La fábrica (37)
Evelyn y Rocío continúan reduciendo y humillando a Luciano, el hijo del jefe. E, impensadamente, han reservado a Soledad una especial participación en ello
Penetré bien profundo a Luciano con el consolador y, en cada oportunidad en que lo hice, recordé el intenso placer anal que él mismo me había hecho conocer, pero también lo mal que se había portado conmigo. Se retorcía y gritaba; si se mantenía sobre el escritorio era porque Evelyn y Rocío se encargaban de sostenerlo.
“¿Qué pasa, Luchi, duele un poquito?” – le decía Rocío, riendo y acercándole la boca al oído.
“¡Le duele pero le gusta!” – dictaminó, jocosa, Evelyn, mientras le cruzaba a su pareja una mano por debajo del vientre y le palpaba el miembro para comprobar que el mismo estaba experimentando una erección.
“Qué pedazo de puto”, pensé para mí misma y empujé el consolador aún más adentro de su cola y con más fuerza que antes. A Luciano se le vencieron los codos y cayó de bruces contra el escritorio, totalmente abatido por la mezcla de dolor y placer. Al verle así, por primera vez me intimidé un poco, pues creí haberle hecho daño de verdad, razón por la cual jalé del consolador hacia afuera, dejándole libre el orificio.
“Bueno… - sentenció Rocío -: si realmente se le paró, entonces va a haber que ordeñarlo”
“¡Nadita! –dijo, de pronto, Evelyn, girando la vista hacia mí -. A éste no le chupaste la pija, ¿verdad?”
Muerta de vergüenza, negué con la cabeza.
“¿Cómo te lo perdiste?” – rio Rocío, mientras volvía a tomar a Luciano por los cabellos para izarle un poco la cabeza nuevamente.
Comencé a temblar, pues de pronto creí entender que lo que estaban sugiriendo era que yo debía practicarle sexo oral. Sin embargo, el interés de Rocío pareció ser, de momento, otro.
“Dame eso” – me ordenó, extendiéndome su mano libre y en obvia referencia al consolador que yo sostenía en mis manos.
“S… sí, señorita Rocío” – balbuceé, mientras le tendía el objeto en cumplimiento de la orden.
La rubia lo tomó en mano y, de inmediato, lo ubicó ante el rostro de Luciano, a quien seguía sosteniendo por los cabellos. Al principio jugó con el consolador en el aire trazándole un par de fintas muy cerca de la vista, pero luego pareció concentrarse más bien en la boca y, en efecto, le apoyó la punta del objeto haciéndosela deslizar por los labios, aun a pesar del esfuerzo que hacía Luciano para mantenerlos cerrados e, incluso, escapar al humillante contacto.
“Abrí la boquita” – le decía Rocío, a quien parecía que la resistencia insinuada por Luciano había excitado.
En ese momento, el joven debió recordar que existía un “pacto”, pues abrió la boca de inmediato y, al hacerlo, Rocío le introdujo el consolador y se lo llevó hasta la garganta. Sin dejar de reír con sadismo, jugueteó con el consolador dentro de la boca de Luciano del mismo modo que si revolviera con una cuchara en el contenido de un vaso. Yo miraba atónita y perpleja, pero también, y debo admitirlo, con mucho morbo.
Evelyn se giró hacia mí y, en su expresión, creí descubrir que se le había ocurrido algo; vaya a saber con qué idea se vendría ahora.
“Nadita, date la vuelta”. – me dijo, de pronto, a la vez que tomaba de su escritorio un objeto pequeño al que claramente reconocí como la llave que accionaba el movimiento del consolador que yo llevaba en mi cola.
Una vez que obedecí la orden, Evelyn me bajó la tanga y el sonido que siguió fue clara evidencia de que estaba haciendo girar la llave; el consolador se contrajo, produciéndome un gran alivio e, instantes después, la colorada me lo extraía de la cola. No puedo describir lo que fue para mí sentir que, finalmente, no había nada allí dentro; de hecho, hasta me costaba determinar si era realmente así pues, aun cuando el dolor claramente había disminuido, de algún modo yo seguía sintiendo el objeto adentro. Me vino a la cabeza el haber oído alguna vez acerca de gente que, habiendo perdido un brazo o una pierna, se comportaba, sin embargo, como si lo siguiese teniendo: es algo a lo que se suele llamar “miembro fantasma” y me daba la impresión de que, cambiada en su sentido, se ajustaba perfectamente a lo que yo sentía en ese momento. Aún no sabía yo con qué intención Evelyn me había extraído el consolador, pero lo supe en cuanto, con los teñidos en la más sádica perversión, llevó el consolador hacia el orificio anal de Luciano. Éste intentó gritar cuando la colorada se lo introdujo por completo, pero no pudo hacerlo, ya que Rocío le mantenía la boca ocupada con el otro consolador, por lo cual sólo alcanzó a emitir una interjección lastimosa y ahogada mientras sus ojos se abrían tan grandes que parecían a punto de salírsele de las órbitas.
“Mmm, sí, Luchi – reía Rocío -: ya sabemos que te gusta mucho, je… Ahora te vas a portar como una nenita obediente y te vas a quedar quietita…”
Luciano hizo esfuerzo por calmarse, pero sólo le duró unos segundos, hasta que Evelyn, sin previo aviso, le dilató el consolador adentro del culo; se retorció aun más que antes: era casi como si le hubiesen dado una descarga eléctrica pues, claro, había sido “cogido por sorpresa” al desconocer el funcionamiento del objeto. Evelyn y Rocío, por su parte, no paraban de carcajear: miré alternadamente al rostro de una y de otra y tuve la sensación de estar contemplando el siniestro espectáculo de dos brujas deleitándose con el sacrificio de alguna víctima inocente; y costaba, por supuesto, asimilar que esa víctima era nada menos que el hijo del dueño de la empresa, quien, por otra parte, no era inocente…
“¿Cómo tiene el pito?” – preguntó, de sopetón, Evelyn, girándose hacia mí y adoptando un tono deliberadamente infantil.
Cumpliendo con su requisitoria, pasé una mano por debajo del cuerpo de Luciano y busqué, hasta encontrarle su miembro, que lo tenía, por cierto, bien durito.
“Lo tiene firme, señorita Evelyn – informé, con extraña y casi marcial celeridad -; bien parado”
“Mmm, qué puto” – se mofó la colorada, al tiempo que se inclinaba un poco para besarlo en la nuca; era en momentos como ése cuando una terminaba por recordar que, increíblemente, eran pareja.
“Insisto en que hay que ordeñarlo” – volvió a la carga Rocío, quien no paraba de sonreír de manera desquiciada y de trazar círculos con el consolador dentro de la boca de Luciano.
“OrdeñarLA – le corrigió Evelyn, remarcando bien el femenino -. ¿Qué pensás, nadita, estás de acuerdo?”
Me desorientaba el ser consultada, razón por la cual me quedaba por algún instante como en una nube cada vez que ello ocurría. Por lo pronto, yo seguía palpando el sexo de Luciano y no paraba de acariciárselo y comprobar su rigidez. Ya para esa altura no era que Evelyn o Rocío me lo ordenasen, sino que estaba bien claro que yo quería hacerlo: una extraña nostalgia me invadía al volver a sentir ese pene que tanto placer me había dado y, de pronto, ese terror que, instantes antes, había experimentado al pensar en la eventualidad de que Evelyn y Rocío me ordenasen mamársela, dejó paso, por el contrario, a unas ganas incontenibles de tener ese miembro en mi boca. Pero… en cuanto lo pensaba objetivamente, volvía a recordar que Luciano era el novio de Evelyn… o algo así, por lo cual, en principio, mal podía esperarse que ella me fuera a dar una orden semejante.
“S… sí, señorita Evelyn – respondí, volviendo a tartamudear en la medida en que desconocía cuáles las posibles implicancias de mi respuesta -; c… creo que la idea d… de la s… señorita Rocío es… m… muy adecuada…”
“Bien – dictaminó Evelyn, con un asentimiento -: entonces… manos a la obra”
“O mejor dicho… boca a la obra, jiji” – le corrigió Rocío, siendo festejada por la risa de su amiga.
Si alguna duda tenía yo todavía acerca de qué era lo que se esperaba de mí, el comentario mordaz de la rubia actuó como confirmación. No pregunté nada más: algo estúpidamente, miré alternadamente a Evelyn y a Rocío; luego me hinqué un poco junto al escritorio sobre el cual tenían a Luciano a cuatro patas y me giré de tal modo de apoyar mi nuca sobre el mueble. Después me deslicé sobre mis hombros casi como podría hacerlo un mecánico por debajo de un automóvil y así quedé, bajo el cuerpo de Luciano, viendo sus testículos y su pene erecto por encima de mis ojos. Una cosa era tocarlo y otra tenerlo allí, al alcance de la boca; debo confesar que la misma se me hizo agua y me relamí. “Sí, lindo – dije para mí misma -; te voy a comer esa pija hermosa”.
Cerré los ojos y, sin más trámite, doblé la cervical lo suficiente como para atrapar el falo entre mis labios y luego dedicarme a devorarlo. Luciano pareció experimentar una convulsión y supe que su excitación estaba llegando a límites que él, hasta ese día, consideraría imposibles; no era para menos: Evelyn lo estaba penetrando con un consolador por el culo, mientras Rocío le hacía lo propio por la boca y yo, desde abajo, le comía la verga.
La tenía rica y apetecible el desgraciado; tentaba tragarla de un solo bocado pero, a la vez, llamaba a degustársela y saboreársela, así que eso fue lo que hice. Se la recorrí una y mil veces con la lengua desde la cabeza hasta la base del tronco y luego en sentido inverso; hice aro sobre el glande con mis labios y succioné, pero también lo besé. Podía sentir cómo el miembro, dentro de mi boca, se hinchaba cada vez más al punto de parecer que estaba por estallar; y fue entonces cuando redoblé el tiempo de la succión. Él quería jadear, se notaba, pero el consolador que Rocío le mantenía en la boca le impedía hacerlo, con lo cual sólo le brotaban sonidos aislados y ahogados. Y de pronto, el semen entró en mí: lo hizo como un flujo de lava caliente quemándome hasta la garganta. Yo quería tragar hasta la última gota pero, a la vez, tomarme mi tiempo para degustar su sabor amargo sobre la boca, casi como un catador de vinos. Lo hice cuanto pude, pero la realidad era que el río seguía entrando e inundándome la boca, con lo cual, en determinado momento, no me quedó más remedio que tragar y no dejó, por cierto, de ser una sensación hermosamente placentera el sentir el chorro caliente bajar en busca de mi estómago.
Cuando ya no quedó más nada por tragar, me dediqué a recorrerle el tronco con la lengua en busca de residuos que pudiesen haber quedado; así lo hice hasta que la verga le quedó totalmente limpia y aplastada contra mi rostro ya que Luciano, abatido, había prácticamente caído sobre mí.
“Bien – me llegó la voz de Evelyn, algo distante por mi situación de aplastamiento -: el putito ha acabado y la putita ha tragado”
“Ahora, a cumplir con lo pactado” – dictaminó Rocío y, en ese momento, sentí que el cuerpo de Luciano se alzaba y dejaba libre mi rostro; no tardé en comprender que, una vez más, la rubia lo estaba izando por los cabellos.
Lo hicieron bajarse del escritorio y luego yo hice lo propio, comprobando que ya ambos consoladores estaban nuevamente en manos de Rocío y Evelyn, fuera de cualquier orificio o entrada de Luciano. De manera sumisa y decadente, éste se acomodó la ropa y, recibiendo a la pasada un par de nalgadas por parte de Rocío, salió presuroso a cumplir con lo que se le había encargado. Tras el éxtasis vivido instantes antes, una sombra volvió a oscurecer mi rostro al volver a pensar en qué sería de mí en caso de ser Micaela reincorporada a la fábrica.
“Una cosa más – le dijo Evelyn a Luciano, justo antes de que cruzase la puerta -: este fin de semana es el evento del hotel y nadita va a necesitar ropa elegante… sexy pero elegante; yo me voy a encargar personalmente de acompañarla para que la compre, pero ese gasto, obviamente, tiene que correr por cuenta de la empresa”
O sea que el proyecto de hacerme participar de ese evento seguía en marcha… Luciano se giró pero no del todo; lucía como avergonzado y, como tal, apenas miró por encima del hombro.
“Está bien… - dijo -; pueden… contar con eso”
Evelyn se cruzó de brazos sin dejar de sostener el consolador y sonrió con satisfacción; no agregó palabra, de lo cual Luciano, al parecer, interpretó que, simplemente, debía retomar su camino. Sin embargo, fue Rocío esta vez quien lo detuvo:
“Otra cosa… - anunció, a viva voz -: Luchi, ¿cómo te sentiste con todo esto?”
La pregunta me sorprendió y, por lo que se vio, también a Luciano; Rocío y Evelyn se movían con tal impunidad allí dentro que no podía menos que causar azoramiento cuando le pedían a otro su opinión o sus sensaciones sobre algo; yo misma me había sentido perdida algún rato antes. Luciano se giró y la miró, aunque lo hizo con la vista esquiva, desviándola de tanto en tanto:
“¿C… cómo me s… sentí?” – preguntó, visiblemente confundido.
“Claro, Luchi, te sentiste muy putito, ¿verdad?” – le espetó Rocío con expresión divertida y desenfado casi adolescente.
Luciano, más aturdido todavía, desvió la mirada del todo, clavándola en algún punto fijo de la oficina; daba hasta pena verlo: un pollito mojado…
“S… sí – respondió -; a… sí fue como me s… sentí” – respondió.
“¿Cómo?” – repreguntó Rocío, inclinándose hacia adelante y apoyando las manos sobre sus muslos sin dejar por ello de sostener su consolador.
Luciano me miró fugazmente a mí: se sentía humillado, sí, pero ello se veía realzado por el hecho de que yo estuviera allí presenciando todo aquello; saltaba a la vista que le avergonzaba más mi presencia que la de Rocío o Evelyn.
“M… muy… p… putito” – dijo, bajando la vista.
“Una nenita casi, ¿verdad?” – le preguntó Rocío, jocosa y cada vez más impiadosa en su sadismo.
“S… sí, R… Rocío… - balbuceó -; una…”
“Señorita Rocío” – le corrigió Evelyn, quien disfrutaba tanto de la escena como su amiga y no parecía en lo más mínimo molestarle que ella tomara, de momento, su lugar o se atribuyera el poder para tratar de ese modo a su propio novio.
“S… sí, señorita Rocío – aceptó Luciano -; me sentí u… una nena casi”
Después de los desplantes que ese idiota me había hecho, nunca hubiera creído que pudiese llegar a generarme lástima y, sin embargo, puedo jurar que en ese momento me la provocó: y cómo. Parecía al borde del sollozo; y lo peor de todo era que yo conocía esa sensación y que, en todo caso, tenía la oportunidad, ahora, de verla desde fuera.
Rocío dibujó una amplia sonrisa en su rostro y juntó las manos sobre su pecho, siempre sosteniendo el consolador. Giró la cabeza hacia Evelyn:
“¿No te parece entonces, Eve, que Luchi tendría que llevar bombachita?” – preguntó, con un tono que pretendía sonar ingenuo pero que estaba cargado de perversión.
Luciano experimentó un sacudón y su vista fue rápidamente hacia Evelyn… increíblemente, su novia. Quizás el pobre, como tantas veces me había ocurrido a mí, esperaba de parte de ella algún auxilio o desautorización para la sugerencia de Rocío. Y, al igual que tantas veces había ocurrido en mi caso, debió sentir una profunda decepción, ya que Evelyn, de brazos cruzados y tamborileando con la puntera de su zapato contra el piso, también sonrió y, por cierto, de un modo mucho más pérfido que Rocío. Lentamente, comenzó a asentir con la cabeza:
“Es una excelente idea, Ro – convino -: Luchi, a partir del lunes te quiero con bombachita en lugar de bóxer o slip; y a la mañana, apenas llegues, vas a tener que pasar por aquí para que yo o, en mi defecto, Rocío, nos encarguemos de chequear que realmente la llevas puesta”
El rostro de Luciano era la degradación personificada; sus ojos eran claramente implorantes, pero la contradicción con la malicia que dimanaban los de su novia era absoluta, por lo cual poco podía esperarse de ella alguna clemencia hacia su cada vez más mancillada dignidad masculina. Yo misma me sentía asaltada por un extraño sentimiento de empatía hacia él: era, después de todo, el hijo del jefe y, por consecuencia, quien en algún momento se iba a quedar con la fábrica. ¿Degradarle al punto de hacerle utilizar ropa interior femenina? ¿Se podía tener tal grado de sadismo? Evidentemente, Evelyn y Rocío no sólo lo tenían sino que hacían plena gala de él y, por otra parte, se comportaban como si fueran las dueñas de la fábrica. Ésa era la triste realidad allí: por mucho que Luciano fuera el sucesor lógico de Hugo Di Leo, saltaba a la vista que, el día en que tomase su lugar, sería en realidad Evelyn quien pasaría a tener el completo control sobre la fábrica… y Rocío también, al ser su amiga, pues ya estaba más que evidente que la colorada le toleraría cada uno de sus caprichos y ocurrencias. Sólo era cuestión de tiempo el que se hicieran con el control de la fábrica; y, de todos modos, ello sólo en cuanto al control formal, pues el informal estaba bien claro que ya lo tenían. Luciano miró al piso, muerto de vergüenza.
“S… sí, señorita Evelyn – aceptó -; s… sí, señorita R… Rocío; lo… lo haré… ¿Puedo ahora…?”
“¿Retirarte? – le interrumpió Evelyn -. Ya mismo… y más te vale que no te olvides de lo que hemos hablado y de cada cosa que aceptaste. De lo contrario – trazó unas fintas con el consolador en el aire -, la diversión en tu culito se acaba…”
Luciano se marchó, poco más que una piltrafa viviente. Me quedé allí de pie, a la espera de que decidieran sobre mí o, cuando menos, me dijeran qué hacer en lo inmediato. Curiosamente, fue Rocío y no Evelyn quien finalmente dispuso sobre mí:
“A tu trabajo” – me ordenó, secamente y señalando con un enhiesto dedo índice hacia afuera de la oficina.
“S… sí, señorita Rocío; con su permiso, se… ñorita Evelyn” – me excusé mientras, en un gesto más reflejo que acordado, doblaba un poco las rodillas y giraba sobre mis tacos para marcharme de allí. Por dentro sentí un gran alivio, pues con la conmoción parecían haber olvidado volver a reinstalarme el consolador en la cola. Al menos, tendría un momento de paz hasta que se acordasen. Para mi desgracia, sin embargo, ello llegó bastante antes de que lo que me hubiera gustado.
“Un momento” – me detuvo, en seco, Evelyn.
Temiendo lo peor, me di la vuelta y la miré. Casi no hacía falta decir nada: la colorada, sonriente, me estaba enseñando el consolador retráctil.
“Te faltó algo” – agregó, guiñando un ojo.
CONTINUARÁ