La feria ambulante de Azok Zemka (III)

Extraído de las Crónicas de Mephisto

III.

La recepción del comendador comenzó como ordenaban los cánones por entonces: una hora antes del anochecer. Los Ediles fueron llegando en diversas pequeñas calesas tiradas por briosos ponys de alzadas colas sin vello, rematadas por un gran aguijón enfundado en cuero. Cada uno de esos pequeños jumentos portaba una marca tatuada sobre el anca trasera, la marca del Cabildo.

Los Ediles se presentaron con muy poca diferencia de tiempo entre unos y otros, como si hubieran salido de sus casas al mismo tiempo. Iban acompañados de sus esposas principales, en el caso que tuvieran más de una, y portaban sus mejores ropajes. No todos los días unos ferunsi como ellos eran invitados a una gala sinimari.

Algunos de ellos, así como la mayoría de sus señoras, no osaban apenas moverse del sitio, sosteniendo bellas copas de cristal tallado en sus manos que algún sirviente les había ofrecido, con tal de no cometer algún fallo de Etiqueta.

El engalanado recinto donde fueron recibidos – una especie de patio o ante atrio cubierto por sutiles velos de colores que flotaban mansamente con la brisa – era vasto y flanqueado por pequeños árboles que lo sombreaban de día con sus extendidas ramas, y cuyas hojas se iluminaban con un titilante resplandor al anochecer.

Los invitados se repartían por aquel patio, losado con pulidas lajas de obsidiana y piedra pómez, charlando entre ellos. Las esposas de los Ediles se saludaban entre ellas y comentaban los viperinos chismes que circulaban en la ciudad. Sus maridos intentaban codearse, con menor o mayor fortuna, con los altos invitados que habían llegado de la capital del ducado. Los sinimari solían ser bastante despectivos con la burguesía y los Ediles no eran más que eso, simples burgueses con buenos beneficios.

Los Cabildos mutaanos se parecen bastante a los ayuntamientos humanos, pero no disponen de autonomía alguna. No la tenían en aquella época de disgregación territorial y no la tuvieron después, cuando se forjó el Imperio. No existía la figura de un alcalde o burgomaestre, y ningún Edil estaba por encima de los demás. Eran responsables de la competencia de sus áreas designadas y debían rendir cuentas ante el comendador, quien era, a su vez, el administrador del dueño del territorio, o sea, en este caso, el Ducado de las Tierras Altas. Un Cabildo podía ser responsable de varias villas o aldeas a la redonda pero sólo había uno por ciudad amurallada.

La mayoría de los invitados eran onmáh, casi todos calani y muari, pero también se podían ver algunos enanos montañeros vestidos elegantemente aunque llevando sus pesadas botas de clavos y las espesas barbas trenzadas. Provenían de la ciudadela del paso de Caniatis, un paso montañoso muy cercano que comunicaba la comarca del lago con la capital. Dos elfos cantores escuchaban educadamente la propuesta comercial de un Pek que agitaba cuatro de sus seis manos en un intento de explicar la magnitud del negocio.

Los elfos cantores constituyen la única rama élfica que vive en urbes cosmopolitas, en comunión con otras razas. Son mercaderes y artesanos y representan diplomáticamente a otras ramas élficas, que no suelen salir de sus territorios. Cuando surge alguna necesidad entre los demás elfos (elfos oscuros, elfos verdes, marinos, aéreos…), los elfos cantores son los que actúan en su nombre, elevando súplicas, peticiones, o bien amenazas hasta conseguir su propósito o garantizando un encuentro entre las partes, con todas las garantías. Se les llama así por el jovial acento cantarín que ponen al usar el lenguaje kareim.

Las calesas no cesaban de llegar, unas más vistosas que otras, dependiendo de dónde vinieran. El número de invitados aumentaba en aquel atrio previo, donde todo el mundo bebía vino frío y mostos endulzados de diferentes frutas. Las conversaciones se animaban, subiendo el tono general, y las primeras carcajadas de la velada surgían, sobre todo entre las féminas, sentadas en los poyos tallados alrededor de los troncos de los árboles linterna.

Aún faltaba un buen rato para sentarse a la mesa y cenar.

Eso es lo que pensaba Noorkhiel, mientras preparaba cuanto su padre iba a necesitar para su número de ilusionismo y prestidigitación. Durante muchos años, Dway le había inculcado que debía tener todo preparado y a mano para evitar desagradables sorpresas y fallos idiotas que podían ponerles en ridículo. Ya estaba acabando y estaba pensando en deslizarse hacia las cocinas para ver qué podía hacer desaparecer de todo aquello que su nariz olisqueaba perfectamente. Su estómago llevaba gruñendo desde que llegó y aspiró el aroma de las carnes dispuestas sobre las brasas y los burbujeantes caldos en sus marmitas.

Unos pies descalzos y furtivos se le acercaron rápidamente, por detrás. No necesitó girarse para saber de quien se trataba, su perfume empalagoso fue suficiente para reconocer a la dama Tarse.

―           ¿Puedes tomarte un momento, joven artista? – le preguntó la mujer, colocando una de sus manos sobre el antebrazo del joven.

―           Sí, ya he terminado. ¿De qué se trata?

―           Sígueme – agitó una regordeta mano ante su nariz.

Noorkhiel, con una tenue sonrisa, siguió aquellas nalgas opulentas que se mecían con una endiablada cadencia al caminar deprisa. La estela de perfume que dejaba a su paso hubiera bastado para seguirla con los ojos cerrados. La dama Tarse le condujo hasta la otra ala, donde se hallaban los aposentos privados de la familia. Eso le hizo pensar que todo aquello tenía el viso de ser algo meditado por Ikune. La advertencia de su padre le vino de nuevo a la mente. Se encogió de hombros y volvió a fijarse en el redondo trasero de la dama. Inconscientemente, se arregló la caída de la sedosa camisa roja con hilos dorados que portaba. Dway había insistido en que vistiera para la ocasión, así que había pedido prestada una de las fastuosas camisas de Bagoon, el mesmerista.

Tarse llamó delicadamente a una puerta con un nudillo. Era una puerta pequeña y estrecha, como la de un armario o despensa. Noorkhiel curvó una de sus empinadas cejas con un gesto. Cuando Tarse la abrió y entró, efectivamente comprobó que era un armario pues los estantes llenos de ropa de cama quedaron a la vista. Sin embargo, la dama le hizo una frenética seña para que entrara y la siguiera. Uno de los estantes giró hacia dentro cuando ella lo empujó, revelando otra puerta.

Esta vez se encontró en unos vastos aposentos, llenos de lujo y comodidad. A diferencia de la otra ala de la mansión, muros exteriores cerraban completamente la estancia, aunque dos grandes ventanales se abrían a los jardines. Una gran cama con dosel y velos dominaba el centro del aposento. El colchón quedaba a la altura de la cabeza de un hombre y disponía de tres escalones enmoquetados para subirse a ella. A un lado, se hallaba un enorme tocador con un espejo de tres paños, en el que se reflejaba la luz de las perfumadas velas que ardían en un elaborado candelabro. Al otro lado, sentada a un hermoso escritorio tallado en marfil de mamut, esperaba Ikune, leyendo poesía de un largo pergamino.

Se puso en pie al verles entrar, iluminando su rostro con una bella sonrisa. Vestía un bonito vestido en tono rosa desvaído que moldeaba su cintura y caderas con un amplio cinturón de seda celeste. Sus hombros quedaban al descubierto bajo el cordón del mismo color que el cinturón que hacía las veces de tirantes, cruzándose sobre su desnuda espalda. Noorkhiel reconoció que estaba preciosa pero sabía que no podía decírselo, así que se inclinó en una respetuosa reverencia que arrancó una carcajada de la chica.

―           Quería charlar contigo – le dijo, avanzando con paso decidido hacia él –, así que le pedí a la buena de Tarse que fuera a buscarte. ¿te importa?

―           Para nada… esto… ¿cómo debo llamarte?

―           Simplemente Ikune, yo te llamaré Noorkhiel, ¿no es así?

―           Con Noork basta – asintió él.

―           Ven, sentémonos – indicó la chica, señalando el gigantesco diván recubierto de caras pieles de leopardo albino y otras bestias rarísimas.

La dama Tarse actúo tal y como indicaba el protocolo. Se sentó en medio de ambos chicos, dispuesta a actuar como filtro en todos los frentes. Entonces, tomó una de las manos de Noorkhiel y otra de su señora, sosteniéndolas con suavidad y acariciándolas con sus pulgares. Era una forma de presentar las intenciones de Ikune, lo que le gustaría hacer en ese momento pero que no podía llevar a cabo; así que, la dama de compañía lo haría por ella, trasmitiendo, a su vez, cualquier respuesta del joven.

Creo que en la Tierra lo llamáis “carabina” aunque la costumbre mutaana era algo más… íntima. Una de las tareas de la dama de compañía de una dama sinimari es hacer de especie de guante para su señora. Todo lo que la noble no pueda o no deba hacer pero que sí quiera llevar a cabo en ese momento, es tarea de la dama de compañía. Que quiere dar una limosna sin rozar al pordiosero, usa la dama. Que tiene que hablar con un cochero o alguien del vulgo, usa la dama. Que quiere citarse con un artista en su alcoba, usa la dama. No sé, quizás deberían haberlas llamado dama comodín en vez de damas de compañía, ¿no?

Así que, con su mano notando la suavidad de los cálidos dedos de Tarse, Noorkhiel dejó que su mirada se perdiera en los verdes ojos de Ikune, sentada al otro lado de su dama. Ikune, a su vez, le devolvió la mirada sintiendo que perdía las pocas dudas que aún mantenía al observar esos ojos tan hermosos como extraños. Su sonrisa se ensanchó y, sin ser consciente de ello, balbuceó:

―           Quería conocerte mejor.

―           Responderé cualquier pregunta – musitó él.

―           ¿Qué clase de ser eres? – por un momento, Ikune bajó los ojos. Era una pregunta demasiado atrevida sin conocerle de nada.

―           Mi madre era elfa pero no sé a qué raza pertenecía mi padre. Nunca le he conocido.

―           Oh, que misterioso…

―           Sí. A lo mejor es mejor así. Imagínate que descubriera que mi padre era un goblin bigotudo o un tetis de espalda jorobada…

―           Perderías todo el glamour – se rió la chica. – Así que aprendes a ser mago, ¿no?

―           No, ayudo a mi padre en su número pero no quiero ser mago. La magia y yo… no nos llevamos muy bien – dijo, encogiéndose de hombros.

―           ¿Tienes algo en mente?

―           Nada por el momento, sólo dejarme arrastrar por la vida – respondió él, colocando su otra mano sobre la de Tarse, lo que hizo enrojecer a Ikune.

―           Tiene que ser bonito no preocuparte de nada – musitó la chica, reponiéndose.

―           Bueno, no sé, pero me da la impresión que también es tu caso – sonrió Noorkhiel con malicia.

―           ¿Te crees que porque soy rica no hago nada en todo el día? – Ikune frunció el ceño.

―           Mis conocimientos sobre la vida de los sinimari no llega a tanto, lo siento – Noorkhiel no quiso sonar tan cínico pero surgió así.

―           Mmmmpppfff – Ikune bufó, zafándose de la mano de su dama. Se puso a enumerar, apoyando un dedo sobre los de la otra mano. – Estudio lenguas y Etiqueta cada mañana. Recibo lecciones de administración y economía cada dos días. Tengo que realizar todas las tareas propias de una joven sinimari… equitación, danza, canto elfo, así como dicción, sin contar aprender las clases de máscaras de maquillaje que una joven puede llevar en casa ocasión…

―           Ya veo. Mucho lío, perdona. No sabía que fuera tan complicado – se excusó Noorkhiel con suavidad, colocando un rizo de Tarse detrás de la oreja. La dama de compañía hizo lo mismo con su pupila, calmándola inmediatamente.

―           Tú, en cambio, tienes la suerte de vivir en una feria ambulante. Visitas sitios exóticos, convives con célebres artistas… tienes una vida bohemia.

―           Sí, en eso tienes razón. Lo de visitar sitios exóticos… no sé yo. Siempre acabó en los mismos puntos miserables de cualquier ciudad, allá dónde está el dinero, por supuesto – Noorkhiel frotó pulgar e índice, volviendo a arrancar suaves carcajadas femeninas, tanto de Ikune como de Tarse. – En cuanto a los célebres artistas, bueno… he de decir que cuando ya hay confianza con ellos, dan asco, ¿sabes? A ninguno de ellos le importa tirarse un buen cuesco a la mesa. Por muy famosos que sean, siguen oliendo lo mismo de mal que un gremlin mojado.

Ikune, doblada de la risa, le dio una palmada en el hombro a su dama y ésta pasó el amigable golpe al hombro de Noorkhiel.

―           Así que ninguno de los dos tenemos la vida que deseamos – puntualizó Ikune, acariciando el brazo de su dama, la cual inmediatamente trasladó la caricia al brazo de Noorkhiel.

―           Aún no sé cual es la vida que deseo. Me limito a seguir los preceptos de mi padre y, como dije antes, dejarme arrastrar por la vida, pero sí sé una cosa: ser artista no será mi cometido – negó el chico con la cabeza, firmemente. – No me gusta ser observado, catalogado, y juzgado, aunque sea para medir mi arte. No, nada de eso. Sé que pronto deberé decidirme en escoger un nuevo sendero para buscar mi destino.

“Puede que me decida a ingresar en alguna cofradía de pícaros y truhanes. El robar se me da cada vez mejor. Con un buen maestro, podría convertirme en uno de los mejores ladrones.”, se dijo mentalmente, sopesando una opción a la que llevaba tiempo dándole vueltas.

―           Bueno, espero que escojas bien tu porvenir. Todo el mundo tiene derecho a encontrar su camino en la vida y ser feliz – dijo Ikune.

―           Incluida tú – musitó Noorkhiel, mirándola intensamente a los ojos.

―           ¿Por qué dices eso?

―           Porque lo veo… tu alma no se siente feliz aquí… no consigo descubrir el motivo, pero no eres feliz…

Ikune bajó la mirada y agitó su cobriza cabellera en una muda negación. A su lado, Tarse tragó saliva. Sin duda, ella sí conocía el motivo y se apiadaba de su pupila.

―           Siento haber dicho tal cosa. No es de mi incumbencia – se excusó Noorkhiel, apretando la mano de la tarneo.

―           Mi padre me ha prometido en matrimonio con el clan Modrún. Será a finales de este año – confesó la chica con voz afligida.

―           ¿El clan Modrún? ¿No es ese…?

―           Sí, los dueños del ducado de las Cataratas. Concretamente, padre me ha prometido a uno de los hermanos del duque. Un viejo excéntrico que ya tiene otras ocho esposas – gimió ella con congoja.

―           Vaya faena. Tu padre es rico… ¿por qué esa alianza?

―           Padre es rico pero quiere más poder, quiere un título que le aúpe entre los sinimari. Unirse al clan Modrún es su oportunidad, ya que mis hermanos mayores no han podido subir más en el escalafón con sus matrimonios.

―           Así que la hija más pequeña es quien debe hacerlo, ¿no? A pesar de su propia felicidad – asintió Noorkhiel.

―           Bueno, como dice padre, no me faltará de nada y, cuando pase un tiempo, apenas tendré que preocuparme de las visitas conyugales al tener otras ocho esposas como competencia – sonrió ella, pero era una sonrisa forzada.

―           Bueno, siempre puedes tener un buen amante a mano. Busca entre los hombres de la guardia, suele haber jóvenes soldados dispuestos a proteger más de cerca a su señora – la cínica pulla consiguió animar a la chica, que acabó acariciando la calva cabeza de su dama de compañía. Los regordetes dedos de Tarse se enredaron entre los claros cabellos masculinos con gran suavidad.

―           Tarse, necesito besarle aunque sea sólo una vez. Déjame hacerlo, por favor – musitó Ikune, con sus ojos fijos en el chico.

Tarse asintió y se reclinó un poco hacia atrás, permitiendo que su pupila se inclinara sobre su regazo en busca de los labios de Noorkhiel. No se tocaron más que con las bocas. El chico era consciente que no debía tocarla con sus dedos, así que aspiró aquella boca con toda la delicadeza que pudo, deslizando su lengua sobre los gordezuelos labios con sabor a granada madura.

Las lenguas se fusionaron finalmente, adentrándose por turnos en el oscuro reino bucal vecino. El pecho de Ikune subía y bajaba con rapidez, inundada por un desconocido deseo venial. No había sentido nunca algo tan fuerte, no al menos con su hermano Tazum, que era con el que más compartía la cama, ni tampoco con su padre. De Tarse mejor no hablar, pensó. Conocía la devoción que su dama de compañía sentía por ella. Haría cualquier cosa para complacerla y de hecho la estaba haciendo en aquel instante. Llevaba satisfaciéndola de una u otra manera desde hacía años…

El intenso y largo beso estaba removiendo todo su ser, humedeciéndola como nada que hubiera probado antes. Si Tarse no hubiera estado allí, se abría dejado caer hacia atrás, abriéndose completamente a las manos de aquel guapo chico, pero, ahora, con el compromiso de matrimonio… Tarse se convertiría en todo un whyrn al acecho, un perro guardián.

Tuvo que apartarse cuando se quedó sin aire, su único y amplio pulmón colapsado por su propia excitación. Se quedó mirándole, jadeando, al mismo tiempo que Tarse volvía a interponerse entre ellos.

―           Creo que he atisbado el paraíso – sonrió Noorkhiel, el iris de sus ojos adoptando un color tan dorado como el oro batido de un templo.

―           Yo también – repuso ella, tras soltar una risita.

―           Ojala pudiera tocarte.

“Ojala pudieras, maldita sea.”, pensó ella con afán.

―           Puedes tocarla a ella – musitó en cambio, señalando a Tarse.

―           ¿De verdad? – se asombró Noorkhiel, que aunque había escuchado hablar del especial filtro que hacían las damas de compañía para sus pupilas, nunca había sido testigo de uno.

La rolliza dama le miró, sonriéndole. Su tez azulada se había oscurecido en las mejillas debido al rubor. Asintió lentamente, dando su consentimiento. Noorkhiel no sabía la causa, pero parecía más excitada que su propia pupila. El chico aprovechó el momento, la dama era hermosa y opulenta así que no se lo pensó más. Apoyó la palma de su mano sobre un seno que apenas podía abarcar en toda su dimensión. Se hundió con la presión, esponjoso pero aún así firme, recuperando su forma en cuanto lo soltaba. Tarse gimió y entrecerró los ojos. Entonces, cruzó su mano izquierda hasta apoderarse de uno de los pechitos de su ama, presionándolo con la misma firmeza que usaba el chico con ella.

Ikune se mordió el labio inferior sin apartar los ojos de los de Noorkhiel. Sin lugar a dudas, aquella no era como las caricias que Tarse le regalaba en la intimidad. No, en absoluto. No era el estilo de la dama de compañía, seguro. Cuando la mano de la tarneo se coló por su escote y pellizcó con fuerza su oscuro pezón, no se preocupó del daño. Sus pezones nunca habían estado más erectos y firmes como en ese momento. El simple roce del vaporoso vestido contra ellos la enardecía.

―           Quiero besarla – musitó Noorkhiel casi en el oído de Tarse.

―           Bésame a mí – susurró ella, girando el cuello y abriendo la boca.

Noorkhiel se hundió con ganas en aquella boca cálida que se le entregaba totalmente. De alguna extraña forma era como besar a Ikune pero con un intermediario que transportaría el tacto de sus labios. Jugueteó con una lasciva lengua que le acogió inmediatamente y que acabó sorbiéndole con mucha experiencia. Tarse se despegó y tomó aire. Enseguida se giró hacia su pupila y buscó su boca con urgencia. Ikune estaba más que deseosa de volver a sentir el sabor de la saliva de Noorkhiel, así que introdujo su lengua hasta donde pudo, repasando con ella encías, paladar, e incluso dientes, buscando hasta la última partícula del chico.

La dama de compañía fue incapaz de aguantar ese frenético asalto y gimió de pasión. Ikune nunca la había besado así, ni siquiera en el momento en que la llevaba al orgasmo por las noches. De repente, se envaró, consciente de la mano de Noorkhiel que descendía por su cuerpo, acariciando su redondo vientre, sus amplias caderas, hasta introducirse por una abertura de la amplia falda de vuelo.

Giró de nuevo el rostro hacia él, con la intención de llamarle al orden, pero no pudo más que fruncir los labios y quejarse cuando los dedos le pellizcaron la cara interna de los rotundos muslos. Aquellos dedos parecían quemar su carne y, de paso, anular su voluntad. ¿Quién era aquel chico, apenas un infante, que la estaba enloqueciendo?

Esos mismos dedos subieron como si fuesen pequeñas alimañas astutas en busca de su sexo que solía llevar al aire bajo sus amplias ropas. Era un secreto entre ella e Ikune para cuando ésta quisiera acceder fácilmente a la vagina de su dama de compañía. Así que Tarse se había acostumbrado a no usar ropa íntima más que en los días en que su naturaleza lo necesitaba. Un dedo masculino se paseó por encima de aquella vulva sin vello, hinchada de deseo como nunca lo había estado. Con un rápido movimiento, el dedo entreabrió los abultados labios mayores, abriendo la vagina de la misma forma que se abre una ostra carnívora. Un pegote viscoso de fluido brotó de la vulva, mojando la mano del chico e inundando el aire con el inconfundible aroma tarneo de la secreción sexual.

Tarse fue consciente de la pregunta que se formulaba en los ojos del chico, así que optó por besarle ella esta vez, solo para acallarle. Al mismo tiempo, la dama llevó su propia mano por el mismo camino que había descendido la de Noorkhiel, pero usando el cuerpo de su pupila. Ikune tembló toda, agitándose como una hoja en la brisa. Sinceramente, no se lo esperaba. Ni siquiera había visto como Noorkhiel le metía mano a Tarse. Sin embargo, sus muslos se abrieron, prestos a recibir la mano de su dama. Aquel chico de la feria tenía mucha habilidad y confianza en sí mismo, pensó. Se notaba que había estado con muchas más mujeres.

Los dedos de Tarse se afanaron en deslizarse bajo la braguita de su pupila, apoderándose con pericia de su clítoris, manoseándolo lentamente hasta notar que crecía y se endurecía hasta alcanzar el tamaño de un garbanzo. Ikune ya se estaba retorciendo y se colocó de rodillas, con las piernas abiertas, para que su dama pudiera acariciarla mejor. Quedó de perfil junto a la sentada Tarse, y apoyó la frente en su hombro, inclinando la cabeza, los ojos cerrados. Se corrió enseguida, en silencio para que no la sintiera Noorkhiel, pero Trase sí lo notó, así que le acarició los esbeltos muslos por el interior, dejándola descansar. No la llamó al orden cuando, irguiéndose un poco, apoyó la barbilla sobre los rizos de su dama y, de esa forma, alcanzó la frente del chico.

Este, al sentir los labios sobre su piel, se ladeó, colocando una pierna bajo sus nalgas e irguiendo el cuerpo a su vez. Las bocas de Ikune y Noorkhiel se unieron por encima de la cabeza de Tarse, que estaba dudosa entre recriminarles o callarse. La propia mano de su ama la ayudó a decidirse, posándose sobre el dorso de su mano derecha y llevándola hasta el regazo del chico. Con la punta de los dedos, en una postura difícil, ya que Ikune no había despegado sus labios de los de Noorkhiel, impulsó a su dama a acariciar la entrepierna masculina. Una vez dada esa orden silenciosa, la mano se retrajo hasta buscar la entrepierna de Tarse, apartando la mano del chico para ocuparse ella del coño inundado y estremecido.

Con una sonrisa beatífica, Tarse se deslizó un poco hacia abajo para dejar más espacio a los chicos para besarse y, con habilidad, extrajo un bonito pene a través de la bragueta del pantalón. Estaba bien firme y dispuesto para ser acariciado, así que se llevó de nuevo la mano a la barbilla y escupió en la palma, humedeciéndola bien antes de aferrar el falo e iniciar un suave y lujurioso movimiento de mano.

―           Oooh, por la Madre Diosa… ¡qué buena polla tiene! – murmuró.

Al escuchar estas palabras, su ama llevó una de sus manos bajo el vestido y aferró la de su dama que seguía acariciando la tersura de sus muslos. La condujo de nuevo donde era necesaria, o sea, en su vagina, y, esta vez, Tarse hundió dos dedos en aquel coñito retozón rematado por una pequeña cresta de vello rojizo.

Ikune acabó por remangar completamente el vestido de su dama hasta dejar su entrepierna al descubierto y, de esa manera, poder acariciar mejor el coño gordezuelo y sabroso que llevaba gozando desde que era casi una niña. Convirtió su mano en una pinza, introduciendo dos dedos en busca de la zona más sensible de la vagina y usando el pulgar para castigar duramente el clítoris.

Tarse sabía que no aguantaría mucho para sucumbir a su primer orgasmo, el cual sería tan explosivo como de costumbre, pero seguiría encadenando pequeños orgasmos mientras la siguieran tocando. La mano de Ikune la estaba matando, masturbándola brutalmente, como sabía que le gustaba. Su mano izquierda seguía aferrada a la polla del chico, otorgándole unos largos y suaves vaivenes que imitaban la técnica del ordeñado. Sentía los sonidos húmedos de los besos por encima de su cabeza y si levantaba la vista podía visualizar las barbillas de ambos chicos rozándose, así como los cuellos estirados.

Tarse se sentía flotar en aquel instante. Nunca había hecho un filtro tan íntimo como ese con su niña y cuando supo de su compromiso, pensó que no lo haría jamás. Los hermanos y padre de Ikune no necesitaban un filtro para follársela. Era deber y derecho de familia. Sin embargo, allí estaba, compartiendo a un chico guapísimo en su primer encuentro fuera de la tradición familiar, y no parecía tener ningún problema para llevarlo a cabo.

―           Aaaayy…Ikune… me llega… me llega…sigue tú con él – gimió Tarse, notando el espasmo que empezaba a endurecer todos sus músculos en un generalizado calambre que la agarrotaría toda.

Chilló al mismo tiempo que su cuerpo se tensaba y soltaba el pene de Noorkhiel. Dejando de besar al chico, Ikune se inclinó y alargó la mano para acariciar aquel falo apenas entrevisto. Quedó maravillada con su textura y firmeza y deslizó el pulgar sobre el glande, llenándose voluntariamente de líquido preseminal. Los dedos de su dama en su coño se habían detenido. La escuchaba jadear, casi sin aire, recuperándose de sus exagerados orgasmos. Ella también había dejado de tocarla, esperando el momento para empezar a azotar la parte más sensible de sus muslos y la propia pelvis. Sabía que con un azote cada diez o doce segundos, Tarse mantendría su placer largo tiempo sin más necesidad de caricias sexuales. Los tarneos eran así, muy sensibles sexualmente, verdaderas criaturas del goce.

Un par de minutos después, Ikune notó la mano de su dama volver a la tarea de hacerla gozar, pero no sólo había dedos en su vagina, sino que la otra mano había subido para ocuparse de su trasero también, haciéndole saber así que le permitía seguir con las caricias al falo de Noorkhiel.

Con un ronco quejido de puro placer, Ikune besó dulcemente el lóbulo, la mejilla y la comisura de los labios de su dama, en una muestra de agradecimiento por cuando le estaba ofreciendo en aquella especial noche. Al mismo tiempo, las manos de Noorkhiel se habían aferrado a las cabezas femeninas, una a cada nuca, y el chico gruñía con una pasión casi animal. Se había apoyado definitivamente sobre sus rodillas y sus caderas comenzaron un baile sensual, adelante y atrás, al mismo compás que el movimiento de la mano de Ikune.

―           Córrete sobre ella, hermoso – musitó Ikune, con la boca entreabierta y acelerando sus caricias sobre el falo y testículos.

―           Como… desssssseesssss… -- farfulló él a los pocos segundos, dando un fuerte embiste que llevó su polla hasta la mejilla de la dama donde impactó el primer trallazo de semen.

Sonriendo, Tarse giró el rostro hacia el pene de Noorkhiel y abrió la boca, intentando atrapar algo de la emisión, pero los temblores del chico y la propia disposición errática de la eyaculación repartieron la lefa por rostro, hombro y pecho de la mujer, así como también se depositó en mano y muñeca de Ikune, quien no había soltado la polla para nada.

―           Acaba… conmigo, cariño… mío – le dijo la chica a su dama de compañía y ésta se dedicó exclusivamente a su ama.

Noorkhiel, aún con el pene erguido y rezumante, contempló el movimiento de las manos ocultas bajo el vestido de Ikune, el temblor de la barbilla de esta, y los susurrados lamentos de placer que se vertían en la callada atmosfera de la alcoba. Cuando el éxtasis la alcanzó, convirtiendo cada una de las articulaciones de su cuerpo en juncos que no la sostenían, pensó que no había contemplado jamás una expresión más bella que asomara jamás a un rostro. Aunque Noorkhiel no fue consciente de ello en ese momento, Ikune resultó ser la primera mujer de la que se enamoró con esa facilidad tan natural que había heredado. Doy fe de ello.

Una vez calmados, Tarse sirvió mesquiche helado para todos que revitalizó sus cuerpos y se llevó el regusto salado del sudor en sus bocas. Entre risitas y susurros, se arreglaron la ropa y Tarse, poniendo a su pupila en pie, pasó un fetiche de trapo sobre el vestido que hizo desaparecer cualquier arruga indiscreta.

―           Quizás nos veamos más tarde, tras el espectáculo – le susurró Ikune a Noorkhiel, abriéndole la puerta secreta que llevaba a sus aposentos mientras, tras ellos, Tarse se cambiaba el manchado vestido.

―           Me gustaría mucho…

―           Hala y ahora vete, artista – se despidió ella con un beso volado.

Noorkhiel se alejó por el pasillo, más alegre que un duende con una bolsa de monedas robada. Su sentido del tiempo le dijo que la cena estaba a punto de empezar y se sentía famélico, en verdad.


Una hora más tarde, Noorkhiel asistía al espectáculo que se llevaba a cabo en el gran atrio central. La noche estaba resultando perfecta, climatológicamente hablando, en la Cresta Polus, aunque el comendador había invitado a un druida por si las cosas se torcían, pero no hizo falta. La noche estaba serena, con una brisa del oeste que traía frescura y aroma a zahardeñas de las montañas. El gran atrio descubierto estaba prácticamente lleno entre la gran mesa en U, compartida por cincuenta comensales, el estanque vital de su centro, y el espacio en el que actuaban los artistas de Azok Zemka, al otro lado de dicho estanque y frente a la comentada mesa de invitados.

En aquel momento, actuaba Gincaro usando una gran cantidad de cuchillos bien diferentes, desde finas dagas de cruceta equilibrada hasta torvos cuchillos curvos que volaban describiendo un semicírculo. Dos jóvenes hembras ozekam le hacían de ayudantes para sostener sus dianas y convertirse ellas mismas en una. La más alta se llamaba Karbis y era un bello fauno de larga cabellera rizada; la otra, Arasis, se trataba de una pequeña hembra de lince dorado, de piel ocelada por las hermosas manchas de su estirpe.

Como aclaración, los ozekam – también llamado Pueblo Animal – son animales evolucionados tanto físicamente como intelectualmente, obteniendo formas antropomórficas, con dedos pulgares oponibles y manos prensiles. Las leyendas sobre ellos apuntan a que la propia Madre Tierra alteró varias zonas de Mü para crearlos. El caso es que es un tronco muy ramificado que abarca desde mamíferos hasta insectos, pasando por reptiles y peces. Centauros, faunos, esfinges, lobisones, los hombres leopardos, las hermanas mantis, o los sirénidos son algunos ejemplos de estas distintas evoluciones.

El número de Gincaro era siempre bien apreciado. Su pericia con las armas arrojadizas y las arriesgadas pruebas a la que la sometía eran del gusto de la mayoría de los hombres y también de muchas mujeres debido a su apostura. Los comensales daban buena prueba de ello ya que se habían olvidado totalmente del cuarto plato de degustación que los sirvientes habían traído, atentos y aguantando la respiración hasta que lanzaba otro cuchillo más.

Por su parte, Noorkhiel devoraba su quinto muslo de zorro meriano – más parecido a un fornido tejón que a un zorro –, recubierto de hojaldre y miel, al amparo de una de las columnas del atrio. Desde allí, medio oculto, podía observar a Ikune, sentada entre sus hermanos y su padre y exhibida casi como un trofeo. Debía reconocer que estaba radiante, con su melena bien cepillada y cayendo en cascada sobre sus hombros y espalda desnuda. Había cierto rubor en sus mejillas que hablaba de su dicha momentánea, de lo bien que se sentía en aquel momento, tras disfrutar de una buena sesión de caricias y asistir a su primer banquete social. Noorkhiel se alegró por ella y arrojó el pelado hueso de zorro a uno de los canes que rodeaban la gran mesa. Pensó en rondar de nuevo por las inmediaciones de la enorme cocina y conseguir algo más pero una mirada de su mentor le indicó que actuaría a continuación, así que se quedó en el sitio.

El comendador se puso en pie, golpeando la mesa con el puño, vitoreando el último lanzamiento del apuesto Gincaro. Apoyado en otra de las columnas, el propio Azok Zemka se reía fuertemente, agitando su gran vientre en el interior de su pulcra camisa de volantes y lunares. Gincaro había conseguido clavar un naipe a la mampara de madera que utilizaba, haciendo pasar un pequeño cuchillo a través del ínfimo hueco que dejaban varias alabardas cruzadas. Era, sin duda, su lanzamiento estrella.

El apuesto cuchillero de la Tribu Ono saludó al público que gritaba y aplaudía, lanzó besos hacia las damas, y besó en la frente a sus dos ayudantes ozekam. Dos ayudantes de la feria se dieron prisa en retirar los artículos de Gincaro y disponer los propios de Dway. Con una palmada en la columna, Noorkhiel se encaminó a ocupar su puesto.

El mago, por su parte, avanzó con paso calculado, haciendo repicar la calza de metal de su bastón sobre la solería, acallando con ello todas las conversaciones. Se detuvo en el centro del espacio dispuesto para ellos y miró lentamente a todos los presentes. Cuando estuvo seguro que todo el mundo le miraba, entonces se inclinó en una profunda reverencia. Al incorporarse, habló en voz alta y clara:

―           Mi nombre es Dway Ugme y he recorrido todos los caminos de Impassah aprendiendo diversas técnicas y conjuros que espero que sirvan a vuestro deleite, estimados comensales. Y ahora, es hora de… ¡COMENZAR!

En el mismo momento de alzar la voz, el mago golpeó el suelo con su bastón, creando una onda visible que se esparció por todo el atrio en círculos cada vez más amplios. Fue como si en vez de aire hubiera agua y la hubiera golpeado con su bastón para formar ondas concéntricas.

Pero no fue eso tan sólo lo que hizo rodar los ojos de todos los presentes. Los ropajes pardos y comunes que llevaba encima se transfiguraron en formas y colores de los que no se podía retirar la mirada. Una larga capa ondulante se alzó a su espalda, mecida por un viento que nadie detectaba. Las holgadas mangas de la túnica aparecida formaban estelas de colores que se fusionaban entre sí, degradándose lentamente, quedando esparcidos en el aire, cada vez que movía las manos.

Un intenso “Oooooh” brotó de las gargantas de los presentes. La presentación les había sorprendido a todos. Noorkhiel metió la mano en su bolsa, escogiendo con cuidado una bola de frágil cerámica marcada con el signo del número uno. Usando una gota de secreción de gusano ribba, que sacó del pequeño morral que ocultaba bajo los faldones de la vistosa camisa, dejó la bolita de barro cocido pegada a la columna contra la que se apoyaba. Inmediatamente, se alejó de allí para situarse en la siguiente marca acordada.

―           ¿Qué importancia tiene un mago ilusionista en un mundo regido por la magia y lleno de hechiceros de una u otra tendencia? – las palabras de Dway, así como su fascinante indumentaria, llamaron la atención del público. – Pues que puedo usar mi arte para vuestro regocijo, intentando que seáis testigos de los sucesos más asombrosos que podáis imaginar.

Con un buen sentido del espectáculo, dejó que los comensales murmuraran entre ellos para atajarlos de nuevo con su estentórea voz.

―           ¿Acaso dudáis de mis palabras, estimados señores? ¿No pensáis que entrecortaré vuestros alientos y conseguiré que vuestros ojos se abran de par en par? – algunos de los nobles llegados de la capital sonrieron con suficiencia. En provincias no solía haber magos de renombre. – Bueno, eso es algo que veremos a medida que desgrane la historia de Em’Weki, la poderosa montaña que sostiene esta ciudad – los comensales se miraron entre sí, evidentemente sorprendidos por lo poco habitual del número. – Hace eones, tantos que Mü, nuestro mundo, apenas podía llamarse como tal, todo estaba cubierto por cálidos mares. Tan sólo los picos de las más altas montañas sobresalían del líquido elemento, y aunque Em’Weki es masiva y alta, se encontraba sumergida. Así que os propongo echarle un vistazo a como era este lugar en aquel tiempo…

El imperceptible movimiento de dedos del mago ilusionista rompió la canica de cerámica pegada a la columna a distancia. Como respuesta, varios bancos de enormes peces de grandes espinas cartilaginosas aparecieron de la nada, nadando entre los asistentes, desplazándose lentamente por el aire como si estuvieran en su elemento. Algunas de las damas dejaron escapar pequeños grititos de sorpresa y más de un hombre alargó la mano para tratar de comprobar si aquellos peces eran reales.

Otras sombras aún mayores se movían entre los cortinajes, sobre los muros cubiertos de bejucos florecidos, como cosas ominosas que presagiaban una desgracia; cosas que dejaban entrever varias filas de agudos y letales dientes.

―           Como podéis imaginar, aquel mar primigenio estaba repleto de vida, una vida salvaje y realmente dispuesta a sobrevivir – casi susurró el mago.

Unos largos tentáculos, repletos de pequeñas bocas armadas de afilados picos de tres extremidades, surgieron de detrás de la gran mesa de comensales, asustando a todo el mundo. Los tentáculos atraparon a varios de los grandes peces con pericia, desgajando su carne al momento con aquellos picos triangulares. Aún sabiendo que todo era un simple cuadro movedizo, algo compuesto por un artista, la impresión fue espectacular para los presentes.

―           Pasaron cientos de siglos y el mar se retiró – Dway activó otra de las bolitas escondidas dejadas por su pupilo. – La tierra empezó a producir su propia vida, plantas, flores, árboles, y numerosos animales se disputaron el suelo seco.

Los cada vez más admirados comensales se vieron rodeados de una lujuriosa vegetación, compuesta sobre todo por enormes helechos y palmeras siamesas de grandísimas hojas. Por un momento, pareció que el atrio había sido trasladado a una de esas islas ecuatoriales, húmedas y asfixiantes. Incluso la temperatura subió por unos momentos, gracias a otro de los subterfugios que Noorkhiel había estado sembrando. Los sonidos resultaban ser todo lo real que se podía esperar. Se escuchaba el crujido de la maleza agitada por un viento inexistente, el chirrido de ocultos insectos y el estridente canto de lejanas aves.

Desde uno de los muros laterales, una enorme cabeza de bulbosos huesos orbitales apareció, venteando a los comensales, los cuales se echaron hacia atrás tan apresuradamente que acabaron volcando más de una de las cómodas banquetas acolchadas en las que se sentaban. La enorme bestia exhaló un bronco rugido de impaciencia y se apartó, como buscando una presa que prometiera más carne que aquellos pequeños nobles. Los pasos del carnosaurio alejándose hicieron vibrar las tripas de los impresionados invitados.

Noorkhiel se rió entre dientes, acostumbrado a los trucos de su mentor. Al mago le encantaba influenciar en las mentes de su público, sea aterrándole, sea tentándole; cualquier cosa le valía si conseguía que sus ilusiones se recordaran durante meses. Su mejor meta era producir un estado de pánico durante toda una velada o que le acusaran de inducir pesadillas a los infantes durante semanas. Dway era así de perfeccionista.

Ya había colocado todo el material y sólo le quedaba estar pendiente al último acto en el que ayudaría al mago a desaparecer tras un espejismo como colofón de su número. El ronco gruñido sonó quizás demasiado alto para aquel atrio y no lo reconoció como uno de los que habitualmente usaba Dway. Buscó con la mirada la bestia de la que procedía y no la pudo encontrar; sin embargo, el gruñido se alargó, amenazante y cargado de peligro. Cada uno de los comensales comenzó a mirar a su alrededor, nerviosos.

Noorkhiel se giró hacia su padre y le vio buscando él también de dónde provenía aquel sonido animal. Lo comprendió inmediatamente, aquello no tenía nada que ver con el espectáculo de Dway, así que su corazón elevó su ritmo preparándole para lo peor. Entonces, algo voló hacia él como una flecha, procedente del exterior, algo pequeño envuelto en un frenético silbido que, por primera vez, entendió a la perfección.

“¡Peligro, peligro! ¡Atacan, atacan! ¡Los fieles de Pessian!”

El hada de claro de luna se aferró a su camisa y trepó hasta esconderse bajo el largo cabello de Noorkhiel, asustada. El joven subió una mano y la atrapó con delicadeza, exponiéndola ante sus ojos con asombro. La diminuta mujer siguió emitiendo distintos silbidos a toda velocidad y Noorkhiel volvió a comprender todo cuanto quería comunicarle.

“Hombres oscuros de la diosa de la envidia cercan la Cresta Polus. Han roto las defensas mágicas. Todos armados. Vienen hacia aquí y traen bichos feos”.

―           Pero… ¿cómo es posible que te comprenda? – barbotó Noorkhiel, aún estupefacto.

Pero era demasiado tarde para las preguntas. El invasivo gruñido se convirtió en diversos rugidos que llevaron a los comensales a saltar de sus asientos a toda velocidad, entre maldiciones, gritos y llantos. Atravesaron corriendo las pasarelas dispuestas sobre el estanque central del atrio, poniéndose tras el mago, resguardándose entre los artistas. Dway, igualmente sorprendido, contempló como algunos de los invitados no consiguieron ponerse a salvo.

―           ¡Lobos aquerones! – exclamó al descubrir las bestias intrusas.

Era la primera vez que Noorkhiel contemplaba un lobo aquerón de cerca. Había oído hablar de ellos, de su ferocidad, y de sus sanguinarias estrategias para cazar en manada. Eran grandes y nervudos, de cuerpos más largos que los de un hombre y extrañas patas delgadas y zancudas. Si no fuera por su gran alzada, parecería que estuvieran famélicos y desnutridos, pero había algo en su forma de avanzar en grupo que indicaba otra cosa. Sus pelajes eran ocres y pardos, sobre todo, algunos más oscuros que otros. Sus ojos brillaban con un fulgor amarillento y espesas babas colgaban de las tremendas fauces entreabiertas.

El primero cayó sobre la espalda de un Edil, derribándole en el suelo. Inmediatamente, sus mandíbulas se cerraron sobre la coronilla del muari, cascándole el cráneo como si fuese un simple huevo. El tejido cerebral se derramó por el suelo antes que un lengüetazo del animal lo limpiara con glotonería. Otra de las bestias mordió ferozmente la pierna de una mujer, destrozando el hueso con cada presión de sus fuertes quijadas. Los alaridos cesaron cuando la dama se desmayó en pocos segundos.

El joven contó hasta seis lobos que se dedicaban a masacrar los invitados. Uno de ellos, con las fauces ensangrentadas, dio una dentellada en su dirección. Noorkhiel inclinó la cabeza a un lado, como si se preguntara cuan peligroso sería aquel lobo, y no se movió del sitio. En su mano, el hada temblaba como un cachorro pero tuvo el ánimo de levantar una de sus manitas y apuntar con un dedo a la bestia. Emitió un corto silbido e, inmediatamente, el lobo aulló lastimosamente, saltando hacia atrás afectado por la magia del hada. Eso atrajo la atención de la manada, que cerró filas en torno al aturdido aquerón que gemía tumbado en el suelo.

―           Vaya, así que también sabes golpear, pequeña – sonrió Noorkhiel, antes de saltar hacia atrás con una vistosa pirueta en el mismo instante en que uno de los lobos se abalanzaba hacia él.

Un haz lumínico impactó en el costado de la bestia, arrojándola contra la ahora desierta mesa. El cuerpo peludo quedó allí, humeando el enorme boquete que los dardos de energía habían hecho en sus costillas, los órganos desintegrados.

―           Atrás, chico – indicó Dway con la mano aún brillando por su hechizo lumínico. – Hay que mantener la distancia con esos bichos.

―           Nunca había escuchado que los aquerones se internaran en una ciudad y menos una amurallada – masculló Azok Zemka, poniendo una mano sobre el hombro de Noorkhiel y echándole hacia atrás.

―           Llevan collar y argolla. Están domesticados. Alguien los ha criado para el combate – indicó Dway, señalando los cuellos de los lobos.

Gincaro colocó su masivo cuerpo delante de ellos, alzando tres de sus cortos puñales entre los dedos de una mano mientras que con la otra mantenía a su amante detrás. Azok no era más que media cuarta más bajo, pero aún así el porte y gallardía del lanzador de cuchillos empequeñecía a todo el mundo.

Dway se giró y buscó al anfitrión entre los temblorosos invitados. Ivrid Sok, con el rostro lívido, abrazaba a su hija. Su nueva esposa estaba arrodillada ante él, abrazada a sus pantorrillas.

―           ¡Debemos refugiarnos en algún sitio a cubierto! – le gritó el mago. -- ¡Aquí no estamos seguros! ¡Los escudos básicos han tenido que ser desactivados!

―           En la otra ala hay gruesas paredes y techo – contestó Ikune, mirando brevemente a Noorkhiel.

―           ¡Llévalos a todos allí! ¡Noork, acompáñalos y asegura el lugar! – ordenó Dway, antes de concentrarse en un nuevo hechizo.

―           ¡Los contendremos cuanto podamos! – gruñó Azok, desgajando la pata de una robusta banqueta para usarla como porra.

Ikune asintió y empezó a tirar de su aún atónito padre. Los demás se pusieron en marcha a indicación de Noorkhiel.

―           Padre… padre… ¿y nuestra guardia? ¿Por qué no aparece? – le preguntó Ikune a su padre, sin soltar su brazo.

―           Deben de estar muertos ya… – la frase surgió como si fuese el último suspiro del hombre.

Noorkhiel, antes de salir del atrio, miró hacia atrás, contemplando a aquellos tres valientes enfrentándose a los lobos aquerones. Su mentor parecía brillar con luz propia usando conjuros defensivos para mantener alejadas aquellas terribles fauces.

Se sintió orgulloso de él.

CONTINUARÁ…