La fábrica (8)

Octava entrega de la saga: Soledad se vuelve a encontrar con Luis y una vez más le tocará vivir extrañas pero excitantes peripecias fuera de la fábrica en la cual, por otra parte, le aguarda una sorpresa...

Cuando más o menos me calmé y volví a poner mi cabeza medianamente en orden, me inquietó la posibilidad de estar sola en la fábrica con el sereno.  Ninguna de las chicas se había quedado haciendo horas extra; es más: Floriana me envió, de hecho, un mensaje de texto preguntándome si estaba bien pues, claro, no me había vuelto a ver por la fábrica después de mi salida.  Le respondí que sí, ¿qué podía decirle?  Intentó en un segundo mensaje ahondar acerca de mi salida con Inchausti y qué había ocurrido en la misma, pero ya no contesté: no sabría por dónde empezar a contar aunque, por otra parte, empezaba a plantearme si no era ya hora de contarle a Flori las cosas que me venían ocurriendo tanto dentro como fuera de la empresa y de las que ella parecía no ser consciente.  En fin, restaba por ver qué ocurriría al arrancar la siguiente semana porque era casi seguro que ya tendrían designada la nueva secretaria y Floriana estaba, de hecho, dentro de las candidatas.  Mi historia bien podía tener otro peso si se lo contaba ya estando ella designada en e l cargo y también estaba latente, por supuesto, la posibilidad de que el puesto fuese mío: después de todo, ¿no había hecho suficientes méritos para los parámetros que parecían manejar en la empresa?

También Daniel me llamó; reaccionó con incredulidad cuando le dije que aún estaba trabajando en la fábrica e insistió en querer saber quién me llevaría.  Le mentí: dije que me iba con una de las chicas que también se había quedado y que estaba en auto.  Me preguntó si pasaba después por mi casa a lo cual también le respondí que no, que iba a llegar demasiado cansada y que me dolía la cabeza, por lo cual sería mejor vernos directamente al otro día.  No le gustó mucho, desde ya, pero lo aceptó.

Restaba por resolver el problema de cómo saldría de allí.  ¿Estaría Hugo en su oficina?  ¿O Luciano?  No quería pensar en Luis después de lo ocurrido. Cubriéndome el pecho lo más que pude, me dirigí hacia la oficina de Hugo.  Golpeé con los nudillos y nadie me respondió; volví a  insistir pero tampoco tuve suerte: por el contrario, sólo logré que Luis, quien sí estaba, asomara su cabeza desde la oficina contigua.  Me quise morir.

“¡Soledad!  ¿Aún por aquí? – preguntó, aparentemente extrañado -; la hacía ya en su casa.  Hugo no está...”

Me avergoncé terriblemente: porque estaba muy fresco lo ocurrido y también por lo poco presentable que lucía yo en ese momento.

“No… señor Luis, aún estoy aquí, me quedé porque…”

“Salió con uno de los clientes, ¿verdad?” – preguntó con la mayor naturalidad.

“Sí…, así es – respondí y me quedé pensando que la información seguía circulando normalmente dentro de la fábrica aun a pesar de la aparente discusión que habían sostenido los jefes de las dos firmas -.  Señor Luis…, al respecto de lo ocurrido el otro día…”

“¿Qué cosa?” – preguntó arrugando el rostro.

“B…bueno, en fin, lo que ya s… sabe – dije, con la voz entrecortada -.  Sé que hubo un problema con Hugo y…”

“Ja, no, ningún problema – respondió, desdeñoso -.  Es decir, una más de las tantas discusiones que ocurren cuando estamos dentro de un mismo establecimiento manejando firmas diferentes, pero nada grave.  Además…, no fue culpa suya, Soledad.  Fue Evelyn quien generó el problema con su actitud”

“Entiendo…” – dije bajando aun más la cabeza.

“¿Qué le pasó a su ropa?  Luce como recién llegada de una despedida de soltera”

La pregunta me tomó tan de sorpresa que busqué cubrirme aun más de lo que ya lo hacía, lo cual era imposible.  Comencé a temblar sin saber bien qué tenía que responder:

“Estuvo un poco agitada la salida con ese cliente al parecer – dijo él en un tono bastante irónico -.  Y ahora no puede irse de aquí en ese estado, ¿es eso?”

Asentí, muy avergonzada.  Realmente no hacían falta palabras: Luis ya lo había entendido todo.  Era como si lo que me había ocurrido fuera allí dentro algo tan corriente que se caía de maduro.   Ingresó por un momento a su oficina y cuando volvió a salir de ella, tenía en su mano el manojo con las llaves del auto.

“Vamos…” – me dijo.

“¿A…dónde?” – pregunté, sorprendida.

“Al local de ropa al que me llevó el otro día ; necesita una nueva blusa urgente”

No lo podía creer.  Jamás había pensado en volver a pasar por una situación como la del día de la tienda de ropa y, sin embargo, las circunstancias volvían a arrojarme otra vez en el mismo lugar.

“P… pero, señor Luis… Comprar una blusa nueva sólo por unos botones”

“¡Vamos!” – repitió, enseñándome las llaves.

Hubiera preferido que me llevara a otro lado antes que ser vista otra vez con él allí.  Me implicaba regresar al sitio en el cual había yo sufrido una de las más degradantes humillaciones públicas en mi vida.  Pero él ni siquiera me preguntó nada al respecto; recordaba perfectamente en dónde era.  Demás está decir que hubo un intenso intercambio de miraditas y sonrisas cuando me vieron entrar nuevamente acompañada por quien ya para ese entonces todos allí tenían por mi jefe y que, en fin, en algún punto lo era.  Por más que yo hacía ingentes esfuerzos para que no se viera mi pecho con el sostén al descubierto, era obvio que todos veían perfectamente mi blusa desprendida y pensarían, seguramente, que Luis y yo volvíamos de algún intenso encuentro sexual.  Era patético que cada vez que yo aparecía en ese lugar, lo hiciera en condiciones más o menos semejantes.  Lo peor de todo era que yo no llevaba tanga y ése era un dato del cual Luis parecía no haberse aún anoticiado; yo trataba, por lo tanto, de mantenerme lo más envarada posible y no inclinarme ni un ápice, pero, aún así, mi falda era tan corta que desconfiaba de que nadie hubiera notado nada.   Si lo habían hecho, ya estarían intercambiándose el rumor, divertidos.

Se me cayó la cara de vergüenza cuando se acercó a saludarnos la vendedora que me había masturbado en el probador días atrás y la explicación que le dio Luis me rebajó aún más:

“Se me fue la mano, jeje… Le arranqué varios botones que no sé adónde fueron a parar” – dijo, sonriente, y alcancé a ver, por el rabillo del ojo, que le guiñaba el ojo a la vendedora.  Más demolida me sentí cuando ella reaccionó cubriéndose la boca con la mano como si  intentara tapar alguna risita cómplice que no logró contener.

“Podemos coserle los botones que faltan  – dijo ella -, como hicimos la otra vez con…”

“No, olvídelo – desdeñó Luis -.  Esto es un local de venta y no de arreglo de indumentaria, je… Dele una blusa nueva y corre por mi cuenta”

“No hay problema – la chica se giró hacia mí, sonriente -.  Esperá en el probador, Sole…”

La humillación a que me sometían no tenía nombre.  Hablaban de mí como si yo fuera una cosa, sin capacidad de decidir sobre mi suerte por cuenta propia.  De cualquier modo y más allá de eso, había que admitir que era bastante incómodo permanecer allí, expuesta a las miradas de todos, así que por lo tanto, y sin decir palabra, seguí a la vendedora y entré al vestidor mientras ella, siempre muy amable y sonriente, me apartaba la cortinilla.

Quedé sola allí o, mejor dicho, éramos el espejo y yo.  Soledad y Soledad: vaya  a saber cuál de todas ellas pues lo cierto era que yo ya no podía reconocerme a mí misma.  Por mucho que me rascara la cabeza preguntándome qué diablos hacía yo ahí y cómo había llegado, costaba desbrozar la lógica de un camino recorrido que, justamente, se presentaba por demás ilógico.  Di un respingo cuando vi en el espejo el desagradable rostro de Luis asomándose por la cortinilla; en un acto reflejo tendí una vez más a cubrirme, aunque a esa altura ya ni sabía para qué.

“¿Qué le pasó a su tanga?” – preguntó Luis, con un aire que parecía ser curioso pero a la vez divertido.

Me sentí morir porque en ese momento caí en la cuenta de que el maldito desgraciado sí se había percatado de la falta de mi prenda aun cuando nada hubiera dicho.

“Se… la quedó el cliente” – respondí, muerta de vergüenza.

“¡Ja! ¡Viejo verde asqueroso! – carcajeó despreciativo, aunque no sé con qué autoridad moral para hacerlo.  Se me vino la imagen del muerto asustándose del degollado -.  Bien, vamos a procurar conseguirle algo para que esté un poco más cubierta… un poco al menos, jeje; esas tangas no cubren demasiado en verdad”

“Aquí no venden lencería” – repuse.

Justo en ese momento llegó la vendedora y pidió permiso a Luis, quien se apartó un poco para dejarla pasar al vestidor pero, lejos de hacerse hacia atrás, volvió a retomar su rol de espectador.  La joven me había traído tres blusas, de distintos colores y diseños como para que yo eligiera.  Descarté la primera por encontrarla demasiado transparente.

“Me gusta ésa” – dictaminó Luis, siempre asomado a la cortina.

¡Dios!  Aquel vestidor, en  lugar de ser privado, terminaba por ser el lugar más público que se pudiera llegar a imaginar.  Y la impresión que me daba era que Luis gozaba sádicamente de destruir mi intimidad a cada instante y con cada palabra; peor aún: también me parecía que la vendedora había ya, para ese entonces, entrado en el juego y que también lo disfrutaba.

“Ésta te va a quedar divina, Sole” – agregó ella como confirmando mis pensamientos, al tiempo que estiraba la prenda e, invitándome a dar la vuelta, me la apoyaba sobre el tórax como si estuviese midiendo o sopesando.

“Es… casi indecente: demasiada transparencia” – objeté, disgustada

“Soledad – dijo Luis, adoptando un tono que pretendía sonar paciente  -.  No sé si entiende cómo es la cuestión.  Yo soy el que pone el dinero.  ¿O va a hacerlo usted?  Por lo tanto, soy yo quién decide cómo gastar ese dinero y en qué.  Si no le gusta esa blusa, bien puede elegir otra prenda pero en ese caso demás está decir que el gasto correrá por su cuenta.  O también podemos seguir camino hacia su casa donde seguramente tendrá alguna otra blusa para ponerse pero, claro, eso implicará, tener que desfilar ante sus vecinos en una condición que… en fin…”

Por mucho que me pesase y a pesar de lo perverso de su razonamiento, en algo decía la verdad: me era del todo impensable volver a casa en el estado en que me hallaba.

“Está…bien, señor Luis” – acepté, con resignación.

Me quité la blusa que llevaba y el momento de quedar en sostén fue terriblemente humillante porque tanto él como la empleada seguían con los ojos clavados en mí e inclusive la cortina apenas corrida brindaba la posibilidad de verme a cualquiera que pasase por el pasillo camino de los probadores.  Extendí el brazo hacia la vendedora para tomar la blusa nueva pero en ese momento Luis me detuvo:

“Aguarde un momento, Soledad”

Lo miré interrogativamente.  Yo ya no sabía qué esperar realmente.  ¿Nunca iba a terminar ese día?  Parecía como que la semana más traumática y tortuosa de mi vida se negase a finalizar, como una eterna tortura contra mi cada vez más sepultada dignidad.

“Gírese hacia el espejo – me ordenó Luis -, e inclínese hacia adelante”

Mi rostro empalideció.  ¿Era necesario poner de ese modo a la vendedora al corriente de mi percance con la tanga?  Girándome tal como me exigía, me incliné luego lo más que pude, lo cual no era mucho puesto que, en las reducidas dimensiones de aquel vestidor (superpoblado además) enseguida terminaba con mi rostro contra el espejo.   Pero por poca que fuera mi inclinación, el largo extremadamente corto de mi falda hacía que no hiciera falta mucho para que mis nalgas quedaran expuestas.  La vendedora soltó una interjección ahogada, como de asombro.

“’¡Sole! – exclamó - ¿Ya no usás…?”

“La perdimos – intervino Luis, siempre dispuesto a humillarme a llevar mi humillación cada vez más lejos, incluso con mentiras -.  No sabemos en dónde quedó pero bien… la chica ahora está en problemas, jeje”

“Pero aquí no vendemos ropa interior” – repuso la muchacha diciéndole a Luis así lo mismo que yo ya le había adelantado.

“Lo sé – respondió él -, pero usted seguramente debe llevar alguna prenda íntima debajo -; señaló por debajo de la cintura de la chica logrando que ésta se sonrojara -… Y dado que el largo de su falda es bastante mayor que el de ella, no creo que tenga demasiados problemas para irse a su casa sin… en fin, sin nada debajo, je…”

Aun cuando podía ver a ambos en el espejo, mi incredulidad fue tal que me hizo girar la cabeza por sobre mi hombro para mirar a Luis; muchacha, de hecho, también lo miraba, enormes sus ojos y tan incrédula como yo.

“Yo… no p…puedo hacer eso” – objetó, entrecortada la voz por una risita nerviosa.

Por toda respuesta, Luis extrajo de su billetera un buen fajo de billetes.  Ya estaba claro que ése era su recurso predilecto y que lo usaba con frecuencia.  Dos cosas logré apreciar: una, que la suma que le ofrecía era visiblemente mayor a la que en su momento le había pagado a esa misma joven para que me masturbase; segunda: a ella le cambió totalmente la expresión del rostro, la cual de pronto se iluminó, quedando así bien en claro que sus estados de ánimo y su predisposición se valuaban en dinero;   sólo tomó el dinero.

“Será la prenda íntima más cara que jamás se haya vendido, jaja – dijo, divertida -… Ni las de Marilyn Monroe deben haberse cotizado tanto”

Luis rió ante la ocurrencia mientras yo sólo sentía crecer en mí el azoramiento y el espanto.  La chica introdujo las manos por debajo de su falda cuidando de no mostrar nada; el largo, a diferencia de lo que ocurría conmigo, se lo permitía.  Luego deslizó su blanca tanga a lo largo de las piernas hasta sacársela por los tobillos.

“Déjeme ver más” – espetó Luis.

Tanto ella como yo lo miramos, intrigadas y azoradas.  Él, sin embargo, lucía tan sereno y sonriente como siempre.

“¿Señor?” – preguntó ella, visiblemente confundida.

“Habrá más dinero, no se preocupe, pero quiero verle el culo y no seguir imaginándolo, así que… arriba esa falda” – le dijo él tajantemente y, por primera vez, tuve la sensación de que ella también empezaba a ser cosificada.  Sé que no está bien, pero en parte me alegré.

La promesa de más dinero parecía ser, de todos modos, incentivo suficiente para que ella aceptase sin cuestionar, así que la joven sólo se encogió de hombros y, acto seguido, tomó el bies de su falda y llevó la prenda hasta la cintura exponiendo así la desnuda cola a los ojos de Luis mientras la tanga le colgaba de una mano.  Era una gran locura, pero toda esa situación tan enferma y perversa me estaba calentando y me sorprendí a mí misma lamentándome por no poder verle a esa chica su parte trasera dado que yo estaba de espaldas a ella y el espejo no me permitía verle la cola.

“Mmm, deliciosa – dijo él y, de modo asqueroso, se tocó la zona genital -.  La verdad, chicas, que están muy parejas… A ver, me gustaría verlas culo con culo para compararlas”

La empleada pareció vacilar nuevamente y Luis lo notó:

“El dinero estará, señorita, no se preocupe”

Yo no sabía qué era más humillante para mí: si la degradación que estaba sufriendo o el hecho de que… a ella se le pagara y a mí no. Creo que eso me terminaba de rebajar y, por más que pareciera ahora dar la impresión de que las dos estábamos siendo sometidas de igual modo a los perversos caprichos de Luis,  lo cierto era que él no nos trataba a ambas por igual.   Estaba clarísimo que yo estaba por debajo de ella y eso no había cambiado en ningún momento más allá de mi fugaz sensación de un momento antes. La empleada se giró por completo hasta que quedamos espalda con espalda y, sosteniendo su falda levantada, apoyó su cola contra la mía.  El contacto de la carne me produjo una extraña sensación, perversa y a la vez relajante, enferma y a la vez placentera; y en ese momento no me cabía duda alguna de que eso era precisamente lo que Luis buscaba producir tanto en ella como en mí.

“Franeléense, vamos – nos conminó, siempre asomado a la cortina -.  Culo con culo, vamos…”

La joven empleada, aparentemente más decidida (o tal vez incentivada por el dinero) fue la que primero comenzó con el movimiento; moviendo su cuerpo de manera serpenteante, hizo deslizar sus nalgas sobre las mías y fue como si cada redondez de ella encajase en alguna concavidad mía y viceversa. El contacto era sensual en extremo y, como no podía ser de otra manera, me puse a mil.  Yo intenté, al menos, en un principio, resistirme y traté de no moverme, manteniendo mis piernas lo más estáticas que fuera posible; el roce, sin embargo, terminó por vencerme y pronto me encontré también deslizando y estrujando mis nalgas contra las de ella mientras mi sexo se humedecía de forma acelerada.   En ese momento me olvidé de todo: de Luis, de la fábrica, del local de ropa, de los empleados, de los clientes; sólo éramos piel contra piel, carne contra carne, ella y yo.  Entregándome, cerré mis ojos a la vez que comenzaba a respirar agitadamente mientras mi pecho subía y bajaba en tanto que un hilillo de saliva al que no pude contener, me corrió por la comisura de los labios.

“Tóquense” – ordenó Hugo y, aun sin verlo, tuve la sensación de que, fiel a su estilo, se debía estar acariciando los genitales.

Llevé las palmas de mis manos por detrás de mis caderas y la joven hizo lo propio con las suyas.  Nuestras espaldas se apoyaron una contra la otra y pude sentir sus omóplatos clavarse sobre los míos mientras mis manos se dedicaban a recorrer cada pulgada de sus tersas nalgas en tanto que ella hacía lo mismo con las mías.  Algo me rozó el tobillo, lo cual me obligó a abrir los ojos y bajar la vista por un instante; en el piso del probador y junto al taco de mi sandalia yacía la tanga de la chica, quien había terminado por dejarla caer en el calor del momento: lo sorprendente, de todos modos, no fue eso sino que Luis, inclinándose y estirando su brazo hacia el interior del probador, recogió del piso la prenda del piso para llevarla a su boca y luego dedicarse a lamerla y ensalivarla sin dejar de mirar ni por un segundo cómo nos seguíamos tocando la una a la otra.

“Lo están haciendo fantástico, señoritas – dijo con voz sibilina y repugnante -.  Ahora vuélvanse: gírense la una hacia la otra…”

Dejamos de sobarnos mutuamente nuestras colas, lo cual debo confesar que me produjo pesar y me pareció que a la vendedora también.  Tal como él nos pedía, nos giramos hasta quedar encaradas una otra y, al verla a los ojos tan de cerca, sólo descubrí hambre y deseo en su mirada.  Ella, seguramente, vio lo mismo en la mía.  El hijo de puta de Luis había logrado calentarnos: era perverso, degenerado y execrable, pero no se le podía negar maestría en el manejo de tales situaciones y de poner a las mujeres exactamente en el estado en que él las quería tener.

“Bien – dijo él –; señorita Moreitz, tengo el agrado de informarle que, si bien en el cola contra cola han estado bastante parejas, es usted quien ha salido triunfante: su culo, aunque por muy poco, aventaja al de su amiga”

Se me dibujó una sonrisa en los labios, lo cual venía a demostrar perfectamente que él me estaba arrastrando cada vez más irremisiblemente hacia su remolino de perversión.  También me pareció detectar un pequeño deje de tristeza en el rostro de la joven al saberse “derrotada” en el cruce.

“Pero ahora quiero comparar sus pechos, jovencitas, así que, Soledad, quítese el sostén y usted, señorita, haga lo mismo”

Prestamente y con aparente prisa, la muchacha desprendió rápidamente los botones de su blusa y luego cruzó sus manos a la espalda para desprenderse el sostén tal como Luis le requería; una vez que lo hizo, su hermoso busto quedó ante mí descubierto y tentadoramente expuesto.  Interpreté que la causa de su prisa estaba en que ella deseaba una rápida revancha luego de que Luis dictaminara su “derrota” en el duelo cola a cola.  De hecho, la expresión de su rostro era expectante pero, por sobre todo, segura, como si no dudase en lo más mínimo de su triunfo en el siguiente cruce; de hecho, cuando bajé la vista hacia sus senos, comprobé que le sobraban razones para aguardar confiada…

Desprendí mi sostén y así ambos bustos quedaron enfrentados.  Como era de esperar (ya algo lo conocía), Luis nos pidió que nos apoyáramos una contra la otra.  Una vez más, la excitación nos puso a mil, lo cual se veía altamente potenciado por el dato, no menor, de que ahora, además, nos mirábamos directo a los ojos.  Ella comenzó a hacer un movimiento de cintura que bien podría haber sido propio de una danza árabe y, al moverse, sus magníficos pechos se entremezclaron con los míos, atractivos pero apenas discretos: eran cuatro pero a la vez eran sólo dos; eran dos… y era sólo uno.  Fue tal el grado de calentura que una seguidilla irrefrenable de jadeos comenzó a salir de mi garganta, lo cual fue celebrado por ella con una sonrisa que parecía indicar triunfo.  Empecé a imitarla en el movimiento: lenta, acompasadamente, siguiendo su cadencia.  Y de pronto fue como si ambas nos eleváramos: lejos, muy lejos de allí, muy, muy alto por encima del reducidísimo vestidor en que nos hallábamos.

El aliento entrecortado de ella comenzó a golpear en mi rostro y viceversa.  No sé en qué momento ocurrió lo que de toda formas era obvio que sucedería: súbitamente me encontré con su lengua dentro de mi boca y podía sentir ambas lenguas jugando, serpenteando, jugando, entrecruzándose.  Para nosotras, era como si no hubiera nada ni nadie en derredor en ese momento, ni siquiera Luis: éramos sólo ella y yo, en una sensual y simbiótica danza de los sentidos…

La voz de él, a pesar de todo, nos trajo de pronto otra vez a la realidad:

“Me encanta… - decía, impregnada su voz en lujuria -.  Y lo que más me complace, señoritas, es que nadie les pidió que se besaran.  Lo hicieron solitas”

Luis tenía razón: él nos había arrastrado hacia el borde del remolino pero luego fuimos nosotras quienes, casi sin darnos cuenta, caímos hacia el mismo sin necesidad de que nadie nos empujara.

“Bien – dictaminó él en tono aprobatorio -.  Magnífico, chiquillas… Lo han hecho bien, increíblemente bien.  Ah, con respecto al duelo de pechos, Soledad, eeh, hmm, lamento decirle que esta vez perdió…”

Nuestras bocas se separaron y lo lamenté: hubiera querido que nos siguiéramos besando durante lo que quedaba de la tarde y noche, pero la realidad, aunque doliera, era que no podíamos quedarnos para siempre dentro de aquel vestidor por mucho que lo deseásemos.  Alguien vendría de un momento a otro a ver qué pasaba o a investigar el porqué de tanta demora.  De hecho, me sorprendía que nadie lo hubiese hecho todavía.

Cuando me puse la tanga de la empleada se me mezclaron las sensaciones.  Por un lado el sentir la tela entrándome en la zanja o presionando sobre mi sexo fue casi como sentir que ella me estaba penetrando (¿hasta eso habría calculado Luis?); por otra parte la prenda estaba totalmente baboseada y no pude menos que sentir asco al sentir cuando la humedad de la boca de Luis se fusionó con la de mi vagina.  Y, a su vez, calentura y repulsión formaban un cóctel muy particular que llegaba a gobernar mis sentidos sin que yo pudiera hacer nada al respecto por mucho que mi cerebro se empeñara en decirme que me estaba convirtiendo en una depravada.  La cuestión era que yo estaba terriblemente caliente; más que nunca hubiera deseado que Luis volviera a pedirle a la joven que me masturbara y, de hecho, abrigué la vana esperanza de que lo hiciera.  Él, sin embargo, parecía complacerse en generar deseos insatisfechos: estuve muy húmeda durante todo el trayecto en auto hasta mi casa.

Llegamos con las sombras de la noche y, una vez más, Luis me señaló su erecta verga para luego pedirme que se la mamara; también una vez más, lo hice.  Luego me encerré: ni siquiera contesté el teléfono durante la noche, ni a Daniel ni a nadie.  Tuve que masturbarme; no cabía otra posibilidad ya que estaba casi prendida fuego y ya no podía soportar más ese estado.  Mientras me penetraba con mis propios dedos hasta alcanzar el orgasmo fui pensando, alternadamente, en Luciano y en la chica de la tienda de ropa; a mi pesar, se me cruzaron también por la cabeza los rostros de Hugo, Luis y el señor Inchausti…

Pasó el fin de semana y me mantuve prácticamente recluida; no estuve para nada ni nadie.  No pude, obviamente, decirle a Daniel que no viniera pero estuve muy parca con él; yo no quería hablar demasiado y, por supuesto, no quería tener sexo, pero no podía siquiera insinuarle las reales causas para mi desgano y cansancio.

El lunes volví a la fábrica luego de largas cavilaciones en casa acerca de qué cuerno hacer de allí en más.  Casi olvidada, la Soledad digna e incorruptible, intentaba cada tanto reaparecer y convencerme de que no podía seguir trabajando allí.  Sin embargo, no pude tomar decisión alguna al respecto y terminé volviendo al trabajo “como si nada”.  Había, de todos modos, mucha expectativa puesta en el arranque de la semana y no sólo de parte mía sino también de todo el personal, ya que era muy posible que, de un momento a otro, fuera designada la nueva secretaria.  Como si de repente y por arte de magia quedaran atrás todas las humillaciones sufridas, el corazón me saltaba en el pecho ante la posibilidad de quedarme con el cargo a sólo una semana de haber entrado a la fábrica: si eso no era un ascenso meteórico, pues entonces no sé qué lo sería.  Al mismo tiempo, me preguntaba también si estaba preparada para sufrir una posible desilusión en caso de que la designación no fuera para mí pero, en cuanto lo pensaba objetivamente, llegaba a la conclusión de que, llegado el hipotético caso, tampoco tendría motivo alguno para sentirme triste: si Floriana era la nueva secretaria, no dejaría de todos modos de ser una excelente noticia.

A media mañana mi conmutador sonó y me invadieron los nervios cuando noté que era la voz de Hugo diciéndome que me aguardaba en la oficina y que me dirigiera enseguida allí junto con Floriana.  Todo estaba claro: se nos citaba a ambas para transmitirnos cuál había la decisión final, es decir, para decirnos cuál de nosotras dos era la nueva secretaria.

Al entrar en la oficina de Hugo tuve de inmediato la sensación de que algo no estaba bien.  Él estaba sonriente, como siempre, detrás de su escritorio, pero frente a él y dándonos la espalda, había sentada una joven de cabellos rojizos.

“¡Soledad!  ¡Floriana! – saludó alegremente Hugo al vernos -.  Les presento a la nueva secretaria, aunque… ya la conocen, ja…”

La joven se giró en su silla y nos miró, o mejor dicho: me miró ya que clavó sobre mí unos ojos que me taladraban de lado a lado.  Quedé helada y seguramente a Flori le pasó lo mismo pues quien estaba sentada allí era… Evelyn.

CONTINUARÁ