La fábrica (17)

Continúa la perversa despedida que le han preparado a Soledad en la fábrica, con algunas consecuencias que, tal vez, no estaban en los cálculos

En eso,  mi rostro quedó súbitamente liberado y el aire volvió a entrar en mis pulmones: súbitamente cobré conciencia del largo rato que llevaba sin hacerlo.  Lo curioso del caso fue que, más allá del evidente alivio por volver a respirar, también en parte lo lamenté: sé que suena raro, pero, de pronto, había pasado a extrañar esa sensación de ahogo, de asfixia… Levanté la mirada y vi al joven, quien se había puesto en pie, aunque seguía mirándome desde lo alto; yo lo veía enorme, inmenso, musculoso, casi un dios griego, pero repito: era muy posible que, por mi estado, estuviera percibiéndolo todo de modo sobredimensionado aun cuando el muchacho fuera, sin lugar a dudas, una más que ostensible colección de atributos físicos.  Detecté en sus labios una ligera sonrisa que era puro erotismo y, casi de inmediato, lo vi comenzar a quitarse el slip: tal imagen hizo que volviera a relamerme y hasta con más ganas que antes, pues ahora podía contemplar, al desnudo, su formidable miembro erecto.  Era tanta la distorsión espacial producida por las drogas que intenté alcanzarlo con mi lengua, cosa que, desde ya, era del todo imposible estando él de pie y yo echada en el piso.

Una feroz embestida sexual me hizo, en ese momento, retorcer en una mezcla de dolor y placer; se trataba, obviamente, del otro stripper, de quien yo había desviado mi atención por un momento pero que, sin embargo, no había parado nunca de cogerme aunque parecía, ahora, haber intensificado el ritmo.  Me dio la sensación de que su intención al hacerlo era, justamente, recuperar mi atención.  ¿Celos entre compañeros?  Me divirtió la idea y me excitó la posibilidad de que, tal vez, estuvieran sosteniendo entres sí una competencia para determinar cuál de ambos lograba calentarme más.

Eché un vistazo en derredor: las chicas estaban, como no podía ser de otra forma, aún allí, morbosos sus ojos y arracimadas en torno a la lujuriosa escena que me involucraba.  Se las veía reír a más no poder pues abrían sus bocas en toda su magnitud y podía yo ver sus dentaduras completas pero la realidad era que ni un solo sonido llegaba a mis oídos: un silencio sobrecogedor era el mudo marco de mi degradación.  Y como yo percibía todo potenciado, en los rostros vi demonios, brujas, súcubos, arpías… No se trataba de una alucinación o, al menos, yo no lo percibía como tal: era más bien como si, por efecto de las drogas, pudiera yo ver sus verdaderos rostros, los que ocultaban durante el día; como si pudiera ver el espíritu perverso y oculto que anidaba tras los ojos de cada una y que permanecía enclaustrado durante las largas horas de oficina: quienes en ese momento me rodeaban no eran ni por asomo esas muchachas a las cuales yo veía, día tras día, desempeñarse con seriedad y diligencia; eran seres demenciales, surgidos de algún infierno y sedientos de lujuria y perversión…   La imagen me inquietó y un espasmo de horror me recorrió el cuerpo aunque, a la vez, aumentó mi excitación: hasta lo terrorífico parecía, ahora, resultarme fascinante.  Evelyn, por su parte, era un perfecto diablo, o diabla: ya no la veía como una secretaria disfrazada; era Lucifer mismo en versión femenina y mi sensación era que el verdadero disfraz era el que usaba todos los días en la fábrica.  Su risa, aun cuando no lograba oírla, era la carcajada misma del infierno: así lo mostraban sus expuestos dientes, los miles de hoyuelos que se le marcaban en el rostro y el fulgor maligno que irradiaban sus ojos.  En un momento, mientras el stripper no cesaba un instante de cogerme como una máquina, ella apoyó el tridente sobre mi pecho y pinchó sobre los pezones; no sé qué tan de utilería sería ese tridente, pero lo sentí punzante y, una vez más, morbosamente placentero.

La potente verga del joven seguía entrando cada vez más profundo en mí y me parecía sentirla en el esternón: otro efecto de las drogas.  Fuese como fuese, no pude evitar el cerrar los ojos y abrir la boca por completo en muda expresión de entrega al placer.  Mi garganta quería emitir sonido: un jadeo… o un gemido que estaba allí atrapado y pugnaba por salir.  No llegó a hacerlo de todos modos; no tuvo tiempo.  Aprovechando que mi boca se hallaba abierta, el otro joven se acuclilló sobre mí y hundió su verga en ella.  Sentí que el extremo me tocaba la garganta y me retorcí nuevamente pero no rechacé la invasión sino más bien todo lo contrario: apresé el pene con los labios, y creo que hasta con los dientes, con tal de no dejarlo escapar.  Y así, me encontré en medio de una doble penetración como nunca antes había sentido en mi vida: la fábrica seguía arrojándome hacia una interminable vorágine de experiencias nuevas y placeres desconocidos que iban, poco a poco, matando a la Soledad que alguna vez había traspuesto la puerta en busca de trabajo.

De manera maravillosa y sensualmente coordinada, ambos bombeaban al mismo tiempo: uno dentro de mi vagina, el otro dentro de mi boca.  Mi cuerpo se removía envuelto en escozores que nunca había sentido antes; era como si un millón de hormigas caminaran por encima recorriéndome cada parte íntima y manteniéndose sobre ellas hasta hacerme llegar al estallido.  Así era, exactamente, como me sentía: a punto de estallar de un momento a otro… y quería hacerlo: me sentía en la necesidad de hacerlo.

Profesionales como eran, ambos llegaron a un mismo tiempo.  El semen me invadió por ambos flancos: vagina y boca.  Tuve la sensación de ser inundada en mi interior, que ambos ríos de leche se juntaban y se confundían hasta formar una única corriente que me quemaba y me consumía por dentro; era como si toda mi humanidad estuviera llena con el semen de los dos.  Era una locura, desde ya, pero hasta tuve la sensación de que se me escapaba por las orejas y nariz…

Cuando hubieron, casi literalmente, “acabado” conmigo, se pusieron de pie a un mismo tiempo mientras yo sentía las gotas del sudor de ambos caerme encima como una llovizna lasciva.  Una vez más, volví a tener un paneo general del grupo a mi alrededor: un mar de rostros pletóricos de lujuria, placer y diversión.  Algunas manoteaban a los strippers o, por lo menos, al que yo llegaba a ver, pues el que había dado cuenta de mi boca se hallaba ahora detrás de mi cabeza y fuera de mi campo visual.  Pensé, en parte con pesar, que la cosa había terminado o, al menos, aquel segmento de mi despedida: la parte en que yo era cogida.  Me equivoqué: el stripper se arrodilló nuevamente y volvió a tomarme por las caderas, pero esta vez lo hizo para girarme, de modo que me dejó boca abajo o, más bien, con mis tetas aplastadas contra el piso.  Su mano se apoyó sobre mis nalgas y, otra vez, acudieron a mí imágenes de Luciano o de Tatiana; de hecho, sobaba de un modo semejante, aun cuando le agregase una cuota de salvajismo animal que, contrariamente a lo que sentí al ser sobada por el sereno, me generaba una fuerte e incontrolable excitación.  Me sentí muy puta… y sabía que ésa era la imagen que estaba dando ante mis compañeras de trabajo.

Yo seguía sin escuchar nada; los sonidos aún no regresaban a mis oídos y hasta llegué a temer que mi sordera hubiera ya adquirido carácter permanente.  A pesar de ello, pude sentir cómo, separando mis plexos, el joven escupía dentro de mi orificio  para después, introduciéndome un dedo, trazar círculos de tal modo de ensalivarme y lubricarme.  Estaba obvio que su plan era entrarme por el culo.  En lugar de resistirme, apoyé aun más mis tetas contra el piso a los efectos y levanté la cola como hembra en celo a punto de recibir el pene de un macho.  En cuestión de segundos, su verga me entró por detrás y la peculiar mezcla de dolor y placer me volvió, pero potenciada a un punto imposible de poner en palabras.  Abrí grande mi boca y grité; o creí hacerlo, no sé: ya para esa altura ni siquiera sabía si los sonidos no me surgían o simplemente yo no me escuchaba.

Al levantar la vista vi a todas las demás, enardecidas al punto de lo orgiástico, y recién entonces recalé en que varias de ellas… me estaban tomando fotos.  Claro, tonta de mí.  ¡Dios!  ¿Qué había esperado?  ¿Qué las chicas fueran a comportarse con celo profesional y decidieran no quedarse con un solo recuerdo de tan particular e inolvidable reunión?  No era de extrañar, incluso, que más de una me estuviera filmando.  Algo por detrás del grupo, llegué a distinguir al sereno: aun sin verlo muy bien, lo poco que percibí fue suficiente para darme cuenta de que se hallaba muy excitado pero que, además, contemplaba la escena algo compungido; interpreté que debía ser por no poder participar ya que, de hecho, la propia Evelyn se lo había prohibido algún momento antes.  Es sumamente extraña la mente humana y mucho más la femenina, porque juro que en ese momento sentí lástima por él… Y hasta me pareció una injusticia que lo apartasen.  ¡Dios!  ¡Qué locura!

Una nueva y feroz entrada anal me abstrajo de tales pensamientos y me llevó bruscamente de vuelta al demencial escenario en el cual yo era cogida, mancillada y denigrada.  Cerré los ojos nuevamente y volví a dejar escapar uno de mis mudos gritos; al volver a entreabrirlos, mi vista se topó con el otro stripper, al cual había dejado de ver por algún rato.  Lo curioso del asunto era que se había colocado a cuatro patas por delante de mí y ofrecía a mis ojos el espectáculo de su bello y perfecto culo al desnudo; apoyándose en sus manos, flexionó sus piernas y retrocedió de tal manera de ubicar su magnífico trasero a pocos centímetros por delante de mi rostro; yo sólo tenía ganas de alcanzarlo, de besarlo, de lamerlo: él bien sabía eso y seguramente con esa intención me lo acercaba.

Sin poder contenerme ni querer hacerlo, estiré el cuello y saqué mi lengua por entre los labios; le lamí con fruición casi animal cada pulgada de su lustrosa carne y luego disparé la lengua como el dardo de una cerbatana en busca del tentador orificio que, generoso, se ofrecía como una flor abierta en la medida en que el joven, ahora, procedía a separar al máximo sus piernas.  La imagen me retrotrajo a la oficina de Hugo y a aquellas lamidas de culo que había tenido que darle; era una suerte no poder escuchar a Evelyn pues no me cabía duda de que estaría recordándolo a todas en ese mismo momento y enrostrándome mi tendencia a lamer culos.  De sólo pensar que ella me estaba viendo, mi estómago se revolvió.  Pero el deseo y la lascivia pudieron más.  Aquel hermoso trasero, definitivamente, no era el de Hugo: era un bello culo en el cual sólo daban ganas de entrar… Y entré: llevé la lengua bien profundo, trazándole círculos, serpenteándole, recorriéndole cada centímetro y yéndole siempre un poco más y más adentro mientras, de manera análoga, el otro stripper iba haciendo exactamente lo mismo con su verga dentro de mi culo.  El movimiento de mi lengua logró excitar al que tenía por delante, lo cual se hizo notable en que los músculos se le tensaron, cosa que yo viví con sumo placer y sensación de triunfo.  Intentó, más por reflejo que por otra cosa, impulsarse hacia adelante para escapar a mi penetración pero yo estiré mi cuerpo como una víbora y no le saqué la lengua ni un solo centímetro: por el contrario se la hundí más.  No vas a escapar bebé, pensaba: voy a cogerte.  Al moverme, por supuesto, la verga del otro stripper se salía un poco de mi culo pero él, emulando de algún modo mi propio accionar, también se impulsaba y estiraba en cada oportunidad en que yo lo hacía y así, su miembro, para mi infinito placer, recuperaba todo el tiempo el terreno perdido.

Cuando sentí que, ahora por mi entrada trasera, el río de semen me invadía nuevamente, mi cuerpo se contrajo en un nudo de placer y mi rostro se aplastó aun más contra la cola del otro stripper.  Dejé de introducirle la lengua pues el placer me dominó al extremo de dejarme sin fuerzas siquiera para eso y, por el contrario, tuve que retraerla; aun a pesar de ello, no despegué mi rostro un centímetro de tan precioso culo y, en lugar de lamer, me dediqué ahora a chupar, a succionar, como si tratara de arrancarle de allí dentro vaya a saber qué: yo sólo sabía que quería ese culo para mí… y en ese momento era mío, mal que pudiera pesarle a alguna que otra envidiosa que me estuviera viendo o filmando.

El stripper que se hallaba delante de mí, se apartó finalmente y yo, extenuada, caí de bruces al suelo, con tan pocas fuerzas que ni siquiera mis brazos lograron amortiguarme y mi mentón golpeó contra el piso no muy suavemente.  El otro, desde atrás, retiró su miembro de mi orificio y así, al parecer, daban por finalizada su tarea; o, mejor dicho, una parte de ella ya que daba por descontado que de allí en más serían las chicas quienes darían cuenta de ellos… o bien ellos de las chicas.  Sentí un triple pinchazo en la base de la espalda y, en un impulso casi eléctrico, me giré y quedé boca arriba nuevamente.  Se trataba, por supuesto, de Evelyn, quien, enfundada en su impecablemente perverso atuendo de diabla, acababa de pincharme a los efectos de que me diera la vuelta y, de hecho, lo había logrado.  Su rostro seguía cruzado por esa pérfida sonrisa de oreja a oreja que hacía empalidecer a la más maléfica de las brujas; a su alrededor, todo eran risas y festejos.  Tal como yo había supuesto, ya un par de muchachas se habían arrojado encima de los strippers casi como si fueran terroríficas arpías a punto de devorar un par de hermosos cuerpos.  Me di cuenta de que mis oídos volvían a oír, aunque, de todas formas, se trataba de una percepción confusa: eran como voces distantes que iban y venían como en olas de sonido o como si varias emisoras de radio se entremezclaran sin que fuera posible captar la sintonía de alguna en especial…  También noté que mi percepción del tiempo estaba alterada: veía, tanto a las chicas como a los muchachos, moverse despacio, cadenciosamente, casi como en cámara lenta…

Me sentí mareada.  Muy mareada.  Cerré los ojos y me llevé las manos a las sienes en un gesto reflejo que era acorde con el intento por reordenar mi cabeza, pero antes de que hubiera llegado a siquiera comenzar a hacerlo, una nueva y triple punción se hizo sentir sobre mí, esta vez en mi pecho.  Abrí los ojos y, como pude, miré hacia lo alto.  Alcancé a distinguir que Evelyn le pasaba el tridente a una de las chicas mientras otra le ponía en sus manos dos botellas, al parecer, de champagne.  La colorada hizo girar ambos envases hasta ponerlos en posición invertida y luego vertió su contenido sobre mí; el champagne bañó por completo mi cuerpo: piernas, sexo, pechos, rostro; tuve incluso que cerrar los ojos pues me entró en ellos y me irritó.  Antes de que consiguiera abrirlos nuevamente, sentí que un cosquilleo multiplicado por mil me hormigueaba excitantemente por todo el cuerpo y, una vez más, me sentí arrastrada al cielo de mi lascivia… o al infierno de mi decadencia.  Al lograr entreabrir los ojos un poco, noté que algunas de las muchachas se habían puesto a cuatro patas junto a mí y se dedicaban ahora a recorrerme con sus lenguas en toda mi extensión, buscando cada gota de champagne que Evelyn pudiera haber derramado  y dando cuenta de ella.  Una se concentró en mi sexo y no pude evitar lanzar un largo y sostenido gemido al sentir su lengua allí; redoblando la apuesta, ella fue aun más adentro y, ya para esa altura, creo que lo que la joven estaba sorbiendo era un triple cóctel entre el champagne, mis propios fluidos y los vestigios de semen que el stripper pudiera haber dejado en mi vagina.  Me retorcí en un intenso estado de placer y mis pies, ya hacía rato descalzos, patalearon en el aire en un vano intento por escapar a aquello a lo que, de todas formas, una parte de mí pugnaba por no resistirse.

Al cabo de algún rato y mientras yo sentía que seguía cayendo y cayendo dentro del abismo, escuché un grito de Evelyn cuyo significado no llegué a precisar: sonó como una orden que, al menos para mí y en el estado en que me hallaba, resultó inteligible.  Las jóvenes dejaron de jugar con sus lenguas sobre mi cuerpo y se apartaron de mí; casi de inmediato, vi a la “chica cowboy” arrodillarse por delante de mí, justo entre mis piernas.  Como si se tratase de algún un plan urdido de antemano, Evelyn sacó, de algún lado, un consolador al cual creí reconocer como el mismo con el cual tantas veces le había dado placer a Luciano y con el que la putita de Rocío me había penetrado por el culo en su oficina.  De no ser el mismo, era muy parecido y supongo, de todas formas, que los consoladores, en algún punto, se deben parecer todos entre sí.  Sin embargo la idea de que pudiese ser el mismo me produjo un fuerte escozor… y me excitó: de no serlo, yo quería pensar que sí lo era…

Evelyn, siempre exhibiendo su diabólica sonrisa, me enseñó el consolador y lo hizo bailar y girar un poco entre sus dedos; luego lo mostró al grupo en general y me pareció escuchar que se levantaba una explosión de algarabía y celebración, aun cuando seguía escuchando entrecortado y como en oleadas: la escena parecía un ritual. Evelyn le dio el objeto a la “cowgirl” del mismo modo que si le estuviese entregando alguna daga de sacrificio.  La joven, de hecho, lo recibió como tal y tras dedicarle una sonrisa a Evelyn, su semblante tornó en seriedad en cuanto se volvió hacia mí.  Al igual que la colorada lo hiciera antes, me mostró el falo; lo escupió en la punta (no sé con qué sentido ya para esa altura; creo que fue más un gesto ofensivo hacia mí que un intento de lubricación) y luego me lo introdujo con una fuerza que volvió a remitir a la idea de que yo estaba siendo sacrificada.  Dejé escapar un grito que cortó el aire y, por primera vez en mucho rato, volví a oírme a mí misma, supongo que debido a la  intensidad del grito.  La “cowgirl” se dedicó a penetrarme con el consolador una y otra vez sin la más mínima piedad y sin darme respiro; poco parecía importarle que yo me retorciera en violentas convulsiones o que de mi garganta brotara un alarido de dolor tras otro: ella seguía y seguía como si nada y, al hacerlo, de manera increíblemente paradójica, me llevaba al súmmum de los sentidos, ese lugar misterioso en el cual dolor y placer se encuentran.  Y así, mientras yo seguía siendo penetrada sin atisbo alguno de que la chica tuviera en mente atenuar el ritmo, me encontré transportada otra vez a algún sitio lejano, muy, muy lejos de la Soledad original, ésa que nunca habría gozado con su propia humillación y que, por el contrario, se hubiera horrorizado ante la sola idea.

Me hizo llegar al orgasmo pero, en lugar de mermar en la penetración, la hizo recrudecer al punto de no dejar recuperarme ni darme el mínimo respiro pues, claro, ella me estaba cogiendo con un miembro artificial y, como tal, no experimentaba orgasmo alguno que pudiese frenarla.  No sé cuántas veces me hizo llegar; no las conté y tampoco hubiera podido: cuando dejó de penetrarme, no me dio la sensación de que fuera porque finalmente se hubiera apiadado de mi morboso suplicio sino, más bien, porque estaba cansada de tanto bombear sin parar durante largo rato.  Demás está decir que quedé en el piso rendida, totalmente vencida y sin energía para absolutamente nada: mis brazos y piernas estirados al límite, como buscando asirme a vaya a saber qué; mi respiración jadeante, haciendo subir y bajar mi pecho una y otra vez.

Ya no podía haber más o, al menos, eso era lo que yo creía.  Como para terminar de confirmarme lo equivocada que estaba, sentí cómo un objeto se apoyaba contra mi boca y, sin permiso alguno, aplastaba con fuerza mis labios hasta obligarme a abrirlos y, así, abrirse paso por entre mi dentadura.  No fue difícil darse cuenta que lo que acababa de entrar en mi boca era el mismo falo artificial con el que había sido penetrada hasta hacía un momento.

Con angustia y desesperación, abrí grandes los ojos y alcé la vista, pensando que me iba a encontrar, una vez más, con la “chica cowboy”, pero no: me encontré con un rostro pequeño enmarcado en rubios cabellos que caían por los costados de una gorra de policía; quien estaba introduciéndome el consolador en la boca no era sino la putita despreciable de Rocío.  Me lo llevó tan adentro que me produjo una intensa arcada y hasta temí la posibilidad de ahogarme por vomitar boca arriba; lejos de detenerse, ella lo empujó bien adentro hasta que el extremo tocó mi garganta; una vez ubicado allí, aplastó la base del consolador a efectos de que no dejarlo salir un solo centímetro de adentro de mi boca.  Mis ojos, que eran pura desesperación, miraron en derredor y se encontraron con dos jovencitas que le alcanzaban a Rocío una cinta de embalar, de ésas mismas que se utilizaban en la planta para preparar los pedidos.  Una de ellas me pasó sus manos por debajo de la nuca y me hizo despegar un poco la cabeza del suelo mientras Rocío y la otra joven se dedicaban a darle a la cinta varias vueltas alrededor de mi cabeza hasta no sólo dejarme amordazada sino, además, con una verga artificial dentro de mi boca e imposibilitada de salir debido, precisamente, a la cinta.  Por más que intentara escupirla o despedirla, era inútil… Rápidamente, me incorporé hasta quedar sentada y llevé mis manos a la cinta para tratar de quitármela pero, antes de que pudiera hacer nada, ya las chicas se habían encargado de tomarme por las muñecas y llevármelas a la espalda para que, una vez allí, Rocío se encargara de colocarme las esposas nuevamente.  Quedé esposada, amordazada… y con un consolador dentro de mi boca.

Siguieron durante un rato bebiendo y consumiendo pastillas a más no poder, mientras yo, ahora, había pasado a ser convidada de piedra, lo cual en buena medida era un alivio.  En efecto, durante algún rato parecieron olvidarse de mí y lanzarse sobre los strippers.   Echada como estaba, en el piso, no vi, al menos desde mi posición, que ninguna se dejara coger por alguno de los muchachos y sí vi, en cambio, que más de una les mamó la verga o bien no les dejó palmo de la piel sin tocar o lamer.  La que parecía permanecer como más ajena a todo era, paradójicamente o no, Evelyn, quien, a fin de cuentas, se había jactado más de una vez, en mi presencia, de no ser “fácil”.  Su rol, como lo dije antes, era el de maestra de ceremonias, casi un correlato del que cumplía en la fábrica: ella organizaba, delegaba, distribuía, disponía, reglaba… pero no intervenía, al menos no en un sentido sexual propiamente dicho.

En eso Rocío se me acercó y temblé de la cabeza a los pies.  Yo estaba tendida algo ladeada y, por lo tanto, ella me propinó un ligero puntapié en las caderas que tenía como claro objetivo el que me pusiera boca arriba nuevamente.  Así lo hice y, en ese momento, pude ver  cómo ella introducía las manos por debajo de su corta falda y se quitaba la ropa interior para arrojarla a un lado.  Bastaba con verla para darse cuenta que estaba totalmente desvirtuada: borracha y drogada.  Plantó el taco de una bota junto a una de mis orejas y el otro junto a la otra para luego hincarse; al ver que su vagina venía hacia mí no pude evitar ladear, sino mi cuerpo, al menos sí mi cabeza ligeramente.   Se me cruzó por la cabeza la repugnante idea de que aquella putita de mierda fuera, ahora, a querer, que le diera una chupada en su concha, pero la realidad fue incluso peor que eso.  En el preciso momento en que ladeaba mi cabeza, sentí que mi rostro era bañado por un líquido caliente del cual no tardé en determinar que se trataba de orina.  La muy hija de puta me estaba haciendo pis encima.  Con repulsión, cerré los ojos y me removí tratando de zafar de tan incómoda situación, pero era inútil: sólo lograba que me dolieran las muñecas al intentar liberarlas de las esposas que la misma Rocío me había colocado; quería gritar pero, desde ya, no podía hacerlo y menos con mi boca amordazada y con un pene artificial dentro de ella; extrañamente, agradecí en parte que allí estuviera ya que la cinta de embalar con que lo habían asegurado impedía que la orina corriera hacia adentro de mi boca.

Cuando el grueso de la orina dejó de caer, la putita rubia permaneció un ratito más moviéndose de tal forma de hacer que cayera hasta la última gotita sobre mí y, recién cuando consideró que era así, se incorporó y volvió a la fiesta con las demás.  Nadie pareció haberse dado cuenta de lo ocurrido y me dio por preguntarme cómo habría reaccionado Evelyn de haberla visto.  Qué estúpida y qué ingenua era: todavía me aferraba a la esperanza de que Evelyn fuera, en algún momento, a protegerme o, cuando menos, a marcarle algún límite a las demás en cuanto a qué podían o no podían hacerme.  ¿Por qué pensaba eso?  Pues, por lo que dije: por estúpida y por ingenua.

La meada de Rocío sobre mí pareció, de hecho, hasta crear escuela.  Yo no sé si alguna de todas la habría visto, pero unos minutos después otra de las muchachas, con uniforme de “power girl”, se hincó sobre mí y también dejó descargar su orina, esta vez sobre mi pecho.  Evelyn se giró y la vio pero, tal como era de esperar, no la reprendió: sólo atinó a sonreír y, en todo caso, le dio una reprimenda que sonaba más en broma que en serio, pues dijo algo así como “chicas, vayan al baño” o, al menos, eso fue lo que creyó captar mi trastocado sentido de la audición.

Por suerte, nadie más me meó.  En algún momento dejé de ver a los strippers, de lo cual inferí que debía haberse cumplido su horario.  A las chicas ya no parecía quedarles bebida y a algunas se las veía realmente mal, vomitando por algunos rincones de la fábrica.  Alcancé a escuchar que Evelyn protestaba y les recordaba que, después, habría que dejar todo limpio.  Con todo, el festejo parecía lejos de haber terminado.  Por el contrario, una de las chicas (creo que Milagros) propuso la idea de ir a algún bar o boliche.  Evelyn pareció recibir excelentemente la propuesta pues sus ojos se iluminaron y se la notó visiblemente entusiasmada, al igual que el resto de las chicas o, al menos, las que todavía podían generar algún sonido o movimiento.

La sola idea de que fueran a sacarme de la fábrica en el estado en que me hallaba y con el aspecto que lucía, sólo pudo aterrarme.  Humillar al agasajado a agasajada en una despedida de soltero paseándolo por toda la ciudad con el culo al aire es, desde ya, una costumbre bastante repetida y, como tal, no podía sorprenderme que tuvieran ese plan para conmigo.  Pero la noche que acababa de vivir era muy especial y, si algo no entraba en mi ya revuelta cabeza, era la posibilidad de verme sometida a semejante humillación pública con el agravante de, incluso, poder ser vista por alguna de las amistades de Daniel o por el propio Daniel.

“¿Vamos a dar una vuelta, nadita?” – me preguntó Evelyn, inclinándose hacia mí y dispuesta, al parecer, a alzarme en vilo del piso para así, llevar adelante el demencial plan.

Ya ahora volvía yo a escuchar perfectamente.  Aterrada y con los ojos desorbitados, negué con la cabeza.  Di por descontado que ese gesto no detendría a Evelyn, sino que, por el contrario, le daría aun más ánimos pues ya para esa altura era sabido que la muy perra se complacía haciéndome precisamente aquello que yo no quería.  Me equivoqué; sorpresa absoluta: su rostro se cubrió de un velo de tristeza.

“Ay, qué ortiva que sos  - se lamentó -. ¡Es tu despedida!  ¡Qué cortada de mierda!  Bueno, en fin, está bien: te quedáras acá… Vos y un par más que no sirven para nada” – echó un vistazo en dirección a dos jóvenes que yacían hechas un ovillo junto al muro.

“¿Limpiamos primero?” – preguntó una de las chicas.

“Ni en pedo – le respondió Evelyn con gesto desdeñoso -.  Luego volvemos y lo hacemos.  Tenemos que volver, de todas formas, a buscar estas piltrafas que dejamos en la fábrica.  Dejemos a nadita sobre la mesa”

Me tomaron entre dos o tal vez más y me alzaron como si fuera una bolsa de papas para echarme, boca abajo, sobre el mantel de la improvisada mesa, el cual estaba hecho una desgracia con tantos restos de torta, crema, alcohol y demás.  Yo, por cierto, no le iba en zaga y, de hecho, alguna de las chicas que me llevó hasta allí protestó con repugnancia:

“¡Qué asco!  ¡Está toda sucia… y meada!  ¡No se sabe ni por donde agarrarla!”

Quedé sobre la mesa, desvalida y amordazada.  ¿Tendrían al menos en mente quitarme la cinta de embalar y el consolador antes de irse?  No parecía haber señales de que albergaran una idea semejante.  Por el contrario, se las notaba, sí, muy empeñadas en acomodar su ropa y asearse un poco con vistas a la salida.  De pronto sentí que un objeto de punta redondeada me tocaba la cola.  ¡Dios!  ¿Tenían otro consolador?

“Te vamos a dejar un regalito para que no nos extrañes” – me dijo Evelyn, con sorna, acercándose a mi oído izquierdo.

Acto seguido pude sentir cómo otra vez mi entrada anal era usurpada, en este caso por un miembro artificial.  Todos los músculos se me tensaron; crispé los puños e intenté gritar pero, desde luego, fue otra vez inútil.  Evelyn, o quien fuera que me estuviese introduciendo el objeto, lo llevó tan adentro como pudo y, sólo un instante después, sentí que alguien me levantaba por la cintura para permitir que me colocaran cinta de embalar alrededor de mis caderas de tal modo de dejar encintados tanto mi bajo vientre como mi entrada anal, lo cual era, en definitiva, el objetivo de fajarme de esa manera.  Así, la cinta cumplía con la función de evitar que el consolador se saliera de mi cola o bien de que yo misma lograra, con mis movimientos, sacármelo cuando las chicas no estuvieran allí.

Y así fue como me dejaron: hecha una vergüenza, una ignominia; con un consolador dentro de la boca y otro dentro del culo aprisionados por sendas cintas de embalar, a la vez que las esposas que hacían presa de mis muñecas me impedían cualquier tipo de movimiento tendiente a librarme un poco de mi tormento.  Evelyn me dio un beso en la mejilla y alguien me propinó una palmada en las nalgas justo antes de que se retiraran.  La planta quedó en el más absoluto silencio y no pude sino compungirme al ponerme a pensar cuánto tiempo iría a quedar yo en esa situación pues no había modo de saber cuánto tardarían en regresar o si lo harían realmente: bajo efectos de alcohol y drogas, todo era posible.  Miré de soslayo hacia las chicas que habían quedado en el lugar; eran un estropajo a ojos vista y parecían haber quedado profundamente dormidas.  No podía esperar nada de ellas y, por otra parte, ¿no habían sido acaso también ellas parte de la humillación a que acababan de someterme?  ¿Hasta qué punto cabía esperar ayuda de su parte?

La perspectiva de que el resto no regresara me llenó de pánico ante la idea de  ser sorprendida en la mañana por alguien.  Por suerte era sábado y, por lo tanto, no iba a haber operarios (al menos no en teoría), pero tal vez algún personal de limpieza o… ¡un momento! ¿Y el sereno?  ¿Se habría ido?  En principio no tenía sentido teniendo en cuenta que su trabajo allí era, precisamente, cuidar la fábrica cuando no había nadie.  ¿Vendría algún relevo?  ¿Sería otro el sereno para los sábados?

Me comencé a remover sobre la mesa;  consistiendo ésta en varias mesas unidas, era inevitable que resonaran al entrechocarse y, si el sereno estaba por allí, quizás acudiría en mi ayuda como alguna vez lo había hecho yendo en busca de Luis.  Me agité y me retorcí una y otra vez; no dejaba de ser incómodo porque, por momentos, sentía que el consolador se removía y se clavaba aun más dentro de mi culo, pero tenía que hacer el mayor ruido posible si quería llamar la atención.

Oí unos pasos detrás de mí y el corazón me saltó en el pecho.  ¿Habría dado resultado mi intento?  Yo no conseguía girarme lo suficiente como para cerciorarme pero estaba plenamente segura de que alguien se había ubicado a mis espaldas.  De pronto, una mano se apoyó desde atrás sobre mis muslos: fue un shock, por supuesto, pero en parte me alegré al reconocer en ese rústico roce y en ese tosco tacto la inconfundible mano de Milo.  Yo sólo quería gritar a viva voz y pedirle que me liberara pero él, para mi decepción, parecía concentrado en recorrerme los muslos una y otra vez, esos mismos muslos que estaban sucios de crema, champagne, semen y tal vez… orina.  Luego subió hasta mi cola y pareció, por un momento, detenerse, como vacilante: era como si buscara interpretar qué era lo que me habían hecho; tal vez se preguntaba qué función cumplía allí la cinta de embalar y, de hecho, tanteó por encima de ella como tratando de reconocer algo debajo.

Quizás, me dije, ése era el momento en el cual él tomaba verdadera conciencia de mi situación y, apiadándose de la misma, procedía a liberarme.  Sin embargo, nada de eso parecía ocurrir y mi angustia iba en aumento, sobre todo al no poder hablar.  De pronto un bulto de tela azul se depositó sobre la mesa a mi lado y, al desviar mi vista, descubrí que se trataba del guardapolvo del sereno, de lo cual inferí que se lo habría quitado.  Un instante después escuché el sonido de su cinturón al desabrocharse y el pánico volvió a apoderarse de mí.  Comencé a patalear; era lo único que podía hacer, pero él me tomó por los tobillos y me separó las piernas.  Comprendí entonces que su objetivo era, en realidad, mi vagina, la cual, por cierto, estaba al descubierto ya que la cinta de embalaje que sostenía el consolador dentro de mi culo pasaba algo más arriba.  Y a continuación, lo inevitable: su verga, casi sin preámbulo, entró en mi sexo.

Se acababa de agotar mi última esperanza y no sólo eso, sino que Milo había optado por sumar una ignominia más en mi contra, aun cuando, seguramente, no fuera consciente de ello.  Mientras me agitaba inútilmente y hacía esfuerzos denodados por liberarme, recordé el rostro del sereno precisamente algún rato antes cuando, apesadumbrado y excluido, miraba cómo yo era cogida por los strippers sin poder participar de ello.  También recordé que, en ese momento, me había dado lástima y hasta me había parecido injusto…

Por si algo me faltaba, me cogió sin piedad y, una vez más, me tocó vivir algo que jamás había vivido: ser penetrada artificialmente por culo y boca a la vez que, fisiológicamente, por la vagina…

Lo peor de todo era que, casi con seguridad, Milo no se daba cuenta de lo que me hacía: en su pobre mente él, simplemente, debía considerar que se estaba cobrando su premio por haberme salvado en su momento.  Me acabó como una bestia, con su semen bullendo en mi interior y su saliva cayendo a chorros por sobre mi espalda.  Quizás, me dije, lo bueno del asunto fuera que ahora me liberaría, pero no: no hizo nada de eso y yo no tenía forma de pedírselo.  Lo escuché acomodarse su pantalón e, instantes después, lo vi recoger su guardapolvo para retirarse vaya a saber adónde.

CONTINUARÁ