La fábrica (26)
Continúa la historia de Soledad, a quien, esta vez en compañía de Evelyn, le toca hacer una nueva visita a la comisaría. Nuevas y denigrantes experiencias la esperan allí
Siempre con su mano sobre la base de mi espalda, el oficial me fue guiando a través de un largo corredor y, para mi vergüenza, me hizo pasar nuevamente por delante de casi todo el personal policíaco que se hallaba en ese momento en funciones en aquella dependencia. De pronto salimos al aire libre y me encontré cruzando un patio con piso de ladrillos; la tarde ya estaba bastante avanzada, por lo cual el sol ya prácticamente no daba allí sino que quedaba oculto por detrás de altos muros que rodeaban el patio. Fue en ese momento cuando descubrí que, desde un precario ventanuco enrejado, unos famélicos ojos que eran pura depravación me devoraban de arriba abajo.
“Mmmm…. Mamita, ojalá te pongan en mi celda, ja. Te meto la verga por el orto y te la saco por la boquita”
Lo asqueroso del comentario me hizo revolver el estómago; aguzando un poco la vista a los efectos de lograr entrever en las sombras tras los barrotes, llegué apenas a distinguir los rasgos del inmundo rostro de un tipo de edad bastante indefinida. Con repugnancia, giré instintivamente la vista en sentido inverso, pero sólo fue para encontrarme con otro ventanuco de dimensiones parecidas, el cual se hallaba casi exactamente enfrentado con el anterior. Tras los barrotes, descubrí otro rostro algo macilento y oculto entre las sombras; hubiera jurado que se trataba también de un hombre, pero en cuanto habló, me percaté de lo contrario:
“No, no, no. Seamos justos, oficial – se oyó desde dentro una voz que, a pesar de su fuerte sesgo varonil, se reconocía a duras penas como femenina -: los nenes con los nenes, las nenas con las nenas, je… Ese pimpollo hoy duerme conmigo… Mmmmua…”
La mujer arrojó al aire un par de besos que sonaron con desagradable chasquido y yo, sin más remedio, sólo pude bajar la vista al piso.
“Cálmense ustedes dos – les impelió el oficial, de manera imperativa -. No es ni para uno ni para el otro, así que vayan pensando en algún modo de autosatisfacerse”
El tipo del calabozo a mi derecha gritó un par de insultos al uniformado a la vez que me dedicaba una nueva sarta de piropos procaces. Noté que otras voces parecían sumársele, por lo cual me vi tentada a espiar de reojo y así descubrí que detrás de los barrotes ya no había un solo par de ojos sino tal vez dos o tres; uno de los reclusos aullaba como lobo en celo.
“Parece que te han golpeado, hermosa. En cuanto salga de acá, voy y los mato” - voceó alguien; la cara se me puso de todos colores, pues caí en la cuenta de que las marcas que Evelyn me había dejado debían ser distinguibles a simple vista. Me hubiera gustado cubrirme con las manos la parte de la cola que mi falda no cubría, pero la mano que tenía sobre la espalda me seguía llevando casi como una pluma y no me dejaba demasiado margen de maniobra.
“¿Quién se atrevería a golpear a una chica con un culo tan lindo?” – intervino otro.
“No sé pero en unas horas estoy fuera de acá y me encargo de ellos…”
El último sujeto, quienquiera que fuese, insistió varias veces en esa cuestión de su pronta e inminente libertad; era lógico, ya que los detenidos en comisarías sólo lo están de manera temporal hasta tanto se disponga su traslado a alguna unidad penal o, caso contrario, se los libere. Un estremecimiento me recorrió el cuerpo al pensar que esos tipos bien podían estar en la calle en cuestión de horas; fue tan fuerte la impresión que, en rechazo maquinal, volví a girar la cabeza hacia el otro lado, lo cual sólo me sirvió para encontrarme otra vez con la mujerona lesbiana, quien ahora, de modo repulsivo, asomaba y hacía bailotear su lengua por entre los barrotes.
Cuando finalmente llegamos a destino, no puedo describir el impacto que me provocó el lugar con el que me encontré; hacia el final del patio había un pequeño cuarto de puerta estrecha y un burdo boquete en la pared que, obviamente, oficiaba como “ventilación”: no era difícil darse cuenta de que se trataba de un cuarto de baño… o algo que pretendía serlo. El oficial abrió la puerta y, con una caballerosidad que no cuadraba con la situación ni el lugar, se apartó a un costado para dejarme paso. La imagen no pudo ser más desoladora; en efecto, se trataba de un baño sucio y maloliente, presumiblemente para “caballeros”. Las paredes lucían gruesas manchas de humedad que no habían sido removidas en meses o tal vez años, en tanto que, en el extremo opuesto a la puerta, se veía un inodoro sin tapa, con los costados chorreados de mugre. Las náuseas, incrementadas, volvieron a mí.
“¿Q… qué se supone que vamos a hacer ahí dentro?” – pregunté, con el rostro teñido de incredulidad y cubriéndome la boca con una mano.
“Tengo que revisarla” – respondió, con toda naturalidad, el hombre; a lo lejos, los insultos y aullidos recrudecían: no era difícil darse cuenta que, a los ojos de los presos, ese tipo sólo me llevaba a ese cuartucho para darme una cogida dentro; y lo peor de todo era que yo misma empezaba a dudar si no sería realmente así. El lugar, por lo pronto, era un asco a ojos vista.
“¿A… ahí?” – pregunté, contrayendo el rostro en un gesto de repugnancia.
“¿En dónde sino? – repreguntó, con una ligera sonrisa y las palmas de las manos hacia arriba -. Lo siento; quizás esté acostumbrada a cosas más finas y delicadas, pero es lo mejor que tenemos aquí”
Haciendo grandes esfuerzos para no vomitar, avancé tímidamente hacia el interior del cuarto; apenas lo hice, sentí en el pie que llevaba descalzo el frío y la humedad del piso de cemento, lo cual contribuyó a aumentar el escalofrío que ya, de por sí, mi cuerpo sentía: nunca como entonces extrañé mi zapato faltante. Una aprensión difícil de describir en palabras se apoderó de mí cuando el tipo entornó la puerta sin cerrarla del todo, pues ni siquiera tenía picaporte. Él quedó ubicado a mis espaldas y yo quedé inmóvil sin saber exactamente qué esperaba que yo hiciese. Un incontrolable temblor me subía por las piernas.
“Bueno – dijo, en tono resuelto -. A ver esas marcas”
Recién entonces, al girar mi cabeza ligeramente por sobre el hombro, noté que el tipo tenía una cámara en la mano, en realidad un teléfono celular oficiando como tal: poco profesional para una inspección exhaustiva que se preciase de serlo. Se hincó detrás de mí y, sin incorporarse, fue girando en torno a mis piernas para fotografiar aquellas zonas en donde el color rosado se hacía más intenso por los golpes que Evelyn me había propinado con el zapato. Me sentí tan ultrajada como si me estuviese manoseando, pero lo peor aún no había pasado.
“A ver – me dijo, adoptando pretendida voz de experto -. Levante un poco esa falda; mucho no necesita, je”
Lo mordaz del comentario no encajaba en absoluto con alguien que, se suponía, estaba haciendo una revisión a efectos policiales y, tal vez, hasta judiciales. Temblorosa, llevé arriba la falda hasta descubrir mi cola entangada y él me siguió fotografiando una vez que esa zona quedó también al descubierto.
“Le han dado de lo lindo” – dijo, en un jocoso dictamen que, una vez más, distaba de sonar profesional -. Quítese esa tanga, por favor, señorita… hmm… ¿O señora?”
Me giré. Lo que menos me importaba, por cierto, era el tratamiento que él fuera a darme en relación con mi situación conyugal; en todo caso, saltaba a la vista que el tipo lo mencionaba tan sólo para dejar en segundo plano el denigrante pedido que me había hecho, casi como si lo diera por obvio o natural.
“¿Qué?...” – pregunté, con la cara teñida de confusión.
“¿Le tengo que decir señorita o señora?” – insistió, siempre hincado y sosteniendo en una mano el celular que usaba como cámara.
No podía creer que, detrás de tan impostada caballerosidad, se comportara con tal insolencia. Di un paso hacia atrás y trastabillé al tener un solo pie calzado; a punto estuve de perder el equilibrio e ir a dar con la nuca contra el hediondo inodoro, pero él me tomó por una mano; lo hizo suavemente, pero lo suficiente como para ayudarme a mantener la vertical. Una vez que más o menos me sostuve en pie, comencé a sacudir frenéticamente mi mano buscando desprenderme de la suya con repugnancia.
“No… me refiero a eso – dije, con fastidio en la voz -. Llámeme como se le cante, no me importa. Lo que pregunto es… ¿qué es lo que me pidió?”
“Ah, eso – dijo él, con toda naturalidad y fingiendo un aire distraído -. Ja, perdón, entendí mal; la tanga, por favor: quítesela”
Le clavé una mirada que destilaba todo el desprecio del mundo.
“¿Está hablando en serio?”
“Por supuesto. Es más – agregó, extendiendo hacia mí la mano que tenía libre -: démela”
Llené de saliva mi boca y estuve a punto de escupirlo, pero finalmente me contuve: la tragué.
“Esto es totalmente irregular – protesté, tratando de sonar convencida y convincente -. Muéstreme en qué manual procedimental o cómo carajo ustedes lo llamen, figura que…”
“No sea ridícula, Soledad – rió, desdeñoso y sacudiendo los hombros -. ¿A quién puede ocurrírsele que en algún lado va a decir algo sobre una tanga? Los procedimientos se hacen sobre la marcha y de acuerdo a las necesidades del momento…”
“Explíqueme entonces cuál es la necesidad de que me quite mi prenda y se la dé”
“Bueno… - se encogió de hombros -: eso depende mucho de quién se lo pida y para qué, jeje… Si se lo pide alguna de esas cucarachas – indicó con el mentón en dirección a los calabozos -, está más que obvio que es porque quieren verla desnuda y… bueno… en fin, usted ya sabe”
“Y usted no, ¿verdad?” – ironicé, mientras mi frente se poblaba de arrugas.
“Soledad… - dijo, en un tono que, aunque paternal, rezumaba cansancio -. A nadie puede escapársele que usted es una mujer hermosa y, de hecho, creo que usted lo sabe bien o no andaría por el mundo vestida así. Pero, en lo particular, bien… esto es mi trabajo simplemente”
“No hay marcas debajo de mi tanga” – protesté, negando con la cabeza y crispando los puños; el tono de mi voz también revelaba cansancio.
“Eso es lo que usted dice, pero hay muchas mujeres que niegan ser golpeadas por sus maridos y yo no puedo dar por sentado que usted no sea una. Además, hay que revisar la prenda para ver si no hay manchas de semen…”
“Nadie intentó violarme. Y además… está hablando de mi marido”
“La figura de violación existe más allá del vínculo que pudiera haber entre las partes, señorita Moreitz – explicó él, volviendo a presumir de leguleyo -: poco importa el que ese vínculo sea conyugal o no: para hablar de violación, alcanza con que exista violencia física y falta de consentimiento por parte de…”
“Usted sabe bien que todo eso es una mierda – repliqué, airadamente -. Mi… esposo no hizo absolutamente nada”
El hombre, siempre hincado, asintió y frunció la boca.
“Esto es una escena clásica – dijo, impertérrito -: no sólo niegan el abuso sino que además protegen a sus abusadores”
Hervía por dentro; hacía esfuerzos sobrehumanos por no reventar.
“De todos modos – dijo, incorporándose -, será como usted diga. Ya mismo le voy a decir a su amiga que usted no desea colaborar”
El comentario, desde ya, me sacudió. Ya de por sí, detecté un deje irónico muy particular al momento de decir “amiga”; no sabía en ese momento si era mi imaginación o qué, pero me daba la sensación de que el desgraciado ya había captado bastante bien que Evelyn tenía un fuerte ascendente sobre mí. En principio, su amenaza de ir a contarle no debía preocuparme en lo más mínimo ya que ella misma se había opuesto a que se me sometiera a ese escrutinio. Pero en cuanto lo pensaba bien, eso había sido cuando aún Evelyn ignoraba que yo ya no tenía el consolador en la cola y, por lo tanto, temía que el objeto fuese descubierto. Ahora que ya estaba al tanto de que no era así, poco y nada podía importarle que me revisaran o incluso manosearan y, de hecho, me había llenado el cuerpo de marcas precisamente a tales fines. Así que, por lo tanto, pude ver rápidamente la escena en mi mente e imaginé a Evelyn venir hecha una furia para reprenderme y ordenarme sin delicadeza alguna que me sometiera sin protesta a lo que fuese que el policía quisiera hacerme. Mi embarazo lo sobrevolaba todo… Ella tenía en sus manos la llave para dejarme de patitas en la calle y yo no tenía duda alguna de que, llegado el caso, la usaría: no debía irritarla.
“¿Le digo?” – preguntó burlonamente el policía al notar que yo dudaba.
“N… no, se lo r… ruego por favor” – balbuceé, bajando la vista.
“Nos vamos entendiendo – dijo, sonriendo y asintiendo con la cabeza -: ahora dese la vuelta nuevamente y deme esa tanga”
Resignada y degradada, me fui girando despaciosamente y, con dedos temblorosos, deslicé mi tanga piernas abajo haciendo esfuerzos, desde luego inútiles, para que no se me viera demasiado la cola mientras lo hacía. Podía adivinar los ojos lascivos del oficial clavados sobre mis nalgas; más que adivinarlos, casi podía sentirlos, hiriendo mi carne y taladrándola. Sin volverme hacia él (era tanta mi humillación que no podía mirarlo a los ojos), le extendí la prenda interior, que él tomó sin decir palabra. Un instante después me pareció escucharlo aspirar exageradamente y, al mirar de soslayo por sobre el hombro, descubrí al puerco pasándose la tanga por la cara y olisqueándola del modo más repugnante que se pudiera imaginar; más que olerla, era como que quisiera impregnarse en mis olores.
“Mmmm – dijo, casi en un susurro -. Me gustan las mujeres que se perfuman la ropa interior. Sólo ocurre con quienes se la tienen que quitar seguido, jeje”
“No la perfumo” – repliqué, levantando la voz con hartazgo y con el odio bullendo dentro de mí. Sabía, de todos modos, que era bien posible que Tatiana sí perfumase su ropa interior, pero no estaba dispuesto a seguirle el juego a ese degenerado.
“¿Ah, no? Mmm, entonces supongo que es su perfume natural. Tanto más atractivo”
“Creo que ya es suficiente, ¿verdad?”
“¿Perdón, señorita Moreitz?” – preguntó él en tono de sorpresa y sin dejar ni por un momento de restregarse la tanga por el rostro.
“Que ya puede devolverme la prenda. Supongo que ya comprobó lo que necesitaba comprobar”
Puse la mayor ironía del mundo en el tono, pero él no pareció inmutarse; por el contrario, soltó una risita:
“Je, es un trabajo fino, señorita Moreitz; no se puede hacer así nomás, a la ligera. Pero… sí, se advierte que no hay olor a semen”
“Fue lo que le dije al principio”
“Salvo que, justamente, haya sido perfumada a fines de ocultarlo”
La sagacidad que pretendía mostrar me tenía harta.
“Devuélvame la tanga” – ladré.
“Me temo que no”
“¿Perdón?”
“Es… evidencia – respondió, con tono sorprendentemente tranquilo, pero a la vez ladinamente burlón, y se notaba a las claras que, ahora, estaba improvisando -. Tendrá que quedar aquí en la comisaría por un tiempo”
“¡Eso es un disparate! – aullé -. ¿Evidencia de qué?”
“Gírese”
“¿Qué?”
“Gírese”
El tono me irritaba en lo más hondo, desde ya, pero por otra parte esperaba que me lo pidiese en algún momento y, a decir verdad, ya estaba harta de darle la espalda sin saber a qué me exponía. Di media vuelta sobre el taco del único zapato que tenía. Lo miré fijamente a los ojos: lo míos despedían odio; los de él, sólo burla. Su rostro lucía una mueca divertida de lo más desagradable.
“Muéstreme las tetas” – me espetó a bocajarro.
Si seguía habiendo lugar para la incredulidad, yo estaba ya muy pero muy cerca de encontrar el límite. No podía entender cómo no le estrellaba un puñetazo en la boca.
“Usted es un… depravado de mierda” – barboté, casi escupiendo las palabras por entre los dientes.
“Todos lo somos – dijo, con tranquilidad -. ¿O acaso usted es tan santurrona?”
La respuesta, por cierto, estuvo lejos de ser la que yo esperaba. Nos quedamos mirándonos fijamente el uno al otro durante algún rato mientras mis puños se seguían crispando y en mi interior dos Soledades se batían nuevamente a duelo: la que quería golpearlo y la que sabía cuánto necesitaba cuidar el trabajo que tenía. Él no dijo palabra y mantuvo esa desagradable mueca que tanto asco me provocaba: combinada con los nauseabundos olores que poblaban el lugar daban por resultado un absoluto revoltijo dentro de mi estómago. Yo tampoco decía nada y, al parecer, eso le produjo aun más placer o, al menos, eso fue lo que creí interpretar de la expresión de su rostro: el desgraciado sabía que, con su pregunta, me había turbado o descolocado de alguna manera; en otras palabras, era él quien tenía el jaque…
“Usted fue encontrada una noche desnuda en una calle oscura de la periferia, ¿ya se olvidó? – espetó, aprovechando mi silencio -. Ahora se aparece con una falda cortísima y deshilachada, además de un solo zapato. ¿Y pretende hacerme creer que es una chica de su casa, fiel a su marido y que va a la iglesia todos los domingos? No, señorita Moreitz, eso nadie se lo cree”
La furia crecía en mi interior y las ganas de golpearlo o, cuando menos, escupirlo, también. Seguía paralizada, a la vez que incapaz de objetar palabra alguna, cosa que a él parecía envalentonarlo para continuar con su discursillo:
“Yo no soy tonto, Soledad: usted no tenía marcas cuando entró en la seccional”
Abrí los ojos grandes y lo miré, con una mezcla de pavor e incomprensión.
“Usted no tenía la cara marcada como la tiene ahora – continuó; acercó un dedo índice a mi rostro para indicar lo que decía y me hice hacia atrás instintivamente -; ésos son golpes y está más que claro que de su amiga. Tampoco tenía marca alguna en los muslos porque… se los miré bastante bien, jeje”
“No… comprendo – balbuceé -. ¿Está usted diciendo que… fue Evelyn quien me golpeó?”
“Su amiguita, sí, la colorada. No se haga la tonta, Soledad”
“Pero… y si lo sabe, ¿por qué todo esto? ¿A qué viene toda esta revisión para incriminar a… mi marido?”
“Justamente – dijo él, con una sonrisa -; de eso se trata: de incriminarlo”
¿Aun… sabiendo que no fue él?”
“Aun sabiéndolo”
Yo ya no entendía nada; con expresión confundida miré hacia la mugrienta pared tratando de encontrar alguna respuesta en las manchas de humedad.
“No entiendo” – dije, finalmente.
“Soledad – dijo él, adoptando un tono paciente y paternalista, casi como hablándole a una chiquilla -. Usted necesita sacarse a ese tipo de encima. Su amiga ha puesto su parte para que pueda lograrlo y a mí solamente me queda terminar el trabajo. ¿No está claro?”
Mis sienes se arrugaron mientras mi mente intentaba darle vueltas al asunto.
¿Ustedes… dos están de acuerdo?”
Lanzó una carcajada.
“Ni siquiera la conozco, Soledad, pero… siento que su amiga quiere protegerla de ese tipo”
“Pero está diciendo que ella me golpeó” – repliqué, cada vez más confundida.
“Para protegerla, sí”
“¿Me golpeó para protegerme?”
“¿Usted no lo cree así?”
Una nueva pausa se produjo y un pesado silencio flotó en el lóbrego y hediondo ambiente del cuarto de baño.
“Si ella me golpea, entonces ella es la abusadora – dije, quedamente, aunque poniendo especial énfasis en cada palabra a los efectos de que no quedaran dudas -. ¿Por qué no la detiene?”
“¿Usted quiere que lo haga?” – me retrucó.
Estocada letal. Sentí un sacudón: desfilaron por mi cabeza miles de imágenes y, entre ellas, una y mil veces, la de ese niño que comenzaba a gestarse dentro de mí. Yo no podía ir contra Evelyn y lo sabía, como también lo sabía ella y por eso mismo se permitía jugar conmigo.
“No… - musité -; le ruego que… no lo haga”
“Porque le gusta, ¿verdad?”
Arrugué el rostro por completo; no podía creer la osadía y desvergüenza del tipo. Ensayé una protesta que no llegué a cerrar:
“¿Q… qué… está…?”
“Soledad, está bastante claro que esa chica la domina y que a usted le gusta. Si la golpeó de la forma en que veo que lo hizo, eso sólo fue porque usted le permitió que lo hiciera”
“No… diga tonterías” – protesté entre dientes, furiosa pero también visiblemente tocada.
“Estoy seguro de cuál es la razón por la cual no quiere mostrarme las tetas – soltó él, como si ignorara cada una de mis réplicas -. Seguramente debe tenerlas también marcadas”
“¡Eso es… totalmente falso!”
“No lo creo” – respondió él con absoluta tranquilidad.
“No… me golpeó allí. Es más: ni siquiera me golpeó… ¡En ninguna parte! ¿Por qué insiste en que sí?”
“¿No la golpeó? – preguntó, con fuerte aire irónico -: mire usted. Dígame, Soledad, ¿disfrutó mucho mientras su amiga le azotaba las tetas?”
“¡No lo hizo!” – mi protesta era cada vez más airada y, como tal, iba ganando en volumen.
“Yo estoy seguro que sí” – replicó él, asintiendo varias veces con la vista clavada en mi pecho.
“¡Le estoy diciendo que no!” – grité, al tiempo que, de un solo manotazo, abría mi blusa dando cuenta de algún que otro botón para, luego, levantar el sostén y enseñarle mis senos, blancos e intactos.
Una sonrisa se le dibujó en el rostro y, casi al instante, disparó la cámara de su teléfono celular. Recién entonces me di cuenta de cuán idiota había sido y cuánta razón tenía Rocío al decir que yo era una estúpida. Una chica con dos dedos de frente y dos gramos de cerebro no hubiera caído nunca en una treta tan infantil como la que me había preparado ese oficial depravado. Las sienes se me hincharon al punto que las sentí a punto de reventar; resoplé con fastidio y volví a bajar mi sostén para cubrir, ya algo tarde, mi pecho nuevamente.
“Tiene razón – dijo el hombre, sin dejar de sonreír y ahora, además, guiñando desagradablemente un ojo-. No tienen marcas…”
“Creo que… ya tiene lo que quiere. Vámonos de aquí” – farfullé, tratando de lucir lo más íntegra posible, cosa ya para esa altura bastante irreal.
“¿Y usted tiene lo que quiere?” – me preguntó él, a bocajarro.
Las rodillas me temblaron. Sentí un pavoroso frío recorrerme la espalda pues, en ese momento, me di cuenta de que estaba prácticamente encerrada y a su merced ya que él me bloqueaba el camino hacia la puerta. Si de sus palabras podía inferirse que estaba pensando en violarme, mal podría yo escapar y no sabía hasta qué punto alguien podría escucharme allí, en ese baño maloliente; y, aun de hacerlo, ¿vendría alguien en mi auxilio? ¿Quién? ¿El resto de los efectivos que allí se desempeñaban? ¿O los reclusos cuyos rostros había entrevisto por entre los barrotes al cruzar el patio? Yo estaba sola: de acuerdo al trecho que habíamos recorrido para llegar hasta ese apestoso lugar, Evelyn se hallaba lo bastante lejos como para no oír nada. Y, por otra parte, qué paradójico: yo esperando ayuda de Evelyn; estaba claro que, inconscientemente, ya le estaba adjudicando sobre mí un cierto rol de dueña y, como tal, de protectora. Tampoco había allí sereno, ni antiguo ni nuevo, que acudiese en mi ayuda; miré hacia todos lados y sólo vi enmohecidas paredes y un inmundo boquete, poco más grande que un melón, oficiando como ventilación: no había escape posible. Por una u otra razón, volvía siempre yo a caer en situaciones parecidas y comenzaba a preguntarme si el policía no tenía, después de todo, algo de razón al decir que era yo misma quien iba en busca de las situaciones.
Mirándome siempre fijamente con esa expresión ladina, se acercó un paso hacia mí y yo intenté caminar hacia atrás, pero fue inútil: me capturó con fuerza por la muñeca. Presa de la desesperación y la angustia, forcejeé tratando de liberarme, pero fue en vano; sólo lograba cansarme y que él se divirtiera, tal como lograba entrever cada vez que, entre mis frenéticos movimientos, podía ver su cara. Le arrojé, con el pie calzado, un puntapié que no llegó a destino, pues él lo esquivó muy hábilmente y, de hecho, mi zapato salió disparado hacia adelante estrellándose la puntera con gran estruendo contra la rústica y oxidada puerta de metal. Ahora estaba descalza por completo, sobre un piso que era una ignominia de suciedad. A él, se notaba, le divertía sobremanera el verme luchar como una fiera acorralada y no dejaba de sorprenderme la fuerza y habilidad con que lograba tenerme atrapada sólo por una muñeca. Grité pidiendo ayuda; no sé si alguien me escuchó o no, pero de todos modos fue inútil.
“Es lo que te gusta, ¿no?” – reía él, entre dientes -. Te gusta el juego rudo, ¿verdad? Me di cuenta apenas te vi. He tratado con muchas putitas como vos…”
“P… por favor – balbuceé, casi sin aliento de tanto forcejear -, s… se lo ruego: no voy a decir nada…”
Ignoró totalmente mis palabras. Dejó caer el celular al piso junto con mi tanga y así, habiendo liberado su otro brazo, me rodeó con él la cintura hasta apoyar mi mano sobre mi vientre y, de ese modo, forzarme a doblar mi cuerpo hacia adelante. Una vez más, todos mis esfuerzos por zafar de su abrazo fueron infructuosos y, casi al instante, restalló el seco chasquido de la pesada palma de una de sus manos estrellándose contra mi cola. Un intenso dolor se apoderó de esa parte de mi cuerpo y, aun sin verla, pude sentir cómo se enrojecía.
“Te gusta, putita, ¿no” – me repetía, volviendo a golpearme una y otra vez.
Recién entonces caí en la cuenta de que su plan no era violarme sino zurrarme. A eso se refería cuando hablaba de “juego rudo” y cuando se jactaba de, sólo con verme, saber mis preferencias. Fue extraño, pero lo soez de sus palabras combinado con el dolor en mi cola me produjo una sensación insólitamente excitante. Sin poder evitarlo, entrecerré incluso los ojos para entregarme al momento. Y, como ya era habitual, una fuerza interior pugnaba por resistirse y no doblegarse tan fácilmente.
“Venga para acá” – dijo él, mientras se sentaba sobre el hediondo inodoro y me llevaba consigo hasta ubicarme boca abajo y cruzada por sobre su regazo, erguida mi cola y expuesta a sus designios.
La pesada mano cayó una y otra vez sobre mi carne, y mientras lo hacía, yo podía sentir cómo mi sexo se iba humedeciendo; lo peor, en tal sentido, era que no tenía ropa interior y, por lo tanto, temía que él fuera a darse cuenta en cuanto sintiera mojado su pantalón. Cada golpe caía con más fuerza que el anterior y arrancaba de mi garganta un alarido aun más quejumbroso, mientras mis pies, en el aire y sin control, no paraban de patalear sin que pudiera yo darme cuenta si era por la impotencia o por la excitación. Quizás ambas cosas…
Fue inevitable que acudiera a mi mente el recuerdo de la zurra recibida en la oficina de Evelyn, lo cual, una vez más… me excitó. Me di cuenta entonces de que había extrañado su mano en mi cola después de ello y, de algún modo, ese tipo asqueroso y degenerado me estaba supliendo esa ausencia…
Una vez que se cansó de zurrarme (de hecho fue exactamente así: se cansó, tal como lo demostraba su respiración jadeante), quedé cruzada sobre sus piernas y, abatida y dolorida, dejé caer manos y pies hacia el sucio suelo mientras mi cabeza pendía como sin vida; también a mí me costaba recuperar el aliento y lo cierto fue que cuando la pesada mano del oficial dejó de castigar mis nalgas, una parte de mí sintió un enorme alivio mientras que otra lo lamentó. Podía, por otra parte, sentir que el tipo tenía su verga erecta clavándoseme en el abdomen; me dio asco, desde luego, pero era tal el estado en que me hallaba que me provocó un cierto ardor interior el saber que se había excitado con la paliza que me había propinado. El mayor ardor, no obstante, estaba, obviamente ubicado en mi cola y, por cierto, me costaba reunir energías para ponerme en pie aun cuando, al parecer, él ya no me retenía. ¿O era acaso yo quien no quería moverse de allí? Me odié, una vez más, por tal pensamiento y estaba ya a punto de incorporarme cuando sentí sus toscos dedos deslizarse desde atrás por el hueco entre mis piernas e ir en busca de mi sexo. De inmediato capté cuál era su perversa idea: el muy pervertido quería comprobar si yo me había mojado y lo peor de todo era que yo bien sabía que era así. Cerré instintivamente las piernas como mecanismo de defensa pero ya para ese entonces era tarde y lo único que conseguí fue aprisionar sus dedos que, sin embargo, siguieron moviéndose cómodamente una vez que hallaron mi sexo y se deslizaron por sobre el mismo como si fueran gruesas lombrices asquerosas y libidinosas.
“Jeje, está mojadita – rió entre dientes -. Qué puta: me lo imaginaba”
Me quise morir; si algo no quería en el mundo era que él se diese por enterado de mi enferma y perversa excitación, pero ya había ocurrido y no había mucho más que hacer. Me removí como tratando de zafar de sus dedos pero lo único que lograba al moverme era hacer que éstos se deslizasen aún más serpenteantes dentro de mi vagina. Involuntariamente, dejé escapar un gemido y el tipo, por supuesto, se anotició rápidamente de ello y así me lo hizo saber con satisfacción:
“Mmm… ah, putita. Y pensar que se hacía la arisca, ¿no? Conozco muy bien esa clase de mujeres, je, son todas iguales”
Siguió hurgando en mi sexo y yo me contorsioné aun más; arqueé la espalda y levanté la cabeza abriendo mi boca cuan grande era en expresión de enfermo placer mientras pataleaba el aire frenéticamente. Él rió una vez más: disfrutaba enormemente el saberme entregada de tal forma. Era una locura la rapidez con que las cosas cambiaban e invertían su sentido: hasta hacía pocos minutos yo estaba allí mismo temblando de la cabeza a los pies ante la eventualidad de ser (una vez más) violada… y ahora, sólo deseaba que ese tipo desagradable y asqueroso… lo hiciera de una vez. Mi batalla interior recrudeció como nunca pero, también como nunca, la Soledad que pretendía conservar algún reminiscente atisbo de dignidad, estaba perdiendo por desastre. Él seguía jugueteando y jugueteando dentro de mi vagina mientras mi desesperación iba en aumento. ¡Dios! ¿Acaso no iba ese desgraciado a cogerme nunca? Pero… ¿Qué? ¿Cómo era posible que yo estuviera no sólo pensando eso sino también deseándolo? ¿En qué clase de ruina humana estaba convertida para esperar ser violada en el mugriento baño de una seccional de policía?
Súbitamente, y contrariando mi enfermizo deseo, su mano se retiró bruscamente de mi sexo y, propinándome en las nalgas una palmada supuestamente cariñosa, me impelió a incorporarme:
“Vamos – dijo, secamente -. Su amiga la está esperando y se va a impacientar”
Otra vez la furia hizo presa de mí, pero esta vez por un motivo diametralmente opuesto. ¿Realmente iba ese hijo de puta a dejarme así? ¿Sólo iba a contentarse con una zurra en lugar de ir más allá y darme una buena cogida? ¡Dios! No podía creer que yo albergara tales pensamientos en mi cabeza; de hecho la sacudí de un lado a otro, creyendo ingenuamente que, al hacerlo, quizás lograría expulsar de ella esos pensamientos enfermos y decadentes. Error: nada de ello ocurrió. Me puse en pie. Él, aun sentado sobre el mugriento inodoro, estiró el brazo para tomar del suelo su celular, el cual juntó en dos partes ya que se había abierto al caer y la tapa se le había desprendido, con batería y todo. Fue en ese momento cuando yo me apresuré a tomar mi tanga, la cual yacía junto a su teléfono; me turbaba la posibilidad de que, tal como él mismo había sugerido, ese hijo de puta tuviera en mente quedarse con ella. Para mi sorpresa, no la reclamó: estaba bien claro que lo que quería era su celular y no era para menos: allí se hallaban almacenadas las imágenes con las que seguramente, luego, se jactaría ante amigos y compañeros de trabajo. Se puso en pie y me miró; ya no sonreía.
“Vamos” – me repitió.
Se hizo a un lado como para dejarme pasar. Yo me incliné para recoger mi zapato, pero vacilé al momento de salir de ese cuarto y, de hecho, no lo hice; quedé estática, mirándolo.
“¿Qué le pasa?” – me preguntó.
¡Dios! ¿Cómo podía decirle que NECESITABA urgentemente una cogida? ¿Que no podía salir de aquel lugar en el estado en que estaba?
“¿Le pasa algo?” – insistió.
“Es que… ¿es esto todo?”
Me miró con extrañeza; frunció el entrecejo.
“No entiendo”
“Claro… es que… ¿no hay nada más?”
Juro que sentí a mi lengua moverse por cuenta propia; yo no la gobernaba.
“¿A qué se refiere?” – preguntó él, con gesto de no entender o, al menos, fingiendo que no lo hacía.
“Es que…” – bajé la cabeza hacia el piso; la lengua se me trababa y las palabras no salían. Internamente, dos Soledades diferentes estaban librando otro de sus ya acostumbrados duelos.
“¿Es que qué?” – me indagó.
No respondí; me mantuve con la cabeza gacha y expresión compungida. Estaba al borde del sollozo; me sentía mal, realmente muy mal de sólo pensar en lo que estaba a punto de sugerirle o incluso pedirle y no podía creer que eso estuviese por ocurrir. Me tomó por el mentón y me alzó la cabeza. Obligadamente, lo miré a los ojos.
“Dígamelo – me impelió, en tono firme -. ¿Qué es lo que quiere?”
¡Dios! Yo quería bajar la cabeza pero él no me lo permitía. Cada vez que amagaba hacerlo, me la volvía a levantar por el mentón; imposible alejar mi mirada de la suya.
“Dígalo” – insistió, alentándome con un asentimiento de cabeza.
Tragué saliva y sentí que se me trababa en la garganta y no bajaba, máxime al tenerme él con la cabeza levantada de ese modo. Mis ojos, nerviosamente, bailoteaban huidizos, tratándose de alejarse de su mirada pero el tipo siempre se las arreglaba para direccionar nuevamente mi cabeza del modo que él quería.
“Dígalo”
Despegué los labios. Gotas de sudor me perlaron la frente y, poco a poco, lo mismo fue ocurriendo con el resto de mi cuerpo; podía sentir la transpiración correr por mi espalda.
“Q… quiero…”
Me trabé. No pude decir nada. Él me dio un violento tirón por el mentón.
“¿Qué es lo que quiere?”
Era tan inmunda la situación que se hacía totalmente intolerable. Lágrimas comenzaron a deslizarse desde mis ojos pues no podía yo creer que estuviera a punto de pedirle a un tipo totalmente asqueroso, repugnante y sin escrúpulos que me cogiera allí mismo y en ese momento.
“Q… quisiera una cogida”
No sé cómo lo dije, pero lo dije. Los oídos me zumbaron apenas lo hice y podía escuchar el corazón latiéndome a mil por la tensión y la excitación. Él se sonrió y ladeó ligeramente la cabeza como para acercar burlonamente el oído a mi rostro.
“¿Perdón? No la escucho”
Me vino a la cabeza el recuerdo de Evelyn y Rocío obligándome a preguntar qué debía hacer en caso de querer hacer “caquita”. ¡Dios! ¿Tenía yo acaso un imán para los sádicos y perversos? Por alguna razón, parecía como que todo el mundo se complaciera en humillarme al extremo.
“Quisiera una cogida”- repetí.
Lo dije algo más resueltamente que antes y, por lo que se notó, esta vez él escuchó bien, aunque, creo yo, también lo había hecho antes; sin embargo, no pareció darse por satisfecho. Levantó una mano hacia mi rostro y pude ver que lo que tenía a centímetros de mis ojos era su teléfono celular en función de filmadora o grabadora.
“¿Qué es lo que quiere?” – insistió, y puedo asegurar que el tono de su pregunta fue el más depravado que hasta entonces hubiera oído.
La presencia del celular me inquietó y temblequeé. Al parecer, él se sintió obligado a dar alguna explicación al respecto:
“Lo lamento, señorita Moreitz, pero comprenderá que no puedo exponerme a que me acuse por abuso o violación; necesito tener testimonio de su consentimiento para estar protegido”
El muy hijo de puta actuaba con tal seguridad que estaba más que claro que había hecho lo mismo mil veces antes: sabía cómo extorsionar pero también como estar a resguardo; esa grabación ni siquiera iba a mostrar que había habido consentimiento sino, peor aún, que yo lo había provocado. No podía, de ningún modo, repetir un pedido tan indigno delante de su celular: me mordí los labios y tensé cada músculo; no podía, no podía y no podía. Y, sin embargo, lo hice:
“Qui… siera una cogida”
Y así, mi voz y mi rostro quedaron registrados como testimonio de mi más brutal decadencia. El tipo sonrió de oreja a oreja y apagó la cámara de su celular.
“Sus deseos son órdenes, señorita Moreitz. Ya mismo…”
CONTINUARÁ