La fábrica (31)

Bien, finalmente llegó la continuación. Pido mil disculpas por la demora pero es que recién en esta semana se puede decir que vuelvo a tener ojo. Agradezco a quienes me escribieron y me enviaron buenos deseos y, en fin, no sé qué decir de aquellos (pocos) que lo hicieron para insultarme...

Aun entre todas las situaciones humillantes que me había tocado vivir, puedo asegurar que pocas tuvieron parangón al hecho de que ambas hablaran de mí como si yo fuera un mero objeto sin decisión alguna o, como mucho, un simple animal.  Evelyn dejó en su casa a Rocío y sentí un enorme alivio cuando la rubia se bajó del auto; de todos modos, no hace falta decir que no desaprovechó la oportunidad para saludarme y sonreírme con sorna.

“Portate bien – me recordó varias veces, apoyando un dedo índice sobre el párpado inferior -.  No hagas enojar a Eve…”

Desapareció por la puerta de la casa al momento en que alguien le abrió, en tanto que Evelyn puso el auto nuevamente en marcha e iniciamos el camino que, supuestamente, nos llevaba a su hogar.  Yo seguía en el asiento de atrás, pues casi resultaba absurdo pensar que ella pudiese invitarme a pasar hacia la butaca del acompañante una vez que Rocío se hubiera bajado.  No habló palabra durante todo el trayecto y, de hecho, viéndola en el espejo, hasta la noté con la mirada algo ausente; parecía con su silencio transmitirme que no tenía nada que hablar conmigo pues yo no era su par.  Llegamos a una zona apartada de la ciudad y nos detuvimos a la entrada de lo que, en principio, debía ser su casa: a juzgar por la fachada, se trataba de una vivienda más que aceptable, pero sin lujos.  ¿Por qué debía ser de otra forma, de todos modos?  Yo me había acostumbrado a verla como algo tan superior a mí que hasta parecía haber olvidado que, en definitiva, era una empleada administrativa de fábrica y, como tal, difícil era esperar que llevase una vida ostentosa.  Lo que sí encajaba con su espíritu arrogante e independiente era el hecho de que viviese sola; me costaba imaginar a Evelyn viviendo con sus padres, por ejemplo, o incluso con una pareja, no sé por qué.

Se bajó del auto para abrir un bajo portón de madera y luego recorrer un corto trecho hasta la puerta de la cochera propiamente dicha.  Un súbito frío me invadió cuando quedé sola en el auto: la calle estaba oscura y, de manera maquinal e inconsciente, miré hacia todos lados para comprobar que nadie me estuviese viendo llegar de ese modo.  No sé por qué me preocupaba tanto: aquél era, después de todo, el vecindario de Evelyn y no el mío; por ende, ¿quién iba a conocerme?  Creo que las experiencias de ese día habían sido tan fuertes que terminaron produciendo en mí una fuerte paranoia, al punto de sentirme todo el tiempo observada por alguien e, ineludiblemente, humillada.

Una vez que Evelyn volvió a apearse al vehículo y lo condujo hacia el interior de la cochera siempre conmigo a bordo, descendió del mismo y me abrió la puerta trasera.  Noté en ese momento que tenía en sus manos el collar que Rocío había comprado para mí y su actitud era, claramente, de espera:

“Vamos – me dijo -: poniendo tu lindo cuellito aquí dentro”

Me deslicé como pude hacia el exterior del auto; me dolía el trasero por llevar el consolador inserto en mi cola y, además, en posición expandida tal como Rocío lo había dejado.  Una vez fuera del auto, Evelyn me dirigió una mirada tan gélida que me hizo estremecer:

“Inclinate hacia delante – me ordenó -: y apartá el cabello a un lado”

Sabiendo una vez más que la opción de no acatar sus órdenes no existía, me incliné y bajé la cabeza apartando mi cabellera tal como ella me ordenaba.  Una vez que lo hice, pude al instante sentir cómo el collar rodeaba mi cuello y se cerraba.  Evelyn tironeó del mismo hasta ceñirlo lo suficiente como para hacerme sentir asfixia pero ni aun eso la detuvo, pues jaló de la anilla cada vez con más fuerza hasta quedar, en apariencia, conforme.  Me resulta imposible poner en palabras la expresión de su rostro, pues aun cuando no sonreía en absoluto, su semblante irradiaba un pérfido y sádico placer.  Acercó su rostro al mío:

“Te queda bien” – me dijo, en tono claramente burlón pero, siempre sin sonreír.  Luego procedió a colocarme la cadena que Rocío me había comprado.

“Perfecto – dictaminó -; ahora, a cuatro patas como corresponde a una perrita.  Es lo que sos, ¿no?”

Bajé la vista con vergüenza y ello fue motivo suficiente para que ella jalase de la cadena y repitiera su pregunta:

“Es lo que sos, ¿no?”

“S… sí – balbuceé, temblando de la cabeza a los pies -; s… sí, s… señorita Eve… lyn: es lo q… que soy”

“A cuatro patas entonces” – me espetó al tiempo que, avanzando por sobre mi flanco derecho, me propinaba un rodillazo en el muslo para impelerme a cumplir con la orden.  Demás está decir que no tuve más remedio que hacerlo.

Quedé, por lo tanto a cuatro patas con la vista en el suelo y, ahora sí, llegó claramente a mis oídos la risita de Evelyn.

“Así me gusta – dijo, en tono aprobatorio -.  Vamos”

Jaló una vez más de la cadena y me hizo marchar tras ella a través de la cochera y por el costado del auto.  Era increíble que, aun cuando no había nadie allí, yo me sintiera tan humillada como si tuviera mil pares de ojos encima.  Fueron sólo unos metros los que tuve que recorrer tras sus pasos hasta llegar a una puerta que, aparentemente, comunicaba la cochera con el resto de la casa.  En ese momento se me paró el corazón pues, claramente, escuché ruidos al otro lado de la misma: supuestamente Evelyn vivía sola y no pudo sino provocarme un inmenso terror la posibilidad de que no fuera así o bien de que hubiera alguien de visita.  Sin embargo, en la medida en que fui escuchando mejor, pude notar que, quien fuera que estuviese al otro lado, estaba gruñendo y arañando la puerta, lo cual me hizo caer en la cuenta de que Evelyn debía tener una mascota.  La noticia, sin embargo, lejos estaba de ser alentadora pues poco halagüeña era la posibilidad de encontrarme con un impaciente mastín al abrir la puerta, del cual, por supuesto, no tenía forma de adivinar cómo iría a comportarse.

Evelyn abrió la puerta mientras no dejaba de lanzar imperativas voces de calma y fue entonces cuando noté que no era un perro lo que había al otro lado, sino dos… Para mi fortuna, no eran demasiado grandes pero tampoco demasiado pequeños: imposible determinar la raza, parecían ser ambos mestizados.  En un principio, se dedicaron a saltar con sus manos hacia su dueña y festejar así la llegada de ésta pero no tardaron prácticamente nada en advertir mi presencia y venírseme al humo.  Vi las fauces de uno de ellos tan cerca de mi rostro que temí recibir una dentellada de un momento a otro, razón por la cual cerré mis ojos; el animal, sin embargo, sólo se limitó a olisquearme mientras Evelyn insistía en calmarlo con voz cada vez más enérgica.  Mientras ello ocurría, sentí que algo húmedo se apoyaba por detrás de mí, justo entre las piernas y allí donde mi tanga cubría mi sexo; no fue difícil imaginar que el otro perro estaba, seguramente, hurgándome por detrás.  El cuerpo se me puso tenso y, como para terminar de confirmar que me estaba convirtiendo en una absoluta enferma, me excité.

“¡Chist! ¡Fuera! – no paraba de echarlos Evelyn -.  ¡Dejen en paz a la chica que está preñada!  ¡Déjenla, calentones!”

Poco a poco, los animales fueron apartándose de mí aunque no del todo.  Por suerte, Evelyn terminó por echarlos fuera y recién entonces me sentí relativamente aliviada o, al menos, todo lo aliviada que podía estar en casa de ella.  Siempre a cuatro patas y jalada por la cadena, caminé tras los pasos de Evelyn hasta llegar al centro de una sala de estar que, tal como el resto de la casa, lucía correcta pero no ostentosa.  Ella me quitó la cadena del collar y la dejó caer sobre un sillón; caminó luego con rumbo indefinido mientras yo, cabeza gacha y de soslayo, la seguía con la mirada sin moverme de mi lugar puesto que no había recibido orden alguna al respecto.  Unos instantes  después escuché el sonido del depósito del agua corriendo, de lo cual deduje que la colorada habría ido al baño; era una locura, pero experimenté un profundo alivio de que no se le hubiera cruzado por la cabeza utilizarme como toilette humano.  Y a la vez, una extraña sensación se apoderó de mí y hormigueó en mi sexo al recordar cómo Rocío me había orinado encima aquella noche de la despedida en la fábrica.  Qué sucia e inmunda me sentía…

Cuando regresó Evelyn, se descalzó y arrojó sus sandalias a lo lejos mientras se echaba sobre un sofá y recogía las piernas para, luego, tomar el control remoto y encender el televisor.  Yo seguía a cuatro patas, con la mirada en la alfombra aun a pesar de los ocasionales vistazos que, con disimulo, echaba por debajo de mis cejas.  Evelyn se dedicó a pasar canales comportándose como si me ignorara o bien diese por sentado que la postura en que yo me mantenía era exactamente la que correspondía a mi condición.  Su semblante adoptó una expresión aburrida y, de pronto, tomó su teléfono celular.  Instantes después hablaba con alguien:

“Sí, Mica – decía -; venite, ya estoy en casa… Dale, dale… Veamos un capítulo de Game of Thrones, aunque si te digo la verdad, ya casi no me acuerdo nada del último.  Te espero, besito…”

En cuanto cortó la comunicación, el terror volvió a invadirme.  ¿Iba a venir alguien?  ¡Dios!  Me asaltó una angustiante necesidad de huir de aquel lugar, pero la realidad era que no podía hacerlo.  ¿Tan sádica podía ser aquella mujer de invitar a alguien para así exhibirme?  ¿O simplemente se manejaba del modo en que lo haría cotidianamente pues yo, de todos modos, era lo mismo que si no existiese?  Súbitamente, y para mi sorpresa, se acordó de mí, aunque siguió sin mirarme:

“¿Cómo está ese culo?” – preguntó, con voz fría y átona.

La pregunta me sobresaltó pues yo ya había asumido mi silencio como algo natural y acorde a mi posición en esa casa.  Me aclaré la voz varias veces antes de responder:

“B… bien, s… señorita Evelyn…; est… está bien”

“¿Duele?”

Bajé la cabeza aún más de lo que ya la tenía.

“S… sí, señorita Evelyn, la verdad es… que… duele un poco”

“Y sabés por qué, ¿no?”

“S… sí, señorita Ev… elyn, p… porque no me porté bien y m… me quité el consolador de la cola…”

“¡Muy bien! – aprobó Evelyn, siempre con la vista en la pantalla del televisor -.  ¿Y te lo quitarías nuevamente?”

Titubeé.  Me sentía acorralada y confundida pues era más que probable que la colorada me estuviera poniendo a prueba.  Si no quería hacerla enfadar debía, por supuesto, responder negativamente.

“No, señorita Evelyn – dije, en tono derrotista -; n… no lo haría”

“¿Ni aunque te lo dejara contraído?” – preguntó y, por primera vez, me miró.

Una lucecita de esperanza se encendió en mi interior.  Si ella confiaba en mí y asumía que yo había optado, finalmente, por comportarme de manera obediente y sumisa, bien podría apiadarse y, tal vez, girar la posición de la llave para que el consolador en mi trasero no doliera tanto.

“¡No! – dije, con los ojos encendidos y sin poder evitar que mi voz delatase un cierto entusiasmo -.  ¡No, señorita Evelyn, no lo haría!”

Por un momento temí que mi súbita esperanza fuera vana.  Eran, después de todo, numerosas las oportunidades en las cuales Evelyn se había complacido en preguntarme algo para, simplemente, hacer luego exactamente lo contrario al deseo evidenciado en mi respuesta.  Sin embargo, no fue así: los ojos le brillaron y alzó su mano enseñándome la llave.  Una ligerísima sonrisa se le dibujó en los labios.

“Acercate” – me dijo, en tono siempre frío.

Era tanto mi entusiasmo que hasta hice un amague por ponerme de pie: torpeza de mi parte, pues ella nada me había ordenado al respecto y, de hecho, me reprendió con voz enérgica:

“A cuatro patas.  Nadie te autorizó a pararte”

Me sentí avergonzada por mi estúpida ingenuidad e incluso temí haberlo arruinado todo, pues bien era posible que, tras mi desliz, Evelyn optara por, simplemente, mantener el consolador expandido como estaba.

“P… perdón, señorita Evelyn” – dije y, de inmediato, me dirigí a cuatro patas hacia el sofá sobre el cual ella se hallaba tendida de lado.  Lucía como la señora de la casa que, en definitiva, era, pero al marchar yo hacia ella de ese modo, la terminaba por ver casi como a una reina amazona o, peor aún, una diosa.

Llegué ante ella como la más sumisa de las perras y hubiera tenido las orejas gachas de haberlo sido realmente.  Trazando con un dedo índice un semicírculo en el aire, Evelyn me instó a girarme.  Así lo hice, de tal modo que quedé, siempre a cuatro patas, enseñándole mi culo que, por debajo de la corta falda, se dejaba ver exhibiendo el depravado objeto inserto en mi entrada.  Pude oír el sonido de la llave introduciéndose en la base del consolador para, a continuación producir un clic que significó para mí un indescriptible alivio.  Era increíble que, aun cuando hubiera un objeto tan grande dentro de mi ano, yo tuviese, sin embargo, la sensación de que mi conducto real estaba vacío.  Hasta tenía la tentación de tocarme para ver si el consolador  realmente seguía allí o no pero, claro, no tenía autorización de Evelyn al respecto, así que me abstuve: estaba claro, por otra parte, que, aunque contraído, el objeto debía seguir en su lugar pues de lo contrario ya Evelyn me lo hubiera hecho notar.  Mis músculos se aflojaron y hasta sentí que entraba más oxígeno en mis pulmones.

“Gracias, señorita Evelyn – dije -: es usted muy amable”

“¿En qué pensabas cuando te lo quitaste?” – preguntó Evelyn a bocajarro.

Siempre a cuatro patas y sin mirarla por tenerla a mis espaldas, me encogí de hombros.

“No sé, señorita Evelyn – dije, en tono lastimero -: fue… una tontería que se me ocurrió…”

“Al hacerlo fuiste desleal a Rocío y a mí” – me imprecó.

Sin saber por qué, sentí un fugaz hormigueo cuando mencionó a la rubia.

“S… sí, señorita Evelyn – acepté, resignadamente -; fue… muy desleal de mi parte y… ni usted ni Rocío se lo mer…”

“¿Qué te pasa cuando nombrás a Rocío?” – me interrumpió.

Fue una estocada por la retaguardia que no esperaba.  ¡Dios!  ¿Tan hija de puta podía ser esa reverenda desgraciada como para darse cuenta de esas cosas?

“¿P… perdón, señorita Ev…?” – comencé a preguntar, haciéndome la tonta.

“No te hagas la estúpida – me replicó y, de manera extraña, el epíteto terminó de contribuir a traerme la imagen de la rubia, que era, justamente, quien más me lo solía enrostrar -.  Se nota de lejos que te ponés cachonda cada vez que te insulta…”

Me quería morir.  No podía dar el brazo a torcer ni reconocer semejante cosa pero, por otra parte, ya estaba suficientemente claro que a Evelyn no se le escapaba detalle alguno: un nuevo aditamento para considerar que mi vida ya no era mía pues resultaba ahora que ni mis sensaciones internas escapaban a su percepción.  Mis rodillas comenzaron a temblar y supuse que Evelyn lo estaría advirtiendo; abrí la boca despaciosamente como para hablar pero no llegué a decir palabra alguna y lo peor del asunto era que podía perfectamente adivinar a mis espaldas la tan perversa como divertida expresión de Evelyn, ávida de oír mi respuesta.  De pronto pude sentir que  su mano se apoyaba sobre mi sexo por encima de la tanga y me fue imposible evitar dar un respingo.

“Estás mojadita, perrita – dictaminó Evelyn, llevando así mi vergüenza a límites indecibles -.  A ver, gírate hacia mí”

Yo no sabía dónde meterme: sólo deseaba que la alfombra se abriera y me tragase, no obstante lo cual hice lo que me ordenaba y, sobre palmas y rodillas, fui girando hasta quedar enfrentada con ella.  No me atreví, sin embargo, ni mínimamente a alzar la vista sino que la mantuve  dirigida al piso, no por mucho tiempo a decir verdad, ya que Evelyn me tomó por el mentón y me obligó a levantar la cabeza para mirarla.

“Podés hablar en confianza conmigo – me dijo, sonriendo en un gesto que, falsamente o no, quería mostrar confidencialidad -.  No le voy a contar nada a Rocío, pero me gustaría saber qué es lo que te pasa”

Desesperadamente, miré de manera alternada a un lado y a otro como si quisiese escapar del campo visual de sus ojos aun cuando tal cosa fuera imposible.  Ella, notando mi actitud huidiza y esquiva, me zamarreó por el mentón obligándome a mirarla nuevamente.

“¿Qué es lo que te pasa?” – insistió, cada vez más marcada una maliciosa sonrisa en sus comisuras.

No me quedaba más que contestar, pero… ¿decir la verdad?  Era una locura y además yo ni siquiera estaba segura de mis reales sensaciones pues todo era muy nuevo y contradictorio para mí, pero los ojos de Evelyn, clavados sobre mí, eran más que una invitación a ser honesta: más bien evidenciaban que yo no tenía otra alternativa.  De hecho, ya había quedado suficientemente claro que Evelyn me leía el pensamiento bastante seguido y, considerando eso, de poco podría servirme el mentirle.

“N… no lo sé – respondí y, en verdad, estaba siendo sincera -.  No… lo sé, señorita Evelyn: m… me cuesta mucho definirlo o explicarlo”

“¿Qué es lo que te excita en ella?” – preguntó a bocajarro y sin darme la más mínima tregua ni margen alguno para la vacilación.

Quise mover la cabeza a un lado y a otro pero ella me sostuvo aprisionada la barbilla con tal fuerza que me impidió hacerlo.

“No… l o sé, s… señorita Ev… elyn; es la pura verdad: no lo sé”

“¿Te excita cuando te insulta?” – me espetó.

No podía ser de otra manera: ella, evidentemente y tal como yo había temido, ya lo percibía todo.  Mis ojos comenzaron a llenarse de lágrimas.

“A… a veces sí, señorita Evelyn…” – reconocí, llorosa.

Su sonrisa se amplió una vez más hasta exhibir sus dos hileras de blancos dientes, a la vez que los ojos se le iluminaron con una iridiscencia en la cual se mezclaban el placer del triunfo con el más mórbido sadismo.

“¿Qué más te excita en ella?” – continuó interrogándome, cada vez más inquisidora.

Yo no sabía qué tenía que decir o qué no.  La presencia de la colorada ante mí era tan avasallante que me convencía a priori de que ella ya sabía todas las respuestas antes de que yo las dijera.  Rebusqué en mi mente tratando de identificar otros momentos en los cuales, con sus actitudes, Rocío me hubiera hecho excitar en contra de mi voluntad.  Me vino nuevamente a la mente aquella despedida en la fábrica y el momento en que me orinó encima: lo había recordado hacía bastante poco y, como tal, estaba bastante fresco, pero… ¿admitir eso?  ¿Podía llegar tan bajo como para reconocer ante Evelyn que me calentaba el recuerdo de su amiga meándome encima?  Sonaba terriblemente desquiciado y, sin embargo, sentía que tenía que decirlo; creo que yo no siquiera tenía ya control de mis propios labios:

“Hace un momento, se… ñorita Evelyn, mientras usted estaba en el baño…” – comencé a decir, en un balbuceo.

“¿Sí?” – su rostro se contrajo en una mueca de profunda intriga.

Otra vez vacilé y me volví a debatir internamente entre decirlo o no.  Pero ya era tarde…

“B… bueno, señorita Evelyn: m… mientras usted estaba en el baño, me vino a la cabeza el recuerdo de cuando… Rocío me orinó encima, la noche de… la despedida”

Su rostro adoptó de pronto una expresión evocativa, como si tratase de hacer memoria.  Sólo bastaron unos pocos segundos para que, finalmente, abriera enormes los ojos y el semblante se le tiñera de incredulidad; soltó una carcajada.

“¿Eso… te excitó???”

Bajé la vista lo más que pude, pero sólo sirvió para que ella volviera a tironearme del mentón.  Evelyn quería una respuesta… y yo debía darla.

“Sí, s… señorita Evelyn – admití, más degradada que nunca -.  Es decir… no ocurrió en aquel momento pero ahora, al recordarlo…”

“Ahora te calienta” – cerró ella misma la frase, guiñándome un ojo.

“S… sí, señorita Evelyn” – reconocí, mientras las lágrimas volvían a acudir a mis ojos.

Ella permaneció mirándome en silencio, lo cual contribuyó a hacerme sentir todavía más indefensa y desvalida ante su presencia.  Su expresión parecía ser de diversión pero a la vez de sorpresa ante mi enferma confesión.

“No sé cómo tomarlo…” – dijo, al cabo de un rato, alzando una ceja y frunciendo la boca.

“N… no comprendo, señorita Evelyn” – dije, confundida.

“Claro.  Es como que… no sé; ja… Me siento un poco celosa: Rocío es algo así como mi ahijada, mi protegida, je… Yo soy quien le ha enseñado cómo comportarse ante seres inferiores como vos, pero resulta que ha aprendido demasiado rápido la guachita.  Y ahora, el hecho de que te excites más con ella que conmigo, hmm, en fin, es como que me produce un cierto celo…”

A pesar de su histrionismo, no lucía ofuscada al decir tales palabras; más bien divertida.  Sin embargo, la posibilidad de que fuera a sentirse despechada me sobresaltó de inmediato.

“N… no, seño… rita Evelyn – dije -; no… es así”

“¿Qué es lo que no es así?” – me indagó, frunciendo el entrecejo.

¡Dios!  Cada vez me metía en un callejón peor que el anterior.   ¿Cómo salía de aquello?  ¿Tenía que decirle que también me excitaba con algunas actitudes suyas?  Yo me sentía un ratón y ella era el gato que jugaba conmigo.

“No… es cierto que… usted no me excite, señorita Evelyn” – dije, sin sonar demasiado convencida ni convincente.  Me arrepentí de mis palabras apenas las dije.

Ella volvió a fruncir la boca, alzó una ceja y ladeó un poco su rostro para mirarme con una expresión de picardía.

“¿Yo te excito, nadita?” – preguntó, incisiva.

“S… sí, señorita Evelyn, usted… también me excita”

“¿Y quién es más linda de ambas?  ¿Rocío o yo?” – me preguntó mientras, siempre teniéndome tomada por el mentón, zamarreaba mi cabeza de un lado a otro como si yo fuera un estropajo.

Cuando finalmente dejó de sacudirme, nuestras miradas volvieron a quedar enfrentadas y sus ojos evidenciaron que quería una respuesta rápido: ya.

“Us… usted, señorita Evelyn” – mentí, esperando que mi respuesta diera por terminado todo el asunto.

Se mostró reconfortada, desde luego, aunque no tenía yo forma de determinar si ella realmente tomaba en serio mis palabras o era parte de su juego el disfrute de saber que era ella quien me arrastraba a mentir por obligación.  Por lo pronto, se quedó en silencio y mantuvo sus ojos clavados en los míos, lo cual me intimidó aún más.  De pronto vi su rostro algo más cerca y advertí que se inclinaba hacia mí; sus labios se ubicaron sugerentemente a escasos dos o tres centímetros de los míos y me puse muy nerviosa.

“¿Te gustaría besarme?” – preguntó, en un tono bajo y sugerente que estaba cargado de sensualidad.

“S… sí, señorita Evelyn, me gus… taría mucho” – respondí, más acorralada que nunca.

Sus labios se acercaron aun más y ya prácticamente podía sentirlos sobre los míos.  Yo no sabía bien cómo actuar pero sí me daba cuenta fácilmente de que la situación exigía una conducta lo más pasiva que fuera posible, así que, simplemente, supe que debía entregarme y dejarla hacer; cerré mis ojos y esperé el ya inminente contacto…

Sin embargo, sus labios nunca terminaron de apoyarse sobre los míos.  Antes de que siquiera pudiese yo darme cuenta de algo, Evelyn soltó mi mentón y me estampó una bofetada a palma abierta que  impactó contra mi rostro con tal fuerza que me hizo perder el equilibrio y caer sobre uno de mis hombros contra la alfombra.

“¡Torta de mierda! – me espetó, con desprecio -.  ¡Me das asco!  Además de puta, lesbiana asquerosa… No te queda una a favor…

Para rematar sus palabras, escupió contra mí y pude sentir el escupitajo estrellarse contra mi cuello; imposible describir lo rebajada que me sentí.  En ese momento sonó el portero eléctrico, cosa por la cual no supe si alegrarme o preocuparme.

“Ahí llegó Mica – dijo Evelyn, aun con el desprecio presente en su voz -.  Levantate y andá a lavarte un poco, sobre todo esa cara… y más te vale que dejes de llorar, atiendas bien a mi amiga y no me hagas pasar papelones porque te juro que te hago dormir afuera con los perros”

Su tono era tan imperioso que me hizo salir rápidamente a cuatro patas en dirección del baño o, al menos, adonde suponía que estaba por haber antes visto a Evelyn dirigirse hacia allí.  Cuando estaba a mitad de camino, la voz de la colorada atronó a mis espaldas:

“Ah, y cuando vuelvas, te quiero desnuda, perrita”

No puedo expresar en palabras cómo me sentí una vez en el baño mientras trataba de enjugarme las lágrimas, lavarme el rostro y tratar de lucir lo más presentable posible ante una invitada de la cual, por cierto, nada sabía.  La oí entrar, de todos modos, y no tardaron en llegar hasta mis oídos fragmentos sueltos de la charla que sostenían ella y Evelyn en la sala de estar.

“¿Y cómo sigue el forro ése de Di Leo?  ¿Y el recontrapelotudo del hijo?  ¿Y el pajero de Luis?”

Cada una de esas preguntas surgía, al parecer, de boca de la recién llegada, de lo cual cabía suponer que lo sabía todo sobre la vida de Evelyn o, al menos, que ésta la tenía bien al tanto de los avatares del trabajo.  Una vez que me sentí en condiciones me quité la poca ropa que llevaba encima y así quedé, sintiéndome patética al mirarme al espejo en mi desnudez y dispuesta a marchar a cuatro patas para atender a Evelyn y a su amiga.  No era fácil, desde luego, y me costó decidirme; si finalmente lo hice fue porque me llegó un enérgico grito de Evelyn reclamando mi presencia.  Imposible describir lo que significó para mí ir hacia la sala de estar a cuatro patas; la invitada, que se hallaba sentada al sofá junto a Evelyn, giró su cabeza hacia mí y no pude hacer otra cosa más que bajar la mía con vergüenza; no conocía a esa chica ni la había visto en mi vida, y sin embargo quería morir allí mismo…

“Nadita, ella es mi amiga Micaela: Mica para los íntimos” – me la presentó Evelyn, quien volvía a sonar amable en el trato hacia mí, aun cuando siempre estuviera presente esa fuerte aureola de ironía en cada uno de sus tonos y modulaciones.

Levanté la vista hacia Micaela: era una chica atractiva; parecía algo menor que Evelyn: no parecía tener más de veintiuno o veintidós años.  De cabello castaño claro casi rubio e impactantes ojos verdosos cuyas bien marcadas pupilas parecían conferirles un aspecto gatuno.  Cuerpo agradablemente proporcionado y armónico sin ser escultural; atuendo muy informal, de jeans y zapatillas.  Insisto: nunca la había visto; ni en la fábrica ni en ninguna otra parte.  Sin embargo, su nombre no me sonaba del todo desconocido al ser pronunciado en labios de Evelyn y me daba la sensación de que ya se lo había escuchado en alguna oportunidad.

“Mica, ella es nadita – me presentó la colorada del modo más denigrante posible -; en realidad se llama Soledad pero ya para esta altura la hemos rebautizado con Rocío”

Así que también conocía a Rocío.  La tal Mica no salía de su sorpresa al verme desnuda y en tal postura.  Yo, sin saber bien qué hacer ni cómo comportarme, apenas hice con mi cabeza algo así como una reverencia y pronuncié un tímido saludo sin saber cuán adecuado pudiera llegar a ser.

“Ho… hola, s… señorita Mic…aela”

Fue lo mejor que me salió.  Ignoraba si debía mantener hacia ella el mismo trato que tenía para con Evelyn y Rocío, pero desde el momento en que Evelyn no me corrigió ni dijo nada al respecto, interpreté que había saludado correctamente.

“¿Sabés quién es ella?” – preguntó, de sopetón, la colorada, dirigiéndose a su amiga y haciendo clara ilusión a mí.

La invitada frunció el ceño y sacudió la cabeza, algo confundida.

“Hmm, creo que nunca me la nombraste- dijo, finalmente -; por el nombre, al menos, no… creo que no me suena”

“¡Es la que nombraron en tu lugar en la fábrica!” – disparó, a bocajarro, Evelyn…

De pronto entendí todo… y Mica también, a juzgar por el malicioso brillo que destelló súbitamente en sus ojos…

CONTINUARÁ