La fábrica (21)

Instalada temporalmente en casa de Luis y entregada a los juegos placenteros con Tatiana, Soledad termina por volver a la fábrica en donde se encontrará con nuevas sorpresas

El resto del domingo discurrió sin mayor novedad y, de hecho, lo pasé la mayor parte del tiempo durmiendo.  Tatiana, un amor, me llevó a la cama lo que no supe si era una merienda, una cena o bien el desayuno del lunes pues yo ya había perdido noción del tiempo.  Mis padres volvieron a llamarme un par de veces porque, claro, los rumores seguían circulando y vaya a saber qué era lo que les había llegado y de qué forma.  Le pedí a Luis, por lo tanto, que me llevara a verlos así se tranquilizaban; previo a ello, obviamente, me vestí de tal forma de no dejar visible ninguna de las marcas de los golpes de cinturón aun cuando éstas, por fortuna, ya comenzaban a atenuarse.

El lunes no me presenté a trabajar, lo cual, de todos modos, supuse que era para todos un hecho.  Ya antes había aclarado que no me tomaría la semana que me habían concedido para la luna de miel sino que la dejaba para más adelante (se hacía ahora difícil pensar que eso fuera a ocurrir en algún momento) pero, más allá de eso, era difícil pensar que en la fábrica hubiera una sola persona que no estuviera al tanto de lo ocurrido más allá de la versión que les pudiese haber llegado: en tales circunstancias, mi ausencia no podía sorprender a nadie.  Hasta Evelyn me llamó; la noté preocupada y me hizo llegar un beso de parte de todas las chicas.  Ese día, además, estaba citada para la comisaría: otro motivo más para faltar al trabajo.

Se me tomó declaración y, una vez más, no di información fehaciente sobre nada.  Insistí en que esa noche estaba borracha y que, como tal, no recordaba mucho de lo que pasó sino que sólo tenía flashes fugaces.  Me enteré que los dos muchachos detenidos aún no habían sido liberados: al parecer, la fiscal interviniente se las había arreglado para hacer constar su peligrosidad y lograr que fueran mantenidos en reclusión al menos hasta ser identificados.  Fui, en efecto, a la ronda de presos y allí me crucé con Daniel, quien aguardaba afuera y sería, de seguro, el siguiente en pasar.

Vi a los dos chicos del Chevy blanco.  Pobrecillos, me dieron mucha pena.  Se los veía demacrados y sin encajar en absoluto junto a tipos que sí daban miedo.  Negué que fueran ellos; me volvieron a preguntar varias veces si estaba segura y otras tantas volví a negar.  Al salir del lugar, mi mirada se cruzó con la de Daniel y él me tomó por el brazo para hablarme al oído:

“Sole… - me dijo, en tono implorante y lastimero -; volvé a casa, por favor”

Lo miré fijamente y, al igual que me ocurriera en relación con los chicos durante la ronda, sentí lástima.  Daniel siempre me había tratado bien y la realidad era que me quería, pero, claro, los acontecimientos (y mi comportamiento) lo habían superado y hecho colapsar.  Sólo así podía entendérsele el haber cedido a los perversos designios de su madre en esa noche en que ella decidió castigarme con el cinto.  No dije nada, de todos modos: bajé la vista y, con suavidad, me solté de su mano para seguir mi camino.  Horas después me enteré que los dos muchachos recuperaron su libertad: era lógico pues, claro, no había forma alguna de que Daniel reconociera en alguno de ellos al autor de mi secuestro cuando él bien sabía que no era ninguno de ellos.  Ante tal panorama y como no podía ser de otra manera,  la policía y al juez interviniente comenzaron a cerrar el cerco sobre el supuesto ex sereno de la fábrica que algunos de los testigos habían mencionado, Daniel incluido.  No tardaron demasiado en pedir su detención, con lo cual al otro día fui convocada nuevamente a la ronda de presos y, esta vez vi, mezclado entre macilentos rostros de tipos curtidos en la delincuencia, a ese pobre ángel tan lleno de infantilismo como de nobleza.  Se lo notaba angustiado; era obvio que no sabía bien qué hacía allí.  No lo identifiqué como mi secuestrador, por supuesto; se me insistió al respecto y reiteré que no era él: parecían tan decididos a obtener esa respuesta de mi parte que, incluso, la fiscal me preguntó más de una vez si no había sido amenazada.  Mi respuesta, claro, fue siempre negativa; sí admití conocerlo y confirmé que, en efecto,  era un ex sereno de la fábrica al que habían echado por robo, pero les dejé bien en claro que no se trataba del sujeto que esa noche había irrumpido en casa de Daniel para huir de allí conmigo al hombro.  No me dieron la impresión de quedar convencidos (la fiscal menos que menos) pero no tuvieron más remedio que dejarme ir.

Le tocó el turno luego a Daniel, pero para ese entonces yo ya no estaba en la comisaría sino camino a casa de Luis.  Mi celular sonó y, obviamente, era mi marido (al que, por cierto, no sabía si seguir llamando de ese modo):

“No lo reconocí – me dijo -, muy a mi pesar pero no lo hice”

“Está bien – dije -, es lo mejor para todos: él no quiso hacerme mal, sólo… me oyó o me vio en peligro y buscó salvarme.  A propósito de eso, falta el testimonio de tus padres: ellos seguramente serán citados a ronda de presos y…”

“No lo reconocerán tampoco – me cortó Daniel, tajante pero a la vez tranquilizador -: ya hablé con ellos.  Mi madre insistía en identificarlo pero le dejé en claro que, de seguir con esto, ella sería juzgada por privación de la libertad, agresión física y tortura.  No es poca cosa”

“Sorprendente – dije, sonriendo -: me alegra que vayas aprendiendo a manejar a tu madre.  ¿Y los vecinos?”

“No sé si los citarán.  Una vez que ni vos, ni mis padres ni yo hayamos reconocido al sereno como agresor, ¿tiene sentido que sigan citando testigos?”

Asentí con la cabeza, cosa que, por supuesto, él no podía ver.

“Ojalá tengas razón – dije, quedamente -.  Gracias por todo, Dani…”

“¿No vas a venir a casa?” – me espetó él de manera apresurada al notar que yo estaba dando por terminada la conversación y cortaría de un momento a otro.  Claro, probablemente considerara que había hecho bien sus deberes para conmigo y que me había hecho caso en cuanto a no culpar a Milo; no era extraño que tal pensamiento le diera esperanzas de que las cosas entre nosotros volvieran a reencaminarse y hasta reconstituirse.  Yo no lograba entender cómo seguía tan obsesionado conmigo a pesar de lo mal que me había portado con él.

“Por favor, Dani, basta con eso” – dije, de manera conclusiva, y corté.

Una vez en casa de Luis, Tatiana me atendió con sus bondades de siempre.  Aun a pesar de lo mucho que disfrutaba de su compañía, yo empezaba a pensar que no podía seguir demasiado tiempo allí: tanto Luis como ella se habían portado muy servicialmente conmigo pero, aun cuando no dijeran nada al respecto, yo entendía como algo tácito que no podría permanecer como huésped indefinidamente.  Quizás ahora que las marcas de mi cuerpo estaban desapareciendo, sería hora de ir a casa de mis padres, lo cual parecía presentarse como la mejor opción.  Aguardé a que Luis llegara de la fábrica para transmitírselo y lo aceptó sin demasiada protesta aun cuando insistió y me recordó varias veces que no había inconveniente alguno en que yo me siguiera quedando con ellos.

“Soledad… - me preguntó, cambiando el tema de repente -.  ¿Sigue firme en su decisión de no aceptar ese puesto?”

Me encogí de hombros.

“Sí… ¿Por qué?”

“Es sólo que tengo a alguien en vista y quiero, previamente, estar seguro de que usted rechaza el ofrecimiento”

“Se… lo agradezco, Luis – dije, cortésmente -, pero vuelvo a repetirle que no puedo… ocupar un lugar que ha sido dejado vacante por la renuncia de Floriana.  Ella es… o era mi mejor amiga”

Al otro día regresé al trabajo; podría haber seguido faltando ya que los hechos del fin de semana lo ameritaban suficientemente, pero la realidad era que quería volver.  No iba, obviamente, a ser nada fácil entrar nuevamente allí y mirar a las caras al resto, pero en algún momento tenía que hacerlo y, después de todo, ya empezaba a tener una cierta experiencia pues en su momento tampoco me había sido fácil la vuelta al trabajo tras la fiesta de despedida.  Consideraba, además, que en la medida en que me enfrascara en mis tareas, estaría más entretenida y no pensaría tanto en lo sucedido y sus implicancias.  Tuve que ir, obviamente, con ropa prestada por Tatiana, lo cual, como solía ocurrir, me reconfortó al sentir el contacto contra mi piel: era casi como sentir el roce de ella.  Me dio la falda más corta que tenía aunque, a decir verdad, no lo era tanto como la que yo llevaba habitualmente al trabajo.  A propósito de ello, en algún momento, y por mucho que me pesara, no iba yo a tener más remedio que pasar por casa de Daniel ya que todas mis cosas estaban allí y, hasta ahora, no había logrado hacer acopio de valor para ir a buscarlas; claro, la cuestión en tal sentido era que, de hacerlo, ello implicaría toparme con Daniel, quien, inevitablemente, reflotaría su propuesta de volver allí y reanudar nuestro flamante matrimonio como si nada hubiese ocurrido.

En general, las chicas se mostraron afectuosas o, al menos solidarias; me saludaron amablemente y, si bien evitaron hacer preguntas acerca de los hechos de la noche del sábado, exhibieron actitud de acompañarme y de alegrarse por mi regreso.  Evelyn, de hecho, me llamó todo el tiempo “Sole” y evitó el odioso apelativo de “nadita”.  También Hugo me requirió, en un momento, en su oficina y no fue para pedirme que le lamiera el culo ni nada por el estilo sino simplemente para mostrarme su preocupación y consternación por el episodio del rapto e incluso insistió varias veces en querer saber si quien había irrumpido en casa de Daniel era o no Milo, a lo cual siempre respondí que no; además de eso, se disculpó por su conducta durante la fiesta aunque, por otra parte, se le notó un destello de alegre picardía al recordar el episodio del baño, lo cual no pudo evitar hacerme mirar al piso con vergüenza.

Terminada la jornada me dirigí hacia la oficina de Luis, más que nada para saber a qué hora se iría, si lo esperaba o si me iba sola ya que esa noche, y quizás por última vez, aún dormiría en su casa.  Como siempre, golpeé y esperé a que se autorizara mi ingreso, lo cual ocurrió al instante; una vez dentro, me hallé ante el más insólito espectáculo que podría haber esperado encontrar.  Luis estaba reclinado en su silla y, como era habitual, al otro lado del escritorio; noté que, con una mano, se estaba masajeando la verga, lo cual, por cierto, para esa altura y por acostumbramiento, ya no podía sorprenderme.  Tampoco debería haberme sorprendido el hecho de encontrar a Tatiana apretujándose, toqueteándose y besándose con otra chica, lo cual, en definitiva, fue la escena ante la que me hallé.  Se las veía abstraídas en lo suyo y ni siquiera parecieron notar mi presencia pues siguieron como si nada.   Mi primera reacción fue desviar la vista, cubrirme el rostro y, tras pedir disculpas, anuncié que me retiraba.

“¡No, Soledad, aguarde! – me detuvo Luis -.  Me alegra que haya venido pues quería presentarle a la nueva chica que he tomado en lugar de Floriana…”

La noticia, por supuesto, no pudo menos que provocarme un fuerte impacto si bien no tenía por qué; yo había declinado la oferta que él me había hecho y, como tal, no tenía por qué sorprenderme el encontrar una chica nueva allí; pero, aun así, era inevitable sentir algo de celo por dentro al saber que esa jovencita, fuera quien fuese, estaba de algún modo recogiendo un beneficio que, originalmente, iba a ser para mí.  Me volví despaciosamente para mirar a la pareja de mujeres, quienes, recién entonces y siempre abrazadas, giraron sus cabezas hacia mí.  Tatiana estaba tan radiante como siempre: pura belleza y sonrisa seductora.  La otra era una joven de cintura generosa y de formas muy armoniosas sin llegar a ser, en ningún momento, exuberantes: el pervertido de Luis, como no podía ser de otro modo, había elegido bien.   Un nuevo impulso de celos me recorrió por dentro al verla en brazos de Tatiana y esta vez el celo no tenía que ver con lo laboral sino con el irrefrenable deseo lésbico que la deslumbrante novia de Luis me provocaba; traté, no obstante, de disimular y de mostrarme lo menos conmocionada que fuera posible: hasta ensayé una sonrisa que la chica me correspondió.

Pero lo peculiar del asunto era que ese rostro estaba lejos de resultarme desconocido; por el contrario, lo veía tremendamente familiar: ojos pequeños, cutis delicado con alguna que otra peca, cejas algo juntas, boca casi dibujada con pincel.

“Hola, Sole…” – me saludó, con cortesía.

No pude evitar dar un respingo porque al reconocer la voz y fue recién en ese momento cuando caí en la cuenta de por qué ese rostro me resultaba tan familiar.  Esa joven me acababa de llamar “Sole” no por oír un instante antes a Luis pronunciar mi nombre sino porque… me conocía… y  yo la conocía a ella, sólo que, al primer impacto, me costó reconocerla en un ámbito enteramente diferente a  aquél en que siempre la veía: no era otra que la empleada de la tienda de ropa de la cual yo fuera asidua clienta antes de renunciar a mi anterior trabajo y a la cual el mismo Luis me llevara en un par de oportunidades por diversos accidentes relacionados con mi indumentaria.  No podía creerlo: no cabía en mí del asombro; me quedé helada y muda, teñido mi rostro con una estúpida expresión.  ¿Qué hacía ella allí?  Mi frente se estrujó en una única arruga de incomprensión y estuve a punto de preguntar algo, pero no llegué a hacerlo; el propio Luis se me adelantó:

“La convencí de renunciar a su trabajo en la tienda – dijo, en tono explicativo y sin dejar en ningún momento de masajearse la verga por encima del pantalón -.  Dígame, Soledad: ¿cómo la ve?   ¿Es una buena opción para reemplazar a Floriana?”

Los celos me carcomían por dentro a la misma velocidad que la confusión.  ¿Así de rápido se había resuelto todo?  ¿Ya estaba ella trabajando allí?  Y lo que más me irritaba era que yo conocía muy bien sus artes lésbicas ya que, empujada por Luis, las había demostrado en su presencia y nada menos que conmigo.  Si se pensaba el asunto fríamente, no podía sorprender a nadie el hecho de que, al momento de tener que escoger una nueva empleada, Luis hubiera pensado en ella cuando, justamente, tanto disfrutaba con el fetiche voyeur de ver a dos chicas hacerse “cosas” entre sí.  Pero yo bien sabía que la llegada de esa joven me podía significar a mí el verme relegada en alguna forma, sobre todo en lo concerniente a Tatiana: no era producto de la casualidad el que hubiera hervido por dentro al verlas abrazadas.  Si Luis se satisfacía viéndolas a ellas, entonces quizás ya no necesitaría de mis “servicios”.  Y, en el supuesto caso de que lo siguiese haciendo, debería seguramente resignarme a que todo sería más compartido de allí en más.  Qué extraños pueden llegar a ser los sentimientos de posesión.  ¿En qué momento y por qué llegué a pensar que Tatiana era, de algún modo, “mía”, o que yo era de ella?  Había asumido, tácitamente y sin que hubiera nada acordado al respecto, que la única persona con quien la compartiría era con Luis, quien, de todas formas era un novio muy particular.

“S… sí – tartamudeé -.  Es… una buena idea, señor Luis.  ¡Qué alegría verte por aquí! – dije, luego, con falsa felicidad, mirando hacia la, ya ahora, ex empleada de la tienda -.  ¿Y… ya está?  ¿Así de sencillo?  ¿Ya estás trabajando aquí?”

“Comienza la semana que viene – se apresuró a responder Luis, quien parecía arrogarse el derecho a hablar por ella y, prácticamente, no le daba espacio a hacerlo por cuenta propia -; pero, bueno… je, le estamos haciendo una pruebita, jaja”

Me mordí el labio inferior con rabia y busqué, de inmediato, reprimir ese gesto para que no fuese advertido.  Otra vez volví a ensayar mi falsa sonrisa, esta vez más amplia que la anterior.

“Me alegro mucho – dije, con impostada alegría -: de verdad, me alegro mucho por los tres.  En fin, los dejo: me tengo que ir”

Luis intentó detenerme nuevamente pero yo ya me había girado sobre mis tacos y estaba saliendo de la oficina.  Qué paradójico todo: era increíble que, en medio de las situaciones de promiscuidad que me había tocado vivir dentro de aquella fábrica sintiera, sin embargo, sentimientos de posesión; ya me había ocurrido con Daniel tras enterarme de lo suyo con Floriana y antes me había pasado con Luciano cuando dejara de ocuparse de mí para caer en garras de Evelyn…  Ahora, una vez más, me volvía a ocurrir con Tatiana.

Pero si con eso no era ya suficiente la sorpresa, aún me restaba encontrarme con Daniel esperándome en el auto a la salida.  No era algo tan imprevisible si se consideraba lo obsesionado que se había mostrado conmigo en los últimos días; no obstante, y aun así, la posibilidad no se me había cruzado por la cabeza.  Ya para esa altura yo consideraba a nuestro matrimonio roto apenas iniciado, o bien podía decirse que nunca había comenzado salvo, claro, en los papeles y en el indemostrable “compromiso ante Dios”: para mí, quedaba esperar que se cumpliera el plazo legal para deshacer el vínculo y  así dar paso al divorcio; ésa, al menos, era la idea que yo tenía en mente y que daba por sobreentendida pero, al parecer, ello no entraba en la cabeza de Daniel.  Le mantuve durante algunos segundos una mirada severa y recriminatoria; él intentó sonreír, aunque de modo tímido: sabía que, en cierta forma, estaba cometiendo una “infracción” con su presencia allí.

Sin decir palabra, desvié la vista y eché a andar hacia la parada del colectivo, distante de allí unas cinco cuadras.  Él, obviamente, no había ido allí sólo para verme salir del trabajo así que, como no podía ser de otra manera, intentó detenerme: primero me chistó pero lo ignoré; luego, mirando por el rabillo del ojo, lo vi sacar medio cuerpo por la ventanilla y gritar mi nombre varias veces.  La situación, desde ya, era embarazosa y bochornosa; nerviosamente miré de soslayo en derredor para determinar si había vecinos mirando la escena y, en efecto, los había.  Opté por seguir caminando.

Una vez que Daniel tomó conciencia de que yo ya no volvería atrás, puso en marcha el motor y, maniobrando sobre la entrada del estacionamiento de la fábrica (ubicado frente a la misma) se alineó conmigo y marchó a paso de hombre junto al cordón de la acera.

“Sole… - no paraba de repetir -; vamos a casa”

“Basta… - dije, entre dientes; trataba de hablar lo suficientemente alto como para que me oyese pero a la vez lo suficientemente bajo como para que no escucharan los vecinos curiosos -; basta con esto, Daniel.  Ya está: ahora te pido, por favor, que me evites este papelón”

“Están todas tus cosas en casa” – repuso; debí sospechar que usaría eso como mecanismo de extorsión.

“Ya iré a buscarlas.  O enviaré a alguien” – respondí secamente.

“¿Enviar a alguien?  ¿Y a quién vas a enviar?” – se lo notaba desencajado, fuera de sí; hacía esfuerzos sobrehumanos por sonar simpático pero no había forma de que ocultara un deje de locura que parecía haberse apoderado de él en los últimos días.  Me daba pena pero lo que me estaba haciendo era terriblemente incómodo.  Ya bastante tenía yo con la súbita fama conseguida tras los episodios durante y después del casamiento, como para seguirme agregando dolores de cabeza que siguieran haciendo pública mi vida.

“No sé – respondí, tratando de mostrar el mayor desinterés posible -.  A Luis tal vez.  A Hugo.  A Luciano.  No sé”

Yo sabía que estaba siendo hiriente y, en realidad, ése era el objetivo: irritarlo al punto de que, ya perdidas sus esperanzas, acelerara de una vez y se marchara de allí a toda velocidad; pero no: se mantenía firme a la par y, aunque yo no lo miraba, no era difícil imaginar que debía estar haciendo grandes esfuerzos para no acusar recibo de mis lacerantes dichos.

“Sole, por favor te lo pido – seguía repitiendo mientras fingía no oír -: podemos reintentarlo; todo esto que pasó fue una locura… para los dos.  Y yo sé que las cosas que hiciste las hiciste porque… no estabas bien”

“¡Basta! – insistí, tajante -.  No voy a seguir hablando de esto.  ¿Está claro?”

Lejos de rendirse, siguió con su repetitiva diatriba hasta llegar a la parada del colectivo; rogué que el mismo llegara pronto, pero la espera se me hizo eterna.  Él seguía y seguía hablándome desde el auto y no se iba: la situación me fastidiaba sobremanera, más aún cuando yo venía del golpe sufrido por lo de Luis, Tatiana y la chica nueva.  ¿Era que no se iba a ir nunca?  Ya no sabía qué hacer para terminar de ahuyentarlo; nada de lo que había dicho parecía convencerle de alejarse de mí definitivamente.  Quizás habría que pasar a la acción…

Clavé la vista en un muchachito que, auriculares en los oídos, esperaba el colectivo en la parada: bastante más joven que yo, tendría unos diecinueve o veinte años; no estaba mal pero tampoco era muy buen mozo a decir verdad… No importaba: lo único que me interesaba era provocar en Daniel el mayor rechazo posible: por lo tanto, dando la espalda a mi esposo, me encaré con el joven, quien se mostró claramente perturbado por lo penetrante de mi mirada; además y como no podía ser de otra forma y más allá de los auriculares, estaría perfectamente al tanto de la situación ya que Daniel llevaba varios minutos prácticamente gritando a viva voz.  Sin más trámite, le apoyé al muchacho una mano sobre el bulto y se lo masajeé; sorprendido, intentó dar un paso atrás y miró con terror hacia el auto desde el cual Daniel, seguramente con ojos atónitos, observaba la escena.  Yo no lo dejé recular ya que prácticamente lo capturé por el pito y lo atraje hacia mí para estamparle un intenso beso en la boca e, incluso, le mordí el labio hasta casi hacerlo sangrar.

Había otra gente en la parada y pude oír el coro de azorados murmullos que de entre ellos se levantaba, pero no llegaba a mis oídos insulto alguno por parte de Daniel ni, como hubiera esperado, el sonido del auto acelerando.  De pronto escuché claramente que la puerta del vehículo se abría y, aun sin verlo, pude imaginar a Daniel descender del mismo y venir hacia mí hecho una furia.  Ya para esa altura y no habiéndose él marchado, se caía de maduro lo que ocurriría a continuación y, en efecto, ocurrió: Daniel tomó con fuerza al joven por los hombros hasta prácticamente arrancarlo de mi boca; el chico profirió un grito de dolor puesto que yo lo tenía tomado por el pene y debió, por lo tanto, sentir un fuerte tirón.  Daniel estrelló su cerrado puño contra esos labios que yo acababa de besar y, de hecho, hizo trastabillar al joven, quien, no obstante y con gran esfuerzo, logró a duras penas mantenerse en pie para luego contraatacar con un potente puñetazo en plena mandíbula de Daniel, quien sí cayó de espaldas contra la acera.  Alrededor, la gente de la parada se abrió como formando un abanico y, lejos de intervenir o de separar, miraban la escena con estupor; había incluso un par de hombres entre ellos pero mantuvieron idéntica actitud pasiva que las mujeres, tal vez superados por la sorpresa del momento.

Miré a Daniel, sentado en el piso: sus ojos estaban inyectados en rabia y era una fiera salvaje a punto de saltar de un momento a otro; definitivamente, yo no había conseguido el efecto que buscaba: no se la había tomado conmigo sino con el pobre muchacho, quien, sin comerla ni beberla, se hallaba súbitamente envuelto en una escena de celos conyugal.  El joven, sin embargo, parecía haber superado su sorpresa inicial y, ahora, aguardaba con los puños cerrados a que Daniel se incorporase; éste ya había comenzado a hacerlo cuando, de pronto, una estruendosa bocina sonó en el lugar: el colectivo había llegado y, desde arriba del mismo, el chofer instaba a Daniel a mover su auto de la parada que ocupaba; el resto de los pasajeros, por supuesto, aplastaban sus narices contra las ventanillas atentos a la inesperada escena de pugilato callejero con la que se habían topado.  Daniel miró al colectivero; luego, con odio, al joven y, finalmente, a mí: sin decir palabra, se dirigió hacia el auto para sacarlo de la parada.  Mientras yo subía al colectivo, llegué a escuchar que me gritaba algo, pero yo ya no lograba entenderle… o bien no quería.  En cuanto al jovencito, y como era de esperar, no pude quitármelo de encima en todo el trayecto pues, claro, creyó ilusamente que mi avance hacia él había sido auténtico o, dicho de otra forma, que se le había dado y que esa noche iba a cogerme.  Con seca amabilidad y palabras parcamente esquivas, respondí a sus preguntas hasta  que, finalmente y para su decepción, bajé en la parada a dos cuadras de la casa de Luis sin siquiera haberle dado un número de teléfono…

CONTINUARÁ