La fábrica (38)

Llega por fin el anunciado evento en el hotel, en el cual a Soledad le espera un papel protagónico

No quedó, por lo tanto, más remedio que volver a mis labores con el consolador retráctil inserto otra vez en el ano para mi dolor e incomodidad; ello sumado a que mi cola aún seguía caliente por la paliza que Micaela me había propinado la noche anterior, razón por la cual creo que no necesito decir que, prácticamente, trabajé de pie durante el resto del día, agregándoseme así dolor de espalda y cervical a mis padecimientos.

Al terminar el turno y tal como lo había anticipado, Evelyn me llevó en el auto a elegir ropa para el evento; por suerte, dejó previamente en su casa a Rocío o, de lo contrario, hubiera yo sufrido humillación por partida doble como venía siendo costumbre.  Y en cuanto a lo de “elegir” era, por supuesto, relativo y, en todo caso, siempre estuvo más que claro que sería Evelyn quien elegiría y no yo; de hecho, yo di por descontado que en esta oportunidad no me pediría opinión en absoluto y, en efecto, así terminó siendo.

Fuimos a una tienda de ropa algo más selecta y, en parte, me alegró no tener que regresar a ese local donde tanto me conocían y donde habían sido testigos privilegiados de mi degradación; al menos, se trataba de un lugar al que nunca había concurrido y ello redujo en parte la vergüenza: en parte, claro, ya que, como era de prever, Evelyn se encargó de exponerme una y otra vez haciéndome entrar y salir de los vestidores y probándome todos los modelitos que le vinieron en gana.  Descartó rápidamente aquellos que no terminaran en falda lo suficientemente corta e insistió, ante las vendedoras, en que yo debía asistir a un evento en el cual era imprescindible que mostrara lo más posible para atraer a potenciales clientes.  Las empleadas, claro, me miraban algo desorientadas al no entender cuál era el ascendente o el grado de control que Evelyn ejercía sobre mí, pues veían sobradamente que yo allí no cortaba ni pinchaba, sino que saltaba a la vista que yo estaba enteramente sujeta a lo que sobre mí decidiera Evelyn.  Optó finalmente por una combinación de blusa, chaqueta y falda corta en varios tonos de gris preponderantemente oscuro y de lo más elegantes, además de,  y como no podía ser de otro modo, dejar al descubierto mis piernas ya desde apenas por debajo del final de la cola.  Al momento de pagar, alguien le aclaró que ya habían llamado de la fábrica y que, por lo tanto, el gasto estaba arreglado; es decir que, y tal como Evelyn le había ordenado a Luciano, éste se había encargado de solucionar el tema del gasto en mi indumentaria.

Allí no terminó la cosa, sino que luego me llevó a comprar calzado y, como no podía ser de otra manera, me eligió unos zapatos con taco de aguja sobre los cuales era casi una tortura caminar.  Luego pasamos por una casa de lencería y se encargó de comprarme unas medias con ligueros, caladas llenas de detalles muy finos y sensuales; se encargó, también, de comprarme ropa interior.  Esto último me desorientó un poco y así lo evidenció mi expresión; Evelyn, por supuesto, no tenía por qué aclararme nada acerca del porqué de sus decisiones, pero en este caso lo hizo, supongo que para hacer más fuerte mi humillación, ya que habló en voz lo suficientemente alta como para ser oída por los empleados.

“Tenés que pensar que ahí va a haber tipos que te van a querer ver sin ropa – explicó, sin prurito alguno -… e incluso, que te van a querer coger.  Necesitás, por lo tanto, estar presentable… y apetecible”

Las empleadas miraban incrédulas e intercambiaban, cada tanto, fugaces miradas entre sí, claramente sorprendidas por la escena que presenciaban y las palabras que oían.  Mi incredulidad no era menor, y no porque me sorprendiesen el tono o la actitud menospreciativa por parte de Evelyn hacia mí, sino porque de sus palabras se desprendía, casi como una inferencia lógica, que yo iba a estar disponible para servir a los bajos apetitos de esos potenciales clientes, a los cuales no paraba un momento de hacer referencia.  Me vino a la memoria el recuerdo de Inchausti, aquel cliente de Corrientes que me cogió por todo orificio habido y por haber.  Un estremecimiento me recorrió el cuerpo y estuve a punto de ensayar alguna tímida protesta o, más bien, alguna pregunta al respecto, pero, en lugar de ello, preferí bajar la cabeza y aceptar:

“Está bien, señorita Evelyn… Lo entiendo perfectamente”

Ya en casa de ella, me hizo probar nuevamente todas las prendas y caminarle enfrente una y otra vez para comprobar cómo me veía.  Me miraba de arriba abajo con ojos que parecían casi expertos, pero a juzgar por la expresión de su rostro, se la veía satisfecha; asintió varias veces como si se felicitara a sí misma por su buen gusto al vestirme.  Luego me llevó ante un espejo a los efectos de que me viera yo misma; se ubicó a mis espaldas y me cruzó un brazo por delante de mi estómago mientras apoyaba su mentón sobre mi hombro y me hablaba muy cerca de la oreja:

“¿Y qué tal? – preguntó, surcado su rostro por una sonrisa de oreja o oreja -.  ¿Cómo te ves?”

La muy hija de puta, ahora sí, me pedía opinión; no lo había hecho, antes, claro, para humillarme lo más posible ante el personal de los distintos locales que habíamos recorrido, pero ahora que no había nadie alrededor, me consultaba mi parecer.  En otro contexto, que ya para ese entonces sonaba a lejanísimo pasado, la hubiera mandado a la mierda, pero en el nuevo estado de cosas que ella había impuesto en mi vida, no podía hacerlo de ninguna manera ni tan siquiera manifestar una opinión negativa; en otras palabras, su pregunta no admitía más que una sola respuesta y ella lo sabía mejor que nadie: se trataba, simplemente, de un aditivo más dentro del pérfido juego al que ella me sometía.  Y, por otra parte, viéndome en el espejo, tenía yo que admitir que me veía tremendamente deseable y sexy; al falda, bien ceñida al talle, realzaba perfectamente mi silueta y la franja de muslo que se dejaba ver entre el borde de la misma y el final de las medias constituía, a todas luces, una invocación al deseo: sí, me veía condenadamente sensual, por lo cual decir cualquier otra cosa sería faltar a la verdad:

“Me… veo muy atractiva, señorita Evelyn… - balbuceé -; es obvio que tiene usted un… muy buen ojo para la ropa… y un finísimo gusto”

“Je, muchas gracias – dijo ella con absoluta falsedad, pues sabía de sobra que mis palabras surgían como resultado de la obligación. -.  Sí, es cierto que te ves muy atractiva: casi diría que me produce un poco de envidia, jiji… Y así de atractiva es como mañana te van a ver todos esos clientes y empresarios, que no sólo te van a devorar con los ojos sino que además van a querer perforarte la ropa con la vista para ver qué hay debajo; y no conformes con ello, quizás hasta decidan comprobarlo por cuenta propia y al tacto…”

Cada una de sus palabras sonaba mordaz, pero también ominosa, intimidatoria; mientras hablaba, iba deslizando una mano por debajo de mi cortísima falda y me acariciaba la cola, en obvia analogía con lo que, supuestamente, viviría yo al día siguiente.  Inclusive me propinó un pellizco juguetón, lo cual me significó aun más dolor en la nalga, pero también me excitó en contra de mi voluntad; tanteó el consolador, lo cual funcionó como la excusa perfecta para que yo le hiciese una pregunta que, para ese entonces, comenzaba a carcomerme.

“S… señorita Evelyn…”

“¿Sí, nadita?”

“Le pido disculpas p… por el at… revimiento, pero q… quisiera, o m… mejor dicho, m… me gustaría s… saber si mañana y pasado voy a tener el…”

“¿Esto dentro del culito?” – completó la pregunta Evelyn, al tiempo que le daba al objeto un empujoncito y me provocaba un doloroso respingo.

“S… sí, señorita Evelyn… Eso mismo es lo que quisiera… perdón, m… me gustaría saber”

Evelyn rio y me dio un mordisquito en la oreja.

“No, perrita – dijo, finalmente, para mi alivio -; esta noche lo vas a tener instalado, claro, pero a partir de mañana te voy a dispensar de eso por dos razones: en primer lugar, porque quiero que te pares bien, que estés envarada y fantástica para representar bien a la empresa; no se te vería bien doblada o caminando mal…”

Hizo una pausa; hasta allí lo que había dicho era de una lógica impecable y, por otra parte, me tranquilizaba enormemente: no podía, realmente, pensar en la tortura de tener que estar moviéndome en ese evento y sonriendo a cada tipo que se me acercase si, al mismo tiempo, tenía que hacer enormes esfuerzos para que no se notase que tenía un elemento extraño en el culo.  Pero por otro lado, y por lo que ya para entonces la experiencia me enseñaba, había que temblar cada vez que Evelyn hacía una pausa al hablar; su segunda razón aún no había sido expuesta y, por lo tanto, me intrigaba e inquietaba sobremanera.

“En segundo lugar… - dijo, al cabo de un rato, adoptando un tono aun más malicioso y sibilante -, quiero que tengas el culito desocupado por cualquier cosa”

No explicó más que eso, claro.  Me quedé a la espera de que agregara algo pero no lo hizo, sólo de sádica que era.  Ella bien sabía que con eso que había dicho. yo pasaría a carcomerme por dentro tratando de imaginar para qué tendría que tener el culo desocupado.  Y, a la larga, por mucho que lo pensase, todos los cálculos parecían conducir a lo mismo: debía tenerlo desocupado por si… alguien quería ocuparlo…

Una vez que me liberó de su perverso abrazo desde atrás, me obligó a desnudarme, es decir, me hizo volver a la posición de perra que, después de todo, yo tenía en su casa.  De hecho, me hizo ponerme a cuatro patas y así fue como quedé en el centro de la sala.  Se alejó taconeando para, al cabo de un momento, regresar y arrojar un montón de papeles y volantes sobre el piso, justo bajo mi vista.

“Vas a tener que estudiarte y aprenderte esto durante la noche – me espetó -:es el versito que les vas a tener que vender a esos tipos mañana en el hotel, hablando de la eficiencia, las bondades de la empresa y bla, bla, bla… Cuanto más aprendidito lo tengas, más convincente vas a ser, aun cuando, y eso está más que claro, lo que menos van a hacer esos tipos es oírte”

“Entiendo, señorita Evelyn – dije, con la vista clavada en los papeles -.   ¿Debo… llevarlos a la cucha?”

“No, taradita – me reprendió, provocando que mi sexo se humedeciera ante el insulto -: allá afuera no hay buena luz y, además, quiero estar segura de que te sabés bien la letra antes de dejarte ir a dormir”

Todo estaba más que claro: tenía que leerlos y aprenderlos allí, como estaba, a cuatro patas.  De otro modo, ¿por qué razón iba ella a arrojar los papeles bajo mi rostro?  Así lo hice, sin chistar: los fui leyendo uno por uno y recitando luego con los ojos cerrados hasta que no quedara bache alguno en el parlamento que yo debía decir.  La propia Evelyn se encargó de evaluarme cada tanto, tomando los volantes y caminando por la habitación con la vista fija en ellos mientras yo los recitaba; toda vez que fue necesario, me corrigió e, inclusive, varias veces me hizo recomenzar.  De a ratos se iba a beber algo o, simplemente, desaparecía sin que yo supiera en dónde estaba; al cabo de algún momento, siempre volvía y, varias veces, caminó alrededor de mí en círculos, lo cual no dejaba de inquietarme.  Fue en uno de esos giros en torno a mí cuando, de repente, se detuvo a mis espaldas; espié de reojo por encima del hombro y pude comprobar que me estaba mirando la cola con detenimiento.

“Mica te dio realmente fuerte – dictaminó, finalmente -: voy a tener que aplicarte una crema allí porque no está bueno que los clientes vean la mercancía golpeada o abollada”

Si algo faltaba para terminar de hacerme sentir un objeto era un comentario como ése: ¡Dios!  Mercancía: así era como estaba yo conceptuada ahora.  Por otra parte, y de manera paradójica, la sugerencia de untarme con alguna crema me provocó una fuerte excitación, ya que me remitió a los días en que Luciano me aplicaba ungüento en la cola para mitigar el dolor por las palizas recibidas.  Evelyn fue hacia el cuarto de baño y regresó con un pomo; instantes después me untaba la cola: no lo hizo mal en absoluto y, de hecho, me excitó, pero… no era Luciano.

“S… señorita Evelyn…” – comencé a decir, mientras ella aún me estaba aplicando la crema sobre las nalgas.

“¿Sí, nadita?”

“Us… ted recién hacía referencia a Mica… ela…”

“Sí, te dejó la cola como un tomate machucado.  ¿Qué pasa con ella?”

Tragué saliva; ignoraba si estaba dentro de lo permitido el preguntar lo que tenía en mente: sin embargo, tomé coraje y lo hice:

“Espero, señorita Evelyn, que me… sepa disculpar por mi pregunta si la considera fuera de lugar, pero… ¿qué va a pasar conmigo en caso de que Micaela sea… reincorporada?”

Evelyn soltó una ligera risita.

“¿Te preocupa?” – preguntó.

“S… sí, señorita Evelyn; es que… verá… en este momento es mi trabajo y…”

“Era el suyo antes: de Mica” – me replicó, tajante.

Su respuesta me descolocó: parecía dejar entrever que, en efecto, la idea era que Mica volviera a recuperar el puesto que yo ocupaba desde su despido.

“Sí, seño… rita Evelyn; lo sé y… lo comprendo, pero… ¿qué va a ser de mí una vez que…?”

“Eso nadie lo sabe” – contestó, con absoluta frialdad la colorada.

Otra vez tragué saliva.  Ella y yo teníamos una especie de pacto: ¿era posible que lo hubiera olvidado o era que, simplemente, se hacía la distraída al respecto y pensaba desconocerlo?

“¿S… seré… despedida, señorita Evelyn?”

“Procuraremos que no”

La respuesta, si bien parca, me tranquilizó un poco, aunque la expresión “procuraremos” no me daba, a decir verdad, demasiada confianza; y las cosas, de todos modos, no me terminaban de cerrar: no había lugar para ambas en la administración… Si Mica regresaba a su puesto, ¿qué sería de mí?

“No… entiendo bien, señorita Evelyn” – dije, llena de confusión.

“¿Qué cosa?”

“Pues… si Micaela vuelve a la fábrica y toma mi lugar… entonces, ¿adónde iré yo a…?”

“No me hagas preguntas que aún no puedo responder” – me cortó, tajante, la colorada, al tiempo que parecía darle los últimos toques de ungüento a mi cola y, tal como pude ver en el espejo, retrocedía unos pasos para ver desde algo más lejos cómo me había quedado.

“Bien – dictaminó -; no es una crema mágica, claro está, pero luce siquiera un poco mejor y, de todas formas, va a ir haciendo su efecto a medida que pasen las horas.  Creo que te voy a volver a embadurnar mañana antes de salir”

Evelyn se había desentendido por completo de la cuestión Micaela, desviando claramente el tema.  Lo peor de todo era que, en este caso, ni siquiera daba la impresión de hacerlo deliberadamente o a los efectos de hacerme sentir inferior, sino más bien como si ya fuera algo natural que mi presente o mi futuro en la fábrica importaban realmente poco.

Tal como había dicho que lo haría, no me dejó ir a la cucha (¡Dios:  qué expresión!) hasta tanto no me hubiera aprendido bien mi letra y se encargó, personalmente, de evaluarme y comprobar que así fuese.  Al igual que lo hiciera la noche anterior, hizo entrar a los pichichos y tuve que dormir afuera, desnuda, con un consolador inserto en la cola y en una casilla que olía asquerosamente a pelo canino.

Y al otro día tuve que ir al evento: conforme a lo que ya parecía una rutina establecida, Evelyn me retiró el consolador a los efectos de que pudiera cumplir con mis necesidades; la novedad, en todo caso, fue que esta vez, para alivio mío y tal como lo había anticipado, no volvió a colocármelo.   Me obligó a ducharme y luego me llevó hasta la fábrica, desde donde una combi nos llevaría con rumbo capital a mí y a algunos más que iban en representación de la fábrica; pocos, por cierto: Hugo Di Leo, Luciano Di Leo, Evelyn (en su calidad de secretaria) y yo, más tres operarios del servicio técnico que se encargarían de hacer algunas demostraciones prácticas y exponer material.  Hasta donde recordaba, cuando me habían mencionado por primera vez lo del evento en el hotel, se había hablado de un par de chicas que irían en representación de la empresa.  Por el contrario, todos, salvo Evelyn, eran hombres, lo cual implicó que, vestida como yo estaba, no me despegaron los ojos de encima durante todo el viaje; sólo Luciano se hacía algo el distraído, lo cual seguramente tenía que ver con el hecho de que Evelyn lo vigilaba de cerca: no dejaba de ser paradójico si se consideraba que el día anterior ella me había hecho mamarle la verga, pero la impresión era que esa nueva versión de Luciano no era capaz de levantar una sola ceja sin autorización de su dueña y señora: relación rara la que tenían; él no se comportaba en ningún momento como novio de Evelyn y, de hecho, en ningún momento del viaje los vi abrazados o haciéndose arrumacos.  No era ése el estilo de Evelyn, quien más bien tenía a Luciano como su juguetito.

En cuanto a Di Leo padre, pareció renovar el interés en mí después de varios días, ya que en un momento se sentó a mi lado y no paró de llenarme de lisonjas y piropos bastante desagradables; incluso me apoyó la mano sobre la pierna, allí donde se ofrecía blanca y deseable la franja de muslo entre falda y medias; el muy cerdo hizo referencia a los “buenos momentos” que ambos habíamos vivido en la fábrica, lo cual, por cierto, dejaba afuera, ya fuese por omisión o por elección, la cogida que me había dado en el baño del local de fiestas durante la celebración de mi boda: de ese modo y descartado eso, cabía suponer que su referencia a los “buenos momentos” sólo podía remitir a las oportunidades en que yo le había mamado la verga  o bien lamido su asqueroso culo.  Evelyn, desde su butaca, nos echó una mirada y se sonrió…

El lugar del evento era un hotel a todo lujo, de ésos en los que jamás en mi vida hubiera pensado en ingresar: fastuosos alfombrados, lujosas cortinas, impactantes tapizados y montones de banderas de todo el mundo a la entrada para dar imagen de prestigio internacional: parecía casi una contradicción que allí se fuera a hablar sobre herrajes industriales.  Fuimos de los primeros en llegar y luego lo fueron haciendo los representantes de otras empresas.  Experimenté una satisfacción típicamente femenina al advertir que las empleadas de las otras firmas me devoraban con los ojos aun más que los hombres pero que, a diferencia de lo que ocurría con éstos, sus ojos sólo dejaban traslucir antipatía, odio e, incluso, envidia: por primera vez, me alegré del modo en que Evelyn había decidido vestirme.  Aprovechando la prontitud de nuestra llegad, armamos nuestro stand justo en el centro del gran salón del hotel: un sitio privilegiado, pues pareció como si el resto de los stands se alinearan en círculo alrededor de nosotros; más a mi favor: si ya era el centro de las miradas, ahora ocupaba también el centro del espacio.

De a poco fueron llegando los asistentes, los cuales iban mostrando al entrar las invitaciones que, tanto nuestra fábrica como las demás, les habían hecho llegar en su debido momento.  Pronto nuestro stand acaparó toda la atención y yo, debo decirlo, era la principal razón de ello, lo cual provocó en mí una extraña mezcla de vergüenza y orgullo.  En cuanto a Evelyn, se la pasó yendo de un lado a otro del hotel y haciendo sociales junto a Hugo y, por supuesto, a Luciano, quien la seguía a todas partes como un perrito faldero; viéndolos a la distancia, la misma situación se repetía una y otra vez: Evelyn hablando con algún cliente y Luciano, un poco por detrás, mirando al piso y hablando sólo cuando ella, al parecer, lo presentaba.

Por mi parte, a cada cliente que se acercó, le fui recitando la letra que tan bien me había aprendido en la noche anterior; creo que logré hacerlo de un modo convincente, fluido y para nada forzado.  Sin embargo, y ya Evelyn me lo había anticipado, cuando yo miraba a la cara de los tipos para quienes exponía, percibía a las claras que lo que menos hacían era escucharme.  Los más me miraban las piernas y, muy particularmente, dirigían la vista a esa sugerente franja de blanco muslo; otros, más osados, me escudriñaban el pecho con poco disimulo y los menos, aun más atrevidos, giraban a mi alrededor mirándome de arriba abajo pero, al parecer, poniendo especial atención en mi cola.  Hasta allí, no era nada distinto de lo que ya se me había adelantado que ocurriría y, por lo tanto, traté de concentrarme en continuar con mi parlamento como si nada ocurriese.

En un momento, Evelyn se acercó y permaneció a mi lado, cruzada de brazos y escuchándome como si fuera un cliente más; quedaba bien claro que me estaba evaluando; en cuanto se produjo un instante en el cual no hubo nadie más alrededor, me depositó una mano sobre la cola.

“Sacá más culito – me dijo, al oído y de manera sibilina -; la idea es que, al verte, no puedan pensar en otra cosa más que en cogerte”

Metí hacia adentro la espalda y me encorvé hasta adoptar la postura que ella me exigía.  Sonrió conforme y se retiró; apenas lo hizo, se me acercó un tipo de barba y traje que, aunque joven (no parecía pasar de los treinta y cinco años) distaba mucho de ser atractivo: de hecho era muy bajito y, si bien no daba para considerarlo enano, no pasaba del metro cincuenta.  Fiel a mis instrucciones, le saludé amablemente y con la mejor de las sonrisas; él me correspondió de manera bastante parca, apenas con un asentimiento de cabeza.  Mesándose la barba, se dedicó más bien a escrutarme de arriba abajo.  La situación me incomodó, así que opté por lo sano: ¿qué esperaban de mí?: pues que explicara a los clientes las ventajas y productos de la empresa; bien, a mi trabajo entonces.  Comencé con el parlamento que tan bien tenía estudiado, pero estaba claro que el tipo, lo que menos hacía era oírme.   Su actitud no difería de la de tantos que antes habían pasado por el stand y, sin embargo, detectaba yo en sus ojos algo más perverso y lascivo, lo cual me quedó confirmado cuando me giró en derredor con los ojos clavados fijamente en mi cuerpo mientras yo no detenía mi alocución, pero comenzaba a tartamudear.  Lo temido por mí, terminó ocurriendo; al igual que, momentos antes lo hiciera Evelyn, ésta vez fue el tipo quien apoyó su mano sobre mi cola, pero de un modo mucho menos sutil: me estrujó las nalgas como si estuviese comprobando la calidad.  No decía palabra, sólo palpaba y testeaba; me sentí impulsada a dar un paso hacia adelante para huir del repugnante contacto pero, sabiendo que mis instrucciones apuntaban a dejar satisfechos a los clientes, opté por permanecer en mi sitio y, en cambio, tratar de disuadirlo de seguir adelante con lo que hacía:

“S… señor – musité, aclarándome la voz -: le… suplico que… se ubique…”

“Buena carne, bien firme” – dictaminó, como si me ignorase por completo, y puedo asegurar que su voz me sonó como la más asquerosa del mundo.

En busca de auxilio eché un rápido vistazo en derredor, pero no había nadie a quién recurrir: Evelyn se hallaba a lo lejos hablando con alguien y, al parecer, totalmente absorta en lo suyo y sin darse cuenta de nada; y, por otra parte: ¿podía esperar ayuda de ella?  Miré de reojo hacia los operarios que exhibían y explicaban los productos y las muestras, pero también ellos parecían concentrados en sus labores y ninguno daba visos de percatarse de algo.  Mientras tanto, el tipejo, desde atrás, no retiraba la mano de mi cola sino que, por el contrario, se dedicaba ahora a recorrerla e, incluso, comenzaba a hurgar por debajo de la falda, lo cual no le implicaba demasiado esfuerzo considerando lo breve de la misma.  Crispé los puños y un temblor recorrió todo mi cuerpo: ¿debía someterme a eso?  ¿Era parte de mi “acuerdo”?  Casi al borde de las lágrimas, cerré los ojos y, simplemente, dejé que el tipo siguiera haciendo lo suyo; fue, en ese momento, cuando ocurrió algo inesperado…

Una suave pero sensible corriente de aire sobre mi mejilla fue denotativa de que alguien había pasado a mi lado a la carrera sin que yo llegara a verle; una mezcla de confusos sonidos se dejaron oír a mis espaldas, lo cual motivó que, abriendo los ojos, me girara sobre mis tacos y diera media vuelta para comprobar qué era lo que sucedía.  La escena con la que me encontré estuvo muy lejos de cualquiera que pudiera esperar: el tipo bajito que hasta un momento antes palpaba mi cola, yacía ahora sobre la alfombra, reclinado sobre un codo y tratando de reincorporarse tras haber sufrido, al parecer, una violenta caída como producto de un empujón, puesto que, incluso, se hallaba a unos dos metros de mi posición.  De soslayo, pude ver que a mi derecha había alguien de pie y no hacía falta ser demasiado deductiva para caer en la cuenta de que debía ser, obviamente, el responsable del empujón que me había sacado de encima a ese petiso grasiento.  Lo sorprendente fue que, al girar la cabeza más decididamente para dilucidar de quién se trataba, me encontré con… mi esposo… o tal vez ex esposo: Daniel…

El impacto que me produjo la sorpresa fue tan grande que di un paso hacia atrás e incluso trastabillé, sin saber cómo logré mantenerme en equilibrio sobre esos incómodos tacos aguja.  Entretanto, el tipo que yacía en el piso, hacía esfuerzos por volver a ponerse en pie; sus movimientos eran torpes y remitían a los que hace un escarabajo cuando ha quedado con las patas hacia arriba; así y todo, consiguió poner una rodilla sobre el alfombrado y, con una expresión que lucía entre azorada y desencajada, comenzó a levantarse.  No logró hacerlo: Daniel le propinó un puntapié a la altura del hombro, con lo cual volvió a caer sobre sus espaldas mientras no paraba de maldecir.

Yo, que seguía sin entender nada, miraba con ojos desorbitados a Daniel, sin saber todavía si alegrarme o lamentarme por su intervención, ya que su presencia allí sólo servía para complicar las cosas.

“¿C… cómo es que… entraste acá?” – le pregunté, pero la realidad era que a Daniel se lo veía más concentrado en el tipejo que yacía en el piso y en evitar que volviera a intentar levantarse.  Parecía, de hecho, preparado para propinarle un nuevo puntapié, tal vez a la mandíbula; la cosa, sin embargo, no pasó a mayores, ya que, en ese preciso momento, se presentó en escena Evelyn, gritando desencajada…

“¿Qué está pasando acá?” – vociferaba, al parecer no anoticiada  aún de la presencia de Daniel en el lugar.

“Este… s… señor… s… se p… propasó conmigo – expliqué, de manera entrecortada, pero a toda prisa, al punto de olvidar el tratamiento que debía dar a Evelyn al dirigirme a ella – y… Daniel apareció aquí y…”

En ese momento los ojos de Evelyn se inyectaron en rojo y todo su rostro pareció encenderse en furia como si fuera una fiera salvaje a la que han molestado; se giró a Daniel, y esta vez sí, saltó a la vista que lo reconoció.

“¿Daniel? – masculló, casi mordiendo las sílabas del nombre al pronunciarlo; desvió la vista hacia mí sin que desapareciera de sus ojos el mínimo destello de ira -.  ¿Y qué carajo está haciendo acá este imbécil?”

Yo temblaba de la cabeza a los pies; la mirada de Evelyn era como un taladro atravesándome.

“N… no lo s… sé, s… señorita Ev…”

“¿Lo invitaste? – rugió la colorada -.  ¿Yo te digo que te lo saques de encima y, por el contrario, le cursás una invitación?”

“¡N… no, señorita Evelyn! – imploré, llevándome una mano al pecho -  ¡J… juro q… que no lo hice!  ¡No tengo la menor idea de cómo pueda…”

“No fue ella – me interrumpió Daniel, hablando por primera vez -.  Yo, por mi cuenta, conseguí una invitación”

Su intervención, al menos, sirvió para que Evelyn me quitara de encima esos ojos lacerantes y, en cambio, girara la vista hacia él; ello no implicó, sin embargo, que la visceralidad abandonara la expresión de su rostro.

“Eso no es posible – sentenció Evelyn, sacudiendo la cabeza -.  Yo misma me dediqué a organizar…”

“Floriana – le interrumpió Daniel, girando la vista hacia mí luego de pronunciar ese nombre -: fue Flori quien me consiguió una”

Claro: mi ex amiga, la que, en su momento, me había servido de puente para entrar en la fábrica pero que, luego, se había terminado acostando con Daniel para “consolarlo”; no era de extrañar, incluso, que se siguieran viendo.  De algún modo, las piezas encajaban algo más, pues era posible que Floriana se hubiese llegado a quedar con algunas invitaciones apenas el evento fue programado o bien que tuviera el código de acceso al sitio restringido desde el cual las mismas habían sido impresas.  También a Evelyn parecían empezar a cerrarle las cosas, a juzgar por el modo en que asentía con la cabeza y alzaba una ceja:

“Esa puta de mierda – dijo, entre dientes -.  Claro: ¿quién otra podría ser?  Suerte que ya no la tenemos en la fábrica”

Mientras tanto, el jaleo alrededor era cada vez mayor y no era para menos a la vista de lo ocurrido.  Unos tipos de seguridad del hotel ayudaban al caído a ponerse en pie y, a la vez, buscaban contenerle para que no saltara como una fiera encima de Daniel, pues el sujeto no paraba de insultar ni de arrojar puñetazos al aire.  Otros dos llegaron prestamente y tomaron a Daniel por las axilas mientras alguien que, al parecer, lucía uniforme de conserje o algo por el estilo, llegaba para, con la mejor amabilidad posible ante las apremiantes circunstancias, preguntar qué era lo que ocurría.

“¡Este sujeto me golpeó!” – vociferaba el tipejo, mientras los dos gorilas que lo sostenían procuraban evitar que lograse zafárseles; se lo veía tan enloquecido que, pequeñajo y todo como era, hasta parecía posible.

“¿Quién es usted? – preguntó el conserje, echándole una mirada penetrante a Daniel -.  ¿Representa a alguna empresa?”

“Soy el esposo de la señora – respondió Daniel, sonando sorprendentemente sereno, casi como si supiera que su causa era justa y que, por lo tanto, las autoridades del hotel intervendrían a su favor -.  Y este… sorete la estaba manoseando”

“¿Es verdad que es su esposo?” – preguntó el conserje, girándose hacia mí y mientras su expresión revelaba que aún no terminaba de acomodarse al vértigo de los sucesos.

“S… sí – respondí, tímidamente -; o… lo era: no lo sé…”

“¿Están divorciados?” – indagó el conserje, frunciendo el ceño y seguramente confundido por lo ambiguo de mi respuesta.

A mi pesar, tuve que negar con la cabeza y, si bien mantuve la vista baja al responder, no me fue difícil imaginar la mirada recriminatoria que me estaría echando Evelyn, quien ya me había  cuestionado el no haber todavía puesto en marcha, al menos, una separación legal, siendo que el poco tiempo transcurrido desde la boda no hacía viable aún el divorcio en sí.

“No… - musité -.  No… lo estamos”

Espiando por debajo de la ceja, pude ver la sonrisa de satisfacción de Daniel, quien, presumiblemente, estaría disfrutando como una pequeña victoria el hecho de que yo hubiese admitido la vigencia del vínculo conyugal.  Tal vez, supondría, ello le daría aún más fundamentos a su intempestiva intervención en la escena del manoseo.   En tanto, el conserje nos miraba alternadamente a uno y a otro.

“Bien – dijo, finalmente -; de todas maneras, sus problemas conyugales no nos conciernen y el hecho de que sean marido y mujer no avala la intromisión violenta…”

El rostro de Daniel se trasfiguró; su fugaz sensación de haber pasado a ganar la partida parecía diluirse.

“¡Pero… es mi esposa! – vociferó y se retorció, provocando que el personal de seguridad que lo sostenía debiera redoblar sus esfuerzos para mantenerlo atrapado -.  Y además… ¡es abuso!  ¿No hay, acaso, normas legales al respecto?”

“Soledad – intervino Evelyn, quien, de modo muy astuto, elegía de pronto llamarme por mi nombre por conveniencia y exigencia de las circunstancias -.  ¿Este señor te tocó contra tu voluntad?”

Como toda pregunta que salía de sus labios, no admitía más que una única respuesta; y la muy zorra sabía bien que si yo, de algún modo, admitía que la cosa había sido consensuada, no cabía ya discusión al respecto cualquiera fuese el vínculo que me uniera con Daniel.

“No… señorita Evelyn – negué, con la cabeza gacha -: yo… lo dejé que me tocara”

“¡Sole!” – aulló desesperadamente Daniel, quien seguía luchando inútilmente por liberarse de sus captores.

“¿Y por qué dejaste que te tocara?  ¿Porque te gustó?” – indagó Evelyn, sacando a relucir su filo más humillante.

“Sí… - admití con vergüenza -, sí, señorita Evelyn.  Me… gustó que me tocara”

“¡Ella no está hablando por cuenta propia! – gritaba Daniel, desesperado -.  ¿No se dan cuenta acaso de que, simplemente, ella la está haciendo decir lo que quiere que diga?”

Evelyn lo ignoraba por completo y, si no lo hacía, se comportaba como si así fuese; se volvió hacia el tipejo que me había manoseado, quien parecía aún lucir enfadado, aunque algo más tranquilo.

“En nombre de la empresa – le dijo la colorada, apoyándose la mano en el pecho -, lamentamos mucho que haya tenido que vivir este incidente.  A propósito – su tono era exasperante de tan fingidamente amable -: ¿podemos hacer algo por usted?”

“Claro que pueden – barbotó el tipo, sin ningún tapujo y presto a sacar provecho de la situación -; de hecho, yo estaba a punto de pedir a esta muchacha para llevarla a una habitación en el momento en que ese desquiciado apareció”

Di un respingo, en tanto que Daniel se sacudió nuevamente.

“¡Hijo de mil putas! – vociferaba -.  ¡Sorete!  ¡Degenerado de mierda!”

“De parte de la empresa no hay ningún inconveniente al respecto – dijo Evelyn con una sonrisita que me resultó, a todas luces, infinitamente odiosa -.  Tenemos una habitación ya asignada por el hotel para ese tipo de menesteres”

“Así es – apuntó el conserje -: la veintinueve”

Yo no cabía en mí de la incredulidad.  Se hablaba de mí como un objeto sin ningún poder de decisión.  No era, desde ya, que eso me sorprendiese viniendo de Evelyn, pues la colorada y sus amigas habían convertido en costumbre tal degradación.  Lo increíble del asunto, en este caso, era que también las autoridades del hotel parecían comportarse como si fuera lo más natural del mundo que los clientes quisieran llevarse a la cama a las promotoras de las empresas.

“Entonces Soledad lo acompañará a la habitación veintinueve – concluyó Evelyn poniendo las palmas de las manos hacia arriba y encogiéndose de hombros -.  No hay nada más que hablar”

El tipo, como no podía ser de otra manera, sonrió con satisfacción, aun cuando todavía se lo notase ofuscado por lo ocurrido.

“Bien – intervino el conserje -; yo me encargaré de que los lleven a la habitación.  En cuanto a este señor – señaló en dirección a Daniel -, sáquenlo de aquí ya mismo, pues no tiene nada que hacer en este lugar y, de hecho, sólo provoca disturbios”

Los dos grandotes tironearon de las axilas de Daniel arrastrándolo fuera del círculo de personas que se había formado en el stand.  Daban pena sus inútiles forcejeos para liberarse mientras se lo iban llevando.

“Un momento…” – espetó el hombre bajito, ya liberado por quienes lo sostenían debido a que estaba visiblemente más calmado.

Los dos gorilas que arrastraban a Daniel se detuvieron; el tipejo caminó hacia ellos y se plantó ante mi esposo, con las manos a la cintura.  Tanto el conserje como el personal de seguridad, y todos en general, lo miraban expectantes y con curiosidad.

“El hecho de que este sujeto sea el esposo de esta chica es algo que resulta muy interesante y también estimulante” – apuntó, luego de estudiar a Daniel durante un rato como si estuviese elucubrando un plan en su perversa mente.

“¿Perdón…?” – preguntó Evelyn, quien lucía tan confundida como el resto.

El hombrecito hizo otra larga pausa, al parecer más por estar cavilando que por estar jugando con el suspenso, efecto este último que, de todos modos, conseguía.

“Me gustaría que lo lleven también a la habitación.  ¿Sería eso posible?” – espetó, de pronto, girando la vista hacia el conserje, quien dio un respingo, claramente sorprendido.

“¿A… la habitación?” – preguntó, lleno de confusión y frunciendo el entrecejo.

“Quiero que vea lo que voy a hacer con su esposa” – dijo ladinamente el tipejo mientras me dedicaba una mirada que, de tan pervertida, me obligó a bajar la vista nuevamente.

Una exclamación de asombro brotó al unísono de todos.  Daniel estaba rojo de furia pero, ahora, parecía haberse quedado mudo, tal el grado de la sorpresa recibida.  Miré con desesperación a Evelyn; una vez más, pretendí aferrarme ingenuamente a ella, pues no sé por qué se me ocurrió que, en ese momento, era la única persona que allí podía parar ese desquicio.  Sin embargo, el desencanto se apoderó de mí al comprobar que el rostro de Evelyn iba virando poco a poco desde la sorpresa hacia el entusiasmo; los ojos y las mejillas se le iluminaron, lo cual daba la pauta de que la idea, tras haberla pensado durante unos segundos, le resultaba atractiva.  Miró al conserje:

“Yo creo que se puede – dijo, asintiendo y frunciendo la boca -; ¿por qué no?”

El conserje caviló durante algunos segundos y luego se encogió de hombros:

“Si ustedes así lo disponen, pues entonces no es cosa mía.  Eso sí: no me hago responsable por las reacciones violentas que este señor pueda tener una vez dentro del cuarto; es decir, puedo encargarme, sí, de que el personal de seguridad esté allí para retenerle, pero… si se les llegara a zafar…”

“No va a hacerlo – apuntó Evelyn, sonriente -; mire lo que son estos roperos; en todo caso, que vayan los cuatro…”

Sentí como si me clavaran una nueva estocada en mi dignidad.  ¿Los cuatro, había dicho?  En otras palabras, ¿estaba dando su aval para que un tipo desconocido y asqueroso me cogiera en una de las habitaciones del hotel teniendo, por lo menos, a cinco personas como espectadores?  Uno de los cinco, por cierto, era mi esposo, lo cual no constituía un dato menor…

“Está bien – convino el conserje, haciendo una seña a los otros dos hombretones, quienes hasta un momento antes cumplieran con la tarea de mantener inmovilizado al hombre bajito -.  Acompáñenlos…”

A pesar de las protestas y forcejeos de Daniel, los cuatro roperos se lo llevaron, prácticamente a la rastra, en dirección hacia el ascensor, mientras la escena era seguida con la vista por el repulsivo tipejo que continuaba con las manos a la cintura.  Luego éste se volvió hacia mí y me miró del más asqueroso modo que se pudiera llegar a imaginar, justo antes de acercárseme y, con total impunidad, volver a apoyarme una mano sobre la cola.

“Vamos, hermosa – me dijo; juro que se le podía oír el crepitar de la saliva entre los dientes -.  No hagamos esperar a tu esposo”

Con terror, miré al resto, pero a juzgar por los rostros, tanto del conserje como de Evelyn, estaba más que claro que no había lugar para protesta alguna.  Por el contrario, ella hizo un movimiento con los ojos como conminándome claramente a marchar hacia la habitación.

“No te preocupes por el stand – dijo, cuando yo ya caminaba con el tipo llevándome prácticamente asida por la cola -.  Yo me encargo hasta que regreses…”

CONTINUARÁ