La fábrica (20)
Los episodios posteriores al casamiento también deparan nuevas sorpresas a Soledad; y lo que se suponía que debería haber sido una noche de bodas termina llena de circunstancias insospechadas
“Es… ¡ese sereno de mierda! – rugió Daniel con el rostro desencajado para, automáticamente, girarse hacia mí -. ¡El degenerado que te miraba a la salida de la fábrica! ¡Yo sabía que algo había!”
Yo no conseguía aún salir de mi sorpresa. Se terminaba de confirmar que, en efecto, era Milo el sujeto a quien yo había visto escondido tras un árbol. Y seguramente, además, habría estado espiando no durante uno sino durante varios días; mi cabeza le dio rápidamente vueltas al asunto y no fue difícil llegar a la conclusión de que, cuando llegamos, debió haber estado apostado en la puerta de casa y entrado presurosamente al escuchar mis gritos: después de todo, Daniel no había cerrado la puerta y era de pensar que sus padres tampoco lo habrían hecho.
Durante algún instante fugaz me miró; no supe interpretar la expresión en sus ojos había piedad por mí o algo más; y, a la vez, la suya era una mirada terriblemente infantil, llena de ingenuidad y sin maldad alguna. Al igual que aquella tarde en la fábrica cuando un obrero intentó violarme, él acababa de acudir presto a auxiliarme al considerarme en dificultades. Cuán paradójico resultaba, ahora más que nunca, pensar que ese mismo sujeto que dos veces me había socorrido en tan incómodos trances, era también el que me había violado sobre el mantel de la improvisada mesa en aquella fatídica noche de mi despedida. Definitivamente, quedaba claro que, en su mente, él no creyó, esa vez estar haciendo nada malo. Más aún: quizás hasta pensó que yo lo disfrutaba…
Daniel le arrojó un violento manotazo que impactó contra su rostro pero pareció no hacerle mella; en todo caso retrocedió un paso pero se mantuvo en actitud desafiante: la impresión era que no quería dejarme sola en medio de lo que a sus ojos, serían tres monstruos del averno. No sin algo de culpa, entendí que ése era mi momento de escapar; saqué fuerzas de donde no las tenía para deslizarme fuera de la cama ya que me dolía absolutamente todo por la azotaina recibida. Con sigilo pero a la vez con prisa, pasé junto al cuarteto en lucha en busca de la puerta, pero no llegué a alcanzarla: un violento tirón en mis cabellos me detuvo.
“¿Adónde vas, puta de mierda?”
Las ofensivas palabras, pronunciadas casi entre dientes, provenían, por supuesto, de la madre de Daniel, que era, desde luego, quien, tomándome por los cabellos, jalaba de mí hasta, finalmente, hacerme perder el equilibrio y caer de rodillas sobre el parquet. Su esposo y su hijo, entretanto, estaban muy entretenidos en tratar de golpear y echar de allí a Milo, situación que la hizo a ella, en apariencia, sentirse libre de reiniciar el castigo sin interferencias. No supe en qué momento había recuperado el cinturón de su marido, pero lo cierto fue que, de inmediato, los golpes recomenzaron cayendo sobre mis hombros. En un acto reflejo intenté hacerme un ovillo para cubrirme pero ella se encargó de jalar de mis cabellos nuevamente, obligándome así a alzar mi cabeza. Entreabriendo mis ojos, vi su rostro frente a mí y sentí que veía al diablo mismo: me remitió a la imagen de Evelyn durante la despedida pero la diferencia era que esta mujer no se divertía con lo que hacía sino que lo suyo era sólo brutalidad, violencia, odio visceral e irracional; todo su rostro se contraía en un rictus de furia y no necesitaba, por cierto, ningún disfraz de diabla para verse como tal. Con desprecio, escupió contra mi rostro y reinició, de inmediato, los golpes, haciendo ahora caer el cinturón sobre mis desnudas tetas. Mis alaridos de dolor, estoy segura, se escucharon en todo el barrio y también, por fortuna para mí, pusieron en alerta una vez más a Milo, quien, abriéndose paso por entre Daniel y su padre, empujó a ambos hasta hacerles caer y llegó junto a mí. Volvió a capturar el cinto en uno de los tantos momentos en que la mujerona lo elevaba para dejarlo caer sin piedad sobre mí y, al momento en que ella se giraba hacia él con ojos inyectados en furia, Milo, con fuerza, la empujó hacia un costado haciéndola caer aparatosamente.
Con una fuerza que resultaba inusitada en alguien de aspecto tan enclenque y desgarbado, me alzó en vilo y me echó sobre su hombro, con lo cual mi cabellera quedó pendiendo por sobre su espalda y trasero. Mientras los desesperados gritos de Daniel hendían el aire, Milo echó a correr llevándome como a un peso muerto y, con gran prisa y agilidad, dejó atrás el corredor y la sala de estar hasta llegar a la calle. Mi cabeza se bamboleaba para todos lados y mi vista no podía fijar nada pero, aun así, alcancé a ver a algunos vecinos que, con ojos desorbitados, nos miraban desde las ventanas.
Pronto estuvimos lejos de allí; Milo atravesó un par de terrenos baldíos y hasta saltó un par de obstáculos conmigo encima. Giramos tantas veces que se me hizo imposible determinar por dónde íbamos mientras, a lo lejos, creía escuchar las sirenas de la policía, de lo cual inferí que Daniel debía haberlos llamado; qué ironía: ¿para denunciar qué? Las marcas sobre mi cuerpo y los gritos oídos por los vecinos mal podían ayudarle en caso de que él o sus padres pretendieran denunciar un rapto. Finalmente Milo me depositó en el piso junto al cordón de la acera en una calle muy oscura. Una vez que me dejó allí, me mantuvo la mirada durante unos instantes sin que yo supiera realmente qué hacer: quería decirle “gracias”, pero la conmoción y el dolor que sentía eran tan grandes que nada salió de mi garganta. Las sirenas sonaban: podía oírlas. Su rostro experimentó de repente una premura aún mayor: se giró y echó a correr; no tardó mucho en desaparecer, mientras yo, en mi interior, rogaba para que no lo encontrasen…
Permanecí un rato allí, desnuda y arrebujada; eran tantas y tan distintas las emociones vividas en tan poco tiempo que no lograba poner en orden mi cabeza. Finalmente me incorporé y me decidí a caminar aunque sin saber bien hacia dónde: la noche, ahora, estaba algo fresca y experimenté un escalofrío en mi completa desnudez.
No podía ir a la casa en que vivía antes porque ya había rescindido el contrato; tampoco podía ir a casa de mis padres y presentarme de ese modo; además, ellos habían estado en la fiesta y vaya a saber en qué estado de conmoción estarían ante las noticias que habrían oído correr de boca en boca. Hasta sentí un súbito impulso por llamarles pero, claro, no tenía teléfono encima y, de hecho, me vino a la cabeza el recuerdo de mi celular estrellándose contra el piso del baño de damas y separándose en varias partes. Caminé un par de calles igualmente oscuras y, por suerte, no me crucé con nadie; la luz de la luna iluminaba mis pechos e incluso hacía visibles las marcas de los golpes que jalonaban mi cuerpo casi como si fueran tatuajes. Me detuve en una esquina; miré a todas partes tratando de ubicarme: ¡Dios! ¿Adónde ir?
En eso, sentí el sonido de un motor y me sobresalté. Al levantar la vista, me vi iluminada por los faros de un auto que se acercaba y tuve el reflejo de intentar huir: no era para menos; me hallaba desnuda, desprotegida y aterrada. Cuando ya me aprontaba a alejarme, alguien descendió del auto: poco más que un adolescente.
“¡Ah bueno! – gritó -. Mirá con lo que nos encontramos”
Otro que tendría su misma edad bajó del lado del conductor y en ese momento me pregunté, con terror, cuántos habría dentro del auto al cual ahora podía reconocer como un viejo Chevy blanco. El segundo en descender, pareció comportarse algo más gentilmente o, al menos, más alarmado ante la escena de encontrar una mujer desnuda en una calle oscura; se me acercó y yo tendí, mecánicamente, a recular aun cuando no parecía él mostrar intenciones agresivas.
“¿Qué… estás haciendo así? ¿Te pasó algo?” – preguntó, con el rostro visiblemente turbado.
“Todavía no le pasó pero le va a pasar ahora” – carcajeó el anterior, quien, por cierto, no parecía saber de sutilezas ni vacilaba en esconder sus intenciones para conmigo. Su amigo, por suerte, pareció obviar el comentario:
“¿Te pasó algo? – repitió, mientras me tendía una mano de manera amistosa que yo, sin embargo, me mostraba renuente a aceptar.
Estaba muda, de brazos cruzados para cubrir mis expuestos pechos; ni una palabra conseguía salir de mi boca.
“Es una puta… - dijo el primero, como haciendo gala de sobrar la situación -. Está trabajando, ¿no te das cuenta?”
“No, pajero… Las putas trabajan con poca ropa, no desnudas… Y además… está golpeada, ¿no te das cuenta?”
Recién entonces el más guarrito de ambos pareció recalar en las marcas que cubrían mi cuerpo y su rostro, por primera vez, acusó recibo y se tiñó de turbación. Nerviosamente, miró hacia todos lados como si buscara al supuesto autor de la agresión en mi contra. Ya no lucía el aire de suficiencia que exhibiera segundos antes.
“¿Qué te hicieron?” – volvió a preguntarme el otro joven, quien, desde que descendiera del vehículo, había mostrado una actitud solidaria y servicial.
No llegué a decir nada… No supe de dónde salieron ni por dónde vinieron pero, justo en ese momento, tres oficiales de policía surgieron de la oscuridad misma como escupidos por la noche y dieron la voz de alto. Uno de ellos era mujer y los otros dos hombres. El joven que intentaba ayudarme se mostró aturdido; miró hacia todos lados sin entender demasiado e incluso clavó sus ojos durante unos instantes en mí, no sé si buscando alguna respuesta a lo que ocurría o bien implorándome que dijera algo en su defensa. El otro, el más guarrito, parecía ahora otra persona: temblaba como una hoja y no quedaba ni por asomo vestigio alguno de la seguridad de machito que pretendía lucir minutos antes.
“¡Al piso! ¡Al piso!” – no cesaban de repetir los policías al tiempo que, sin dejar de encañonarlos, empujaban a los muchachos hasta, prácticamente, hacerles caer de bruces. Una vez que los tuvieron en el piso tal como querían, les hicieron poner las manos a la espalda y se dedicaron a esposarlos. Qué extraña puede ser la mente: me vinieron a la cabeza mi despedida de soltera y las esposas que, en aquella oportunidad, me colocara Rocío. Peor aún: tengo que admitir que, en ese momento, el recordarlo me excitó, lo cual venía a demostrar claramente que mi mente ya no era la misma y que todo en mí estaba totalmente trastocado. Viendo a los jóvenes esposados en el piso y boca abajo, creo que hasta se me escapó una ligera, sádica e incomprensible sonrisa: como si una de las tantas Soledades que luchaban en mi interior pugnara por salir para enrostrarme que yo, en definitiva, era ahora un monstruo…
“¡No hicimos nada! – aullaba desesperado el joven que un rato antes tratara de auxiliarme -. ¡Pregúntenle a ella! ¡No hicimos nada, la puta madre!”
Los oficiales que los retenían contra el piso, por supuesto, hacían caso omiso de sus palabras; sólo le conminaban a silencio e inclusive llegué a ver que le aplicaron un puntapié en las costillas. El otro joven, en tanto, no decía ya palabra alguna sino que, simplemente, había roto en llanto: era un típico adolescente al cual, de pronto, le habían arrebatado su aparente seguridad; de haber dicho algo, muy posiblemente, hubiera llamado a su mamá. Ambos esperaban, seguramente, que yo dijera algo en su favor pero, no me pregunten por qué, las palabras seguían sin salir de mi boca. Los policías tampoco me preguntaron absolutamente nada excepto si estaba bien, a lo cual respondí apenas con un asentimiento de cabeza. Parecían dar por sentado que esos jóvenes que tenían en el piso eran los responsables de mi “frustrado secuestro”e, incluso, así lo manifestó uno de ellos al dar aviso a sus colegas a través del “Handy”:
“Hola, ¿me copia? Ya los tenemos. Son dos: había un cómplice, posiblemente un entregador” – le escuché decir, con tono ufano.
La oficial me cubrió con algo que no llegué a determinar qué era mientras los otros dos se encargaban de alzar del piso a ambos jóvenes para, esposados, conducirlos seguramente en dirección a algún patrullero cercano. La escena estaba bastante clara: luego de lo ocurrido en la casa y de haber recibido alguna denuncia telefónica, la policía había salido a buscar un secuestrador y tal vez violador… Y lo habían encontrado; más aún: habían dado con dos. ¿Por qué, en ese momento, no hablé? ¿Por qué no les dije a los oficiales que ninguno de esos muchachos era el supuesto raptor a quien estaban buscando? Creo que la respuesta era simple: consciente o inconscientemente, yo quería que dejaran de rastrear a Milo; cuanto más la policía creyera tener a los secuestradores en sus manos, más distancia podría él poner con el lugar de los hechos. En todo caso, ya habría tiempo luego para aclarar la situación de los dos jóvenes detenidos; de momento, me mantendría callada.
Un ulular de sirenas cortó el aire en las cercanías e, inmediatamente, un par de patrulleros giraron a la esquina. Vi cómo llevaron a los dos jóvenes esposados en dirección a los mismos y, un instante después, subían al más guarrito de ambos en uno de los vehículos; el muchachito no paraba de llorar. Luego llevaron al restante hacia otro patrullero y no pudo sino producirme culpa el oír, a último momento, su grito desesperado:
“¡No hicimos nada! ¡Dígaselo, por favor! ¡Dígaselo!”
Aunque culposa, me mantuve firme en mi silencio y sólo atiné a ver cómo uno de los efectivos policiales le aplicaba un ligero golpe en la nuca conminándole a ingresar al vehículo de una vez por todas. Un instante después, el mismo se ponía en marcha y tuve una fugaz imagen de los desesperados rostros de los dos muchachos.
Ahora sí, y como no podía ser de otra manera, varios vecinos se habían arracimado alrededor para curiosear; por fortuna, nadie me reconoció o, al menos, eso creo: estábamos, según creía, a unas cuantas calles de la casa de Daniel y, por lo tanto, era lógico que así fuese. La oficial de policía, tratándome casi maternalmente, me tomó por los hombros y me condujo hacia un tercer patrullero. Instantes después, me hallaba en una comisaría…
No insistieron demasiado en interrogarme, al menos en un primer momento; parecían más bien a la espera de que yo me calmase y, luego, desembuchase por mi cuenta los detalles de lo ocurrido. Me dieron un café asquerosamente aguado y un abrigo para cubrirme que era, en realidad, uno de esos impermeables que les dan a los efectivos policiales para los días de lluvia. Poco a poco me fui relajando…y en ese momento llegó Daniel.
Lo miré. Lucía asustado; se notaba que había sido víctima de un largo rato de ansiedad al no tener noticias mías. Me pregunté en ese momento si se preocuparía realmente por mí o por lo que pudiese haber dicho. De cualquier forma, no se mezclaron los tantos: no me abrazó ni me dio un beso; simplemente se mantuvo de pie frente a mí:
“¿Es… tás bien?” – preguntó, tartamudeando.
“Fuera de los golpes que tu madre me dio con ese cinturón… Hmm, sí, estoy bien” – respondí, irónicamente.
“Yo… lo siento – dijo, moviendo la cabeza hacia ambos lados -. No…”
“No parecías sentirlo cuando entre vos y tu papi me tomaron por las muñecas y los tobillos” – repliqué.
“Es que… no te portaste bien, Sole – dijo él, ensayando una apología de su madre; su rostro se transfiguraba cuando el asunto consistía en defenderla o, lo que era lo mismo, cuando consideraba que alguien la estaba atacando -. Vos… te lo ganaste de alguna forma”
“¿De alguna forma?”
“Sí. No tengo que recordarte tu comportamiento en esa fiesta” – respondió con repentina sequedad.
Pensativa, asentí varias veces.
“Sí – concedí -; quizás tengas razón. Quizás me lo tenía merecido. Quizás tu madre hizo lo que correspondía; lo admito: no me porté bien. Pero… en fin, ya está”
“¿Q… qué es lo que ya está?”
“Se terminó. Ya está”
“¿De… qué estás hablando?” – preguntó, visiblemente confundido.
“Nuestro matrimonio, idiota. Va a quedar en el libro Guiness como el de más corta duración en la historia”
Agitó la cabeza, estupefacto.
“¿Estás… hablando en serio?”
“No, pelotudo, estoy hablando en joda. ¡Más vale que hablo en serio!”
Permaneció mirándome durante algún rato en silencio; todo su rostro era incomprensión.
“Sole… - balbuceó -; yo… vine aquí para buscarte. Vamos a casa, por favor”
Definitivamente, él no podía creer lo que oía de mí y yo tampoco lo que oía de él.
“Perdón, Daniel, pero ahora la pregunta te la hago yo: ¿me estás hablando en serio?”
“Por supuesto que sí”
Lancé una carcajada y escondí el rostro entre mis manos.
“Daniel – dije -: rebobinemos un poquito: vos me fuiste infiel, yo también lo fui con vos; mucho más, por cierto, y lo admito…”
“Lo… hiciste sólo por bronca, Sole. Te enteraste de lo mío con Flori y…”
“¡No, boludo! ¡Lo fui antes de que ocurriera eso! ¡Y varias veces! ¿Cuándo te vas a enterar?”
Daniel se sintió fuertemente sacudido; hasta trastabilló: la incomprensión seguía haciendo presa de su rostro y su incredulidad no encontraba techo.
“No… - dijo, quedamente -; me estás diciendo eso sólo para que me vaya y…”
“Me cogió un cliente llamado Inchausti. No sólo me cogió; hizo conmigo lo que quiso…”
“Sole, por favor, basta con eso. Vamos a casa…”
“Me cogió un stripper en la noche de la despedida. Por la concha y por el culo…”
“Sole… ¡Basta!”
El tono y contenido de la charla, como no podía ser de otra manera, habían captado la atención en la comisaría. Desde uno de los escritorios, un efectivo paró, claramente, la oreja y miró de soslayo hacia nosotros. Algo más lejos, una mujer policía que buscaba yerba, hizo exactamente lo mismo.
“También Luciano, el hijo de Di Leo, me la dio por el culo – continué yo, sin la más mínima piedad -. Y no sabés lo bien que me lo hizo…”
“¡Sole!”
“En cuanto a Hugo y Luis, sí, me cogieron por primera vez anoche, en el baño de damas del salón de fiestas, pero, bueno, je… ya antes yo les tuve que chupar la pija, lamer el culo…”
Daniel me cruzó el rostro con una bofetada; un momento de tensión se creó en la dependencia policial y fue inevitable que los oficiales que estaban cerca asumieran una postura alerta con gesto de preocupación. Yo, sin embargo, les hice seña de que no había problema, de que estaba todo bien… Daniel sollozaba: no sé bien si por la culpa por haberme golpeado o por cobrar súbita conciencia de que cada una de las cosas que yo le había mencionado eran ni más ni menos que pura realidad. Traté de calmarme un poco y bajar el tono para seguir hablando:
“¿Y a vos? ¿Qué te dio por cogerte a Floriana?”
“Sole… - balbuceó mientras lloraba como un chiquillo -; vos… no me estabas dando ni pelota, ¿necesito recordártelo? Yo te iba a visitar y… nunca nada: ya no querías tener sexo conmigo. ¿Qué podía hacer?...”
Asentí con tristeza. Tenía sentido. Y tenía razón.
“¿Y por qué, simplemente, no me dejaste?” – pregunté, encogiéndome de hombros.
“¿Por qué no lo hiciste vos?” – me repreguntó.
Un profundo silencio se apoderó del lugar al haberse cruzado dos preguntas que no tenían respuesta. No volaba una mosca porque, de hecho, los oficiales de policía que rondaban por ahí estaban en silencio, a la espera, seguramente, de volver a pescar detalles jugosos en la conversación.
Al no tener respuesta ni mi pregunta ni la de Daniel, fue casi natural que la charla acabase desviándose hacia otro lado:
“Mañana seguramente tendremos que ir a la ronda de presos para reconocer al sereno. Había también, un socio, por lo que dicen…”
Solté una risita.
“No vas a reconocer una mierda – le espeté -; no tienen al sereno”
Daniel frunció el entrecejo y arrugó su rostro por completo:
“¿Qué… estás diciendo? Supe que lo atraparon… y que había otro más”
“No sabés un carajo – le repliqué -. Lo que, en todo caso, te habrán dicho es que atraparon a alguien. ¿Era el sereno? ¿Vos lo viste?”
Daniel me miraba perplejo, sin comprender.
“Eran sólo dos nenes que pararon para ayudarme – le expliqué -; bueno, uno al menos: el otro parecía tener sólo interés en cogerme, aunque después se quebró…”
“Sole… ¿qué estás diciendo? El que entró en casa era el sereno de la fábrica. ¡Lo conozco bien! Le vi la cara mil veces cuando te miraba con esos ojos de hambre a la salida de la fábrica”
“El que entró en la casa era el sereno – le concedí -; estamos de acuerdo, pero no es ninguno de los que atraparon”
Daniel se vio invadido por una súbita prisa; echó un vistazo en derredor, seguramente con el objeto de encontrar a alguien responsable a quien poner al tanto de las nuevas.
“¿Qué vas a hacer?” – le pregunté.
“¡Ponerlos en aviso de esto, desde ya! – exclamó -. Sole… ¿cómo no fuiste capaz de decir nada? Quién sabe ahora por dónde pueda estar ese degenerado…”
“¿Lo vas a denunciar?”
Me miró, perplejo.
“Sole: ni siquiera hace falta una denuncia contra él. Ese tipo entró en un domicilio ajeno y te raptó; ahora está prófugo. ¿Es que hace falta algo más? Sinceramente no te entiendo…
“¿Me secuestró o me rescató?” – objeté, con un marcado deje de sarcasmo.
Daniel acusó recibo del golpe. Su rostro se turbó, tragó saliva y se mordió el labio inferior.
“Daniel; a mí me parece que lo mejor va a ser retirar los cargos…” – dije.
“¿Estás loca? – aulló -. ¡Hubo un secuestro!”
“Está bien, te lo concedo como secuestro si insistís, pero no pienso reconocer al posible secuestrador… Y sería mejor que vos hicieras lo mismo, en caso de que lo atrapen, desde luego. Hasta ahora sólo tienen a dos pobres perejiles”
“Pero…”
“¿Querés declarar acerca de esto?” – pregunté abriendo el impermeable y mostrando mi cuerpo desnudo y cubierto de marcas.
El rostro de Daniel se tiñó de espanto, no tanto por la imagen de mi cuerpo lacerado sino por el contexto de la escena. Desesperado, miró hacia todos lados y comprobó que, en efecto y como no podía ser de otra manera, varios policías clavaban sus ojos en mí aun cuando trataran, muy mal, de disimularlo..
“Sole… - dijo Daniel por lo bajo y entre dientes -. ¡Cubrite, por favor! Te lo pido”
“Como quieras – dije, cerrando el impermeable nuevamente -, pero no creo que ni a vos ni a tus padres les convenga seguir con este asunto del secuestro. Va a haber que hablar de muchas cosas y dar muchas explicaciones: estas marcas, por ejemplo… o los gritos que escucharon prácticamente todos los vecinos”
“Yo no te golpeé – protestó Daniel, siempre en voz baja -; bueno, en todo caso… sólo un par de bofetadas pero…”
“Fue tu madre, es cierto, pero vos y tu papi fueron claramente cómplices. Daniel, sé sensato. Si esto termina en tribunales, Milo va a estar en problemas, pero creeme que ustedes también: y hasta creo que más porque, como te dije, no pienso reconocerlo a él como secuestrador”
Crispando los puños con impotencia, hervía de rabia e incomprensión; no hacía más que sacudir su cabeza.
“Sole… - balbuceó -; no… te reconozco: no sos vos”
“Yo tampoco me reconozco – convine – pero, volviendo al tema, te diría que no te conviene seguir ninguna causa. Va a significar un dolor de cabeza para vos y tus papis”
Definitivamente, algo había aprendido en el tiempo que llevaba trabajando en la fábrica; al menos ya tenía claro cómo manejar los baches y vericuetos legales ya que de tales armas se habían valido allí, no una sino dos veces, para disuadirme de llevar las cosas a la justicia. No dejaba de ser paradójico, de todas formas, que yo estuviera utilizando esas mismas armas para proteger a alguien que, en definitiva, me había violado. Qué loco y cambiante puede ser todo…
Daniel pareció estar a punto de ensayar una nueva protesta pero no llegó a hacerlo; un oficial se asomó por detrás de él y me habló:
“Señorita, hay un tal Luis que quiere verla; dice que trabaja en el mismo lugar que usted. ¿Desea hablar con él?”
Daniel me miró con odio; parecía a punto de estallar. Era lógico cuando ya sabía que Luis me había cogido en el baño de damas durante la fiesta.
“Sí, está bien… - respondí -. Es… mi jefe”
Era una verdad a medias desde ya, pero suficiente para herir a Daniel pues aún estaba muy fresco lo ocurrido y aun cuando no lo estuviese, difícil era pensar que tal herida se le fuera a borrar de por vida. Sin decir palabra, me dirigió una penetrante mirada de recriminación y se marchó. Un instante después Luis se hacía presente en el lugar; me pregunté en ese momento si se habrían cruzado y, de ser así, cómo se habrían mirado a los ojos. Luis se sentó frente a mí y, curiosamente, lo primero que hizo no fue preguntar por mi salud sino extender hacía mí su mano derecha, en la que pude reconocer mi teléfono celular.
“Junté las partes desparramadas por el piso del baño y lo rearmé – explicó -; sigue funcionando, se lo puedo asegurar. Y… tranquila: no miré el buzón de mensajes ”
Guiñó un ojo tras su comentario. Tomé el celular y agradecí con la cabeza. Recién entonces me preguntó cómo estaba pero no pasó de eso: no preguntó nada acerca de lo ocurrido; era como que ya estaba al tanto de todo. Me quedé mirando mi teléfono.
“No sé a quién llamar – dije, con tristeza -. ¿A Floriana tal vez? ¿Cómo irá a tomar que yo la llame?”
Luis hizo gesto de no entender demasiado y era lógico: no tenía por qué estar al tanto de lo ocurrido entre Flori y Daniel. Aun así, ofreció su hospitalidad:
“Puede venir a casa por esta noche si usted quiere, Soledad, o… por los días que necesite. Está Tatiana”
Los ojos se me encendieron apenas nombró a su blonda novia, cosa que él, obviamente, esperaba que ocurriese apenas la mencionara, pero… ¿ir a su casa? Y, por otra parte: ¿me quedaba otra alternativa? Con Daniel no podía volver y llamar a Flori era un delirio.
“Está bien – dije, con una ligera sonrisa -; se lo… agradezco muchísimo”
Luis se fue y al rato regresó trayéndome ropa que, por supuesto, era de Tatiana, lo cual hizo que ponérmela fuera casi una experiencia sensorial: ella impregnaba de sensualidad todo lo que tocaba o usaba. Me vestí como pude, pues no había parte del cuerpo que no me doliera cuando intentaba ponerme una prenda. Era casi una locura no hacer la denuncia por semejante agresión pero yo sabía que ése era el as de espadas que tenía a mi favor y que debía, de momento, mantener guardado para el caso de que Daniel o sus padres intentaran continuar adelante con la causa del secuestro.
Una vez que estuve lista, intenté marcharme, pero en la comisaría insistieron en que no me fuera sin antes ello haberme tomado una declaración. Aduje que estaba cansada y con mi cabeza en desorden, pero insistieron en que necesitaban esa declaración ya que tenían dos personas detenidas cuyo arresto un juez debía justificar de alguna manera. Por lo pronto, los dos jóvenes estaban desarmados y ello implicaba que el delito era excarcelable: un buen abogado podría tenerlos al otro día en libertad al menos hasta llegado el día del juicio. Aun así, me mantuve firme en mi postura de no declarar por el momento; lo aceptaron pero me obligaron a hablar antes con una psicóloga o algo por el estilo. Ella me hizo algunas preguntas de rigor y terminó firmando un informe en el cual decía que yo me hallaba bajo estado de shock emocional e imposibilitada de declarar ese día: parecía querer sacarse un trámite de encima pero, aun así, me preguntó acerca de las marcas en mi cuerpo de las que seguramente le habrían puesto al tanto los efectivos policiales que las habían visto. No le dije nada y volví a insistir en que no me sentía bien, cosa que ella aceptó pero no se privó de darme un discurso acerca de la cantidad de mujeres que, por miedo, no denuncian a sus secuestradores… o a sus maridos golpeadores. Insistió también en que viera a un médico antes de irme pero, una vez más, me rehusé. Lo que buscaban, claro, era tener aval legal. Me citaron para el lunes en la mañana, no sin antes enfatizarme, como un medio de presión, que para ese entonces los detenidos bien podían estar libres.
Ya con el sol bastante alto en el cielo, Luis me acompañó a su auto. Y así fue cómo terminé conociendo su casa; era cómoda y bastante amplia pero la había imaginado mucho más lujosa, no sé por qué: seguramente porque ése es el estereotipo que uno tiene siempre de su jefe… o de su casi jefe, como era el caso de Luis. Tatiana estaba allí y eso fue para mí no sólo una gran alegría sino también un alivio, ya que me atendió con paciencia de madre: preocupada al verme tan dolorida, me desnudó y su rostro se tiñó de espanto al ver las marcas. Luis preguntó algo al respecto pero le contesté con evasivas como que no recordaba nada por el alcohol.
“¿Fue Milo quien entró en la casa y la cargó al hombro? – preguntó luego, de sopetón.
Lo miré, haciéndome la tonta. Evidentemente, los rumores habían corrido y ya había llegado a sus oídos que el ex sereno de la fábrica había sido reconocido por Daniel como el “agresor”. Me inquietó la posibilidad de que mi marido estuviera faltando al compromiso de no hablar, pero la realidad era que él no se había comprometido de palabra a nada. En ese caso, no me quedaría más remedio que ir a la justicia a mostrar mis marcas y a denunciar el perverso ritual de flagelación que sus padres y él habían llevado a cabo en mi contra.
“No… - respondí, negando con la cabeza -, no recuerdo casi nada a decir verdad pero… no: estoy segura de no haberlo visto en ningún momento; lo recordaría. ¿Por qué pregunta eso, Luis?”
Se encogió de hombros y sacudió la cabeza con desdén.
“Por nada. Fue sólo algo oído por allí al pasar”
No insistió en el asunto de Milo y me quedé pensando acerca de eso: cabía la posibilidad de que Daniel hubiera boqueado antes de tener su charla conmigo o, incluso, que no hubiera sido él sino sus padres ya que, si bien no conocían a Milo, sí habían escuchado a su hijo decir que era “ese sereno degenerado”.
“¿Y esas marcas de dónde salieron?” – preguntó Luis, señalando hacia mi desnudo cuerpo, lo cual me hizo ruborizar y atiné, algo absurdamente, a cubrirme instintivamente con las manos.
Yo no sabía qué decir. No tenía forma de inventar excusas y mi imaginación era bien poca en ese momento.
“No… lo recuerdo – dije -. No sé qué pasó: estaba muy borracha y…”
“Soledad – me interrumpió Luis, asumiendo un tono algo paternal -, no tenga miedo ni busque cubrir a nadie porque el que le hizo eso tiene que pagarlo. ¿Fue la misma persona que la secuestró? ¿O es una de las perversiones ocultas de su flamante esposo? En cualquiera de los dos casos no deje de decírmelo: tenga por seguro que tengo contactos y conozco gente que puede encargarse del responsable de eso en cuestión de horas. Y no le quepa duda de que son tipos que saben hacer su trabajo: jamás encontrarán el cuerpo”
La sola idea me produjo un escozor que me recorrió de la cabeza a los pies. Aún más nerviosa que antes, volví a negar con la cabeza:
“S… señor Luis, se lo ruego… No quiero hablar ahora de eso” – musité.
“Como quiera – aceptó él -: sólo piénselo y hágamelo saber si cambiara de opinión”
Tatiana me tomó por los hombros y me besó en el cuello, lo cual provocó en mí un nuevo escozor pero totalmente diferente al que había experimentado un instante antes. La imponente rubia se alejó por un momento y, cuando regresó, lo hizo con un pomo de alguna crema que, instantes después, se dedicó a masajear sobre cada marca en mi cuerpo. Demás está decir que lo hizo con esa lasciva suavidad a que me tenía acostumbrada y fue, desde ya, un éxtasis aparte el entregarme a sus manos. Luis se echó en un sillón y colocó sus pies sobre una mesa ratona; asumió, como no podía ser de otro modo, la postura del espectador que no estaba dispuesto a perderse el más mínimo detalle de un espectáculo que era, a todas luces, placentero a sus sentidos.
“Señor Luis – dije, al cabo de un momento con cierto pesar en mi voz -. No… vamos a poder hacer lo que habíamos hablado”
Alzó las cejas y me miró con gesto interrogativo.
“Lo del puesto… en la fábrica – amplié -. Ya estoy al tanto de que la chica que se va es Flori”
“Sí, una lástima – se lamentó -; una chica muy capaz y muy responsable: se va a extrañar. No sé bien qué le pasó: no me dio demasiadas explicaciones; simplemente me presentó la renuncia”
Bajé la vista y me aclaré la voz. Pensé en explicarle a Luis lo ocurrido entre ella y Daniel pero descarté la idea de inmediato; no tenía demasiado sentido y, en definitiva, escapaba a la cuestión principal.
“El tema es que yo… - dije – no puedo reemplazar a Flori; me… sentiría muy mal. A cualquier otra sí, pero no a ella”
“Lo entiendo – convino Luis -; es su amiga y debe generarle culpa, pero… para aliviarle un poco de esa carga, le recuerdo que ella renunció: nadie la despidió”
“Lo sé, pero… de todas formas no puedo”
Evité dar más explicaciones pero yo bien sabía que la renuncia de Flori era más que sólo eso. Luis se me quedó mirando; se dio cuenta de que ese día yo estaba más parca que nunca.
“Está bien – aceptó, con gesto resignado -: es una pena porque contaba con eso, pero… en fin: se va a respetar su decisión, Soledad”
Mientras Tatiana seguía haciendo su delicado trabajo sobre mi cuerpo, miré mi celular. Tenía en el buzón montones de mensajes de texto de mis padres, así que los llamé para tranquilizarlos: a mi madre se la escuchaba alterada, nerviosa, pues ya estaba al tanto de lo ocurrido en casa de Daniel. Preguntaba en dónde me hallaba y quería verme por todo y por todo; la calmé como mejor pude y le insistí en que no había ocurrido nada grave, que todo era producto de la imaginación y la exageración. No sé si la convencí del todo, pero lo cierto era que yo no podía dejar que me viera en ese estado.
También me llamó Daniel; no sé por qué suponía que yo tendría el celular encima ya que la última vez me había visto sin ropa y sólo con un impermeable, pero lo cierto fue que me llamó… y no contesté. No era difícil saber qué le ocurría ni por qué me llamaba; los hombres no son menos ciclotímicos que nosotras las mujeres sino que, en todo caso, se trata de una ciclotimia distinta que pasa del “te amo” al “te odio” y luego al “te amo” nuevamente con sorprendente rapidez. Seguramente ahora se arrepentía de haberse marchado de la comisaría al llegar Luis: Daniel me seguía queriendo; ésa era la realidad aun a pesar de que yo, en mi locura, había casi hecho todo lo posible para que dejara de hacerlo. Sin embargo: él todavía me amaba o, al menos, lo hacía de a ratos. De todas formas, tuve que dejar de prestar atención a mi celular cuando noté que la lengua de Tatiana, tersa, húmeda y sensual, se estaba ahora deslizando por encima de mis marcas. En efecto, al desviar la vista del teléfono pude comprobar que la despampanante rubia estaba ahora de rodillas junto a mí y no paraba de recorrerme con su roja lengua: era casi como si estuviera aplicando una segunda terapia o tratamiento por encima de la crema ya aplicada. La respiración se me volvió jadeante y, para mi sorpresa, me sentí excitada como si en las horas anteriores no hubiera pasado absolutamente nada. Cuando Tatiana me recorría, todo lo demás tendía a desaparecer: éramos ella y yo; era ella llevándome a su mundo, un mundo en el cual sólo imperaban los sentidos en su más pura esencia. No puedo describir la sensación de ser transportada a otro mundo que experimenté cuando su lengua se deslizó por sobre las marcas que tenía en las nalgas o cuando lo hizo sobre mis tetas. Por el rabillo del ojo, de todas formas, llegué a ver al depravado de Luis que, por supuesto, se estaba tocando…
Me dieron una cama en lo que parecía una habitación para huéspedes y, para mi alegría, Tatiana se quedó a dormir conmigo, según dijo, para cuidarme. Y así fue: dormimos una junto a la otra y, desde ya, no hubo sexo esa noche pues mi estado no estaba para eso, pero, aun así, me abrazó con delicadeza y me aplastó con suavidad contra su cuerpo, pecho contra pecho mientras sus piernas se enroscaban en torno a las mías en lo que terminaba por ser una sensual caricia para mi piel. El contacto, desde luego, me volvió a provocar excitación y, por alguna razón, yo veía a Tatiana como una especie de oasis en el cual, de alguna forma, me desligaba de los males vividos. Ella me besó infinidad de veces y nuestros labios se confundieron una y otra vez hasta que, finalmente, nos entregamos al sueño o, al menos, hasta que yo lo hice, pues el ajetreo y las circunstancias de la noche anterior me habían dejado completamente extenuada.
CONTINUARÁ