La fábrica (35)

Soledad pasa, en casa de Evelyn, una noche que no olvidará fácilmente. Al otro día, debe regresar a la fábrica, lo cual no deja de ser tampoco toda una experiencia después de lo ocurrido. La historia comienza a acercarse a su final

Así fue que tal como lo había aceptado (y sin tener otra alternativa), me dirigí hacia la sala de estar una vez que hube juntado los vidrios.  Mica y Evelyn estaban ya nuevamente inmersas en una conversación que yo no comprendía, pues hablaban con algo de sorna sobre alguien que no conocía.  En su charla, me ignoraban y eso aumentaba en mí la sensación de sentirme humillada.  Fue Evelyn quien, en un momento, llamó la atención de Mica sobre el hecho de que yo me hallaba a su lado, a cuatro patas y junto al sofá.  La jovencita giró la cabeza hacia mí y, de inmediato, rebuscó por todos lados hasta dar con el consolador; lo tenía al alcance, así que ni siquiera necesitó ponerse de pie para encontrarlo.  Una vez que lo tuvo en mano, me indicó que me diera la vuelta con un simple y rápido movimiento de cabeza.

Así lo hice: giré sobre mis palmas y rodillas hasta ofrecerle mi cola, que era lo que, en efecto, esa degenerada quería.  En ningún momento habló de lubricarme y en parte era entendible: mi ano debía estar ya lo suficientemente dilatado con tanto objeto artificial allí dentro en las últimas horas.  Cuando apoyó la punta del consolador sobre mi entrada, cerré los ojos, pues pensé que a continuación lo empujaría con fuerza hacia mi interior; en lugar de ello, creó suspenso manteniéndolo allí durante algunos segundos.  Yo ya comenzaba a conocerla y supe que, casi con seguridad, la pausa estaba indicando que su perversa cabeza elucubraba algo; y no me equivoqué: súbitamente, escuché el clic de la llave y pude al instante sentir cómo el consolador se dilataba habiendo ingresado, apenas la punta: mis plexos se separaron provocándome un nuevo acceso de dolor que me hizo retorcer.  Luego lo contrajo; y nuevamente lo expandió… y lo contrajo… y así sucesivamente varias veces; era casi como si estuviese explorando las potencialidades del objeto o bien se divirtiera al haberle encontrado un uso nuevo.  Por cierto, con el jueguito que practicaba sobre mi entrada anal, quedaba más claro que nunca que podía prescindir de lubricante para abrirme el culo.

Con cada movimiento expansivo del consolador, mi cuerpo se retorcía en su totalidad y, si bien no podía yo ver a Mica, no era difícil imaginar su cara de placer.

“¡Qué bueno que está esto! – exclamó alegremente, en un giro casi adolescente -.  Te juro que me compraría uno para ponérselo por detrás al puto de mi novio”

“Le va a gustar – agregó Evelyn –; a los tipos les gustan esas guarradas”

El comentario, obviamente, hacía tácita referencia a Luciano, quien no desde hacía mucho había pasado a ser casi una puta golosa al  servicio de los consoladores de Evelyn.  De pronto Mica pareció cansarse del jueguito y, esta vez sí, ocurrió lo que yo había temido antes: empujó con fuerza el consolador hasta introducírmelo casi en su totalidad para, una vez dentro, girar la llave de tal modo de dejarlo en posición expandida.  Fue tal el dolor que se me vencieron los brazos y caí de bruces contra la alfombra mientras mi boca, abierta cuán grande era, dejaba escapar un gemido que mezclaba tortura y placer.

“Bien – dijo Mica, girándose hacia Evelyn -; quedamos en que nadita duerme afuera, ¿verdad?  Con los perritos…”

Me giré hacia ella mirándola con terror y descubrí en sus ojos un brillo que destellaba idéntica malignidad que su último comentario;  se rio:

“No  te asustes, je – me dijo, en un tono que, más que tranquilizador, sonaba burlón -; si te dejamos afuera y los perros te destrozan durante la noche, Evelyn no va a tener diversión para mañana, ¿no es así?”

Fue muy extraño; su comentario me produjo un cierto alivio pero, a la vez, una súbita tristeza se apoderó de mí, pues se desprendía de las palabras de Mica que ella se retiraba y no pasaría allí la noche.  ¿Podía mi enfermedad mental haber llegado a tal punto de esperar que ella se quedase para que me siguiera humillando?  Una vez más, sentí vergüenza por mí misma y, también una vez más, las distintas Soledades se batieron a duelo en mi interior.  O, mejor dicho, quienes lo hacían eran Soledad y Nadita, pues hasta ese despreciativo apodo había llegado yo a asumir naturalmente.

Mica se puso en pie, evidenciando que se aprestaba a retirarse; la miré con aprehensión y algo de angustia: sentí un cierto alivio cuando me pidió que le besara el calzado antes, pues abrigaba en mi interior la esperanza de que siquiera reclamase algo más de mí, así que, antes de que tuviese oportunidad de arrepentirse, me arrojé obedientemente a sus pies para besarle primero una zapatilla y luego la otra.  Me acarició la cabeza como a un perrito y, sonriendo, dio media vuelta.  La seguí con la vista mientras iba hacia la puerta acompañada por Evelyn y no podía, por cierto, despegar mis ojos de ese hermoso trasero que, instantes antes, había tenido sobre mi rostro; me arrepentí, en ese momento, de no haber aprovechado para recorrérselo con la lengua.

Una vez que se hubo marchado, Evelyn volvió a dirigir su atención hacia mí; me estudió pensativamente durante algún rato.  De pronto, una sonrisa se le dibujó en los labios:

“Te quedaste con ganas de más, nadita, ¿verdad?”

Bajé la cabeza con mucha vergüenza y ni siquiera fui capaz de contestar, si era que realmente ella esperaba alguna respuesta de mi parte.  ¿Podía esa maldita bruja ser tan hija de puta como para darse cuenta de todo?  De todos modos, pareció desdeñar el asunto, pues de inmediato se dirigió hacia la puerta que comunicaba con el fondo de la casa.

Un instante después, los perros volvían a ingresar en la sala, lo cual me provocó un nuevo acceso de terror.  Ambos, por supuesto, se me vinieron al humo; no parecían tener intenciones agresivas pero, claro… ¿cómo saberlo con seguridad?  Uno de ellos se dedicó a olisquearme el rostro, razón por la cual bajé la cabeza y la escondí un poco entre hombros y pecho.  El otro, por su parte, se dedicaba a hurgarme desde atrás, en la zona de mi sexo y, al parecer, llamaba su atención el consolador que ocupaba mi trasero.

Evelyn los ahuyentó con un par de gritos y, antes de que yo pudiera darme cuenta de nada, ya había unido la cadena a mi collar.  Jalando de la misma, me impelió a marchar tras sus pasos, cosa que, obviamente, hice mientras los perros no paraban un segundo de investigarme por atrás.  La noche estaba bastante cálida y, sin embargo, un súbito frío me recorrió cuando salimos hacia el jardín; sus dimensiones no eran muy grandes: apenas lo lógico tratándose de una chica que vivía sola y que se desempeñaba como empleada en una fábrica (Evelyn había logrado que yo viera en ella tal superioridad que, por momentos olvidaba eso).  A cuatro patas, llegué hasta la cucha de uno de los canes; el olor a pelo de perro estuvo a punto de descomponerme pero sabía que iba a tener que acostumbrarme, pues estaba claro que ése sería el sitio en el cual yo iba a pernoctar.  Inclinándose ligeramente sobre la entrada de la casilla, Evelyn chasqueó los dedos y me instó a entrar en ella; en ese momento, uno de los perros se me abalanzó por el costado e intentó ganarme de mano, casi tirándome al suelo con el empellón: estaba claro que debía ser el “dueño de casa” y que, seguramente, tomaba lo mío como una invasión.  Evelyn lo espantó nuevamente e incluso le arrojó un par de puntapiés para, luego, insistirme en que entrara en la cucha.

Lo hice; creo que ése fue para mí otro momento de quiebre: si algo faltaba para cerrar mi deshumanización era ingresar en una casilla de perro.  Agaché un poco la cabeza para pasar por la entrada; el olor se intensificó al doble una vez que estuve adentro y hasta temí vomitar.  Luego, como pude, me giré para mirar hacia la entrada y, como era de prever, me topé con el rostro de Evelyn, quien me miraba luciendo la más feliz de las sonrisas.  Situación demencial, terrible, patética… y, sin embargo, a la vez, me odié porque me invadieron unas incomprensibles ganas de que Rocío y Mica estuviesen allí para verme.

“¿Y?  ¿Estás cómoda? – preguntó, socarrona, Evelyn -.  Es justo para vos, ¿verdad, nadita?”

“S… sí, señorita Ev… elyn; es… justo para mí” – admití, totalmente degradada.

Dado que uno de los perros persistía en su intento por entrar, Evelyn lo volvió a sacar a puntapiés y, finalmente, llevó a ambos canes hacia el interior de la casa, ingresando con ellos y cerrando la puerta.  Quedé allí, sola, en una cucha para perro y, una vez más, las imágenes del día invadieron mi cabeza; y, por mucho que lo pensaba, no conseguía determinar cómo había llegado a esa situación.  El silencio que me rodeaba era, de algún modo, mi peor verdugo en ese momento; era como si holgaran las palabras…

De pronto, volvió a abrirse la puerta de la casa y vi recortarse contra el vano la silueta de Evelyn, quien se esforzaba por pasar a través de la puerta apenas entornada para evitar ser seguida por los dos canes que, como siempre, pugnaban por ir tras ella.  Una vez que cerró la puerta detrás de sí, concentré algo más la atención en ella y pude notar que en sus manos portaba… un cuenco para perros…

Se acercó mirándome con su sádica sonrisa y su rostro se me antojó siniestramente perverso al darle el reflejo de las luces de la casa.  Se inclinó para depositar el cuenco en el piso junto a la entrada de la cucha y, al mirar dentro del mismo, pude ver que éste estaba rebosante de comida para perros del tipo balanceado que venden en las veterinarias y tiendas de mascotas.

Aun cuando estaba más que claro qué era lo que esperaba de mí, elevé los ojos hacia ella con una expresión interrogante, pues lo que resultaba evidente se batía a duelo contra la incredulidad.

“Te traje para que comas – me dijo, sonriente y confirmando mis peores pensamientos -; como verás, no soy tan mala como debe parecerte: podrás dormir afuera esta noche, pero no voy a dejarte sin comida”

El labio inferior se me cayó estúpidamente y, durante algún rato, no supe qué decir.

“¿No vas a agradecerme?” – me increpó, con un encogimiento de hombros y dando a su voz un fingido tono de fastidio que no lograba ocultar lo divertido que la muy hija de puta encontraba el asunto.

“G… gracias, s… señorita Evelyn – musité, torpemente -.  Es… usted muy amable”

En mi imbécil ingenuidad, me quedé mirándola a la espera de que, de un momento a otro, diera media  vuelta y se marchase, probablemente para atender a sus dos perros que debían tener hambre; o quizás era más correcto decir: para atender a sus otros perros… Sin embargo, ella permanecía con las manos a la cintura y no daba trazas de tener intención de marcharse; por el contrario, alzaba y dejaba caer una y otra vez la punta de su zapato con impaciencia, como si esperase de mí algo que yo no hacía y que, en realidad, se caía de maduro.

“Comé…” – me insistió, endureciendo el tono e inclinándose un poco más hacia mí; en sus ojos vi sólo desprecio.

No sé cómo había llegado yo a suponer que se iría a conformar con dejarme el cuenco e irse; por nada, se iba a perder el espectáculo de verme comer tal como lo haría una perra.

Apoyándome sobre las palmas de las manos, me desplacé un poco hacia fuera de la cucha, sacando casi medio cuerpo para poder llegar hasta el plato de comida.  Una vez que lo hice, bajé mi rostro hasta que se produjo el degradante contacto con el alimento y, no quedándome otra alternativa, comencé a atrapar la comida con la lengua y la fui llevando a mi boca; era un pastiche, pues al parecer Evelyn lo había humedecido con leche.  Por otra parte, era un asco y lo peor de todo era que tendría que empezar a acostumbrarme; comencé llevándome a la boca bocados cortos y espaciados para poder contener la repulsión, pero Evelyn, en su infinito sadismo, no iba a permitirme que la sacara tan barata.  Como si se tratase de una fina aguja, pude sentir el taco de su zapato clavarse sobre mi nuca, obligándome a, prácticamente, enterrar mi rostro en el alimento al punto que llegué a sentir una cierta asfixia.

“Comé” – repitió, con voz cada vez más autoritaria.

Mi situación de asfixia era tal que me vi obligada a obedecer ya que, de ese modo, liberaba espacio bajo mi rostro y podía respirar algo mejor; cada vez que lo lograba y conseguía llevar a mis pulmones una bocanada de aire, el taco de Evelyn se enterraba aun más, de tal modo que, poco a poco, me fue aplastando contra el fondo del cuenco.  Estaba bien claro que debía comerme todo el contenido y así lo hice; no conforme con ello, me ordenó que recorriese el cuenco con mi lengua hasta dejarlo limpio.  Recién cuando quedó conforme, sentí que aflojó la presión de su taco sobre mi nuca e, instantes después, retiraba su pie de encima de mí.

“Así me gusta – dictaminó, finalmente -.  Ahora, vuelta a la cucha y a dormir.  Si tenés ganas de hacer tus necesidades, vas a tener que esperar hasta la mañana cuando te quite el consolador… y pobre de vos que no lo hagas”

Alzó el cuenco del suelo y se me quedó mirando; yo, desde mi lugar, la veía casi como a una gigante.  Me guiñó un ojo y me ruboricé; seguía allí, sin moverse.  ¿Qué más quería o esperaba de mí ahora?  Tuve miedo de no saberlo y recibir alguna reprimenda o castigo en consecuencia.  Por suerte, ella me aclaró los tantos sin llegar a ponerse violenta:

“Me estoy yendo – anunció -.  ¿Cómo se supone que debés saludarme?”

Afortunadamente, esta vez capté la idea rápidamente, con lo cual quedaba en claro que comenzaba a acostumbrarme a mi situación.  Y si bien jamás había quedado establecido como precepto el que yo tuviera que besarle los pies cada vez que Evelyn se retirara, ello decantaba casi como una obviedad después del modo en que había yo tenido que saludar a Mica.  Si su amiga merecía tal trato, era evidente que ella también y con más razón.

Poniendo rígidos los brazos, bajé la cabeza hasta que mis labios tomaron contacto con las puntas de sus zapatos y besé, primero uno, luego el otro.  Ella rio…

“Que tenga buenas noches, señorita Evelyn” – dije; y creo que fue la primera vez desde que entrara a esa casa en que conseguía articular algo sin tartamudear.  Insisto: me estaba acostumbrando…

Ella no respondió; seguramente yo no lo merecía y así quería mostrármelo.  Giró sobre sus tacos y enfiló hacia la casa mientras yo reculaba sobre mí misma y volvía a introducirme por completo en la casilla de perro en cuyo interior debería pasar la noche…

Hubiera sido lógico que no pudiese dormir esa noche, pero la realidad fue que lo hice; no de modo continuado, por cierto, sino cortado e interrumpido: lo suficiente para que a mi cabeza acudieran en sueños una y otra vez las imágenes del fatídico día que me había tocado vivir y algunas otras que de ellas se desprendían.  En una de mis pesadillas, por ejemplo, mi cuerpo era apresado por Mica y Rocío bajo la supervisora mirada de Evelyn, cuyos ojos eran, en el sueño, de un rojo color sangre.  Primero Rocío, y luego Mica, cagaban sobre mi rostro y yo comía su materia fecal sin que siquiera hiciese falta que me lo ordenasen; es que, en el sueño, como nunca ocurriría en la realidad, el sabor era agradable…  En algún momento me desperté y volví a dormirme; los psicólogos suelen decir que cuando eso ocurre, es raro que se vuelva a la misma pesadilla, pero puedo asegurar que eso fue lo que sucedió, aunque, a decir verdad, tampoco era exactamente la misma pesadilla sino otra diferente, pero con un común denominador… En este caso, tanto Mica como Rocío me sostenían en cuatro patas mientras yo sentía que una poderosa verga me penetraba por detrás; cuando lograba finalmente girarme y ver, comprobaba que quien tan formidablemente me cogía era uno de los perros de Evelyn… Desperté… y vuelta a soñar: otra vez Mica y Rocío, pero esta vez me tenían de espaldas contra el césped del fondo de la casa de Evelyn mientras yo sentía que estaba dando a luz; ambas me instaban a pujar una y otra vez y, cuando finalmente, lograba yo expulsar algo de mi vientre, levantaba la cabeza para ver y comprobaba que Mica y Rocío no paraban de sacarme un cachorrito tras otro, mientras Evelyn hablaba acerca de regalarlos y yo rompía en llanto mientras suplicaba desesperadamente que no lo hiciera… Me desperté aterrada, sudada, pero a la vez extrañamente excitada.  Y fue entonces cuando apareció Evelyn…

Era temprano y había yo casi olvidado que, tanto ella como yo, tendríamos que ir a la fábrica.  Por cierto, acababa de recordar que ése era el último día antes del fin de semana y del tan famoso y esperado evento.  ¿Qué ocurriría con eso?  ¿Seguiría estando en los planes de Evelyn el enviarme allí?

Por lo pronto, ella me hizo salir de la cucha y, apenas lo hice, tuve a los dos perros encima de mí, pues habían salido de la casa tras sus pasos.  Besé los pies de Evelyn para saludarla mientras los canes no paraban de olisquearme.  La colorada, luego, me hizo girar y, en cuanto lo hice, introdujo la llave que contraía el consolador para proceder, acto seguido, a extraerlo de mi culo.  La miré y ella me miró, sonriente.

“¿No tenés ganas de hacer pis o caca?” – me preguntó, del modo más burlón que podía llegar a hacerlo; asentí con la cabeza.

“S… sí, señorita Evelyn” – dije presurosamente, pues la realidad era que necesitaba con urgencia evacuar vejiga y vientre.

“Pues adelante entonces” – dijo, con los brazos en jarras.

De inmediato y apenas me consideré autorizada, pasé a cuatro patas a su lado y enfilé en dirección a la casa, aun a pesar de la insufrible compañía de los perros que no paraban de olerme.

“¿Adónde vas?” – me preguntó Evelyn, en tono divertido.

Me giré; la miré sin entender.

“Al… baño, s… señorita Evelyn” – respondí, con una naturalidad que rayaba en la ingenuidad.

Evelyn se cubrió la boca con una mano y soltó una carcajada.

“¿Alguna vez viste a una perra ir al baño? – preguntó, con sorna -.  Cuando van, es tan solo para beber agua del inodoro, jaja… De paso, te comento que para eso sí tenés autorización”

Yo estaba terriblemente confundida; mi rostro era un signo de interrogación.

“No… entiendo, señorita Evelyn” – balbuceé, sacudiendo la cabeza.

Evelyn se inclinó hacia mí y me tomó por la barbilla.

“Estúpida… - me dijo; y repitió varias veces, con diferentes tonos y silabeos -.  Es- túpida…. Es- tú – pi – da…”

Cada vez que me lo dijo, me humedecí, al punto que por un momento llegué a olvidar las intensas ganas que tenía de orinar y defecar.  E, inevitablemente, acudió otra vez a mi mente la imagen de Rocío, quien gustaba de insultarme de ese modo.

“¿En dónde hacen pis y caca los perros?” – me espetó, una vez que dio por sentado que yo no estaba entendiendo.

“Af… afuera, seño… rita Evelyn” – respondí, tartamudeando.

Me soltó la barbilla, dejando caer mi cabeza y, retrocediendo un par de pasos, giró sobre sí misma mientras con su brazo describía un círculo en derredor.  No dijo nada… pero no hizo falta.  ¡Dios!  ¿Cómo era posible que siempre encontrara un escalón más bajo en mi decadencia?  ¿Tenía que cagar allí?  ¿En el jardín?  ¿Y delante de Evelyn?

Por lo pronto, no cabía otra opción y yo me estaba haciendo encima; si Evelyn volvía a colocar el consolador dentro de mi cola (lo cual muy posiblemente ocurriría de un momento a otro), habría yo dejado pasar mi oportunidad de evacuar y, con seguridad, no me daría otra por bastantes horas.  Blanca por la vergüenza, me alejé unos pasos y adopté posición acuclillada.  Eché fugaces miradas de soslayo a Evelyn para ver si me seguía con la vista y, en cada una de esas oportunidades, no sólo comprobé que, en efecto, así era, sino que además lucía la expresión más divertida que yo le hubiera conocido hasta el momento.  Opté, en primer lugar, por hacer pis: quizás, pensé, con eso se daría por satisfecha y luego se marcharía dejándome cagar tranquila.  Para colmo de males, los perros no paraban de rondarme.  Derramé mi orina en el césped y luego hice amago por volver junto a Evelyn, en la vana esperanza de que ella se marchase.

“¿Y no vas a hacer caquita?” – me preguntó, siempre con esa odiosa sonrisita dibujada en el rostro.

La miré: mis ojos implorantes rezumaban angustia, desesperación: sin hablar, le estaban rogando que no me hiciera pasar por semejante humillación.  Por muchos que fueran los actos denigratorios a que había sido sometida en los últimos días, nada se me hacía comparable con el tener que defecar a la vista de Evelyn y en su jardín.

“S… señorita Evelyn – dije, con la voz llorosa -; no… me gustaría ensuciar su…”

“Lo vas a limpiar vos – me interrumpió, acompañando con un movimiento de cintura -, así que despreocúpate, linda…”

Había sido un intento desesperado de mi parte: uno más, que tampoco funcionó.  Cerré los ojos y me concentré en hacer fuerza; quien nunca ha defecado en público, no puede darse una idea acabada de lo que en realidad es.  Traté de imaginar que no había nadie allí, pero era en vano: por más que cerrara los ojos y los estrujara bien, seguía viendo a Evelyn; los perros, por otra parte, no hacían más que olisquearme y ello tampoco ayudaba mucho a abstraerme de la situación.  Y defequé.  Era como estar inmersa en una nueva pesadilla y tuve la fugaz esperanza de que, al abrir los ojos, estaría aun en la cucha.  ¡Dios!  ¡Hasta qué punto increíble puede llegar una como para desear eso como mejor suerte!  Tal como dije antes, siempre parecía encontrar un fondo más profundo que volvía hasta deseable la situación anterior.  El hecho fue que, más allá de mis deseos, abrí los ojos y la realidad cruel seguía allí: mis deposiciones estaban sobre el césped y los perros, fieles a su naturaleza y estilo, no hacían otra cosa más que hurgar con sus narices allí; algo más lejos, Evelyn me miraba con expresión de triunfo y manos a la cintura.

“Bien – dijo -; ahora, a recoger eso.  Llevalo al baño y, de paso, lávate bien la cola.  Tengo que volverte a colocar esto” – remató, blandiendo en el aire el consolador y trazando un par con el mismo un par de fintas en el aire.

Se alejó hacia la casa y, por suerte, se llevó a los perros.  Yo me dediqué de inmediato a la tarea de ir a buscar una pala y una escoba para juntar mi materia fecal.  En ese momento, me puse a pensar que era menos incluso que una perra; después de todo, ¿qué perro junta su propia mierda?  Si yo era una perra, era la más baja de todas.  Una vez que cumplí con la degradante tarea, fui al baño y, tal como Evelyn me ordenara, lavé bien mi orificio en el bidet.  Cuando volví a presentarme en la sala a cuatro patas, ya ella me esperaba con el consolador en mano, dispuesta a volver a instalármelo.  Y, en efecto, unos instantes después, así era.

“Ya está – anunció -.  Ahora, a ponerte algo decente y vamos hacia la fábrica”

Remarcó bien la palabra “decente” pues, claro, ¿qué tan decente podía ser cualquier atuendo que ella me obligase a llevar?  Decencia era, para esa altura, una palabra que no formaba parte de mi léxico: y un concepto que no entraba en mi universo…

No puedo describir lo que significó el volver a la fábrica.  Juro que era como si hubiera faltado un siglo de allí pero, además, daba la impresión de que todos quienes trabajaban en la empresa conocieran mi situación.  Posiblemente fuera pura paranoia, pero puedo asegurar que creía, en cada rostro, descubrir una sonrisa burlona y, muy especialmente, en el de Rocío.  Todos me vieron llegar junto a Evelyn y eso era, ya de por sí, una importante señal, pues bien sabido era que no éramos amigas ni por asomo.

Una vez más, caminé entre los escritorios haciendo ingentes esfuerzos para que no se viera el consolador en mi cola por debajo de mi cortísima falda; ignoro si lo logré, pero cuando llegué al lugar me encontré con un problema extra: la cola me dolía horrores por la paliza que había recibido de parte de Mica; tal como ella había manifestado, yo no me iba a poder volver a sentar muy fácilmente en mi silla…

De hecho, hice de pie la mayor parte de mis labores de oficina.  En un momento, Rocío se acercó para hablarme al oído; lo paradójico fue que lo hizo en voz alta:

“Me enteré que Mica te dejó el culito rojo – dijo -: esa guacha es una enferma, je”

Por suerte, no agregó más palabra ni me pidió nada sino que volvió a su escritorio; tampoco hubo demasiadas noticias por largo rato de Evelyn, quien estaba en su oficina.  Al cabo de un par de horas, sin embargo, reapareció y vino directamente hacia donde yo me hallaba.  Al tenerla enfrente, tuve el impulso de arrodillarme o ponerme a cuatro patas, pero me contuve: ¿correspondía en aquel contexto?  ¿Debía yo mantener el protocolo dentro de la fábrica? Ésas eran cuestiones que no habían sido habladas y, como tales, me intranquilizaban en la medida en que yo desconocía cuál debía ser mi proceder y, en consecuencia, no sabía hasta qué punto me hallaba en falta o no.  Por fortuna, sin embargo, Evelyn llegó hasta mí sin que su expresión diera trazas de exigir de mi parte alguna actitud en especial; me miró y sonrió:

“Nadita – me dijo, llamándome impunemente por el odioso apodo delante de todas las demás -: ¿recordás qué era lo que tenías que hacer hoy?”

Me quise morir.  El consolador perdido, claro.  Había quedado en que debía recuperarlo; me causó un súbito terror el que Evelyn pudiese llegar a mencionarlo allí y en ese momento, por lo cual, tartamudeando, me apresuré a contestar:

“Sí, s… señorita Evelyn; ya m… mismo voy para la planta a…”

“¡No hace falta! – me interrumpió ella, haciendo un gesto desdeñoso con la mano -.  ¡Mirá quién está acá!”

En ese momento, la colorada se apartó a un lado y recién entonces recalé en que todo el tiempo había habido alguien detrás de ella.  Y ese alguien era… el sereno… El joven me miró y caminó unos pasos hacia mí, ubicándose al otro lado del escritorio; fue tanta la vergüenza que reculé y trastabillé.  Él, impertérrito, no dejó de mirarme con una sonrisa y, sin trámite ni pudor alguno, apoyó el consolador sobre mi escritorio, mientras todas las demás empleadas permanecían atentas a la escena.

“Esto es suyo… - me dijo el sereno, con un brillo pícaro en los ojos -: lo perdió ayer, señorita”

CONTINUARÁ