La feria ambulante de Azok Zemka (II)

Extraído de las crónicas de Mephisto.

Los ojos en cuestión eran los de Ikune, la hija menor del comendador.

Ikune estaba entusiasmada con la velada. De hecho, era la primera fiesta social a la que se la permitía asistir y, para ella, era todo un hito aunque sólo fuera un acto en honor a los ediles del Cabildo. La hija más joven de Ivrid Sok – apenas había alcanzado su primera mayoría de edad de los treinta años – recorría sin descanso los salones embaldosados de fino esquito negro y mármol de vetas multicolores, acompañada de su fiel dama Tarse. Ambas observaban con interés y agrado todos los preparativos para la gala de aquella noche. Se extasiaba al observar los sirvientes engalanar mesas y butacones, como cambiaban las alfombras de piel del suelo por artísticas recreaciones del blasón de la familia Sok, trenzadas con bejucos primorosamente pintados. Un artesano de la ciudad estaba colocando una infinidad de lámparas nuevas en todos los rincones.

Ikune se colgó del brazo de la dama Tarse y suspiró. Su acompañante le pasó una mano por la frente, despejándola de un rebelde rizo caoba.

―           No te hagas demasiadas ilusiones, Ikune. Sólo es una cena política, con aburridos discursos pomposos y vacíos. No va a haber guapos invitados venidos de la capital – le dijo Tarse, con una sonrisa.

―           Ya lo sé pero, al menos, veremos a los artistas de Azok Zemka.

Tarse cabeceó lentamente, dándole la razón. No todos los días podían ver el espectáculo de una de las compañías de artistas más afamadas de Impassah – tal y como los mutaanos denominan a Europa y África formando un solo continente.

―           Ven, dejémosles trabajar – Tarse tiró del brazo de su protegida. – Paseemos por los jardines.

Ikune era una muari, como sus padres, una raza de claro aspecto humano. Tenía la tez clara, unos impresionantes ojazos verdes, y una cabellera frondosa con reflejos rojizos al incidir el sol sobre ella. Era una chica hermosa y joven, con cierta tendencia narcisista en su educación, pero ¿quién podía decir que eso estuviera mal cuando su familia era rica y poderosa?

Tarse, en cambio, era tarneo. No tenía ni un solo pelo en el cuerpo, ni siquiera cejas, y su piel brillaba con un débil tono azulón en los lugares en que los fantásticos tatuajes que la cubrían dejaban entreverla. Los tarneos constituyen el grupo racial más longevo de entre los onmáh y suelen ser los educadores más pacientes y los sacerdotes más entregados.

La dama de compañía era bajita y algo regordeta, pero rebosaba vitalidad y armonía. A lo mejor era algo joven para ser considerada una buena institutriz pero su madurez personal había convencido plenamente el padre de Ikune para ponerla en ese puesto. Por ello, ambas se llevaban excelentemente, compartiendo un grado de complicidad que no podrían haber tenido si Tarse hubiera sido más mayor.

Ikune cambió la dirección de sus pasos, arrastrando a su dama hacia una de las pequeñas cascadas de hidromiel que salpicaban los vastos jardines. Tenía sed y ganas de sentir el dulce sabor del líquido en su boca. Los sirvientes solían llenar cada semana los depósitos ocultos con miel y los glifos inscritos en ellos se encargaban de acelerar el proceso de fermentación de la mezcla. El resultado, un suave hidromiel que surgía constantemente de esas fuentes en un perfecto ciclo.

Sin embargo, alguien había tenido la misma idea que ella y se encontraba sentado en una piedra del reborde de la cascada, sosteniendo una copa de cristal en la mano, sospechosamente parecida a la cristalería que debía usarse en la cena. Giró la cabeza hacia ellas al aparecer en el sendero y se limpió los labios con la manga, en un amable gesto de decoro.

Ikune no tuvo más remedio que fijarse en aquellos imponentes ojos que la miraron, descubriendo a los pocos segundos que, asombrosamente, las pupilas se contraían con la luz solar hasta el punto de ser diminutas y que el iris destellaba con fantásticos colores que cambiaban lentamente.

Nunca había visto unos ojos así ni tenía constancia que alguna raza los tuviera. Se quedó clavada, aferrada al brazo de Tarse, atrapada por aquella fascinante mirada. A su vez, Noorkhiel, pues de él se trataba por supuesto, le pasó algo parecido, perdiéndose en la profundidad de los intensos ojazos verdes de la chica. Tarse se dio cuenta enseguida de lo que ocurría entre los dos jóvenes y se mantuvo estática y callada, como una vieja alcahueta. A su manera, disfrutaba de la conexión primaria establecida. Era la primera vez que Ikune sentía una atracción instintiva, demasiado protegida por su ambiente familiar.

―           Hola – dijo el chico, poniéndose en pie de repente. Parpadeó unas cuantas veces y eso fue como si cortase el embrujo que atraía a Ikune.

―           Hola – balbuceó ella. Tarse pellizcó duramente el interior de su brazo para ayudarle a salir de la impresión.

―           ¿Quién eres? – indagó la dama de compañía, mucho más directa.

―           Mi nombre es Noorkhiel y acompaño a los artistas de la compañía de Azok Zemka.

―           Oh… ¿actúas esta noche? – preguntó Ikune, casi conteniendo el aliento.

―           Sí, ayudando a mi maestro y padre, el gran Dway Ugme.

―           ¿Eres hijo del gran mago ilusionista? – esta vez fue la chica quien parpadeó.

―           Así es.

Ikune se obligó a apartar la vista de aquellos ojos que anulaban su mente consciente y repasó los rasgos de Noorkhiel, intentando averiguar a qué raza pertenecía. Podía entrever algunos trazos élficos en sus ojos rasgados, en las pequeñas orejas puntiagudas, en la delicadeza de la curva de su mandíbula… pero había otros que no eran los comunes en los mestizajes elfos habituales. Parecía como si tuviera parentesco con hadas o dríades, aunque el conjunto resultase de lo más atractivo. Sin embargo, aquellos extraños ojos bajo las hirsutas y muy alzadas cejas clamaban a una estirpe sin duda bastante exótica.

Las sencillas ropas con las que recubría su cuerpo ponían de manifiesto un físico delgado y nervudo, en el que aún se podía observar detalles de una adolescencia que aún no había dejado atrás. El vello facial aún no crecía más allá del suave plumón de sus patillas y sus brazos y manos no aparecían lo suficientemente esculpidos para hablar de una vida de duro trabajo.

Por su parte, Noorkhiel le había dedicado también un largo repaso visual a la chica, mientras atendía a la presentación que le ofrecía la dama tarneo. Así se enteró de que era la hija más pequeña de Ivrid Sok, el anfitrión; supo de su encantador nombre y de que asistiría a la gala. Era una chica muy bella pero, desgraciadamente, según las tradiciones sinimari no estaría a su alcance para un buen revolcón, aún sabiendo que la había impresionado.

Los nobles no se relacionaban sexualmente con los palmutaanos, como se denominaba al vulgo, a no ser que fueran sus dueños. Noorkhiel estaba seguro que, viendo la juventud de la chica muari, aún estaría bajo las enseñanzas sexuales de su familia y no habría dado un paso más allá de disfrutar de algún sirviente de confianza; quizás de la opulenta tarneo que la cogía del brazo.

La tradición marcaba que los padres o hermanos mayores fueran los que iniciaran la etapa sexual de los miembros adolescentes. Aún me es difícil comprender por qué esto resulta ser un tabú para los humanos. ¿Quién mejor que un familiar de sangre para dejar atrás esa virginidad natural? Sin duda, no se puede encontrar a nadie que te otorgue más confianza y protección que tus padres, ¿no? pero, ya se sabe, esos humanos y sus tonterías…

Galantemente, tal y como Dway le había enseñado, se despidió de las damas y se alejó, dejándolas con su lenta caminata. Aún estando de espaldas, pudo sentir la mirada de la chica sobre su figura, mirándole desaparecer entre los arbustos recortados. Quizás si jugaba bien su mano para la hora del espectáculo…, pensó.

Una risita llamó su atención. Sonaba débilmente pero cristalina, muy parecida a la de un infante, un niño. Giró la cabeza en todas las direcciones pero no consiguió descubrir de dónde procedía ni de quien. Se encogió de hombros y se acercó a uno de los camuflados muros de la mansión, cubierto por un manto de hiedra roja. Un viejo sirviente surgió desde una oculta arcada, cargado con una brazada de largas antorchas. Las apoyó contra las piedras del muro y tomando una, la clavó fuera del sendero de piedras planas que se adentraba en los jardines.

―           Creía que el espectáculo y la cena sería al otro lado de la mansión – comentó al anciano.

―           Así es, pero el amo quiere que toda la finca esté rodeada de luz – respondió el sirviente, un niagul de pequeños cuernos limados hasta quedar romos en su frente. – Estamos colocando cientos de antorchas lentas en los aledaños.

―           Bueno, el comendador es quien va a pagar todo esto, así que…

El sirviente asintió, recuperando sus otras antorchas y acoplándolas bajo su brazo. Noorkhiel se puso a su altura, acompañándole, dispuesto a sacarle toda clase de información, más por inercia que por interés. Detrás de ellos, la antorcha clavada cayó al suelo, repiqueteando sobre las piedras del sendero. El viejo niagul se giró, enarcando una de sus cejas sobre el pronunciado arco orbital superior.

―           ¡Por el culo de Astalama! – Astalama es la diosa de la pereza y le gusta aparecer con el aspecto de una mujer gruesa, madura y lánguida. –Estoy seguro de haberla clavado hasta la marca – gruñó el sirviente.

―           Ya lo hago yo – se agachó Noorkhiel, recogiendo la antorcha y clavándola fuertemente.

―           Te lo agradezco, chaval. ¿Perteneces a la feria de Azok Zemka?

―           Sí. Mi maestro es el Gran Mago – el chico no acabó la frase. Detrás de él, la antorcha había vuelto a caerse al suelo. Esta vez, sonó de nuevo la risita entre los cercanos arbustos.

―           ¿Es que tenéis problemas de fantasmas en la casa? – preguntó Noorkhiel, rascándose la cabeza pensativamente.

―           No que yo sepa – respondió el sirviente con un susurro, contemplando malévolamente la antorcha caída.

El joven recogió de nuevo el largo palo de la antorcha, de más de un codo de altura, y, colocando una rodilla en tierra, se aseguró de meter bajo tierra al menos la mitad de él. Con un par de palmadas, apisonó la tierra alrededor de la madera. El viejo niagul le alargó un par de redondas piedras del tamaño de un puño, y Noorkhiel las usó como apoyo para darle más consistencia a la antorcha.

―           Se acabó la tontería – masculló, poniéndose en pie.

El sirviente y él se alejaron lentamente pero con los oídos prestos. Ninguno quiso abrir la boca hasta estar a varios metros del lugar. Entonces, el anciano suspiró y sacó una nueva antorcha de la brazada que portaba. Al clavarla en la tierra, al lado de un macizo de bellos rododendros escarlatas, el sonido de una antorcha al caer sobre el sendero llegó hasta ellos.

―           ¡Me cago en los jodidos espíritus! – rezongó el sirviente, girándose en seco.

La burlona risita sonó tan cercana a Noorkhiel esta vez que disparó su mano dentro de los tupidos rododendros con una velocidad cegadora.

―           ¡Voy a traerme un puto mazo… la voy a clavar a la maldita pared! – exclamó el viejo niagul, encaminándose de nuevo hacia la mansión y dejando a solas al joven.

Noorkhiel sacó la mano despacio de entre los tallos de las flores. En su mano se debatía una diminuta figura, intentando escapar.

―           Veamos lo que tenemos aquí – musitó, colocando la mano ante sus ojos.

Con asombro, contempló una mujer desnuda y perfectamente definida, de cuerpo esbelto y curvas hermosamente redondeadas, pero que apenas llegaba a medir una cuarta – medida estándar antropomórfica que equivale a la distancia entre el extremo del pulgar y el del meñique manteniendo los dedos abiertos y extendidos; habitualmente entre quince y veinte centímetros.

Parecía enfadada y no cesaba de agitarse, frunciendo sus bellos rasgos y golpeaba la mano del joven con unos puños apenas más grandes que el abdomen de una hormiga. Sin embargo, de su boca no surgían palabras, sino una especie de trino melodioso, mucho más suave que el de un pájaro, pero realmente enfático. Aunque no entendía el extraño idioma, estaba seguro que estaba despotricando contra él sin consideración alguna.

Tampoco él fue considerado y tomándola con cuidado de uno de los pies, la colgó de dos de sus dedos, cabeza abajo, observándola a placer. Era realmente hermosa, con un cuerpo perfecto, una larga cabellera plateada y unas largas cejas que acababan convirtiéndose en dos antenas que se mecían por encima de la cabeza. Unas bellas alas de mariposa se abrían y cerraban a su espalda, refulgiendo con colores impactantes que componían un hipnotizante diseño.

―           Vaya, vaya… un hada de claro de luna. ¿Qué haces tú por aquí, en unos jardines domados?

El trino subió una octava, sonando con la potencia de un abejorro enfurecido y, de repente, pasó a ser como un suave ronroneo con algunos siseos intercalados. Noorkhiel le permitió recuperar la verticalidad pero pasó el pulgar y el índice por la cintura de la diminuta hada, formando un cepo del que no podía escapar.

―           No es nada frecuente ver a alguien de tu raza en una urbe y ni siquiera en vuestro hábitat. Por lo general, sois invisibles…

Noorkhiel recordó lo que le había contado su mentor sobre las hadas. Sí, las claro de luna eran las más difíciles de ver o encontrar y también las más peligrosas en sus travesuras. No se acercaban a los lugares habitados por otras razas pues creían que estaban contaminados o domados. De los seres creados por la Madre Tierra eran sin duda los más esquivos de todos, junto con La Prole, los benditos hijos de Gaia. No por nada eran llamados el Pueblo Invisible. Tan solo el Pueblo Puk, unos primos lejanos de las hadas, aún mucho más diminutos, eran sociables y acostumbraban a edificar sus colonias en estatuas, monumentos y construcciones megalíticas, ya que eran famosos por su don de horadar la piedra.

―           ¿Hablas kareim? – kareim es la lengua común entre todos los mutaanos, digamos el idioma base.

La muñequita negó con la cabeza y dejó escapar un corto silbido. Luego comenzó una tonada cadenciosa y sublime que erizó el vello de la nuca del joven. No sabía qué quería decirle pero parecía estar explicándole algo, algo importante.

―           No te comprendo – Noorkhiel meneó la cabeza y se encogió de hombros. – Lo siento. Eres libre, pequeña – y abrió los dedos.

Con un suave aleteo de aquellas maravillosas alas, la diminuta mujer se mantuvo estática, mirándole, con los brazos en jarra, los puños sobre las desnudas caderas.

―           Puedes seguir con tus travesuras, hadita, pero te advierto que si le jodes el número a Dway, vas a tener que volar muy rápido para escapar – le advirtió el joven, agitando un dedo delante de la figurita flotante.

El hada desapareció rápidamente entre unos grandes arbustos exquisitamente recortados. Un instante después, el viejo niagul apareció con un grueso mazo de madera en la mano. Sin dejar de renegar, se lanzó a martillear la antorcha en la tierra. Noorkhiel se giró y bajó por el sendero, en dirección a la otra ala de la mansión para reunirse con su mentor. No había avanzado más que una veintena de codos cuando escuchó la antorcha rodar por el suelo, seguido de una horrenda maldición surgida de la boca del anciano. Noorkhiel sonrió y caminó alegremente bajo el radiante sol.


Noorkhiel y su mentor Dway bajaron de la Cresta Polus, donde se hallaba la gran villa Tapu’nri, y cruzaron la ciudad. Las calles de Lenussia bajaban la falda de la gran montaña en amplios zigzags por lo que solían ser algo estrechas para el tránsito que tenían. Aún así, componían un delicioso bullicio para los ávidos ojos del chico. Atravesaron el vociferante barrio orco, con su caótico mercado al aire libre. En una de las calles ya cercanas al llano, Noorkhiel se pegó a los ornados escaparates de las tiendas de artesanos, donde se desplegaban fantásticas muestras de las más dispares artes.

Cerámica buji, trabajada por artísticas manos de ogros y gremlins, con bellas vetas de distintos minerales recorriendo la arcilla amalgamada – no cocida – y moldeada en estilizadas redomas de mil y unas formas. Todo tipo de utensilios, herramientas y armas, forjados en durísimo acero kople y repujados por la habilidad de enanos herreros. Artesanos joyeros, maestros teñidores, tejedores, sastres y modistas, se alternaban en sus negocios, entre los que se entremezclaban algún que otro tallador, vendedor de especies, y hasta un viejo busca reliquias.

En una calle aledaña, se podían ver diversas tiendas de eruditos, estudios de alquimia, y varios estandartes sobre las puertas con el signo de la runa mieji, lo cual indicaba que allí habitaba un mago de alguna tendencia.

Las calles embutieron en un par de amplios bulevares al bajar a la planicie, con elegantes parterres floridos en sus recorridos. Allí se alzaba el edificio del Cabildo, en forma de pequeño zigurat escalonado. Justo al lado, el cuartel de la milicia urbana, un edificio bajo y rectangular, de gruesos muros y ventanas pequeñas. Noorkhiel sabía que la mayor parte de esa construcción se hallaba bajo tierra. Servía para albergar el retén de guardias necesarios para mantener el orden en la ciudad, vigilar las murallas, y patrullar los límites, así como un sitio para encerrar preventivamente a quien atentara contra los intereses de la ciudad.

Padre e hijo cruzaron la puerta norte de Lenussia, la principal, dejando atrás las imponentes y altas murallas. Bordearon el gran lago durante unos minutos hasta llegar a la gran pradera donde se había instalado la gran feria de Azok Zemka. Se podría decir que era prácticamente una gran aldea lo que habían levantado en el llano de hierba. Se habían hincado postes para delimitar el perímetro, postes a los que estaban clavados sonajeros y carracas hechos con huesos de ajusticiados. También había cordones con cascabeles, collares de conchas marinas, molinillos de plumas de fisbo, y otros diversos talismanes que se encargaban de unir cada poste con el siguiente hasta crear un sólido conjuro chamánico que garantizaba dejar fuera del perímetro a cualquier animal peligroso o posibles ladrones.

La compañía que el medio ogro había creado durante casi diez décadas había crecido y estructurado en una gran familia; una familia que contaba con muchos miembros, y absolutamente todos ellos cumplían con un propósito. Azok Zemka era de la opinión que todo el mundo tenía que aportar su grano de arena al bien común, trabajara directamente en el espectáculo o no. Si gozaba del amparo y las posibilidades de la compañía, entonces debía contribuir con su apoyo. Así que todo el mundo tenía su cometido en aquella cerrada sociedad. Unos ayudaban a levantar las cada vez más intrincadas estructuras necesarias para llevar a cabo la función: barracas, escenarios, cortinajes, braseros e iluminación específica… otros se ocupaban de acoplar los numerosos carromatos como si se tratase de un puzzle, hasta que conseguían formar una cómoda colonia en la que descansar y vivir bien durante un tiempo.

Jovenzuelos y ancianos se dedicaban a recoger leña, a recolectar bayas y lo que se encontrara por la zona. Los cónyuges de los artistas se ocupaban de abastecerse de cuanto necesitara la feria, de cocinar y, en una palabra, de mantener la aldea móvil en marcha. Los propios artistas se encargaban de reponer los materiales necesarios para sus distintos números y organizaban ensayos generales cada dos días. Azok reunía los permisos necesarios y se ocupaba de la publicidad adecuada.

Dway y Noorkhiel cruzaron la entrada de la feria, esquivando con cuidado una pirámide viviente realizada por varias docenas de noonies, medio desnudos y sudorosos. Cuatro de ellos, los más altos y musculosos, servían de base a los demás. Noorkhiel calculó rápidamente que ninguno de los cuatro superaba el medio codo; los demás, hombres y mujeres, llegarían a la mitad de eso. Se esforzaban en mantener la pirámide erecta, animándose con gritos de júbilo y sordos gruñidos de aquellos que soportaban más peso. Dway se detuvo un instante al lado de los enanitos, más parecidos a muñecas que otra cosa.

―           Stenor, recuerda que el equilibrio está en las fuerzas opuestas – dijo el mago, colocando una rodilla en el suelo. – Cuanto más se apoyen los vértices los unos en los otros, más firme se mantendrá la estructura.

―           Gracias, mago, pero llevo haciendo esto desde que era un infante. Me ha partido dos veces la espalda por no tomar las precauciones adecuadas – gruñó uno de los enanos más altos.

Dway contempló la redonda joroba musculosa que coronaba la espalda del noonie y meneó la cabeza. Era cierto, el hombrecito había aprendido por las malas. Se levantó y pasó la mano por el hombro de su chico. Ya estaban a la misma altura y Noorkhiel aún tenía trazos infantiles. Seguro que aún crecería más, se dijo.

―           ¿Tienes hambre, cachorro? – le preguntó.

―           Siempre tengo hambre – contestó Noorkhiel, mirándole con una sonrisa.

―           Vayamos a ver que ha preparado Vasilea para la tropa – echó a andar el mago tras palmear la espalda de su hijo.

―           Llevo toda la mañana pensando en las delicias que servirán en la gala – suspiró el chico.

―           Recuerda… no son para nosotros… que no te pillen metiendo la mano en los platos – Dway le miró de reojo.

―           Lo sé, lo sé… por lo menos, les echaré un ojo – por un momento, la imagen de Ikune se materializó en su mente, arrancándole una sonrisa.

El comedor comunitario de la feria estaba contenido por una carpa hecha de hiedra roca, con tintes azulados y malvas en uno y otro reverso de las hojas, idéntica a la que se podía ver sobre numerosas fachadas y tejados de hogares mutaanos. Las pequeñas y dentadas hojas del musgo parásito se encaraman y engarzan a casi cualquier superficie, formando un sólido cuerpo una vez asentada. Se alimenta de cualquier cosa que caiga sobre ella, insectos, larvas, semillas… y se beneficie de la solidez del cuerpo al que se aferra. La hiedra roca es muy dura, casi impenetrable, una vez esté bien sujeta, pero sí no lo consigue, muere pronto. Así que, a cambio, la hiedra protege su apoyo de la lluvia, del frío, del calor, de los mosquitos… Es tan resistente que se ha dado el caso de más de una casa que se ha salvado de un incendio por su cubierta de hiedra roca.

Así que el comedor estaba techado con una lona recubierta de esta hiedra, convirtiendo la gran tienda en un refugio perfecto para invierno y verano. En su interior, varias mesas enormes, de un par de codos de anchas por más de una docena de largas, se distribuían junto con varias filas de bancos acolchados. Las fuertes patas descansaban sobre una gruesa tarima de madera curada con breil, lo que le confería un aspecto oscuro y lacado que casi la hacía parecerse a una solería. El endurecido suelo de madera aislaba el comedor de la tierra y de sus inconvenientes y moradores, prestándole una presencia digna al comedor.

Allí se reunía la gente de la feria para almorzar o cenar, para tomar decisiones en sus ocasionales reuniones, o para pasar entretenidas veladas entre funciones. En aquel momento, estaba empezando a llenarse con el aviso de trompa que había dado uno de los chicos. Vasilea y sus colaboradores estaban colocando las oscuras marmitas de migrid en los extremos de cada mesa.

Está bien, está bien, explicaré lo del breil y el migrid… no te pongas así, humano… tío, qué incultura.

Verás, como deberías saber, los mutaanos no utilizan el hierro más que para hacer acero kople, con el que se forjan las armas y las herramientas necesarias. Este acero kople es de una calidad insuperable, mejor incluso que vuestro titanio; de hecho, se parece a ese mítico “adamantium” que porta el tal Lobezno… Es por eso que para la ingeniería y otras necesidades, las razas usan madera. Dependiendo de cual sea su uso, endurecen la madera con una tintura alquímica llamada breil. Cuantas más capas de breil o cuando más tiempo se deje la madera sumergida en esa tintura, más dureza adquirirá. Como los druidas hacen crecer los árboles hasta disponer del tamaño y grosor adecuado para los fines requeridos, se pueden crear enormes vigas de madera para soportar estructuras gigantescas, o bien hacer mesas y sillas perdurables, por ejemplo. Se podría decir que han suplantado el hierro por madera igualmente resistente y dura.

Sin embargo, hay otros utensilios que lógicamente deben tener una cierta resistencia al calor, a la energía, como por ejemplo las ollas y cazos de cocinar, probetas alquímicas, recipientes para braseros, moldes para fundición... Los humanos habéis utilizado cerámica, cobre y, finalmente, acero para ello. La madera con breil no resiste el calor como el acero así que los alquimistas investigaron otros materiales. El migrid es el resultado de ello y se ha convertido en algo habitual en la sociedad mutaana. Es cerámica mezclada con arena de cuarcita e hilo de cobre, lo que forma una serie de capas que reparten el calor de forma homogénea o, por el contrario, lo inducen en uno o varios puntos. Es bastante resistente a los golpes; es un material térmico, que conserva la temperatura de lo que se guarde en él, y puede sellarse herméticamente fácilmente. Limpio, bonito y barato, como decís vosotros. Eso es el migrid. ¿Puedo continuar?

Bien. Decía que Vasilea y los demás hombres y mujeres que se dedicaban a las tareas del comedor repartían ollas en cada mesa. Los feriantes, a medida que se iban sentando, se sacaban unos buenos cucharones del contenido de las marmitas. Otros partían lonchas de las grandes hogazas de pan de piñones y frutos secos. Varias mujeres repartieron jarras de barro con vino joven y zumo natural de frutas, así como agua fresca.

―           ¡Qué bien huele! – exclamó Noorkhiel al avanzar hacia la mesa donde se solía sentar Azok y los artistas principales.

―           Hoy tenemos potaje de albóndigas de pato y malvin recién pescado esta mañana en el lago – sonrió Vasilea, acercándose a ellos.

Dos de sus cuatro brazos estaban cruzados sobre su grandioso pecho; los otros dos, los más pequeños y esbeltos, se agitaban al manotear con la conversación. Vasilea era una hembra nayak y, aunque menuda y esbelta para su raza, rozaba los dos codos de altura y multiplicaba por tres el peso de Noorkhiel. Sin embargo, demostraba un talante muy abierto y bonachón. Tenía una tez ambarina, con un tono cálido y anaranjado, y una densa cabellera oscura que solía llevar siempre recogida en un alto moño. Vasilea era una orgullosa Sek, cuyo esposo había perdido la vida en la guerra contra los amparitas, los cortadores de penes.

Los nayak también son onmáh y conforman dos subgrupos étnicos, los Sek y los Pek. Los primeros son grandes, masivos y pesados, con dos pares de poderosos y hábiles brazos. Son buenísimos obreros y guerreros. Los Pek son más esbeltos y de tamaño medio, como los humanos. Poseen tres pares de brazos que ocupan ambos flancos y van en proporción decreciente, los primeros normales, los segundos más delgados y pequeños, y los terceros, dispuestos casi en la cintura, no más grandes que el brazo de un infante de pocos años. En algunos sitios, se les llama hombres araña, pero son buenos orfebres y artesanos, muy hábiles y minuciosos.

La hija de Vasilea, Dranie, era una de las bailarinas exóticas de la compañía. Cuando el anterior jefe de cocina quedó como esclavo por sus deudas de juego en Veramonte, dos años atrás, la hermosa bailarina comentó que su madre había trabajado en las intendencias militares y que estaba acostumbrada a cocinar para cientos de comensales. En aquel tiempo, se pasaba el tiempo sollozando y clamando por la muerte de su esposo. Azok le pidió que la trajera y probara una temporada en la compañía. Desde entonces, nadie se había vuelto a quejar sobre las comidas.

Noorkhiel y Dway se sentaron a la siniestra de Azok, con Gincaro y Passiel separándoles del medio ogro. Gincaro era un artista en armas arrojadizas, con un número muy afamado en la compañía. Era bello como un semidios, de cuerpo esculturalmente tallado por el continuo ejercicio y entrenamiento al que se entregaba a diario. También era el amante de Azok desde hacía tres años.

Casi era de la misma corpulencia que el semiogro, pues Gincaro pertenecía a la Tribu Ono, una raza de aspecto imponente, fornida y de gran estatura, que tradicionalmente se asentaba en las grandes islas del norte de Impassah. Eran grandes marinos y sus antepasados fueron los máximos colonizadores de gran parte de Mü. En aquellas fechas, ya era habitual verles en las cálidas tierras del sur del continente, dedicados a sus rutas comerciales, ya que, habitualmente, era una raza que gustaba del clima frío.

Passiel era la hermanastra de Azok y no tenía gota de sangre del Pueblo Piedra en sus venas. Ninguno de los hermanos hablaba jamás de su familia ni de por qué la madre de Passiel, una pura senite, había yacido con un ogro. Esa historia carcomía la curiosidad de toda la feria, pero nadie conocía detalle alguno, y conociendo el talante de Azok, nadie se atrevía a preguntar directamente claro. Puede que la cuente en otra ocasión pero, en este momento, no es un dato relevante para la historia que nos ocupa.

El caso que Passiel viajaba con su hermanastro y actuaba en la feria como vidente. Los senite tienen una bien merecida fama de oráculos y visionarios debido al poder de su ojo u ojos. Sí, sí, se me olvidaba concretar… La mayoría de los senite son cíclopes…

Nada que ver con el Polifemo de la Iliada, que va. No son brutales gigantes, ni caníbales, ni nada de eso. Son onmáh y de un tamaño mediano, como el tuyo, sólo que disponen de un único ojo en el centro de la frente. Sin embargo, hay un porcentaje de su raza que nace con dos ojos normales pero suele desarrollar varios otros en distintos lugares de su cuerpo con la adolescencia, como las palmas de las manos, el pecho, la nuca…

Desde la antigüedad, se le atribuye a los senite la capacidad de ver posibles futuros, gracias a esos grandes e hipnóticos ojos que son capaces de absorber la voluntad de quienes les miran. Así que Passiel representaba su papel en la feria también. Aunque de mayor edad que su hermanastro, la vidente no se había casado nunca ni tenido hijos, pero sí se le conocía continuos romances que no solían durar mucho tiempo.

Noorkhiel le sonrió, al sentarse a su lado, y ella le devolvió la sonrisa educadamente, inclinando levemente la cabeza. Llevaba sus largas trenzas oscuras recogidas en un exótico peinado que le daba la apariencia de disponer un pequeño cortinaje sobre su ojo, ocultando casi la gran pupila de color azul pálido. Poseía una belleza serena, de rasgos equilibrados y hermosos. Su rostro no revelaba ninguna pista sobre su edad, pero sí hacía comprender que era una dama altiva y experimentada.

―           Bueno, Dway… ¿qué piensas de la villa Tapu’rni? – preguntó con su vozarrón Azok, tras meterse una buena cucharada de potaje en su gran boca.

―           El atrio es enorme y hermoso. Será un buen escenario para nuestro espectáculo – contestó el mago.

―           Bien, bien, eso mismo pensaba. ¿Tenéis a todos los participantes?

―           Sí, no te preocupes – contestó Catissia, la arpía, sentada un poco más allá en la banda de enfrente. – Hemos escogido lo mejor de la feria.

―           Te dejaremos en un buen puesto – sonrió Dway, mojando un trozo de pan moreno en el caldo de su plato.

―           Así ganaremos todos – comentó Azok, girándose hacia su amante Gincaro y pellizcándole amorosamente la barbilla.

El hombretón sonrió y se azoró, lo que resultó algo extraño entre toda aquella poblada barba castaña y rubia que le cubría la cara. Levantó un hombro, apartando suavemente con el movimiento la mano de Azok y se atusó la frondosa cabellera rizada que llevaba medio recogida sobre la nuca.

―           ¿Participas tú también? – le preguntó Azok en un susurro, inclinándose sobre él.

―           Sí, por supuesto. Nadie sería tan tonto como para no proponérmelo – respondió Gincaro en el mismo tono.

―           ¡Ni que yo me entere! Sabes que eres mi cosita…

Noorkhiel estuvo a punto de escupir una cucharada de rico potaje de nuevo en su plato, debido a la súbita risa que se engendró en su esófago. Ver y escuchar aquellas dos moles de músculo derretirse entre halagos y versos románticos era lo mejor de las comidas en comunidad. Resultaban tan patéticos y, a la misma vez, tiernos en sus arrumacos que más de un testigo en verdad les envidiaba. Disimuló como pudo la risa, transformándola en una súbita tos que hizo que Passiel le mirase con preocupación.

―           Come más despacio, cachorro. Cualquier día tendré que meterte los dedos en el gaznate para que vuelvas a respirar – le amonestó su padre.

Sin embargo, las aptitudes de Noorkhiel a la mesa dejaban mucho que desear. Tragó y trasegó como un goblin enfermo, limpiando su cuenco con un buen trozo de pan, y se sirvió un buen filete de malvin sumergido en salsa de algas verdes y castañas. Terminó la rojiza carne del gran pescado el primero de la mesa; de hecho, algunos seguían dándole aún a la cuchara para acabar el potaje. Estaba loco por ponerse en pie y marcharse, pero sabía que a su mentor no le haría gracia. Así que se las arregló para que Anuati, el hijo más joven de la familia cursor malabarista, sentado casi al extremo de la mesa, le pasara un par de piezas de fruta que se comió lentamente, disfrutando de la dulce pulpa.

Esperó pacientemente mientras escuchaba como los mayores se iban centrando en los detalles de la representación de aquella noche. Cuando los diferentes críos de la compañía empezaron a recoger platos y escudillas para su limpieza, Noorkhiel se puso en pie. Aferró un par de jarras y un buen trozo de pan y lo llevó al extremo del comedor, donde se encontraba el personal que se dedicaba a la limpieza. Dejó todo ello sobre una bancada y salió con disimulo entre la lona recubierta de hiedra roca. Tenía que estar en otro lado en pocos minutos…

Antes de acercarse al gran carromato, Noorkhiel puso en tensión todos sus sentidos. El vehículo en cuestión medía algo más de diez codos de largo y cuatro de ancho, además disponía de un piso más, alcanzando así una altura que sobrepasaba los cinco codos. No era uno de los carromatos más grandes de la feria – sólo había que echarle un vistazo a la casa rodante de Azok Zemka – pero era un hogar cómodo con el que moverse por los caminos.

El carromato estaba apoyado sobre varias gruesas rodelas de tronco para así no gastar maná del entorno y ahorrar la magia de la piedra elevadora que el vehículo tenía alojada en él. Muchos otros carromatos, de los más diversos estilos, estaban engarzados a él, formando una estructura mayor y compleja. Así era como la feria de Azok Zemka solía asentarse, formando su propio zigurat de carromatos. Sin duda, el carromato en el que vivía Vasilea destacaba pues se diferenciaba de los demás en ser el más impoluto, tanto por fuera como por dentro. Noorkhiel no escuchó más que un débil canturreo que procedía del interior. Sus afilados sentidos no descubrieron a nadie más en los demás vehículos, lo que venía a ser lo normal pues todo el mundo aún se encontraba en el comedor comunitario.

Con la agilidad de un acróbata profesional, el chico se encaramó hasta el primer piso y se coló por una ventana que permanecía entreabierta. En el interior, matizada por la tenue luz del sol que lograba colarse entre los visillos y pórticos entornados, se encontraba Dranie. La hija de Vasilea estaba sentada sobre un pequeño taburete, ante un gran espejo que culminaba su tocador de oscura caoba. Se quedó quieto, admirándola en silencio, y ella le sonrió a través del limpio espejo. Contemplar aquella diosa desnuda acicalándose era el mejor regalo que le podía hacer.

Dranie no poseía la opulencia de su madre, al menos, aún no. Ya se sabe que los Sek son armarios andantes, pero suelen pasar por varias fases con los años. Darnie era joven, apenas pasaba de los treintitantos años, y era esbelta y flexible como un junco. Su tez era algo más oscura que la de su madre, tirando a ámbar coralino con una suave mezcla verdosa y poseía una cabellera dorada que recogía en una gruesa trenza que terminaba casi sobre sus duras y trabajadas nalgas.

En ese momento, se la estaba peinando antes de trenzarla. Sus cuatro brazos estaban alzados, los codos doblados a la altura de la nuca, y las manos atareadas con cepillo, un peine de tres púas, y varios cordeles de cuero tintado. Los pujantes senos lucían erguidos y vibrantes, debido a la posición de sus brazos, la cintura algo flexionada hacia delante, el vientre plano y fibroso.

―           Vaya… hoy te has dado prisa, Noork – susurró, sin dejar de sonreír y mirarle a través del espejo.

―           Es que… por bien que cocine tu madre, me he quedado con hambre… hambre de ti – respondió él, avanzando hasta colocarse justo a su espalda.

Con un movimiento tan fluido que parecía estar bailando, la mujer desnuda se puso en pie y se giró, colocando dos de sus brazos sobre los hombros del chico mientras que sus dos otras manos seguían peinando su largo y lacio cabello rubio.

―           Eres un maldito lisonjero, Noork, pero me encanta que me digas esas cosas – le dijo ella, inclinándose para besarle dulcemente en los labios. Era más alta que su madre y superaba los dos codos de altura, lo cual dejaba la frente del chico a la altura de la barbilla de ella.

―           Bueno, esas son las más hermosas pero cuando empiezo con las palabras sucias te suele pasar otra cosa – respondió Noorkhiel, mordisqueando aquellos labios turgentes.

―           ¿Ah, sí? – las sinuosas cejas de Dranie se alzaron. -- ¿Qué me suele pasar según tú?

―           Que te mojas como una rana en verano.

Dranie no contestó pero su sonrisa se ensanchó aún más y sus manos dejaron de pasar el cepillo por la cabellera.

―           Pues hoy no ha dado resultado – susurró, dejando peine y cepillo sobre el tocador.

―           ¿Ah no?

―           No, no he tenido que escuchar tus guarradas – dejó asomar su lengua y lamió lentamente el apéndice nasal del chico. – Me he mojado esperándote…

―           Eres la más caliente de toda la feria, Dranie.

―           ¿Eso lo sabes por qué te has tirado ya a todas las hembras de la compañía? – la bailarina le guiñó un ojo mientras que las dos manos que había liberado de objetos descendían hasta las caderas del chico y las otras dos se mantenían alrededor de su cuello.

―           Todas, todas… no. Ya sabes, a tu madre nada de nada – dijo con sarcasmo Noorkhiel.

―           Buufff… mamá haría un nudo contigo en el momento del éxtasis – se rió ella con ganas.

―           Una buena forma de morir.

―           Deja de hablar, tonto, y llévame a la cama – le silbó ella al oído.

Con una facilidad que resultaba extraña, Noorkhiel tomó a la alta chica en brazos, como si fuese una simple pluma, y la llevó hasta la cercana cama, depositándola con toda suavidad. Las manos femeninas se atarearon en desabrochar el cinturón de cuero y los cordones del pantalón de suave gamuza que llevaba el chico, todo a la vez. Dranie jadeaba levemente, ansiosa al bajar la prenda. Tironeó del pantalón así como de la prenda interior, sacando ambas por los pies, al mismo tiempo que le quitaba las botas. Es lo bueno que tiene disponer de varias manos… una hembra deseosa te puede dejar en pelota picada contando hasta tres,

El miembro morcillón del chico estaba entrando en fase dura por segundos. Aún así, una suave mano ambarina se prestó a ayudarle iniciando un delicioso vaivén que terminaba con un tierno apretón a su glande a cada pasada. Noorkhiel, sujetándose sobre las palmas de las manos sobre su amante, inclinó la cabeza para apoderarse de aquellos labios que no tenían necesidad de pintarse siquiera. Terminó besando en profundidad, deslizando su lengua en el interior cuanto pudo.

Dranie gemía sensualmente, succionando la lengua de su amante en cortas aspiraciones que estremecían al chico. A pesar de su juventud, Noorkhiel había experimentado varias aventuras sexuales con distintas hembras de la compañía. Unas fueron maduras maestras y otras retozantes jóvenes, pero había salido airoso de cada encuentro con cierta fama de amante cumplidor. A la vez, los consejos y enseñanzas femeninos no habían caído en saco roto y fueron puestos en práctica a la menor ocasión.

De esta forma, los besos de Noorkhiel podían tacharse perfectamente de excitantes y concienzudos; al menos, la joven Dranie así lo pensaba al tragar la saliva de su amante. Aferrado por una de sus manos, el pene del chico temblaba, erecto y duro en toda su magnitud. Era el miembro de un joven, firme y dispuesto a todo, de un tamaño y largura dentro de la media de la raza onmáh. El escroto se veía pequeño y arrugado, sin vello alguno, por lo que sus testículos parecían retraídos e infantiles, pero eso no parecía impedimento para amar a la bailarina fogosamente.

Con unos pequeños empujones, Dranie le instó a que subiera sus caderas a lo largo de su cuerpo hasta tener el duro pene al alcance de sus labios. Noorkhiel se arrodilló mejor, asentando sus nalgas encima de los firmes pechos. Las cuatro manos de la bailarina se repartieron tareas. Una se ocupó de atrapar el falo y llevarlo a su boca; otra magreó ansiosamente los glúteos masculinos. Una tercera se deslizaba, arriba y abajo, por el hueco de la columna vertebral del chico, estremeciéndole suavemente. La cuarta subió directamente hasta la boca de Noorkhiel, introduciendo un dedo en el interior de la cálida cavidad.

De esta forma, el joven quedó aprisionado como un pajarillo en una red, aturdido por las sensaciones que le embargaban desde distintos puntos de su cuerpo. La más intensa, sin duda alguna, era la que procedía de su glande, succionado, aspirado y hasta mordisqueado delicadamente por aquella boca afanosa. Por un momento, Dranie abrió los ojos y le miró directamente, con unas hermosas pupilas oscuras que le parecieron perlas de pura obsidiana. A su vez, la bailarina pensó en los exóticos ojos de él, en cómo cambiaban de color según su estado de ánimo, unas veces lentamente, otras como furiosos relámpagos.

Su madre era de la opinión que uno de sus progenitores debía pertenecer al Pueblo Invisible para tener esas cejas y esos ojos. A Dranie, eso le importaba bien poco. Le encantaba tener a Noorkhiel en su cama, sobre su cuerpo, más de lo que le gustaría admitir. Era consciente que tanto su arte como su hermoso cuerpo podían facilitarle una vida plena y satisfactoria – una bailarina como ella podía llegar lejos y conseguir un rico amante – pero eso no quitaba que no pudiera dejar de pensar en el pupilo del mago ilusionista y que no tuviera fuerzas para resistirse a sus continuos asaltos amorosos.

No hacía falta que su madre le advirtiera que el amor era una emoción que no se podía permitir a su edad; ella lo sabía perfectamente, pero se sentía anulada por el entusiasmo y la simpatía del chico, sin mencionar su apostura, claro.

―           Oh, Dranie… esa boquita tuya va a hacer que… me corra… si sigues así – musitó él, mordisqueando el dedo femenino que se deslizaba sobre su lengua.

―           No, no queremos eso, ¿verdad? Quiero que te vacíes en mi interior, que es el lugar indicado – contestó ella con una radiante sonrisa.

―           Eso, eso, ¡a follar! – exclamó él, dando una espontánea y ágil voltereta hacia atrás que le dejó incrustado entre los abiertos muslos femeninos.

La bailarina se abrió la hinchada vulva con dos de sus manos mientras que las otras empujaban las nalgas de su amante, animándole a traspasarla bruscamente, sin miramientos. A Dranie le iba el juego bruto, que para eso era una Sek. Aún así, se mordió el labio inferior cuando Noorkhiel, alegremente, empujó con la pelvis. Aquella polla, ni pequeña ni grande, parecía crecer en el momento de penetrarla, pensó una vez más al sentirla golpeando contra su cerviz. ¿Cómo era eso posible?

Ladeó la cabeza, dejando que los labios de Noorkhiel se encargaran de besuquear y pasar su lengua por su largo y delgado cuello. Abrazó a su amante con sus cuatro brazos, fuertemente, sintiendo que su primer espasmo de placer se acercaba. Era el momento de su máxima felicidad, flotando en lo que era su nirvana más personal, sintiendo como Noorkhiel se clavaba en ella con fuerza, sus pubis golpeándose entre sí con ritmo, haciendo vibrar exquisitamente su sensible clítoris.

Se lanzó a besar aquella boca de mueca sardónica que se mecía sobre ella, más que nada para reprimir el impulso de gritar un “te quiero” con la llegada del orgasmo, el cual hizo que todo su cuerpo – en especial sus pies – temblara.

―           Es-spera, espera, Noork… deja que respire – balbuceó ella, retomando el control tras el estallido orgásmico.

Él la besó en la punta de su recta nariz y se salió de su vagina con un sonido acuoso. Poniendo sus manos sobre las caderas femeninas y sin usar palabra alguna, la instó a que se diera la vuelta, quedando tumbada de bruces. Dranie sintió enseguida la boca masculina que se deslizaba por su desnuda espalda, siguiendo el contorno de la espina dorsal, de los músculos trapecios, acabando en el mismo sacro. Dranie gimió, sus cuatro manos aferradas a la arrugada sábana. Instintivamente, alzó sus nalgas, pegándolas al cálido cuerpo de su amante.

―           Ah… ¿ya la quieres dentro otra vez?

―           Sííí… – susurró ella, cerrando los ojos.

La bailarina se apoyaba sobre las rodillas, alzando su trasero para ponerlo a la altura deseada. Noorkhiel contempló aquellas nalgas redondeadas y vibrantes, duras y elásticas al tacto, nalgas de bailarina en suma, y se dijo que el encuentro de hoy terminaría allí, entre esos glúteos. Pasó delicadamente un dedo por la vulva, comprobando lo increíblemente mojada que aún estaba y la abrió con otros dos dedos. Su otra mano ya blandía su pene cual ariete conquistador ante un portón medio desvencijado, seguro de vencer la contienda.

Se introdujo totalmente en ella, de una vez, sabiendo que su miembro se adaptaría al estuche al momento, sin importar que fuera más o menos estrecha, o profunda. Se dio cuenta de este insólito hecho a su tercer o cuarto encuentro sexual, hacía ya unos años. No importaba si la hembra en cuestión era una matrona que hubiera parido quince hijos o una vestal apenas surgida de la edad pubescente, su pene parecía adaptarse a cada mujer, a cada caso, colmándolas totalmente pero sin dejar evidencia de ello una vez que se salía de sus vaginas. Tampoco él tenía control alguno sobre este fenómeno, sucedía de forma instintiva cuando se metía entre las piernas de una mujer y pronto lo asumió como algo natural. Pero, en verdad, no dejaba de tener una gran importancia en sus relaciones, pues solían repetir todas en sus encuentros.

Se tumbó sobre la firme espalda de la bailarina, situando su boca junto a una de sus ornadas y agujereadas orejas. Las nalgas de Noorkhiel comenzaron a agitarse, subiendo y bajando rápidamente, a medida que aumentaba el ritmo de su follada.

―           Te voy a follar rápido y fuerte, Dranie… sin importarme las veces que te corras… no voy a parar aunque grites, aunque llegue tu madre… te voy a seguir follando y follando, haciendo que te corras una y otra vez…

―           ¡Por los dioses! – farfulló ella, notando el pellizco de excitación en su bajo vientre.

―           Llorarás, suplicarás, aullarás… te mearás y yo seguiré clavándotela sin parar, corriéndome en tu interior sobre la marcha. Ya sabes que puedo hacerlo, ¿verdad, mi dulce putita?

―           Ooh, sí, ya lo creo que sí… debes de ser hijo de Urla – jadeó ella.

―           No conozco de donde provengo pero si la diosa de la lujuria fuera mi madre, sin duda también me la tiraría – bromeó él, sin bajar el ritmo.

Las manos de Noorkhiel se apoderaron de los bamboleantes senos de la bailarina, estrujándolos con pasión y ardor, consiguiendo que el siguiente orgasmo de Dranie se acercara rápidamente. La salvaje contorsión de la vagina de Dranie al reaccionar bajo el orgasmo consiguió que Noorkhiel la siguiera en un par de segundos, derramándose copiosamente y largamente en su interior.

La bailarina conocía las intensas descargas de semen de su amante, así que se quedó quieta mientras el pene seguía vaciándose, enviando ondas de placer a la cabeza del chico mientras duró. Fiel a su palabra, Noorkhiel empezó de nuevo a bombear una vez terminó de correrse. Aprovechando el grumoso semen que llenaba la vagina, el ritmo se volvió desenfrenado consiguiendo que Dranie empezara a gemir con fuerza en muy poco tiempo.

―           ¿Ves, bella? Vas a correrte tantas veces que esta noche vas a bailar muy relajada en la gala – susurró Noorkhiel en su oído.La bailarina sonrió y mordió la sábana, intentando acallar sus exclamaciones de placer ya que había escuchado entrar su madre en el piso de abajo.

Vasilea se quedó estática al entrar en el carromato. Levantó la cabeza hacia el techo, donde se escuchaba el chirrido de los pernos de una cama en plena batalla. Sonrió y cambió las campanillas doradas, ya mustias, del jarrón de la mesa por el ramillete de amapolas zazi que traía. Su hija era feliz desde que el chico de Dway retozaba con ella. Algún día, se decidiría ella también a olvidar a su esposo y subiría las escaleras para unirse a ellos. Algún día…

CONTINUARÁ…