La fantasía del sexo oral

Dedicado a Jesús, sin cuya ayuda no se hubiera podido realizar éste relato.

Te pregunté acerca del sexo oral... del que podrías hacer tú como hombre maduro a una joven como yo y me contestaste de una manera tan hermosa, que he sido incapaz de tocar ni una sola coma. Así que con tu permiso, comienzo el relato.

Dice aquél: "Eres tan guapa, me gustan tanto tus ojos, que te comería el chichi". El chiste es malo, pero venía a cuento, ¿no?

Probemos:

Era de noche. Lo recuerdo con las luces de mi imaginación. Yo estaba en el disco-bar tomando una refrescante ginebra con tónica, la primera de las dos que me permito desde que la Guardia Civil está tan al acecho con los controles. Y entró un tumulto de gente que venía de festejar no se qué; mejor dicho, festejando, porque la cosa se estiró un poco. Chicas, chicos, estilos diferentes, edades ligeramente diferentes pero todas en la veintena, un poco por abajo o un poco más por arriba. Bueno, eso pensé, que la luz en esos sitios no te permite asegurar nada… Y vi unos ojos. Después, el resto. Pero primero esos ojos que servirían como faro costero, como candela que calienta el más frío invierno, como guía que hacía de eje para que los míos se convirtiesen en péndulo. Giraban a un lado y a otro, siguiéndote. Y en esas estaba, obedeciendo el camino visual que me marcaban, cuando te acercaste a la barra. Ahora no te veía los ojos, aunque su huella había quedado grabada en mí, pero veía el perfil de tu nariz respingona; de tus labios, que dibujaban una duna tibiamente sinuosa en tu cara, incitando a la aventura de surcarlos en busca del frescor que el fulgor de tus ojos exigía; y veía tus malditos rizos, traviesos, juguetones, enemigos míos, porque se entretenían en ocultar toda la fascinación que desprendías.

Yo no di un paso, ni físico, ni verbal. Ni en mis sueños mejor trazados me había atrevido a imaginarme que me aceptara una escultura en movimiento, como tú. Sobre todo de fiesta. Sobre todo con compañía más afín en teoría

Dejaste la barra y seguí el movimiento sinuoso de tus caderas, apenas embutidas en una escasa minifalda que me permitía seguir forjando en mi mente la escultura de tu cuerpo. Unas piernas que parecían tanto más largas como escasa era la falda, te servían de transporte para escapar de mi mirada. La suerte vino un poco en mi ayuda, o no, según se mire. El humo de la barbacoa hacía un poco incómodo estar fuera y preferiste entrar, quizá atraída por la música y por el fresco que envolvía el ambiente gracias al aire acondicionado. Y entonces me viste. La verdad, la verdad, no me hiciste ni caso, como era previsible, pero tu mente me registró.

Siguió la noche. Vuestro grupo a su rollo, cada vez más bebidos, espoleados por la inhibición que crea el grupo. Yo, tratando de no perder de vista algo que me dijera que estabas allí, mientras charlaba con quien caía cerca de mí.

No se qué pasó que te enfadaste con alguien. Posiblemente los celos nocturnos, reacciones propias de una frase mal dirigida o mal digerida. Pero lo cierto es que quien parecía ser tu chico te había enfadado. Y te pusiste de morros con él y todo lo contrario con los demás, mientras seguía la noche. A veces, esa fiebre chispeante del enfado te hacía mirar en derredor, quizá buscando complacencia después del gesto de tu chico que no te gustó. Y en alguna de esas batidas de miradas intrascendentes me encontrabas con los ojos en tus ojos, que estaban así antes de que tus ojos estuviesen en los míos. Y se repitió el encuentro, ahora ya no de forma tan casual. Posiblemente tú embelesada en el morbo de tu venganza y yo, disfrutando como podía de lo poco que me ofrecías.

Te acercaste a la barra a pedir otra bebida. Y te pregunté si te podía invitar, ahora que veía que estabas un poco distante del mundo con el que entraste. Te sorprendiste, pero te hizo gracia que yo te entrara, más que nada por la diferencia de edad. Y mientras te ponían la bebida me hiciste una radiografía entera. No es lo que quiero, debiste pensar, pero hoy, después de lo que me ha hecho éste, cualquier cosa vale… Luego te diste una ducha de autoestima, afirmándote con rotundidad que no está tan mal, y parece simpático, porque no ibas a permitir, si se daba el caso, marcharte de verdad con cualquiera. Tu pides al menos un poco de clase.

Y allí te quedaste. En la barra. A mi lado. Estuvimos charlando de todo. Tu preguntando mucho. Luego confesando un poco el dolorcillo agudo que sentías, sobre todo cuando hacía un rato se habían marchado todos tus colegas, incluido el que debía ser tu preferido (no se si tu novio), y tú te habías quedado en un altivo gesto de rabia contenida. Yo estoy bien ahora, me quedo un rato, les habías dicho, quedando en encontraros en otro garito.

Pero ya no fuiste a ningún otro garito. Salimos fuera cuando una lagrimilla rebelde te hacía pensar qué hacías conmigo allí, un maduro desconocido, cuando podías estar con tus amigos en otro sitio siguiendo vuestra fiesta. Te ofrecí llevarte donde ellos estaban, pero tu orgullo no estaba esa noche por desfallecer y no quisiste. Te ofrecí dar un paseo por la playa, que estaba a un kilómetro escaso. Y eso te pareció divertido. De noche, bajo las estrellas, con el rumor del oleaje, la mansa caricia del agua en los pies y acompañada de forma inesperada.

Poco a poco te fuiste sintiendo más cómoda. Mejor, creo que estabas a gusto. Y la conversación se tornó más íntima. El poderío de tu edad. La calma de la mía. Pero todo servía para hacer crecer los estímulos interiores

Llegamos a un recodo de la playa, donde sólo nos veían las luces de los barcos mar adentro. Y nuestra pasión siguió creciendo. Nos sentamos. Tu encima de mi camisa, que me quité para que la tierra no jugueteara entre tus piernas ante la escasa protección de la minifalda. Allí perdimos la conciencia y casi la consciencia. Hubo fuegos artificiales de besos y caricias. Las manos buscaban y encontraban donde acariciar hasta que llegamos a ese punto del que es imposible parar sin descarga. Me gustaría hacerlo, pero prefiero que no me penetres. Yo también prefería no hacerlo. La falta de previsión (¿quién podía haber previsto esta situación?) nos había llevado a una pasión sin "control". Lentamente aparté el diminuto tanguita que humedecías y te acaricié con suavidad, mientras me iba tumbando en la arena, acercando mi cara a tu entrepierna.

Nos acomodamos la ropa y, más relajados, volvimos a pasear por la playa. Luego el coche y tu destino, donde me dijiste que parara. Nos besamos, ahora con más calma, como si hubiera más cariño por lo compartido que pasión por el futuro. Gracias, se nos escapó a los dos casi al unísono, evidentemente por diferentes motivos aunque por un navegar común. Esperé mientras desaparecías, mientras tus ojos me seguían orientando y la juventud de tu piel me seguía quemando. Mientras tus caderas me recordaban esas convulsiones entregadas cuando te desbordaba el orgasmo y los rizos de tu pelo querían seguir poniendo un tupido velo a todo cuando desprendes. Aunque eso, ya, es imposible.