La fábrica (13)

Tatiana, la joven y hermosa novia de Luis, también contribuye a incrementar el terremoto interno que está sufriendo Soledad. Se produce también un (¿inesperado?) incidente en la planta

Allí estaba yo, en la oficina de Luis pero sin la presencia de éste, y prácticamente acorralada por una mujer con la que cualquier hombre soñaría. Me puse nerviosa y titubeé; me sentí muy estúpida, puedo asegurarlo:

“Eeh… hmm… es que: esto… hmm… yo… en realidad nunca…”

Cada palabra que me costaba pronunciar era un paso más que ella daba hacia mí luego de bajarse del escritorio con absoluta decisión y avanzar en mi dirección. Caminé instintivamente hacia atrás pero ello sólo sirvió para aumentar la sensación de acorralamiento pues pronto me encontré con mis espaldas apoyadas contra la puerta mientras ella seguía avanzando hacia mí; yo manoteé con desesperación buscando el pomo del picaporte pero, con los nervios, no lo hallé. Y, de todos modos, ya era tarde: ella me tomó por el talle atrayéndome hacia sí y me dirigió una mirada devoradora ubicando sus ojos a escasos centímetros de los míos. Luego apoyó labios sobre labios y penetró con su lengua por entre los míos.

Crispé los puños y alcé una mano intentando resistirme, pero pronto mis fuerzas flaquearon. ¡Dios! ¡Esa mujer sí que sabía besar! Poco a poco, fui cediendo y entregándome al momento; me dejé llevar por la lésbica lujuria que aquella increíble mujer dimanaba mientras su lengua no cesaba de recorrer el interior de mi boca como si tomara posesión de cada centímetro de la misma. En el momento más inoportuno sentí que se giraba el pomo de la puerta y que ésta se abría empujándonos un poco a ambas. De modo mecánico nos separamos y nos apartamos para dejar paso, obviamente, a… Luis. Su cara, como no podía ser de otra forma, resplandeció de júbilo:

“¡Bien! - celebró -. ¡Veo que ya se conocieron! Eso es bueno: yo tenía la intención de presentarlas…”

“En efecto, Luis – dijo Tatiana en un tono que era pura sensualidad -. Acabo de conocer a Soledad y es tan agradable como me habías dicho… Y muy hermosa además”

Remató su frase mirándome levemente de reojo, casi como guiñándome un ojo pero sin guiñarlo. Mis nervios seguían en aumento: ahora que la puerta estaba abierta era mi chance de salir de allí. Ya habría tiempo más tarde de plantearle a Luis lo que me había llevado a su oficina y, de todos modos, él bien debía suponerlo.

Mientras me alejaba taconeando por el pasillo mi cabeza le daba vueltas al asunto tratando de evaluar la situación. Una cosa parecía evidente: si yo quería contar con ese puesto a las órdenes de Luis, quedaba suficientemente claro que tendría que someterme a su fantasía, lo cual, para decirlo aun más sencillo, significaba tener que revolcarme con su nueva novia. La idea, desde ya, me inquietaba en extremo y me llenaba de pudores, prejuicios y temores pero no era que me desagradara: Tatiana era una mujer realmente hermosa y, de hecho, me relamí varias veces mientras recorría el pasillo como tratando de revivir el sabor de su profundo y lujurioso beso. Lo que más me retorcía la cabeza era en realidad otra cosa: ¿había realmente un puesto esperando por mí? Quizás, después de todo, sólo fuera mi imaginación, pues Luis nada había dicho al respecto ni, mucho menos, prometido. Esa despampanante rubia a quien yo acababa de “conocer”, ¿sería sólo su nueva novia o aun algo más? ¿No sería para ella el puesto que había dejado vacante Evelyn con su renuncia? ¿Por qué iba a ser de otra forma? ¿No es acaso lo común que los tipos adinerados compensen a sus amantes o novias con puestos laborales? Ello explicaría, en buena medida, la reluctancia o las dudas que Luis había evidenciado ante mi propuesta: era lógico que no la viera viable si ya tenía a alguien para el puesto. De ser así, yo no tenía la menor chance de conseguir lo que quería y, en ese caso, no me serviría de gran cosa el ceder a las perversas fantasías de Luis, quien tanto gustaba de ver a mujeres en pleno roce.

Resultó sorprendente pero a la vez chocante enterarme que en la fábrica se me estaba preparando una fiesta con vistas a mi ya cercano matrimonio, algo así como una despedida de soltera. Estaba, en tal sentido, la cuestión ya mencionada acerca de que yo ya no sentía por esa boda la misma motivación de meses atrás pero no era sólo eso: me molestaba y, además, no me olía bien el saber que quien estaba detrás de todo era Evelyn. Pregunté al respecto a Floriana pero no supo decirme mucho; se desentendió del asunto como dejando en claro que no había sido idea de ella y que, de hecho, tampoco había sido demasiado anoticiada ni participada al respecto: lo que sabía, según me dijo, era por comentarios de las demás y no por boca de la propia Evelyn. Aun así, buscó tranquilizarme: sonriente, me repitió varias veces que no viera el asunto con preocupación sino que lo recibiera con alegría y como un gesto de buena voluntad de parte de Evelyn, tal vez arrepentida por el trato que me había dado en el pasado. Al oír eso, me mordí la lengua para no decirle la verdad y, honestamente, no sé para esa altura por qué me la seguía mordiendo. Lejos estaba Evelyn de querer solucionar algo entre ambas o de buscar la concordia sino que, muy por el contrario, desde que había llegado a su nuevo puesto de secretaria, sólo se había valido del mismo para humillarme y degradarme de la peor forma. ¿Debía yo poner al tanto de ello a Floriana? La lógica más simple decía que sí pero, por otro lado, siempre estaba esa cuestión de no querer decepcionarla pues había sido ella quien me hizo cuña para entrar en la fábrica y, más importante aún, yo no tenía idea de cómo pudiese ella reaccionar en caso de enterarse de una cuarta parte de los vejámenes a que yo había sido sometida en ese lugar. Ella era mi amiga, mi amiga del alma y, como tal, no lo soportaría: quizás reaccionara de la peor forma y ello podría conducir a su renuncia o bien su despido. Si ella perdía su trabajo por mi culpa, no veía yo cómo me las arreglaría para llevar esa carga…

Otra sorpresa fue el hecho de que Hugo volviera a convocarme a su oficina. Como no podía ser de otra forma, era para que le lamiese la zanja del culo y luego le diera una buena mamada de verga. Lo curioso del caso fue que, después de tanto tiempo en el cual prácticamente parecía haberse olvidado de mí, recibí con alegría el hecho de que él volviera a requerir de mis servicios: una muestra más de que la fábrica había trastocado mi escala de valores al punto de que lo que hasta algún tiempo atrás era degradación ahora pasaba a ser alivio y contención. La fábrica me arrojaba todo el tiempo hacia un abismo nuevo y, al hacerlo, convertía en necesidad el deseo por regresar a la situación anterior por aberrante que ésta fuese.

Así que, simplemente, me dediqué a recorrerle con mi lengua la línea entre las nalgas y a juguetear en su orificio anal como a él tanto le gustaba (no por nada Luciano era su hijo). Luego le mamé el miembro hasta casi matarlo; bramó de tal modo que sus gritos debieron haber repercutido por toda la fábrica. Qué locura: eso que antes tanto me asustaba ahora me producía el efecto contrario; era como si yo quisiese que todos se anoticiasen que yo volvía a estar sirviendo a Hugo. Tenía la esperanza de que ello me alejase al menos de momento de las garras de Evelyn y me hiciese zafar de tener que ir a la planta ya que se suponía, por jerarquía, que las decisiones de él estaban primero; sin embargo, no sólo yo sino todos allí bien sabían que desde que Evelyn se había convertido en secretaria, las jerarquías parecían haberse trastocado y, si ya antes generaba confusión lo de las dos firmas conviviendo en un mismo establecimiento, ahora la había aún más debido al poder de que parecía gozar Evelyn. Cuando, de rodillas, ante Hugo, logré hacerlo acabar arrancándole un aullido que cortó el aire, supe que era mi momento: simplemente aguardé a que él recuperara la respiración y entonces fui a la carga:

“Señor Di Leo…”

“¿S… sí, Soledad?” – balbuceó él aún con la voz algo entrecortada.

“¿Sigue siendo usted el jefe en esta empresa o lo es Evelyn?”

Estocada certera: se sobresaltó; acusó impacto. Sin embargo, más que herido en su orgullo (lo cual había sido mi real intención), se lo notaba confundido.

“¿Por qué lo dice, Soledad?”

“Hace ya algún tiempo que prácticamente no recibo órdenes suyas, señor Di Leo – dije, imprimiendo a mis palabras un cierto aire de obviedad -. En cambio, las recibo todo el tiempo de ella: me desplazó de algunas de mis labores, me cambió las cuentas que manejaba, me hace ir a la planta. ¿Es eso normal?…”

Cabeceó pensativo; se subió el pantalón y se acomodó la ropa. Había abrigado yo la esperanza de que mis palabras lo pusiesen al tanto de algo que no sabía, pero viendo su expresión no era la impresión que me transmitía. Había más resignación que sorpresa.

“Las… cosas están cambiando un poco en la fábrica, Soledad, pero eso no significa que…”

“¿Cambiando?”

Se puso algo triste; una sombra pareció oscurecer su rostro.

“Verá, Soledad… - dijo, como si le costara pronunciar las palabras -. Yo… ya estoy grande para manejar esta empresa. Y estoy algo cansado. Necesito retirarme y dejar a otro que siga adelante”

Aún de rodillas en el piso, lo miré interrogativamente. Sacudí ligeramente la cabeza en gesto de incomprensión. Rápidamente los cabos se fueron uniendo en mi cabeza y el resultado estuvo lejos de ser alentador: si Hugo se retiraba, la posta pasaría, obviamente, a Luciano; y, de acuerdo a lo que se estaba viendo por esos días, ello venía a significar que el control estaría en manos de Evelyn, que era a todas luces quien manejaba a Luciano.

“S… señor Di Leo: lo único que puedo decirle es que se lo ve bien y con muchos años por delante en la dirección de esta empresa. De todos modos, entiendo, desde ya, que es su decisión y que si se siente tan cansado… en fin, sólo puedo decir que su ausencia será una triste pérdida” – dije, con voz compungida.

“Se lo agradezco, Soledad”

Un fatal instante de silencio se produjo; fui yo quien finalmente lo interrumpió:

“¿Y… es por eso que está… delegando funciones?” – pregunté.

“Nunca lo vi ni lo pensé de ese modo – repuso, pensativo -. En realidad, yo siempre pensé en una única persona para continuar con mi camino”

“Luciano”

“Claro…”

“¿Pero…?”

“Ya usted lo ha visto, Soledad – dijo, con los brazos en jarras -; Luciano ya no tiene voluntad propia: es sólo un instrumento en manos de Evelyn. Le repito: no era así como yo lo pensaba pero fue así como se dio”

Otro plan que se venía abajo. Hasta unos instantes antes, en mi cabeza discurría la idea de ponerlo al tanto de que Luciano ya no decidía nada y sólo era un juguete de Evelyn. Intento inútil de mi parte: Hugo ya lo sabía. Y no era para sorprenderse, desde luego.

“Lo peor de todo – continuó, siempre con tono abatido - es que tengo la sensación de que esa jovencita le ha introducido a Luciano… unas cuantas dudas sobre su sexualidad”

“Lo que en realidad le introdujo, señor Di Leo… ya todos sabemos qué es”

Me miró, sorprendido por mi cinismo que, a decir verdad, me sorprendió a mí también. Sonrió, pero el velo de tristeza siguió sin desaparecer de su rostro.

“Mi hijo está tan en manos de ella – siguió diciendo – que no quiere saber nada con la fábrica a menos que Evelyn esté aquí. Ella lo tiene dominado: y él arruinó todo por ella: su esposa y su familia…”

Cada vez iba entendiendo más cómo jugaba cada pieza dentro de la fábrica. Era a través de Luciano que Evelyn tenía poder allí. Y ese poder, incluso, terminaba imponiéndose por sobre el del propio señor Di Leo en la medida en que éste no quería provocar el alejamiento de su amado hijo.

Yo ya no sabía qué hacer ni lograba definir cuál era el mejor camino a seguir. Redoblar la apuesta con Luis era una posibilidad, pero la presencia de Tatiana había venido a diluir un poco esa opción. En mi cerebro, como en un círculo infinito, iban desfilando los rostros: Hugo, Luis, Luciano, Evelyn, Tatiana…

“Señor Di Leo…” – dije, mientras me incorporaba.

“¿Soledad?”

“Quizás la forma de que Evelyn no tenga tanto poder dentro de la fábrica sea deteriorando un poco su vínculo con Luciano”

Frunció el ceño y sacudió la cabeza.

“No entiendo”

“Si hubiera algo… o alguien que lograra captar la atención de Luciano, usted… lograría recuperar algo de su influjo sobre él y de ese modo podría sentirse más confiado de dejar la empresa en manos de su hijo”

“¿Y entonces? ¿Despedir a Evelyn? Yo mismo la ubiqué allí, cuando aún no era tan consciente de cuál terminaría siendo su poder real sobre Luciano”

“No, no, no hablo de despedirla – mentí, pues la idea sí se me había cruzado por la cabeza -; hablo de… ponerle más límites, sólo eso. Y que Luciano comience a ser el verdadero jefe aquí y no ella”

Se me quedó mirando.

“¿Qué tiene en mente, Soledad?” – preguntó, intrigado.

“Nada, señor Di Leo. Es sólo una idea muy general y a largo plazo. No tengo un plan concreto”

Asintió, acariciándose el mentón.

“Si existiera alguna forma de recuperar a Luciano sin que ello signifique despedir a Evelyn, esa forma va a contar con mi visto bueno” – dictaminó.

Sonriendo, me excusé y me retiré. La pura verdad era que yo no tenía plan alguno en mente; lo que había dicho sólo lo había deslizado como una posibilidad más de cara al futuro. Por lo pronto, mis chances de escapar de las garras de Evelyn eran, de momento, muy pocas. Casi como un corolario a mis pensamientos, ella se asomó de su oficina cuando me escuchó taconear por el pasillo.

“¿Nadita? – me llamó la atención -. ¿Qué estás haciendo que no estás en la planta?”

La miré sin decir palabra; ella me miraba con una sonrisa entre pícara y maliciosa.

“Vamos – me apuró -; moviendo el culito y yendo para la planta que los operarios te están extrañando”

Antes de desaparecer nuevamente dentro de su oficina, me dedicó un desagradable guiño de ojo.

En la planta fue lo de siempre. Yo ya estaba acostumbrada: inclinarse impúdicamente para codificar motores y recibir los más guarros comentarios por parte de los operarios además de algún que otro toquecito en la cola a la pasada aunque, claro, al girarme nunca daba con el culpable y, además, todos sonreían de manera cómplice: es decir, si nunca había un culpable era porque en realidad todos lo eran.

Cuando sonó la chicharra de salida, permanecí unos minutos más allí, a la espera de que todos se marchasen. En general, los obreros huían en desbandada apenas llegaba la hora de salida y no exhibían la paciencia y meticulosidad con que se retiraba el personal de administración; por lo tanto, no tenía que aguardar mucho para que la planta estuviese vacía y podría, entonces, retirarme con más tranquilidad y lejos de miradas curiosas o lascivas. Daniel, ese día, estaba afuera aguardándome pues alguna vez debía permitirle ir a buscarme o de lo contrario sus sospechas crecerían más y más; en todo caso, él aguardaría algunos minutos más a que yo saliera y no sería la primera ni la última vez que lo hacía. El último obrero en retirarse fue uno de los que más antigüedad laboral tenía allí dentro y, como tal, se movía como pez en el agua con absoluta comodidad y, hasta diría, con bastante impunidad. Tal fue así que al pasar por detrás de mí me enterró su mano en mis nalgas; ello estaba lejos de ser, para esa altura un, hecho novedoso, pues desde que Evelyn me había destacado en la planta, mi cola no había parado de recibir manos. Sin embargo, lo hizo de un modo diferente ya que, prácticamente, me alzó en vilo con su pesada mano apoyada en mi trasero y, al hacerlo, uno de sus dedos se me enterró en el orificio con tanga y todo al punto de arrancarme un grito.

En cuanto me volvió a bajar al piso, me giré violentamente y le dirigí una mirada de odio; él sólo sonreía y ni siquiera había hecho el mínimo esfuerzo por poner alguna distancia conmigo sino que se mantenía allí, exultante y desafiante, a escasos centímetros de mí. Le arrojé una bofetada que no llegó a destino: con sorprendente agilidad, arqueó su corpachón hacia atrás y esquivó el golpe coronando el movimiento con una estentórea carcajada.

Con rabia, clavé un taco con fuerza contra el piso y crispé los puños; sólo quería arrojármele encima y así lo hice pero fue peor el remedio que la enfermedad. Apenas me eché de un salto sobre él, me tomó por las nalgas y me aplastó contra su cuerpo al tiempo que me propinaba un prolongado y asqueroso beso sobre mis labios a pesar de que éstos se negaron a abrirse. Teniéndome así, aprisionada contra su cuerpo y sosteniéndome por mis nalgas, me llevó arriba y abajo acompasadamente de tal modo que mi sexo, inevitablemente, se refregó una y otra vez contra el suyo, que exhibía un protuberante bulto. Yo pataleaba por liberarme pero nada lograba; mis puños se estrellaban una y otra vez contra su pecho, brazos y rostro, pero nada indicaba que le hicieran mella alguna. Quería gritar pero no tenía forma pues él no dejaba de aplastar su boca contra la mía. Cuando dejó de hacerlo, se dedicó a lamerme cada pulgada del rostro como si fuese un perro. La asquerosa saliva se me impregnó por todos lados: mi frente, mis mejillas, mi nariz, mis párpados…

Finalmente me liberó. Reculé un par de pasos y me restregué la mano por el rostro varias veces como tratando de quitarme ese sabor repugnante. Ahora sí podía gritar pero, extrañamente, quedé muda, tal vez por la impresión que me provocó el ver que no sólo mantenía su postura exultante sino que ahora, además, estaba comenzando a desabrocharse el pantalón. Eché un vistazo hacia la puerta de salida, la que conducía hacia el pasillo; intenté echar a correr hacia ella pero me atrapó por el vientre con su manaza y prácticamente me arrojó hacia atrás, haciéndome caer de espaldas sobre la mesa baja que yo utilizaba para codificar los motores.

Lancé un alarido de horror sin saber si realmente alguien me estaría oyendo desde la administración o desde las oficinas; quizá incluso todos se hubieran retirado.

“Abriendo las piernas, mamita, que le vamos a poner el código” – rio el despreciable sujeto mientras se inclinaba hacia mí con sus fauces babeantes. De un solo tirón se quitó el pantalón y lo arrojó a lo lejos, en tanto que mantuvo en mano su calzoncillo luego de haberse desprendido del mismo.

Yo, de espaldas contra la mesa como me hallaba, flexioné mi rodilla hasta la altura de mi pecho y le arrojé un puntapié con toda la fuerza que pude, clavándole el taco de mi sandalia en mitad de su pecho. Esta vez sí acusó recibo ya que se retorció en una convulsión y tosió reiteradas veces. Intenté aprovechar ese momento para escapar pero, una vez más, no logré hacerlo; al momento de intentarlo, me apoyó una pesada mano sobre mi hombro y me arrojó hacia atrás nuevamente. Una vez que me volvió a tener recostada sobre la mesa, me golpeó reiteradamente en el rostro con el calzoncillo que tenía en mano para, luego, dejarse caer sobre mí y enterrarme la prenda en la boca. Pasando sus manos por detrás de mi nuca, la estiró y anudó a modo de mordaza mientras yo me revolvía en arcadas.

“Está un poco transpirado, meado y cagado – me decía él, babeando asquerosamente -, pero va a servir para que estés calladita, jeje”

Luego me quitó la tanga de un tirón y se la llevó a la boca para pasarle la lengua; la arrojó a lo lejos y me tomó por las muñecas de tal modo de inmovilizarme mientras yo intentaba cerrar mis piernas, lo cual era en vano pues él mismo, con su propio peso, me las separaba. Sentí su poderosa verga sobre la entrada de mi sexo y en ese momento mi impotencia fue mayor que nunca; los ojos se me llenaron de lágrimas pues bien sabía que estaba a punto de ser violada: su miembro, sin ninguna delicadeza, ya comenzaba a abrirse camino dentro de mí…

“Dejá en paz a la señorita y desaparecé de acá”

La voz me sonó conocida pero, en mi conmoción, no llegué a identificarla. Me pareció incluso oír un “clic” como corolario a las palabras. El monstruo que se hallaba sobre mí aflojó súbitamente la presión y se giró ligeramente hacia atrás, lo cual me dio también a mí la posibilidad de ver. Quien estaba allí, de pie y sosteniendo un arma a escasos centímetros del rostro de mi inminente violador, no era otro que Luis: por eso la voz me había sonado conocida. Sólo un par de metros más atrás, alcancé a distinguir la desgarbada figura del sereno, cuyo rostro lucía la expresión bobalicona que en él era tan típica.

“Ja, no sos mi jefe” – boqueó el obrero aún sin quitárseme de encima.

“Y vos no vas a ser una persona viva si no te vas de acá y no volvés nunca más” – le soltó, desafiante, Luis.

El tipo, con expresión de odio, fue saliendo poco a poco de encima de mí. Buscó en el piso hasta dar con su pantalón y se lo colocó sin siquiera preocuparse por su prenda íntima que, para mi desgracia, seguía dentro de mi boca y anudada a mi nuca.

“Antes de matarte, te vamos a romper el culo entre todos, te lo aseguro” – espetó el tipo, como escupiendo las palabras.

“Menos amenazas y andá desapareciendo – le instó Luis, siempre tranquilo y sin dejar de encañonarlo -. Mañana quiero recibir el telegrama con tu renuncia porque, de lo contrario, esto termina en la justicia… y hay testigos”

El tipo estaba que hervía. Dirigía alternadamente la vista del sereno a Luis y de Luis al sereno, al cual se lo veía claramente nervioso ante lo tenso e impensado de la situación.

“Quiero mi indemnización” – dijo el obrero.

“Una mierda – replicó Luis -. Esto no es un despido: estás renunciando. Y si no querés hacerlo, entonces iremos a un tribunal y no sólo no vas a tener indemnización sino que, además, vas a terminar en una prisión en la cual va a ser a vos a quien le rompan el culo. Acá serás muy matón, pero allá te vas a encontrar con algunos ante los cuales vas a ser una nenita. No sé, yo diría que te conviene rajar y presentar tu renuncia antes de que esto se ponga más espeso”

Luis alzó aun más el cañón de su arma hasta apuntarlo directamente a los ojos del tipo. Éste ya no exhibía la seguridad de momentos antes; ahora lucía nervioso y hasta algo desprotegido. Se colocó el pantalón y, simplemente, se retiró del lugar; mientras lo hacía, llegó a arrojar algún insulto más a Luis, el cual, sin embargo, se mantuvo siempre tranquilo.

“Quiero el telegrama – le recordó cuando ya se iba -. Mañana”

Una vez que el tipo ya no estaba allí, Luis bajó el arma y se inclinó hacia mí para ayudarme a ponerme en pie a la vez que desanudaba la prenda íntima que hacía las veces de mordaza. Fue un gran alivio cuando esa cosa salió de mi boca; aun así, tosí un par de veces y estuve a punto de vomitar.

“Gra… cias” – balbuceé cuando recuperé la respiración.

“Agradézcaselo a Milo, Soledad – me dijo Luis cabeceando en dirección al sereno -. Fue él quien me vino a avisar lo que estaba ocurriendo”

Yo estaba aturdida, confundida. Miré al sereno; ignoro si mi rostro evidenció algún gesto de agradecimiento pero, por lo pronto, él me respondió con un asentimiento y, como siempre, con su tonta sonrisa. Casi al instante escuché sonido de tacos y de inmediato vi llegar a Tatiana, la rubia y bella novia de Luis. La escena con la que se encontró estaría, seguramente, lejos de ser la esperada y no pudo evitar llevarse una mano a la boca con espanto al ver no sólo el aspecto desaliñado que yo lucía sino también el arma en mano de su novio.

“¿Qué… pasó acá?” – preguntó, consternada.

“Nada – respondió Luis, con tono tranquilizador -; un pequeño incidente que ya está solucionado”

Tatiana clavó la vista en un punto junto al zócalo de la pared e instantes después se acuclilló y, al volverse a incorporar, pude notar que en su mano sostenía la tanga que el operario abusador me había, en un momento, quitado. Me miró con los ojos desorbitados por el horror:

“¿Intentaron… violarte?”

“Ya pasó – insistió Luis, quien parecía persistir en bajarle el tono a la cuestión -. Por suerte el retardado que lo intentó ya no es parte de la planta”

“¿No… se va a hacer algo más al respecto? – pregunté, frunciendo el rostro -. ¿Alguna demanda judicial?”

“Eso ya es algo que corre por tu cuenta – respondió Luis -; sos vos en este caso la parte afectada y, por lo tanto, si hay que llevar el caso a la justicia, te corresponde y es tu derecho pero… no te lo recomiendo”

Me quedé mirándolo interrogativamente.

“Si lo denuncias por violación – continuó Luis -, vas a tener que demostrarlo… y aquí no hubo violación. Deberías denunciarlo por tentativa pero eso es muy difícil de probar”

“¡Me… llegó a… introducir la…!”- repliqué airadamente pero no llegué a terminar mi protesta; con sólo echar un vistazo hacia los demás me invadió una profunda vergüenza acerca de lo que estaba por decir; de cualquier modo, aun sin hablar, estaba todo suficientemente claro, incluso para el sereno, a quien creí ver bajar la cabeza para ocultar una sonrisita; el gesto, claro, me molestó.

“Eso no va a servir ante la justicia – objetó Luis -; seguramente él dirá en su defensa que hubo mutuo acuerdo…”

“¿Mutuo acuerdo? ¡Intentó violarme! ¡Me golpeó!”

“No hay ninguna marca en tu rostro ni en ningún lado – dictaminó Luis mirándome de arriba abajo -. Sólo te golpeó con… su calzoncillo”

“¡Luis! – exclamé y me trabé de inmediato -. S… señor Luis… ¿Lo está acaso defendiendo?”

“¿Parece eso? – preguntó el abriendo grandes los ojos -. Vine apenas Milo me llamó, encañoné a tu agresor con un arma y luego le di el raje. ¿En qué se ve que lo esté defendiendo?”

“Pero… usted… no lo ha despedido”

“En primer lugar, no puedo hacerlo porque no es formalmente mi empleado sino de Hugo. Y en segundo lugar, de algún modo lo hice: le exigí su renuncia bajo amenaza de llevar el caso a la justicia”

“Pero… señor Luis, usted mismo ha dicho que sería muy difícil ganar en juicio un caso como éste”

“Sí, pero él no lo sabe. La cuestión aquí fue asustarlo para que renuncie. Y créeme, va a hacerlo”

Bajé la cabeza con resignación; tal vez, después de todo, Luis tenía razón y lo que había hecho era lo mejor que se podía hacer más allá de que me diera rabia que un tipo que había intentado violarme no se fuera de allí con un castigo mayor. Tatiana se acercó a mí caminando con un paso que se me antojó felino (¡Dios!, ¿esa mujer no podía dejar de ser sensual en ningún momento?) y me tendió mi tanga, la que instantes antes alzara del piso. Agradecí con un asentimiento de cabeza y tomé la prenda pero, casi automáticamente, la dejé cae; me generó rechazo.

“Lo s… siento – me excusé -; está… toda ensalivada por ese desgraciado… y… n… no puedo ponérmela”

“Es entendible – apuntó Tatiana con tristeza y a la vez con empatía -. Puedo prestarte la mía”

“Ta…tiana – musité -; te lo… agradezco infinitamente pero no puedo quitarte…”

“Yo se la pensaba quitar de todos modos apenas regresáramos a la oficina” – apuntó Luis en tono de sorna y con un guiño de ojo.

“De verdad, Soledad – dijo Tatiana -; no hay problema. Me la devolverás mañana”

Con un asentimiento, acepté finalmente el ofrecimiento. Ella, sin pudor alguno, subió su falda hasta las caderas y pasando las manos por debajo de la misma, hizo deslizar su prenda íntima, que corrió piernas abajo. Demás está decir que, a pesar de la naturalidad con la que pareció hacer tal acción, no la hizo como un trámite sino que imprimió en cada movimiento esa misma sensualidad que le afloraba por cada poro. Luis la miraba con aire divertido y el sereno con una lascivia casi animal. Cuando tuve la tanga en mano eché una fugaz mirada en derredor y comprobé que cada uno de los tres estaba aguardando a que me la colocara. Me invadió una indescriptible vergüenza, inusitada para esa altura a la luz de las cosas que me habían ocurrido en esa fábrica.

“Voy… al toilette – dije, nerviosa -; sepan disculpar”

En ese momento Tatiana acercó su rostro al mío y me habló al oído en un cuchicheo:

“Tenés las nalgas sucias – me dijo -. Ese desgraciado te dejó marcadas sus manos engrasadas”

Sentí más vergüenza aun pues eso era algo en lo que no había pensado y, así como Tatiana lo había advertido en alguno de mis movimientos, era fácil pensar que también debían haberlo hecho Luis y el sereno.

“Yo te acompaño” – dijo Tatiana sin dar más explicación al respecto y me tomó por el brazo no en gesto de guiarme sino justamente, y tal como lo había dicho, de acompañarme. Pude ver de reojo cómo Luis y el sereno nos iban siguiendo con la mirada.

Una vez dentro del toilette, Tatiana me tomó suavemente por los hombros de tal modo de hacer girar mis espaldas hacia el espejo para que yo pudiera verme; luego tomó mi falda y la levantó.

“Mirá cómo estás – me dijo -; así no podés ir a ver a tu novio”

Fue como si una doble alarma hubiera sonado en mi cerebro: por un lado me hizo recordar que, en efecto, fuera de la fábrica me aguardaba Daniel, quien era imposible que tuviera idea alguna acerca de lo ocurrido; seguramente habría visto salir por el portón a un obrero fortachón con aire de fastidio y resentimiento, pero nada más. Por otra parte, las palabras de la novia de Luis me hicieron tomar súbita conciencia del desastre que podría haber significado que Daniel me viera con dos manos marcadas sobre mis nalgas. Sería… el fin de la relación y del proyecto matrimonial; me costaba, para esa altura, determinar si eso era bueno o malo, pero la realidad era que yo no sabía todavía cuál era el lugar real que ahora ocupaba Daniel en mi vida y, como tal, la posibilidad de contraer nupcias con él en pocos días más me ponía tan nerviosa como la de terminar con la relación.

Al girar la vista por sobre mi hombro pude ver, en efecto, esas dos horribles manos marcadas en mis nalgas y, dado que el sujeto las había paseado largamente por mi cola, daba la impresión de que mil dedos hubieran jugado allí. Tatiana me hizo girar nuevamente, haciéndome parar, esta vez, de frente al espejo para luego apoyarme una mano sobre la base de la espalda e instarme a que me inclinase hacia el lavabo.

Ella mojó durante largo rato sus manos en el grifo y luego las apoyó sobre mis nalgas para enjugarlas y recorrerlas con sus húmedos dedos haciendo fricción sobre mi carne a los efectos de borrar las manchas. El resultado fue pura excitación para mí y, por cierto, en el momento más inesperado si se consideraba que acababa de zafar de un intento de violación: el marco menos propicio para volver a excitarse. Sin embargo, ese movimiento en círculos que las yemas de sus dedos trazaban sobre mi carne, trajo irremediablemente a mi cabeza y mis sentidos el recuerdo de Luciano. Tatiana, había que decirlo, lo hacía fantásticamente bien, tanto como él o aun mejor: fue, por lo tanto, inevitable para mí verme arrastrada hacia un incontrolable frenesí que pareció apoderarse de mi voluntad, así como también hacia el ferviente deseo de que ella no terminase nunca con lo que me estaba haciendo.

El máximo momento llegó cuando embadurnó sus dedos en el jabón que se hallaba junto al lavabo para dedicarse luego a enjabonarme toda la cola… Su mano me recorrió cada centímetro deslizándose, en más de una ocasión, por dentro de mi zanja; cada vez que ello ocurrió, tuve la sensación de que Tatiana aminoraba la intensidad del movimiento haciéndolo más lento, seguramente a los efectos de que yo lo gozara aun más: si ése era su objetivo, lo conseguía con creces pues yo me hallaba en estado de absoluta docilidad, mansa y entregada. Ella advirtió, sin dudas, mi excitación; acercó su rostro de tal modo que pude sentir su lésbico aliento sobre mi nuca: cuando estuvo a tiro de mi oreja, introdujo su lengua en ella. La temperatura de mi libido se elevó a tal punto que, en ese momento, fue como si me hubiese olvidado por completo del traumático momento que acababa de vivir sólo unos minutos antes… O, tal vez, encontraba en esa mujer la antítesis justa para exorcizar el trauma vivido a manos de aquel degenerado.

“Te gusta, ¿no?” – me susurró ella al oído entre beso y beso.

Yo ni siquiera podía contestar; estaba en cualquier planeta, cerrados mis ojos y dirigido mi rostro hacia el techo del toilette. Cuando cesó de manosearme y asearme la cola, lo lamenté; hice esfuerzos sobrehumanos por reprimir mi impulso de pedirle que continuara con lo que estaba haciendo. Abrí mis ojos y me encontré con una prenda íntima femenina pendiendo a pocos centímetros por delante de mi rostro; era, por supuesto, la que Tatiana se había quitado y que yo, en mi excitación, había dejado caer sobre el borde del lavabo sin darme cuenta. Ella, claro, la sostenía en espera de que yo me la pusiese.

“¿Te… puedo pedir que me la coloques?” – pregunté y apenas terminé de decirlo, me sentí morir al no poder creer mi desvergonzada osadía.

Ella sonrió.

“¿Te gustaría eso?” – preguntó.

“Me encantaría”

No me reconocía en mis propias palabras; me costaba creer que era yo quien hablaba.

“Como quieras” – me susurró ella al oído al tiempo que se acuclillaba para pasarme la prenda primero por un pie y luego por el otro. La fue llevando hacia arriba despaciosamente, haciéndome sentir el roce en lo más íntimo y, aunque se trataba sólo de una prenda interior, era como si algo de la sensualidad de aquella increíble mujer estuviera presente en la misma. Por otra parte, a medida que iba subiendo la tanga, sus dedos recorrían mis piernas como en una suave y sensual caricia.

Cuando me la calzó, la llevó bien arriba y eso fue el súmmum, ya que sentí la prenda entrar en mi zanja y en mi sexo del mismo modo que si ella me estuviera penetrando y, de hecho, quise pensar que era así. Cuando soltó la tanga, volví a lamentarme y, aunque quedé un rato con los ojos cerrados y aún en estado de éxtasis, comprendí que el momento ya había pasado y que no quedaba otra más que abrir mis ojos. Al hacerlo, un sobresalto se apoderó de mí: Tatiana se hallaba a mis espaldas pero, algo más atrás y cerca de la puerta, estaba, como no podía ser de otra forma, Luis, mirando la escena con expresión aprobatoria. La imagen me retrotrajo al momento en que nos espiaba a la vendedora y a mí desde la cortinilla del probador de aquella tienda. ¿Podía acaso ser de otra forma? Había sido iluso de mi parte no pensar en que Luis iba a estar allí: conociendo sus gustos, era muy poco probable que se perdiese un espectáculo como el que Tatiana y yo acabábamos de brindarle. Algo más atrás todavía… se hallaba el sereno, desorbitados sus ojos ante lo que veía.

Otra vez la vergüenza se apoderó de mí; me giré casi de un salto e, instintivamente, me cubrí con las manos cuanto pude.

“¡Formidable! – felicitó Luis -. Creo que nos esperan días muy placenteros; me aplaudo a mí mismo por la idea de juntarlas”

Bajé la cabeza y me excusé apenas con un gesto; eché a andar hacia la puerta y, en el estado en que estaba, ni siquiera tuve la delicadeza de agradecer debidamente a Tatiana por su prenda. Cuando salí del toilette, el sereno lo hizo detrás y me siguió los pasos, lo cual me intranquilizó sobremanera al venir yo de un episodio de abuso. Aceleré mi paso pero siempre lo tuve detrás; su intención, seguramente, era acompañarme o vigilar mi salida de la fábrica pues no era de descartar que el tipo que había intentado violarme me estuviera aguardando afuera. Era bastante posible, incluso, que fuera Luis quien le hubiera asignado tal tarea. Por suerte, al asomar mi cabeza por la puerta de calle, pude comprobar que en el lugar sólo se hallaba Daniel, quien me esperaba dentro del auto con gesto impaciente.

Caminé presurosamente hacia el vehículo y al subir a bordo, miré al otro lado del parabrisas y vi al sereno de pie en la puerta de la fábrica.

“Te echó el ojo durante todo el camino desde la puerta hasta el auto – protestó Daniel. El comentario me intranquilizó pero, por suerte, él mismo desvió un poco el eje antes de que yo llegara a decir algo -. ¿Qué pasó que tardaste tanto? ¿Mucho trabajo extra?”

Le eché una mirada que buscó ser lo más recriminatoria posible. Si había ironía en sus palabras, desde ya que me molestaba, pero al momento en que Daniel puso en marcha el auto para alejarnos del lugar, no pude evitar el pensar en cuán ingenuas serían seguramente sus conjeturas acerca de lo que realmente pasaba en esa fábrica. Su máximo motivo de preocupación parecía ser un sereno algo feo y algo retardado. Lejos estaba de imaginar que, apenas unos minutos antes, un tipo había intentado violarme en la planta y que ese mismo tipo debía haber, seguramente, pasado ante sus narices al retirarse. Mucho menos, claro, podía suponer que una mujer de aspecto despampanante me había estado aseando las nalgas a la vista de su propio novio. Imposible…

Por suerte (o por desgracia) al poco rato Daniel ya hablaba sólo de los preparativos de la ya cercana boda mientras yo fingía escucharlo…

CONTINUARÁ