La fábrica (23)
El inoportuno embarazo de Soledad se convierte en la principal herramienta de poder para Evelyn, en tanto que Rocío, la entrañable amiga de la secretaria, asume un inusitado protagonismo que sorprende a nuestra protagonista...
Evelyn tomó un bolígrafo de encima del escritorio y se quedó jugueteando con él entre sus dientes; me miraba de un modo que era escrutador y también calculador: ya no había en su rostro ninguna sonrisa sino que, por el contrario, parecía estarse tomando muy en serio lo que fuese que su enferma mente estuviera tramando. Yo, que seguía arrodillada, comencé a temblar de la cabeza a los pies, como si súbitamente cobrara conciencia de los posibles alcances del “pacto” celebrado: no había modo alguno de prever con qué se iba a salir la colorada perversa ahora que sabía que disponía de mí por completo.
“Quiero tu cara en el piso. Ya mismo” – me ordenó de repente, con voz fría y carente de toda emoción.
Yo sabía que, de acuerdo al trato no firmado por escrito que teníamos entre ambas, no me quedaba demasiada opción, así que, apoyando las palmas de mis manos en el piso, me incliné hasta tocar el mismo con mi frente. Bastó que lo hiciera para sentir enseguida el taco del zapato de Evelyn clavándose en mi nuca y comprendí al instante que ella me estaba usando sólo como apoyo para descansar su pie. Por dentro , yo hervía de odio pero también de impotencia pues bien sabía que no podía objetar nada y, por otra parte… sé que cuesta entenderlo y es hasta difícil de explicar para mí, pero eso que hizo, en algún punto, me calentó… Y me odié aun más por ello…
“¿Y de quién será el bebé?” – preguntó a bocajarro, siempre con el taco sobre mi nuca.
“N… no… no lo sé, s… señorita Evelyn” – respondí desde el piso y con la voz algo ahogada.
“Pero supongo que sabés hacer cuentas, ¿no? Sos estúpida pero no creo que tanto y sino, en fin, se entiende el porqué de tus errores en la facturación…”
Cómo le gustaba herirme, humillarme, socavarme… Y yo me lo tenía que tragar todo con la más sumisa y condescendiente paciencia.
“C… creo que es de la noche de la despedida, señorita Evelyn, no la de la boda, pero… es difícil decirlo con exactitud habiendo tan pocos días de diferencia”
“La noche de la despedida – repitió Evelyn, lentamente y en tono pensativo, como cavilando sobre el asunto -; o sea que… hay dos posibles papás. A uno de los strippers lo descartamos porque no pudo embarazarte por el culo; nos queda el otro, el más morocho…y, por supuesto, Milo…”
Soltó una risita al pronunciar el nombre del sereno despedido; era obvio que le causaba gracia la posibilidad de que me hubiera preñado un deficiente mental que nunca había cogido en su vida.
“Rezá para que el padre sea el stripper – apostilló, jocosa -: al menos te va a hacer un hijo lindo, je…”
No dije palabra; ella permaneció un rato en silencio mientras jugueteaba haciendo círculos con el taco sobre mi nuca; parecía como si quisiera cavarme un hoyo: dolía, desde luego, pero yo no tenía más opción que tragarme el dolor. Con mi rostro contra el piso y oyendo su voz bajando hacia mí, sentía una insoportable (aunque a la vez excitante) sensación de inferioridad: era como si la voz de una diosa bajara hacia mí…
“El próximo fin de semana ya se nos viene encima el evento del hotel, ¿lo recordás? – preguntó, cambiando el tema abruptamente -. Y si lo recordás, supongo que no olvidaste que tenemos un trato al respecto”
El evento… La verdad era que, con tanta conmoción, casi lo había olvidado, pero sí: ella tenía razón; yo me había comprometido de palabra a representar a la empresa en ese lujoso hotel de capital y, aun de no mediar compromiso alguno, difícil se me hacía ahora la sola idea de pensar en rehusarme a la vista del nuevo giro que habían tomado los acontecimientos a partir de mi embarazo. Y menos todavía con el taco de Evelyn clavado sobre mí: ella no necesitaba en absoluto recordarme mi “compromiso” para contar con mi presencia en ese evento; si me lo recordaba era sólo por el hecho de refregármelo en la cara y, así, practicar una vez más su pasatiempo favorito: humillarme.
“Sí, señorita Evelyn, lo recuerdo” – respondí sumisamente, con voz apagada y resignada.
“Vas a necesitar una falda más corta que ésa” – soltó, con tono de dictamen.
“¿M… más corta? No creo que tenga…”
“La vas a conseguir; y, en última instancia, siempre están las tijeras, je… ¿Te acordás lo fácil que lo resolvió Estela en su momento? Pobre, se la extraña, pero, bueno… hay secretaria nueva en la fábrica: más joven y más eficiente, jaja. En fin, a lo que voy es a que puedo pedirle a Rocío que te la corte”
Aun estando contra el piso y bajo su zapato, me sentí como si hubiera recibido un puñetazo en plena boca del estómago. Rocío: esa maldita putita; ¿por qué tenía que ser ella? La respuesta, de todos modos, era bastante obvia: entre todas las opciones posibles, Evelyn siempre iba a elegir para mí aquella con la cual yo me sintiera más a disgusto… y más degradada, por supuesto.
“La… falda no es mía” – esgrimí angustiada; aunque era cierto, se trataba de mi parte de un manotazo de ahogado en busca de alguna excusa salvadora para escapar a las tijeras.
“¿De quién es?” – preguntó Evelyn, con tono intrigado.
“De Tatiana”
“¿Tatiana?”
“La novia de Luis”
Evelyn resopló y soltó una risita.
“Ah, esa puta, je… Estás viviendo con ellos, ¿verdad?”
“Provisoriamente… sí”
“Imagino los festines que se debe estar dando ese depravado; le complace más ver a dos mujeres practicar lesbianismo que hacerle el amor a una mujer: un enfermito. De todos modos y volviendo al tema de la falda, poco me importa de quién sea; de hecho, creo que ahora la voy a hacer cortar aun con más ganas que antes, pero… más allá de eso: estaba pensando que tenemos que solucionar esa cuestión de alguna forma”
“¿S… solucionar q… qué cuestión, señorita Evelyn?” – pregunté, confundida.
“Eso de que estés viviendo con ellos – sentenció -. No me gusta”
Un frío gélido me recorrió la columna vertebral. Por primera vez caí en la cuenta de que esa perversa mujer no sólo pretendía gobernar sobre mí dentro de la fábrica sino incluso fuera de la misma: en ningún momento había contemplado yo esa posibilidad al aceptar ponerme a su disposición en canje por su silencio. Definitivamente, empezaba a pensar que el pacto tenía, para mí, implicancias mucho peores que las que había imaginado inicialmente.
“¿Y… qué debería hacer? – pregunté, aún más confundida que antes y con tono de aflicción -. No… tengo adónde ir, señorita Evelyn y, de hecho… todas mis cosas siguen en casa de Daniel”
“Eso ya lo veremos – respondió ella secamente y de manera desdeñosa -; por lo pronto, no quiero que estés ahí y te doy una semana para irte”
No sé si fue mi imaginación pero al mismo momento de darme tal orden, sentí su taco hundirse aun más en mi nuca; era como si marcara territorio sobre mí en cada palabra y en cada acto.
“S… sí, señorita Evelyn – musité, con resignación, al cabo de una prolongada pausa -. Es… tá bien, lo haré”
“Nunca te pregunté si lo harías – me refrendó, con aspereza -; sólo te ordené que lo hicieras. Ahora: volvamos a esa falda…”
“¿Por qué tiene que ser tan corta?” – pregunté, a bocajarro.
Mi pregunta sonó algo insolente para el contexto y me percaté de ello sólo después de haberla hecho. Evelyn debió haber notado lo mismo, pues entró en un marcado silencio que decía mucho más que cualquier palabra, al tiempo que hundía aún más su taco en mi nuca provocando que las comisuras de mi boca se contrajeran en un gesto de dolor. Me dio la impresión de que amagó a ponerse en pie usándome como apoyo, pero no lo hizo. Estaba suficientemente claro que yo, de acuerdo a su óptica, me había sobrepasado: ella no decía nada sino que, seguramente, esperaba alguna disculpa de mi parte o bien una reformulación de la pregunta. Opté por hacer ambas cosas:
“P… perdón, señorita Evelyn. Mi pregunta sólo era…”
“Por qué tiene que ser tan corta” – se adelantó la colorada.
“S… sí, seño… rita Evelyn, eso mismo”
“Porque vas a estar en un evento en el cual tenemos que publicitar la empresa y, en buena medida, mi prestigio depende de cómo salga eso y de la imagen que demos. Para que lo veas más claro, tontita, yo necesito que la empresa dé una imagen de seriedad, eficiencia y confiabilidad; en cuanto a vos… sólo necesito que te vean el culo”
La respuesta fue tan contundente que, prácticamente, no dejó margen a agregar nada. Evelyn no parecía dispuesta a dar muchos más fundamentos a su afirmación y, de todas formas, ya todo estaba bastante claro: la empresa podía verse confiable, eficiente, etc., pero si me veían a mí con el culo al aire, las posibilidades serían todavía mejores.
Otra vez el silencio reinó en la oficina. Holgaban, por cierto, las palabras después de semejante sentencia. Evelyn aflojó la presión de su pie y me lo retiró de encima; no me atreví a despegar el rostro del suelo pero sí lo levanté un poco librándome así de una cierta asfixia. La nuca, en tanto, me dolía horrores: era como si el taco siguiera clavado allí.
“Ya es hora de irse – dictaminó, poniéndose de pie y propinándome un ligero puntapié en la cadera -. Hace rato que sonó la chicharra; por ahora tenés permitido ir a casa de Luis pero la semana que viene, una vez pasado el evento, veremos tu destino”
Los días que siguieron fueron traumáticos para mí. A medida que repensaba y le daba vueltas a la situación, se me hacía tanto más difícil creer que todo eso estuviese ocurriendo. Le transmití a Luis y a Tatiana que me iría a más tardar la semana entrante; ninguno de ambos se mostró sorprendido y, después de todo, no tenían por qué: yo misma había ya antes anunciado que me marchaba de allí y si no había cumplido, era sólo para no dejar más espacio a la chica nueva. Sí debo confesar que había abrigado la esperanza de que me rogaran encarecidamente que no me fuera; nada más lejano: lo aceptaron cordialmente.
Para colmo de males, se aparecieron con la chica en casa a la noche siguiente; era casi como si me estuvieran reemplazando sin siquiera haberme marchado. No puedo describir la furia que sentí; por mucho que quisiera disimular mi enojo, no podía: caminaba nerviosamente, pateaba el suelo, crispaba los puños y me encerraba en el baño para llorar. ¿No podían, siquiera, haber esperado un poco más? ¿Acaso había alguien en el mundo que no se complaciera en hacerme sentir humillada? Nunca como entonces me lamenté por seguir allí y, de hecho, me maldije a mí misma por no haberme realmente ido cuando lo anuncié. De todas formas y más allá de mi sentir al respecto, debo decir que la intención de Luis, así manifestada, fue que yo me sumara a los juegos de ambas mujeres pero, claro, había algo en mí que se sublevaba y se resistía al hecho de tener que compartir a la rubia beldad con alguien más. Muy distinta hubiera sido la situación si, por ejemplo, yo hubiera caído de la nada y por primera vez en esa semana: de haber sido así, no me cabe duda de que me hubiera sumado con gusto y poco me hubiera importado el pasar a formar parte de un trío… o de un cuarteto. Pero la situación, al menos como yo la vivía, era enteramente otra: yo había ahora convivido con ellos durante varios días y, en mi ingenua estupidez, había creído que Tatiana era sólo mía o, como mucho, también de Luis; por ende, el tener de pronto que compartir tal suerte con otra muchacha sólo podía antojárseme como una resignación… o una derrota: ella, a mi modo de ver, era una “intrusa” en esa historia.
De todos modos, hay que decir que la forma en que Luis y Tatiana me humillaban al traerla distaba de parecerse en espíritu a la de Evelyn, por ejemplo: no me daba la impresión de que ellos fueran conscientes de estar dañando mis sentimientos aun cuando la realidad era que lo hacían. Ellos siempre habían tenido, al parecer, todo en claro: allí no había involucradas otras cosas más que lujuria y pasión. Si yo no estaba y en “mi lugar” había otra chica, a ellos les sería diferente: la idiota, en todo caso, había sido yo por pensarlo de otro modo y, de todas formas, quizás no debía juzgarme tan duramente a mí misma por eso, pues Tatiana era una mujer tan sensualmente irresistible que hacía imposible no sentir hacia ella sentimientos de posesión. Quizás, a la larga, a la recién llegada le terminaría ocurriendo lo mismo en algún momento; o no, pero lo cierto era que, en ese momento, era ella quien gozaba de Tatiana y no yo.
Quizás fui algo maleducada al rechazar el ofrecimiento de Luis y marcharme a la habitación, pero eso fue lo que me salió del alma y no pude evitarlo. De todos modos, fue peor el remedio que la enfermedad, ya que desde el cuarto tuve que escuchar los lésbicos gemidos de Tatiana apoderándose de la casa mientras era atendida por la chica nueva. Hundiéndome entre las sábanas, me apoltroné y me tapé los oídos para no oírlos; era inútil: los ecos del placer y la lujuria parecían rebotar en todas partes, entremezclarse y amplificarse hasta convertirse en una tortura para mis oídos… Hiciera lo que hiciera por evitarlos, me llegaban de todas formas y se clavaban en mis tímpanos como finas y dolorosas agujas. A la larga, terminó ocurriendo lo que era lógico: el deseo me venció y tuve que masturbarme en la cama…
Amén de mis vivencias de mis últimos días en casa de Luis, las cosas, como no podía ser de otra manera, se pusieron muy calientes en la fábrica. Evelyn había manifestado que quería ver mi falda más corta y, cuando al otro día de nuestro “trato”, me citó a su oficina, volvió a llamarme la atención sobre ese punto. Yo me disculpé como pude pero ella no pareció oírme; no lucía disgustada ni colérica pero sí decidida a resolver la cuestión lo antes posible. Se me paró el corazón cuando tomó el conmutador y se comunicó con Rocío. Pude oír que requería su presencia en oficina y, apenas hubo cortado la comunicación, me miró con gesto imperativo y me hizo seña de arrodillarme: estaba bien claro que quería impresionar a su blonda amiga haciendo alarde de su poder sobre mí. Apenas unos instantes después, Rocío estaba allí, sonriente, y si bien su rostro pareció evidenciar una súbita sorpresa al hallarme de rodillas sobre la alfombra, rápidamente su sonrisa se estiró aun más al comenzar a comprender cuál era la situación. Evelyn chasqueó los dedos para reclamar mi atención.
“Nadita – me espetó -. Saludá a Rocío”
Se trataba, desde ya, de una orden sin demasiado sentido. Rocío y yo compartíamos el mismo ámbito de trabajo y, por lo tanto, habíamos estado juntas hasta hacía escasos minutos; ya nos habíamos saludado a la entrada aun cuando, como cada mañana, lo hiciéramos muy parcamente.
“Hola, Rocío…” – musité.
“No, estúpida – me corrigió Evelyn -. Besale los pies”
La orden, desde luego, me sorprendió. Confundida, miré a Evelyn y en lo severo de su talante pude advertir que no se trataba de una broma, cosa que, en mi ya incurable ingenuidad, había llegado a suponer por un momento. No, no había broma alguna: en su rostro se advertía burla, pero no jocosidad. Miré luego a Rocío, cuya sonrisa se había ampliado el doble. Y entendí que lo que se esperaba de mí era bien claro y que, una vez más, no tenía opción. Caminé sobre mis rodillas hacia la rubia ya que di por sentado que no podía ponerme de pie; ella, siempre sonriente y con las manos a la cintura, me miró gatear durante todo el trayecto; al llegar, le besé primero una sandalia y luego la otra: la muy puta levantó el pie un poco para recibir cada beso; no se trataba de una cuestión de cortesía ni de facilitarme las cosas sino más bien todo lo contrario. No en vano era amiga de Evelyn y, como tal, se complacía en humillarme: en el acto de despegar un poco el pie del piso para acercarlo a mis labios dejaba implícito que mi obligación era besarlos.
“Qué obediente que estás, nadita. Me encanta” – se mofó la rubia al tiempo que se inclinaba ligeramente para acariciarme la cabeza como si yo fuera un perrito. Me tragué mi rabia y tuve que hacer un esfuerzo sobrehumano para no escupirle el rostro.
“Es que con la criatura que tiene en la pancita, no le queda otra más que portarse bien – agregó Evelyn, con tono algo más serio pero no por eso menos burlón -. A propósito de eso, Rocío: no tengo palabras para agradecerte esa información”
Si quedaba alguna remota duda de que era esa zorra quien me había delatado, las palabras de Evelyn terminaban de despejarla. Rocío se sonrió ampliamente y sacudió la cabeza de un lado a otro:
“No, Eve, no fue nada. Simplemente pensé que esa data podía serte útil”
“NOS puede ser útil – apostilló Evelyn levantando un estirado dedo índice y remarcando bien el plural -; a propósito, Ro, te llamé para que encargues de esa falda que lleva puesta: la quiero más corta”
“Lo que digas, Eve – dijo Rocío, quien seguía inclinada hacia mí, aunque dejó de acariciarme la cabeza para tomarme por el mentón y obligarme a mirar su rostro, sonriente de una oreja a la otra; me guiñó un ojo y frunció la boca en simulación de un beso -. Va a ser un placer dejársela bien cortita”
“Y tenerla cortita” – agregó Evelyn en claro sarcasmo que provocó, esta vez sí, la risa de ambas.
“Vamos, linda – me dijo Rocío acariciándome la mejilla -. En mi escritorio tengo unas tijeras que van a servir”
Abrí los ojos enormes; el pavor se apoderó de mí. ¿En su escritorio? ¿Pretendía llevarme hasta allí para que todo el resto del personal viera cómo me cortaba la falda? Con espanto ante la idea, miré desesperadamente a Evelyn, una vez más con la ilusa esperanza de que desautorizara a su amiga o bien la hiciera cambiar de plan… y una vez más, me equivoqué.
“”Vamos, nadita – me dijo, por el contrario, y también guiñándome un ojo -. Ponete de pie y acompañá a Ro, que se va a encargar de ponerte linda para el evento”
Sin más lugar ya para mi incredulidad, me incorporé y, luego de pedir permiso a Evelyn para acompañar a Rocío, eché a andar tras los pasos de la rubia a través del corredor y en dirección hacia la zona de escritorios. Yo trataba de caminar lo más sigilosamente que fuera posible; llevaba mi cabeza gacha y trataba de no apoyar los tacos sobre el piso sino sólo la punta de mis sandalias de tal modo de no llamar la atención con el ruido. Rocío, no obstante, se encargó de destrozar mi plan de perfil bajo pues, deliberadamente, caminó clavando sus tacos casi como estacas contra el piso, mucho más de lo que lo hacía habitualmente, dejando bien en claro que su intención era llamar la atención de las empleadas. Por cierto, lo logró, ya que, al detenernos junto a su escritorio, espié disimuladamente por debajo de mis cejas y me quise morir al comprobar que no había una sola que no nos estuviese mirando. La dupla, por cierto, debía sorprender a más de una por lo poco habitual ya que era bien conocido que Rocío era una de las compañeras de trabajo con quien yo menos onda tenía. Mi vergüenza pareció no conocer límite en el momento en que la odiosa rubiecita extrajo unas tijeras del cajón de su escritorio y, en tono lo suficientemente alto como para que todas oyeran, me exigió que me girara.
Yo obedecí y, al hacerlo, quedé, obviamente, de cara al resto. ¡Dios! ¿No tenían acaso nada que hacer o que controlar en sus monitores? Parecía que no, pues no había una sola que no tuviese sus ojos sobre mí. La vergüenza me hizo bajar la cabeza nuevamente en el exacto momento en que sentí la mano de Rocío apoyarse sobre el borde de mi falda y, casi de inmediato, el chasquido de las tijeras. Girando en torno a mí y poniéndole al acto un celo profesional propio de una modista, fue recortándole a la falda de Tatiana una sección de unos diez centímetros. Si a ello se le sumaba que la falda, ya de por sí era corta, y aun cuando yo no podía ver a mis espaldas, no hacía falta calcular mucho para darse cuenta que tanto mis bragas como mis nalgas debían estar asomando por debajo del borde inferior. Rocío levantó la mano de la cual pendía el trozo de tela, al cual exhibió casi como un trofeo de guerra haciéndolo danzar por delante de mis ojos antes de dejarlo caer en el cesto de papeles que tenía junto a su escritorio. Roja por la humillación, no pude resistir la tentación de echar un vistazo a las demás para comprobar que, tal como cabía esperar, sus rostros iban desde la más incrédula sorpresa hasta la más cruel risita por lo bajo y no tan por lo bajo; algunas, divertidas, se cubrían la boca y se miraban entre sí.
“A ver: hagamos un girito” – me dijo Rocío mientras, tomándome una mano y alzándomela como si fuéramos compañeras de baile, me hacía girar sobre mí misma, exponiendo así su obra ante los ojos de las demás aun cuando fingiera ser ella la interesada en ver cómo había quedado. El coro de murmullos y risitas acompañó, por supuesto, mi movimiento rotatorio. Rocío me soltó la mano y se alejó un par de pasos para contemplarme mejor; su rostro iluminado evidenciaba que estaba más que conforme con su obra.
“¡Perfecta! – exclamó, saltando en el lugar y llevándose ambas manos al pecho; parecía una chiquilla y, en buena medida, lo era -. ¡Vamos a mostrarle a Eve cómo quedaste!”
Tomándome por la mano nuevamente echó a andar hacia el corredor prácticamente a la carrera sobre sus tacos, lo cual me obligó a imitarla y seguirle el paso; no puedo describir lo vergonzante que la situación era para mí. Cuando ya estábamos muy cerca de la puerta de la oficina de Evelyn, la rubia se detuvo:
“Uy, me había olvidado – dijo, poniéndose súbitamente seria y acariciándose el mentón -; tenía que llevarle un pedido a Luciano en la planta…”
Soltándome, se giró para regresar hacia su escritorio en busca de lo que había mencionado. El pulso se me aceleró: ¿estaría esa putita maliciosa pensando en llevarme con ella a la planta? ¿Con qué necesidad? La premura de la situación y la descabellada pero nada desdeñable posibilidad me pusieron en alerta; miré hacia la puerta de la oficina de Evelyn y, antes de que Rocío se hubiera alejado lo suficiente, le pregunté a viva voz:
“¿Espero adentro, señorita Rocío?”
Me salió así: señorita Rocío. Ni Evelyn ni ella me habían impuesto tratamiento alguno al respecto pero la situación parecía exigirlo: no podía, después de todo, tutear a una persona a quien saludaba besando sus pies.
“¡No, no! – dijo ella agitando una mano en gesto desdeñoso y girándose por un instante hacia mí sin detener su marcha -. Esperá que entramos juntas: quiero estar ahí cuando Eve te vea, jeje…”
La espera fue de unos pocos segundos pero se me hizo eterna. Al regresar Rocío, siempre acelerada, agitó en el aire la hoja con el pedido que, según había dicho, debía entregar a Luciano.
“Vamos…” – me instó y, pasando junto a la oficina de Evelyn, echó a andar en dirección a la planta con su rubia cabellera bailándole sobre los hombros.
“S… señorita Rocío…” – intervine yo, que seguía prácticamente clavada al piso junto a la puerta de la oficina de Evelyn.
Se detuvo y se giró hacia mí con gesto extrañado.
“¿Nadita…?”
Tragué saliva; me mantuve en silencio durante algunos instantes, lo cual le hizo fruncir el ceño.
“¿Ocurre algo, nadita?” – insistió, frunciendo el entrecejo y cruzándose de brazos con la hoja en mano; ya no sonreía.
“Es que… no puedo volver a entrar a la planta. Allí intentaron violarme en una oportunidad y fui violada en otra. Comprenderá, s… señorita Rocío que… no es fácil para mí ir allí y, de hecho, no lo he vuelto a hacer después de la despedida. Ese lugar está lleno de recuerdos que… son muy traumáticos para mí”
Ladeó la cabeza sobre un hombro, en una actitud entre maternal y conmiserativa. Frunció los labios imitando un gesto infantil:
“Ay, nadita… - dijo mientras volvía caminando hacia mí -. Tenés que superar esas cosas y la manera es afrontándolas. No hay nada que temer: ¡vas a estar conmigo! Vamos…”
Me tomó otra vez la mano y, ya sin darme más chance, me llevó con ella a lo largo del corredor que desembocaba en la planta. No puedo describir lo que significó para mí volver a entrar allí; la cabeza se me llenó de imágenes. Como no podía ser de otro modo, absolutamente todos quienes allí estaban trabajando abandonaron momentáneamente lo que fuera que estaban haciendo y volvieron sus miradas hacia mí. No podía esperarse otra cosa considerando la falda escandalosa que yo llevaba pero, además, noté en algunos ojos recelosos y resentidos: había algún odio oculto que pugnaba por salir. No era difícil relacionar ello con el operario que había sido obligado a renunciar luego de haberme intentado violar. Aun cuando yo no había vuelto a la planta, sabía bien, por las habladurías que corrían de boca en boca, cuál era la postura generalizada entre los obreros al respecto de ese episodio: me culpaban a mí por lo ocurrido. En sus mentes, era yo la que, con mis atrevidas ropas y provocativas poses había incitado a que pasara lo que pasó. No era sorprendente, desde ya, que lo viesen de ese modo: tal es ni más ni menos que la postura que gran parte de la sociedad suele tener cuando es violada una chica que viste o se comporta de un modo no muy santo. Para ellos, yo era exactamente eso. Y, además, claro, el obrero involucrado en el incidente era su ex compañero y, como tal, era previsible que se solidarizasen con él y no conmigo: yo era la culpable; él la víctima.
Siempre llevándome por la mano, Rocío llegó hasta Luciano, el cual, por supuesto, no paraba de mirarme con ojos que pugnaban por salírsele de las órbitas; más allá de que ello tuviera que ver con mi indecente y brevísima falda, lo cierto era que él siempre se incomodaba ante mi presencia pues estaba obvio que le removía alguna cosilla del pasado y, para ser sincera, a mí también. Le dirigí, de hecho, una mirada de hielo en la cual era imposible que él no advirtiese un deje de recriminación por viejas acciones.
“Éste es el pedido que tiene que quedar embalado esta noche para ser entregado mañana – le explicó Rocío mientras le agitaba la hoja delante de los ojos para llamar su atención -. Controlá bien las medidas para que no ocurra lo de la vez pasada. No queremos tener más devoluciones de cortinas”
Sorprendía ver y oír a Rocío en uso de tanta confianza y seguridad: casi estaba regañándolo. ¿Desde cuándo le hablaba al hijo de Di Leo de esa manera? Cabía suponer, sin embargo, que siendo éste desde hacía algún tiempo un mero juguete pasivo en manos de Evelyn, se habría también resignado a que la más entrañable y querida amiga de su “dueña” se dirigiese a él con una altanería que no cuadraba con las aparentes jerarquías en la fábrica. Era increíble cómo la pelirroja, perversamente inteligente, lo había impregnado todo con su presencia; daba ahora la impresión de que la fábrica completa respondiese a sus órdenes e incluso hasta el papel de Hugo había quedado difuso: las órdenes más importantes salían de la oficina de ella y no de la de él. Sólo Luis escapaba algo a su influencia ya que controlaba, en los papeles, una empresa distinta, pero en todo el resto del establecimiento era Evelyn quien mandaba. Y si Evelyn mandaba, no hacía falta decir que Rocío, siendo con ella como carne y uña, pasaba también a ocupar un rol de privilegio; de hecho, en los últimos días hasta se la había notado lucir cierto aire de superioridad entre sus propias compañeras: a algunas daba impresión de molestarles en tanto que a otras les parecía resbalar, pero lo cierto era que la detestable rubiecita, paradójicamente la más joven de entre todas, se había encargado de que el resto notara que, siendo ella amiga de Evelyn, gozaba de ciertas atribuciones y excepciones que las demás no. Bastaba con oír la forma altanera en que taconeaba entre los escritorios para darse cuenta de ello así como la cantidad de veces que, por día, pasaba en dirección a la oficina de Evelyn. A veces, incluso, se quedaban largo rato conversando allí dentro y hasta se oían, cada tanto, risotadas y carcajadas.
Luciano tomó la hoja y la miró de arriba abajo, aunque alternaba con miradas de reojo hacia mi corta falda. Asintió varias veces, fingiendo estar en tema, y ni siquiera se mostró molesto por el aire petulante con que Rocío se había dirigido a él: su cabeza y sus ojos estaban en otra cosa; me miraba sólo a mí y, desde luego, ese detalle no escapó a ella al estar, como se la veía en el último tiempo, más avispada que nunca.
“¿Te gusta cómo le quedó la falda?” – preguntó sonriente y, otra vez, con ese deje de chiquilla malcriada que permanentemente le salía por los poros haciendo recordar que, en definitiva, lo era. En todo caso, se la veía más liberada.
Luciano se mostró algo estúpido, lo cual no le costaba mucho. Fingió bajar la vista hacia la hoja y sorprenderse con la pregunta de Rocío. Me miró, achinando los ojos.
“Sí, sí… Le queda muy… bien – dijo, entrecortadamente y con el tono de alguien que ha sido pillado en falta -. Va… a ir al evento, ¿no?”
“Por supuesto – enfatizó la rubia -. Evelyn la ve como una buena estrategia de marketing. ¿Vos qué pensás?”
Otra vez esa expresión estúpida en su rostro. Ladeó la cabeza de un lado a otro como si evaluara:
“Eh… sí, sí… Estoy de acuerdo – dijo, sin dar impresión de estar pensando por cuenta propia -. Si lo dice Evelyn, está bien: ella sabrá.
Arrastrado de mierda. Pobre y patética era la imagen que daba, convertido prácticamente en un títere sin control de sí mismo. Ni siquiera se atrevía a mirar a la cara a Rocío, quien sí lo miraba luciendo una sonrisa tan amplia que hasta se le cerraban los ojos de tanto que estiraba las mejillas. Pero si lo que yo estaba viendo y oyendo era ya suficiente para vencer los límites de mi incredulidad, lo que siguió fue directamente como para pellizcarme a los efectos de comprobar si en verdad estaba despierta. Rocío, de pie junto a él, llevó una mano hasta apoyársela sobre las nalgas; él dio un respingo, pero siguió sin mirarla: más bien bajó la vista al piso.
“Si armás bien ese pedido – le dijo ella acercándole la boca al oído, aunque yo la escuchaba perfectamente -, Evelyn tendrá seguramente en su oficina algún regalito para ese culo tuyo”
Él no dijo palabra alguna; se mostró avergonzado y nervioso. En cuanto a ella, lo suyo no se limitó a un mero roce contra la cola del hijo de Di Leo sino que mantuvo su mano allí durante algún rato. Eché un vistazo en derredor y pude comprobar que los obreros habían desviado de mí sus miradas para posarlas, como no podía ser de otro modo, sobre Rocío y Luciano; sus ojos, desde luego, lucían atónitos sólo con lo que veían ya que no creo que sus oídos pudieran captar las palabras de la rubia por estar más lejos que yo.
“¿Es cierto que Evelyn te está haciendo putito con tanto juguetito? – indagó Rocío, incisiva y lacerante, mientras yo seguía sin salir de mi perplejidad -. ¿Viste qué buenas pijas tienen algunos de los operarios? ¿Hay alguno que te guste? Si es así, no dudes en decirle a Evelyn. Eso sí: no quiero perderme ese espectáculo, así que espero que tu DUEÑA te invite”
Remarcó bien la palabra “dueña” y, en un gesto que él no vio por no poder mirarla al rostro, ella le guiñó un ojo y lo besó delicadamente en la mejilla, a la vez que le propinaba una palmadita sobre las nalgas. Acto seguido se giró hacia mí:
“Vamos, nadita – me dijo, doblando un dedo índice en señal de que la siguiera mientras echaba a andar en dirección hacia el corredor -. Dejemos a Luciano hacer su trabajo. Evelyn nos está esperando”
Ya de regreso a la oficina, Rocío abrió la puerta intempestivamente y sin llamar: otro gesto que evidenciaba sus privilegios dentro de la fábrica. Dando un saltito casi adolescente sobre sus tacos, me tomó por la mano y me llevó ante al escritorio de Evelyn en clara actitud de exhibirme.
“Ta taaaan” – musicalizó el gesto con aire triunfal.
La colorada abrió los ojos enormes y aplaudió.
“¡Rocío, sos una artista! - exclamó a viva voz -. ¡Sabés entender muy bien qué es lo que quiero! ¡Así es como me gusta! ¿A ver ese culito?”
Una artista… Al bajar la vista hacia mi falda, sólo se veían unas cuantas hilachas cayendo desprolijamente; si tanto le complacía la “obra” de su amiga no era por cierto por la prolijidad que había puesto en ella sino más bien por lo degradante que era para mí. Rocío, siempre teniéndome por la mano, me hizo girar hasta dar a Evelyn mi espalda o, mejor dicho, mi trasero.
“Mmmm… ¡Una belleza, Ro! ¡Te felicito! Definitivamente se va a hablar de ese encuentro por mucho tiempo, jaja… Y, en particular, de esta empresa”
“¿Cuántos clientes nuevos creés que nos puede sumar esto? – preguntó, socarronamente, Rocío mientras me palmeaba suavemente en la parte inferior de mis nalgas, justo por debajo del borde de la tronchada falda.
“Muchos… no te quepa duda. Hmm, Ro, una cosa…”
“¿Sí, Eve?”
“Nadita ya se comprometió a hacer lo que yo le diga a cambio de mi silencio – explicó Evelyn, a mis espaldas -. Ya sabés a lo que me refiero: Di Leo no tiene que saber que está preñada, así que te rogaría que…”
“Perdé cuidado, tonta – la interrumpió Rocío -; de esta boca no va a salir una palabra. Será un secreto compartido entre las tres… y vamos a sacarle todo el jugo posible al hecho de que sea así”
Al decir las últimas palabras, Rocío acercó su rostro al mío y pude sentir su aliento sobre mi oreja. No supe interpretar cuán lejos llegaba el sarcasmo en sus dichos pues no terminaba de creerme que, realmente, no fuera a contar nada a nadie o que no lo hubiera hecho ya. Al hecho de ser mujer había que agregarle el de ser poco más que una adolescente y con comportamientos propios de alguien de esa edad; y si a ello se le sumaba su malicia, difícil era creer que fuera realmente a celar un secreto tan jugoso como el que atesoraba. Evelyn, no obstante, pareció quedar conforme con sus palabras, pues no agregó nada y, de hecho, se produjo un momento de silencio del cual interpreté que la colorada me seguía escrutando por detrás y calculando, en su mente, los inmensos beneficios que esa cola mía podría deparar para la empresa en el evento ya próximo.
“Eve…” – comenzó a decir Rocío.
“¿Ro?”
“Creo que… si nadita tiene un acuerdo con nosotras, sería importante que, de alguna forma, lo tuviera siempre presente”
“Hmm, no te entiendo, Ro”
“Claro: lo que quiero decir es que necesitamos algo para que recuerde a cada segundo lo que ha pactado”
“¿Por ejemplo?”
Rocío se separó de mi lado. Oí sus tacos por detrás de mí e, instintivamente, giré un poco la cabeza por sobre mi hombro para ver hacia dónde se dirigía. Para mi estupor, la vi abrir uno de los cajones del escritorio de Evelyn y sacar de adentro… el consolador. Ahogué un gritito de espanto y trastabillé; hasta me giré un poco. Rocío lucía el objeto en alto como si se tratara de un emblema. A Evelyn los ojos se le salían de las órbitas:
“¡Ro! ¿Vos decís?” – preguntó, maliciosamente sabedora de la respuesta.
“¡Obvio, tarada! – le espetó la rubiecita siempre su con aire de diversión adolescente -. ¿Qué mejor modo de que tenga presente su compromiso que poniéndole, hmm… un recordatorio en el culito”
En un acto cargado de histrionismo, Evelyn se agitó en su silla y se llevó una mano a la boca como si pretendiera ahogar una risa. Sobreactuando o no, lo cierto era que celebraba con ganas la perversa ocurrencia de su amiga.
“¿De dónde sacás esas ideas, nena? – preguntó, una vez que recuperó el habla -¿Qué tenés en esa cabecita enferma? Jaja… ¡Me parece que me estás no sólo copiando sino también mejorando! Un consolador en el culo como recordatorio: ¡es genial! ¡La alumna supera a la maestra!”
“Aprendí con usted – dijo Rocío, envarándose y adoptando una falsa postura de seriedad y formalidad -. Así que no se me haga la inocente…”
“Jaja, sos una hija de re mil putas, Ro… Hmm, veré cómo lo conformo a Luciano cuando venga después a buscar su dosis, je. Tendré que conseguirle uno nuevo, pero bueno, por hoy que se la aguante”
“A mí me parece que Luciano ya está para otra cosa” – sugirió Rocío manteniéndose seria aunque, al parecer, ya no de modo tan fingido.
Evelyn la miró con el ceño fruncido.
“¿Perdón…?”
“Luciano ya pasó, digamos, hmm… cómo decirlo… ¡La primera etapa, eso es! Ya le diste demasiado consolador por la cola; es hora de que pruebe otra cosa”
“Ro, estás tan perversa últimamente que no sólo me cuesta reconocerte sino también seguirte. ¿Qué te pasó después de esa fiesta de despedida? Jaja, ¡sos otra! Hmm, a ver, decime: ¿qué me querés decir con eso de que tiene que probar otra cosa? ¿Ejemplo?”
“Una pija de verdad” – soltó Rocío con la mayor naturalidad del mundo; se comportaba como si estuviera diciendo una obviedad absoluta.
Evelyn se echó atrás en su silla, mirando a su amiga aún con más confusión que antes.
“En la planta hay unas cuantas – agregó Rocío, volviendo a dibujársele en el rostro la sonrisita mordaz que la venía caracterizando -. Que se lo coja algún obrero…”
Evelyn no salía de su asombro. Y yo tampoco. Era increíble la transformación que había experimentado Rocío: difícil era creer que ese “costado oculto” que ahora mostraba fuera algo nuevo, pero la realidad era que, si lo tenía realmente escondido, ahora lo había claramente liberado, seguramente envalentonada y estimulada por las perversiones de su amiga Evelyn. En lo particular, yo no coincidía con esa visión de que la odiosa rubiecita hubiera pasado a ser otra después de la fiesta de despedida; su espíritu pervertido se había ido liberando a partir del momento en que Evelyn pasara a ocupar la secretaría… y desde entonces sólo había ido en aumento.
Mi mirada, girada siempre mi cabeza por encima del hombro, iba alternadamente de una a otra mientras ellas parecían comportarse como si yo no estuviese allí o, más bien, como si mi presencia poco les importase: lo que yo oyera o no oyera, viera o no viera, era realmente de poca importancia puesto que ocupaba en aquella oficina el mismo lugar que cualquier mueble.
Evelyn apoyó el mentón en sus manos entrelazadas y sus ojos se movieron danzarines mientras su mente, de seguro, recreaba los planes sugeridos por su amiga. Cualquiera que la viese en ese momento, sólo podía dictaminar que estaba absolutamente loca, fuera de sus cabales…
“Tengo que decir que una vez más me dejás sorprendida, Ro – dijo, finalmente, asintiendo en gesto aprobatorio -. Muy interesante… Ahora: primero lo primero”
Me dirigió una mirada voraz, propia de un ave rapaz y yo, nerviosa, desvié mis ojos en señal de culpabilidad por haber estado espiándolas.
“Dame eso, Rocío” – dijo, con total frialdad, Evelyn; y no hizo falta adivinar mucho para darse cuenta que estaba reclamando para sí el consolador que su amiga sostenía aún en mano.
“¿Puedo ponérselo yo?” – preguntó alegremente ésta, lo cual me llevó a girar nuevamente la cabeza en gesto mecánico: uniendo sus puños cerrados sobre su pecho, el rostro de Rocío, perversamente iluminado, exhibía una expresión deliberadamente aniñada.
“Adelante – concedió Evelyn con un encogimiento de hombros -. ¿Por qué no?”
Rocío dio un saltito de alegría en su lugar y se inclinó para estamparle en la mejilla un ruidoso beso a su amiga en señal de agradecimiento por la concesión que le hacía. Luego, a saltitos, vino hacia mí y, tomándome por los hombros, me obligó a girarme para, luego, guiarme hacia el escritorio de Evelyn.
“Inclinate, linda” – me susurró al oído al tiempo que me apoyaba una mano entre mis omóplatos para impelerme a obedecer la orden.
Una vez que quedé con mis tetas contra el vidrio del escritorio, apoyé también mi mentón sobre el mismo y, al mirar hacia adelante, me encontré con la vil sonrisa de Evelyn.
“Pensá en cosas lindas” – me dijo, frunciendo los labios.
“Eso –se sumó Rocío, a mis espaldas -. Pensá en la pija de alguien que te guste: no te va a costar mucho, jiji”
Evelyn hurgó dentro del mismo cajón del cual su amiga había extraído el consolador y, luego de rebuscar durante unos segundos, dio con lo que al parecer buscaba: un pote sin etiqueta que le tendió a Rocío, el cual, inferí, contendría vaselina o algún lubricante. Rocío, entretanto, me dejó de un solo manotazo la tanga por las rodillas y luego, sin más trámite, se dedicó a empastarme bien el agujerito que estaba a punto de ser visitado una vez más: fue inevitable que me volvieran las imágenes de la fiesta de despedida y, sobre todo, del momento en que me habían dejado atada, desvalida y con un consolador en el culo mientras ellas se iban de juerga. Mi lucha interna, la batalla entre las Soledades, recrudeció una vez más: porque recordar ese momento me provocaba temblor en las rodillas y me llenaba de espanto, pero, a la vez, estando así, inclinada sobre el escritorio de Evelyn y a punto de ser penetrada analmente con ese demencial objeto por Rocío, sentía que, en algún secreto lugar de mi interior, había extrañado esa sensación e, inconscientemente, tenía ganas de revivirla. Fue por ello que, en el momento en el cual Rocío comenzó a juguetear sobre mi entrada anal con la punta del consolador para luego penetrarme sin piedad, solté un gemido ambivalente que era perfecta muestra de la batalla que en mí libraban el dolor y el placer, la resistencia y la sumisión, la ya mancillada dignidad y el irrefrenable deseo de sentirme humillada. De hecho, la excitación se apoderó de mi cuerpo y pude sentir que me mojaba; en un gesto casi reflejo, doblé y levanté una pierna hacia atrás mientras el objeto, empujado por la rubiecita más detestable del planeta, se abría paso dentro de mí…
CONTINUARÁ