La fábrica (5)

Quinto capítulo de la saga de Soledad y su historia dentro de la fábrica. Luego del incidente con Evelyn, se vienen algunos cambios y reacomodos en tanto que nuestra protagonista comienza a conocer más de cerca a Luciano, el hijo del jefe...

Al salir de la oficina de Luis pasé frente a la de Hugo.  Con la conmoción reciente, había olvidado totalmente que Luciano me había dicho que pasara.  Quizás, pensé, ya se habría marchado y, de no ser así, bien podía hacerme la distraída e irme simplemente: ya no faltaba mucho para la chicharra de salida.  Pasé frente a la puerta sigilosamente o, al menos, lo más sigilosamente que mis tacos me permitían; no resultó…

“¡Sole! – exclamó en el momento mismo de asomarse por la puerta entreabierta; me llamó así: Sole, como si fuera su amiga de toda la vida -.  La estaba esperando; pase, por favor…”

Fue como si me hubieran arrojado un nuevo peso sobre mis ya castigadas espaldas.  Acababa de salir de una pesadilla en la oficina contigua y vaya a saber a qué nueva pesadilla me enfrentaría ahora.  Con abatimiento y resignación, bajé mi cabeza y entré en la oficina.

“¿Qué pasó ahí? – quiso saber Luciano apenas cerró la puerta -.  ¿Qué les hizo Luis?”

Yo no quería hablar; simplemente negué con la cabeza, como llamándome a silencio.

“No tengas miedo, Sole – me dijo, con un tono que pretendía ser tranquilizador -.  Tenés un amigo acá… Podés contar conmigo; a mí no me gustan algunos de los tratos que Luis tiene para con las empleadas.  Además, vos no sos empleada de él…”

Me mordí el labio inferior.  ¿Tenía que contarle?  ¿Sería posible que, después de todo y contrariamente a la primera impresión que me había dado, Luciano no fuera tan malo?  ¿Sería realmente sincero en su interés o simplemente un morboso deseoso de disfrutar con el relato de lo ocurrido? Quizás de verdad quería ayudarme y tal vez existiera entre los dueños de la fábrica alguna interna que yo desconocía.  De ser así, Luciano bien podía interceder ante su padre.  No era la mejor ayuda del mundo, desde ya, pero…

“Me… golpeó” – balbuceé.

Su rostro se contrajo en una mueca que parecía mezclar sorpresa e indignación.

“¿Qué?” – preguntó.

“Me golpeó… Me dio una zurra”

“¿En la cola?”

“En la cola…” – respondí, tragando saliva y con un apenas audible hilillo de voz.

“¡Es un enfermo! – vociferó -.  Ni a mi viejo ni a mí nos gusta su tendencia perversa a aplicar castigos corporales.  Además, ¡nos puede traer problemas legales!  En fin: ¿a ambas las castigó?”

“No… -, sólo a mí”

“¿A Eve no?”- preguntó extrañado y abriendo grandes los ojos.

“No”

“¿Por qué?”

“Ella se… fue simplemente.  No se quedó para recibir su castigo”

“¡Y lo bien que hizo! Deberías haber hecho lo mismo”

“Sí, tal vez, pero bueno…, temí por mi trabajo y pensé que…”

“Dejame ver ese culo”

Fue un balde de hielo.  Cuando empezaba a creer que Luciano era distinto a los demás e inclusive a la idea que de él mismo yo me había hecho a priori, cayó la frase más desubicada y guarra que podía esperar oír.  Arrugué el rostro y fruncí el entrecejo:

“¿Q… qué?”

“Dejame ver cómo está… ¿Duele?”

Lo insólito e insolente del pedido no cuadraba en absoluto con la caballerosidad y generosidad con que lo hacía.  Quizás fue esa contradicción lo que, de algún modo, me llevó a aflojar las defensas.

“Sí… - respondí -; duele”

“¿Me dejás ver?”

Con la cara de todos colores, me giré y, una vez más, llevé hacia arriba mi falda para, luego, bajar mi tanga y enseñarle mis nalgas.

“¡Hijo de puta! – rugió -.  ¡Te la dejó roja! Aguardame un instante…”

Salió a toda prisa de la oficina con destino impreciso.  Se me ocurrió pensar que, tal vez, hubiera ido en busca de Luis para molerlo a palos; sin embargo, en ningún momento llegó a mis oídos el sonido de la puerta contigua abriéndose.  Por otra parte, el quedarme allí sola con mi cola al aire estaba lejos de ser una situación cómoda: ni siquiera había dejado bien cerrada la puerta; comencé a intranquilizarme y rogué que Luciano volviera pronto.  Al cabo de un rato y para mi alivio apareció; llevaba en sus manos un pote blanco:

“Aquí lo encontré – me dijo -.  Es un ungüento muy útil para contusiones.  Lo usamos seguido aquí en la fábrica porque, cada tanto, algún operario termina con una mano o un pie aprisionado debajo de un motor o de un rollo de cortina.  Inclinate un poco hacia adelante así te lo puedo aplicar”

¡Dios!  Qué situación extraña.  Su tono y su actitud eran de caballerosa solidaridad, pero por otra parte…,¡estaba a punto de aplicarme una pomada en las nalgas!  ¿Era posible que hasta para ayudarme tuvieran que humillarme?

Me incliné tal como él pedía y al instante sentí el contacto de sus embadurnados dedos sobre mi piel.  Al principio estuvo bien claro que estaba desparramando el ungüento; luego comenzó a masajear y a trazar círculos con las yemas de sus dedos.  Me sentí muy extraña.  Lo hacía bien, con ternura y, a mi pesar, provocaba en mí una sensación placentera.  Cerré mis ojos y me entregué al acto; la suavidad de sus dedos era relajante y, de manera impensada, parecía exorcizar algunos de los temores y traumas que la fábrica venía instalando en mí.  De pronto sonó la chicharra: lo increíble del asunto fue que lo lamenté.  Luciano, casi de manera automática, retiró la mano de mi trasero como habilitándome a irme.

“No se detenga, Luciano… - dije, sin reconocerme -; siga, por favor”

No supe la reacción de él a mis espaldas ya que no podía verlo; se me dio por pensar que debió haber sonreído, pero quizás fue sólo una sensación o simplemente mi imaginación.  Por lo pronto, y para mí eso era lo importante, retomó el tan fino trabajo que estaba haciendo con mi cola.  Parecía que, de manera mágica, los dolores que me había dejado la paliza en la otra oficina estuvieran quedando atrás.  No quería que se detuviera y, de hecho, perdí noción del tiempo y hasta de que Daniel me esperaba en el auto.  Fue el sonido de mi celular lo que me trajo de vuelta a la realidad.  En efecto, al echar un vistazo a la pantalla, comprobé que era Daniel.

“Es mi novio” – dije y creo que, de manera involuntaria, se me escapó un deje de tristeza en el tono.

“Contestale – me instó Luciano -, o se va a preocupar”

Sí, él tenía razón; llevando el celular a mi oído escuché la voz de Daniel preguntándome si tenía para mucho.  Me dio culpa, mucha culpa, pero el delicado masaje de ungüento que Luciano estaba haciendo sobre mi cola lograba incluso erradicar eso.

“Un momento, amor – dije, al teléfono -.  Termino con un balance y ya estoy.  Bancame, ¿sí?”

Daniel, por supuesto, era un amor y me tenía infinita paciencia en todo; era capaz, si yo se lo pedía, de quedarse fuera esperando hasta que fuera ya noche cerrada.  Así que aceptó sin quejas.  Una vez que corté la comunicación, volví a entregarme al placer.  Luciano lo hacía mejor a cada momento y, verdaderamente, yo no tenía ganas de que terminara nunca.  Hasta me incliné aun un poco más hacia adelante para ofrecer mi cola al placentero masaje.  Fue él, finalmente, quien lo dio por terminado al cabo de algunos minutos porque, de ser por mí, quizás no se lo fuera a pedir jamás.

“Bien, Soledad – me dijo, hablando muy cerca de mi oído -.  Va a ser mejor que vaya porque su novio la espera”

Estoy segura de que en ese momento mi expresión debió haber sido la de una niñita a la que sus padres ordenan que entre a la casa luego de haber estado jugando todo el día en la calle: la misma decepción.  Pero, pensándolo con frialdad, Luciano tenía toda la razón y, por otra parte, la culpa volvió a invadirme al momento en que él interrumpió el masaje.  Me acomodé la ropa.

“Si sigue el dolor, mañana te sigo aplicando” – me dijo él en un tono que era pura dulzura.

Antes de irme me giré un poco hacia él y fue inevitable que nos sostuviéramos la mirada durante algún rato.  De pronto lo veía a él de un modo totalmente distinto a cómo lo veía hasta una media hora antes.  Me guiñó un ojo y, como para aumentar aún más mis culpas, el gesto me calentó.  Me despedí sin demasiadas palabras y me encaminé hacia el auto, en donde Daniel me aguardaba…

Como era dable esperar, el siguiente fue un día de bastante revuelo en la fábrica.  Aun en el supuesto caso de que lo ocurrido conmigo no hubiera trascendido demasiado, difícil era pensar que Evelyn se hubiera quedado en el molde sin decir palabra, no después de la actitud orgullosa con que había dado media vuelta para marcharse de la oficina de Luis en la tarde del día anterior.  Y aun en el suponiendo que se hubiera mantenido callada, el propio Luis había anticipado que Evelyn ya no iba a seguir trabajando allí, lo cual era en sí una forma de comenzar a hacer público lo ocurrido.  Por cierto, el eventual despido de Evelyn me producía una doble sensación: me generaba por un lado, alegría y no era para menos pues ella me había odiado desde el primer momento; su salida de la fábrica, tal vez, podría hacer más fácil mi inserción en el trabajo y la convivencia armoniosa con el resto del personal.  Pero por otra parte la cuestión me generaba un fuerte sentimiento de culpa e inclusive de vergüenza, pues ella se iba por no haber cedido ante los degradantes requerimientos de sus patrones.  Más allá de ello y aun si Luis hubiera dado marcha atrás con la decisión de la que tan convencido parecía el día anterior, estaba también Luciano, quien se había mostrado indignado al enterarse de la paliza y era posible que intercediera a mi favor.  Ninguna de todas esas posibilidades era, a decir verdad, completamente halagüeña para mí, ya que en todos los casos implicaba que la noticia de mi culo al aire recibiendo una paliza se iba a hacer vox populi dentro de la fábrica, llegando incluso a los operarios de planta: en verdad, no conocía a ninguno de ellos más que de vista pero, aun así, la perspectiva de imaginar mi historia en boca de todos ellos sólo me generaba espanto… y, una vez más, vergüenza.

Varias veces vi a Hugo salir de su oficina y entrar en la de Luis; se lo notaba alterado, a decir verdad.  Evelyn, contrariamente a lo que yo podría haber esperado, se presentó a trabajar y estaba ubicada a su escritorio, lo cual significaba que, o bien la decisión de Luis había sido revisada o bien ella aún no había sido formal y debidamente notificada de su despido.  Luego de la primera hora de jornada, sin embargo, Estela se acercó y le pidió que la acompañara en un par de oportunidades; las seguí con la vista y pude comprobar que fueron a la oficina de Hugo; luego Evelyn volvió sola; se la notaba contrariada pero serena.  Un rato después fue nuevamente convocada, pero en este caso a la oficina de Luis, luego otra vez a la de Hugo y cuando volvió lo hizo definitivamente; nadie más vino para llamarla ni tan siquiera le sonó el conmutador.

Estela también parecía tener una mañana agitada entrando y saliendo de ambas oficinas de manera continua.  El dato curioso: nadie en ningún momento me llamó a mí; la sensación, una vez más, era que poco importaba lo que yo dijese u opinase.  El problema central no parecía ser tanto el castigo a mí aplicado sino más bien un conflicto de jurisdicciones: Hugo (o al menos ésa era la impresión que me daba viendo todo de lejos y sólo guiándome por los movimientos y gestos) no toleraba que Luis se hubiera tomado atribuciones sobre una empleada que, en realidad, era suya.  ¿Debía de ello sacar yo la conclusión de que entonces él me veía como su propiedad?   ¿Como un mueble?  ¿Un objeto?  En todo caso, fuera como fuese, no dejaba de sonar como algo demente el que yo tuviera que refugiarme en Hugo que era quien, en definitiva, me había obligado a practicarle sexo oral en mi entrevista de trabajo y a lamerle el culo en mi segundo día laboral.  Era como si yo necesitase un monstruo para protegerme de otro: me vino a la cabeza la película “Godzilla”.

Luciano estuvo ese día por la fábrica pero no pareció aportar por las oficinas, de lo cual podía yo inferir que no estaba participando abiertamente en lo que se estaba discutiendo o bien que no tenía voz ni voto.  No era desdeñable, sin embargo, la posibilidad de que hubiera sido él y no Evelyn ni Luis quien había iniciado esa mañana la aparente tormenta de dimes y diretes.  Debo confesar que, al verlo a la distancia, un cosquilleo me recorrió; él me sonrió y volvió a guiñarme un ojo, pero no se acercó a mi escritorio como lo había hecho en las dos ocasiones anteriores, lo cual, tengo que admitir, me generó una cierta decepción.  Sin embargo, casi al instante, vi entrar a su esposa y a su hijo, lo cual me clarificó un poco más la situación y el porqué de su comportamiento.  Qué extraño puede ser todo y cuán cambiante: apenas dos días atrás me había sentido aliviada ante la presencia de la esposa de Luciano y hasta la había visto como mi “salvadora”.  De pronto, sin embargo, su presencia me molestaba y hasta me despertaba algo de celo.  ¡Dios!  Me estaba volviendo loca.  Yo, que tenía planes de casarme (aunque postergados), estaba teniendo celos de un hombre que era casado: toda una locura…

Floriana, por su parte, miraba algo extrañada el revuelo que parecía estarse viviendo dentro de la fábrica.  Por lo que aparentaba, nadie la había puesto al tanto ya que un par de veces se me acercó para preguntarme, en voz baja, si sabía qué estaba ocurriendo.  Yo negué con la cabeza y me desentendí, pero me dio la impresión de que luego, alguna de las chicas algo le debió haber dicho y, desde ese momento, dejó de insistirme: quizás, si estaba ahora al corriente de lo que me había ocurrido, no quería hablarlo ni seguirme preguntando para no someterme a una humillación mayor que la que yo había pasado.  ¡Pobre Floriana!  Lejos estaba de pensar que ya, para esa altura, ésa era la menor humillación por la que yo podía llegar a pasar.

Poco antes del receso del mediodía Estela se acercó a Evelyn y le dijo algo al oído.  Luego de ello Evelyn se puso en pie y comenzó a juntar sus cosas; su rostro se mantenía impertérrito aunque ello parecía ser una cáscara, como si por dentro estuviera llena de resentimiento y odio.  La situación era más que clara: la acababan de despedir.  Siento culpa de decir que me alegré.  Y mi culpa tiene que ver, en buena medida, con el hecho de que ella era despedida por no haber accedido a aquello que yo sí: la que había mostrado dignidad y firmeza se estaba yendo, la que se había sometido sin dignidad alguna se quedaba.  Rocío, su amiga, lucía preocupada y compungida; hasta me dio la impresión de que fuera a romper a llorar de un momento a otro.  Habló algunas pocas palabras con Evelyn pero ésta siempre pareció comportarse como si no le diera verdadera importancia al asunto.  “Es lo mejor que me puede pasar”, le escuché decir en algún momento con aire de superación, lo cual aumentó todavía más mis culpas.  Las sensaciones en mí eran contradictorias; Evelyn se despidió del resto de las chicas, incluso de Floriana, pero no se acercó a mi escritorio.  Y aunque pareciera paradójico, yo sentía ganas de ponerme de pie y despedirme para que, al menos, las cosas quedaran bien entre nosotras.  Es que por un lado me alegraba su despido pero por el otro sabía bien que recaerían en mí buena parte de las culpas de ello.  Lo concreto fue que no me animé a saludarla; una vez más demostré cobardía y bajeza; ella se marchó sin siquiera volver la mirada hacia mí.

Alejando fantasmas y culpas volví a concentrarme en mi trabajo, pero no pasó mucho antes de que volviera a escucharse el clásico taconeo de Estela acercándose.  Ya para esa altura y habiéndose marchado Evelyn, su proximidad me producía una cierta inquietud.  ¿A quién vendría a llamar ahora?  ¿Y si era yo?  ¿Qué pasaba si finalmente Hugo había decidido despedirme una vez anoticiado de la reyerta del día anterior?  Estela se plantó entre los escritorios y echó una mirada en círculo hacia todas nosotras.  Aun cuando no hubiera aún dicho nada, cada una de nosotros interrumpió lo que estaba haciendo y se mantuvo en silencio ante la inminencia de que, con toda seguridad, se había ubicado allí para decirnos algo.

“Chicas…- dijo finalmente -.  Tengo que comunicarles que… renuncié”

Las expresiones en los rostros fueron, obviamente, de una gran consternación y una exclamación de asombro brotó al unísono de nosotras.

“¿Cómo que… renunciaste?” – preguntaba Floriana absolutamente boquiabierta y arrugando el rostro.

“Pero… ¿por qué?” – preguntaba Rocío, quien ni siquiera se había recuperado aún del despido de su amiga.

“¿Renunciaste o te despidieron?” – indagó, más incisiva, Milagros.

“Renuncié, chicas… repitió Estela levantando las cejas y asintiendo con pesadumbre -.  Es largo de explicar y no sé si viene a cuento hacerlo en este momento pero… para hacerlo simple digamos que tiene que ver con algo que pasó ayer y con un problema entre Hugo y Luis”

Al igual que ocurría con el resto de las chicas, una gran tristeza se apoderó de mí al ver a Estela de esa forma.  La realidad era que había sido mi superior jerárquico en esa fábrica por muy corto tiempo y, sin embargo, su presencia había significado, para mí, una cierta contención en aquel ámbito; sé que suena extraño decir eso: Estela había sido, después de todo, quien había recortado mi falda, como también quien me había llevado, según el caso, a la oficina de Hugo o de Luis para entregarme en sus garras o incluso quien había hecho de intermediario con Luciano.  Y, sin embargo, su trato amable se había convertido, en esos pocos días, en una cierto “refugio” para mí.  Pero, claro, no dejaba de ser cierto que, ya lo hiciera consciente o inconscientemente (o bien simplemente como parte de su trabajo), Estela había actuado de algún modo como mi “entregadora”, prácticamente envolviéndome como para regalo y colocándome un moño encima para ser disfrutada por aquellos perversos jefes que me habían tocado en suerte.  Y no me cabía ninguna duda de que, precisamente, en ese punto debía estar lo nodal de su renuncia.  Ella era, después de todo, empleada de Hugo, al menos desde el punto de vista formal; no era difícil suponer que, si realmente él se había molestado por lo ocurrido en la tarde anterior, también la habría acusado a ella por entregarme a disposición de Luis.  No la habría despedido, seguramente; se notaba que entre ella y él había una relación bastante estrecha y una gran confianza.  Pero Estela, quizás, no habría soportado el planteo o la acusación…

Todo esto que yo armaba en mi mente era, desde ya, una cadena de suposiciones que se iban ensamblando una con otra y, sin embargo, ya para esa altura yo estaba plenamente convencida de no estar muy lejos de lo realmente sucedido.  Por eso fue que mientras algunas de las chicas (sobre todo Floriana) no paraban de arrojarle preguntas a Estela o de indagar al respecto, yo me sumí en el triste mutismo propio de quien ya ha entendido todo.  Y si Estela no quería ahondar en detalles, eso podía tener que ver, por un lado, con la ética del secreto empresarial pero también con el hecho de no humillarme más de lo que ya había sido yo humillada.

Se despidió muy efusivamente de nosotras y hubo lágrimas en los ojos tanto de ella como de algunas de las chicas, sobre todo de Floriana.  Y en el momento en que la ahora ex secretaria abandonó la fábrica me asaltó una angustiante sensación de soledad y desprotección: de pronto tenía ganas de que Luciano estuviera allí.  De seguro que el hijo de Hugo andaría rondando por algún sector de la fábrica pero yo deseaba tenerlo allí, pues no estando ya Estela, él pasaba a ser ahora casi mi único “protector” dentro de la fábrica; era terriblemente paradójico verlo de ese modo, pero las circunstancias, tan particulares y cambiantes a cada momento, me arrojaban a tal paradoja .  Por suerte Luciano no tardó mucho rato en aparecer: habiendo renunciado Estela, él se movió, por lo menos en aquella tarde y algunos de los días posteriores, como si fuera el secretario.  Un cosquilleo me invadió cuando, en un momento, inclinándose y acercándose a mi oído, me preguntó cómo estaba mi cola.  Otra vez la paradoja y las sensaciones extrañas: la pregunta era terriblemente insolente…y sin embargo me sonó cargada de una gran caballerosidad.  La realidad era que mi trasero se había recuperado bien luego de que él me aplicara el ungüento, pero, no sin culpa, mentí:

“Más o menos – dije, casi en un cuchicheo -.  Es decir…, bastante mejor pero aún duele”

Qué mal me sentí luego de haber dicho eso; el rostro de Daniel se dibujó en mi mente.

“Bien – asintió Luciano -.  Después hablamos entonces”

Y otra vez me hizo ese guiño de ojos que me ruborizaba.  Apenas Luciano se fue, Floriana, desde su escritorio, se estiró lo más que pudo para hablarme cerca del oído.

“¿Qué onda con Luchi, Sole?” – preguntó, con una sonrisa que fusionaba complicidad y curiosidad.

Me ruboricé aún más.

“¡Nada!  ¡Nada, tarada!” – respondí también sonriendo, pero a la vez fingiendo estar sorprendida por la pregunta.

En tanto, Rocío, la amiga de Evelyn, me dirigió desde su lugar una mirada fulgurante.  Aun cuando no dijo nada, sentí en ese momento que era Evelyn quien me miraba a través de sus ojos.  Y era como si dijera “ahora también te vas a voltear a éste”.

Bajé la cabeza, avergonzada.  Cuando levanté la vista nuevamente, ya Rocío estaba nuevamente inmersa en lo suyo.

Respondí varios llamados de clientes y traté de sonar ante cada uno lo más solícita y servicial que fuera posible; tuve bien en cuenta los consejos que me había dado Hugo en aquella entrevista laboral de la cual parecía haber pasado una eternidad.  No tuve, sin embargo, necesidad de recurrir a formas de hablar lascivamente procaces o que implicaran una autodegradación frente al cliente.  Así fue, al menos, hasta que llamó Inchausti, el cliente de Corrientes que había quedado en volver a comunicarse.

“¿Cómo estás, Sole?  Extrañé tu voz…” – me dijo.

“Hola, señor Inchausti.  Yo también extrañé la suya” – mentí, dándole a mi voz un tono amable pero también muy sugerente.

La operación estaba casi hecha; preguntó acerca de las formas de llevar a cabo el pago a través de un “clearing” bancario así como también la forma de entrega, pero en el medio de dichas cuestiones, siempre se le escapaba alguna pregunta referente a detalles como, por ejemplo, cómo iba yo vestida o si me miraban mucho allí en la fábrica; se trataba, desde ya, de una insolencia a todas voces a pesar de lo cual traté de responder siempre lo más amablemente posible y buscando un cierto equilibrio entre “mantenerlo calentito” y manejar la operación con profesionalidad: después de todo se trataba de vender y la realidad era que Inchausti estaba a muchos kilómetros y no iba a verlo nunca.  Volvió a insistir en pedirme el número de celular y volví a negárselo con la mayor cortesía del mundo aun a pesar de los puntapiés que, por debajo del escritorio, me propinaba Floriana.

Poco después de haber colgado el tubo, Luciano volvió a acercarse a mi escritorio; al igual que antes, una sonrisa algo boba se dibujó en mi rostro.

“Hugo no está.  Va a tardar algún rato – me dijo -.  ¿Vamos a la oficina así te aplico eso?”

En efecto, yo había visto unos minutos antes a su padre salir con algo de prisa y notablemente contrariado.  Demás está decir que me puse en pie prestamente apenas Luciano me hizo la propuesta.  Mientras lo acompañaba a la oficina de Hugo, eché un vistazo a las chicas y pude detectar una vez más en los ojos de Floriana ese brillo cómplice y pícaro que tenía cada vez que me preguntaba sobre Luciano.  En Rocío, en cambio, noté un gesto de desprecio que, una vez más, me hizo por un momento sentir que Evelyn seguía allí.  De todas formas, Rocío no era Evelyn: lo suyo nunca iba a pasar de una mirada.

Una vez dentro de la oficina, Luciano volvió a pedirme que levantara mi falda y bajara mi tanga, a lo cual obedecí rápidamente.  Sentir otra vez el contacto de su mano embadurnándome las nalgas con el ungüento fue hermoso: cerré los ojos entregándome al momento mientras me mordía el labio inferior e, involuntariamente, una de mis piernas se flexionaba apoyándose sobre la otra.

“Una pena lo de Estela…” – dijo él, con pesar y sin dejar de masajearme la cola; fue como un súbito ataque de realidad en medio del goce.

“Sí…- convine -.  La conocí poco pero me caía bien.  ¿Qué… pasó realmente?”

“Simplemente que a mi viejo no le gusta que Luis decida sobre empleadas que no corresponden a su ámbito.  Algo de eso ya te había dicho…”

“Evelyn sí es de su ámbito” – dije asintiendo con la cabeza.

“Claro, en ese caso él es libre de despedirla porque es… o, bueno, era su empleada, pero a vos no tiene por qué golpearte.  No puede dejarte a la miseria tan lindo culito…”

En el momento en que dijo eso sentí que me mojaba.  Otra vez el rostro de Daniel se me cruzó como una sombra; tenía que controlarme.

“Y ahora se han quedado sin secretaria…” – agregué, como para desviar el tema.

“Sí… y no va a ser fácil reemplazarla”

“Qué pena… ¿No tienen siquiera a nadie en vista? ¿Vos no te animás a ocupar ese puesto? – giré la cabeza ligeramente sobre mi hombro con una sonrisa complaciente -.  Se nota que sos muy inteligente y capaz y bien podrías…”

“No, no es lo mío – negó él, firmemente -.  No estoy para oficinas; me gusta estar cerca de los operarios de planta controlándolos… o bien cerca de las empleadas administrativas, je”

Me estampó un beso muy delicado sobre la mejilla al momento de pronunciar su última frase y mi cara se puso de todos colores.

“Y… entonces, ¿no tienen a nadie?” – desvié otra vez el eje de la conversación.

“Mi viejo salió de la fábrica para hablar con alguien pero no sé si será fácil de convencer.   En lo personal, me da la impresión de que la nueva secretaria saldrá de aquí dentro, de la fábrica…”

“¿De la fábrica?  Hmm, ¿quién?”

“Demasiadas preguntas, muchachita – dijo él riendo y con la voz entrecortada en el mismo momento en que uno de sus dedos, de manera en principio innecesaria aunque supuestamente accidental, se deslizaba todo a lo largo de mi zanja.  A mi pesar me arrancó un jadeo; él no pudo haberlo ignorado pero siguió hablando como si nada -.  De todas maneras, puedo adelantarte algo aunque, desde luego, no deja de ser sólo mi parecer.  Yo creo que hay dos candidatas fuertes: una es Floriana…”

“¿Flori?” – exclamé con alegría mientras mi rostro se encendía.

“Sí, Flori, es muy seria, honesta y conocedora del trabajo”

“¡Sí que lo es!  Me pone alegre por ella…”

“Tomalo con pinzas, no es seguro”

“Sí, sí, por supuesto, entiendo.  ¿Y la otra candidata?”

Interrumpió por un instante su masaje sobre mi cola y acercó la boca a mi oreja como para hablarme al oído; parecía no haber necesidad de tal cosa pues no había nadie cerca.

“La otra se llama Soledad Moreitz” – dijo, propinándome un nuevo beso en la mejilla y retomando el masajeo de mis nalgas que, por unos instantes, había abandonado.

Yo no sabía qué decir; estaba como tonta.  No cabía en mí de la excitación no sólo por lo placentero de su delicado trabajo sobre mi cola sino también por lo inesperado de la noticia que acababa de soltar así, tan de sopetón.

“¿Vas a decirme que no lo habías pensado?” – preguntó.

“N…no, honestamente no… Nunca se me hubiera ocurrido” – respondí yo sin necesidad alguna de mentir.

“Mi viejo quedó muy impresionado por lo eficiente que sos y lo rápido que te acostumbraste a tus nuevas tareas”

Me quedé meditando sobre aquellas palabras en busca de su real significado.  ¿A qué tareas se referiría Hugo?  Me vino a la cabeza aquello que dijo acerca de la necesidad de aprender a lamer el culo del jefe.  ¿Sería que yo lo había hecho tan bien que eso me incluía en la lista de candidatas?  No obstante, la idea de que se pensara en mí para un puesto tan importante se me hacía harto demente considerando que yo me había peleado con Evelyn en las oficinas, pero a la vez había a la vez un plus que jugaba a mi favor: Luciano.

Continuó masajeándome la cola y volvió a deslizar la punta de un dedo por entre mis nalgas, lo cual me hizo descartar de plano que antes lo hubiera hecho por accidente.  Sin embargo, lo extraño fue que, lejos de ofenderme, lo que me hizo me gustó y el pensar que se trataba de una acción deliberada ponía mi excitación por los aires. Supongo que Luciano lo notó ya que insistió en repetir el acto un par de veces más.  Me humedecí.

“Te gusta, ¿verdad?” – preguntó poniendo su boca junto a mi oído.

Me sobresalté y hasta estuve a punto de acomodarme la ropa e irme; algo inexplicable, sin embargo, me detuvo.

“No lo ocultes; se nota que te gusta mucho” –insistió, besándome por detrás del lóbulo de la oreja.

Como cada vez que la culpa volvía a invadirme, el rostro de Daniel me apareció otra vez en la mente. Pero la manera en que Luciano me tocaba era muy especial y, por momentos, me aislaba del mundo, llevándome a un planeta en el que no existía traba ni límite alguno sino que estábamos sólo yo, él… y el placer.  Me devané los sesos pensando qué hacer.  ¿Qué era lo mejor?.  ¿Huir de allí?  ¿Quedarme callada y simplemente dejarlo hacer?  Elegí contestar:

“Sí – dije -, me… gusta mucho”

Luciano rió y me besó en el cuello.  Había hecho conmigo un trabajo perfecto, sutil y maquiavélico al mismo tiempo: me preparó, me calentó, me hizo desearlo… y ahora me tenía entregada en sus manos sin necesidad de dar órdenes.  A diferencia de lo que me había ocurrido con Hugo o con Luis, en este caso yo sí deseaba el contacto.  Y él se daba perfecta cuenta de ello.

Puso ante mis ojos un dedo índice con la punta totalmente embadurnada en el ungüento que me aplicaba.  Una vez que me lo mostró, bajó luego la mano llevándola lentamente hacia mi retaguardia y, súbitamente, sentí el dedo entrándome en el orificio anal.  Un gritito se me escapó de la garganta pero el placer tapaba cualquier sensación de dolor.  El dedo ingresó haciendo círculos y pude sentir cómo se doblaba dentro mío.  Estrellé varias veces uno de mis tacos contra el piso; no podía más de tanta excitación: sólo deseaba ser cogida.

“Nunca te hicieron la cola, ¿verdad?” – preguntó mientras su dedo seguía serpenteando por entre mis cada vez más separados plexos.

La pregunta me hizo sentir mucha vergüenza.  Negué con la cabeza, nerviosamente.

“Mi esposa jamás me entrega esa parte de su cuerpo – continuó él -.  Y eso es algo que me fastidia…”

No había más que decir: sus palabras eran algo más que insinuación; eran lisa y llanamente invitación.  Aun así, yo seguía muda, entregada al inconmensurable placer de dejarlo hacer a su antojo.  En un momento retiró el dedo de mi entrada trasera y lo lamenté en el alma.  Quería que volviera a introducirlo, pero… ¿podía rebajarme al grado de pedírselo?  No hizo falta de todos modos: estaba aún en pleno debate conmigo misma cuando sentí el esponjoso y húmedo contacto de su pene contra mi cola y sólo deseé tenerlo dentro; el rostro de Daniel volvía a dibujarse en mi cabeza pero aparecía cada vez más difuso, como alejándose.  Luciano jugó un poco con su miembro sobre el orificio; luego me tomó por los cabellos y por un brazo y así, con delicadeza pero a la vez imponiéndose como el macho sobre su hembra, me llevó hasta el escritorio de Hugo haciéndome inclinar y apoyar mi vientre sobre el mismo.  Con Daniel jamás me había sentido de ese modo; yo era, en ese momento, una hembra en celo: Luciano me hacía sentir de ese modo.

De cualquier modo, la inminencia de ser penetrada por detrás no dejaba de generarme temor ante lo desconocido.  Y había algo más: al inclinarme sobre el escritorio hasta apoyar mi mejilla detuve la vista en el pomo de la puerta y un súbito terror me asaltó:

“Lu… ciano” – musité.

“¿Sole?”

“¿Q… qué p… pasa si… alguien entra?  No sé, tu esposa, o Hugo…”

“Hugo va a tardar – respondió desdeñoso -.  Y, si por alguna razón decidiera volver antes de tiempo, no pienso de todas formas perderme ese culito precioso – me propinó una suave palmada -, así que correré el riesgo, jeje… En cuanto a mi esposa no está en la fábrica así que podemos trabajar tranquilos”

No agregó nada más ni tampoco me dio a mí tiempo de hacerlo porque su verga ya había comenzado a entrar en mi culo.  Placer y dolor fueron una misma cosa; su miembro avanzaba dentro de mí e, indudablemente, el ungüento que Luciano había aplicado unos minutos antes, estaba facilitando el trabajo.  Clavé las uñas contra el borde del escritorio hasta casi arrancar astillas de la madera en tanto que mi boca profirió un grito ultra agudo que no pude contener a pesar de todo cuanto intenté recordar que estábamos en un ámbito de trabajo y que podía haber gente deambulando fuera de la oficina.  Él me siguió entrando y entrando mientras yo pataleaba y arrojaba manotazos al aire sin poder contener el frenesí que me invadía y me descontrolaba; jamás había vivido algo así.  No era lo mismo que cuando hacía el amor con Daniel, no.  El modo en que Luciano lo hacía era totalmente distinto y si a eso se le agregaba que yo nunca había sido penetrada analmente, la sensación que me invadía era la de ser una hembra tomada por el macho, poseída en el real sentido de la palabra. De pronto sentí que él estaba hablando; giré apenas la cabeza sobre mi hombro para mirarlo por el rabillo del ojo y noté que tenía un celular en la oreja.

“Sí, linda… - decía -, nos estamos arreglando dentro de todo aunque no es fácil porque Estela era irreemplazable… No, no… No, todavía no hay nadie; veremos qué decide mi viejo… ¿Y el enano ése fue al colegio o se hizo el otario?”

Yo no podía creerlo.  Estaba hablando con su esposa y lo hacía con absoluta naturalidad; las palabras ni siquiera le salían entrecortadas.  ¿Podía ser tan morboso de llamarla mientras me cogía por el culo?  Y lo peor de todo fue que su depravada ocurrencia hizo subir bien alto la temperatura de mi morbo porque la situación me excitó.  Mi entrepierna estaba totalmente húmeda y yo sólo quería tocarme.  Al momento de cortar la comunicación con su esposa, Luciano le envió muchos besos y varias palabras edulcoradas.  Jamás dejó de bombearme por el culo y, en todo caso, lo que hizo fue intensificar el ritmo una vez que cortó la llamada.  Ya tenía yo su verga tan adentro que podía sentir sus huevos aplastándose contra mí.

“Llamá a tu novio” – me ordenó, de pronto.

Despegué mi rostro del escritorio y levanté levemente la cabeza; abrí enormes los ojos.

“¿Q… qué?”

“Llamalo, dale… Es muy divertido y muy excitante, vas a ver”

Yo no daba crédito a mis oídos y, por cierto, no podía hacer esa locura que me acababa de ordenar.  Me parecía terriblemente enfermo pero, además, lo cierto era que yo no podría nunca mantener el tono de mi voz así de sereno y natural como lo había hecho él al hablar con su mujer.

“N… no, no puedo hacerlo – dije… -.  Además, dejé mi celular en mi bolso”

Era una excusa, desde ya, y por cierto terminó siendo una mala idea recurrir a ella.

“¿Recordás el número de memoria? – me preguntó sin dejar de penetrarme.

“S… sí – respondí entre jadeos -, pero… ¿por qué…?”

“Llamalo con el mío” – dijo, apoyando su celular sobre el escritorio y haciéndolo deslizar hasta que se detuvo a escasos centímetros de mi rostro.

En ese momento me di cuenta de lo tonta que había sido al decirle que recordaba el número aunque, de todas formas, ni en mi más perverso cálculo hubiera podido yo pensar que Luciano iba a pedirme una locura así.

“Lu… ciano – balbuceé, con la voz entrecortada -.  N…no puedo.  Por favor te p… pido que…”

“Llamalo – insistió -; ya vas a ver cómo el placer aumenta diez veces por lo morboso de la situación-  Cuando estés hablando con él estando ensartada por el culo, te vas a sentir una verdadera puta”

Con gran culpa, tuve que admitir para mí misma que la idea era perversamente atrayente.

“Pero… Luciano – dije -. ¿cómo voy a hacer p… para que no se dé cuenta que…”

“Algo se te va a ocurrir.  Llamalo”

El tono de él era tan firme y concluyente que no me dejaba lugar a opción o, al menos, así lo sentía yo, pero por otra parte y como ya dije antes, la idea me empezaba a despertar mucho morbo.  No fue fácil mover mis dedos sobre el teclado mientras Luciano me seguía bombeando; de hecho, un par de veces me equivoqué y tuve que volver a empezar.  Finalmente logré comunicarme.  Casi se me paró el corazón al oír la voz de Daniel al otro lado:

“Hola…”

“Ho… hola, Dani, s… soy Sole…”

“¿Sole?  ¿Pasa algo?  ¿De qué celular me estás llamando?”

“N… no, no p… pasa nada, mi dulce.  Es que… tenía muchas ganas de hablar con vos”

“Pero… es raro que me llames a esta hora.  ¿No estás trabajando? Y repito, ¿de quién es ese teléfono?”

“El t… teléfono es de un amigo, un compañero de trabajo que me lo prestó de onda acá en la fábrica… - mentí yo y en ese exacto momento sentí una palmadita sobre la nalga en señal de cómplice felicitación -.  Y… simplemente: ¡tenía ganas de oír tu voz, Dani!”

“Pero… es todo muy raro.   Se te nota nerviosa, Sole”

“Es que… no es que esté nerviosa, Dani.  ¡Es que… estoy caliente!  ¡Aaaah!”

Justo en el momento de decirle eso, la verga de Luciano entró en mí incluso mucho más que antes.  Yo ya no podía contener mis jadeos ni evitar que se convirtieran en gritos.  Al otro lado de la comunicación se produjo un momento de silencio; era obvio que Daniel debía estar más que sorprendido.  Cuando volvió a hablar, lo hizo con la voz deliberadamente baja, lo cual era bastante lógico considerando que se hallaba en su ámbito de trabajo.

“Sole…; no entiendo nada, estás loca.  ¿En dónde estás ahora?”

“Estoy… encerrada en un baño; no te preoc… aaah, no te preocupes, nadie me ve ni me oye”

“¿Y… qué estás haciendo?” – preguntó Daniel quien, a juzgar por su tono de voz, debía estar pensando que yo estaba por entero fuera de mis cabales.

“M… me estoy t… tocando”

Nuevamente silencio al otro lado.

“¿Que te estás qué…?” – preguntó finalmente, corroída su voz por la  incredulidad.

“Estoy tocándome, Dani… M… masturbándome…”

Alcancé a oír detrás de mí una leve risita de Luciano; rogué que Daniel no la hubiera escuchado.  Por suerte pareció no ser así.

“P… pero, n… no entiendo, Sole, te desconozco.  ¿Qué…?”

“De pronto comencé a pensar en vos – lo interrumpí -.  Y no pude contenerme; tuve que venir al baño a masturbarme, p… pero… mmm… necesito oír tu voz para hacerlo mejor”

En ese momento Luciano me enterró la verga aun con más fuerza que antes y me hizo soltar un largo y ahogado gemido.  No quería pensar qué cara pudiese estar poniendo Daniel al otro lado de la comunicación.

“Un momento, Sole – dijo -… voy a ir a un lugar donde pueda hablar más en privado”

Tardó unos segundos y volvió al habla:

“Ya está.  Sole, te juro que no logro entender nada”

“No hay que en… tender nada, dulce… Quiero oír de tu voz cosas que me pongan… mmm… muy caliente, más de lo que ya estoy”

Un silencio se produjo al otro lado de la línea mientras Luciano seguía bombeándome por la retaguardia.  Daniel no decía nada, lo cual aumentaba el riesgo de que escuchara, así que fui yo quien habló:

“Dani…, tengo ganas de… t… tener tu pija entre mis p… piernas, ahora…”

“¡Sole! – aulló Daniel desde el otro lado -.  ¡Insisto en que te desconozco!  Ése no es tu lenguaje…”

“Así, así, quiero tu pija, dámela…” – no paraba de repetir yo en lo que era, en realidad, un claro mensaje para Luciano, quien no paraba de penetrarme como una máquina.  Pero fuesen mis palabras para quien fuesen, surtieron efecto: después de tanto insistirle, Daniel se sumó al juego.

“¿Asi que querés mi pija? – preguntó, de pronto, en el teléfono --  Ahí la tenés, atorranta…”

Sonreí.  Ahora era yo quien lo desconocía a él: eso que acababa de decir estaba muy lejos de su estilo.  Aproveché, no obstante, el momento propicio y di rienda suelta a tanta explosión contenida que tenía en mi garganta y en mi sexo:

“Mmmm, así, así, ¡Sí! Más, más… ¡más!”

Excitado al oírme, Luciano incrementó el ritmo de la cogida que me estaba dando y me hizo jadear el doble.  Me vi obligada a soltar el celular aunque lo dejé junto a mi oído y me aferré otra vez con fuerza a los bordes del escritorio.

“Mmmm, ¿así te gusta? – me llegaba la voz de Daniel desde el otro lado de la comunicación -.  ¿Así, putita, así?  ¿La querés más adentro todavía?”

“¡Sí! – aullé -.  ¡La quiero toda adentrro!  ¡Así!  Aaaaah, mmmm, sí, sí, mmmm, sin piedad, sí…. ¡Aaaay! ¡Qué grande y hermosa la tenés!  Mmmm…”

Los gritos que se intercalaban entre mis palabras y jadeos se debían a que Luciano, ya para esa altura, más que penetrarme, me estaba lisa y llanamente perforando.  ¿Hasta dónde era capaz de llevar su verga?  Daniel, por su parte, seguía diciéndome cosas lascivas al teléfono en la ingenua creencia de que era él quien me estaba excitando;  me llevé una mano hacia la vagina y comencé a masturbarme mientras mantenía la cara aplastada contra el escritorio.  El final fue apoteótico: los gritos de Daniel en el celular (¿se estaría masturbando?) se mezclaron con mis gemidos y con los cada vez más cavernícolas jadeos de Luciano, los cuales yo rogaba que no fueran oídos por Daniel.  La sensación de ser una hembra tomada quedó rubricada cuando el tibio líquido invadió mi canal trasero.  Mi último grito, prolongado y lastimero pero también placentero, debió sin dudas haber preocupado a mi novio.

“¿Sole?  ¿Sole? – preguntaba, con claros signos de angustia en la voz -.  ¿Estás ahí?  ¿Estás bien?”

Yo durante algún rato no dije palabra (en realidad no podía) sino que sólo emití jadeos que se fueron espaciando cada vez más en la medida en que iba recuperando, poco a poco, el ritmo de la respiración.  Aun ensartada en el falo de Luciano, me las arreglé para tomar el teléfono y responder:

“Sí, Dani, estoy bien, fue fantástico.  Muaaa, besito, te quiero, dulce”

Y corté la comunicación sin siquiera darle chance a preguntar algo más.  No me sentía en condiciones de hablar ni por el estado en que estaba ni por la culpa que, luego del éxtasis, volvía a hacer presa de mí.  De todas formas, no se podía negar que había vivido un momento fantástico y en eso no le había mentido a mi novio: acababa de tener el mejor orgasmo de mi vida, mal que me pesara… y mal que le pesara a Daniel.

CONTINUARÁ