La fábrica (6)

Sexta entrega de la saga de Soledad y sus degradantes experiencias dentro de la fábrica, a la cual va a llegar una visita muy inesperada...

Habíamos apenas terminado de arreglarnos la ropa cuando se abrió la puerta y entró Hugo; se me detuvo el corazón ya que, de haber entrado sólo un par de minutos antes, muy distinta sería la escena que hubiera visto.  Luciano, sin embargo, se comportó con absoluta normalidad.

“¿En qué andan ustedes dos acá?” – preguntó Hugo pero como desentendido del asunto y en tono de broma.  Yo me trabé y se me hizo un nudo en la garganta, pero por suerte Luciano habló, directamente optando por ignorar la pregunta de su padre.

“¿Y?  - preguntó -.  ¿Cómo está eso?”

“Está duro, está duro, pero bueno, ya para mañana o pasado tendremos una respuesta definitiva y a partir de ello veremos qué hacer – respondió Hugo y yo interpreté que hacía referencia a la designación de la nueva secretaria -.  Soledad, ¿se puede quedar un momento?  Luciano, si nos disculpas, te agradecería que nos dejaras solos; quiero hablar con la señorita Moreitz”

Fue una sacudida para mí y miré rápidamente al rostro de Luciano; había pensado que, tal vez, dejaría traslucir alguna expresión de celos aunque más no fuera en pequeña medida pero no: él siempre parecía comportarse del mismo modo y sin demostrar nada.

“Claro, Hugo – llamaba a su padre por el nombre -.  Nos vemos luego”

En el momento en que se retiró, me sentí desprotegida ante Hugo.  Sin embargo y considerando que estaban buscando nueva secretaria, abrigué la esperanza de que me hubiera hecho quedar con ese fin.  De hecho, sus primeras palabras una vez que quedamos solos en la oficina apuntaron en esa dirección.

“Dígame, Soledad – me espetó -, ¿ha pensado en la posibilidad de ser secretaria?”

La pregunta no me tomó desprevenida porque ya Luciano me había preparado, pero sí terminó de confirmar que lo dicho por éste no eran sólo conjeturas hechas en el aire: realmente se estaba barajando mi nombre entre las posibles candidatas.  Pensé que lo mejor en ese momento era fingir sorpresa:

“No, señor Di Leo, nunca lo…”

“Hugo”

“Hugo…; verdaderamente me honra usted con sólo mencionarlo pero no es algo en lo que hubiera pensado.  ¿Yo?  ¿Secretaria?”

“Sí – me respondió -; de todas formas es algo que estamos viendo: nos estamos manejando entre tres posibilidades de momento”

Hizo una pausa.  Quizás esperaba que yo le preguntara cuáles eran las otras dos pero por educación no lo hice; bien podía ser que el jefe me estuviera poniendo a prueba y tratando de chequear hasta qué punto era yo capaz de contener mi impertinencia.  Más allá de eso, por supuesto, fue inevitable, que yo me quedara haciendo cálculos en mi cabeza y, de acuerdo a lo que ya me había adelantado Luciano, no era tan difícil: estaba yo, estaba Floriana y alguien de fuera de la fábrica a quien no conocía.

“Ahora, Soledad… - dijo de pronto mientras se desabrochaba el cinto y dejaba caer el pantalón -; necesito una buena lamida de culo de ésas que usted tan bien sabe dar, je… Fue un día de stress para mí”

Se giró y, al igual que ocurriera dos días antes, volvió a mostrarme ese trasero fofo y sin forma.  Las arcadas volvieron a mí pero sabía una cosa: mi puesto de secretaria podía estar en juego y era casi un hecho que mis posibilidades quedarían reducidas a cero si no satisfacía a mi jefe.  Él, de algún modo, ya me lo había adelantado: “¿No es lo que siempre dicen que hacen las empleadas de oficina? ¿Lamer culos de jefes?”.  Esa frase perversa, aunque realista, seguía resonando en mi mente.  Así que, más que nunca, supe que Hugo no debía quedar insatisfecho esa tarde.  Planté rodilla en tierra y comencé a recorrer sus nalgas con mi lengua una vez más.

“Mmmm, sí, Soledad, así… En la zanja, por favor… Mmm, sí, eso.  Y no olvide meter su lengüita en el agujero”

Ese día, el encuentro con Daniel a la salida del trabajo transitó, como era de prever, por  fuera de lo habitual.  No paraba de mirarme como si tratara de comprobar si estaba bien; sólo faltaba que me tomara la fiebre.  Pero, claro, lo entendía; no es de lo más común que alguien llame a su novio desde el trabajo para decirle que quería oír su voz y así poder masturbarse.  Demás está decir que me llenó de preguntas y yo contesté con evasivas; hasta le pedí disculpas por lo que había hecho.  Él, sin embargo, no se dejó arrastrar por mi silencio sino que quería ahondar en la cuestión y rápidamente entendí en qué dirección iba: sobre todo cuando me confesó que se había masturbado con nuestra charla telefónica pero que se había vuelto a excitar con sólo recordarlo.  Quería sexo, desde ya: evacuar la calentura.  Pero la realidad era que yo no estaba para una revolcada luego de la particular tarde vivida en la fábrica; más bien sólo quería descansar pues Luciano me había dejado de cama.  No podía, obviamente, siquiera insinuar nada ni mencionar el nombre de Luciano, así que me excusé argumentando estar cansada (típica excusa de nosotras las mujeres cuando hemos tenido sexo con alguien no legal y no estamos para tenerlo con alguien legal, por lo menos en lo inmediato) y, para inflarle un poco su ego, le dije que la “masturbación telefónica” me había matado.  Tuvo que aceptar, desde ya, pero a regañadientes e inclusive sacó varias veces el tema durante el camino e incluso después cuando entró a mi casa.  Yo, de todas formas, me mantuve inflexible en mi respuesta y fingí incluso estar más cansada de lo que en realidad estaba.

Al otro día, por primera vez, me hicieron salir de la fábrica durante las horas de trabajo.  Había que llevar unos papeles al banco y estaba más que obvio que era Estela quien habitualmente se encargaba de tales menesteres y, al parecer, debía ser muy eficiente en ello ya que las veces en que la había visto salir de la fábrica siempre había vuelto con bastante rapidez.  Podría ahora haberle cabido a Luciano la tarea que me habían encomendado pero lo había visto muy temprano en la fábrica y luego ya no; seguramente habría tenido que salir por otro tema: el trabajo de Estela, al parecer, era tan variado y complejo que se necesitaba más de una persona para delegar sus labores habituales.

Salir de la fábrica con esa falda era, desde ya, un serio problema para mí.  No era lo mismo que subirme o bajarme del auto de Daniel.  Floriana me ofreció su moto para ir, pero la sola idea de imaginarme ahí arriba con esa falda tan diminuta me hizo desistir de la idea.  Opté por escoger la opción que, en primera instancia, me había ofrecido Hugo: pagarme un taxi para que me llevara, me esperara y me trajera.  Era, desde luego, la opción más decorosa aun cuando no sabía quién podía ser el taxista ni cómo se comportaría al verme subir al auto así.

La verdad fue que el taxista se comportó de modo bastante respetuoso, tanto durante el viaje de ida como el de vuelta, pero aún así, no paró de hacerme preguntas:

“Es nueva en la fábrica, ¿no?  Nunca la había visto antes…  ¿Qué edad tiene?  Se la ve joven…  ¿Veintiséis?  ¡Parecen menos incluso!...”

O cosas así…  Es decir, preguntas bastante impertinentes pero nunca llegando a ser guarras o irrespetuosas… o bien mis parámetros ya estaban totalmente alterados con las cosas que venía viviendo y que cada vez lograba manejar menos.  Noté, de todos modos, que el conductor acomodó bien el espejo retrovisor como para espiar por entre mis piernas pues yo viajaba en el asiento trasero.  Por pudor, me cubrí, pero al mismo tiempo… me excité un poco.  Me odié por eso.  ¿En qué clase de mujer me estaban convirtiendo en esa fábrica?  Unos meses atrás, simplemente le hubiera pedido al que se detuviese y me hubiera ido caminando.

El banco fue otra pesadilla.  Todos, ya fueran clientes, cajeros o personal de seguridad tenían los ojos clavados de mi cintura para abajo.  Los hombres lo hacían con los ojos llenos de un deseo perverso; las mujeres, las más de las veces, con una envidia que rayaba en el desprecio, aunque también las había que me miraban con admiración y hasta con lascivia.  Había incluso en el banco mucha gente que me conocía y no debía ello sorprender pues yo había ido en varias oportunidades cuando aún me desempeñaba en mi trabajo anterior.  Me tocó, a mi pesar, escuchar de parte de las mujeres algunos comentarios hirientes de quienes cuchicheaban en voz baja, pero no lo suficientemente baja como para que yo no las oyese, lo cual seguramente era deliberado.

“Mirá cómo se viene al banco la puta ésta…”

“Es una desvergonzada; debería estar revoleando la cartera al costado de la ruta….”

“¿Y qué esperás?  Me contaron que de su anterior trabajo la echaron por trola: se lo quiso voltear al jefe”

Y más comentarios así… Yo no podía hacer otra cosa más que tragar saliva y bajar la cabeza con vergüenza; era una espantosa humillación la que me tocaba vivir y más todavía cuando algunas de las cosas que decían no eran ciertas o, cuando menos, exageradísimas.  La gente que alguna vez me había visto como una mujer decente ya no me veía de ese modo.

Al regresar a la fábrica me encontré con la sorpresa de verlo a Hugo sentado a mi escritorio; no sé por qué, pero en ese momento se me ocurrió pensar, de manera optimista, que eso podía tener que ver con mi hipotética designación como secretaria: fue una locura suponer eso; más un producto de mis deseos que de la realidad, pero en ese momento lo vi como que si él se había sentado a mi escritorio era porque el mismo pasaba a quedar desocupado al menos por un tiempo.  Y si mi escritorio estaba desocupado, eso podía significar que ahora mi lugar en la fábrica era otro.  Eso fue, al menos lo que pensé, pero no tardé en descubrir lo lejos que mis cavilaciones estaban de la realidad…

Para empezar, había alguien sentado al otro lado del escritorio: un tipo que debía tener algunos años menos que Hugo pero que, al igual que él, era bastante relleno.  Tenía el rostro aplastado y pómulos bien marcados, cabeza casi completamente calva y cuello poco más que inexistente.

“¡Ah, Soledad! – me saludó con alegría Hugo al verme -.  Perdón por usurpar tu lugar, ja… Te presento al señor Inchausti”

El alma se me cayó al piso; no sé cuándo sería el día en que no recibiría una estocada letal dentro de aquella fábrica.  Era el cliente de Corrientes, el mismo que había hablado conmigo por teléfono y al cual yo le había seguido un poco su juego de flirteo con tal de que hiciera su compra.  Por lo pronto, si estaba allí, se podía decir que tal objetivo había sido finalmente logrado,  Pero… ¡Dios!: si yo había entrado en su juego era por mi convencimiento de que nunca estaría ante él físicamente.  Y sin embargo, ¡allí estaba!

“Ho… hola, señor Inchausti, es… un gusto conocerlo” – musité, totalmente perdida y con la vista esquiva, sin saber bien adónde mirar.

“Por el contrario, Soledad, el placer es mío.  Es usted tan hermosa como su voz lo sugiere al teléfono e incluso más” – dijo él mientras, en un gesto caballeresco casi fuera de contexto, me tomaba la mano para besármela como si yo fuera una princesa.

Poniéndome de todos colores, agradecí con un asentimiento de cabeza; traté también de decir algo pero no me salió nada. Me quedé un momento en silencio y, tratando de vencer mis temores, lo miré a los ojos lo más que pude; a pesar del trato caballeresco que había buscado exhibir, en ningún momento se levantó de su silla para saludarme.  Tampoco Hugo lo hizo para dejarme el lugar; era como si estuvieran resolviendo allí algo que era más importante que cualquiera de mis menesteres. Tenía Inchausti dos ojos enormes y oscuros dentro de los cuales casi no podían verse las pupilas, cosa que me inquietaba sobremanera; la sensación era que me estaba devorando y saboreando con la vista.  Siguiendo la misma línea de Hugo y de Luis no tenía casi pelo sobre su cabeza y, como detalle, particular en su caso, prácticamente no tenía cuello.  En el teléfono había declarado tener unos cuarenta y seis años pero viéndolo me daba la impresión de que me había mentido; no parecía ser más que cinco o seis años menor que Hugo.  Y suponiendo que no me hubiera mentido con la edad, sí lo había hecho al decirme que se mantenía en buen estado: nada más lejano.

“No… me imaginaba que lo tendríamos por aquí, por la fábrica” – dije, tratando de inventar una sonrisa como pude.

“Yo tampoco lo imaginaba – dijo él, siempre cortés y sonriente, pero aun así y, por algún motivo, desagradable - ; surgió un viaje de manera imprevista y no quería dejar pasar la oportunidad de llegarme hasta aquí por un motivo muy especial…”

Su sonrisa perversa me inquietó; hasta retrocedí un paso en mi lugar.

“¿Un m… motivo muy especial, señor Inchausti?” – balbuceé.

“El señor Inchausti me ha hablado muy bien de cómo lo atendió, Soledad – terció Hugo -.  Ha quedado, al parecer, verdaderamente maravillado por tu atención”

Descubrí en la expresión de Di Leo no sólo la plena satisfacción por haber concretado una venta importante sino que además rezumaba un cierto orgullo ya que probablemente se adjudicaba el mérito de haberme aconsejado bien acerca de cómo hablar con los clientes al teléfono.  De hecho, se me quedó mirando y fue como si en su mente estuviera repasando cada una de las palabras que yo pronuncié el día de la entrevista durante aquella fingida charla telefónica que terminó en manoseo y sexo oral.

“G… gracias, s… señor Inchausti; me alegra mucho que así haya sido” – dije, temblorosa y con la voz entrecortada.

Quedaba bien claro que estaba haciendo un papelón.  La joven que Inchausti tenía ahora enfrente era muy distinta a la que había escuchado en el teléfono en días previos.  De cualquier modo yo ya no sabía para esa altura qué era mejor, si decepcionarlo o seguirle el juego.

“El señor Inchausti me ha solicitado un pedido especial – dijo Hugo – y me parece justo satisfacerlo”

Mi temblor aumentó.  Ya ahora mis piernas eran un tembladeral y temía que se notara.  Miré por un segundo a Floriana pero ella estaba sonriente, como si se alegrara por mí.  O como si estuviera orgullosa por la empleada que le había conseguido a la empresa.  Yo estaba a la espera de que Di Leo acabase de decirme cuál era ese pedido tan especial, pero fue el propio Inchausti quien habló:

“Me gustaría invitarla a almorzar, Soledad”

Arrugué el rostro y fruncí el entrecejo.

“S… señor Inchausti, se lo agradezco p…”

“Yo ya le dije que sí – intervino Hugo -; me tomé ese atrevimiento mientras usted no estaba, Soledad”

Otra vez la incredulidad volvía a golpearme: parecía que tenía que acostumbrare a que allí se dispusiera de mí como si fuera un objeto.  Dirigí una mirada angustiada a Hugo.

“Pero…, no entiendo – balbuceé -.  ¿Cuándo?”

“¡Ahora! – exclamó Hugo abriendo los brazos en jarras y mirando, luego, su reloj -.  ¿Acaso no falta poco para la hora del almuerzo?”

“P… precisamente señor Di Leo.  Sólo d… disponemos de una hora y no va a haber tiempo para…”

“¡No se preocupe por eso! –exclamó Hugo con gesto desdeñoso -.  Tiene la tarde disponible por completo para satisfacer al señor Inchausti, Soledad”

Quería morir.  Eché un nuevo vistazo a Floriana pero seguía sonriente.  ¿Sería consciente mi amiga de lo que se estaba haciendo conmigo?  ¿Tan ingenua podía ser como para alegrarse por mi suerte?  De repente, recordé mi posible nombramiento como secretaria, como también el hecho de que yo seguía aún trabajando en la empresa a pesar del incidente protagonizado con Evelyn un par de días antes.  ¿Hasta qué punto estaba en condiciones de decir que no?  Y después de todo, sólo era una invitación a almorzar, aunque… ¿qué pasaba si me veía Daniel?  ¿O alguien de su entorno?  Confundida y llena de dudas acepté, sin embargo, la propuesta con la cabeza gacha:

“Está bien, señor Di Leo, como usted… disponga.  Le agradezco su invitación, señor Inchausti”

Recién entonces Hugo se levantó de mi silla; se le veía más que complacido.

“¡Perfecto! – exclamó alegremente -.  ¡Vayan ya mismo entonces!  Sólo faltan quince minutos para la chicharra del almuerzo.  Señor Inchausti, disponga a gusto de mi empleada…”

La frase me hizo abrir grandes los ojos y tragar saliva.  ¿Disponer a gusto?  Además estaba bien claro que Hugo parecía tratarme como su propiedad y casi me estaba “prestando”.  Nerviosa, miré hacia todos lados.  Floriana, sin embargo, parecía ahora enfrascada en lo suyo e indiferente ante la situación.  Busqué desesperadamente con la vista a Luciano.  ¿Por dónde andaría?  ¿Habría ya regresado a la fábrica?  De pronto sólo deseaba que él estuviera allí; estaba segura de que detendría esa locura o al menos se opondría.  Viéndolo hoy, sin embargo, creo que yo, en mi desesperación y ante la necesidad de auxilio, sobreestimaba desmedidamente el poder de decisión de Luciano allí dentro.

Por lo pronto, Inchausti sonrió de oreja o oreja y agradeció a Hugo (no a mí) y, en lo que terminó de constituir el peor bochorno posible, me tomó de la mano para así, haciéndome desfilar ante el resto del personal, llevarme hacia la puerta de salida y de allí a su auto.

Me dio, al menos, la posibilidad de elegir adónde quería ir a almorzar aunque creo que ello se debió más a su desconocimiento de la ciudad que a otra cosa.  Aprovechando eso, lo guié hacia un restaurante bastante alejado del centro de la ciudad, en una zona periférica en la cual era bastante difícil cruzarnos con alguien del entorno de Daniel.  Ni siquiera me conocían en ese lugar, lo cual era para mí otra ventaja.

Durante el trayecto en auto, Inchausti no abusó de las impertinencias; se siguió manejando caballerosamente y, en todo caso, lo que sí hizo fue insistir reiteradamente en cuanto a lo hermosa que yo era y lo contento que había quedado con mi atención.  Yo, sin saber qué decir, agradecí torpemente, casi con monosílabos y las más de las veces mirando hacia el exterior del habitáculo.  Quería, por todo y por todo, bajarme de ese auto.

Ya en el restaurante las cosas comenzaron a ir tomando otro cariz.  Se puso algo más meloso y en un par de oportunidades me tomó la mano.  Yo había tolerado ese gesto cuando me condujo fuera de la fábrica pero ya me parecía desmedido que lo hiciese en la mesa y enfrente de todos como si fuésemos pareja; retiré mi mano, por lo tanto, cada vez que lo hizo.  Por fortuna no conocía a nadie del resto de los clientes que había en el lugar pero, por otra parte, cada uno de ellos nos miraba de arriba abajo con ojos y semblantes que revelaban sorpresa al ver una pareja tan despareja.  Se estarían, seguramente, preguntando qué haría yo con un tipo que era lo más parecido que podía haber a un pez humanoide.  En un momento Inchausti se sinceró y, sin que yo le preguntase nada al respecto, admitió no tener la edad que me había dicho al teléfono, sino bastante más: era, en efecto, apenas un par de años menor que Hugo pero la diferencia era mínima.  También estaba claro que me había mentido al decirme que se mantenía en buen estado aunque en eso, claro, no se sinceró del mismo modo.  Me vino a la cabeza una escena de alguna de las películas de la saga Star Wars en la cual la princesa Leia era sometida y encadenada por un horrible monstruo mezcla de pez y sapo; sí, ésa era la imagen exacta; incluso se me escapó una risita involuntaria al hacer esa asociación: él me preguntó por qué me reía pero, claro, no le dije nada.

Pagó la cuenta luego de un almuerzo en el cual, como era fácil de prever, no escatimó en gastos más allá de que yo realmente comí muy poco; lo único que quería era marcharme cuanto antes y volver a la fábrica lo más pronto posible.  Por eso sentí un inmenso alivio al momento de dirigirnos caminando en dirección al auto y hasta le toleré que volviera a insistir con lo de tomarme por la mano: lo que fuera con tal de que todo aquello terminara.  Sin embargo, cuando instantes después, nos marchábamos del lugar, noté que, al conducir el auto, él tomaba otro camino, lo cual me comenzó a impacientar.  Supuse, aun así, que todo sería producto de su desconocimiento de la ciudad o bien de que había retenido muy mal el camino hecho a la ida.

“No… - dije, sacudiendo la cabeza -; no es por aquí: estamos yendo al revés”

“Lo sé, Soledad, lo sé” – dijo él simplemente, mientras asentía con una sonrisa.

Otra vez me volvieron los temblores.  Me mantuve en silencio en mi butaca, sufriendo por la ansiedad y la incertidumbre.  Pronto pude ver que tomábamos por una calle que hacía las veces de colectora a la ruta por la cual se entraba y se salía de la ciudad; el nerviosismo en mí aumentó.

“¿Hacia dónde… estamos yendo?” – pregunté.

Como respuesta, sólo sonrió.  La expresión de su rostro se me antojaba aun mucho más perversa que lo que me había parecido antes.  De pronto el auto se detuvo.  Al mirar a través del vidrio polarizado comprobé con horror que nos habíamos detenido… a la entrada de un albergue transitorio.

Lancé un gritito de espanto y me removí en mi butaca; intenté abrir la puerta pero no lo logré.

“Tranquila… - me dijo él con el tono de voz más sereno del mundo -.  ¿Qué le pasa, Soledad?  ¿Qué es lo que la incomoda?”

Cerré los ojos y me estrujé con dos dedos el tabique de la nariz.  Quería morir, pero tenía que hablar si pretendía zafar de la suerte que al parecer me esperaba en manos de aquel lunático.

“Señor Inchausti… - dije con tono paciente -; creo que esto se está yendo de tema.  No está dentro de las condiciones que yo…”

“Hugo me dijo que dispusiera de usted libremente – me replicó él siempre con la misma tranquilidad -.  Es su jefe, ¿no?”

Me mordí el labio inferior y sacudí la cabeza.  Era increíble que estuviera debatiendo aquello con ese tipo.

“Es mi jefe, sí, pero… no me parece que él haya autorizado a algo así”

“¿Cómo lo interpreta?”

“N… no sé, no sé, pero estoy segura de que no le dio permiso para llevarme a un hotel alojamiento”

Lo mío era una táctica, desesperada desde ya, pero táctica al fin.  No quise aparecer oponiéndome a la voluntad de Hugo sino, por el contrario, respetándola a rajatabla.  Bien podría haber dicho, por ejemplo: “Hugo es mi jefe, pero no mi dueño”, pero sabía que eso podía ser conflictivo y dejarme un panorama oscuro de frente al futuro inmediato.  Mi estrategia, más bien, era insistir en que Hugo había dado el visto bueno para un almuerzo y no para una cogida…

“Está bien – dijo Inchausti con toda calma -; lo llamamos, le preguntamos y de ese modo nos sacamos la duda.  Yo tampoco quiero caer en el atrevimiento de hacer algo para lo cual no se me ha dado permiso.  Lo mejor es llamarlo – extrajo su celular -; ¿lo llama usted o lo hago yo?”

“Lo llamo yo” – respondí luego de un breve momento de duda.  Mi conclusión era que si yo dejaba que Inchausti llamase, también me exponía a que presentara las cosas de un modo distinto y no como en realidad eran.

Inchausti no objetó nada y guardó su celular encogiéndose de hombros mientras yo, en el mío, buscaba a Hugo en el directorio y lo llamaba:

“Señor Di Leo… Sepa disculpar la molestia pero está ocurriendo algo que me parece que se sale de lo previsto”

“¿Pasó algo, Soledad?” – preguntó desde el otro lado, con tono de preocupación -.  ¿Está usted bien?  ¿Y el señor Inchausti?”

“S… sí, señor Di Leo.  Estamos bien; no es eso.  Es que… el señor Inchausti me ha traído a un albergue transitorio y pretende que yo entre allí con él”

“Ah, sí – dijo Hugo -.  Yo mismo le indiqué cómo llegar a uno.  ¿Hay algún problema, Soledad?  ¿Está cerrado?”

Desde su lugar, Inchausti me echó una mirada que era claramente de triunfo.  Yo había tenido la no muy buena idea de poner mi celular en altavoz para que él oyese, pues estaba segura de la negativa de Hugo.  Pero ahora…, no podía creer lo que estaba oyendo: una vez más, por cierto.

“S… señor Di Leo.  ¿Me está diciendo que… tengo que entrar con él a ese lugar?”

El estómago se me revolvía y la voz, de tan angustiada, me salía casi como un sollozo.

“Bueno, Soledad, usted decide.  Pero recuerde que ésa no es una venta como para desperdiciarla”

Podría él, por cierto, decir más de lo que dijo, pero con eso alcanzaba.  Si yo no entraba al hotel con Inchausti, no habría venta; si la venta se caía, era malo para la empresa y para mi reputación como empleada.  De allí al despido había un paso muy corto y, por supuesto, debía decirle adiós para siempre a mi posible designación como secretaria.

“Está bien, señor Di Leo – dije en tono de derrota -.  Usted gana…”

“¡No, Soledad! – replicó Hugo -.  Aquí no se trata de ganar o perder.  Y, en todo caso, de ser así, usted es una de las que gana porque va a tener una suculenta comisión en la venta…”

Me sentí tan vencida y abatida que corté la comunicación sin siquiera despedirme, o al menos no recuerdo haberlo hecho.  Se me ocurrió en ese momento que podía llamarlo a Luciano; él se había convertido, súbitamente, en mi “protector” en todo lo relacionado con la fábrica, aunque la verdad era que yo le había dado un título exagerado y, de todas formas, no tenía su número: en algún momento había pensado en pedírselo pero no me atreví a hacerlo; después de todo él era casado y yo estaba en una relación formal.

Giré la vista hacia Inchausti, cuyo rostro exhibía la más triunfal y repelente sonrisa.  Alzó las cejas y colocó hacia arriba las palmas de las manos como diciéndome que no había nada que hacer.  El auto estaba estacionado sobre la entrada al hotel alojamiento pero no avanzaba ni retrocedía; otro vehículo llegó y se ubicó por detrás de nosotros, comenzando a tocar bocina al encontrar el acceso obstruido.

“Adelante, señor Inchausti – dije, vencidas todas mis resistencias -.  Entremos al hotel”

Inchausti avanzó el auto unos pocos metros hasta ubicarlo junto a la caseta de recepción; mientras él solicitaba habitación, me puse a pensar en algo muy loco: yo llevaba una semana dentro de la fábrica y, a pesar de todas las situaciones perversas y delirantes que había vivido, aún nadie me había cogido… O mejor dicho, sí por detrás pero no por la entrada convencional.  Parecía casi una ironía pero fuera como fuese, ese dato estaba seguramente a punto de cambiar.

Mis piernas temblaban a más no poder cuando entramos en la habitación; la misma era espaciosa ya que Inchausti había arreglado por una de estilo “loft”; la parte baja estaba ocupada por el baño, el jacuzzi y un minibar al que realmente costaba llamar “mini”.  Una escalera en madera subía hacia la parte en la cual se hallaba la cama; nos detuvimos al pie de la misma.

“Usted primero, Soledad – me instó -.  No quiero privar a mis ojos del espectáculo de verla subir”

El muy cerdo quería gozar de llenarse la vista antes de cogerme.   Con el sonido de mis tacos retumbando por toda la amplia habitación, subí los escalones despaciosamente sabiendo que él, desde abajo, se deleitaba los ojos con mi culo entangado.

“Hermosa… - decía de un modo asquerosamente sibilante -.  Un manjar; no me equivoqué al imaginarla a través del teléfono.  En realidad me quedé corto.  Contonéese un poco, Soledad, por favor”

Me detuve a mitad de la escalera y giré un poco la cabeza por encima de mi hombro.  No era que no hubiera comprendido sino más bien que no podía creer lo que me pedía.  ¿Podía ser tan repugnantemente pajero?  Sonriente, hizo con sus manos un movimiento de balanceo que imitaba claramente el contoneo que de mí exigía.

“Suba los escalones dando los pasos como siguiendo una misma línea – me explicó, con un tono entre paternal y pedagógico, pero a la vez terriblemente depravado -; como lo hacen las modelos: supongo que las habrá visto…”

En realidad la explicación holgaba.  Haciendo caso a su perverso pedido, ascendí los escalones que me quedaban caminando con lentitud y contoneándome tal como él me requería.  Su reacción fue inmediata:

“Mmmm, cuánta belleza… - decía -; créame, Soledad, que de muchachas sé bastante jeje… Pero me veo venir que de esta noche va a ser difícil olvidarme… si es que sobrevivo, jaja”

Por dentro pensé cuán bueno sería que no sobreviviera, que le diera un infarto allí mismo aun cuando ello implicase para mí tener que dar muchas explicaciones y ni qué decir de Daniel.  Una vez que llegué a lo alto de la escalera vi la cama de dos plazas y supe que tenía que ir hacia allí; no había demasiados destinos posibles.

“Deténgase ahí” – me dijo desde abajo, en tono de orden.

Haciendo lo que me decía, me detuve apenas llegué al tope de los escalones y, una vez más, giré la cabeza hacia él con gesto interrogativo.

“Tóquese” – me dijo.

Lo sentí exactamente como la bofetada en el rostro que, en su momento, me había propinado Evelyn; de hecho hasta trastabillé y me tomé de la baranda porque temí caer hacia atrás.

“¿Qué?” – pregunté con el rostro contraído en una mueca de incredulidad.

“Que se toque” – respondió él con toda naturalidad y, una vez más, acompañó con un gesto de sus manos como para graficar mejor lo que estaba pidiendo que hiciera.

Yo ya no sabía qué hacer ni qué decir.  En un momento pensé en mandarlo a la mierda.  También se me cruzó por la cabeza llamarlo nuevamente a Hugo, pero, ¿qué sentido tendría?  Y se me volvió a pasar por la cabeza la imagen de Luciano: cómo me gustaría que él estuviera allí o que, al menos, estuviese al tanto de lo que estaba ocurriendo.  Pero, en fin, llega un punto en el cual la incredulidad vence todo límite y el pedido más insólito acaba por terminar convirtiéndose en normal y aceptable llevando así la dignidad aun más bajo la dignidad de una.  Era paradójica la situación: yo me hallaba en lo alto de la escalera y él al pie.  Y, sin embargo, era como si yo lo mirara hacia arriba; me sentía baja, terrible e insoportablemente baja.

Me giré una vez más hacia adelante, dando mi espalda por completo mi espalda a Inchausti, quien seguía abajo..  No sabía muy bien a qué se refería con que me tocara o qué parte del cuerpo debía yo tocarme.  Se me ocurrió masajearme los muslos y, al parecer, le gustó:

“Mmm, un encanto, Soledad – me dijo -.  Usted es un llamado al pecado, jeje.  Inclínese un poco hacia adelante, por favor”

Degenerado de mierda; como si no se me viera ya lo suficiente el culo al estar en lo alto de una escalera y con una falda tan escandalosamente corta…  No obstante y con mucho asco, me incliné tal como él pedía y pude escucharlo que dejaba escapar algo así como una mezcla de silbido y exhalación; no cabía duda que estaba a mil.  No era para menos considerando la postura que me había hecho adoptar.

“Acaríciese las nalgas” – me dijo.

El pedido (u orden) no me sorprendió: de hecho me lo veía venir; sabía que sería el siguiente paso.  Inclinada como estaba llevé mis manos hacia mis nalgas e inicié un movimiento de masajeo como si trazara círculos; la imagen que me vino rápidamente a la cabeza fue la de Luciano aplicándome el ungüento y creo que eso me calentó, dado que intensifiqué el movimiento y me entregué por completo al mismo moviendo no sólo mis manos y glúteos sino también todo mi cuerpo: cerré los ojos y fue como si por un momento hubiera olvidado para quién estaba yo ofreciendo aquel espectáculo.  La voz de Inchausti, no obstante, se encargó de traerme rápidamente de vuelta a la realidad de que estaba en un hotel de la colectora haciendo un show de cachondeo para un cliente feo y de gustos repugnantes.

“Mmmm, así, así, Soledad”– no dejaba de repetir.

Tuve la sensación de que se debía estar tocando y no pude contener el impulso de echar un vistazo para ver si realmente era así.  Inclinada como estaba no ganaba mucho con girar la cabeza así que,  más bien, preferí mirar por el hueco entre mis piernas y apenas por el rabillo del ojo: la vista con que me encontré volvió a provocarme una sacudida poniéndome, una vez más, al borde de la caída.  Me incorporé y me giré, inyectados mis ojos en rabia e incredulidad; él estaba con su celular en mano y me estaba fotografiando o, tal vez, filmando.

“¿Qué… hace?” – pregunté, hecha una furia.

“La filmo, Soledad. Quiero tener un recuerdo, obviamente – explicó con suma tranquilidad -; espero que me entienda: no sé si en mi vida volveré a gozar de un espectáculo semejante al que usted me está dando”

Me mantuve en silencio, contando hasta diez para no insultarlo; crispé los puños.

“No… me gusta eso – repuse -.  Tengo novio y si llegara a ocurrir que…”

“Nadie va a ver jamás esta filmación – me interrumpió con tono tranquilizador -; es para mí, jeje… Para acordarme de usted cada vez que me masturbe.  Hmm, bueno, es posible que se la muestre a algún amigo muy íntimo pero no se haga problemas: viven lejos de aquí y no la conocen.  No pienso, además, pasarle la filmación a nadie; sólo mostrarla: a uno le gusta exhibir sus logros ante sus amigos y provocarles un poco de envidia, jaja…”

No agregué palabra; ¿qué podía decir?  Me mantuve allí, con los puños apretados y mirándolo con odio.  En algún momento, una lágrima estuvo muy cerca de correr por mi mejilla: yo no podía creer en lo que me habían convertido.  Notando mi turbación, él pareció tener un momento de piedad hacia mi dignidad y bajó la mano en la cual sostenía el celular en función de filmadora.

“Ya está – dijo -; interrumpí la filmación, pero le aclaro que cuando lleguemos a la cama no tengo pensado hacerle más concesiones a su pudor.  Ahora vaya y ubíquese a cuatro patas sobre ella.  Cuando yo llegue arriba quiero encontrarla con el culito bien levantado”

Es increíble la forma en que a veces pueden cambiarnos los parámetros de la dignidad o de lo que consideramos como tolerable.  Eso que me acababa de pedir era una guarrada indignante; y, sin embargo, lo consideré como una solución momentánea antes de que siguiera filmándome.  En efecto hice lo que me decía; llegué hasta la cama, lo cual implicó que él, desde abajo, ya no podía verme.  Me ubiqué en cuatro patas tal como había requerido y levanté un poco mi cola como si fuera una gata en celo.  ¿Tendría que bajarme o quitarme la tanga?  Él no había dicho nada al respecto.  Su voz, de inmediato, me llegó desde abajo y fue como si hubiera leído mis pensamientos.

“No se saque nada – me dijo -; deje eso por cuenta mía, jeje”

Me quedé allí, por lo tanto, inmóvil y a la espera de que él subiera; apenas unos instantes después llegó a mis oídos el sonido de sus pasos sobre los escalones de madera.  Entreví luego por el rabillo del ojo y le vi acercárseme por detrás; apoyó una rodilla sobre la cama y extendió uno de sus brazos hasta tocar mis nalgas con su mano.  Lo hacía con la misma dedicación que si estuviera palpando una joya valiosa y difícil de alcanzar luego de una muy larga espera; en parte era ése el clima que había ido creando con todo lo que me había obligado a hacer desde entráramos a la habitación.   Me sobó el culo centímetro a centímetro como si no quisiera perderse nada; el modo en que lo hacía no era, ni por asomo, el modo en que lo hacía Luciano cuando me embadurnada: más bien mostraba cierta torpeza, como si sus impulsos o su ansiedad gobernaran sus movimientos.  De hecho fue aumentando la presión y, por momentos, envolvía entre sus gruesos dedos grandes secciones de mi carne y tironeaba de ella casi como si quisiera arrancarla de mi anatomía.

“Excelente… - decía, con un tono de voz que sonaba como extasiado o absorto -, excelente… Un precioso manjar para cualquiera”

Bajé la cabeza hacia la cama, avergonzada y derrotada; cerré los ojos e intenté imaginar que era Luciano quien me estaba manoseando las nalgas pero tal cosa era imposible: nada más lejano a su estilo.

“Me contó Hugo que es muy buena lamiendo culos” – soltó, de pronto, a bocajarro.

Alcé cabeza y hombros dando un respingo.  La indignación me envolvió.  No podía creer que Di Leo fuera tan hijo de puta como para decirle eso a un cliente depravado.  Traté, en ese momento, de imaginar la escena y me dio un escalofrío: ¿en dónde se lo habría contado?  ¿Sería cuando estaban sentados a mi escritorio y por lo tanto cerca de los oídos de Floriana y las demás chicas?  Y si pensar en eso resultaba ya de por sí vergonzante e indignante, peor aún lo era pensar en lo que se vendría.  ¿Por qué me comentaba eso?  Lo único que podía llegar a interpretarse era que, si me lo decía, era porque estaba a punto de pedirme que le hiciera lo mismo…

“A mí no es lo que más me gusta – siguió diciendo y me produjo, al menos momentáneamente, algún alivio; tardó unos segundos antes de seguir hablando, como si manejara la pausa o jugara perversamente con el silencio -.  Yo, más bien, prefiero lamer culos… sobre todo cuando son tan lindos como el suyo”

Antes de que llegara yo a terminar de captar lo que acababa de decirme pude sentir cómo su lengua comenzaba a recorrer mis nalgas del mismo modo en que antes lo habían hecho sus dedos.  Minuciosamente, se ocupó de que no quedara una sola pulgada de la piel de mi cola sin humedecer y, por momentos, me lamía con tanta fuerza que tuve un par de veces que tensar mis brazos para no caer de bruces sobre la cama.  En un momento enterró su lengua en mi zanja de tal modo que me introdujo la tira de la tanga hasta llevarlo lo más adentro de mi agujero que pudo; a mi pesar, debo admitir que eso, en algún punto, me excitó.  Me dio asco, pero me excitó.  Luego dejó de pasarme la lengua y se dedicó a morderme casi como si fuera un perro; sus dientes aprisionaban mi carne como queriendo comerla y, de hecho, logró arrancarme un par de gritos de dolor que, lejos de detenerlo o siquiera cohibirlo, parecieron, por el contrario, excitarlo aun más ya que aumentó la presión de los dientes.

En eso dejó de morderme y, al parecer, alejó su boca de mi trasero.  De momento constituía un alivio pero ya para ese entonces yo ya estaba acostumbrada a que cuando algo repugnante llegaba a su fin era porque, indudablemente, sobrevendría algo todavía más repugnante…

Alcancé a oír cómo se desprendía el cinto y vi de soslayo cómo dejaba caer su pantalón.

“Mueva el culo – me dijo -; ahora que ya la dejé calentita, mueva el culo, Soledad”

Qué asco.  ¡Dios!  “Ahora que ya le dejé calentita”: ¿se podía ser tan repugnante y detestable?  Siempre estando a cuatro patas sobre la cama, comencé a mover mi trasero tal como pedía y, casi al instante, sentí que el somier de la cama se hundía bajo su peso: estaba de rodillas detrás de mí.  Tomó mi tanga por los laterales y me la llevó a la mitad de los muslos; una vez que lo hubo hecho deslizó una mano cual serpiente por entre el hueco de mis piernas y llegó a mi sexo; comenzó a masajearme frenéticamente y luego introdujo un dedo en mi vagina para hurgar y juguetear dentro de ella.  Al rato, yo estaba, obviamente húmeda, lo cual lo alegró:

“Jeje, está mojadita la putita” – dijo sin ningún respeto.

No hacía falta ser adivina para prever qué era lo que seguía.  Cuando retiró su mano, contraje cada músculo de mi cuerpo y me aferré con fuerza al acolchado que cubría el somier.  Sabía perfectamente que su verga iba a estar dentro de mí en cuestión de segundos…

CONTINUARÁ