La felina roja

Una justa retribución a los halagos de gatacolorada

LA FELINA ROJA

Le rouge et le noir ne s’épousent-ils pas?

Jacques Brel

Me di cuenta mientras los leía. Algo me estaba pasando. Pero no era excitación, no. Era otra cosa, extraña, cerebral, emotiva. Me levanté de golpe. Necesitaba dejar de mirar esa pantalla. Necesitaba la oscuridad del resto de mi casa. Caminé a ciegas por el largo pasillo de baldosas amarillas hasta el salón. La poca luz que provenía de las farolas de la calle iluminaba tenuemente la blancura del sofá. Sabía donde estaba, como sé donde están todos. Yellow submarine, cara uno, último tema. La introducción de la marsellesa. Divagué. Esa mezcla de español de aquí y de allí, de allá y de acá. La mujer de las mil mujeres. El sueño del pibe, diría ella. Graciela Borges y August Ames y Michelle Pfeiffer y Juliette Binoche y Brigitte Lahaie y Marlene Dietrich. Todas juntas en mis pensamientos. Elegante chupando un coño, imaginativa hasta beberse el semen con vodka, sencilla para lamer una polla, dúctil para bailar, desnudarse, hacerse una paja mirando al vecino o penetrar en las tinieblas de las sociedades secretas. Esposa ejemplar pero no tanto. Capaz de desbordar con sus heces lo habitual o matar a un amigo querido, así de golpe, para ponerle más morbo si cabe a un trío. Flash-backs hermosos, llenos de ternura. Tenía que escuchar la letra de Nicolás Guillén. ¡Ay! ¡Quilapayún! Tráiganme todas las manos, sobre tus pechos, sobre tu piel tersa, sobre tu coño abierto de par en par. Sí, eres el ruiseñor en la flor, la rosa y el clavel, la paloma y el laurel y hasta el sable del coronel.

¿Serrat o bourbon? Opté por el Jim Beam mientras pensaba que no, que no debía tener demasiados huesos y muy pocos defectos. Perdonables en todo caso. Esos diálogos en negrita, esos miles de párrafos en sus comienzos, algunos laísmos, ese cursi nidito de amor. Pero acaso Saramago ¿no sustituyó los puntos por comas? Acaso Perec, Casero o Les Luthiers ¿no se comieron todas las vocales que quisieron en esos lipogramas fantásticos? Ya sé, no es lo mismo pero a mí me vale y aquí, en este salón en penumbra, soy el único fiscal. Me costó levantarme del sofá, el vaso vacío en la mano, la obsesión en la retina por seguir leyendo. Otra putita, un látigo, la Freedman y sus socios, otro y otro y otro. Me obsesionaba esa mujer más prolífica que Balzac y con más títulos que la Sonrisa Vertical. Necesitaba su visión nocturna, su mirada amplia, su fijación del detalle y sobre todo… sobre todo eso que tiene Tarantino, esa mezcla de lo extraordinario con lo cotidiano que realmente da miedo cuando dos asesinos discuten sobre la fe y que procura un inmenso morbo cuando una mujer hogareña se masturba secándose el pelo y tomando mate.

Aquella noche casi no dormí. Desvelado debajo de los edredones, seguí cavilando. No conseguí recordar en que momento probé el mate por primera vez pero rebusqué en mi maltrecha memoria cuando apareció de pronto esa palabra en mi vida. Vivía con Susana, leíamos mucho y eran La maga y Oliveira los que estaban tomando mate. Tomé nota también que leyéndola a ella, hoy, acababa de descubrir otra palabra. Guasca. La busqué en la nueva edición de la Real Academia. Guasca. Guasca. Pene en Uruguay y no sé en qué otro lugar. Guasca. Guasca. Guasca. La repetí varias veces mientras inevitablemente mis dedos sobrevolaban la piel de mi polla. Noté el efecto tardío de todas esas lecturas por la dureza que empezaba a sentir en el calor de la cama. Mi imaginación se hizo cómplice y la vi preparando dos gin-tonics de Bombay en unas estilizadas copas abombadas. El plano de la cámara mostraba una cocina amplia y bella, de madera de cerezo. Intuí lo fascinante que debía ser preparar para Vero una simple ensalada de atún, tomate, palta, cebolla, lechuga y huevo duro en esa cocina. Aprecié el vestido rojo moldeando sus felinas formas con una luz digna de Storaro. El marido apareció detrás de ella, desnudo. Pegó su polla, tan dura como la mía, sobre la tela que recubría su culo y sus manos empezaron a acariciar sus tetas proporcionadas. Ella se dio la vuelta sin prisa y se fundió con él en un beso lento y delicado. Se volvió a girar para coger las dos copas y caminó junto con él hacia la cámara. La mano de su marido giró lentamente el diminuto artilugio apareciendo entonces el resto de lo que parecía un loft. Un sillón blanco, como los míos, en primer plano junto a una mesita llena de libros y una lámpara de pie, un comedor art-decó en el centro de la estancia y al fondo un salón árabe lleno de cojines de colores. Ella dejó sobre la mesa las dos copas y él se sentó en el sillón de lectura. Se arrodilló entre sus piernas y empezó a lamerle los testículos. Sentí sus labios rodeando la mía, sentado, ahora yo, en ese sillón blanco. Tan blanco como el semen que se escurrió entre mis dedos. Terminé durmiéndome imaginándola en mi cama, pero ya no supe si era ella, Vero, Mónica o Lucía. Solo recuerdo que recordaba el olor del Fernet con cola.

Me desperté al mediodía. El agua caliente de la ducha me mantuvo en la dulzura de mis pensamientos. La desee sentada junto a mí, leyendo y escribiendo juntos, aún sabiendo que nunca saldría de esa maldita página de relatos. Puse a Morente, encendí un marlboro y empecé a imaginar estas líneas apurando mi café.