La fantasiosa
Verano, a la hora de la siesta, en mi habitación. Hacía tanto calor que no lograba dormir. En vez de eso, ensueño. La cama ya no es mi cama, es una mesa de madera vieja en un jardín desconocido. Tengo tanto calor porque estoy intentando huir de las personas que me sujetan, desnuda de cabeza a pies.
Era verano, a la hora de la siesta, en mi habitación. Fuera, los grillos cantaban. Hacía tanto calor que no lograba dormir. En vez de eso, ensueño. La cama ya no es mi cama sino una mesa de madera vieja y dura en el jardín de una casa tenebrosa, estilo inglés. Una mesa que a lo largo de los siglos ha visto cosas espantosas. Tengo tanto calor porque estoy intentando escaparme, histérica, desnuda de cabeza a pies.
Intento escapar de las personas que me sujetan boca arriba por los brazos y las piernas sobre la mesa. Son varios, seis o siete quizá, hombres y mujeres vestidos. A veces tienen cara y a veces no. Cuando tienen cara, a veces son personas que conozco y a veces desconocidas. Más atrás siempre hay una mujer elegante, con cara pero desconocida, aunque a estas alturas ya no; siempre está ahí mirándome como a una gusanilla despreciable. Siempre estuvo ahí y lo sabe todo de mí.
La gente que me sujeta es muy grande y fuerte, con manos todopoderosas. No hay manera de huir. Lloro suplicando que me suelten por favor. Me dicen que cómo me van a soltar con lo mala que soy, que me tienen que castigar. Les digo que ya sé que soy muy mala, pero que lo siento mucho, que no lo volveré a hacer. Se ríen, me dicen que siempre digo lo mismo, pero que fijo que lo voy a sentir. Al fondo, la mujer elegante me mira con más asco aún.
Un hombre enorme se saca algo de pegar. A veces es la correa, a veces una especie de cuerda o látigo, otras veces no lo sé bien. Una mujer me estira de las tetillas hasta hacerme mucho daño para que me quede quieta, aunque en verdad sea yo la que se las está estirando en mi cama. Pero sigo en la mesa. Una mano me tapa la boca, ya no puedo suplicar. El hombre enorme empieza a pegarme por el pecho, por las piernas, por el vientre. Duele mucho, como aguijonazos. Arden. Chillo a través de la mano, me retuerzo lo poco que puedo. Ellos ríen, se burlan. Él sigue pegándome igual. Cada vez duele más.
Entonces la mujer elegante les dice con voz helada que me peguen más fuerte, que si no saben lo que hay, lo que soy. Tiene razón, me conoce del todo, ella lo sabe y yo también. Le hacen caso, las manos me dan la vuelta sobre la mesa. En mi cama, también me pongo boca abajo yo. Con la almohada en la cara, que se ha transportado mágicamente a la mesa, ahora no puedo ni ver ni chillar.
Comienzan a pegarme en el culo con cosas que no puedo ver, pero que se me enroscan en la carne y me arrancan la piel. Ya no puedo ni pensar, sólo retorcerme jadeando mientras me dan, y me dan, y me dan sin parar. Pero a la mujer elegante no le parece bastante. Las dos sabemos que no lo es. Aunque con la almohada no pueda verla, la oigo venir, furiosa. Les grita que si no saben castigar a una petarda, que la dejen a ella, joder.
Los golpes paran, pero las manos todopoderosas me abren las piernas aún más. La mujer elegante me separa los muslos, las nalgas heridas como manejando un trozo de carne en un mostrador. Y me mete algo horrible a veces en el coño, a veces en el culo, a veces en los dos, que duele un montón, no se puede soportar. En mi cama yo también me meto los dedos tan a lo bruto como puedo, para que duela por lo menos una fracción, babeando como un caracol.
Y empieza a meterme y sacarme esa cosa horrible, y yo los dedos igual, y duele, y duele y estallo en mil orgasmos que me recorren como oleaje eléctrico el cuerpo entero una y otra vez, retorciéndome, jadeando sin poderlo controlar. Y sigue, y sigue, y siguen, y siguen hasta que quedo rendida, sudando hecha un ovillo como un bebé. Mi cama vuelve a ser mi cama. Mi habitación vuelve a ser mi habitación. Es verano, a la hora de la siesta, y fuera los grillos siguen cantando igual. Y lloro, ahora de verdad, porque mi gente no está, nunca estuvo ahí.