La fábrica (34)

Continúa el suplicio de Soledad a manos de Mica

Para esa altura no sólo no había de mi parte nada para objetar sino además ninguna duda acerca de lo que me esperaba: el hecho de que Mica me ordenara abrir la boca dejaba bien a las claras que su plan era utilizarme como inodoro en su real uso y sentido.  Comencé a temblar; la miré y, seguramente, mi mirada era implorante.  Sin embargo, bastaba con ver los ojos de Mica para darse cuenta que era absurdo esperar alguna piedad de su parte; sus mejillas brillaban rozagantes y las comisuras se le estiraban en una amplia y maléfica sonrisa, a la vez que sus ojos destilaban el más perverso y anticipado disfrute de lo que seguramente, en su mente, sería la consumación de una venganza más que esperada.

“Vamos – me insistió, propinándome un puntapié en uno de mis muslos -; abriendo la boquita, te dije”

Sin más remedio, abrí mi boca cuán grande era y pude ver cómo su rostro se teñía de alegría y satisfacción; se mordió el labio inferior de un modo mórbido y se comenzó a desabrochar el pantalón de jean para, un instante después, jalar del mismo hacia abajo; lo llevaba tan ceñido que era casi como si se lo arrancase de la piel con un movimiento que, había que decirlo, era pura sensualidad, tanto que bajé los ojos para observarla.  Una tanguita de color rosa fue apareciendo por debajo de la prenda y, de manera insospechada, mi excitación aumentó a niveles inimaginables; creo que en parte ayudaba el alcohol que, para esa altura, ya estaba haciendo su efecto sobre mí.

Mica se giró y, de ese modo, su trasero quedó expuesto ante mí justo en el momento en el cual, con un nuevo movimiento rebosante de sensualidad, deslizaba la tanga muslos abajo mientras se contoneaba de un modo que hubiera calentado hasta a las piedras.  Sentí que me mojaba.  Su culo era hermoso: no era, ni por asomo, exuberante, pero sí de una tersura que ni siquiera requería del tacto para comprobarla ya que se advertía a simple vista que  ese trasero parecía hecho con un cincel.  Me excitó sobremanera el pensar que, de un momento a otro, estaría prácticamente apoyado sobre mi cara, puesto que el plan de Mica era, al parecer, mear en mi boca.  Viendo tan bello trasero, no podía sino comprender el que Hugo, Luis o, incluso tal vez, Luciano, hubieran querido sacar indecente provecho del tener a Mica como empleada.  Había que admitir, además, que Mica era una pendeja hermosa, pero de una belleza muy particular cuya esencia residía mayormente en su arrogancia.  Viéndola hablar, gesticular y moverse no era, por cierto, difícil de entender el que se hubiera mostrado inflexible ante los perversos designios que le hubiesen querido imponer en la fábrica.  Era imposible pensar a esa joven como sumisa y mansa.  Por el contrario, saltaba a la vista que Mica era una chica que, en su soberbia, lucía terriblemente digna y altiva;: y al verla, no podía yo sino ubicarme en el otro extremo: yo era indigna, fácil, sumisa… y no por nada había cedido ante los pervertidos de Hugo, Luis o Luciano…

Cuando acercó el culo a mi cara, temí que fuera a depositarme todo su peso encima, lo cual pondría en serio riesgo mi nuca que permanecía apoyada contra la tapa del inodoro.  Por fortuna para mí, esta vez sí empleó alguna delicadeza y se valió de ambas manos para aferrarse al borde, lo cual no le impidió sin embargo, hacer descender su culo sobre mí hasta prácticamente asfixiarme.  De modo extrañamente morboso, me complací en esa asfixia y me entregué a ella, como si disfrutara del hecho de que ese hermoso culo no me permitiese respirar.  Ella abrió un poco las piernas permitiendo así que su vulva, prácticamente, entrara en mi boca.

El corazón me comenzó a latir aun más deprisa y mi excitación creció a más no poder mientras aguardaba que, de un momento a otro, mi garganta fuera bañada por el líquido caliente; fueron unos segundos de tensa espera, ignoro si porque Mica así lo dispuso para hacerme sufrir con el suspenso o bien porque le demandó esfuerzo el poder orinar: después de todo era Evelyn quien, prácticamente, la había convencido de hacerlo sólo para humillarme y porque la muy perra sabía, de mi propia boca, acerca de las sensaciones que me había provocado el ser orinada por Rocío.  Fuese como fuese, el inevitable momento llegó y mi boca, súbitamente, se inundó.

“Tragalo todo – me decía Mica, con voz entre relajada y gozosa -; que no caiga una sola gota afuera”

Intenté decir “sí, señorita Micaela” pero no hace falta que diga que no pude articular palabra alguna sino que de mi garganta brotó tan sólo una interjección de ahogo.

“Eso es – dijo Mica, llena de perversión -: glu glu… Es lo único que te quiero oír decir”

Tal como me había sido requerido, bebí hasta la última gota.  No puedo describir la sensación de sentir la orina bajando por mi garganta en dirección al estómago.  Me sentía patética y decadente, pero a la vez me arrebataba un extraño placer del cual parecía no ser dueña.  Cuando Mica hubo terminado de vaciar el contenido de su vejiga en mí, alzó su cola unos centímetros, lo cual me permitió respirar nuevamente.

“Limpiame bien – ordenó -: con tu lengua”

“S… sí…, s… señorita Mica” – alcancé a balbucear, con la voz entrecortada, en parte por el gusto de la orina que impregnaba mi boca y en parte porque llevaba un rato sin respirar y estaba, trabajosamente, recuperando el aliento.

Arrojé un par de lengüetazos procurando alcanzar su entrepierna y tengo que admitir que lo hice con el mismo deleite de un batracio capturando un insecto.  Tal como ella me había ordenado que hiciera, limpié cada gotita de orina que le pudiera haber quedado y, a decir verdad, lo hice con sumo placer pues era yo misma quien no quería desperdiciar nada del pis de Mica.  Me avergüenza sobremanera decir esto pero… en ese momento se me cruzó por la cabeza que quizás nunca volvería a ocurrir y que, por lo tanto, debía aprovechar al máximo el momento: de no creer; qué inmunda…

La insolente joven se incorporó y, siempre contoneándose con sensualidad, llevó hacia arriba la tanguita hasta, prácticamente, calzársela dentro de la zanja mientras mis ojos no podían apartarse de ese culo tan bello y apetecible.

“Decí que no tengo ganas de hacer caca ahora – dijo, siempre dándome la espalda y mientras se terminaba de acomodar la ropa -: de no ser así, no te salvabas…”

Un estremecimiento me recorrió el cuerpo al oír eso pero, a la vez, me volvió a invadir esa extraña y morbosa excitación que ya no lograba controlar y que, de hecho, sólo me hacía odiarme a mí misma una y otra vez.  Por increíble que pareciese, lamenté en ese momento el que Mica, tal como había manifestado, no tuviese ganas de defecar.   ¿A tal punto podía llegar mi decadencia que me excitaba con semejante abominación?

“Andá a buscar una pala y una escoba a la cocina – me espetó – y barré eso.  Una pena: se perdió una botella retornable…”

En el momento en que Mica salió del baño, toda la vergüenza me cayó junta.  Sola en la estrechez de ese cuarto, no podía sino pensar en lo triste de mi situación; y en esa dualidad que, ya para esa altura, había pasado a ser común en mí: la nueva Soledad se avergonzaba ante la del pasado, ante la que había sido y que, si bien permanecía oculta y en cierto modo latente en algún rincón de mi conciencia, parecía cada vez más lejos de aflorar a la superficie nuevamente.  A cuatro patas, fui hasta la cocina en busca de la escoba y la pala, tal como Mica me había ordenado; al pasar frente a la sala de estar, vi que tanto ella como Evelyn estaban entregadas nuevamente a la bebida pues habían abierto, al parecer, una nueva botella de cerveza.  No llegué a oír de qué hablaban, pero la impresión era que no de mí: me ignoraban.  Llevé la escoba prácticamente a la rastra ya que, en ningún momento, se me había ordenado que me pusiese en pie como un ser humano… ¡Como un ser humano!  ¡Dios!  Parecía ser que yo misma aceptaba mi deshumanización como algo natural…

Una vez dentro del baño nuevamente, entorné la puerta y, entonces sí, me puse de pie.  Estiré los músculos lo más que pude, como disfrutando del no tener, al menos por un rato, mi culo ocupado por botella ni por consolador alguno, aunque, claro, ignoraba cuánto podría durar esa situación.  Bajé luego la vista hacia el montoncito de cristales rotos que yo misma había hecho y, prolijamente, los fui empujando con la escoba para subirlos a la pala de plástico.  En ese momento, la puerta se abrió y me sobresalté; cobré conciencia de que me hallaba de pie siendo que nadie me había autorizado a hacerlo, por lo cual, rápidamente, me eché de rodillas al piso, pero ya era tarde.  Quien había entrado era, una vez más, Mica:

“¿Qué hacés de pie?” – me imprecó, aunque sin demasiada severidad en el tono sino más bien como si simplemente quisiese recordarme cuál era mi rol allí.

Temblando, bajé la cabeza hacia el piso.

“L… lo siento, seño… rita Micaela; s… sólo m… me incorp… oré para…”

“No te pregunté nada, pelotuda – me interrumpió bruscamente (la realidad era que sí había preguntado) y mi sexo se humedeció ante el epíteto; ¡Dios!  Esa chica casi insultaba mejor que Rocío: lo hacía más visceralmente, con más odio, como entre dientes; de pronto la expresión de su rostro se trocó en sonrisa  -.  Sabés a qué vine?”

Mi corazón volvió a acelerar su ritmo.  Dos posibilidades se me cruzaron por la cabeza: una era que Mica tuviese ganas de hacer más pis, lo cual generó en mi pecho una creciente excitación; la otra era que ahora… tuviese ganas de defecar… Esa última posibilidad me generó en igual medida espanto que morbo enfermizo…

“N… no, señorita Micaela” – respondí, negando con la cabeza.

Mica pasó a mi lado y se sentó sobre el inodoro.  Su actitud me sorprendió y, de momento, quedaban descartadas las dos posibilidades que yo había imaginado.  ¿Qué nuevo y sádico plan traía entre manos ahora?  Levanté la vista hacia ella; me miraba con ojos tan divertidamente cargados de sadismo que me vi forzada a bajar otra vez la vista como si me hallase en infracción.  Ella rio entre dientes al notarlo.  No se había bajado el pantalón, de lo cual cabía suponer que no había tomado asiento con la intención de hacer ninguna necesidad; ya sé que es de mi parte un horror admitir esto, pero me alegré de que no fuera así ya que de haberlo hecho, me hubiera irritado mucho el saber que me ignoraba y no me utilizaba.  Increíble: celos de un inodoro…

“Quiero que vengas acá” – me dijo, con un tono casi maternal.

Levanté la vista para ver hacia dónde me señalaba y pude ver que, con un dedo índice, se estaba tocando el muslo.  Me sentí desorientada: no sabía para qué me quería allí ni tan siquiera si debía ponerme de pie para ubicarme.  A los efectos de no hacerla enfadar, opté por algo intermedio: me arrodillé y, luego, me incorporé lo suficiente como para después girarme y sentarme sobre su regazo, casi como si fuera una niña sentada sobre su madre, pero debí haber supuesto que ésa no sería su idea: me detuvo colocándome una mano sobre la cintura:

“No, retardadita – me recriminó -.  Así no: al revés”

La miré sin entender.  Ella sonrió con la peor de las malicias.  Cuando menos lo esperaba, me cruzó el rostro de una bofetada.

“Veo que no entendés – me espetó con desprecio y dando por tierra con el tono maternal de instantes antes –.  ¿Es así, pelotudita?”

Me tomé la mejilla, que hervía de dolor ante la violencia del impacto recibido.  Otra vez mis ojos comenzaron a bañarse en lágrimas; negué con la cabeza, angustiada por no terminar de entender lo que me pedía.  Ella revoleó los ojos hacia el techo y resopló con fastidio; prestamente, me volvió a tomar por los cabellos y, prácticamente, me levantó en vilo, lo cual me hizo gritar una vez más por el dolor.  Me dejó caer boca abajo sobre ella, con mi vientre aplastado sobre sus rodillas y mi culo en pompa expuesto a fuera a saber qué.  La respuesta a mi intriga llegó de inmediato: un furioso golpe con la palma de la mano se descargó sobre una de mis indefensas nalgas; todo mi cuerpo se contorsionó y mi garganta dejó escapar un gritito.

Algo sorprendida, giré ligeramente la cabeza hacia Mica por encima de mi hombro; de inmediato, sentí que no debí hacerlo, así que regresé otra vez la vista hacia delante y la bajé con temor tras toparme con esos ojos que me miraban radiantes de satisfacción.  Me zamarreó por los cabellos, algo que, ya para entonces, ella había convertido en costumbre.

“Durante todos estos meses – me dijo, cargadísima su voz de rabia – estuve soñando con este momento.  Soñaba con algo imposible, claro, o, al menos, eso yo creía.  ¿Quién puede llegar a pensar que el destino te va a entregar en bandeja a la persona que se quedó con tu puesto?”

Me sentí impotente.  Mica insistía en interpretar lo ocurrido como una batalla entre ambas por un lugar en la fábrica, cuando la realidad era que yo ni siquiera había sabido jamás de su existencia, salvo por ocasionales referencias por parte de Evelyn.  No obstante ello, entendí perfectamente que no debía protestar ni me estaba permitido hacerlo.  Un nuevo golpe se descargó sobre mi trasero.  Y otro.  Y otro.  Y luego otro… Se ensañó sin piedad con una misma nalga y no paró hasta dejármela ardiendo y, seguramente, roja, aun cuando yo no podía verla.  Yo no daba más del dolor, no obstante lo cual abrigué la esperanza de que el castigo hubiese terminado; de hecho, ella hizo una larga pausa en la cual no dijo palabra ni tampoco me golpeó.  La situación, lejos de aliviarme, me intranquilizó aun más y volví a girar ligeramente la cabeza por sobre mi hombro para echarle una mirada de soslayo.  No debí hacerlo: juro que cuando vi ese rostro sólo sentí miedo; sus ojos irradiaban un odio furibundo y su semblante estaba inyectado en el rojo de la venganza llevado a su máxima expresión (ignoro si hay un color para la venganza, pero de existir uno no me cabe duda alguna de que debe ser el que en ese momento exhibía el rostro de Mica).  En un momento se pasó el puño por el labio inferior para secarse un hilillo de baba que le colgaba; estaba claramente desencajada… Y el castigo, por supuesto, siguió…  En todo caso,  dio la impresión de que, al ver ya lo suficientemente roja la nalga azotada,  pasó a ensañarse con la otra y puedo asegurar que lo hizo aun con más fuerza que antes y que inclusive fueron más los golpes.  En un momento se detuvo; escuché el sonido de la puerta del baño al abrirse; alcé ligeramente la vista para espiar por debajo de mis cejas y, por supuesto, me encontré con Evelyn, quien lucía la más divertida de las expresiones.

“No se detengan por mí – dijo, con maliciosa sorna -; sigan con lo suyo que no quiero interrumpirlas.  Al contrario: esto me gusta, je, así que vine a presenciar un poco del espectáculo”

Mica, sobre cuyas rodillas yo permanecía cruzada, le respondió con una sádica risita:

“Por esta putita yo perdí mi silla en ese trabajo gracias a sus habilidades para chupar pija – dijo, con desprecio -: mi máxima satisfacción será hacer que por bastante tiempo no pueda sentarse en ella”

Y con esas palabras que sonaron a condena, la paliza recrudeció nuevamente.  Esta vez fue como si disparara a mansalva, golpeando alternadamente sobre una nalga u otra de manera indistinta y sin siquiera seguir un ritmo o secuencia; era más bien una niña enloquecida por la rabia y así era como se comportaba; mis gritos poblaron el cuarto de baño al punto de ahogar por momentos la risa de Evelyn y las guturales y rabiosas interjecciones que profería Mica.  Yo no podía más del dolor; impotente, braceaba y pataleaba o, al menos, así lo hice hasta que ya no tuve fuerzas para seguir haciéndolo; paradójicamente, Mica sí mantenía energías como para seguirme golpeando…y así lo hizo.  En determinado momento pareció que los golpes comenzaran a hacerse más espaciados y pude oír que su respiración, descontrolada y frenética instantes antes, iba recuperando poco a poco un ritmo más normal.  Estaba cansada… o satisfecha… o ambas cosas; cuando cayó la última palmada sobre mis desnudas nalgas, permanecí un rato con los músculos contraídos a la espera de que en cualquier momento fuese a recomenzar la azotaina, pero no fue así: por el contrario, Mica me alzó por los cabellos y me quitó de su regazo; volví a ubicarme en el piso a cuatro patas…

No dijo palabra alguna; su sed de venganza parecía estar, al menos de momento, saciada.  Se incorporó y se miró al espejo acomodándose los cabellos como si su acceso de furia se lo hubiese desarreglado.  Poco a poco iba recuperando su talante normal, es decir que volvía a lucir la misma altivez que yo le había visto cuando me fuera presentada, pero no ya la ciega ira de unos minutos antes…

“¿Eso todavía sigue allí? – preguntó Evelyn, señalando hacia el montoncito de cristales rotos -.  ¿Qué esperás para sacarlo?  Es – tú - pi – da…”

Silabeó y pronunció el epíteto de una manera especial, como si le divirtiera el hacerlo pues, claro, bien sabía que ese insulto en mis oídos me remitía a a Rocío y al patético placer que me producía el oírlo de sus labios.  En efecto, miré de reojo a Evelyn y la maliciosa sonrisa que lucía dejaba bien en claro que lo hacía con esa intención.

“Ya… mismo lo junto, s… señorita… Evelyn?” – dije, hablando algo trabajosamente por el dolor que me escocía la cola y mientras volvía a tomar en mano escoba y pala de plástico.

“Yo diría que nadita va a tener que reponer un envase retornable – dictaminó Mica sin dejar de mirarse en el espejo -; fue por culpa suya que hubo que romperlo”

“Eso dalo por descontado – convino Evelyn, mientras se inclinaba a mí para tomarme por el mentón y forzarme a mirarla -.  ¿No es así, nadita?”

Mi rostro era pura angustia.  Con todo el dolor del mundo, sin embargo, me vi obligada a asentir con la cabeza, reconociendo de ese modo lo que en realidad no tenía sentido alguno: que todo había sido culpa mía.

“S… sí, señorita Evelyn – balbuceé, como pude -.  L… lo voy a rep… oner”

“Y ya son dos cosas que tenés que reponer” – intervino Mica, sin que yo lograra captar a qué se refería.

“¡Cierto! – exclamó Evelyn -.  El consolador: supongo que no lo olvidaste, ¿no?”

Avergonzada y humillada, negué con la cabeza.

“N…. no, señorita Evelyn – dije, con voz queda -; m… mañana mismo le v… voy a pedir al s… sereno q… que…”

“Me dijiste que está lindo el sereno nuevo, ¿no?” – interrumpió Mica, hablándole claramente a Evelyn en tono de picardía.

“Un bomboncito” – le respondió ésta, llevándose tres dedos de la mano a sus labios fruncidos.

“Con razón querías que te cogiera por el culo – dijo Mica, mirándome esta vez a mí y obligándome, nuevamente, a bajar la vista al piso -; entre tanto esperpento que te cogió ahí dentro, supongo que al menos querías uno lindo…”

“Los strippers también estaban lindos” – intervino Evelyn, divertida.

“Bueno, pero ésos trabajan – le replicó Mica -: les pagás y hacen lo que quieras, hasta cogerse por el culo a ésta… Pero bueno, volvamos al tema: nadita, supongo que entonces te queda claro que mañana vas a tener que recuperar el consolador, ¿verdad?”

“S… sí, s…. seño…” – comencé a decir.

“¡El consolador! – exclamó de pronto Mica estrellándose la palma de su mano contra la frente -.  ¡Casi lo había olvidado!  Esta chica tiene el culo libre!… Nadita, cuando termines con esos vidrios, vení para la sala que te lo pongo nuevamente…”

Ilusa había sido de pensar que mi alivio iba a durar mucho.  Sin más remedio, bajé la cabeza por enésima vez y asentí:

“S… sí, señorita Mic… aela; en cuanto l… levante estos vidrios… v… voy a…”

No me dieron tiempo de completar la frase; ya ambas se habían marchado de regreso a la sala, con lo cual había que dar por descontado que mi respuesta poco les interesaba: lo único que allí importaba eran las órdenes… y yo debía obecerlas sin chistar.

CONTINUARÁ