La Familia White (01)

Comienzan las aventuras de la familia White, una familia de granja para quienes los lazos familiares van mucho más allá de los abrazos y las cenas. Y todo empieza con Arthur y su hermana gemela Ariadna, mientras miran una peli de sus padres...

Capítulo 1: Curiosidad de gemelos

—Y… ¿crees que ocurra? —preguntó Alexander White, mientras entraba y salía del coño empapado, jugoso y delicioso de su esposa, que lo montaba, bajo el abierto cielo nocturno, ocultos detrás de un callejón en la estación de policía del pueblo, sobre la abundante hierba.

—Ufff, eso espero. Para eso los dejamos solos, ¿no? Ahh, ahhh, qué bien lo haces querido. Y tú, trae esas para acá —le ordenó la esposa, Charlotte Black, a la otra mujer que estaba allí, completamente desnuda y cubierta por todo tipo de jugos. Charlotte le comió las tetas con voracidad mientras saltaba sobre la polla vigorosa de su esposo.

—Más les vale hacerlo, están en la edad y ahora tienen la oportunidad. Hasta les dejé la cámara. Ufff, verlas a ustedes dos me está acelerando este viejo corazón, voy a venirme de nuevo, ufff —gimió Alexander.

—Hazlo dentro mío, esta vez. Y tú, ¿qué te parece si vas a ver a tus hermanos? De seguro los atrapas en el acto, querida —sugirió Charlotte a la mujer a la que lamía los pezones.

—Por supuesto. Comemelas un poco más y vuelvo a la casa, mamá. Y papá, guarda energías, aún me debes una buena follada, ¿ok?


Arthur White encendió la televisión, pero pronto la apagó. Miró afuera por la ventana, pero se topó con la misma noche y los mismos mosquitos de siempre. Buscó algún libro que poder leer, pero sinceramente no tenía ganas de ello en vacaciones. Nunca había demasiado que hacer en la granja de los White. No mientras el regreso a clases tardara tanto. Era difícil no tener demasiados amigos a estas alturas de la vida. No le había interesado hasta ese punto. Una pareja ni siquiera estaba en consideración, con lo mal que había terminado su última relación

Por supuesto, tenía la opción de interactuar con su familia, pero no sabía qué tan bien resultaría. Sus padres habían salido a la inauguración del nuevo teatro del pueblo, y no iban a llegar hasta muy entrada la noche. Su hermana mayor, Alexandra, se había quedado donde su novio, cuyo nombre ni siquiera recordaba. ¡Qué mal le caía el hijo de puta! En tanto, su hermana menor, Alice, seguro estaría en su habitación, escuchando su música de pop, o jugando con el teléfono esos juegos de vestir personajes o cocinar. O ambas cosas. Pronto la oiría reírse por lo bajo con algunas de sus amiguitas, probablemente de alguna tontería adolescente en la que él no quería meterse por nada en el mundo

Solo le quedaba Ariadna. Su hermana gemela. O melliza, más bien. Ella era mayor que él tan solo por dos minutos y medio, pero aunque se habían gestionado en bolsas distintas, los óvulos y esperma que los crearon debían ser muy parecidos. Si no fuera por los anteojos de empollona, la cara de pocos amigos, y los libros que siempre llevaba encima, serían como dos gotas de agua. Bueno, o al menos lo eran cuando niños. Ahora las cosas habían cambiado, las diferencias eran más notorias, como el largo cabello castaño, los intentos de maquillaje y… bueno, las tetas y la falta de polla, cosas en las que un hermano no debería pensar. Claro. Esas cosas.

Y sin embargo, se encontró pensando en ello de nuevo. Lo mismo que el día anterior, y el anterior a ese, y así por una semana entera. Todo porque el viernes pasado había visto lo que había visto miles de veces, pero ahora en una etapa en que las hormonas (y la terrible falta de sexo) ejercían un efecto distinto. Se había metido al baño, desesperado por haber bebido demasiada agua durante su largo viaje en bicicleta. No tocó la puerta, ésta no estaba con seguro, y no se había quitado los audífonos que llevó durante el viaje. Ufff, qué placer había sido descargarse… el vapor que salió por la meada era abundante. Demasiado abundante. De pronto cayó en la cuenta de que el vapor venía de la ducha, y de que su hermana estaba allí, mirándola, roja de vergüenza. ¡Pero cómo estaba la chica! Sin los anteojos, y con el cabello lacio cayéndole por encima de las redondas y bien desarrolladas tetas, y con una mano en la entrepierna empapada… ¿Cómo no iba a tener una erección ahí mismo? Cuando Arthur se quitó los audífonos, Ariadna se había cansado de gritarle que se fuera. Sus ojos, azules como los suyos, estaban clavados en su polla. Arthur había crecido bien dotado, estaba orgulloso de ello, y bien le había resultado tanto en las relaciones duraderas como en las citas y aventuras de una noche con las chicas del pueblo.

—Y, ¿qué estabas haciendo, hermanita?

—¿¡Importa lo que estaba haciendo!?

—La respuesta sería ducharse.

—Sí, bueno, ¡eso hacía! —Ariadna dejó de mirar hacia abajo, y al fin volvió a apuntar a su cara—. ¡Ya largo de aquí, imbécil!

—Ok, ok, disculpa, de verdad no te sentí…

Y así las cosas estaban. No se habían hablado durante una semana, y cuando se miraban, ambos bajaban la cabeza. Claro, tal como un parcito de enamorados. Se notaba que a uno le faltaba coño, y la otra tenía la experiencia de una monja. De las de verdad, no las de una porno. Así que ahí estaba Arthur, cascándosela mientras imaginaba a su hermana gemela, vestida de monja por alguna razón, aburrido en el sofá de la sala. O tan aburrido como se puede estar mientras te masturbas. Lo suficiente como perderte en ello, y no notar, otra vez, cuando te están hablando.

—¿Podrías parar un rato, por favor?

—¡Ariadna! —exclamó Arthur, tapándose la polla con las manos, incapaz de meterla debajo del pantalón otra vez—. ¿Acaso no puedes tocar?

—No estás en tu habitación. —Su hermana estaba de pie. Lucìa un short muy corto de pijama, violeta, que hacía destacar sus increíbles curvas, con largas piernas, una cintura estrecha, y un trasero que, de no ser su hermano, Arthur hacía mucho que habría azotado. Curvas que, por alguna razón, se esforzaba en ocultar en la escuela con ropas abultadas y chaquetas largas. También llevaba una camiseta corta, del mismo color que los shorts, con tirantes que levantaban sus casi perfectamente redondos senos—. ¿Te presto mis anteojos o puedes mirar a tu alrededor solo?

—Oh, vaya, me atrapaste en plena paja. Supongo que estamos iguales ahora.

Ariadna iba a responderle, pero en su lugar calló. Bajó la cabeza, se ruborizó, y pareció a punto de llorar. Arthur se sintió como un cretino. Lo habitual, en verdad. Solo, sin amigos ni pareja, sin siquiera un perro… solo tenía a su familia.

—Oye, oye, lo siento. Ven acá, siéntate conmigo. Lo siento. Por favor. —Extendió la mano hacia ella. Ariadna le recibió, y se sentaron juntos en el sofá—. Lo siento, de verdad soy un imbécil.

—Sí, lo eres. Pero está bien, entiendo que estás aburrido. Yo también lo estoy. —Ariadna recostó la cabeza sobre el hombro de Arthur. Era algo que solían hacer cuando veían películas, pero esta vez había dos grandes diferencias: el televisor estaba apagado, y él estaba más que empalmado.

—¿Tú, aburrida? —preguntó él, intentando pensar en otra cosa—. Pero si te encanta pasarte las noches de los sábados leyendo y todas esas chorradas.

—Y sé que te parece aburrido, y es cierto. Hasta yo me puedo aburrir de eso.

—¿Y qué podemos hacer tú y yo? —preguntó Arthur, sonando mucho más sugerente de lo que deseaba. Su hermana se ajustó los anteojos por toda respuesta, como cada vez que estaba nerviosa—. Digo, ¿qué? ¿Jugar cartas? ¿Salir a cuidar los cerdos? ¿Ver televisión?

—Lo segundo, de hecho. —Su gemela sacó una videocámara de mano, no muy vieja, aún funcional, en la que había una cinta puesta—. Estaba en la cama de nuestros padres. ¡Me pica la curiosidad! ¿Nos habrán grabado? ¿O será una aburrida grabación de las estrellas?

—Pfff, ¿es eso? —Arthur bufó con una mueca de burla, y presionó al botón de play en la cámara—. Conociéndolos, de seguro es una grabación de los cerdos fol…

¡Eso es, metelo más adentro, querido! —gritó su madre, en la grabación de la videocámara.

Arthur y Ariadna quedaron de piedra. El primero quedó paralizado con el aparato en la mano, y el “otro” aparato poniéndose en guardia otra vez debajo de su mano libre. La segunda se quedó con la boca y los ojos abiertos como platos.

—¿E-esa es mamá?

En la pantalla podían ver a su madre, Charlotte Black, desde abajo, completamente desnuda, saltando sobre algo o alguien. Probablemente alguien. Seguramente su padre. Tenía el cabello rojo empapado de sudor, e intercambiaba palabras deliciosas con una chupada a sus propios dedos, como si fueran una verga.

¿Te gusta montarla, puta? —preguntó la voz de su padre, que sostenía la cámara. Esta vez apuntó a las gigantescas tetas, y las deliciosas curvas en la cintura de su madre, que estaba en perfecta forma, y lucía muchísimo más joven de lo que en verdad era.

Me encanta, ¡me encanta tu polla! ¡Es tan gruesa, tan dura, tan larga!

—No creo que deberíamos ver esto —dijo Ariadna, mordiéndose el labio inferior, probablemente sin darse cuenta. Por un segundo, su rostro de empollona aburrida se convirtió en el de una chica muy sexy, con anteojos al estilo secretaria.

—Yo creo que sí. No sé tú, hermana, a mí ya no me me importa nada más que hacer algo. Con tu permiso. —Arthur quitó la mano, y dejó al descubierto su empalmado miembro, que procedió a agarrar con su mano derecha, y a pajear con celeridad—. ¡Oh, sí! ¡Sí, esto es lo que necesitaba!

—¡Arthur! ¿Cómo se te ocurre hacer eso? —preguntó Ariadna, sin una pizca de molestia en la voz. Todo era sorpresa… ¿y tal vez curiosidad? Arthur pudo ver cómo se le endurecían los pezones debajo de la delgada camiseta violeta—. ¡Nuestra hermanita está arriba! ¿Qué ocurre si te oye? ¿O si baja?

—¡Ya basta, hermana! Déjate llevar por una vez, sé que quieres hacer lo mismo. Te prometo que no voy a voltear a mirarte, y puedes sentarte en otro lado, pero estoy seguro que no quieres dejar de mirar. —Arthur dejó la videocámara sobre la mesita central, se acomodó en el sofá, y continuó observando la sex tape de sus padres. En esta ocasión, la cámara apuntaba al redondo y gran trasero de su madre, mientras su esposo le metía el gordo miembro en el coño, en posición de perrito.

—¡Prométeme que no vas a voltear el cuello, Arthur!

—Lo juro, pero ya calla, disfruta el momento.

Oh, qué gusto, querida. Estás riquísima. —dijo el hombre de la cámara.

¡No pares, querido! Dame nalgadas también, ¡lo necesito! Trátame como a tu puta barata. Pero por favor no vayas a parar.

Ariadna no se movió a otro lado. Se quedó allí, junto a él. Arthur no la miró directamente, él era alguien que cumplía sus promesas… No se volteó, pero no evitó mirarla por el reflejo del televisor apagado. Su hermana estaba mirando atentamente la cámara, y tenía ambas manos entre las piernas cerradas, que frotaba una contra la otra. Arthur pudo escuchar su respiración entrecortada, y de vez en cuando, algunos gemidos solitarios.

—N-no puedo creer que estés haciendo esto… —dijo Ariadna, que se giró a mirar cómo su hermano se masturbaba. Ella no había prometido nada.

—Tú estás haciendo lo mismo, ¿no? —preguntó él, concentrado tanto en el reflejo del televisor como en la escena que montaban sus padres. Papá había aumentado tanto la velocidad como la intensidad de sus nalgadas. Mamá gritaba como una poseída, le suplicaba que se viniera dentro.

—No seas tonto, ¿c-cómo voy a…? Ah… uf, ¿cómo haría…?

—Claro, claro. Ufff, n-no creo que vaya a… ah…

El escenario era demasiado prometedor, demasiado delicioso. Arthur se estaba masturbando mirando a sus padres, generalmente recatados y discretos, follar como perros en celo en una grabación que se habían hecho en la habitación. A su lado, su hermana gemela se tocaba también, ,tímidamente al principio, pero ahora ya tenía las piernas separadas. Arthur podía notar los movimientos de los brazos de su hermana, moviéndose frenéticamente.

Ahora estaban ambos en silencio. Solo podían escuchar su propia respiración, y los gemidos de deseo de sus padres. Arthur sabía que estaba cerca, se correría en cualquier momento. ¡Qué manera más épica de ganarle al aburrimiento!

Sin pensarlo, miró a su lado. Ariadna también le estaba mirando. Una de sus tetas estaba afuera de su camiseta. Una de sus manos estaba entre sus piernas abiertas, moviéndose sin parar, mojándose rápidamente. Su boca estaba abierta, con la lengua afuera, respirando con muchas dificultades. Tenían los mismos ojos, y el azul de los de su gemela resplandecía detrás de los anteojos. No había reprimenda en su mirada. Solo había deseo. Un deseo que llevaban una semana aguantando, sin parar. Un deseo que quizás venía desde antes, como si fuera un impulso incontrolable en su ADN.

Eran hermanos de sangre, y aún así se acercaron. Mientras se masturbaban frenéticamente, Arthur y Ariadna se acercaron, y sus labios hicieron contacto.

Sin embargo, esto no duró. Pronto sus lenguas reemplazaron a sus labios. Era animal, perverso, secreto… Ninguno de los dos buscaba detenerse. Sus lenguas comenzaron a jugar entre sí, buscando descubrir todas las esquinas de su garganta. Se apartaron para recuperar aire.

—Hermana, estoy a punto…

—¿Eh? ¿Q-qué?

¡Me corro, querida! —gritó Alexander White, en la pantalla de la videocámara, que había quedado sobre la cama, grabándolos a ambos esposos, él tirado sobre la espalda de ella, follándola con desesperación.

¡Adentro! ¡Lléname entera, por favor! ¡Llena a tu puta!

—Ya sabes. Voy a…

—¡Oh! —Ariadna miró al miembro erecto de su hermano, y el deseo de su mirada no se suprimió ni por un momento—. ¿Y qué tengo que…?

Arthur tomó con la mano libre a su hermana por la espalda, y la asió hacia sí. Sus lenguas se encontraron nuevamente, y se abrazaron con desesperación animal. Se pusieron de rodillas, pegados uno contra el otro, sobre el sofá. Ninguno de los dos dejó de pajearse. Él se cascaba la polla, cuya punta estaba pegada contra el vientre de ella; ella se metía los dedos debajo del short, moviéndolos sin parar. Y así, el momento cúlmine llegó.

Se vino entre convulsiones increíbles. Estuvo a punto de gritar, pero su hermana lo había callado con sus besos. La leche saltó sobre la camiseta de su hermana, y ésta estaba demasiado caliente como para reprocharle.

Justo en ese momento, la puerta de la casa se abrió, y los dos fueron demasiado lentos como para evitar cubrir cualquier cosa que estuvieran haciendo. Su hermana mayor, Alexandra, estaba de pie en la entrada, con las manos en la cintura y una enorme sonrisa de satisfacción en el rostro.

—¡Uf, al fiiiiin! Bueno, no era lo que esperaba, pero como primera aproximación está aceptable. Así que… ¿qué opinan? Cuéntenme todo.

Por toda respuesta, Arthur y Ariadna subieron como corredores olímpicos las escaleras al segundo piso, y las puertas de sus respectivas habitaciones se cerraron a la vez, dejando adentro su extrema vergüenza, y esa recuperación de la racionalidad que viene después de liberar las tensiones.

Por supuesto, esto no sería última vez para ellos. Ni de cerca. Esto solo era el comienzo...

Continuará.