La fábrica (2)
Luego de su particular entrevista de trabajo, Soledad ha sido tomada en la fábrica. Su primer día de trabajo le hará conocer a algunos nuevos personajes allí dentro así como el grado de perversión al que pueden llegar...
Las semanas que mediaron entre mi entrevista y mi primer día de trabajo fueron una auténtica pesadilla. No lograba convivir con lo que había ocurrido y, menos aún, con el hecho de que tendría que volver allí y presentarme a trabajar diariamente. Yo estaba rara y Daniel lo notaba; busqué disimular todo cuanto pude pero era inevitable que, cada tanto, él me preguntara qué me pasaba.
“Nada… nada…- respondía yo esbozando la mejor sonrisa que podía -. S… supongo que son l… los nervios por el nuevo empleo…”
Ésa u otras semejantes eran mis típicas respuestas ante los planteos por parte de Daniel quien, por cierto, ya había empezado a trazar nuevamente planes para el casamiento y hasta estaba buscando nueva fecha. Traté de disuadirlo de no ir demasiado aprisa al respecto.
“No cuentes los porotos antes de cosecharlos, solía decir mi abuelo” – era, a menudo, mi respuesta.
En efecto, apunté sobre todo al hecho de que aún no se sabía qué tanta estabilidad tendría yo en el empleo: no había aún nada firmado ni ningún papel; sólo un compromiso de palabra. ¿Y si lo deshacían? Y aun considerando que finalmente quedase efectiva con todo en regla, cabía la posibilidad de que me despidieran antes de los noventa días sin siquiera derecho a una indemnización. Tales argumentos, por supuesto, eran los mejores a los que podía recurrir para sosegarlo un poco a Daniel en relación con los planes matrimoniales, pero la realidad más allá de mis palabras era que yo temía que llegado el día no me atreviera a presentarme o bien renunciara al poco tiempo tras comprobar, tal vez, que lo ocurrido en la oficina de Di Leo estaba lejos de ser un episodio aislado en ese lugar. Pero, claro, yo no le podía decir todo eso a Daniel; hacerlo sería ponerlo al tanto, explícita o implícitamente, de lo que había sucedido y, además, yo abrigaba la esperanza de conseguir algún otro empleo en los días que quedaban.
Busqué, denodadamente, de hecho: no paraba de hojear los clasificados del periódico y creo que llevé, en esos días, más carpetas de currículum que nunca, incluso más que las que había llevado en los meses posteriores a mi renuncia a mi empleo anterior. Pero nada: estuve a punto de tomar un trabajo en una estación de servicio como despachante de combustible; estaba bastante peor pago, eran más horas y además había que utilizar unas calzas terriblemente ajustadas. La única ventaja que encontré para argumentar ante Daniel era que estaba a pocas cuadras de casa, pero él descartó de inmediato la idea:
“Estás loca – me dijo -. ¿Dejar de lado un empleo como el que conseguiste sólo por el hecho de estar más cerca? Si es por eso, olvidate… Yo puedo llevarte todos los días en auto a la puerta e irte a buscar a la salida; mis horarios me lo permiten, así que no veo cuál podría ser el problema. Además… ¿trabajar con esas calzas tan obscenas? – el rostro se le contraía en una mueca de desagrado -. ¿Y sabiendo la fama que tiene el concesionario de esa estación de acosador? ¿De cogerse a las chicas que trabajan para él? ¡No, Sole! ¡Ni se te ocurra! Quedémonos con lo seguro y no te preocupes por la distancia… No es tanta, después de todo…”
Yo sólo tenía que tragar saliva y aceptar. ¿Cómo explicarle? ¿Cómo decirle que la fama que, según le habían dicho, tenía el titular de la estación de servicio, podía no ser nada comparada a la realidad que yo ya conocía acerca de quien en pocos días más sería mi nuevo jefe?
Un fin de semana cayó Floriana en casa. Del modo más sutil que pude le indagué acerca de Hugo Di Leo buscando que me dijera algo sobre su comportamiento habitual o su fama dentro de la fábrica.
“¡Ay, es un dulce” ¡Súper copado! – me decía ella -. Puede parecer un poco duro o exigente, pero es un divino, ya lo vas a conocer…”
Traté de escarbar con la vista dentro de los ojos de mi amiga para ver si no había también en ella algún deje de ironía o si no sería (menuda sorpresa en ese caso) cómplice de lo ocurrido. Sin embargo, me dio la impresión de que sus ojos sólo rezumaban franqueza y espontaneidad, que no había nada calculado u oculto. Pero entonces, ¿significaba eso que Floriana nunca había tenido, por ejemplo, que… mamarle la verga a su jefe tal como yo sí había tenido que hacerlo? Después de todo, ella estaba lejos de ser una chica bonita o atractiva. Cabía de ello sacar entonces tal vez la peor conclusión: que si Floriana tenía ese puesto era por eficiencia mientras que yo sólo lo había conseguido por una mamada de verga… Una vez más me sentí sucia e indigna…
Y llegó finalmente el día. Tenía aún más nervios que el día de la entrevista, lo cual no era extraño considerando el antecedente que había marcado la misma. Daniel, fiel a su estilo y a sus palabras, me llevó hasta la puerta y me despidió con un efusivo beso tras desearme suerte.
Fue Estela la encargada de recibirme una vez dentro de la fábrica. Me tomó por las manos y me besó en la mejilla felicitándome por mi llegada a la empresa. De modo casi maternal, me guió de la mano hasta el escritorio que yo iba a ocupar y, al hacerlo, tuve que pasar por entre los que ocupaban las demás. Una vez más, volví a detectar recelosas miradas de hielo pero la diferencia fue que esta vez algunas de ellas me saludaron con una sonrisa. Bien podía ser una vez más mi imaginación pero me pareció detectar un cierto sarcasmo en tal gesto; realidad o no, lo cierto era que estaban obligadas a aceptarme ya que a partir de ese día yo era su nueva compañera de trabajo. Estela me las iba presentando una a una a medida que avanzábamos por entre los escritorios:
“…Ella es Alejandra, ella Rocío, ella Evelyn, ella Milagros…”
Hice un leve asentimiento de cabeza hacia cada una en la medida en que me las presentaba y, finalmente, llegué al que iba a ser mi escritorio. Me produjo un cierto escozor el pensar que posiblemente hasta el día anterior estuviera allí sentada otra chica; por desgracia, tengo tendencia a la empatía en esos casos y me mortifica terriblemente ser la responsable de que otra persona se haya quedado sin trabajo. Traté de consolarme a mí misma pensando que, después de todo, no era necesariamente así: la empleada anterior, como ya me había dicho Floriana, había quedado afuera por errores graves en su trabajo, aunque al mismo tiempo no podía dejar de pensar… ¿Y si su más grave error hubiera sido no ceder ante Di Leo?
Floriana me arrancó de mis cavilaciones al levantarse de su lugar para abrazarme.
“¡Bienvenida a la fábrica! – exclamó con alegría -. ¡Vamos a ser vecinas, boluda!”
Claro, mi amiga se refería al hecho de que nuestros escritorios estaban contiguos uno con el otro. Al posar la vista en el mío recalé que sobre él había un florero atiborrado de rosas. Mala idea: no es mi flor favorita, pero bien, había que tomarlo como un gesto de buena voluntad.
“Eso es de parte de todas las chicas” – dijo Floriana trazando, con su dedo, un círculo en el aire de tal forma de envolver a todas las administrativas, inclusive a Estela, quien sonrió de oreja a oreja. Noté que dos de las chicas, sin embargo, no fueron capaces ni siquiera de ensayar una sonrisa ante la mención: estaba más que obvio que si habían sido parte del presente de rosas, no habían contribuido de muy buena gana. En parte era lógico, me dije: yo era nueva allí y, después de todo, mi llegada significaba la salida de alguien con quien, tal vez, hubieran hecho buenas migas. Además, por supuesto, del ya mencionado asunto de la competencia casi natural entre mujeres dentro de un mismo establecimiento.
“M… muchas gracias, de verdad… - dije, apoyándome la mano en el pecho -. Gracias de corazón…”
Noté que junto al florero había un sobre cerrado en el cual podía leerse claramente “Srta. Moreitz” y lo tomé casi maquinalmente.
“Eso es de parte de Hugo…” – me explicó Estela, siempre sonriente.
“Ah… dígale que muchas gracias…” – respondí, tratando de ocultar mi turbación. Creo que tanto ella como Floriana esperaban que yo abriese el sobre pero no lo hice; temí por lo que pudiese haber dentro y, en todo caso, quería tener privacidad para abrirlo. De modo casual y algo distraído, simplemente lo deposité sobre el escritorio.
La mañana de mi primer día de trabajo transcurrió sin demasiadas novedades. Floriana se dedicó a explicarme, con paciencia de madre, los detalles del trabajo que yo tenía que hacer. Si bien desde el punto de vista formal, trabajábamos para diferentes empresas, lo cierto era que allí dentro todo parecía funcionar como si fuera una sola firma, una sociedad encubierta. Me explicó cómo llevar y manejar las cuentas de los clientes y, en efecto, pude comprobar que los había indistintamente de ambas empresas. No parecía difícil pero había que hacerlo con concentración y cuidado… Por algo habrían dejado fuera a la empleada anterior o, al menos, quería yo creer que habría sido por eso y no por otra cosa. A propósito: el sobre de Di Leo seguía allí sin ser abierto. Fue cuando llegó el mediodía y el turno para el almuerzo que me dirigí al toilette para abrirlo con más privacidad.
“Bienvenida a nuestra empresa, señorita Moreitz – decía la nota que se hallaba en su interior escrita de puño y letra -. Su jefe, Hugo, le desea el mejor de los inicios y da por descontado que entre nosotros va a haber una amplia y profunda colaboración…”
La nota estaba perfumada: qué chabacano. Maldito cerdo. Las palabras eran más que claras. Hice un bollo el papel y lo arrojé al cesto. Luego me arrepentí por pensar en la posibilidad de que alguien lo hallase así que hurgué en el cesto y me lo guardé. Traté de calmarme: no había, después de todo, ningún lenguaje procaz u obsceno en la nota y, en todo caso, era más lo que sugería que lo que decía, amén del perfume... Y, de todas formas, si debo ser sincera, había tenido peores expectativas con respecto al contenido del sobre: tal vez una foto de sus genitales, una nota humedecida con su semen o algo por el estilo…
Pasó la hora del almuerzo y hasta ese momento no había ni noticias de Di Leo. A lo lejos veía su oficina cerrada y daba por sentado que estaría en ella. Recién entonces presté atención a una oficina contigua que era, en teoría, la de su socio encubierto, es decir del jefe de Floriana. Cada tanto veía a Estela entrar indistintamente en una o en otra como si fuera secretaria de ambos. No tuve contacto con ninguno de los operarios de planta, si bien había visto a algunos a la entrada. Una vez que retomé mi trabajo, un hombre de unos treinta y tantos, bastante atractivo, se presentó en el lugar y se ubicó frente a mi escritorio. Clavó sobre mí dos penetrantes ojos azules. Se me dio por pensar que pudiese ser un cliente pero me equivoqué:
“¿Ella es la empleada nueva?” – preguntó dirigiéndose, obviamente, a Floriana, pero sin dejar de mirarme.
“Sí, Luchi, ella es Soledad” – le dijo ella amablemente y dejando traslucir una gran confianza entre ambos -. Sole, él es Luciano, el hijo de Hugo…”
Yo, descartada ya la posibilidad de que fuera un cliente y dado el aparente grado de confianza, había esperado que me dijera que era su jefe, pero no… Bajé la vista avergonzada… Siendo el hijo de Hugo, ¿le habría ya puesto al tanto su padre de lo ocurrido o simplemente él lo supondría?
“Hola, Luciano… es… un placer…” – dije, aclarándome la garganta.
“Muy linda tu amiga…” – dijo él y, al levantar la vista nuevamente, creí descubrir en sus ojos un brillo de perversión o malicia.
Decididamente no se parecía a su padre, de lo cual había que inferir que portaría la genética de su madre. Él era un hombre aceptablemente atractivo, cosa que Hugo no era en absoluto y, si bien había una diferencia de edad lógica, tampoco daba el padre trazas de haberlo sido en el pasado.
“G… gracias, Luciano… - dije, con la voz convertida en un hilillo -. Muchas g…gracias…”
Ni siquiera sabía si debía tratarlo como jefe o como qué. Nadie me había hablado de que hubiera un tercer cacique en el lugar pero considerando que era el hijo de Di Leo, era fácil suponer que debía gozar allí de una cierta y tácita autoridad más allá de cuál fuera realmente el escalón jerárquico que ocupase. Seguía con la vista clavada en mí y lo hacía hasta de un modo más penetrante que su padre. En ese momento por detrás de él entró al lugar una mujer morocha que tendría unos treinta, acompañada de un inquieto chiquillo que correteaba entre los escritorios.
“Papá, vamos a la planta…” – dijo, tironeando de los pantalones de Luciano.
La nueva situación me significó un alivio. El tipo tenía familia y habían llegado en el momento justo; de hecho, desvió su atención de mí…
“Qué rompe que sos eh… - protestó echándole un vistazo a su hijo y mostrándole un puño amenazante; luego desvió la mirada alternadamente a mí y a Floriana y, por primera vez, se dibujó en sus labios una sonrisa -. No tengan hijos, nunca eh… ¿Qué puede gustarle tanto de ver a los operarios trabajando?”
Floriana rió y yo, algo forzadamente, hice lo mismo. La esposa de Luciano se acercó para saludarme y, por cierto, lo hizo muy amablemente. A diferencia de él, no parecía ser una persona que escondiese demonios en su interior.
Respiré aliviada cuando los tres se alejaron aunque la actitud mostrada por el hijo del jefe no era de lo más tranquilizadora; difícil era pensar que no se repitiera y no siempre estaría la esposa cerca para salvarme. Al momento de retirarse, Luciano se acercó a Estela y le cuchicheó algo al oído, a lo cual la secretaria, como era usual en ella, asintió sonriente.
“Es un lindo tipo, ¿viste? – apuntó Floriana hablándome por lo bajo -. No parece hijo de Hugo, jaja…”
Casi ni tuve tiempo de procesar las palabras de mi amiga porque Estela se acercó y se plantó frente a mi escritorio. Me miraba fijamente aunque sin perder su habitual amabilidad.
“A ver, Soledad – me dijo -, ¿te puedo pedir que me acompañes?”
El pedido me descolocó y en mi cabeza no pude menos que asociar con lo que fuera que Luciano le hubiese dicho al oído. Confundida, giré la vista hacia Floriana pero no parecía preocupada en absoluto; por el contrario, lucía ya desentendida y ocupándose de su monitor.
“S… sí, Estela…- tartamudeé -. Ya… ya m… mismo…”
Nerviosa y algo atemorizada, caminé tras ella hasta dejar atrás la zona de las empleadas administrativas y tuve la sensación de que nos dirigíamos hacia la oficina de Di Leo o, tal vez, a la de su “socio”. Nada de eso ocurrió, sin embargo, ya que Estela pasó ante las oficinas y siguió de largo; me sobresalté cuando tomó una tijera de encima de un escritorio que lucía desocupado. Comenzamos pronto a transitar un pasillo que, luego supe, era el que llevaba hacia la planta, pero nos detuvimos a mitad del mismo. Estela se encaró conmigo luego de girar sobre sus talones. Me sentía tan perdida y atemorizada que, involuntariamente, di un paso hacia atrás y terminé con mis espaldas contra la pared. Miré a un lado y a otro; no había nadie a la vista, lo cual no sabía si era mejor o peor. ¿Qué plan tenía esa mujer con una tijera en la mano? Por lo pronto, la alzó y blandió en el aire muy cerca de su rostro provocándome un nuevo estremecimiento. Los labios comenzaron a temblarme involuntariamente…
“Me dice Luciano que tu falda es muy larga… - dictaminó, siempre sonriente, pero a la vez con expresión algo endurecida -. Y eso ya lo habíamos hablado el día de la entrevista, ¿te acordás?”
Los hombros se me cayeron. Dios, claro, qué tonta. Era precisamente uno de los puntos que Di Leo le había señalado tanto a ella como a mí. Pero con el correr de los días y con el trauma de la experiencia vivida, lo había olvidado.
“S… sí – musité, algo avergonzada -. L… lo recuerdo, Estela. Mañana traeré…”
No me dio tiempo a acabar la frase. Poniendo una rodilla en tierra y con sorprendente rapidez hundió la tijera en la tela de la falda y giró todo alrededor de mis muslos cercenándole unos ocho centímetros a una prenda que ya de por sí era corta… pero que ahora lucía escandalosamente corta, además de deshilachada.
“Así está mejor – sentenció Estela incorporándose y guiñándome un ojo -. Los clientes siempre quieren ver la mercadería, linda… TODA la mercadería…”
Yo no podía más de la vergüenza. Tuve el reflejo de llevarme las manos a la entrepierna para cubrirme. Me sentía ultrajada una vez más y lo más sorprendente de todo era que, al igual que había ocurrido con Di Leo, Estela no había dejado de ser amable en ningún momento. Me acarició la mejilla y, para mi sorpresa, me dio un fugaz beso sobre los labios. El gesto pareció más cariñoso que lascivo o lésbico pero en aquel contexto tan especial nada se sabía con certeza y bien podía tener doble lectura.
“Ahora de vuelta al trabajo, linda…” – me ordenó.
Creo que no necesito decir que fue un bochorno pasar con mi falda recortada por delante de las demás chicas; la cara se me caía de la vergüenza y no podía sino mirar al piso. Aun así, entreví por el rabillo del ojo los divertidos rostros de alguna de ellas. En particular, a la que me habían presentado como Evelyn le noté una sonrisa de oreja a oreja; ella era, de hecho, una de las que más renuentes se habían mostrado al momento de saludarme.
Me ubiqué detrás de mi escritorio con la premura que me imponía mi urgente necesidad de cubrirme. No podía lucir tan descarada como lucía y, de hecho, comprobé que ninguna de las empleadas llevaba una falda tan corta como la mía. Floriana, por su parte, pareció no notar nada o, al menos, no lo demostró. Siguió absorta en su trabajo. Imitándola, traté, como pude, de concentrarme nuevamente en el mío. En lo básico mis tareas de ese primer día se limitaron a ordenar las cuentas de los clientes en el sistema informático. Mi escritorio tenía un aparato de teléfono y, de hecho, sonó en un par de oportunidades pero Floriana siempre se apresuró a atenderlo. Supuse que no querían dejarme aún contestar los llamados debido a mi inexperiencia y que, a la vez, buscaban que yo aprendiera esa parte de mi trabajo viendo y oyendo a mi amiga. Por cierto, ella siempre atendió el teléfono con suma cortesía, pero jamás noté que empleara los recursos o el tono libidinoso que Di Leo me había hecho utilizar en aquel desvergonzado simulacro durante la entrevista.
En un momento Luciano volvió a pasar por el lugar, acompañado de su esposa e hijo. No sólo me clavó los ojos a la distancia sino que además pude notar que estiraba el cuello y aguzaba la vista como para observar por debajo de mi escritorio; quería saber, seguramente, si Estela habría cumplido con lo que él le había solicitado. Yo me retorcí y enrosqué un poco en mi silla de tal modo de enseñarle lo menos posible pero aun así debió haber visto lo suficiente porque me dio la impresión de que sonrió y asintió muy levemente en señal de aprobación.
Lo terrible fue cuando llegó el final del turno. Con el sonido de la chicharra se me paró el corazón porque recién ahí me di cuenta de dos cosas: una, que no podía salir de allí exhibiéndome de modo tan indecente ante los ojos de los operarios al momento de dejar éstos sus labores; segunda, que no podía ir al encuentro de Daniel y presentarme así en el auto. ¿Qué iba a decirle? ¿Cómo explicarle lo ocurrido con mi falda? Giré la vista hacia Floriana, quien ya había comenzado a juntar sus cosas y se aprestaba a marcharse.
“Flori…”
“¿Sí, Sole…?”
“¿Podés, por f… favor d… decirle a D… Daniel que no me espere? Que se vaya; yo voy a ir más tarde… Decile que me las arreglo, que no se p… preocupe…”
Floriana me miró extrañada, abriendo grandes los ojos detrás de sus lentes.
“¿Te quedás, Sole? – preguntó con gesto de no comprender -. Pero…”
“Quiero terminar con esto hoy” – dije señalando hacia el monitor.
“Ay, Sole, pero podés terminarlo mañana, no hay problema – me dijo sonriente -. ¿O querés empezar a acumular horas extra desde el primer día? Ja…”
“N…no, es que q… quiero irme acostumbrando… - dije, creo que sin sonar demasiado convincente -, ganar en experiencia. Así, lo voy a ir haciendo cada vez mejor y más rápido…”
“Como quieras – dijo, encogiéndose de hombros -. Ya le aviso a Daniel…”
“Decile que te lleve”
“Ja, ¡no! No te molestes… Vine con la moto; nos vemos mañana o hablamos más tarde…”
Todas se fueron retirando; a lo lejos, al fondo del pasillo en el cual Estela había cortado mi falda, se escuchaban los apresurados pasos de los operarios de planta al retirarse.
Como no podía ser de otra manera, Daniel llamó a mi celular apenas un par de minutos después:
“¿Qué pasa, Sole…?” – preguntó, intrigado.
“N… nada, Dani… Sólo q… que quiero terminar esto y…”
“¡Te espero!”
“¡No! – mi negativa salió de mi boca casi en forma de aullido desesperado y me arrepentí al instante . ¿Qué podía pensar Daniel? Procuré que mi voz saliera más calma -. N… no sé a qué hora voy a terminar con esto y… me alcanzan hasta casa, así que no te hagas problema…”
“¿Quién te alcanza? Flori se fue recién…”
Trágame tierra. Por querer ocultar mi falda recortada me estaba metiendo en un pantano cada vez peor. Claro: Daniel podía desconfiar y pensar que si me quedaba era para estar en intimidad con alguien y que ese alguien sería después quien me llevaría. Tenía que sonar segura y convincente. Basta de hablar entrecortadamente, me propuse. Pero no lo logré:
“N… no, no, n… no es Flori; es una de las chicas a las que conocí hoy y que se ofreció gentilmente a llevarme”
“Como quieras, Sole…” – el tono de Daniel se me antojaba como decepcionado pero no parecía estar sospechando; todo era, una vez más, mi imaginación. ¿Cómo iba a sospechar él de mí cuando bien sabía que yo había renunciado a mi anterior trabajo por preservar mi dignidad? Dios, de sólo pensar en tales cosas me estaba volviendo loca. Cuánto habían cambiado las cosas en tan poco tiempo.
Me envió un beso por el celular y se lo retribuí. Apenas cortó, levanté los ojos y me sentí terriblemente sola. No era posible que no hubiera quedado allí nadie, desde luego, y menos aún considerando que yo estaba adentro. Por lo que sabía, había allí un sereno o encargado y, además, no había visto para nada a Di Leo ni a nadie que pareciese ser su “socio”. De pronto sentí un taconeo en el pasillo que llevaba a la planta y descubrí la silueta de Estela. Recién entonces recalé en que no la había visto irse.
“¿Todavía acá, linda? – me preguntó -. Ya podés irte, a menos que, claro, quieras quedarte para aprender mejor tu trabajo. En ese sentido no te preocupes: simplemente marcá tu hora de salida y se te computan las horas extra…”
“No… puedo irme así” – le interrumpí, tal vez algo bruscamente.
Me miró con extrañeza; incluso se acomodó los lentes sobre la nariz.
“¿Así? ¿Así cómo?”
Me puse de pie.
“No… puedo salir afuera con la falda así, Estela… - dije -. Mi novio me espera… o me esperaba en el auto…”
Estela se sonrió.
“Ya entiendo… - dijo -. Pero, ¿quién te dice? Yo creo que va a gustarle… ¿A quién no le gustaría?”
La broma, desde ya, no me hizo gracia.
“No… puedo ir a casa así, Estela…Cuando menos tendría que pasar por algún local de ropa para conseguirme una falda nueva; ésta parece… un taparrabos…”
“Ja, ja… a mi entender te queda muy linda… Pero, está bien, entiendo que los hombres suelen ser bastante celosos con esas cosas. Mirá, yo no puedo llevarte. Me quedo todavía algún rato más, pero… ¿por qué no le preguntás a Luis? Él se va a ir en un momento…”
“¿L… Luis?” – pregunté, confundida.
“Sí, el socio de Hugo. El jefe de Floriana…” – me explicó.
Bien. Entonces él estaba dentro de la empresa. Me asaltó una duda mortal.
“Estela… ; n… no sé si sería conveniente. Creo que mejor…”
“Ah, no seas tonta” – me cortó en seco, tomándome de la mano y prácticamente obligándome a marchar detrás de ella en dirección hacia las oficinas. Pasamos frente a la de Hugo. A él ya lo conocía, así que, por lo tanto, era un alivio que Estela no me estuviera entregando a sus garras. Pero al otro no lo había visto ni tenía referencia alguna. En ese momento me acordé del dicho “más vale malo conocido que bueno por conocer…”
Tal como le había visto hacerlo en la oficina de Hugo, Estela entró a la oficina contigua sin llamar. El hombre que estaba al otro lado del escritorio levantó la vista del monitor y, para variar, la clavó en mí. Se trataba de un tipo que tendría unos cincuenta y cinco y, una vez más, distaba de ser atractivo. Al igual que en el caso de Hugo, su cabeza lucía casi completamente calva pero daba la impresión de que la calvicie lo hubiera afectado ya desde joven. No era para nada rechoncho como su socio sino más bien lo contrario: de rostro algo enjuto y algo chupado, sus ojos saltones no pudieron despegarse de mí una vez que estuve yo allí dentro. Claro, no era para menos considerando mi atuendo…
Otra vez una indecible vergüenza se apoderó de mí y tuve el impulso de cubrirme con las manos, al menos hasta donde podía hacerlo.
“¿Qué es este pimpollo tan apetecible que me trajiste, Estela?”
Se me revolvió el estómago. No sé qué había esperado después de todo. Si era el socio de Di Leo, no cabía esperar que fueran muy diferentes. Más aún, considerando que me había piropeado descaradamente sin siquiera haber cruzado conmigo palabra hasta el momento, ya podía empezar a inferir que, en realidad, estaba ante un sujeto mucho más asqueroso que Di Leo. Parecía increíble que hallase cada vez un escalón más bajo. Viéndolo a la distancia, el jefe de mi trabajo anterior parecía ahora un caballero… ¿Es que nadie escapaba a la regla general en esa fábrica?
Yo no pude decir nada. Avergonzada, dirigí la vista al piso y Estela, por suerte, se dedicó a explicar mi situación.
“Ja – carcajeó Luis -. ¡Pero si le queda pefecta! ¡Pintada diría!”
Humillada a más no poder, me dio por pensar que después de todo ese tipo no era mi jefe en términos legales. No tenía por qué permanecer allí y someterme a sus procacidades.
“Estela… - musité -; c… creo que me voy…”
“¿Así te vas ir? – preguntó la secretaria, abriendo bien grandes los ojos -. ¿En qué? ¿En micro?”
“Jaja… - volvió a carcajear Luis palmoteando el aire al mismo tiempo -. Para cuando llegues a tu casa vas a tener por lo menos cuatro hijos en la pancita… Va a ser más fácil explicar la falda recortada que eso, jeje…”
Estela, mirándome, se llevó una mano al pecho; luego lo miró a él:
“Ay Luis, ¿sabés lo que pasa? Me siento culpable porque fui yo quien le recortó la falda…”
“Hiciste lo que el degenerado de Hugo te ordenó – repuso Luis -. No te sientas mal… Además, insisto, la chica se ve muy bonita así…”
Definitivamente yo no podía seguir un segundo más en esa oficina. Hice un medio giro sobre mis tacos y amagué a echar a andar hacia la puerta, que aún permanecía abierta.
“Siento… haberlo molestado, s… señor Luis… Me retiraré como pueda…”
No tuve tiempo de terminar la frase. Ya Estela se había apresurado a cerrarme el paso echando espalda y caderas contra la puerta. Como siempre, seguía sonriente. La miré, confundida y cada vez más aterrada…
“Es… tela, por favor…” – balbuceé.
“Estela sólo cumple órdenes. Yo le dije que no le permitiera salir” – terció Luis manteniendo siempre la voz tranquila, aunque con ese tono entre altanero y depravado que lo hacía terriblemente desagradable. Por lo menos Hugo hacía gala de una impostada caballerosidad. En el caso de Luis, ello estaba totalmente ausente. Me giré hacia él. Mis ojos rezumaban angustia…
“Dije que yo la llevo… - sentenció tomando un manojo de llaves de arriba del escritorio -. Por favor no sea tan descortés de rechazar mi invitación…”
Había sido un súbito cambio en el trato, un lapsus de caballerosidad y, sin embargo, su actitud seguía mostrando un componente perverso, las más de las veces explícito; otras, más oculto. Saliendo de detrás de su escritorio se me acercó y me tomó por la mano; prácticamente me llevó fuera de la oficina mientras Estela, con su eterna sonrisa, se apartaba para dejarnos paso. Me llevaba tan rápido que, por momentos, me tropezaba con mis tacos y temí caer. Salimos fuera de la fábrica; claro, había otro pequeño detalle: el estacionamiento de la empresa estaba enfrente, en un terreno que la firma destinaba precisamente a tal propósito. Ello implicaba, desde luego, cruzar la calle. Pero esta vez no fue lo mismo que al entrar o cuando Daniel me había traído a mi entrevista de trabajo: eran las cinco y media de la tarde y andaba gente deambulando; algunos nos miraron, lo cual no tenía por qué sorprender: debía llamar la atención una pareja tan despareja cruzando la calle a toda prisa y luciendo yo además una falda tan corta. No sé por qué debía preocuparme tanto: nadie me conocía en aquel barrio aunque, seguramente, sí sabrían de las andanzas de Luis y, de ser así, yo sólo debía ser, a ojos de ellos, tan sólo otra de las putitas de la fábrica. La vergüenza era tan grande para mí que trataba de ocultar mi rostro con mi mano libre.
Pronto estuvimos los dos dentro del auto y partíamos en busca del centro.
“La verdad es que fue una desprolijidad haberle recortado la falda de ese modo. Eso seguramente fue idea de Luciano. ¿Tiene algún lugar predilecto en donde compre roba habitualmente?” – me espetó.
“N… no… Es decir, sí lo tengo, pero…”
“¿Pero…?”
“P… pero… no tengo un peso…”
Hasta en eso parecía destinada a ser humillada: confesar mi penosa situación económica.
“No se preocupe por eso… - me cortó tajantemente -. Sólo dígame el lugar…”
Hablando tímidamente, le dije la ubicación del local del cual yo era clienta habitual o, al menos, lo había sido hasta quedarme sin trabajo. Apenas lo dije, me arrepentí de haberlo hecho: en ese sitio me conocían bien y se encontrarían conmigo ataviada como una puta y acompañada por un asqueroso lascivo. Decidí que lo mejor era indicarle otro lugar: alguno de esos locales que no visitaba tanto por ser demasiado caros: él ya había dejado en claro que correría con los gastos. Pero apenas entreabrí los labios para darle otra dirección, me encontré con la desagradable sorpresa de sentir su mano entrando por debajo de mi cortísima falda y apoyándose sobre mi vagina, por encima de la tanga.
El impacto fue tal que me removí en el lugar; aspiré tanto aire que casi me asfixié por la exageración. Giré la cabeza hacia él: seguía al volante y con la vista fija en el camino mientras su mano derecha jugueteaba sobre mi sexo. Su expresión, por lo demás, seguía luciendo igual de impertérrita aunque llegué a ver el débil dibujo de una maliciosa sonrisa en la comisura de sus labios.
Llevé mi mano hacia la de él en procura de quitarla de allí. Tironeé de ella pero nada: la mantuvo firme. Por el contrario, sus dedos iniciaron un movimiento de masaje que me puso inesperadamente a mil, tanto que aflojé la presión de mi mano sobre la de él así como la tensión de todo mi cuerpo, que pareció enterrarse en la butaca.
“S… señor… L… Luis – ni siquiera sabía yo su apellido -. Le suplico, por favor que no siga con eso…”
“No se nota que suplique demasiado…” – objetó él en tono de burla.
No podía soportar tanta degradación. Tenía que resistirme con todas mis fuerzas a la incontrolable excitación que se estaba apoderando de mi cuerpo. Me aferré con fuerza a los costados de la butaca y opté por cerrar y cruzar las piernas. Creo que fue peor: cierto era que había aprisionado su mano pero ello no le impedía seguir jugueteando con mi vagina y, por el contrario, me dio la impresión de que sus dedos se enterraron aun más en ella, introduciéndose en mi raja con tanga y todo. Lancé un gritito ahogado y, contra mi voluntad, comencé a jadear.
“¿Lo ve? - me decía él -. Relájese, putita, relájese…Si quisiera realmente resistirse ya lo habría hecho y bastante mejor que esos pálidos y poco creíbles intentos que hace. Definitivamente es la empleada más fácil que he tenido: alcanzó con que uno de sus jefes le pusiera la mano sobre la conchita para que se pusiera como una sartén al fuego, jeje…”
En el estado en que yo me hallaba, se producía una increíble paradoja: sus comentarios, hirientes y humillantes, contribuían de extraña manera a aumentar mi excitación. Levanté una pierna varias veces pasándola por sobre la otra: era un movimiento no controlado, producto de estar yo totalmente fuera de mí.
“Y con respecto a ese tema de su necesidad económica – decía él casi como desentendido, a la vez que seguía masajeándome cada vez con más fuerza e incrementando el ritmo hasta hacerlo insoportable -, ¿por qué no nos pidió un adelanto? ¿Lo habló con Hugo?”
Yo no podía responder absolutamente nada. ¿Qué iba a decir? De mi garganta sólo brotaba un jadeo tras otro y agradecí al cielo que el auto tuviera cristales polarizados.
“Je, claro… - continuó -. Dudo que hubiera podido hablar algo con Hugo porque seguramente usted tendría la boca ocupada con su verga, jaja…”
Me descrucé de piernas. No daba más. Clavé los tacos contra la parte delantera de la cabina y me vi presa de un frenético movimiento que tensaba cada músculo de mi cuerpo.
“Está húmeda, putita… - me decía él -. Mucho antes que la mayoría…”
Era verdad; sentía mis flujos correr y me vi venir que de un momento a otro llegaría el orgasmo. Mis sentimientos estaban chocaban y se hacían añicos contra la incontrolable locura del momento. Una parte de mí quería detener tanta humillación; la otra quería continuar y llegar hasta el súmmum. Y ya estaba llegando; sabía que estaba llegando: ya venía…
De pronto retiró su mano. Abrí los ojos y giré mi rostro hacia él. Supongo que mi expresión sólo transmitía angustia y desesperación. Lo miré interrogativamente; era como que deseaba preguntarle por qué se había detenido, pues yo necesitaba para esa altura tener mi orgasmo. Y a la vez mi dignidad me impedía decir algo así; de todos modos, mi rostro debía ser lo suficientemente demostrativo y seguramente holgarían las palabras. Él sonrió ligeramente y apuntó con un dedo índice por encima de mi hombro.
“Allí está el local que me indicó - dijo -. Momento de ir a comprar una nueva falda…”
Miré hacia dónde me señalaba. Sí, ése era el local que había visitado tantas veces porque me gustaban la variedad y el trato que tenían. Me quedé como estúpida:
“S… señor Luis...” – musité.
Estaba a punto de decirle que no podía bajar del auto en ese estado y que necesitaba acabar lo antes posible o iba a estallar. No me dio tiempo de nada; antes de que pudiera cerrar la frase ya él se había bajado del auto y, cruzando hacia el lado de la acera, me abría la puerta para que yo le imitara. Yo estaba totalmente sobrepasada por la situación. La humedad entre mis piernas me impediría moverme con naturalidad y ni siquiera sabía bien cómo salir del auto para que no se notase mi estado. Una vez más, él no me dio tiempo de nada. Me tomó por la mano y prácticamente me arrastró a través de la acera haciéndome caminar con él los treinta metros que nos separaban del local. Era, como dije, una zona céntrica y, como tal, el lugar estaba colmado de transeúntes que, por supuesto, clavaron sus miradas sobre mí, indiferentemente de que fueran hombres o mujeres.
Sentí unas ganas incontrolables de entrar al local y desaparecer de tantas miradas indiscretas pero al momento en que finalmente lo hicimos, creo que mi vergüenza fue aun mayor. Claro, ¿cuántas veces había entrado yo en aquel lugar acompañada por Daniel y luciendo, por cierto, una ropa bastante más recatada? La cajera me saludó a la distancia y una de las empleadas se acercó presurosa apenas me vio.
“¡Sole querida! ¡Cuánto tiempo sin visitarnos!”
A pesar de su efusividad y alegría, alcancé a advertir que miraba de reojo a mi acompañante, esperando seguramente que se lo presentase. Posiblemente estuviera pensando que yo había cambiado de pareja o bien que había ido con un amante. Preferí callar y no decir nada; sólo le correspondí el saludo aunque visiblemente nerviosa. Pero quien calla otorga y mi silencio acerca de mi ocasional acompañante sólo sirvió para que éste asumiera, en ese momento, la voz de mando. Casi sin saludar, puso al tanto a la empleada de cuál era mi necesidad y, para mayor bochorno, señaló hacia mi raída falda.
“¿Qué te pasó con eso, Sole? – rió la chica -. ¿Se la pediste prestada a Jane?, jaja”
“En realidad – intervino Luis, que parecía no desaprovechar ninguna oportunidad para exhibir su poder sobre mí y, consecuentemente, humillarme -, se presentó a trabajar así en la fábrica hoy pero ni a mí ni a mi socio nos parece adecuada esa indumentaria; no lo digo por el largo, que está muy bien, sino por el aspecto…”
Me mordí el labio inferior y miré al piso. Quería llorar. No sólo había inventado un cuento que era doblemente degradante para mí sino que además había dejado bastante claro que él era mi superior jerárquico en el trabajo. Qué podía verse más como una puta, a los ojos de los empleados del lugar, que una administrativa que se presentaba de la mano de su jefe. Yo no podía mirar a los ojos a la chica, pero sí podía adivinar el azoramiento que debía invadir su rostro.
“Ah, entiendo… - sonrió la empleada -. Sí, puede ser que tengamos algo…hmm, no sé si en ese color pero…”
“Tiene que ser el mismo color” – interrumpí yo con tal sequedad que mi tono sobresaltó un poco tanto a la muchacha como a Luis, quien me echó una mirada de reojo algo sorprendido.
“Bien…, haré lo posible” – dijo la joven girando sobre sus talones.
Luis seguía mirándome con intriga.
“¿Por qué tiene que ser del mismo color?” – preguntó.
“S… señor Luis… ¿Cómo supone que puedo presentarme a trabajar mañana con una prenda de color diferente? ¿Qué va a decir mi novio? Tengo que convencerlo de que la falda es la misma…
Luis asintió sonriente en señal de haber comprendido.
“De todos modos va a tener problemas para explicarle qué pasó con el largo…” – apuntó en tono mordaz pero teniendo toda la razón del mundo.
Estuvimos un rato esperando. Cuando finalmente la empleada regresó junto a nosotros, lo hizo, para mi decepción, con las manos vacías.
“No… - dijo con pesar -. En verde musgo y en ese largo no tengo nada… Pero…”
“¿Pero…?” – inquirió Luis levantando las cejas.
“Lo que puedo ofrecerle es… arreglar esa misma que lleva puesta: la compró aquí de todas formas, lo recuerdo bien… Una de las chicas puede encargarse de emparejarle el bies… Llevará unos quince minutos, no más…”
“¡Es una buena idea!” – exclamó Luis con satisfacción.
A mí, por el contrario, lejos estaba de parecerme una buena idea. En primer lugar porque ello me obligaría a aguardar casi desnuda hasta que terminasen el trabajo; en segundo lugar porque si hacían eso con mi falda, implicaba que ésta quedaría uno o dos centímetros más corta aun. Lo peor de todo fue que la empleada no aguardó mi respuesta o conformidad; ya parecía estar tácito que con la palabra de Luis alcanzaba para decidir sobre mí.
“¡Excelente! – exclamó sonriendo -. Vamos Sole, vamos para el probador así me das la falda y esperás ahí”
“Sí, vaya con la chica, Sole” – convino él conminándome a caminar con una humillante palmada en la cola. Pude, en ese momento, sentir todas las miradas taladrando mi cuerpo e incluso el rumor de algunos comentarios ante lo que él acababa de hacerme.
La muchacha me tomó por la mano y me llevó hasta el vestidor. Me costaba horrores caminar porque yo aún seguía turbada por la excitación y tenía una urgente necesidad de acabar. Hubiera preferido mil veces que me hicieran esperar en algún toilette y no en un vestidor. Una vez dentro me quité la falda. Di la espalda a la empleada para hacerlo y traté de enroscar mis piernas un poco para que no advirtiese la humedad que mojaba mi tanga. Le di la prenda en mano y se marchó sonriente, anunciando su pronto regreso. Cuando se fue me incliné un poco para mirar mi sexo… ¡Era un bochorno estar así!
“¿Sigue excitada, Soledad?”
La pregunta me hizo dar un brinco. Al girarme rápidamente sobre mí misma, me encontré con el desagradable rostro de Luis asomado por un costado de la cortina.
“S… Señor Luis, p… por favor…” – balbuceé.
“No se preocupe – me dijo -. Aquí ya todos entendieron que entre usted y yo hay una cierta intimidad, así que no van a encontrar extraño que yo me asome a su probador. Ahora volviendo a la pregunta. ¿Sigue excitada, Soledad?”
No pude contestar. No me salió una sola palabra. No obstante, la expresión de mi rostro sería, de seguro, respuesta suficiente. Luis asintió pensativo y volvió a desaparecer tras la cortina. Quedé sola en el vestidor. Me miraba al espejo y no podía determinar a qué mujer estaba viendo ahora. Definitivamente ésa no era la Soledad Moreitz que se había presentado a una entrevista laboral algunas semanas atrás. Casi como un impulso, me llevé una mano hacia mi sexo; sentía ganas de masajearlo o de masturbarme pero no podía; sólo atiné a cubrirme, como si tuviera vergüenza de mí misma y no quisiera ver esa tanga humedecida. En eso, entró de sopetón la empleada. La vergüenza fue aun mayor y di un violento respingo que me hizo estrellar mis espaldas contra la pared de aglomerado. Así y todo abrigué la esperanza de que la chica ya hubiera vuelto trayendo mi falda lista pero, para mi decepción, venía una vez más con las manos vacías.
Cruzándose de brazos se plantó frente a mí a escasos centímetros ya que no había demasiado espacio en el vestidor. Se produjo un momento de silencio que me puso nerviosa; ella bajó la vista por un instante, luego sonrió y se me quedó mirando:
“¿Ya no estás en pareja con Daniel? Planeaban casarse por lo que recuerdo” – me preguntó a bocajarro.
“S… sí, sí lo estoy…” – tartamudeé avergonzándome de mi respuesta.
“Ajá… - dijo mientras asentía sonriendo, como quien hubiera pasado a entender toda la situación -. ¿Y quién es ése entonces?”
“M… mi jefe… bueno, uno de ellos…, o algo así…” – me quería morir al tener que dar tales respuestas.
“Ajá… bueno, te explico… Tu jefe o… lo que sea, me explicó que bajaste un poco excitada del auto porque te estuvo toqueteando…”
Mis rodillas flaquearon. Me sentí desfallecer; de pronto todo me dio vueltas alrededor. ¿Era necesario que aquel desgraciado me sometiera a tanta humillación? Yo no sabía qué decir. Apoyé las palmas de mis manos contra la pared del vestidor en un gesto que casi era de defensa o, más bien, de indefensión… Me sentía exactamente así, acorralada en mi mancillada dignidad… La chica amplió su sonrisa y, de pronto, extrajo de un bolsillo trasero un suculento fajo de billetes. La miré sin entender…
“Y tu jefe… o lo que sea…, me dio esto…” – amplió.
Una vez más incomprensión en mi rostro. El labio inferior se me cayó.
“N… no entiendo…” – dije.
“Me dio esto para que te masturbe” – me espetó.
Un acceso de horror me arrebató. Comencé a mirar a un lado y a otro. Quería salir de allí; de hecho, en un intento desesperado, encaré hacia la cortina.
“¿Así vas a salir?” – me preguntó la empleada, con un deje divertido en la voz.
Su pregunta fue un súbito ataque de realidad. Había casi olvidado que me hallaba de lo más indecente como para salir del probador. La miré con ojos angustiados y desesperados.
“N… no, por favor, te lo pido, no…”
Ella me seguía mirando; enarcaba las cejas y agitaba en su mano el fajo de billetes.
“Sole… a ver si me entendés esto… Nunca, nunca, nunca, me dieron una propina así… por nada que haya hecho para nadie. Esto que tengo en la mano es casi mi sueldo, así que no voy a desperdiciarlo. Nunca le hice algo así a una mujer y, si te tengo que ser sincera, me produce algo de rechazo, pero lo pienso hacer, así que simplemente te diría que te pongas en posición y goces… Si no querés mirarme al rostro para no ver que es una mujer quien te masturba, te diría que te gires y que te inclines… Y pensá en el hombre más lindo que se te ocurra… Daniel o cualquier otro. Pero yo te pienso hacer acabar y eso, querida, me temo que no tiene opción…”
Yo no podía más de la desesperación. La excitación que sentía en mi sexo se mezclaba con las ganas de llorar.
“P… podemos decirle que sí lo hiciste – le dije en un último intento por zafar -. O p… puedo… ¡hacerlo yo misma! ¡Ahí está, eso es! Yo me masturbo sola y vos al salir le decís que…”
“Sole… - me interrumpió siempre sonriente y revoleando los ojos -. Demás está decir que él no va a poner este dinero en mis manos sin asegurarse de que voy a cumplir con el encargo por el cual me pagó.
Otra vez incomprensión en mi rostro. La joven, súbitamente, estiró uno de sus brazos y, tomando la cortina, la corrió ligeramente, lo suficiente como para que pasara otra vez hacia adentro la asquerosa cabeza de Luis…
Yo ya no cabía en mí de la vergüenza y el espanto. No podía creer que eso me estuviese ocurriendo: tenía que ser una terrible pesadilla; no era posible…
“Girate e inclínate – me dijo la empleada -. Y abajo esa tanguita…”
Sudando y temblando a más no poder me giré. Llevé mis manos a los laterales de mi tanga para bajarla pero no pude hacerlo: era como que no tenía energías. Ese momento de vacilación fue suficiente para que la empleada, desde atrás, se encargara de bajarme la prenda por su cuenta.
“Abajo dije…” – me espetó.
Yo estaba, para esa altura, totalmente entregada a mi suerte. No porque no quisiese resistir sino porque mi cuerpo estaba casi aterido, mis músculos trabados: no me respondían. Y si bien la cuestión de no perder el trabajo ocupaba aún un lugar central en mis pensamientos debo decir que en ese momento pareció haber pasado a segundo plano. Lo que me detenía, lo que me inmovilizaba, era algo difícil de definir: sólo puedo decir que todo se había dado de un modo tan veloz y descontrolado que había quedado anulada de mi parte toda capacidad de respuesta. Era, a todas luces, una situación enteramente nueva ante la cual jamás en mi vida había pensado hallarme. De pronto sentí que un pañuelo me cubría la boca y me era anudado sobre la nuca a modo de mordaza.
“En el lugar en que estamos – explicó la chica -, no podemos dejar que jadees o grites”
Una vez más descubrí en su tono un deje de burla o diversión. ¿Era mi imaginación o realmente estaba gozando con lo que me hacía? Quien seguramente lo estaba haciendo era Luis, pues alcancé a oír una asquerosa risita a mis espaldas.
“Ahora a inclinarse…” – me dijo la empleada.
Sin resistencia alguna, flexioné un poco las rodillas y me incliné. De inmediato los dedos de la joven se abrieron paso desde atrás por entre mis piernas y se apoyaron sobre mi vagina. Volé al cielo… o caí al infierno, no sé. Lo que sí sé es que en ese momento agradecí estar amordazada ya que de mi garganta quiso salir un profundo jadeo que quedó ahogado en el silencio. Luego ella entró con sus dedos en mi raja, primero uno, luego otro; ya no supe bien qué estaba haciendo porque mi excitación estaba en un nivel que anulaba todo sentido de la realidad pero me pareció que en un momento jugueteaba con tres dedos dentro de mi sexo. Clavé mis uñas sobre el espejo y mi rostro también… mientras el orgasmo crecía y llegaba, crecía y llegaba, crecía y llegaba…
Y llegó. Mis flujos corriendo piernas abajo en busca del piso fueron suficiente muestra de ello. Una vez más oí la risita depravada de Luis. La joven retiró sus dedos de mi vagina sabiendo que había hecho mérito para ganarse su dinero…
CONTINUARÁ