La fábrica (40)

Más sorpresas aguardan a Soledad en el evento del hotel

El resto del día lo pasé atendiendo en el stand a quienes se acercaban y, por fortuna, ninguno de ellos salió con una nueva “propuesta indecente”, siempre hablando en términos relativos porque, en general, se trataba de clientes que, las más de las veces eran empresarios que estaban acostumbrados a manejarse de un modo baboso y libidinoso, por lo cual tampoco iba a ser ésta la excepción; es decir, nadie pidió llevarme a la habitación 29 pero sí me hicieron montones de preguntas e incluso ofrecimientos, a veces más sutiles, otras no tanto.  Lo que más me incomodaba era la persistencia de algunos en obtener mi número privado de celular o mi casilla de mail; yo siempre les daba los de la empresa pero, en una de esas tantas oportunidades y viendo lo que ocurría, Evelyn se me acercó en un momento y me susurró al oído que debía darles lo que solicitaban, pues la prioridad la tenían las ventas.

“P… pero, s… señorita Evelyn – musité -: mi… número de celular es mío; es p… personal, privado… y lo mismo mi casilla de mail”

“Cuando estás en un encuentro como éste, de lo que se trata es de conseguir clientes y, por lo tanto, nada es privado, nadita – me replicó la colorada -; si a la empresa le sirve que les des tu número para captarlos, entonces a dárselos porque aquí estás en representación de la empresa y te toca ser la cara visible de ella… o el culo” – dijo, mientras me apoyaba una mano sobre las nalgas para asombro y beneplácito de muchos de los que se hallaban cerca.

Así que, una vez que Evelyn se marchó, tuve que comenzar a dar mi número telefónico personal a todo quien lo requiriese; la situación era, por demás, incómoda: a veces algún tipo se la pasaba largo rato dando vueltas en torno a mí y tras escrutar detenidamente cada centímetro de mi cuerpo, me terminaba pidiendo el teléfono… Digamos que más obvio, imposible.  También hubo una mujer, ya entrada en años y, en sí, más elegante que atractiva, la cual me devoró con la vista de un modo terriblemente lascivo, al punto de hacerme temblar, pero, por fortuna, no me pidió nada…

Nuestro stand fue claramente el más exitoso en esa primera jornada del encuentro: hubo muchas operaciones que quedaron casi concretadas y buena parte de ellas se hicieron bajo mi promoción.  Costaba creer que los empresarios pudiesen ser tan babosos, pero lo eran.  Al ir llegando la noche, la muestra entró en receso hasta el día siguiente y lo que siguió fue la ya consabida socialización nocturna en el bar y en el restaurante del hotel, lo cual significó que, nuevamente, tuve encima a varios tipos lisonjeándome y, muchas veces, acariciándome por debajo de los manteles.  Yo me debatía entre la repulsión que la situación me provocaba y, por otra parte, el cálculo estratégico en relación a mi futuro: muchos de aquellos señores eran dueños de empresas y, como tal, yo podía utilizar mis dotes de seducción para irme abriendo camino por otro lado.  Después de todo, nada sabía sobre qué iría a ser de mí en caso de que Micaela fuera, como se venía diciendo, reincorporada.  Es decir que obrar de modo seductor no sólo podía darle buenos réditos a la empresa sino también buenas posibilidades de cara a mi porvenir laboral.

Una vez finalizadas las sociales, enfilé hacia la habitación que me habían asignado, en la cual debía dormir junto a Evelyn y a la otra chica que nos había acompañado (por cierto, no cortaba ni pinchaba); sin embargo, cuando enfilé hacia el corredor, la colorada me detuvo por el brazo.

“Hoy no dormís en nuestra habitación, nadita” – me anunció, lacónica y terminante.

La miré sin entender.  Cierto era que yo ya había naturalizado perfectamente que mi lugar para dormir era la cucha del perro, pero… no se me ocurría que tal cosa fuera posible en ese contexto, con lo cual no alcanzaba a comprender qué era lo que Evelyn pretendía.

“Hubo alguien que solicitó tu presencia – amplió -.  Y es un pez gordo, un cliente realmente importante: te espera en la habitación sesenta y cuatro”

Ya me parecía que me estaba llevando demasiado liviana la llegada de la noche.  Se me ocurrió pensar que, tal vez, la habitación mencionada sería la de ese cerdo repelente que había dispuesto de mí en la tarde: quizás seguía sin estar conforme.  De no ser él, podía ser cualquiera de todos los que me habían revoloteado de modo tan baboso en el stand; o quizás, ninguno de ellos, ya que bien podía ser algún tímido reprimido que, por miedo a acercárseme, se me hubiera quedado viendo desde lejos para luego reclamarme al llegar la noche.  De hecho, había advertido a varios en tal actitud durante la tarde.  Abatida, me encogí de hombros:

“No hay ninguna posibilidad de decir que no, ¿verdad, señorita Evelyn?”

“Ninguna” – enfatizó ella, sonriente.

No quedando pues más opción, me encaminé en dirección al ascensor y de allí al sexto piso; durante todo el trayecto y el posterior recorrido del pasillo, sólo pensé en qué podría encontrarme una vez que golpease la puerta de la habitación 64: cuál de todos los fetos y batracios con los que había hablado en la tarde sería el que me reclamaba sin dar a cambio una sola moneda por mí, sino, muy probablemente, tan sólo un compromiso informal de una importante compra a la empresa.  ¿Habría sido realmente metafórico lo de Evelyn al referirse al cliente como “un pez gordo”?  ¿O literal?  En fin, ya estaba a escasos pasos de averiguarlo…

La realidad fue que no necesité golpear con los nudillos, ni tan siquiera tocar timbre: la puerta de la habitación estaba entornada y, junto a ella, había un tipo alto y de aspecto bobalicón.  ¿Sería ése?  No lo recordaba pero, como dije, siempre estaba la posibilidad de que fuera uno de ésos que me habían estado escudriñando desde lejos durante la jornada.

“Adelante, señorita – me dijo, con amabilidad -.  Se la está esperando”

Bien: no era él; punto a favor.  O en contra, aún no lo sabía, pues seguía desconociendo con qué me iba a encontrar al otro lado de la puerta; por lo pronto, el tipo la abrió y me dejó paso para luego cerrarla y quedarse del lado de afuera.  Un escalofrío me recorrió la espalda en el momento en que quedé allí dentro, sin la más mínima idea de lo que se cernía.  La habitación estaba casi en penumbras; casi, ya que se hallaban encendidas sólo algunas luces muy tenues que iluminaban en ciertos sitios pero dejaban casi en la oscuridad total el resto del cuarto.  De pronto, una luz algo más potente se encendió y me iluminó; me cegó por un instante, pues parecía uno de esos reflectores que se utilizan en los sets de filmación.

“Muy linda realmente… - dijo alguien a quien yo no podía ver -; no me equivoqué en mi elección”

Lo que más me sobresaltó fue que la voz era… femenina… Y claramente perteneciente a una mujer madura.  Fue entonces cuando recordé a esa señora elegante que me devoró con los ojos pero que, tal vez por timidez o por pudor ante el prejuicio social, no se había atrevido a pedirme el número de teléfono como sí lo habían hecho otros.  ¡Menuda sorpresa la mía!  ¡Una mujer!  Cierto era que yo, para esa altura, tenía una cierta experiencia gracias a Tatiana, la sensual y grácil novia de Luis, pero a ella la veía como algo más etéreo o celestial, difícil de definir como una relación lésbica pura y simple.

“Acercate un poquito, linda – me dijo, de modo casi maternal -.  Quiero comerte personalmente ese culito…”

Comencé a temblar como una hoja… y sentí frío.   Así y todo logré, con mucho esfuerzo, poner un pie por delante del otro para caminar hacia el lugar de donde parecía proceder la sibilina voz.  La mujer, en ningún momento, me quitó la luz del reflector de encima y, por tal razón, me costaba visualizarla pero, en la medida en que la fui teniendo más cerca y mis ojos  se fueron acostumbrando a la oscuridad, percibí una silueta sentada en un sillón casi en el centro de la amplia habitación.  Aun cuando no me era fácil precisar demasiado, parecía estar enfundada toda de negro y, de hecho, así era como yo la recordaba esa tarde: vestido muy elegante, medias de red, zapatos de aguja, todo negro…

Llegué junto al sillón y debo decir que su presencia, cruzada de piernas y en la casi penumbra, era, por demás, inquietante, más aún cuando no llegaba siquiera a verle las facciones de su rostro.  Sentí que sus dedos, como fríos garfios, se posaban sobre mi talle y me impelían a girar:

“Date la vuelta, preciosura” – dijo, terminando de confirmar mis presunciones.

Apenas le di la espalda, sentí su mano deslizarse por debajo de mi falda y acariciarme con ternura el culo; sí, con ternura: así lo sentí. Una a una, fue soltando las ligas que sujetaban mis medias y luego me bajó la tanga para así recorrerme con más facilidad.  De pronto, sentí un contacto tibio y húmedo y me di cuenta que me estaba deslizando la lengua por las nalgas.  Lo hizo durante largo rato sin detenerse, para luego comenzar a aplicarme mordiscos que, sin embargo, no llegaban a dañarme y que, en todo caso, si dolían era porque todavía tenía mi cola algo resentida por la paliza que me había dado Micaela en casa de Evelyn.  Pero la dama de la oscuridad había anunciado que quería comerme mi culo y, en efecto, fue eso lo que se dedicó a hacer: primero comenzó más o menos suave y luego como si pareciera querer arrancarme secciones completas de carne y piel.  Uno de sus fríos y ahusados dedos se deslizó dentro de mi zanja y, antes de que yo pudiera darme cuenta de algo, ya estaba entrando en mi orificio.  Yo temblaba cada vez más y, aunque quería, no lograba detener el temblequeo de mis piernas.  La mujer, mientras tanto, no decía palabra alguna y, a decir verdad, tampoco podía, pues estaba entretenida en devorar mi cola con la fruición digna de un animal carnívoro.

Supe que no me quedaba más remedio que, simplemente, esperar hasta que a ella le viniese en gana terminar con aquello y, en efecto, el momento tardó pero llegó.  Dejó de morderme y también de hurgar con su dedo dentro de mi agujerito pero, en cambio, deslizó su mano por mi entrepierna e introdujo un dedo en mi raja.  Sin poder evitarlo, mi respiración se fue haciendo cadenciosa y luego jadeante y, no sé por qué, me dio la sensación, aun sin verla, de que la mujer lo estaba disfrutando enormemente.  Al cabo de un rato de juguetear con mi vagina, me liberó y, tras propinarme una nueva mordida en la nalga, quizás a modo de cierre, me apoyó el taco aguja de su zapato sobre la base de mi espalda y me impulsó hacia adelante, haciéndome quedar nuevamente bajo la luz del reflector.

“Quitate las ropas – me dijo, siempre en tono suave -.  De a una… y despacito”

¡Dios!  Sólo me faltaba hacer un striptease para una mujer.  Juntando energías de donde no las había, comencé por quitarme la blusa y, en ese momento, la mujer me pidió que me girase hacia ella con el más que obvio objetivo de verme las tetas.  Yo así lo hice, aunque, claro, tenía aún el sostén colocado.

“Afuera el sostén” – me ordenó, justamente.

Como ya era casi norma en los últimos tiempos, yo optaba por hacer todo lo más rápido posible con tal de terminar pronto, así que llevé mis manos a la espalda para desprender el bretel y quedarme en tetas.  Ella me frenó, sin embargo:

“Despacio – me corrigió -; quiero que lo hagas lento para poder disfrutar cada momento”

Bien.  Reduje mi velocidad y, con movimiento lento y cadencioso, me fui quitando el sostén.  Pude oír a la mujer soltar una interjección de asombro cuando quedé con mis pechos al aire.  No sé por qué; no era para tanto y, si bien no me podía considerar poco agraciada, tampoco tenía unos senos enormes.  A ella, de todos modos, parecieron gustarle… y mucho: ahora que mis ojos se iban acostumbrando cada vez más a la penumbra más allá de la luz del reflector, me pareció incluso ver que se estaba tocando.

“Ahora lo demás – dijo, casi en un susurro, pero a la vez imprimiendo a las palabras una cierta autoridad -.  Lento, siempre lento…”

Las ligas ya habían sido soltadas por ella, lo cual implicaba que caían sobre mis muslos.  Respondiendo a la lentitud que ella requería de mí, me quité primero un zapato y luego el otro para luego seguir poco a poco con las medias y, finalmente, mis bragas. Le impuse a cada movimiento una sensualidad desconocida en mí pero que me dio la impresión de ser convincente; creo que en parte algo de todo eso lo había aprendido de Tatiana y, consciente o inconscientemente, le copiaba movimientos.  Entretanto, la mujer madura se puso de pie, previo acto de apagar el reflector.  La habitación, tal como cuando yo había entrado en ella, quedó sólo bañada por alguna que otra luz tenue aquí y allá, pero mis ojos, ahora algo más habituados a la penumbra,  lograron recorrerla con más detalle.  Fue recién entonces cuando reparé en que a escaso metro y medio de mí había un jacuzzi, elemento que se repetía con respecto a la habitación anterior, aun cuando ésta no tuviera ese carácter casi porno.

La mujer avanzó hacia mí a paso lento pero firme y sin dejar de mantenerme la vista fija ni por un instante; su presencia me intimidó a tal punto que hasta reculé un par de pasos olvidando, al hacerlo, que tenía detrás de mí el jacuzzi, de cuyo borde debí asirme para no ir a parar adentro.  Imperturbable, ella se detuvo ante mí y levantó ambos brazos.

“Quiero que me desvistas – ordenó -; y que me bañes”

Cada vez más temblorosa por el nerviosismo, hice lo que me decía: comenzando por su vestido, le fui retirando una a una sus prendas hasta dejarla desnuda; había que decir que mantenía un dignísimo cuerpo para su edad, en especial sus piernas que lucían firmes y, por lo poco que permitía apreciar la escasa luz, casi sin várices.  Una vez, entonces, que estuvo desnuda, levantó un pie por encima del borde del jacuzzi y se introdujo en él.  El agua, al parecer, ya estaba caliente, lo cual venía a querer decir que la mujer tenía toda la escena preparada para mí; en todo caso, al entrar en ella accionó algo pues el agua comenzó a burbujear.  Yo seguía temblando y, si había un momento para huir, era ése, pero, sin embargo, recordaba bien lo hablado con Evelyn y a cuánto me arriesgaba en caso de hacer algo así.  La mujer se mantenía de pie dentro del jacuzzi, por lo cual debió inclinarse ligeramente para palmotear en el agua como una clara señal hacia mí.  Tuve que entrar, entonces y, una vez dentro, el agua caliente acariciándome las pantorrillas me produjo una sensación gratificante que cuadraba muy poco con los nervios del momento.  Ella, en tanto, volvió a levantar los brazos.

“Adelante – me impelió -; estoy esperando que me bañes”

Ya no quedaba, desde luego, alternativa alguna, así que tomé una esponja y comencé a enjabonarla…

“No, así no – me interrumpió la mujer -; con tus manos”

¡Dios!  Vaya lesbiana perversa: así que eso quería… En fin, arrojé la esponja a un lado y, en cambio, me apliqué jabón en las manos para luego dedicarme a masajearle su cuerpo.  Fue harto difícil para mí el momento de apoyar las manos sobre su piel, así que, cuando finalmente lo hice, elegí una zona “neutra”, no demasiado erógena… En efecto, le apliqué jabón en el vientre pero sólo durante unos segundos ya que, muy rápidamente, ella me tomó ambas manos y las llevó hasta sus pechos…

Ella me seguía mirando a los ojos y yo me vi obligada a bajar los míos: en la penumbra, su rostro parecía exhibir una plácida sonrisa que, a decir verdad, me inquietó.  Seguía sin soltarme las manos y, en lugar de hacerlo, se dedicó más bien a hacerme trazar círculos con las palmas de tal modo de enjabonarse las tetas.  Soltó una risita; yo no cabía en mí de la vergüenza.  Una vez que interpretó que yo ya había entendido cuál era el movimiento que ella esperaba que hiciera con mis manos, me las soltó y, por lo tanto, seguí, por mi cuenta, enjabonándole los senos con ese movimiento semicircular; cada vez que las yemas de mis dedos pasaron por sobre sus pezones, pude claramente percibir cómo éstos se endurecían.  Cuando se sintió satisfecha, se giró y me enseñó la espalda.  Holgaba, por supuesto, decir qué era lo que de mí esperaba así que, antes de que me lo exigiese, se la enjaboné también.  Contrariamente a lo que podría haberse esperado, tenía una piel bastante tersa, que no se condecía con su edad.  Echó la cabeza plácidamente hacia atrás al momento en que le recorrí y masajeé el cuello:

“Mmmm, sí… - dijo, en un susurro -; me gusta eso: quiero que lo sigas haciendo”

Tomándolo, después de todo, como quizás lo más leve que de mí fuera a exigir en esa noche, hice lo que me decía y pude sentir cómo todo su cuerpo se relajaba.  No sé durante cuánto tiempo lo hice pero cuando se sintió satisfecha me lo hizo saber:

“Ahora mi cola – me dijo, en tono relajado pero imperativo -; con la misma suavidad”

Era esperable.  No se iba a contentar sólo con espalda y cuello ahora que me tenía tras ella.  Mis manos ya casi no tenían espuma así que las enjaboné nuevamente y le embadurné bien las nalgas; el contacto fue, para ella, tan placentero que, claramente, su cuerpo se contrajo en un acto de entrega, mientras elevaba su mirada hacia el techo; era como si se estuviese dejando transportar hacia algún lugar ideal…

Tersa era también la piel de su cola, lo cual hizo algo menos incómoda mi tarea pues, en algún punto, comenzaba a disfrutar de enjabonarla y masajearla.  Aun cuando ella no me lo pidió, comencé, como al descuido, a deslizarle cada tanto alguna de mis manos por dentro de la zanja; y cada vez que lo hice, dejó escapar un leve gemido.  Hinqué una rodilla y, de ese modo, el agua me cubrió hasta las costillas y el trasero de esa mujer quedó frente a mi rostro.  Luego de masajeárselo durante largo rato, seguí con sus muslos; se la notaba vencida, entregada, sin resistencia… Mi cabeza, en ese momento, comenzó a hacer suposiciones y maquinaciones: ¿quién sería realmente esa mujer?  ¿Y si se trataba de alguna empresaria importante?  Por algo, Evelyn la había definido como un “pez gordo” cuando yo aun todavía no sabía que se trataba de una mujer.  Me puse a pensar que si lograba caerle lo suficientemente bien y hacerla sentir gratificada, podría ello valerme algún puesto laboral de cara al futuro y, así, salir de la fábrica.  Pero, por otra parte, al imaginar tal posibilidad, me preguntaba yo si sería capaz de soportar un ámbito de trabajo en el cual mi jefa fuera a usarme como su juguete día tras día; ya bastante tenía con mis jefes actuales, su secretaria y demás… Pero, ¿ser prácticamente la esclava sexual de una empresaria lesbiana?  Sonaba a demasiado…

“Lavame bien la conchita, dulzura” – me espetó ella, arrancándome de mis pensamientos.

No hizo el mínimo amago por girarse, de lo cual deduje que esperaba que yo deslizase mi mano bajo su entrepierna para llegar hasta su sexo, así que, en efecto, eso fue lo que hice.  Apenas mi mano se apoyó sobre su vagina, ella soltó un jadeo e inclinó su cuerpo hacia adelante casi como si acabara de ser penetrada.  Era evidente que lo estaba disfrutando y, por eso mismo, incrementé el ritmo del masajeo sobre su sexo haciendo que, incluso, algunos de mis dedos se le deslizasen dentro de su raja.  Ella, para no caerse, se giró ligeramente y se tomó con ambas manos al borde del jacuzzi.   A la tenue luz, llegué a ver alguna porción de su rostro y la imagen que daba era la de algún animal en celo tratando de mordisquear el aire.  Verla en ese estado me excitó en cierto modo y, por alguna razón, me incentivó a introducirle un par de dedos más dentro de la vagina; sin embargo, apenas lo hice, se retorció y pareció manifestar alguna protesta.  Temí haber arruinado las cosas y por eso retiré mi mano de su sexo con prisa.

“Con la… manito, no… - me dijo, en la medida en que iba recuperando tanto su respiración como su voz -; con tu lengüita…”

Experimenté un sacudón; no era, entonces, que me estuviera pasando de la raya, sino que ella, justamente, quería que la cruzara mucho más.  No se trataba, otra vez, de algo que no hubiera hecho antes pero, aun así, no dejaba de ser siempre traumático el que una mujer me obligara a hacerle sexo oral.  Traté, no obstante, de pensar lo menos posible; separándole un poco más la entrepierna con mis manos, saqué mi lengua por entre los labios y zambullí mi rostro justo allí, con su culo pegado contra mi frente.  La embestida fue tal que, una vez más, ella pareció a punto de perder el equilibrio; de hecho, pude percibir cómo, claramente, su cuerpo iba cayendo hacia adelante con mi rostro acoplado al mismo.  En efecto cayó pero, al parecer, logró sostenerse sobre las palmas de sus manos al llegar la piso, con lo cual quedó con el vientre aplastado contra el borde del jacuzzi y su cuerpo doblado en dos por la cintura y con su culo en pompa.  Durante un momento, aparté mi lengua de su sexo y, no sin preocupación, eché un vistazo en derredor para tratar de evaluar la situación, pues no estaba aún segura de si se había hecho daño con la caída o no…

“Adelante… - me instó, con voz cargada de lascivia -; no te detengas, putita…”

Dos cosas me excitaron: por un lado, el saber que todo estaba en orden y por otro, el cambio de léxico, pues por primera vez me insultaba, cosa que, en buena medida, me sorprendió pero que, a la vez, me estimuló… Mi mente ya estaba tan enferma que parecía necesitar algún tipo de menosprecio verbal para alimentar mi excitación.  Por lo demás, la posición en que ella había quedado era inmejorable, pues dejaba su caramelo expuesto y ofreciéndose de modo aun más perverso que antes…

Volví a la carga, entonces: me hice lugar de nuevo con las manos y le enterré la lengua cuan profundo pude, arrancándole un aullido de placer que pobló la habitación y del cual era difícil pensar que no se hubiera oído desde habitaciones contiguas; el sólo pensar en ello, antes que amilanarme, me calentó aun más y me llevó a incrementar mi embestida.  Literalmente, la cogí con mi lengua: adentro y afuera, adentro y afuera, una y otra vez; y en cada oportunidad más adentro.  Sus jadeos fueron haciéndose cada vez más continuos hasta llegar convertirse en un único y prolongado gemido; fue entonces cuando el orgasmo le llegó y los fluidos me inundaron la boca.  Sólo cerré los ojos y traté de entregarme al momento…

Durante algún rato ella pataleó en el agua, tal como si fuera un animal ahogándose: de un modo u otro, siempre remitía a esa imagen de salvaje animalidad.  Poco a poco, fui mermando en el ritmo y retirando su lengua, con lo cual, también, el pataleo cesó.  Al retirar mi rostro, la vi colgar laxa y sin fuerzas sobre el borde del jacuzzi mientras su respiración iba recuperando, de a poco, el ritmo normal.

Me incorporé; era tanto el frenesí del momento vivido instantes antes, que me sentí algo mareada y tambaleé un poco hasta que, finalmente, perdí el equilibrio y caí, haciéndolo, por suerte, sobre el agua placenteramente cálida y burbujeante.  Ella, apoyando las manos sobre el borde, se impulsó completamente hacia adentro del jacuzzi y se giró hacia mí.  Las dos quedamos sentadas, con las burbujas bailoteándonos a la altura de los senos y separadas por poco más de un metro; en su mirada sólo había placer y me pregunté, en ese momento, si todo habría terminado o tendría, aún, reservado algo más para mí.  Fue, en ese momento, cuando recordé que Evelyn, en realidad, había dicho que yo pasaría la noche en esa habitación: es decir, que pernoctaría allí y no que sólo haría una corta visita nocturna.

“¿Cómo te llamás?” – me preguntó, de sopetón, y recuperado ya el tono sereno y maternal en su voz.

Dudé por un instante; ¿qué nombre debía decir?  Estuve a punto de decir Soledad pero, por alguna razón, no logró salir de mis labios.

“Nadita…” – dije, en cambio, con sorprendente facilidad.

La mujer soltó una risita.

“¿Qué clase de nombre es ése?” – preguntó.

No supe qué decir; mi rostro evidenciaba vergüenza.

“Es… el mío simplemente, señora…” – respondí con un encogimiento de hombros.

“El mío es Clelia – dijo ella, sonriendo -; también es un nombre no muy usual después de todo…”

“S… sí – asentí -; lo… es, señora… Clelia”

“Señorita…” – me replicó.

“P… perdón, señorita Clelia” – me corregí, maldiciéndome a mí misma por mi torpeza; debí haber supuesto que, siendo ella una mujer de edad y lesbiana, no era tan extraño que jamás se hubiese casado.

“No hay problema, linda – me dijo, y puso tal ternura en su voz que mis mejillas se sonrojaron-.  ¿Por qué me tratás de esa manera?”

La pregunta me sorprendió un poco y cabeceé hacia atrás.  Temí haber cometido algún desliz o una falta de respeto.

“¿T… tratarla c… cómo, s… señora, p… perdón, señorita Clelia?”

“Así como lo estás haciendo, querida: te dirigís a mí como si fueras casi un ser inferior”

Evidentemente, era una mujer astuta y había captado todo muy rápidamente.  De todas formas, tal comentario no dejaba de sorprender pues ella misma, en todo momento, se había comportado ante mí un cierto aire de superioridad; ya fuera hablándome con ternura o con rigidez, todo lo que había hecho era darme órdenes…

“N… no lo sé, señorita Clelia – respondí, tartamudeando -; s… simp… plemente es… algo que… me salió…”

“Ya me di cuenta – me refrendó -; ni siquiera te inmutaste cuando te llamé putita; por el contrario, seguiste adelante con toda docilidad”

Claro: eso era; me había puesto a prueba al llamarme de ese modo.  Y ahora yo no podía ocultarle a ella mi verdadera naturaleza.  Descolocada, no supe qué decir; giré la cabeza alternadamente a un lado y a otro mirando en derredor sólo para encontrarme con las burbujas que bailoteaban contra mi cuerpo.  Cuando volví a levantar la vista, me encontré con que ella tenía una de sus piernas extendidas  y un pie a escasos centímetros de mi rostro.

“Quiero que lo chupes, nadita” – me espetó, con voz serena pero autoritaria.

Otro sacudón para mí; su rostro traslucía una sonrisa ahora bastante más nítida, la cual le recorría el rostro casi de oreja a oreja pero, además, sus ojos parecían destellar un brillo que era levemente diferente al que exhibiera antes.   Incluso el tono de su voz al hablar era algo distinto; seguía sonándome maternal, pero de otro modo difícil de definir.  Yo no supe qué decir; nerviosa, tragué saliva y me removí en mi lugar… Bajé los ojos pero, en ese momento, ella estiró su pie y me lo apoyó en el mentón.  La miré; me guiñó un ojo…

“Vamos…” – me dijo.

En fin, no podía ser peor que algunas de las cosas por las que ya había pasado; no era, pues, que me repugnara en sí el hecho de tener que abrir mi boca para dejar entrar su pie sino el que ella hubiera, de modo tan fácil, descubierto mi “naturaleza sumisa” y decidiese sacar partido de ello; me vino a la mente el recuerdo de cuando Evelyn se diera cuenta de cuánto me excitaba el ser insultada por Rocío.  Clelia volvió a guiñarme el ojo; era una clara invitación a actuar…

Abrí mi boca y su pie entró en ella; le recorrí los dedos con la lengua una y otra vez para luego succionar casi como si quisiera arrancárselos.  Era tanta mi vergüenza que yo trataba de no mirar a Clelia a los ojos sino que, la mayor parte del tiempo los mantenía  cerrados o, simplemente, en el pie de ella.  Así y todo, no pude evitar, cada tanto, arrojar algún vistazo por debajo de las cejas: y la vi sumamente entregada, echando la cabeza hacia atrás de tal modo que su negra cabellera  flotaba entre las burbujas.  De algún modo, la escena se parecía a la de algunos minutos antes, cuando yo la penetraba con mi lengua, pero, sin embargo, había algo distinto esta vez: en su entrega se advertía algo más de orgullo, de soberbia; antes, me había parecido que era yo quien tenía control sobre ella, en tanto que, ahora, era exactamente al revés.  Viendo su actitud relajada, la imagen que transmitía era la de estar disfrutando enormemente el dominarme de esa forma.  De hecho, jugueteó con su pie dentro de mi boca casi como demarcando territorio o haciendo alarde de dominación.  Las cosas estaban cambiando un poco; yo siempre le había notado un cierto aire de superioridad, pero ahora ella parecía desnudar un costado algo más oculto; Clelia era, definitivamente, una caja de sorpresas y, al parecer, no mostraba de entrada toda su personalidad.

Cuando se cansó de juguetear con su pie dentro de mi boca, lo sacó fuera y me propinó un suave pero sorpresivo puntapié en la trompa, el cual acompañó soltando una risita que no supe cómo interpretar.  Yo estaba algo confundida; no terminaba de entender la mutación que ella ahora mostraba: todo vestigio de dulzura y maternidad parecía haber desaparecido.

“De pie – me ordenó -; quiero que te laves bien”

Cada vez parecía jugar más con el misterio; en algún punto, me dio la impresión de estarme preparando para alguna especie de ritual: como si yo fuera una víctima a punto de ser sacrificada.  Ignoraba en ese momento que mi percepción de lo que ocurría no distaba tanto de la realidad…  Hice, de todas formas lo que me ordenaba: me puse de pie dentro del jacuzzi y, expuesto así mi desnudo cuerpo ante sus ojos y a la tenue luz de la habitación, me dediqué a enjabonarme y enjuagarme una y otra vez.  Ella no me despegó en ningún momento los ojos de encima, ni siquiera cuando, tomando una toalla, se incorporó y salió fuera del jacuzzi.

“Suficiente” – me dijo en un momento, arrojándome la toalla con la cual ella terminaba de secarse.

No hizo falta que me dijera más que eso, pues el gesto era ya de por sí lo suficientemente claro: imitando lo hecho por ella apenas un momento antes, salí fuera del jacuzzi y me dediqué a secarme.  Mirando ocasionalmente de reojo, pude verla acariciarse el mentón y devorarme con los ojos de arriba abajo durante; me sentí tan expuesta que me vino un incontenible ataque de pudor, por lo cual intenté (en un esfuerzo, desde ya, inútil) cubrir mis partes íntimas con la toalla lo más que pude e, incluso, me la eché por encima de los senos una vez que acabé de secarme.  Durante todo ese tiempo, Clelia se mantuvo sin decir palabra alguna, sino sólo mirándome, lo cual hizo que mi nerviosismo fuera progresivamente en aumento… De pronto, señaló con un dedo índice hacia mis zapatos de taco aguja y, aun cuando tampoco emitió palabra, el gesto alcanzó: quería que me los pusiese.

Otra vez el temblor recorriéndome: torpemente y como pude, me calcé y quedé así completamente desnuda sobre mis tacos, pues ella estiró su brazo en clara demanda de que le entregase la toalla que, al menos muy precariamente, me cubría hasta ese momento.  Ella me estudió una vez más y asintió como si aprobara pero también advertí en su rostro una mueca que me resultó extrañamente perversa, por no decir sádica.  Siempre sin decir palabra, se giró sobre su derecha y, con paso grácil, caminó desnuda por la habitación, recortándose así su agraciada silueta en la penumbra; en un momento se me hizo difícil seguirla con los ojos, pues se dirigió hacia la parte de la habitación que más oscura se hallaba.  Por mucho que intenté aguzar la vista, no pude precisar absolutamente nada y sí, en cambio, oír una serie de chasquidos metálicos que remitían a cierres o hebillas, de lo cual saqué la conclusión de que Clelia se estaría vistiendo: por cierto, no dejaba de ser raro, pues yo había pensado que su siguiente paso sería llevarme a la cama…  De pronto, con un inconfundible taconeo,  Clelia volvió a emerger de la oscuridad y salió algo más a la tenue luz; imposible describir el impacto que me produjo verla, al punto que trastabillé y estuve a punto de caer una vez más: su caja torácica estaba ahora enfundada en un enjuto body de color negro, el cual aparecía poblado de doradas cremalleras aquí y allá además de estar abierto por debajo, lo que venía a significar que dejaba al descubierto su sexo; dudé, en ese momento, acerca de si la prenda era de cuero o de látex.  En cuanto a sus pies, aparecían calzados en sendas botas, también negras, que le llegaban hasta por encima de las rodillas…  Y si con ese atuendo no tuviera ya lo suficiente como para inquietarme, un antifaz le cubría el rostro, en tanto que en mano… portaba un látigo.

Llevándome involuntariamente un puño cerrado a la boca, ahogué un grito de espanto; reculé, trastabillé sobre mis tacos y estuve a punto de caer nuevamente al agua del jacuzzi.  Clelia avanzó hacia mí y, cuando se halló a escaso metro y medio, blandió, para mi horror, su látigo, haciéndolo restallar con un seco chasquido a escasos centímetros de mis pies.  Esta vez sí: el gritó logró salir de mi garganta, pero eso no dio impresión de amilanar a la dama de negro sino que, por el contrario, pareció envalentonarla o, incluso tal vez, excitarla…

“Al piso, putita” – me ordenó, en un tono que era desprecio puro.

Mi espanto, para esa altura, era ya tanto que, sin dudarlo y temiendo recibir un latigazo sobre mi humanidad, me dejé caer al piso haciéndome un ovillo y escondiendo la cabeza entre mis hombros y brazos.  El látigo volvió, una y otra vez, a restallar a mi alrededor, por lo cual, muerta de miedo, me encogí aún más.  Quería implorarle, rogarle que no me golpease, pero la lengua me temblaba y no había forma de que articulara palabra alguna.   Oí el sonido de los tacos muy pero muy cerca de mi rostro, lo cual me llevó a esconderlo todavía más; y de pronto sentí, como si se tratara de un fino estilete, el taco de su bota clavándose en mi nuca.

“¿Qué te pasa, putita? – me espetó, entre dientes, acompañando sus palabras con el inconfundible sonido de un escupitajo al cual sentí estrellarse entre mis omóplatos -.  ¿Tenés miedo?”

Yo, a esa altura, sólo sollozaba pero, aun así, creo que llegué a articular un débil “si”.  Ella retiró su bota de mi nuca y, una vez más, hizo sonar el temible látigo.

“S… sí, señorita C… Clelia – musité, tartamudeando -; t… tengo m… miedo”

“¡Y me parece perfecto! – me refrendó -.  ¡Es lógico que lo tengas!  ¡De rodillas!”

Acompañó la orden con un nuevo chasquido de látigo que me sonó aun más cercano que los anteriores; al parecer, Clelia dominaba el instrumento con gran pericia y ello, dentro del cuadro general, me tranquilizaba en alguna medida: si no me había golpeado hasta ahora, era simplemente porque no quería hacerlo; al menos, eso fue lo que yo quería creer.  De todas maneras, la escena distaba de ser para mí halagüeña…

Lentamente y con mucho temor, me fui incorporando hasta ubicarme de rodillas tal como ella me exigía, pero sin atreverme aún a levantar la vista, la cual mantuve baja y dirigida hacia sus formidables botas de cuero que, de manera tan ominosa, veía plantadas ante mí.  En ese momento, sentí un estremecimiento y noté que mi cabeza era izada desde la barbilla; al tratar de definir qué era lo que ocurría, advertí que la mujer había hecho lazo con su látigo y, por medio del mismo, levantaba mi cabeza por el mentón cual si lo hiciera con un guinche.  No paró de hacerlo hasta que mis ojos quedaron enfrentados a los suyos, que me miraban como dos brasas encendidas allá en lo alto; y no exagero: juro que, en mi terror, hasta los veía de color rojo… Clelia no parecía humana; allí y en ese momento, era para mí un demonio enfundado en cuero y látex…

Como si disfrutara del momento (y de seguro lo hacía), fue retirando despaciosamente el látigo bajo mi barbilla para luego doblarlo una y otra vez hasta formar varios círculos concéntricos con las vueltas del mismo.  Acercándolo a mi rostro, lo apoyó sobre mis labios, lo cual provocó en mí el gesto reflejo de echar hombros y nuca hacia atrás.

“Besalo…” – me ordenó, con un tono de voz tan frío que helaba la sangre.

Yo no paraba de temblar y, de hecho, no lograba controlar el bailoteo de mis labios que, ya para entonces, no obedecían a mi voluntad; tanto más difícil me fue, por ello, el intentar hacer lo que ella me exigía pero, finalmente y con gran esfuerzo, lo hice: mis labios se apoyaron contra el látigo y lo besaron, tratando de ponerle al acto la mayor devoción de que yo fuese capaz.  Ella sonrió, dándome así la sensación de que había quedado conforme; era cierto, pero sólo momentáneamente… Acto seguido, tomó el látigo por el mango y lo hizo girar hasta ubicar el mismo en posición invertida y, otra vez, muy cerca de mi boca.  Luego de jugar un poco con el suspenso, me apoyó el mango sobre la misma y empujó de modo tal de hacerme separar los labios para así engullirlo como a un pene.

“Chupalo…”- me espetó, siempre con la misma frialdad.

La orden terminó de confirmar el carácter fálico que yo había creído ver en el asunto.  Obedientemente y con mucho temor por una posible reprimenda o castigo, lamí el mango y lo succioné llevándolo hacia adentro de mi boca varias veces, movimiento que se vio acentuado por el hecho de que ella misma lo empujaba adentro y afuera como si fuera una pija.  Cuando se cansó de penetrarme por la boca con el látigo, lo extrajo de la misma y, antes de que yo pudiera siquiera acomodarme a la nueva situación, levantó un pie y apoyó la suela de su bota contra mi rostro, de tal modo que la puntera quedó clavada contra mi frente y el taco muy, pero muy cerca de mi boca.

“A lamer” –me ordenó.

Era una humillación tras otra.  Una vez más, debo decir que la cuestión no estribaba en que se tratase para mí de algo nuevo: había, después de todo, vivido algunas experiencias similares y me vinieron a la cabeza la fiesta de despedida que me habían dado las chicas en la fábrica, así como la azotaina que me había propinado la madre de Daniel luego de la boda o, más recientemente, la paliza que me había hecho sufrir Micaela apenas un par de noches atrás.   Y sin embargo, había algo distinto esta vez: en la fábrica, se había tratado de jovencitas que súbitamente habían enterrado su pudor y sus prejuicios convirtiéndome en víctima de sus desquicios y fantasías largamente reprimidas; en el caso de mi suegra, se había tratado de una fiera enceguecida queriendo dejar marca sobre mi piel de la humillación que, a sus ojos, yo había hecho vivir tanto a Daniel como a su familia; por último, lo de Micaela había sido una casi adolescente cobrándose sobre mi humanidad sus propias frustraciones y deseos de venganza por considerar que yo le había “quitado” su trabajo.  Lo de Clelia era enteramente distinto: esa mujer, que no me conocía ni tan siquiera sabía nada de mi pasado, no parecía improvisar en absoluto ni manejarse por impulsos; por el contrario, la impresión que daba era la moverse en un terreno que dominaba.  Evidentemente, aquello era lo suyo y la estética sadomasoquista parecía encajarle como anillo al dedo; pensé, por un momento, en cuántas serían las chicas que ya habría solicitado que llevaran a su habitación, en ese hotel o en otros.  Por lo pronto, a mí me había ido tanteando y testeando hasta comprobar que yo era, en efecto, la víctima que buscaba.

“Que lamas, te dije” – insistió, pisándome el rostro con taco y todo, ante lo cual me vi obligada a sacar mi lengua y, simplemente, pasarla a lo largo de toda la suela.  Ella, por su parte, se encargó de ir moviendo su pie de tal forma de que yo no dejara centímetro sin recorrer, ni tan siquiera el fino taco que, sin miramiento alguno, enterró en mi boca para que, prácticamente, se lo chupase tal como antes lo hiciera con el mango del látigo.

Una vez que pareció conforme, retiró su bota de mi rostro y volvió a restallar el látigo en el piso.  Me sobresalté una vez más pero, mal que mal, empezaba a confiar en ella, pues ya estaba suficientemente claro que conocía bien su “oficio” y, de hecho, jamás me había golpeado.  Lo que quería, al parecer, era simplemente ejercer sobre  mí el máximo control; parecía apuntar a lo psicológico más que a lo físico en sí o, al menos, no al dolor propiamente dicho.

“A la cama” – me ordenó.

Sumisamente, me desplacé sobre cuatro patas en dirección hacia la zona de la habitación que permanecía en sombras, en donde, suponía, debía estar la cama.  Ella marchó detrás de mí haciendo siempre chasquear su látigo para impelerme a apurar el paso; la imagen que yo daba a sus ojos en ese momento debía ser la de un perrito asustado con el rabo entre las piernas.  Salí de la luz y les costó a mis ojos acostumbrarse a la oscuridad de esa parte de la habitación, pero pronto lo fueron haciendo; en efecto, una cama amplia y redonda se hallaba allí pero, además de ello, llamaron particularmente mi atención algunos objetos que no logré definir y que aparecían colgados en la pared por soportes.  Clelia pasó a mi lado y tomó de allí algo que no pude precisar; al hacerlo, quedó, obviamente, uno de los soportes vacíos y, de inmediato, alcancé a distinguir que, a su lado, había otro en iguales condiciones: no era difícil darse cuenta que allí era donde debía haber estado el látigo minutos antes.  Y así, a medida que mis ojos seguían acostumbrándose a la penumbra, fui reconociendo algunos de los otros enseres que colgaban de la pared; con la piel erizada, pude esposas, fustas, collares, cadenas, máscaras…

¡Dios!  Aquello era ni más ni menos que un arsenal sadomasoquista y, realmente, costaba creer que la propia Clelia lo hubiera armado o dispuesto para tal fin… No, lo más probable era que ésa fuera una habitación, justamente, destinada a clientes con tales preferencias: no era que Clelia pasase allí su estancia en el hotel sino que todo allí estaba preparado para satisfacer los más sádicos y perversos fetiches de los clientes…

Clelia se giró hacia mí y, una vez más, experimenté un estremecimiento.  De pronto, me pareció en la oscuridad alcanzar a ver que ella llevaba un falo erecto entre las piernas.  Se me dio por pensar, en un primer momento, que Clelia fuera un transexual, un travestido o algo así, pero no: yo misma la había aseado un rato antes, pudiendo comprobar que, en efecto, era una mujer con todas las de la ley… Lo que llevaba entre sus piernas no era otra cosa que un miembro artificial sujeto a cinturas y cadera por medio de un arnés…

“A la cama” – volvió a ordenarme, señalando con un enhiesto dedo índice hacia el lecho.

Presa del terror, me apeé a la misma de un salto sin saber aún qué postura debía yo asumir una vez sobre ella.  Por lo pronto, al treparme, quedé a cuatro patas y ella ya no me dio tiempo a nada más; de un salto, se apeó por detrás de mí y, para mi sorpresa, me cubrió la boca con una mordaza que ajustó a mi nuca y que seguramente tenía un carácter más simbólico que utilitario; de pronto me encontré con mi lengua casi inmovilizada y comprendí que lo que me había sido colocado no era cualquier tipo de mordaza, sino una de ésas que llevan una especie de bolilla  que se inserta en la boca y que yo, hasta ese momento, sólo había visto a la pasada en algún que otro sitio porno; de hecho, hasta había llegado a pensar que sólo existían en el mundo de la fantasía.  Una vez que consiguió que yo ya no emitiera sonido, me tomó por la cintura y se dedicó a untarme con algún lubricante, primero en la vagina y luego en la cola…

Luego, simplemente me ensartó… Teniéndome siempre a cuatro patas, me penetró por la vagina y lo hizo de un modo terriblemente salvaje que, a la vez, parecía cargado de ritual: la sensación era que ella estaba tomando posesión de mí y, aun cuando fuera a través de un miembro artificial, lo hacía de un modo tremendamente femenino. La mordaza, por supuesto, consiguió silenciar mis jadeos mientras me veía arrastrada irremisiblemente al orgasmo.  Volvió a destellar en mi mente la idea, reforzada por la práctica, de acabar con todo aquello lo antes posible, pero rápidamente me di cuenta de lo idiota que era: quien me montaba, en este caso, no era un petiso libidinoso que fuera a eyacular de un momento a otro, sino una mujer formada y especializada en otro tipo de sexo y que, en la práctica, no eyacularía al estar equipada con un pene artificial.  Mientras tanto, la penetración arreció y se incrementó; nunca como entonces entendí el sentido de la mordaza: al impedirme gritar, constituía una tortura en sí misma, pues yo tendría que recibir mi orgasmo sin la posibilidad de exteriorizarlo.  A ella, por supuesto, eso era lo que menos le importaba (por el contrario, era lo que buscaba) y, como tal, continuó de manera inclemente con un bombeo que me llevaba, a un mismo tiempo, al cielo y al infierno.  El orgasmo me llegó, como no podía ser de otra manera, mientras mis codos se vencían y yo caía con mi rostro contra la cama, pero esa mujer, conocedora de su “oficio”, no me iba a permitir tal escape; por el contrario, me tomó por los cabellos y me levantó la cabeza, con lo cual la tortura fue doble: por el dolor en mi cuero cabelludo y por mi explosión interior, ambos silenciados estratégicamente por la bolita de la mordaza… Para colmo de males, al no haber, en este caso, orgasmo para quien me cogía, el ritmo no se atenuó una vez que yo llegué a tal estado sino que ella lo mantuvo de manera impiadosa, al punto que, instantes después, yo alcanzaba un segundo orgasmo y luego un tercero mientras esa mujer no paraba de insultarme y aludir todo el tiempo a mi condición de “puta”.  Ni en mis más locos pensamientos, podría haber imaginado yo una tortura más cruel para mí: aquello dejaba atrás los azotes, las nalgadas, todo… El tormento consistía en privarme de la posibilidad de ponerle un límite al placer; de hecho, hasta tuve miedo de morir… o de que mi cuerpo estallase de algún modo…

CONTINUARÀ