivrid Sok.
― Por eso mismo esas bestias pudieron entrar – asintió Dway.
― Y si no es por el mago, la cosa se habría puesto muy fea – Azok dio una fuerte palmada en la espalda del hechicero, como muestra de agradecimiento.
― Aún no estamos a salvo. ¿Comendador, tienes alguna forma de avisar a la milicia desde aquí? – preguntó el mago, dirigiéndose al anfitrión.
― Tengo un espejo parlanchín en mi despacho que está conectado al Cabildo. Desde allí alguien puede avisar a los guardias – los ojos del comendador se abrieron, esperanzados.
― ¿Alguien del servicio tiene algún otro medio? – inquirió Dway, mirando al fondo del salón, sabiendo de los chismes que se contaban entre criados de distintas familias.
Algunos de los criados que se habían refugiado junto a los invitados asintieron. Uno de ellos se adelantó para comunicar que lo que cada cual tuviera se encontraba en las estancias del servicio, cercanas a la cocina.
― La mansión es segura por el momento. Hemos revisado la cocina y las despensas. Hay varios criados allí que cerraron las puertas al escuchar los gritos. Preguntadles a ellos también – el mago agitó una mano como si aquella conversación se hubiera acabado y los sirvientes se pusieron en marcha, saliendo por la puerta libre de atranques.
El comendador se soltó de la presa que le hacía su esposa en el brazo y salió a toda prisa en otra dirección, hacia su despacho, colindante al salón.
― Son fieles de Pessian, padre – dijo Noorkhiel con un susurro al oído del mago.
― ¿Qué? ¿Cómo lo sabes? – el mago le miró, intrigado.
― Me lo ha dicho un hada – respondió con un encogimiento de hombro.
― ¿Un hada? ¿A qué te refieres? – le preguntó Azok a su vez.
― A esa hada – señaló el chico hacia la ventana donde revoloteaba Agua, golpeando los cristales.
Dway no quería pensar en que había ocurrido otro nuevo cambio en su pupilo; no era el momento de preocuparse por ello, pero no podía dejar de sentir el pellizco de la preocupación en su esófago. ¿Un hada ahora? ¿Qué significaba?
Un sirviente abrió la ventana y la diminuta criatura entró como una exhalación, posándose en el hombro del chico y comenzando a cantar y modular silbidos de diferentes tonalidades.
― ¿Entiendes lo que dice? – se asombró el mago.
― Sí, padre – respondió Noorkhiel, levantando una mano y pidiendo paciencia. Siguió escuchando los trinos y cabeceando hasta que el hada se sentó en el hombro y se arropó con un mechón de la pajiza melena. – A ver…
― No consigo ponerme en contacto con el Cabildo – masculló Ivrid Sok entrando en el salón y deteniéndose al contemplar todo el grupo reunido en un apretado coro. -- ¿Qué pasa?
― ¿Nadie contesta? – Dway surgió de entre los reunidos, enfrentándosele.
― No, es que el espejo sigue turbio como si no llegara a contactar – el comendador abrió los brazos, impotente.
― No importa. Catissia ha ido a avisar a la milicia en cuanto comprobó que estamos rodeados y aislados en la Cresta – dijo Noorkhiel, reuniéndose con su mentor.
― ¿Eso es… un hada? – balbuceó el comendador, señalando con un dedo el hombro del chico. Aunque era bien conocida la existencia del Pueblo Invisible, ver a una de las hijas de la Madre Tierra no era nada frecuente.
― Es nuestra informante – dijo Dway, levantando una mano. -- ¿Qué más te ha dicho, cachorro?
― Visten todos de oscuro y van armados. Dice que hay tantos como dedos de pies y manos tiene, al menos. Como he dicho, son secuaces de la diosa de la envidia y de la avaricia, fieles de Pessian. Rodean toda la finca y han asesinado a todos los guardias, los cocheros y los sirvientes que han encontrado en el exterior. Mientras lo hacían, enviaron a los lobos a sembrar el terror dentro de la mansión.
― Sin duda, no esperaban oposición y por eso hemos conseguido mantenerles fuera – asintió Dway.
― Pero seguro que han venido preparados para una situación así. No me creo que hayan iniciado el asalto a la mansión del Comendador de Lenussia sin traer sus propios magos – aseguró Azok.
― En este caso, seguramente sacerdotes. Estos fieles de Pessian son fanáticos y obsesivos, completamente volcados con los deseos de su divinidad y con lo que les reporta a cambio – musitó Dway, rascándose las velludas patillas. – Ya había escuchado de asaltos así pero nunca en una ciudad de esta importancia. Lo han hecho en granjas aisladas, villorrios de montaña, caseríos y aldeas, más al norte…
― ¿Y qué ocurrió? – preguntó una de las damas, mortalmente asustada.
― No quiero mentir, vienen buscando sacrificios para su diosa. Nos cortaran el cuello a todos si consiguen entrar.
― ¡Madre Diosa! – replicó la mujer. Otras empuñaron sus talismanes religiosos buscando su protección.
― ¡Debemos fortificar esta sala! – exclamó uno de los nobles.
― ¡Así conseguiremos tiempo hasta que acuda la milicia! – dijo otro.
― ¡Sí! ¡Sí! ¡Mano a la obra! – chillaron los demás.
Se retiraron puertas de otras estancias para crear portalones resistentes para las ventanas, usando herramientas que algunos sirvientes trajeron a toda prisa. Los criados que fueron a comprobar sus medios para comunicarse con el exterior – espejos, cartas mágicas, ídolos de conversación, y otros medios puestos de moda en aquella época – regresaron e informaron que sus artefactos no funcionaban, al igual que el del Comendador. Dway supo que aquello era cosa de los sacerdotes de Pessian. De alguna forma, los mantenían aislados.
Así que el Comendador dio órdenes para que trajeran alimentos y agua de la cocina, así como varios de los robustos muebles que se encontraban allí para formar mejores barricadas. Varios baldes llenos de agua se alinearon contra una de las paredes, en previsión de posibles incendios.
El comendador abrió una sala adjunta a su despacho en donde se acumulaban los trofeos de su clan familiar. Había algunas panoplias de armas en las paredes que pasaron rápidamente a manos de los más duchos en combate, como era el caso de los nobles forasteros. Todos los sinimari pasan por algún tipo de entrenamiento en su juventud, sea militar o simplemente como tradición familiar: esgrima, tiro con arco y ballesta, el látigo e incluso el manejo del exótico guantelete taki, que es una de las armas tradicionales de la alta nobleza, usada tanto en batalla como en duelos.
Siete nobles quedaron armados. Los dos elfos cantores rechazaron una ballesta pues eran comerciantes y no guerreros, según ellos. Azok se hizo con una gran porra con una corona de largos pinchos que hizo resonar contra la palma de la mano con un golpe seco. Su amante aumentó aún más la colección de dagas con un par de víboras kletanas de elaboradas guardas. Algunos de los Ediles se armaron con lo que encontraron en vitrinas y estantes, casi más en un intento de sentirse protegidos que en una verdadera sapiencia del manejo de las armas. Noorkhiel, por su parte, no se separaba jamás del curvo cuchillo que él y Dway, años atrás, habían tallado y afilado con paciencia de uno de los colmillos inferiores de un whyrm, pero aún así se apoderó de un viejísimo coratí de la era gosapakh. Un coratí, también llamado abuelo de espadas, se parece mucho a un gladio romano, corto y ancho, con doble filo y entrada de aire, y una guarda que abraza el nervio de la hoja.
Sopesó el arma y acabó atando la ajada funda de cuero a su espalda, doblándola sobre su hombro derecho. Agitó los brazos un par de veces y arqueó la espalda para buscar el mejor equilibrio. Se acercó a su padre y observó su rostro preocupado.
― ¿Qué ocurre, viejo?
― No sé si es buena idea quedarnos aquí dentro…
― Catissia habrá avisado a la milicia. Estarán aquí en poco tiempo.
― ¿Tú crees que esos fieles no estarían preparados para una cosa así? Si han elegido esta noche para atacar, sin duda sabrían de la gala y también conocerían de nuestra presencia.
Como si se hubiera tratado de un vaticinio, un cántico se elevó en el exterior. Resultaba cercano y verdaderamente molesto, las palabras apenas se entendían y el tono era lúgubre y malsonante. Gincaro arriesgó una mirada entre los asientos de varias banquetas claveteadas.
― ¡Maldita sea nuestra puta suerte! – exclamó, haciendo que todo el mundo le mirara. – Catissia está colgada entre dos árboles, con las alas extendidas. Están dejándola sin sangre a base de cortes.
― No ha abandonado la Cresta Polus – agitó una mano el mago con rabia. -- ¡Es lo que me temía!
― Entonces… ¿no vendrá nadie en nuestra ayuda? – gimió Edanna, la joven esposa del comendador, en un tono muy asustado.
― Los sacerdotes están invocando la intervención de su diosa. De una u otra forma, entrarán y nos inmolarán alegremente – explicó Dway.
― Tenemos que salir – masculló Noorkhiel, tensando todo su cuerpo.
Noorkhiel recibió la súbita impresión como si fuese la hoja de una lanza afilada que penetrase en su carne. De repente, lo veía muy claro todo, como si una ráfaga de frío viento hubiera barrido las pocas dudas que persistían en su niebla mental. Sí se quedaban allí dentro, morirían todos. Sólo tenían una oportunidad, una posibilidad de que alguno saliera vivo, y era romper el cerco de fieles y descender la Cresta en busca de ayuda.
― ¡Tenemos que salir y abrirnos paso! – repitió. Su padre le miró, serio pero sereno.
El Comendador Sok llegó hasta él con ojos asustados.
― ¿Estás chalado, niño? Si salimos, nos atraparan a placer – le increpó, con la boca tan cerca de su rostro que partículas de saliva le salpicaron.
― Tiene razón. Un grupo armado puede tener alguna posibilidad de defenderse. Esos fieles no son soldados, son carroñeros. Si mostramos un frente común… – asintió Dway.
― Pero…
― No hay pero que valga – rezongó Azok, abriéndose paso entre los invitados que se apelmazaban por instinto. – Nuestra única esperanza era la arpía Catissia y, de alguna manera, ha sido atrapada y sacrificada. Debemos enviar un grupo a pedir auxilio, ¡un grupo que sepa luchar y matar!
― Bien. Yo iré con quien se presente voluntario. Necesitaran protección frente a los sacerdotes y sus invocaciones – Dway habló con aplomo, al mismo tiempo que con un pase del pomo de su bastón, volvía a convertir sus vistosos ropajes de espectáculo en algo mucho más mundano y capaz de camuflarse en la noche. -- ¿Quién viene?
― Yo, por supuesto – dijo su pupilo, mirándole fijamente.
― Cachorro… tú no – el mago inició una conocida cantinela para excusarle, pero el chico lo atajó con un gesto.
― Voy a ir y no hay más discusión. No estando Catissia, me necesitas y lo sabes. Puedo ver en la oscuridad mejor que ninguno de vosotros y deslizarme en total silencio como… un ladrón. Además, el hada parece no querer despegarse de mí y seguro que la necesitaremos – dijo, acariciando a la diminuta hembra que sonrió con gozo.
Dway abatió los hombros y asintió. Su pupilo le había vencido esta vez y era consciente de que tenía razón. Las habilidades de Noorkhiel serían de mucha ayuda fuera. Azok y su amante Gincaro se ofrecieron sin dudarlo, así como dos de los nobles más jóvenes: el conde Jurino y el nostre Neferna.
Jurino pertenecía al clan enano regente en la ciudadela de Caniatis, el clan Narnuk, y era primo hermano del propio rey Tarfas III. Era un enano joven y brioso, de cejas hirsutas y barba muy bien recortada; su fornido cuerpo casi rozaba el codo y medio de estatura, un tamaño considerado para un enano. Neferna, en cambio, era como un junco mecido al viento. Había sido enviado por sus padres a la capital del ducado de las Cataratas, a la propia corte del Duque. Se trataba de un joven cormorac del Pueblo Piedra.
Ya sabes que los mutaanos llaman Pueblo Piedra al vasto tronco que abarca a los ogros, los trolls y los titanes, todas aquellas razas cuya carne no es verdadera carne, sino piedra simulando ser carne. Los cormorac son más parientes de las lamias y nagas que de los ogros. Son individuos muy altos y extremadamente delgados, con más de dos codos de altura, de ahí que parezcan juncos meciéndose cuando caminan. Sus rasgos, sin embargo, recuerdan bastante a los de un elfo por su simetría y belleza y también por su poca expresividad. La defensa racial de los cormorac está en su voz; un miembro bien educado puede hechizar, adormecer, e incluso matar usando sus cuerdas vocales.El caso era que Neferna tomó la ballesta y un carcaj lleno de pesados virotes y se unió al grupo que pretendía hacer la salida.
Darnie dio un paso adelante y se abrazó nuevamente a Noorkhiel, inclinando su cabeza hasta posarla en el hombro del chico y lagrimeando sobre él.
― Vamos, bella Darnie, no me pasará nada – musitó Noorkhiel a su oído.
― Prométemelo – hipó ella.
― Te lo prometo – pronunció él con gravedad, mirando en dirección de Ikune, la cual tenía el ceño fruncido. – Volveré a por ti.
― Salid por la escalera del atrio – les dijo Ivrid Sok. – Podréis recorrer los tejados mayores y desde ahí ver qué punto es el mejor para intentarlo.
― Gracias, Comendador, haremos cuanto nos sea posible para poner a todo el mundo a salvo – contestó Dway, abriendo la puerta que daba al pasillo que les llevaría de nuevo al atrio. – Encerraros de nuevo y no abrid sin que os den la palabra adecuada.
― ¿Qué palabra? – parpadeó el Comendador, mirando al mago.
― En honor a nuestra arpía caída, Catissia será la contraseña – masculló Azok.
El anfitrión asintió y cerró la puerta a sus espaldas. El grupo se movió raudamente hasta llegar al atrio. Allí, en el exterior de una de las arcadas, se encontraron con varios individuos, totalmente de oscuro, que golpeaban con las empuñaduras de sus afiladas dagas contra la invisible burbuja que cubría las zonas abiertas de la mansión. Dway señaló las estrechas escaleras en caracol que ascendían hacia el tejado, en un lateral del gran patio.
― No tardarán mucho en romper la resistencia del campo – les dijo a sus compañeros, a medida que subían a toda prisa.
Desde arriba pudieron comprobar que los asaltantes eran más numerosos de lo que Agua contó, más del doble. Una cincuentena de acólitos, entre fieles y sacerdotes, rodeaba la mansión, ahora visibles por las antorchas y lámparas dispuestas fuera. Con agilidad, Noorkhiel recorrió los tejados y saltó de viga en viga sobre los espacios abiertos.
― La mayor parte de esa escoria está reunida ante el ala personal del Comendador, que es donde están refugiados los invitados. Hay otros pocos ante las puertas de la cocina. El sitio más despejado es el patio anterior, en el que se recibieron a los nobles y Ediles al comenzar la velada – informó en un susurro.
― Claro, liquidaron a los cocheros y sirvientes a su llegada. Saben que allí no hay nadie – dijo su mentor, asintiendo.
― He enviado a Agua hacia el camino descendente de la Cresta para comprobar que retén han dejado allí. Sin duda deben controlar la calzada…
― Bien hecho, Noork. Debemos bajar por el patio anterior – señaló Dway.
― ¿Cómo? Tu hijo es muy ágil pero nosotros somos moles – gruñó Azok. – No hay ni siquiera un maldito tejadillo para poner los pies, sólo vigas y muretes más finos que la palma de mi mano.
― Puedo ayudaros con eso pero perderemos toda la velocidad y sorpresa – respondió el mago tras meditar unos segundos.
― Entonces, yo iré primero. Despejaré la zona para que podáis bajar sin peligro – afirmó con fiereza Noorkhiel, desenfundando su afilado colmillo de whyrm.
― ¿Tú? – rezongó el conde Jurino, con el despectivo tono de un noble.
― ¿Quieres hacerlo tú, enano? – inquirió Noorkhiel, inclinando su cabeza hasta quedar a la altura del conde nutok. – Observa y ahógate en pura envidia.
Ninguno de los presentes, ni siquiera su propio padre, estaba preparado para verle saltar de la manera en que lo hizo. Con una facilidad engañosa, más propio del despegue de algún ser alado, Noorkhiel saltó arriba y hacia delante, remontando una docena de codos antes de empezar a caer en un gran arco. Pero no caía como cualquier hijo de vecino, atraído por la gravedad hacia el suelo, más bien su caída parecía ralentizarse, menguando hasta la mitad de la fuerza de atracción.
― ¿Cómo demonios ha hecho eso? – barbotó Azok, parpadeando con confusión.
Dway conocía el extraño don que su hijo poseía desde su nacimiento, el cual le permitía jugar a su cuerpo con la gravedad, pero no le había visto jamás hacer algo así. Claro que no podía saber las largas horas que el chico dedicaba a entrenar, bailando con su colmillo de whyrm sobre altas ramas de árboles, en equilibrio sobre barrancos, retándose a saltar más y más alto, o bien dejándose caer desde acantilados para posarse con la suavidad de una pluma. Si le hubiera visto hacerlo, quizás la impresión le hubiera matado.
No, el mago le había visto reducir el peso de ciertos objetos pesados para poder levantarlos o moverlos cuando era más pequeño y había estudiado esa cualidad hasta comprender que Noork tan sólo podía abarcar un área muy estrecha con ello. Podía alterar la gravedad sobre un objeto, haciéndolo más liviano o más pesado; podía alterar su propio peso con ello, pero no sospechaba en absoluto lo lejos que había llegado su pupilo en el uso de su don grávido.
Verle ahora de esa forma, saltando como un gigantesco saltamontes hacia la oscuridad, le constriñó el pecho fuertemente. Debía dejar de pensar en Noorkhiel como si fuera aún un infante…
En su lenta caída, los ojos del chico descubrieron al secuaz apostado tras una de las últimas calesas llegadas. Se posó sobre el techo con la máxima suavidad de la que fue capaz, lo que ni siquiera activó el icono de levitación del vehículo. Escuchó perfectamente la letanía que el tipo murmuraba, alabando a su diosa mientras vigilaba las arcadas del patio delantero; una letanía que se quedó trabada en la laringe del acolito cuando el colmillo se hundió profundamente en su espalda, desgarrando su único pulmón. Noorkhiel, tras dejarse caer a su espalda, le mantuvo la boca tapada mientras agonizaba, incapaz de llenar su cuerpo de aire.
Sin esfuerzo, le metió en el interior de la calesa y corrió los cortinajes, tapándole a ojos indiscretos. Un breve y acallado silbido le hizo girar la cabeza y Agua revoloteó a su alrededor, alegre. Noork se llevó un dedo a la boca, imponiéndole silencio. El hada se posó en su hombro y silbó muy quedamente a su oído.
― Un hombre muy anciano y otros cinco en la calzada. Bien, bien… eso puede facilitar el asunto – susurró tras escuchar el informe. – Vamos a despejarle el camino a los demás.
Se movió como una sombra, lentamente, encontrando a otros cuatro acólitos ocultos a los que cortó el cuello o apuñaló sin ninguna piedad. Arrastró sus cuerpos hasta esconderlos y se aseguró que no hubiera nadie más. Entonces, envió a Agua a avisarles que bajaran. Él les esperó junto a una de las arcadas. Llegaron pisando despacio y reatados con una especie de hilo lanoso.
― ¿Un conjuro de escalada? – Noorkhiel dobló aún más una de sus cejas.
― También funciona para estos casos. Consigue que guarden el equilibrio – se encogió de hombros el mago, anulando el hechizo con un gesto.
― Agua dice…
― ¿Agua?
― El hada. Dice que hay un hombre muy anciano con cinco más en la bajada de la Cresta.
― Supongo que será el sacerdote mayor o incluso uno de los Venerables del culto. Habrá que tener cuidado con él, puede ser un invocador con muchos recursos – suspiró Dway.
― ¿Cuántos había? – preguntó Gincaro al chico en un susurro.
― Cinco. Los he ocultado.
― Buen chico – sonrió Azok.
― Retiro lo que dije – se excusó el conde enano, inclinando la cabeza.
― Ya lo he olvidado – repuso Noorkhiel. – Vamos, por aquí…
Sin embargo, descubrieron más secuaces entre los setos podados y los árboles bien cuidados y alineados. Noorkhiel detectó el olor de la pipa de haskm mucho antes de distinguir al sujeto que la fumaba. El chico le permitió una última calada antes de degollarlo para que muriera feliz. El Emperador siempre ha sido así… como decís los humanos: una de cal y una de arena…
Otro de los “vigías” fue abatido por un certero disparo de Neferna, que le dejó la cabeza clavada al tronco del árbol tras el que se ocultaba. Los ojos noctámbulos del cormorac eran mejores inclusos que los de Noorkhiel. Avanzaron con más cautela hasta toparse con un tercero del que Gincaro se encargó fácilmente. Tal y como dijo el mago, no eran soldados instruidos, sino carroñeros más pendientes de sus vicios que de otra cosa.
Sin embargo, cuando llegaron ante la calzada empedrada que descendía de los amplios bancales de la Cresta Polus, comprendieron que todos los fieles no eran así. El anciano estaba en el centro, custodiado por sus cinco guardianes, los cuales se enfundaban en armaduras de cuero tachonado y portaban oblongos escudos de madera pintada con el símbolo del culto. Esgrimían espadas de combate, de largas y estrechas hojas, y sus testas se remataban con un casquete cónico. Parecían tipos acostumbrados a batirse y sabían manejar sus armas.
En cuanto al anciano, portaba alrededor del cuello y descansando sobre su pecho un gran collarín enjoyado que hablaba de la importancia de su portador. Dway cerró los ojos, preocupado. Aquel anciano era uno de los Venerables del culto, uno de los más altos seguidores de la diosa, seguramente bendecido con algunos dones divinos. Miró atrás, pensando en que aún no era tarde para retroceder y volver a la mansión.
Sin embargo, el conde Jurino tenía sus propios planes, debido sin duda a su metedura de pata con Noorkhiel. Aferrando con las dos manos el mandoble que se había agenciado en la mansión, lanzó un grito de batalla nutok y se lanzó a la carga, arrastrando a todos sus compañeros al combate. El anciano pareció despertar de algún letargo que le mantenía encorvado sobre sí mismo y alzó los marchitos brazos, que quedaron desnudos ante todos, salpicados de manchas seniles.
Aún duraba el grito de batalla en la garganta del conde Jurino cuando del cielo nocturno descendió una especie de cortina boreal que emitía pequeños destellos irisados. Cayó dulcemente sobre el enano, cortando en seco su desenfrenada carrera. El nutok se envaró y puso los ojos en blanco. Todo su cuerpo comenzó a temblar espasmódicamente. Soltó su arma y, lentamente, comenzó a alzarse, despegando los pies del suelo. Era como si flotase en el interior de aquella cortina translucida caída de las estrellas.
― ¡Atrás todos! – exclamó Dway, frenando a los demás, quienes retrocedieron manteniendo sus armas enarboladas.
El que estaba más atrás, a la altura del mago, era Neferna, que apuntaba a los cultistas con su ballesta. Noorkhiel, el más adelantado, elevó el brazo, pegando el colmillo a su codo en una pose desafiante. Gincaro tiró de la manga de su amante, haciéndole retroceder. Con una sonrisa malévola, los cinco soldados del culto avanzaron y la cortina boreal avanzó con ellos, cubriéndoles.
― ¡Jodida puta diosa! ¡Estamos en un lío! – exclamó el mago, intentando encontrar un hechizo en su repertorio mental que le sirviera de ayuda.
El silbante sonido de la ballesta al ser disparada resonó en la noche y un virote se clavó en el muslo de uno de los soldados, arrancándole un grito.
― ¡Ja! ¡El acero kople pasa sin problemas! – gritó con ferocidad el cuchillero. -- ¡Ahí va mi donación!
Dio dos pasos hacia delante para tomar impulso y su potente brazo lanzó una de las víboras. Sin embargo, el soldado interpuso hábilmente el escudo de madera y la sinuosa hoja de doble punta se clavó fuertemente allí, arrancando un sonoro juramente de los labios del artista.
― Dispárale al viejo – musitó Dway al cormorac.
El delgadísimo individuo se llevó la ballesta al hombro y apuntó con calma desde la atalaya que formaba su propio cuerpo. Aunque los soldados protegían al Venerable colocándose delante, con los escudos alzados, Neferna podía distinguirle perfectamente dada su altura y la elevación del terreno. El virote se desvió extrañamente al llegar ante su objetivo y en vez de clavarse en el pecho, lo hizo en uno de los brazos. El viejo chilló de dolor, con la saeta de acero traspasándole la extremidad.
― ¡Ese cabrón está protegido por su diosa pero aún así le has dado! ¡Sigue disparándole!
Con un rugido, los soldados cargaron desesperadamente contra el grupo, tratando de enredarlo en la letal cortina de estrellas. Artistas y nobles retrocedieron, buscando la protección de los altos setos de donde habían surgido, todos salvo Noorkhiel, quien saltó hacia delante, por encima de los soldados que corrían hacia él, atravesando sin problemas la barrera boreal. Todo el mundo se quedó atónito, los soldados que esperaban escuchar sus gritos, el anciano que le veía caer hacia él, y sus propios compañeros que habían dejado de intentar escapar para quedarse con la boca abierta.
― ¡MÁTALO! ¡Mátalo, cachorro! – aulló el mago, al ver que su hijo corría hacia el Venerable.
Noorkhiel se lanzó en plancha sobre el anciano herido, el colmillo presto a clavarse hasta la empuñadura, pero cuando su piel rozó la ropa del sacerdote, un incandescente fogonazo nació entre los dos cuerpos, separándole abruptamente. El chico agitó la cabeza para despejar la miríada de luces que se agolpaba en su mirada. Estaba tumbado en el suelo, notando las duras lajas de piedra de la calzada bajo su espalda. Cuando levantó la cabeza, sus reflejos le obligaron a gatear hacia atrás, alejándose de la alucinante criatura que avanzaba lentamente hacia él.
Era el anciano y no lo era, al mismo tiempo. Su marchito cuerpo estaba encerrado en una especie de aura hecha de necroplasma translucido, la cual adquiría la forma de un ente amorfo y sin definir, de gran tamaño. Parecía como si el anciano estuviera encerrado dentro del pecho de un fantasma gelatinoso pero, éste, a su vez, estuviera controlado por los movimientos que realizaba el Venerable en su interior.
― ¡Por los escasos pelos de Zariok! ¿qué coño es esto? – jadeó el chico, esquivando como pudo un tremendo puñetazo que hizo retumbar el suelo.
La cortina boreal se esfumó al aparecer la forma espectral que contenía al Venerable, por lo que sus soldados se quedaron indecisos; no sabían si seguir atacando o retroceder para cubrir al anciano. Claro que no les hacía ninguna gracia acercarse a aquella extraña manifestación de la diosa, pues era la primera vez que la veían. Sabiendo que debía aprovechar el momento, Dway lanzó a sus compañeros al combate mientras él intentaba ayudar a su hijo.
Al tener a los soldados del culto más cerca, Neferna consiguió un disparo letal al primer intento, traspasando el parietal de uno de ellos. Gincaro clavó uno de sus cuchillos en el brazo armado de otro, así como una daga en el muslo de un tercero. Azok se enfrentó con su maza a los dos restantes, dándole tiempo a su amante para asegurar otros lanzamientos.
Noorkhiel siguió saltando de un lado a otro, esquivando los torpes manotazos del sacerdote. Dio gracias a todos los dioses por enfrentarse a un anciano marchito y cansado que apenas podía mantener el ritmo. Si un hombre más joven estuviera en el interior de aquella armadura gelatinosa, seguramente ya le habría alcanzado con contundencia. Agua revoloteaba enloquecida alrededor de los contendientes pero alejada de cualquier golpe desviado. No dejaba de silbar y canturrear y, en verdad, se estaba acordando de toda la estirpe del sacerdote. Ya había probado algunos de sus trucos traviesos pero no conseguían traspasar la gelatinosa forma.
Por su parte, Dway necesitaba calmarse para enfocar el único conjuro que creía poder afectar aquella armadura. Neferna y Gincaro habían acabado con las vidas de los cultistas heridos y Azok había destrozado los brazos de uno de sus contrincantes a cambio de un tajo en su costado. Entre los tres no tardarían en tener la situación controlada, así que el mago se sumió en una concentración más profunda, olvidándose de cuanto le rodeaba y visualizando su objetivo: la calzada de piedra.
El hechizo de transmutación empezó a obrarse, primero despacio, molécula a molécula; luego, más deprisa, cambiando una piedra tras otra, transmutando el pétreo material en algo más dúctil, menos rígido…
El Venerable chilló de indignación, dejando de perseguir al saltarín insurrecto y chapoteó en el limoso fango en que se estaba convirtiendo la amplia calzada. Intentó apartarse y alcanzar terreno más elevado, pero una de las gruesas y gelatinosas patas de paquidermo que le servían de pies se había clavado con fuerza en el succionador barro.
Noorkhiel aprovechó perfectamente la distracción para saltar sobre la espalda de la armadura y, de alguna manera, aferrarse con uñas y dientes a una casi imperceptible nuca.
― Está bien, viejo… veamos lo profunda que es esta fosa de lodo que papi ha hecho para ti – se burló el joven.
Apelando a todo su poder sobre la gravedad empezó a condensar y aumentar ésta sobre la armadura de necroplasma. Duplicó su peso, lo triplicó, y así sucesivamente, aumentándolo más con cada chirriar de dientes que resonaba al apretar sus mandíbulas. El viejo chillaba y bramaba en el interior, soportando la presión que generaba el peso añadido en el interior del campo y, sobre todo, al comprobar que se hundía más y más, irremediablemente.
Dway, sostenido por Azok, seguía transmutando piedra y tierra, cada vez a más profundidad. El maná quemaba la punta de sus dedos, escocía en sus ojos, y picaba en su lengua, pero siguió manteniendo la concentración y el hechizo, al borde de sus fuerzas. Otro mago en su lugar, abría finalizado ya el hechizo por miedo a que el maná consumiera su carne y huesos. Él siguió firme, dispuesto a dar la oportunidad que el chico necesitaba.
La armadura gelatinosa acabó hundida casi hasta los hombros. La presión del lodo y el peso que Noorkhiel había decuplicado comprimieron finalmente el necroplasma hasta tal punto que los huesos y tendones del anciano no pudieron resistirlo. Con un desesperado quejido final, su cuerpo cedió, aplastándose con un crujido impactante. Los ojos del anciano fueron expulsados de sus órbitas y tanto de su boca, como nariz, oídos y ano, manó sangre en abundancia, evidenciando la fosfatina en que se habían convertido sus entrañas. El campo desapareció en cuanto el sacerdote murió y el lodo se precipitó, rellenando el hueco que se le había resistido, sepultando al Venerable bajo toneladas de barro.
Dway gimió y clavó una rodilla en la tierra, aún a pesar que el semiogro le sostenía. Terminó el conjuro con un jadeo y permitió que Azok le levantara en brazos, como un muñeco. Noorkhiel se acercó hasta donde yacía el conde Jurino, con la nariz y boca hundidas en el barro. Como ya sospechaba, estuvo muerto en el momento en que la cortina de estrellas lo atrapó. De todas formas, rescató su pequeño cuerpo del lodo, que empezaba a solidificarse lentamente, y lo depositó a los pies de Azok.
― ¿Estás bien, cachorro? – le preguntó Dway, acunado por los fuertes brazos de Azok Zemka.
― Mejor que tú, por lo que veo. Has estado a punto de ser consumido por la magia, viejo testarudo.
― No podía dejarte luchar solo – sonrió cansadamente el mago. – Hoy me has demostrado que has dejado atrás la infancia y que, además, has estado practicando a mis espaldas.
― Es que tenía que alejarme bastante para que nadie de la feria me viera hacerlo --- se encogió de hombros Noorkhiel. – Así que pensé que era mejor mantenerlo en secreto.
En ese momento, un gran griterío les llegó desde la mansión. Todos se miraron, con gesto desalentado.
― Esos perros han conseguido entrar en la mansión. Es cuestión de minutos, tal vez una hora, que los sacrifiquen a todos – masculló Dway.
― Está bien. Hay que ponerse en marcha. Vosotros acudid a la milicia. Sois cuatro y podréis protegeros de cualquier capullo cultista que pueda quedar en el camino, aunque no creo que encontréis alguno – apremió Noorkhiel.
― ¿Y tú? – preguntó Gincaro.
― Yo volveré a la mansión y los atraparé por la espalda. Los retrasaré tanto como pueda – expuso con decisión.
― Pero estás solo – gimió el mago, poniendo los pies en el suelo.
― Mejor así. No tendré que preocuparme de la seguridad de otros. Puedo hacerlo, lo sé…
Su mentor cabeceó, conforme, y aferrando su bastón bordeó el gran charco de lodo para tomar la calzada que descendía. Azok aferró el antebrazo del joven y lo apretó con firmeza.
― Suerte, Noorkhiel. Hoy has demostrado tu valía.
― No os entretengáis. No conocemos los recursos que tienen esos miserables – el chico empujo a los amantes en pos de su padre, al que Neferna ya había alcanzado.
Noorkhiel se lanzó a correr a toda prisa, saltando los altos setos con facilidad, y siendo perseguido por Agua, la cual no dejaba de reírse con ese sonido cristalino y puro que eran sus carcajadas. Había llamas en los fogones de la cocina. Pudo verlo a través de las redondas ventanas, ahora desprotegidas. A uno de los sirvientes lo habían atado al gran espetón y lo estaban quemando vivo, girándolo como si fuese uno de los asados de la festividad de la Ancestral Perulla.
Varios de los fieles estaban ocupados en colgar a los criados que aún vivían del gancho de la gran despensa, de uno en uno, haciéndoles colgar de los pies, y abriéndoles la garganta para drenar toda su sangre en unas marmitas. Noorkhiel se preguntó qué harían después con toda esa sangre. ¿Se la beberían acaso, como hacían los vampyr o bien toda ella era reservada para ungir el altar de la diosa Pessian?
No prestó más atención y de un salvaje salto alcanzó uno de los tejados que circundaban el atrio principal. Un par de fieles se encontraban allí buscando botín. Noorkhiel sonrió. Así que los fieles de Pessian también sentían tentaciones terrenales, como robar joyas, oro, u objetos de arte… bien, bien, se dijo. Eso suponía una ventaja, al fin y al cabo.
Se dejó caer sobre uno de ellos y justo antes de alcanzarle, aumentó la gravedad en un punto situado sobre sus nudillos. El puño aplastó el cráneo del secuaz como si hubiera empuñado un martillo pesado. El compinche se giró con una exclamación y Noorkhiel se prometió aprender a lanzar cuchillos o lo que fuera. Pero como no sabía aún, salió disparado hacia el tipo que intentaba desenfundar la afilada hoz ceremonial que portaba al costado. Una hoz no es un objeto que se pueda desenvainar con celeridad, eso ya se sabe, así que el colmillo de whyrm entró por debajo de la barbilla sin apuro alguno, removiendo los sesos del hombre. Noorkhiel limpió su arma en las oscuras ropas del muerto y aguzó su oído. Desde la cocina llegaban alaridos y lúgubres gorgoteos que delataban que la fiesta macabra continuaba. Desde el otro lado, desde el largo pasillo que comunicaba las alas, se oían exclamaciones de ánimo y fuertes golpes contra madera.
“Aún no han tirado las barricadas”, se dijo. Una feroz alegría recorrió sus venas. Estaba a tiempo de hacer algo, de conseguir salvar a Darnie e Ikune. Los demás le importaban bien poco. “Pero lo primero es lo primero. Debo ocultar esta ropa chillona”.
Despojó de camisa y pantalón a uno de los cadáveres, colocándose las prendas encima de su ropa. También usó los oscuros vendajes, los que no estaban manchados de sangre, para ocultar su rostro. A primera vista, parecería otro cultista más y no se convertiría en una diana. Caminó por el pasillo, en el cual habían destrozado todas las hornacinas con elegantes jarrones y otros delicados adornos. La gran puerta doble aún seguía aguantando aunque cedería en cualquier momento, ya que un sacerdote estaba ante ella realizando una invocación. A su alrededor, una veintena de hombres y mujeres de negro se exaltaban en alabanzas a Pessian.
No se paró a pensarlo. Coratí en mano, se acercó a la espalda de aquel sacerdote, apartó a varios fieles que oraban a gritos y hundió la ancha y antigua hoja en el dorso del hombre. Su invocación quedó en suspenso, cortada por la muerte. Sus ojos se desorbitaron antes de exhalar su último aliento y terminó derrumbándose como una marioneta con las cuerdas segadas. Se hizo el silencio porque nadie había visto lo ocurrido realmente y todo el mundo esperaba una explicación que nunca llegaría.
Noorkhiel sacó la hoja ensangrentada del cuerpo del sacerdote y, girándose, arrancó la mandíbula inferior del cultista que tenía más a mano. La sangre salpicó a los más inmediatos, que retrocedieron en oleada, inseguros. El colmillo perforó un cercano vientre en tres rápidas puñaladas. Medio cráneo salió volando con un tajo del coratí y Noorkhiel estuvo fuera del círculo de fieles. El clamor se elevó como una ola rugiente, clamor por su cabeza, por supuesto. Con un grito burlón, echó a correr por el pasillo mientras Agua le daba segundos de ventaja helando de repente el suelo, sobre el que muchos cultistas patinaron.
Cruzó el atrio como una exhalación y entró en las cocinas sin frenar para nada. Al pasar, desgarró el gemelo derecho del fiel que estaba girando el espetón, cortó la nariz de una oronda niagul que estaba retirando una de las marmitas llenas de sangre, la cual acabó rebotando en el suelo, y terminó destripando a un vociferante sacerdote que intentaba apartarlo manoteando.
“Bien, tres hijos de puta invocadores menos. ¿Cuántos sacerdotes quedarán?”, se preguntó antes de salir corriendo y atravesar un ventanuco sin cristales que se encontraba a tres codos de altura, justo por encima del hueco de la gran chimenea.
Cuando la horda que le roía los talones entró en la cocina, se encontró con el destrozo y con la noticia de que había escapado al exterior. Las puertas de la cocina que daban a las arcadas externas se abrieron, vomitando a todos los perseguidores, armados y vociferantes. Noorkhiel ya se encontraba en la fachada siguiente, debajo de una de las ventanas de los dormitorios del Comendador. A una señal, Agua abrió las contraventanas con uno de sus hechizos de hada y Noorkhiel saltó, colándose limpiamente cuatro metros más arriba.
La madura dama que estaba acostada le miró espantada, intentando cubrirse con la ropa de cama hasta los ojos. El chico miró a su alrededor. El aposento no era de un criado, seguro. ¿Quizás la alcoba de una de las esposas del Comendador? Por la edad, podría ser la primera.
― ¿La dama Josdana? – preguntó él, suavemente, recordando que el Comendador había excusado la presencia de su primera esposa por una indisposición.
― Sí, ¿Quién eres y por qué has entrado por la ventana?
― Soy uno de los artistas contratado por tu esposo, señora y…
Fue interrumpido por los fuertes golpes en la puerta. Los cultistas habían penetrado desde las cocinas hasta los dormitorios superiores. Se lanzó contra la puerta, comprobando que estaba cerrada con llave y que tenía puesta una traba de cuña, tan sólida como la misma puerta. Por allí no entrarían de inmediato.
― ¡Ya están aquí! – exclamó la mujer, muy asustada. Nadie había hablado con ella, ni la había advertido. Tuvo que elucubrar cuanto ocurría por ella misma, sin conocer los detalles.
― Sí, son asaltadores del culto a Pessian. Nos quieren como sacrificio. ¿Cerraste tú esta puerta? – preguntó Noorkhiel, buscando otra salida.
― Sí, cuando escuché los gritos abajo. No quise ni asomarme.
― Has hecho bien. Tu marido está encerrado en el gran salón con muchos invitados y vuestros hijos. Estoy intentando resistir hasta que llegue la guardia de la ciudad.
― Ya deberían estar aquí – sollozó ella.
― Ya te explicaré… ahora… ¿hay otra salida de esta alcoba? ¿Una puerta secreta o algo así?
La dama negó con la cabeza. A pesar del terror que atenazaba sus tripas y del paso de los años, aún era una dama elegante y de serena belleza.
― Está bien. Esta puerta es sólida, de una sola hoja y con una gruesa cuña de seguridad. No la echarán abajo a menos que haya un sacerdote al otro lado o traigan un ariete de asedio. Voy a colocar un par de muebles contra ella, solo para asegurarme – dijo el chico, moviendo un grandioso armario con una facilidad que hizo parpadear a la dama.
Apoyó el ropero contra la puerta, ocultándola totalmente, y luego ajustó un gran y fuerte cofre de roble de manera que hacía de tope entre la gran cama y el armario, empotrando así la puerta. Satisfecho, dedicó una sonrisa a la señora de la casa y salió de nuevo por la ventana, donde le esperaba Agua. Alcanzar el tejado resultó un juego de niños y, desde allí, saltar de nuevo a otra ventana de la fachada, esta vez rompiendo los cristales.
Ya sabía por medio del hada cuantos fieles trataban de entrar en la habitación de la esposa del Comendador, tras saquear las otras alcobas de ese piso. Habían encontrado muchas joyas y objetos valiosos y deseaban más. Una puerta atrancada constituía una total incitación para unos asaltadores. Dos fieles golpeaban la sólida puerta con una pesada banqueta, usándola como burdo ariete. Otros dos, detrás de ellos, les conminaban a golpear más fuerte y estaban prestos a relevarles. Tan ofuscados estaban en su mundo de violencia y depravación que ni siquiera se sobresaltaron por la rotura de la ventana.
Noorkhiel rodó por el suelo y desenvainó el coratí con un movimiento cada vez más experto. Otros dos tipos sombríos subieron las escaleras del fondo corriendo, machetes en mano. Agua se encargó de ellos, consiguiendo que el pesado tapiz que cubría todo el muro de las escaleras se descolgara y cayese sobre ellos, envolviéndoles como si estuviera vivo y hambriento. El chico, reprimiendo una sonrisa, encaró a los dos secuaces ante la puerta. Los otros dos ni se dignaron a dejar de golpear la puerta, totalmente seguros que sus compañeros se sobraban para encargarse del mozuelo aparecido. Seguramente pensaron que sería algún chico de las caballerizas.
Aquella noche fue la prueba de iniciación de Noorkhiel, tanto en matar a otras personas, como en combate. Las horas que había pasado entrenando sus dones, su cuerpo, o su pericia, habían sido solitarias, sin la guía de un maestro o de un amigo. Aquella noche, descubrió que podía ser más rápido que todos con los que se había enfrentado y que no vacilaba a la hora de hundir la hoja en un cuerpo caliente y vivo. En aquel momento, se iba a enfrentar a dos asesinos al mismo tiempo y eso significaba un nuevo reto que hizo bullir su sangre.
Se lanzó hacia el de su derecha a toda velocidad. El hombre pareció moverse con lentitud exasperante, aunque la auténtica razón era que Noorkhiel aumentó instintivamente su velocidad, sin ser consciente de ello siquiera. A un paso de su enemigo, se deslizó por el suelo sobre una de sus nalgas, resbalando por debajo de las piernas del hombre. Al pasar debajo, su colmillo sajó totalmente la entrepierna del asaltante, arrancándole un terrible aullido.
Noorkhiel estuvo de pie en una fracción de segundo y se encontró con la espalda de uno de los dos tipos de la banqueta. No desaprovechó el momento y, de un tajo del coratí, le abrió toda la espalda con el mismo movimiento que usó para girarse, acabando encarado al otro secuaz. Los heridos se derrumbaron en el suelo entre gemidos, coincidiendo con la postura defensiva que Noorkhiel adoptó.
Con un grito furioso, el atacante que quedaba ileso se tiró a fondo, empuñando una corta espada seguramente robada a algún elfo. Noorkhiel saltó y encogió las piernas, notando como la hoja pasaba bajo sus pies. Uno de estos golpeó la espalda del tipo que quedaba sosteniendo la banqueta, aturdido aún por lo que sucedía a sus espaldas, y aprovechó el impulso para dejarse caer sobre la chepa del primer atacante. Lo estaba disfrutando como si fuera un juego, en verdad. Hasta ahora, no había intuido el don que tenía para el combate. No seguiría desperdiciándolo más viviendo entre artistas ambulantes. Se abrazó con los talones al vientre del cultista, quedándose a salvo del frenético manoteo de este, y cortó profundo bajo las axilas usando con una mano el colmillo y el coratí con la otra. El asaltante cayó de rodillas, gimiendo y llorando pues sabía que estaba muerto, aún cuando respirara. El tipo frente a él dejó caer la banqueta al suelo y pegó la espalda a la puerta que estaba intentando derribar. Alzó las manos y suplicó por su vida sin conseguir nada. Noorkhiel le hundió el cráneo por la frente con el pesado coratí.
Inspirando con fuerza, dejó que Agua se posara sobre su cabeza y le revolviera el cabello. Descendió las escaleras y acuchilló a través de la tela del tapiz a los dos fieles que intentaban salir de debajo.
― ¿Tú has visto a algún sacerdote más, Agua? – preguntó, limpiando la sangre de su rostro con la manga.
El hada negó con la cabeza y, con un suave trino, preguntó qué iba a hacer a continuación.
― Voy a exterminarles – dijo con una gran sonrisa. – No voy a esperar a que llegue la milicia. Este es mi bautismo de sangre, ¿no? pues que así sea…
Llamó con fuertes golpes de nudillos a la puerta que daba al gran salón por aquel lado y tras varios intentos, una voz asustada preguntó su identidad. Tardó unos segundos en recordar la palabra que Azok y su padre escogieron.
― Catissia. Abre, soy Noork.
Al otro lado, se escuchó el ruido que varios hombres hacían al retirar la barricada y la puerta acabó destrabándose y abriéndose. Unos hombres armados, entre ellos Ivrid Sok, se encontraban al otro extremo del salón, preparados para entablar combate en cuanto las puertas cedieran. Indicó a los que le habían abierto que volvieran a condenar esa puerta y se dirigió hacia el Comendador.
― ¿Qué ha pasado fuera, chico? – le preguntó ávidamente uno de los nobles.
― Mi padre y los demás han bajado por la calzada para pedir auxilio. El conde Jurino ha muerto a mano de un puto Venerable, al que hemos acabado sepultando en el camino – contó con un tono demasiado alegre para los testigos.
― ¿Un Venerable? Eso es algo serio – murmuró un alto clérigo invitado, sentado en el suelo, con la espalda contra la pared.
― ¿Y tú? ¿Por qué has vuelto? – le preguntó el Comendador.
― Me aburría. Le he dado una vuelta a la mansión y he matado a una buena docena o quizás más. El caso es que creo que he eliminado a todos los sacerdotes y no tienen a nadie que invoque intervención divina. Así ya no son tan duros… Podemos dejarles entrar y masacrarles de una vez.
― No pienso arriesgar la vida de mis invitados con una locura así – se negó el anfitrión. – La milicia estará a punto de llegar y se ocuparan de esos cabrones.
― Bueno, esa es una solución pero…
― Pero ¿qué? – rezongó el Comendador, entrecerrando los ojos ante Noorkhiel.
― Puede que se den cuenta que ya no tienen respaldo, que la cosa se complica para ellos y decidan incendiar toda la propiedad antes de huir. Lo más lógico sería amontonar toda la mierda que hay arriba, en el atrio o en las cocinas ante estas puertas y le peguen fuego para que nadie pueda acusarles, ¿verdad?
Las palabras de Noorkhiel llenaron de espanto a los invitados y al propio Comendador que jamás se hubiera rebajado a pensar en algo tan vil. El anfitrión alzó la cabeza, mirando a sus invitados de uno en uno. No hubo necesidad de preguntarles nada; estaban dispuestos a arriesgarse al enfrentamiento.
― ¡Escuchadme! – exclamó Ivrid Sok, alzando las manos. – Las mujeres que se replieguen atrás, contra la otra puerta. Los hombres que no dispongan de armas que tomen cuanto haya a mano, candelabros, patas de silla, o lo que encuentren. Que se sitúen entre la primera línea y las mujeres. Formarán la segunda línea ofensiva. En el caso de que podamos frenar a esos cabrones y mantener un combate igualado, será el momento que actúen, atacando por los huecos. Todos los que estén armados frente a la puerta, preparados para retirar la barricada. Les dejaremos entrar a través de un pasillo armado.
― Una buena estrategia, Comendador – alabó uno de los invitados y Noorkhiel tuvo que reconocer que era cierto.
― Estuve en la defensa de la Cañada de Usarne. Es algo que aprendí allí – sonrió el Comendador, poniéndose mano a la obra.
Noorkhiel se acercó a una de las vasijas con agua y bebió un largo trago. Mientras, Darnie se acercó a él y posó una de sus manos sobre el antebrazo del chico y usó las otras para limpiar con parte de su flotante falda los churretes de sangre y sudor que cubrían el rostro de su amante.
― ¿Azok está bien? – le preguntó.
― Sí, han descendido a la villa para traer la milicia – contestó él.
― ¿Y tú, cómo estás?
― Bueno, si te soy sincero nunca me había divertido tanto – el brillo en los cambiantes ojos de Noorkhiel le hizo saber que, por muy loco que sonara, decía la verdad.
― ¿Estás herido? – preguntó una dulce voz tras él. Se giró y contempló a Ikune, sin dama de compañía.
― No, estoy bien… ¿dónde está Tarse?
― En la otra puerta, sentada en una silla con el corazón a punto de salir por su boca – lo dijo casi en forma de broma.
― Deberías estar con ella. Ya sabes que sin ti no es nada – sonrió Noorkhiel.
― Sí, ya voy, solo quería ver si estabas bien.
― Ah, preocupaciones femeninas… Ikune, ella es Darnie, una de mis mejores amigas en la feria. Darnie, ella es Ikune, la hija de quien debería pagarnos por esta noche loca – esta vez sí fue una broma sincera, que las hizo sonreír.
Las chicas se tomaron de los dedos, en el saludo habitual entre mujeres, y Noorkhiel las empujó a las dos hacia la otra puerta. Las chicas, sin separar sus manos, se sentaron al lado de la semidesvanecida Tarse. Desenfundando el coratí, se acercó a las dos hileras que formaron los nobles armados, si es que se podía hablar de hileras a dos filas de cuatro hombres. El chico, girando con facilidad la corta espada entre sus dedos, se situó entre las dos filas de compañeros forzosos, encarando la puerta. La barricada había sido retirada pero dejada a un par de metros de la entrada, impidiendo así que los atacantes pudieran entrar en tromba.
La puerta se estremeció con el siguiente golpe, dependiendo ya solo que de su cerradura.
― ¿Preparados? – preguntó en voz alta Noorkhiel y todos asintieron. – Dejadme al primero, señores…
La puerta doble se abrió con estrépito ante estas palabras y el fiel en cabeza, que aguantaba el extremo de un banco de piedra del jardín, trastabilló por el impulso. Ni siquiera empuñaba un arma pues tenía ambas manos ocupadas en soportar el peso del sillar de piedra. Noorkhiel saltó sobre él, las dos piernas por delante. El encontronazo fue duro e inesperado para el cultista, que dejó caer el sillar sobre sus pies y los del tipo que estaba a su lado. El segundo gritó de dolor por la rotura de sus tobillos, el primero no tuvo esa opción pues se desmayó en el acto.
Noorkhiel rodó hacia atrás, dejando que sus compañeros de armas atacaran por sorpresa a cuantos manejaban el improvisado ariete. Cayeron sin apenas oponer resistencia pero la segunda oleada de cultistas llegó con fuerza y empuje, penetrando hasta donde se encontraba la barricada. Allí fueron detenidos y se enfrentaron a hombres que sí sabían manejar una hoja o una maza y, sobre todo, a un joven que se movía como una anguila, pinchando y cortando con pericia desde cualquier ángulo.
Agua puso su granito de arena consiguiendo que los fieles que intentaban entrar tras la oleada, tropezaran y clavaran dolorosamente sus hojas en la espalda o posaderas de sus compinches. En un momento dado, Noorkhiel atravesó el enjambre de hojas saltando por encima de las cabezas de todos y aterrizando en el pasillo que llevaba al atrio. La docena de secuaces que quedaban allí, encajonados en el pasillo, intentó atraparle o mejor dicho, despedazarle. Pero no es nada fácil herir a un hombre que es capaz de correr por una pared, saltar cinco metros y golpear con la fuerza de la coz de un metatapir.
En el interior del salón, la segunda línea ofensiva había avanzado hacia la puerta, armada sobre todo con candelabros de migrid y algunas duras antorchas, y contenía perfectamente a los asaltantes en la barricada mientras los nobles pinchaban y herían sin cesar. La sangre llenaba la solería y los pies patinaban sobre ella, esparciéndola por doquier.
En el pasillo, Noorkhiel decidió no retroceder más y plantó cara a ocho secuaces que obedecían los gritos y órdenes de una mensi histérica. La tal mensi – una verdadera creyente del culto, que se ofrece como esclava a uno de los sacerdotes –, enloquecida por la muerte de su clérigo, solo deseaba saborear las vísceras de Noorkhiel y gritaba a pleno pulmón exigiéndolas, mientras enarbolaba un alfanje mellado.
Ese fue el instante en que Noorkhiel cayó en su primer frenesí de combate, el cual se repetiría en muchas batallas sucesivas. En tal estado disociado, su cuerpo respondía a los instintos de combate que su mente primaria activaba. Solo gruñía y peleaba, sin importarle el daño que recibiera, sin importar cuantos enemigos le rodearan. Gruñía y mataba. Siglos más tarde, un estudio de los mejores eruditos del Imperio relacionaría el factor del daño asumido por Noorkhiel con el incremento de fuerza y tamaño que mostraba su cuerpo en dicho estado frenético.
Pero aquella primera vez, su fuerza no aumentó, ni su cuerpo creció, tan solo se mordió el labio y siguió cortando y sajando hasta que no quedo nadie más en pie, salvo él y la aterrorizada mensi que había asistido a tal masacre. Sus ropas estaban destrozadas y su cuerpo sangraba por más de una docena de heridas, que, curiosamente, comenzaron a curarse inmediatamente. Se detuvo ante la mujer, jadeando con la boca abierta. Ella se arrodilló ante él, sollozando de miedo, implorándole.
― Siento mucho lo que he dicho de ti… no razonaba… te lo juro… La muerte de Macaius me ha desquiciado… lo siento mucho – balbuceó la mujer, temblando al mirar la espada sanguinolenta alzada.
Noorkhiel inspiró lentamente unas cuantas de veces, expulsando el aire por la nariz, serenándose con esa pequeña rutina. Mientras tanto, la mujer no dejó de parlotear, realmente histérica.
― Sé muchas cosas del culto, de verdad. Macaius me lo contaba todo… ya sabes, confidencias de alcoba… Me dijo que este asalto era especial, un encargo, y que el culto esperaba obtener mucho dinero con ello. Macaius me dijo hasta el nombre de la persona que le hizo el encargo… yo lo sé… lo sé… oh, diosa mía de la envidia… sabes que lo sé…
― ¿Qué sabes, ramera? – Noorkhiel la atrapó del largo pelo oscuro y ondulado, tirando de él sin piedad.
― Lo diré, lo diré todo pero no me mates, por favor… quiero vivir. Confesaré ante quien me digas, serviré como esclava del Comendador, lo que sea, pero no me mates… oh, por el amor de Pessian – las lágrimas se derramaban por las mejillas de la mujer sin pausa alguna, como auténticos riachuelos que no tuvieran fin.
― La decisión no depende de mí, sino de la acusación del Comendador y de lo que decidan los sinimari, ya lo sabes. Sólo te puedo prometer que no te mataré y que nadie lo hará, aquí y ahora, si me dices su nombre.
― Con eso me basta… gracias, gracias te sean dadas desde La Niama por tu buen acto – la mujer se abrazó a las rodillas de Noorkhiel, repitiendo las salas que su diosa tenía a su cargo en el inframundo en donde moraban los dioses mutaanos: La Niama.
― Dime su nombre.
Cuando Noorkhiel escuchó el nombre y miró los asustados ojos de la mujer, supo que era cierto. Así que ni corto ni perezoso la arrastró por el cabello de vuelta al salón, sin importarle sus gritos y ruegos. En el interior, el combate también había terminado y algunas de las mujeres estaban vendando las heridas de los combatientes con trozos de sus propias vestimentas. Varios sirvientes habían muerto en la lucha, así como dos de los nobles. Sus cuerpos estaban siendo colocados sobre algunas mesas puestas de nuevo en pie y cubiertos con cortinajes arrancados.
Ivrid Sok, al que su segunda esposa estaba cosiendo un corte en un costado, miró de reojo la mujer que el chico traía como si fuese una res para sacrificar. Sabía que tenía mucho que agradecer a aquel chico, así que trató de adoptar un tono suave y neutro para preguntar.
― ¿Quién es esa mujer, Noorkhiel?
― Una mensi del culto. Según ella, tiene información sobre la verdadera causa de este asalto. Al parecer, las intenciones del culto eran una tapadera para el auténtico motivo – respondió Noorkhiel, buscando con la mirada entre todos los presentes.
― ¿La crees?
― Es ella la que debe convencerte, su vida depende de ello, pero no le veo necesidad alguna de mentir. Habla, mujer, cuenta lo que sabes.
― El clérigo Macaius me dijo que fue abordado en el mercado de Jamir, en el condado de las Dos Torres Blancas. Le ofrecieron oro y le prometieron mucha sangre si el culto asaltaba este sitio en el día de hoy – empezó a relatar la mujer, sollozando en el suelo. – Entregó una lista de personalidades, así como un plano de la mansión y donde estaban situados los guardias y las diferentes medidas de seguridad.
― ¡En el nombre del Padre Creador! ¿Quién querría hacer algo semejante? – estalló el Comendador, poniéndose en pie sin pensarlo y gesticulando de dolor.
― Chalena Sok, esposa de su hijo Paldias – confesó finalmente.
― ¿QUÉ? – gritó su suegro, con el rostro congestionado.
Se giró buscando el redondo rostro de su nuera, pero sólo encontró al de su hijo, mirándole muy confundido.
― Padre, ¿acaso es alguna broma para relajarnos después de tanta muerte? – musitó su hijo menor, Paldias.
― ¿Dónde está tu esposa? – exclamó su padre.
― Estaba aquí mismo, ayudando con los heridos.
― ¡TRAEDMELA! – aulló el Comendador, comprendiendo que su artera nuera se había escabullido.
― Ya la traigo yo, Comendador – dijo Noorkhiel, apareciendo por la puerta de atrás en compañía de Chalena, que trastabillaba por la fuerza con la que empuñaba su brazo. – La estaba vigilando para comprobar la veracidad de tal afirmación. En cuanto la mensi empezó a hablar, su nuera se deslizó fuera, buscando una huida desesperada.
― ¿Así que todo es cierto? Esto demuestra tu culpabilidad más allá de toda duda, traidora. Vas a tener muchas muertes en tu consciencia – casi sentenció Ivrid Sok.
― ¿Cómo has podido hacer algo así? – Paldias estuvo a punto de golpearla, el rostro congestionado por la ira. Su propio hermano lo sujetó, arrastrándole hacia el otro muro. -- ¡Has llenado de vergüenza la familia que te acogió!
La hermosa piel de calaní de Chalena adquirió un tono casi rosado en su rostro, lo que evidenciaba la lividez que la embargó. Entonces, su ceño se frunció, sus ojos relampaguearon y la furia la inundó, cambiando el tono rosáceo de su faz por un vivo bermellón, debido a la afluencia de sangre.
― ¡Tú eres quien ha traído vergüenza y desgracia a esta familia, calzonazos! Tú y tu maldito hermano Nazzos – le espetó a su marido, señalando también a su cuñado, quien se quedó con la boca abierta, como casi todos los testigos. – Ninguno de los dos ha sabido escalar entre los sinimari para asegurar el porvenir del clan Sok. Os conformáis con las migajas que vuestro padre os regala, felices con ser invitados a las reuniones de nobleza como putos segundones. ¡No me casé y tragué toda la mierda que me ha salpicado para no tener nada! ¡Para que, ahora, la niña bonita de Ikune se case con uno de los más influyentes miembros del Ducado de las Cataratas! ¡Debía ser yo quien gozase de tal privilegio, no ella! Por eso, decidí meter la mano en el asunto. El culto tenía órdenes de matar a todo el mundo, salvo a los Sok y sus esposas. Ikune, como virgen que es, sería el sacrificio principal a Pessian. Sin ella, tu padre se encargaría de promocionar a sus hijos casados, de la forma que fuese. ¡Era perfecto!
― Hasta que Agua avisó del asalto – sonrió Noorkhiel, acariciando uno de los piececitos del hada, la cual se sentaba sobre su cabeza, aferrada a sus rubios cabellos.
― ¡Llevaosla y encerradla en el sótano! Ya hablaré con el consejo de nobles sobre ella – ordenó el Comendador a unos sirvientes.
Ikune, aún más lívida que su propia y asesina cuñada, intentaba procesar todas las implicaciones. Darnie, sentada a su lado, tomó su mano con dos de las suyas, intentando apaciguarla. En el suelo, Tarse dormía sobre un mantel. Se había desmayado nada más caer la puerta.
En ese mismo instante, Dway y Neferna entraron por la puerta asaltada, sorteando los cadáveres. Venían acompañados de un sargento Escorpión y una escuadra de milicianos bien armados.
― Bueno, parece que hemos corrido para nada – masculló el mago, mirando los cuerpos desparramados. – Los arqueros milicianos están cazando a unos cuantos fuera. ¿Consiguieron entrar finalmente?
― No, los dejamos entrar para terminar con ellos – comentó uno de los nobles presentes.
― ¿Qué lo dejasteis entrar? – se asombró Dway.
― Sí, fue consejo de tu hijo – le palmeó la espalda Ivrid Sok. – Menuda perla tienes en casa, eh.
― Estooo… – Dway no supo qué contestar.
― Oh, ya no quedaban muchos enemigos cuando quitamos la barricada. Noorkhiel se había ocupado de la mayoría, ahí afuera – dijo con sorna, Nazzos, el hijo mayor del Comendador.
― ¡Dioses! ¿Qué has hecho, Noork? – musitó Dway, tapándose los ojos con una mano.
En ese mismo instante fue consciente que su vida como artista, como ilusionista, había terminado. No podría refrenar los comentarios, cuando lo ocurrido aquella noche empezara a pasar de boca en boca. Los testigos harían crecer la historia, los narradores la alterarían, la moldearían a su conveniencia, y nacería posiblemente una absurda leyenda. No podría seguir siendo un mago ilusionista, ni siquiera en la mejor feria de Mü, no después de haber lanzado tantos hechizos de combate seguidos y delante de tanta gente. En cuanto a Noorkhiel… no quería ni imaginarse lo que podrían contar de él, de las proezas que había realizado sin explicación alguna. Tendrían que marcharse y cambiar de vida, los dos lejos…
Dway sabía que ese día debía llegar, pero esperaba haber preparado al cachorro para entonces. Sin embargo, el día aciago le había mordido el trasero por sorpresa y su pupilo había demostrado ser más previsor que él. Tenía poco que enseñarle ya.
En la otra esquina del gran salón, Noorkhiel tenía una rodilla en el suelo, cuchicheando con Ikune y Darnie. Entre la bailarina y él trataban de consolar a la pobre y emocionada joven, que lloraba al comprender que pronto se quedaría sola hasta el día de su boda.
― Bueno, pero seguramente que podemos aprovechar la debilidad de tu dama de compañía para perdernos los tres en esos bellos jardines mientras los criados limpian todo este desastre, ¿no? – dijo Noorkhiel con una de sus bellas sonrisas.
― ¿Los tres? – parpadeó Ikune.
― Por supuesto. No puedes desperdiciar la ocasión de yacer en los brazos de una bailarina sek, ¿no crees? – el chico unió las manos de las dos chicas, procurando que se miraran a los ojos.
Entonces, los tres sonrieron.
FIN.