La fábrica (32)

Nuevas desventuras se ciernen para Soledad a partir de la llegada de Mica

Las fichas me cayeron todas juntas.  ¡Con razón me sonaba haber oído previamente ese nombre de labios de Evelyn!  Ahora recordaba perfectamente que ella la había mencionado aquel día en la oficina de Luis, justo unos momentos antes de dar media vuelta y renunciar.  Conque ésa era la chica… No sé por qué, pero no la había imaginado tan joven.  Sus ojos, ahora que ella sabía quién era yo, brillaban de un modo especial… y en ese brillo descubrí una mezcla de sentimientos y sensaciones que iban desde la incredulidad hasta la alegría, pero una alegría sádicamente perversa, difícil de definir; por un momento me hizo acordar a Rocío, pero a la vez había algo distinto en Mica: como si dentro de ella anidaran mil resentimientos pugnando por salir a la luz; y yo, sin comerla ni beberla, era, de algún modo, el blanco de buena parte de esos resentimientos desde el momento en que, en definitiva, me había quedado con el puesto que antes había sido suyo.

Durante unos segundos se quedó mirándome sin decir palabra y ello produjo en mí un efecto intimidatorio.  Era como si estuviera ordenando sus pensamientos y tratando de ubicar en el justo contexto lo que su amiga acababa de decirle acerca de mí; y en la medida en su mente parecía ir poniendo las piezas en su lugar, su semblante se iba transformando, al punto que una sonrisa iba tomando forma y ampliándose cada  vez más en la medida en que las comisuras se le iban estirando: y en esa sonrisa, por alguna razón… sólo vi maldad.  Volví a bajar la mirada, envuelta en una mezcla de terror y vergüenza.

“No… te lo puedo creer – comenzó a repetir Mica, terminando así con su silencio -.  ¡No te lo puedo creer!  No, no, Evelyn, me estás jodiendo…”

“¿Jodiéndote en qué, boluda?  ¡Es ella, te estoy diciendo!  ¡Es Sole!  ¡Nadita!”

Aun sin verla, pude percibir claramente que Mica, sin levantarse del sofá, se inclinaba un poco hacia mí.  Sus dedos se deslizaron por entre mis cabellos y me rozaron la nuca para terminar descubriendo el collar que yo llevaba al cuello.  Tironeó del mismo de tal forma que me vi obligada a levantar la cabeza y mirarla nuevamente.  Sus ojos, de todas formas, no estaban ya fijos en los míos sino en el collar que, de pronto, parecía haber acaparado su atención.  Lo rodeó deslizando sus dedos por sobre el material casi como si lo acariciase.

“¿Y esto? – preguntó, extrañada -.  ¿Fue idea tuya, Eve?”

“No, de Ro” – le respondió la colorada, con un deje divertido en su voz.

Mica alzó las cejas y sus hombros se sacudieron ligeramente, como impactada por la respuesta; no dejó de sonreír, sin embargo.

“¿Ro?  Mirá vos… ¿Qué le pasó a esa chica?”

“Je, está irreconocible – rió Evelyn -.  De pronto ha pasado a ser la más degenerada de las hijas de puta”

“¿De quién habrá aprendido, no?” – rio Mica.

“Ja, no sé.  No me hago cargo de todo – respondió Evelyn dirigiendo la mirada hacia el techo y poniendo las palmas hacia arriba -.  Yo seré perversa, pero esa guacha me está ganando.  Se le ocurren cosas que hasta a mí me dan miedo…”

De pronto sentí un tintineo metálico bajo mi barbilla y no fue difícil adivinar que Mica había descubierto la anilla del collar y jugueteaba con ésta.

“Esto es para colocar un mosquetón… una correa o cadena…” – dijo, despaciosamente, mientras un helor me recorría de arriba abajo la columna vertebral al tratar de adivinar qué podría llegar a estar tramando.

“¡Tengo cadena! – enfatizó Evelyn con entusiasmo y, casi de inmediato, se puso en pie para ir hacia el sillón sobre el cual arrojara la cadena algún momento antes -.  ¿Te la alcanzo?”

Mica, esta vez sí, me miró más decididamente… y todo su rostro pareció verse contagiado por la sádica sonrisa que sus labios lucían.   Asintió ligeramente con la cabeza antes de responder:

“Por favor, Eve…”

Casi ni terminó de responder que Evelyn estaba a su lado tendiéndole la cadena.  No hacía falta mucha percepción para darse cuenta de lo mucho que la colorada estaba disfrutando el entregarme a Mica prácticamente en bandeja.  De todas formas, yo no llegaba a entender por qué debía sentirme tan atemorizada o preocupada: yo no le había hecho nada a esa muchacha a quien ni siquiera conocía pero, claro, había que ver cómo lo veía ella. Siempre con sus ojos clavados en los míos, tomó la cadena entre sus manos y rápidamente calzó el mosquetón a la anilla.  Apenas lo hizo, tiró con fuerza de la cadena, tanto que se me vencieron los codos y casi caí de bruces contra las rodillas de Mica.

“Eve… - dijo ella de pronto, siempre en ese tono calmo y pausado que a mí, sin embargo, se me antojaba como siniestramente frío y calculador -.  ¿Por qué no te traés algo para tomar y picar?”

“Ah… - contestó Evelyn -, pero es que eso era justamente lo que estaba por pedirle a nadita que hiciera”

“Ya habrá tiempo de que nos atienda como corresponde – dictaminó Mica -, pero ahora, si no te jode, me gustaría hablar en privado un par de cosillas con… nadita”

Evelyn la miró con cierta sorpresa y abrió grandes los ojos pero, enseguida, partió hacia la cocina haciendo así caso al pedido de su amiga: era raro verla acatar lo que otro disponía; estaba más que evidente que la ansiedad por entregarme a los perversos sentimientos de venganza de su amiga podía más que su ego.  Y lo más increíble del asunto fue que me sentí terriblemente desvalida y desprotegida cuando ella se fue; hubiera preferido mil veces que me enviasen a la cocina aun cuando ello implicara como inevitable corolario la humillación de tener que servir a aquella chiquilla.  No estando Evelyn allí, yo sentía que Mica perdía toda inhibición y límites, en caso de tenerlos.  Y en efecto, como para comenzar a confirmar mis suposiciones, apenas su amiga salió de la sala, la jovencita volvió a jalar de la cadena obligándome a mirarla a los ojos.

“¿Evelyn te habló de mí?” – preguntó, de sopetón.

Yo temblaba de manera descontrolada; se me hacía difícil hablar, pero conseguí, trabajosamente, hacerlo:

“M… muy poco, s… señorita M… Micaela; casi nada.  Alg… una vez la m… mencionó, sí, p… pero…”

“A mí sí me habló mucho de vos” – me interrumpió ella, sacudiendo la cabeza y los ojos tal como lo haría un psicópata.  Yo no podía más de terror: aunque la temperatura era confortable y el ambiente plácido en esa casa, un intenso frío me recorrió todo el cuerpo, potenciado por mi desnudez.  Miré nerviosamente de costado para ver si había noticias del regreso de Evelyn, pero apenas intenté girar el cuello, Mica volvió a jalar de la cadena para volver a captar mi atención.

“¿Y sabés que me contó?” – preguntó, levantando sugerentemente una ceja y ladeando ligeramente el rostro para mirarme de soslayo.

Negué con la cabeza; quería responder, pero era tanto el miedo que mi lengua estaba cada vez más aterida, paralizada.

“Me dijo que te anduviste dejando coger por todo el mundo adentro de esa fábrica – continuó, sin esperar mi respuesta -.  ¿Es eso cierto?”

La pregunta, desde luego, era capciosa y malévola, al punto que ni siquiera era posible dar una respuesta acabada o definitiva.  Por eso mismo fue que vacilé: no sabía qué ni cómo contestar.  A Mica, sin embargo, poco parecían importarle mis posibles respuestas y, de hecho, ni siquiera se preocupaba en esperarlas: aunque lo presentara en forma de diálogo, lo suyo era un interrogatorio al cual me estaba sometiendo; y más que interrogatorio, podría decirse monólogo.

“Te cogió el asqueroso de Hugo – continuó ella, en tono lacerante, como si sintiese repulsión pero a la vez disfrutara de enterrarme cada palabra como una daga -: y en tu propia fiesta de casamiento.  Y ya le venías lamiendo el culo y chupándole el pito en la fábrica.  ¿Es eso cierto?”

Una angustia indecible se apoderó de mí: mi cuerpo, que ya para entonces era un tembladeral sin control; las lágrimas acudieron nuevamente a mis ojos, tal como lo hicieran minutos antes al verme acorralada por Evelyn: los cerré, pero ella jaló con fuerza de la cadena en clara orden de que los abriera nuevamente.

“¿Es cierto?” – insistió, ahora imprimiendo a su voz un tono de intriga que era claramente falso pues sabía de sobra la respuesta.

“S… sí – musité -; es… cierto, s… señorita Mica”

Una excesivamente histriónica expresión de horror se instaló en su rostro.

“¡Qué asco! – exclamó con desprecio -.  ¡Ese cerdo de mierda!  A mí me rajaron precisamente por no acceder a hacer esas cosas, ¿lo sabías?”

Negué con la cabeza.

“Pero vos no tuviste ningún problema en acceder” – sentenció con dureza, mientras su expresión viraba del horror a la repugnancia.

Yo ya ni siquiera tenía palabras.  Y en caso de tenerlas, ¿qué sentido tenía que en ese contexto yo le retrucara diciendo que sí me había molestado acceder a tales degradaciones?  Y aun si lo negaba, no dejaba de ser una verdad a medias, pues después de todo había sido yo quien, prácticamente, arrastrara a Hugo hasta el baño de damas para que me cogiera a gusto durante mi fiesta de casamiento.   Y pensar que, en ese momento, yo creía estarle pasando factura a Daniel por su affaire con Floriana.  Qué tonta e ilusa había sido: lo único que había logrado era hundirme todavía más en mi pozo de degradación y, de hecho, estaba siendo ahora víctima de que esa chiquilla insolente a quien ni siquiera conocía, me refregase en la cara lo indecente de mi comportamiento.  No sabía qué me dolía más: si lo ponzoñoso de las palabras de Mica o el hecho de que, en parte, tuviera razón.  A ella, por supuesto, seguía sin importarle demasiado si yo hablaba o no.

“Y en esa fiesta también te cogió el pajero de mierda de Luis, ¿eso es verdad también?” – volvió a la carga, con la misma dosis de veneno en su lengua.

Quería morirme: era para mí la peor ignominia el tener que admitir tales cosas de mi reciente pasado; de hecho, y haciendo memoria sobre el asunto que Mica traía a colación, también en ese caso había sido yo la que impeliera a Luis a cogerme en el baño.

“S… sí, señorita Micaela” – asentí, sollozando.

Abrió aun más grandes los ojos y frunció la boca mientras asentía varias veces fingiendo sorpresa.

“¿Y tu esposo por dónde andaba en ese momento?” – preguntó, incisiva.

“P… pues andaba… por ahí” – balbuceé, de manera entrecortada y tragando saliva varias veces.

“¡Esto sí que es grande! – exclamó Mica con impostada admiración -.  ¿Y es verdad que también te cogió un cliente al cual le hiciste una venta?  ¿Un tal… hmm… In…?”

“Inchausti” – le confirmé ante lo que ya para esa altura era ineludible.  No podía creer que hasta eso le hubiera contado Evelyn.

“¡Eso sí, Inchausti!  ¡Es verdad entonces!  Y, decime una cosa… ¿ también te cogió el sereno de la fábrica?  ¿El retardado ése?  ¿Cómo era que se llamaba?”

“Milo…” – dije, con resignación.

“Cierto, Milo; hay que tener estómago eh… En fin… ¿y alguien más?”

Yo ya no sabía qué decir y, a decir verdad, hasta comenzaba a fallarme la memoria y ni siquiera era capaz de recordar por mí misma cuántos me habían cogido desde que había entrado a trabajar en la fábrica.  El hecho de que no lograra llevar la cuenta era otra feroz bofetada contra la dignidad que alguna vez creía haber tenido.

“Dos strippers, tengo entendido” – indagó Mica, cada vez más incisiva y lacerante.  Una vez más, la muy hija de puta confirmaba que ya sabía de antemano las respuestas.

“S… sí, señorita Micaela – musité -.  En realidad… uno por la vagina y el otro… por la cola”

Idiota de mí.  ¿Tenía necesidad de aclarar eso?  ¿Por qué lo hice?  ¿Acaso suponía que lavaba en parte mi prontuario el hecho de que uno de ambos me hubiera cogido por el culo y no por mi sexo?

“Ah, veo que tenés servicio completo – se mofó Mica con un revoleo de ojos -; sos de las que entregan también por detrás; muy poquitas lo hacen, eh: ya hay que ser muy puta para eso.  Definitivamente, estoy viendo que yo no tenía la más mínima chance de retener ese puesto laboral: ninguna posibilidad de competir.  ¿Alguien más?”

¡Competir!  ¡Dios!  ¿En qué momento había existido una competencia entre ambas?  Tenía ganas de gritar, de decirle que, en definitiva, yo había entrado a trabajar en la fábrica cuando ella ya no formaba parte del personal y, como tal, no existió nunca una “competencia” entre ambas.  ¿Tan obtusa podía ser la mente de esa jovencita para pensar que sí o, sencillamente, sabía bien que no había sido de ese modo pero, aun así, necesitaba resarcir de algún modo su dañado orgullo?

“También un policía – irrumpió en ese momento una voz, a la cual rápidamente reconocí como de Evelyn; en parte me alegró el hecho de saberla de regreso, pero por otro lado su llegada se producía justo a tiempo para agregar un tipo más a mi humillante lista -.  Eso fue hoy mismo, en la comisaría”

Mica abrió su boca cuán grande era, al igual que sus ojos.

“¿Un policía? – aulló -.  ¿Es eso cierto, nadita?”

“Y también un vendedor de pochoclo de la plaza – agregó Evelyn mientras depositaba una bandeja sobre una mesa ratona -.  Le hizo el culo… y delante de su esposo, que nunca se dio por enterado”

“¡Wow! ¡Esto está para el Guiness! – exclamó Mica, mirándome con gesto de perplejidad -.  Ahora entiendo por qué me rajaron de ese puesto y te lo ofrecieron a vos: ¡imposible encontrar una mina tan fácil, tan puta!  ¡Qué inmunda!  ¡Das asco!”

Coronó sus palabras arrojándome un escupitajo en mi rostro, el cual traté de asimilar de la mejor manera posible.  Demás está decir que no reaccioné y, a decir verdad, la saliva corriendo por mi cara no era en ese momento lo peor que podía pasarme. Yo sólo deseaba que el tema se desviase de alguna forma.  Irónicamente, una vez más, mis esperanzas se depositaban en Evelyn: ojalá se le ocurriese cambiar abruptamente de tema.  Y lo hizo… sólo que no del modo en que yo esperaba.

“¿Y te mostró lo que tiene detrás?” – preguntó, en tono divertido.

Maldito mi deseo de que Evelyn cambiara el tema… Más humillaciones.  Más vergüenza.  Más deseo de no estar allí…

“Hmm, no – respondió Mica, con gesto intrigado y echando atrás los hombros -.  ¿Qué es lo que tenés detrás, nadita?”

“Mostrale” – me ordenó Evelyn, casi con indiferencia y mientras destapaba una cerveza.

Resignada y sabiendo que ya no tenía ningún sentido seguir tratando de aparecer como un ser humano con algo de dignidad, supe que no me quedaba más camino que girarme.  Mica aflojó la tensión de la cadena para permitírmelo y, así, sobre palmas y rodillas, fui dándome la vuelta sobre la alfombra hasta enseñarle mi trasero.

“¿Qué es eso?” – aulló la joven, esta vez sin nada de impostura: su sorpresa era real.

Juro que deseé morir.  Lo que ella estaba viendo en ese momento no era otra cosa que el consolador enterrado en mi cola.

“Otra de las depravadas ocurrencias de Ro” – explicó Evelyn para, inmediatamente, pasar a exponer con todo detalle el funcionamiento del aparatito, lo cual provocó en Mica reiteradas exclamaciones de asombro e incredulidad.

“¿Vos… decís que con una llave se expande?” – preguntó, como tratando de asimilar el dato.

“Por supuesto, hacé la prueba” – respondió su amiga y deduje que, obviamente, le estaría entregando la llave que expandía o contraía el consolador.

Como si hiciera falta algo para confirmar mi suposición, pude enseguida sentir el objeto agrandarse dentro de mí mientras mi cuerpo se retorcía de dolor.  Los codos volvieron a vencérseme y mi rostro cayó pesadamente contra la alfombra.

“¡No te puedo creer! – exclamó Mica, rebosante de alegría -.  ¡Esto es lo más!  ¡Esta Rocío es un genio!”

Trabajosamente, me volví a incorporar sobre las palmas de mis manos hasta volver a colocarme a cuatro patas.  Luego del alivio momentáneo que me había significado el que Evelyn tuviera la deferencia de comprimirlo, ahora volvía a sentir el consolador dilatado dentro de mí y la primera sensación era fatal: parecía increíble que antes lo hubiera llevado durante tanto rato con la llave girada en tal posición.  Mica volvió a tironear de la cadena, lo cual me obligó a levantar la vista hacia el techo, siempre teniéndola a ella a mis espaldas.  Me tomó por los cabellos; se estaba desatando y dando cada vez más rienda suelta a sus instintos más perversos y a sus deseos de “venganza”.  ¿Venganza?  ¡Dios!  ¿Venganza de qué si yo nada le había hecho?  En su mente, resentida y enferma, a ella la habían despedido de la fábrica por no acceder a cosas que yo sí; lo peor de todo era que, quizás, en algún punto, tenía razón.

“Te gusta, putita; ¿cierto que sí? – me dijo en un tono que mezclaba revanchismo y sorna; la sentí tan cerca de mi oído que deduje que tal vez se hubiera arrodillado por detrás de mí o bien acercado de alguna manera -.  Te gusta que te metan cosas por el culo, ¿verdad?  Si es la pija de un stripper, la de un vendedor de pochoclo o un aparatito es lo menos, ¿no?  Lo que querés es tener siempre el culito bien atendido, ¿no es así?”

No me daba ninguna chance de responder a las preguntas que me hacía, ya que me zamarreaba por los cabellos una y otra vez haciendo que mi cabeza fuera alternadamente hacia adelante y hacia atrás tal como si asintiera; yo sólo conseguía emitir algún que otro quejido de dolor como consecuencia tanto del dolor que el objeto en mi cola provocaba como de la fuerza que Evelyn no escatimaba al zamarrearme.

“La verdad que este aparatito es genial – insistió; su voz se alejó algo de mi oído, por lo cual inferí que debía estarle hablando a Evelyn -… Una brillante adquisición de Ro…”

“Sí – convino Evelyn -; de hecho, la idea era dejárselo en forma provisoria, pero… no sé”

“¿Provisoria por qué?  Lo lleva muy bien puesto…”

“Je, sí, es que… con Rocío le habíamos colocado otro y la muy estúpida lo perdió” – recalcó con especial énfasis el epíteto que bien sabía que remitía a Rocío y a las sensaciones que yo misma, instantes antes, había admitido que el insulto me provocaba; si la zorra buscó calentarme, lo logró: sentí mi sexo humedecerse.

“¿Cómo que lo perdió?” – rugió Mica volviendo a tironear de mis cabellos.

“En realidad se lo quitó” – respondió la colorada.

“¿Es verdad eso?” – bramó Mica, una vez más contra mi oído.

“S… sí, señorita M… Micaela: es v… verdad; m… me lo quité” – balbuceé como pude, de manera entrecortada.

“¿Y en dónde está?” – preguntó la joven.

Se produjo un silencio, pues yo aún no había mencionado el hecho de que el consolador pudiese estar en manos del nuevo sereno.

“No lo sé – contestó Evelyn, con aire de indiferencia -.  Supongo que en la fábrica, pero… habría que preguntarle a nadita”

“¿Dónde está?” – volvió a rugir Mica, zamarreándome por los cabellos una vez más.  Mi cabeza iba hacia adelante y hacia atrás como un adefesio.

“E… en la f… fábrica, supongo, señorita M… Mica” – respondí, a la primera pausa que hizo en el zamarreo.

“¿Supongo?  ¿Qué querés decir con eso?  ¿Sos estúpida o te hacés?  ¿Está en la fábrica o no?”

Ahora era Mica, totalmente desconocedora de mi historia personal en relación a lo que me pasaba con ese calificativo cada vez que me lo decía Rocío, quien acababa de llamarme “estúpida”: la excitación volvió a mí…

“Es que… lo tenía el sereno”

“¿Sereno?  ¿De qué hablás?  ¿Milo?  ¿Acaso no lo echaron?”

“Sí  - le confirmó Evelyn -.  En efecto, fue despedido.  Nadita, no te referirás al nuevo, ¿no?”

“Sí, s… señorita Evelyn: el nuevo sereno es quien tenía el consolador la última vez que lo vi”

“Aaah bueeeenoooo – espetó a viva voz Mica -.  ¿Te bajaste también al sereno nuevo?  ¿No te alcanzó con el anterior?  ¿Querías más pija?”

“Ahora voy entendiendo – agregó Evelyn con voz queda -: nadita se quitó el consolador para que…”

“El nuevo sereno le rompiera el culo” – completó Mica.

¡Dios!  No podía dejar que siguieran sacando conclusiones equivocadas; ya bastante denigrada había sido yo como para que, además, cargara con culpas que no tenía.  Quizás debí quedarme callada, pero no pude; me salió del alma:

“¡No! – exclamé, en lo que era casi un sollozo gritado -.  ¡No fue así!  Yo…”

No pude terminar la frase.  La palma de una mano abierta me llegó de costado y se estampó contra mi mejilla con una fuerza que ni a Evelyn le había conocido.  Otra vez las manos volvieron a vencérseme y mi boca besó la alfombra.

“¡Silencio, puta! – bramó Mica -. ¡Nadie te autorizó a hablar y, de hecho, nadie te preguntó nada!  ¿O sí?”

Yo tardaba en contestar pues el dolor me escocía la mandíbula; ello impacientó a Mica, quien volvió a golpearme con fuerza, pero esta vez sobre una nalga: caí de costado.

“N… no, señorita Mica… ela: n… nadie me preguntó nada” – balbuceé, haciendo grandes esfuerzos para que las palabras pudieran brotar de mi garganta.

“Entonces silencio – dijo, de manera cortante -; y volvamos al tema: habíamos quedado entonces en que el sereno se quedó con el consolador después de que te lo quitaste para que te rompiera el culo…”

“Mañana mismo vas a tener que ir a reclamárselo, nadita” – se interpuso Evelyn, quien había pasado a un insólito segundo plano pero cuando intervenía hacía valer su autoridad… y también su sadismo.

Mi rostro enrojeció.  ¿Ir en busca del sereno y pedirle que me devolviera el consolador?  ¿Se podía pensar en una humillación peor?  Pero por muy degradante que fuera, yo ya sabía para esa altura que no podía contradecirlas: ni a ella ni a Mica.

“S… sí, señorita Evelyn – dije como pude y casi sin aliento -.  M… mañana lo haré”

“Me parece bien – terció Mica -: es lo que corresponde pero, de todas formas, yo insisto en que no habría que removerle el consolador que lleva puesto.  Éste me parece genial y sería una pena que fuera provisorio”

“Yo pensé lo mismo – confirmó Evelyn, lo cual me provocó un estremecimiento -; el otro… en fin, lo dejaré para el putito de Luchi…”

“¿Luciano? – preguntó Mica en tono de diversión -.  Cierto que me contaste que ahora resulta que le gusta que le metan cosas por la colita…”

“Sí, tal cual; de hecho ya hoy pasó por la oficina y se puso caprichoso cuando supo que hoy no iba a haber aparatito para él porque, claro, en ese momento, estaba ocupado en el culo de nadita.  Se puso denso pero le di un par de cachetazos y lo mandé a trabajar; fue como un perrito…”

Mica rió a más  no poder y yo no paraba de sorprenderme: aun a pesar de todo lo que había visto a Luciano rebajarse ante Evelyn, era el colmo imaginarlo siendo abofeteado por ella.  Qué locura; cómo había cambiado todo…

“¿Y dónde pensás hacerla dormir hoy?” – preguntó de sopetón Mica.

“Hmm… mi idea era que nadita durmiese aquí, en el sofá – respondió Evelyn algo dubitativa -, aunque de acuerdo a su condición creo que sería mejor que durmiera en la alfombra”

“Disculpame que te contradiga – replicó Mica, en lo que, a mis oídos, constituía un altísimo atrevimiento dada la jerarquía que yo, en mi mente, otorgaba a Evelyn -: de acuerdo a su condición debería dormir afuera, en la cucha de uno de los perros”

Un nuevo estremecimiento me recorrió la columna vertebral y di un respingo.  Un abrupto silencio se prolongó durante algunos segundos sin que yo supiera si el mismo se debía a que Evelyn estaba evaluando la propuesta o bien a que estaba a punto de estallar al ser contradicha por su amiga; era iluso de mi parte, sin embargo, considerar la segunda posibilidad: eran, justamente, amigas; se manejaban como tales y, por lo tanto, como iguales.  Yo simplemente era un objeto en manos de Evelyn, pero un objeto que ella estaba dispuesta a compartir con Mica del mismo modo que ya lo había hecho con Rocío.  Las cartas estaban jugadas de tal modo que su poder sobre mí incluía el cederme gentilmente a aquellas a quienes consideraba sus amigas y que, por lo tanto, tenían igual derecho que ella a disfrutar de mí.  Era raro decirlo, pero había que admitir que Evelyn era una excelente amiga…

“Sí, es buena idea… - acordó, al cabo de un momento -, pero… los perros…”

“Ellos sí pueden dormir sobre la alfombra – sugirió Mica, quien ya parecía haber pensado en todo o bien pensaba rápido y sobre la marcha -: ambos, por supuesto; si dejás a uno de ellos afuera durante la noche, lo más posible será que al otro día encuentres sólo los pedazos de nadita…”

Se me heló la sangre ante el comentario, no sólo por el contenido sino por el tono en que lo dijo: fue como si se divirtiera con la idea; como si buscara protegerme pero a la vez le produjera un sádico disfrute el pensar en la alternativa.

“Sí… - convino Evelyn, pensativa -: tenés razón; me gusta la idea.  Hoy dormís afuera, nadita”

“S… sí, señorita Evelyn” – acepté sin chistar, recordando en ese momento que la colorada me había amenazado un rato antes con hacerme dormir afuera con los perros en caso de hacerla pasar un papelón ante su invitada.  Por un momento se me cruzó por la cabeza que estaba faltando a su palabra, pero… no: ella no me haría dormir con los perros.  Y por otra parte: ¿palabra?  ¿Podía yo, llegado el caso, exigir algo al respecto?

“Bien, ya escuchaste – me dijo Mica volviendo a acercar su boca a mi oído -.  Ahora vamos a tener un momento de diversión con vos…”

Otra vez el temblor se apoderó de mis huesos.  ¿No se estaban ya divirtiendo lo suficiente al usar y disponer de mí como un objeto sin poder de decisión alguno?  Parecía ser que no.  Mica volvió a tomarme por los cabellos y me hizo llevar la cabeza hacia atrás hasta que quedé prácticamente mirando hacia el techo y fue entonces cuando su rostro, lleno de revancha y resentimiento, se ubicó por encima del mío.

“¿Sabés una cosa? – preguntó; su mirada extraviada volvía a verse psicótica -: aunque no lo puedas creer, durante todo este tiempo pensé mucho en vos.  Desde que me echaron de la fábrica y Eve me contó que habían tomado una chica nueva, no hice más que pensar en si se trataría de una putita que fuera a ceder ante las pervertidas asquerosidades de Hugo o de Luis.  Finalmente, y por lo que ella me contó, parece ser que sí.  ¿Y sabés qué?  Mi odio aumentó cada día, cada noche: sin conocerte, imaginé cómo sería  tu rostro… y te imaginé así de trola, así de puta: una lacra viviente.  Y sólo pensaba en la cantidad de cosas que te haría si te tuviera a mano.  ¡Qué sorpresas gratas nos depara el destino a veces!  ¿Verdad?”

Mientras mi terror seguía en aumento, bebió un trago del pico de la botella de cerveza que había traído Evelyn.  Luego volvió a mirarme; sus ojos eran ponzoña pura:

“¿Qué te pasa? – me preguntó -. ¿Por qué ese gesto compungido?  Te duele el culo, ¿verdad?”

Con las lágrimas cayéndome, asentí como pude, pues ella me seguía jalando por los cabellos de tal modo de tener mi cabeza echada hacia atrás.

“¿Te gustaría que te lo quitáramos por un rato?” – me preguntó, suavizando de repente el tono.

Debí haber desconfiado de la pregunta; el odio visceral que acababa de mostrar hacia mí con sus anteriores palabras no cuadraba en absoluto con el hecho de que, ahora, se propusiera conceder algún alivio a mi maltratada cola.  Pero mi desesperación era tanta que la ingenuidad pudo más que la realidad.

“S… sí, señorita Mic… aela; me g… gustaría” – musité.

“Ajá, pero sabés que eso depende de lo que nosotras decidamos, ¿no?”

“S… sí, señorita Micaela, lo sé”

“Bien, entonces yo diría que si realmente querés que te lo quitemos por algún rato, vas a tener que pedir por favor”

Claro: allí estaba la clave.  La muy desgraciada podía concederme un rato de alivio pero ello iba a valerme una nueva humillación, así que cerré los ojos, tragué saliva y haciendo de tripas corazón, imploré tal como ella pretendía:

“S… señorita Micaela; l… le r… ruego p… por favor que me q… quite el consolador de la cola p… por un m… momento…”

Como respuesta recibí un fuerte tirón de mis cabellos al punto que pensé que se me iba a quebrar la nuca.

“¡Somos dos! – me refrendó, acercando tanto su rostro al mío que pude sentir las gotitas de saliva impactándome -.  ¡A las dos nos tenés que pedir!”

Volví a tragar saliva; mi voz era un hilillo y cada vez me costaba más sacar un sonido de mi garganta.  Así y todo, me las arreglé para hacerlo:

“S... señorita Evelyn, señorita M… Micaela; les r… ruego por favor que me quiten p… por un momento el consolador de la cola”

Pude ver que sus músculos faciales se relajaban, de lo cual inferí que el tono de mi súplica le había, esta vez, conformado.  Apuró un nuevo trago de la botella.

“Terminemos esta botella rápido – dijo, de pronto y hablándole a su amiga -; no veo la hora de sacarle eso y meterle esta botella por el culo”

CONTINUARÁ