La fábrica (41)
Penúltimo episodio de la saga
No sé durante cuánto rato me tuvo así, pues llegó un punto en el cual toda percepción del tiempo se me hizo del todo imposible e, incluso, éste pareció dejar de existir; aun a pesar de ello, llegó un momento en el cual se detuvo y, por cierto, yo no terminaba de creer que por fin lo había hecho: la tortura del placer extremo y sin control parecía haber llegado a su fin. Sin embargo, me equivocaba: apenas retiró el miembro artificial de mi sexo, buscó mi orificio anal, dejando así en claro que ése sería su próximo objetivo. Me retorcí un poco y creo que intenté alguna protesta, pero fue en vano, claro, pues la mordaza lo impedía y, por otra parte, tampoco parecía ella tener interés en oírme; antes bien, por el contrario, me propinó una palmada en la nalga en clara señal de conminarme a mantenerme quieta.
Jugueteó un poco con el falo artificial sobre mi entrada anal para luego dedicarse a lubricar ésta de igual modo que antes lo hiciera con mi vagina; y, luego sí, me penetró. Yo ya tenía el culo resentido por haber sido penetrada por allí esa misma tarde pero ello, por otra parte, ayudó a que entrara con mayor facilidad, como así también contribuyó todo el trabajo previo que Evelyn y Rocío habían hecho con el consolador instalado durante tantas horas en mi cola; de pronto se me ocurría pensar que, a fin de cuentas, me habían hecho un bien, pues ahora la llevaba más fácil.
Clelia me cabalgó como el más ducho de los jinetes mientras me tomaba por los cabellos como si fueran crines. Dentro del dolor que sentía, entreabrí ligeramente los ojos y ladeé la cabeza; en el muro, vi proyectadas ambas sombras bajo las tenues luces de la habitación: la pareja allí silueteada daba un aspecto tan espectral como demencial; como si un demonio estuviese tomando posesión anal de mí. Al igual que ya lo había hecho antes, no tuvo piedad alguna de mi cansancio y, de hecho, no se detuvo hasta llevar mi excitación a ese punto en el cual me dejaba muy cerca de estallar; pero no siguió más allá, pues en cuanto percibió la inminencia de mi orgasmo, decidió interrumpir la penetración como si se regodease sádicamente en el dejarme deseando más.
Con un par de golpes en la cadera, me conminó a girarme sin que yo, para esa altura, tuviera forma de prever hacia qué nueva perversión pretendía arrastrarme. Soltando las hebillas del arnés que llevaba a la cintura, lo arrojó a lo lejos, con lo cual toda pretensión fálica desapareció y lo que quedó ante mí volvió a ser la entrepierna de una mujer. Caminando sobre sus rodillas, avanzó hacia mi rostro con una pierna a cada lado del mismo hasta que su sexo quedó ubicado justo sobre mí. Cruzó ambas manos por debajo de mi nuca y me soltó la mordaza que tanto me aprisionaba.
“Ahora me vas a dar una buena chupada de concha” – dijo, sonando su voz estremecedoramente fría y, a la vez, cargada de desprecio.
Una vez más, lo que se me pedía no era para mí nuevo y, sin embargo, debido al carácter especialmente dominante y perverso que ponía a cada acto, aquella mujer tenía el don de convertir todo en novedoso. No habiendo, pues, más opción, doblé la nuca para, de ese modo, levantar mi cabeza los pocos centímetros que me separaban de su vagina y, una vez ésta alcanzada, introducirle mi lengua como una serpiente. Ella me cruzó una mano por debajo de mi cabeza y, así, me hizo zambullir en su sexo; al hacerlo, me aprisionó el rostro entre sus muslos, dejándome casi imposibilitada de respirar. Supe que si quería recuperar el aliento pronto, debía hacerla acabar lo antes posible y, ende, a ello dediqué mi esfuerzo. Hurgué con mi lengua y la recorrí por dentro, succionando cada gota de fluido que hallase… y así, la fui llevando lenta pero inexorablemente hacia el orgasmo, el cual se hizo ostensible en los gritos que comenzaron a resonar en la habitación. Yo tenía la esperanza de que, sintiéndose satisfecha, ella me liberase pero, por el contrario, parecía aumentar cada vez más la presión de sus muslos, tanto que me dolían las orejas.
“Q… que no quede una gota – me decía, intercalando palabras con jadeos -. Ni… una… ¿entendiste?”
No tenía sentido que yo respondiera y la realidad era que tampoco podía hacerlo. Me dediqué a limpiarla por dentro hasta que pareció no quedar vestigio alguno del orgasmo alcanzado; ella también pareció interpretarlo así pues, por primera vez desde que la escena oral comenzase, aflojó la presión de sus muslos contra mi rostro y de su mano contra mi cabeza. Pude, entonces, llevar mi nuca hacia atrás y volver a apoyarla contra la cama; el aire volvió, para mi alivio, volvió a mis pulmones… En la medida en que mi aliento se fue normalizando, abrí los ojos nuevamente y la vi, allá en lo alto, casi como una diosa indómita: los pechos aún le subían y bajaban por la respiración jadeante mientras su mirada parecía dirigida hacia el techo, si es que realmente tenía los ojos abiertos. Finalmente, bajó la vista hacia mí y, otra vez, logró hacerme sentir intimidada y, por sobre todo, claramente inferior a ella. Miré a un lado, luego a otro, pero, inevitablemente, siempre volvía a toparme con esa mirada penetrante y, al parecer, satisfecha… Creí detectarle un asentimiento de aprobación, aunque no puedo afirmarlo…
Ahora sí, creía yo interpretar que la noche, en su versión más sádica, había terminado. Una vez más, me equivoqué: Clelia se bajó de la cama y, otra vez, caminó hacia la oscuridad de la habitación, allí mismo de donde antes había emergido equipada con un arnés. Un helor me recorrió la columna vertebral al tratar de imaginar con qué se vendría ahora: no tardé mucho en conocer la respuesta ya que, apenas unos instantes después, la vi regresar hacia la cama llevando en manos una gruesa cuerda. Yo no estaba, por cierto, familiarizada en demasía con el fetichismo ni el sadomasoquismo pero, sin embargo, sí sabía, por haberlo oído alguna vez, qué era el “bondage”. Lo primero que hizo fue volver a colocarme la mordaza para, luego sí, hacerme dar vueltas una y otra vez sobre la cama mientras pasaba la cuerda alrededor de mi cuerpo y la guiaba a lo largo del mismo: me la hizo pasar por la entrepierna, la giró alrededor de mis muslos, la hizo correr por la zanja de mi trasero y luego la llevó a mi espalda para unir mis muñecas sobre la misma. Yo no podía creerlo: me estaba amortajando y envolviendo casi como si fuera un embutido. Cuando acabó de hacerlo, me hallaba prácticamente imposibilitada de mover extremidad alguna y las ligaduras, por otra parte estaban tan diestramente hechas que bastaba con que intentase mover una mano o un pie, la cuerda tironeaba y me producía dolor en alguna otra parte del cuerpo: sin ir más lejos, por ejemplo, si movía las manos intentando zafar mis muñecas o, al menos, colocarlas en una posición más cómoda, de inmediato la gruesa cuerda se me enterraba en la zanja produciéndome un intenso dolor. Clelia permaneció un rato de pie sobre la cama, mesándose el mentón y contemplando su obra; parecía denotaren su mirada que se felicitaba a sí misma por el trabajo realizado. Sin embargo, en algún punto, tampoco parecía considerar que su obra estaba del todo terminada…
Casi como confirmándome esa última impresión, se bajó con un ágil salto de la cama y, al regresar, lo hizo jalando un enorme gancho que se hallaba al extremo de una gruesa cuerda que pendía del techo y que yo tampoco había visto hasta el momentoM al parecer, se trataba de un sistema de rondanas. Volteando mi cuerpo hasta ubicarlo de costado, hizo pasar el gancho por entre las ligaduras que unían mis muñecas a la espalda, pero allí no se detuvo: de nuevo se alejó y enseguida regresó, jalando de otro gancho, el cual hizo pasar allí donde mis tobillos estaban igualmente maniatados. Bajó del techo dos ganchos más, uno de los cuales pasó por debajo de mi vientre y el otro por entre mis muslos. Nunca me sentí tan cosificada, pues había yo quedado impedida de cualquier tipo de movimiento, por mínimo que fuese; sólo podía retorcerme un poco, con un movimiento que remitía al de un gusano: no podía haber, por cierto, más perfecta analogía. Clelia se dirigió hacia la pared y, por lo poco que mis ojos lograron percibir, introdujo una mano en una oquedad del muro para darme luego la impresión de hacer girar algo así como una manivela. No fue sólo una impresión: de inmediato, mi cuerpo comenzó a ser izado como si fuera un jamón. Me desesperé y me retorcí tratando de liberarme de las ataduras, pero era un esfuerzo más que inútil: sólo lograba repetir una y otra vez, de manera convulsiva, ese movimiento de gusano antes mencionado y, al mirar con desesperación a Clelia, pude notar en su sonrisa que mis vanos intentos la divertían.
Me izó hasta unos dos metros por encima del piso y temí que me dejase caer de un momento a otro; sin embargo, pareció comenzar a girar otra manivela y empecé entonces a moverme horizontalmente, aunque siempre suspendida. ¡Dios! Era increíble lo preparada que estaba aquella habitación para ese tipo de preferencias… No sería extraño que Clelia fuera visitante habitual de la misma. Una vez que me detuvo, soltó la manivela y caminó hasta el borde de la cama siempre mirando hacia arriba, hacia mí. Se acarició el mentón como si evaluara la situación y pareció asentir conforme, con una perversa sonrisa. Luego se quitó la ropa (en rigor, su uniforme de dominatriz), encendió un cigarrillo y, cruzando una pierna por sobre la otra, se echó de espaldas sobre la cama, fijos en mí sus ojos con sádico placer. No dijo una palabra; sólo fumó, y cada bocanada que dejaba escapar huía hacia las alturas para dar contra mi rostro. Ya para esa altura, quedaba lo suficientemente claro que ése sería mi sitio durante toda la noche y no cabía la posibilidad de otro. Manipulando los controles de las luces, Clelia apagó finalmente casi todas a excepción de sólo una, muy pero muy tenue… lo suficiente como para que yo la viese durante toda la noche allí, debajo de mí, o bien para ella verme suspendida en las alturas cada vez que despertase…
Demás está decir que no logré conciliar el sueño; Clelia sí lo hizo, como un angelito o, quizás, había que decir como un demonio, pero, fuera como fuese, se la notaba relajada y ampliamente satisfecha. Al otro día me bajó y me permitió (o mejor dicho, me ordenó) vestirme; antes de dejarme ir, sin embargo, me hizo sentar sobre su regazo y me manoseó las tetas durante largo rato mientras no dejaba de besarme el cuello o, cada tanto, aplicarme largos lengüetazos a lo largo de mis mejillas.
“Vuelva a sus labores de putita –me despidió finalmente, propinándome una palmada en la cola –; seguramente debe haber ya otros clientes esperando para gozar de ese cuerpo”
Salí casi a la carrera de la habitación y fui en procura del ascensor. Cuando regresé al salón principal, ya los stands estaban funcionando a pleno, estando Evelyn y la otra chica a cargo del nuestro. Pensé que la colorada me iba a regañar por mi tardanza pero, si lo pensaba bien, sabía ella sobradamente el motivo de la misma y, como tantas veces había recitado, lo único que importaba era conseguir ventas para la empresa. De hecho, acercó su boca a mi oído y me hizo un comentario que, una vez más, encajaba en esa óptica:
“Clelia nos ha encargado el total de las cortinas de su empresa en Bahía Blanca más toda la parte de mecanización. Un golazo…”
Pensé que, cuando menos, podrían haberme dado una felicitación por la parte que en ello me correspondía, pero nada… Y en cuanto a la comisión sobre las ventas, ¿a quién correspondía? Bastaba con que lo pensara un instante para darme cuenta de cuán ilusa era si pensaba que me reconocerían mi parte; quien había tratado con Clelia era, con seguridad, Evelyn, en tanto que lo mío pasaba a ser sólo anecdótico o complementario pero vano era esperar que mi nombre figurase en algún recibo o documento sobre la venta y, mucho menos, en un cheque…
Me hice nuevamente cargo del stand y, otra vez, volvieron a arreciar los clientes babosos y libidinosos; para esa altura, lo único en que yo podía pensar era en cuánto tiempo pasaría antes de que algún otro saliera reclamándome como compensación por concretar una compra. Hacia el mediodía me llegó la respuesta: un tipo cincuentón, que babeaba asquerosamente mientras yo le hablaba acerca de las bondades de nuestra empresa, se acercó luego a hablar con Evelyn y, por supuesto, no me fue difícil darme cuenta de lo que pretendía: si bien no se comparaba con el petiso del día anterior, distaba de ser atractivo, así que, una vez más, tendría yo que hacer gala de estómago. Pero si yo creía que lo peor era el tener que ser cogida una vez más y vaya a saber en cuántas formas, el alma se me vino al piso cuando llegué a distinguir que el conserje asignaba al tipo la llave de la habitación asignada y, con espanto, reconocí en el llavero un óvalo con el número 64 en el centro…
¡Dios! ¿Acaso las pesadillas no iban a acabar nunca? Qué increíble era ahora pensar a la habitación 29 como lo mejor que, dentro de todo, podía pasarme allí dentro. Pero… ¡la 64 nuevamente! La cabeza no me daba para imaginar cuántas y qué nuevas perversiones de dominación me tocaría sufrir en manos de aquel tipo del cual hasta cabía pensar que, quizás, fuese capaz de empalidecer lo vivido con Clelia. Con una sonrisa que se me antojó espantosamente sádica, me tomó por la mano y me guió hacia la habitación mientras yo, con la cabeza baja, llegué a ver a Evelyn que me sonreía y me enseñaba un puño en alto… La maldita hija de puta se estaba divirtiendo en grande a mis anchas y, no sé por qué, pero se me ocurrió pensar que debía estar lamentando que su amiga Rocío no estuviera allí; de hecho, mientras ese sujeto continuaba llevándome por la mano, eché una mirada por sobre el hombro y pude ver que la colorada sacaba su teléfono celular para hacer una llamada: no creo que fuera un exceso de paranoia de mi parte el pensar que, con toda seguridad, debía estar llamando a Rocío para ponerla al tanto de lo que conmigo ocurría…
Otra vez la habitación 64… Se me hizo un nudo en el pecho al encontrarme otra vez con aquella penumbra sólo interrumpida por débiles y tenues luces, en tanto que un amplio sector de la estancia permanecía a oscuras y yo, ahora, bien sabía qué era lo que allí había. Ni siquiera la luz del día contribuía a aumentar un poco la iluminación del cuarto ya que gruesos cortinados negros tapaban cualquier resquicio para evitar que la misma ingresase por los ventanales. El tipo me levantó la mano hasta sus labios y la besó; no puedo describir el asco que sentí ante tan falsa y sádica demostración de caballerosidad. Luego, me soltó y se dirigió hacia la parte oscura de la habitación; es decir, lucía más ansioso por pasar a la acción directa que lo que, en la noche previa, lo había hecho Clelia, quien había apelado a algún que otro prolegómeno a los efectos de darle más clima o erotismo a la situación… Pero no: este tipo sólo quería ir a lo concreto, por lo cual cabía suponer que, de un momento a otro emergería de la oscuridad con algún látigo, fusta o vaya a saber qué instrumento de tortura que allí pudiese estar oculto y que yo aún no conocía. De pronto, vi que una silueta se recortaba tenuemente saliendo de la oscuridad y comprobé, con espanto, que allí había alguien más. ¿De qué siniestro plan sería yo víctima esta vez? Pero mi perplejidad, que no parecía encontrar techo, fue aun mayor al descubrir que quien venía hacia mí era en realidad una mujer y, al parecer, una jovencita que vestía como colegiala: top, falda plisada a cuadros y zapatos de tacón, mientras una cabellera que creí interpretar como rubia le caía sobre el pecho; la chica avanzó a paso firme hacia mí y, en la medida en que lo hizo, logré precisar algo más la imagen y ahogué un gritito al comprobar que en la mano portaba un látigo. La experiencia que yo había pasado con Clelia era terriblemente reciente y, por cierto, ésta se había mostrado de una pericia casi profesional en el manejo del instrumento, pero… ¿y esta chiquilla? ¿Qué me garantizaba que fuera a ser igual de diestra con el látigo o, peor aún, que directamente el plan de ella y del tipo no pasara por despellejarme? Cuando se plantó frente a mí, yo temblaba como una hoja de la cabeza a los pies; grande fue mi asombro cuando habló con una voz que, aunque amanerada, sonó masculina:
“Esto es para vos – dijo, mientras me extendía el látigo por el mango -. Quiero que me trates como la nena malcriada que soy y que necesita ser castigada”
Mi boca se abrió cuán grande era y los ojos casi se me salieron de las órbitas; recién entonces me percaté de que, en realidad, no había dos personas adentro de la habitación, sino que, sencillamente… ¡el tipo se había vestido como colegiala! ¡Dios! ¿A qué me enfrentaba ahora? ¿Cuántos tipos diferentes de perversiones me tocaría conocer en ese lugar? ¿Tantos demonios ocultos tenían los empresarios y gente de negocios?
Y, sin embargo, en algún punto, lo que estaba ocurriendo me olía a justicia… Extraña justicia, por cierto, pero justicia al fin. Después de todo, hacía meses que estaba siendo usada, manoseada, abusada, castigada, humillada, denigrada… Ahora se plantaba ante mí un completo desconocido que, ataviado como colegiala, quería que yo lo tratase del mismo modo en que a mí se me había tratado. ¿Y por qué no? Ese pobre infeliz podía, perfectamente, convertirse en mi objeto de catarsis y, aun cuando nada supiera yo sobre él, me serviría para descargar en alguien tanta frustración y degradación. Poco a poco, fui dejando de temblar: sonreí… Estiré la mano y tomé el látigo que me extendía; la verdad era que yo no tenía la menor idea acerca de cómo se utilizaba, pero, así y todo, tracé una finta en el aire (lo suficientemente lejos de él como para no golpearlo) y lo hice chasquear contra el piso. El tipo se encogió y se llevó las manos al rostro en gesto de indefensión, lo cual me divirtió de un increíblemente sádico y casi diría, demoníaco. Avancé hacia él y le giré alrededor, mirándolo de arriba abajo: no se podía creer que ése fuera el mismo sujeto que me había guiado hacia la habitación y al cual yo había visto como mi verdugo. Ahora se lo veía más bien como una adolescente asustada y eso me complació sobremanera, más aún cuando reparé en que en el dedo mayor de la mano derecha lucía un anillo de casamiento… Un marido pervertido con fantasías de nena sumisa: patético, pero genial; no se me ocurría mejor objeto en el cual descargar todas mis recientes humillaciones. Le tanteé la cabellera rubia y tironeé de ella; la peluca estaba sorprendentemente bien sujeta y no se le movió un ápice: perfecto. Le levanté la falda y vi que el degenerado llevaba el culo enfundado en una tanguita blanca…
Volví a chasquear el látigo en el piso; comenzaba a sentirme cómoda con el mismo. El tipo vestido de colegiala tendió a encogerse nuevamente, evidentemente asustado.
“Al piso – le ordené -. En cuatro patas, putita de mierda”
Obedientemente y sin chistar, hizo lo que le decía y, una vez más, una sonrisa de oreja a oreja se dibujó en mi rostro. ¡Dios! Cuán extraña era la sensación de utilizar y someter a alguien de ese modo. Inclinándome un poco, le volví a levantar la falda y ese culo entangado, de pronto, se me antojó precioso y, a decir verdad, muy femenino: perfectamente redondeado y, al parecer, cuidadosamente afeitado… o depilado. Lo vi tentador; un hilillo de baba me cayó por la comisura y, de inmediato, dejé caer el látigo sobre esa cola que se me ofrecía tan generosa. El tipo gritó y lo que brotó de su garganta fue un alarido muy femenino; permanecí un rato viendo cómo el culo se le enrojecía allí donde el látigo había golpeado y sonreí perversamente excitada. Volví a descargar el látigo una y otra vez haciéndolo, en cada oportunidad, gritar como una nena, hasta que el culo le quedó como un precioso tomate recorrido por mil surcos… En cada azote recordé las palizas que yo había recibido en la fábrica o, a manos de Micaela, en casa de Evelyn. Aquella era mi venganza, sí: venganza muy particular, pues me la estaba tomando con un pobre imbécil que nada había tenido que ver con todo eso, pero poco me importaba; yo, en ese momento, sólo veía un precioso trasero en el cual cobrarme cada azote… y lo hice sin piedad alguna…
Una vez que dejé de desquitarme con su cola, le hice ponerse de rodillas; no salía ni de mi asombro ni de mi excitación al ver lo dócil que se comportaba ante cada una de mis órdenes. Invirtiendo la posición del látigo, le introduje el mango en la boca y se lo enterré hasta provocarle arcadas, como tantas veces lo había sufrido yo.
“Chupalo, putita – le ordené, al tiempo que le estrellaba un escupitajo en el ojo -; como si fuera una pija de ésas que tanto te gustan”
El tipo temblaba. Se me ocurrió en ese momento pensar si no me estaría pasando de la raya y tal vez él estuviese sobrepasado por la situación, pero en cuanto comenzó a lamer y chupar tal como le ordené, todo complejo de culpa se marchó de mí tan rápido como había llegado. Por el contrario, hice girar el mango una y otra vez trazándole círculos dentro de su boca del mismo modo que si revolviera con un cucharón en un caldo. Volvió a hacer arcadas, pero poco me importó: continué haciendo el mismo movimiento e, incluso, incrementé el ritmo. A cada segundo yo tomaba conciencia de que podía hacer con ese tipo lo que quería, lo cual constituía para mí una situación no sólo novedosa en el contexto de los últimos meses, sino también en mi vida entera… Sin delicadeza alguna, le extraje el mango de la boca cuando, simplemente, se me antojó y lo tomé por la cabellera para tironearle de la misma de tal modo de hacerle elevar su rostro y mirarme a los ojos; al hacerlo, olvidé que tenía puesta una peluca y, casi de inmediato, temí quedarme con la misma en la mano, pero ello no ocurrió: ignoraba yo cómo la había sujetado, pero lo cierto era que se le comportaba casi como si fuese una cabellera perfectamente natural. Lo escupí al rostro nuevamente… varias veces: con desprecio, con rechazo, con asco...
“¿Cuál es tu nombre?” – le pregunté, entre escupitajo y escupitajo que no paraba de arrojarle.
“F… Fe… Fernando” – tartamudeó.
“¡Fernanda! – le espeté, casi ladrándole en pleno rostro y apoyando prácticamente el mío contra el suyo.
“S… sí, s… señorita… P… perdón: F… Fernanda”
“Bien – dije, con una sonrisa maliciosamente satisfecha -; te diré Nanda… ¿Y cómo se llama tu esposa?”
El tipo se mostró sensiblemente tocado; era obvio que no había esperado que yo reparara en el detalle del anillo y, de hecho, miró nerviosamente hacia todos lados durante algún rato como si su cabeza estuviese tratando de dilucidar cómo diablos lo había yo averiguado.
“S… Silvia” – respondió.
“Que con lo poco macho que sos, ahora mismo debe estar siendo cogida por todos sus amigos… y los tuyos también – le enrostré, con aspereza -. ¿O acaso creés que alguna mujer puede sentirse satisfecha con una nena puta como vos?”
El tipo lucía cada vez más turbado, tanto que parecía a punto de llorar; movió la cabeza en sentido negativo.
“N… no… - balbuceó -. T… tiene us... ted razón, s… señorita; difícil es c…. creer que pueda sentirse satisfecha conmigo”
“¿Cómo se llaman tus hijos?” – le pregunté, redoblando la apuesta.
Su turbación aumentó aun más y se notaba que se estaba preguntando cómo cuernos yo lo sabía todo. La realidad, sin embargo, era, en este último caso, bastante más simple de lo que él estaría suponiendo pues, a decir verdad, yo no tenía la más mínima idea acerca de si tenía hijos o no. Sencillamente, me dio por pensar que, siendo casado, tal vez los tendría; me arriesgué al aventurarlo… y acerté…
“L… Leandro y M… Milagros” – respondió.
¿Y creés que son hijos tuyos, pedazo de puto?” – le grité.
La sensación de que estaba por llorar se hizo más fuerte.
“Y… yo… en realidad, n…. no… ; o sea…”
“Callate, puto – le corté en seco cruzándole el rostro de una bofetada -; estoy segura de que tu pija debe ser una vergüenza para cualquiera que se considere hombre y un insulto para cualquier mujer que se precie de tal. A ver: quiero que me muestres…”
Echándome el látigo por sobre el hombro, reculé un par de pasos para ver mejor mientras él, tembloroso y sollozando, pero siempre de rodillas, se llevó la falda desde su regazo hacia arriba para luego bajarse la tanga hasta los muslos. Lo que sospechaba: pequeñín, un pitulín que hacía recordar al de Daniel… Solté una carcajada y Fernando (o Fernanda, o Nanda) bajó la cabeza con vergüenza.
“¿Ves? Te lo dije – reí -. Con eso es absolutamente imposible que a Silvia le hagas siquiera cosquillas. Así que… nada: Leandro y Milagros no son hijos tuyos ni por asomo…”
Me dirigí hacia la parte oscura de la habitación para ver qué había allí y no puedo describir el arsenal perverso con que me encontré: consoladores, esposas, collares, cadenas, un yugo, algo que parecía ser una máquina de estiramiento… Supuse que aquello debía ser el paraíso para cualquier amante de las prácticas sadomasoquistas y, por lo tanto, en nada podía sorprender el que los afectos a tales prácticas solicitasen regularmente, y sin dudarlo, la habitación 64 antes que cualquier otra; sólo que algunos, como Clelia, iban allí para torturar y someter a sus ocasionales víctimas y otros, como aquel pobre idiota, lo hacían en plan totalmente pasivo y sumiso. ¿Hasta dónde sería capaz ese tipito patético de tolerar su sumisión? Era una buena pregunta y, por cierto, estaba yo plenamente dispuesta a averiguar la respuesta; un súbito interés perversamente vengativo parecía ahora guiarme por fuera de mi voluntad, del mismo modo en que, en tantas ocasiones, me había excitado el ser degradada sin ser capaz de ofrecer resistencia alguna…
Con paciencia y fascinación, fui estudiando cada objeto, dándole vueltas en mi cabeza a sus posibles usos o bien tratando de descubrirlos. Me interesó particularmente una especie de yugo del cual deduje que se ajustaría a los tobillos y del cual, tratándose de un rígido y corto barral de madera dura, sólo cabía suponer que cumpliría con la función de quitarle movilidad a quien lo tuviese puesto. Demás está decir que decidí probarlo con aquel infeliz y, en efecto, me divirtió horrores el verle caminar por la habitación haciendo enormes esfuerzos por colocar un pie por delante del otro para marchar; lo hacía muy lento y a pasos cortos pues, claro, otra posibilidad no le cabía. Yo, en tanto, echada sobre la cama, no paraba de desternillarme de risa…
Y así pasé largo rato, pues había decidido divertirme y si, además, ello me implicaba el no regresar demasiado pronto al salón, tanto mejor. Me probé parte del vestuario que allí había disponible y, como algo había aprendido a fuerza de ser sometida y humillada tantas veces, me calcé unas sensuales y largas botas que, por supuesto, le obligué a lamer a ese pobre infeliz; y no sólo eso: también me paré sobre él e incluso le caminé sin sentir piedad alguna ante los gritos que le arrancaban los finísimos y largos tacos. Con particular interés, recorrí también los consoladores y encontré el arnés que se había calzado Clelia para penetrarme; definitivamente, ese idiota no iba a irse de allí sin que lo cogiera por el culo, así que, en efecto, lo obligué a colocarse a cuatro patas sobre la cama tal como yo misma me ubicara allí apenas algunas horas antes; es sorprendente la rapidez con que pueden moverse las piezas y cambiar los roles…
Comencé penetrándolo con el arnés colocado y, por descuido mío, producto de la falta de experiencia, olvidé lubricarlo, cosa de la cual me percaté apenas sus dolientes alaridos llenaron la habitación; sin embargo, ello no me desalentó a seguir sino más bien todo lo contrario, pues su dolor sólo me producía un intenso placer además de una increíble descarga. De todos modos, no logré mantener el ritmo: fue entonces cuando entendí lo entrenada que debía estar Clelia en tal menester, pues el arnés me dolía al clavarse sobre mi vientre y, luego de un par de minutos, estaba casi sin aire y ya no podía seguir bombeando; opté, por lo tanto, por pasar a un método más ortodoxo y, quitándome el arnés, tomé el consolador con mis dedos y, de ese modo, sí pude penetrarlo durante largo rato. Había que ver el modo en que el tipo se retorcía: sus espasmos, en los que se entremezclaban el dolor y el goce, eran patéticamente femeninos… Y cuando me cansé de darle bombeo por el culo, recordé las dos veces en que yo había sido orinada e incluso obligada a ingerir el pis: ese imbécil no iba a llevársela de arriba en tal sentido… Así que, en efecto, lo usé como inodoro, desagotando en su boca todo lo que mi vagina contenía y, por suerte para él, no tenía prácticamente nada en los intestinos, pues, de no ser así, tampoco hubiera escapado a mis esfínteres.
Poco a poco, fui recuperando la calma y, al hacerlo, lo dejé un poco en paz pero no demasiado, ya que lo obligué a permanecer en el piso, de rodillas junto a la cama, mientras yo simplemente me estiraba sobre la misma. De pronto quise saber algo más sobre su vida y resultó ser que el tipo era propietario, en Rosario, de una importante firma de fabricación de globos y otros artículos de cotillón; de hecho, cuando me nombró la marca, recordé haber visto el logo en alguna que otra fiesta. En un momento, él me solicitó permiso para preguntarme algo y, una vez que lo autoricé (Dios: qué extraña me sentía haciéndolo), me preguntó si no tendría yo interés en trabajar para él. El rostro se me iluminó y una serie de imágenes desfilaron por mi mente al evaluar las potencialidades de tal ofrecimiento. La situación no podía ser mejor: sería mi oportunidad de dejar, finalmente, la fábrica, pero no sólo eso, sino que, además, se descontaba que, en caso de yo acceder, mi rol en esa empresa iba a ser casi la de una dueña pues estaba claro que ese estúpido se sometería dócilmente a mi control. Era interesante, desde ya, pero no le respondí de inmediato, sino que, aprovechando su sumisa ansiedad, preferí jugar con el suspenso y hacerme la poco interesada. Le pedí, eso sí, que me diera su número de teléfono por si acaso, pero sin alentarle demasiadas expectativas ni dejarle entrever esperanzas. Por otra parte, tampoco yo tenía del todo claro si iría a atreverme a dejar la fábrica de una vez por todas, así que, por lo tanto, también con ello tuvo que ver el no darle una respuesta inmediata ni definitiva. Por lo pronto, tenía a un pobre estúpido bajo mi control: un esposo decadente y putito que no vacilaría en darme un lugar en su empresa y a quien, además, poco y nada iba a importarle el hecho de que yo estuviese embarazada.
Cuando volví al stand y me encontré con Evelyn, la miré con una ligera sonrisa dibujada en mi rostro y eso pareció descolocarla un poco; era comprensible, considerando que era la primera vez que algo así ocurría desde que estaba bajo su control. Me miró pensativa y frunció el ceño; aun así, no dejó pasar la oportunidad para, una vez más, acercárseme al oído y susurrarme que se había concretado otra enorme operación de ventas con la empresa de cotillón de Rosario…
CONTINUARÁ