La fàbrica (11)
Soledad continúa siendo sometida a degradante humillación por Evelyn y su amiga Rocío; aparecen algunas novedades en cuanto a quién es quién dentro de la fábrica
Quedé helada y muda; un gritito de horror se ahogó en mi garganta sin llegar a salir.
“Jaja – rió Evelyn -. Vamos, Ro, no te hagas la tonta. Bien sabés lo que es eso…”
Rocío giraba en su mano el objeto de forma de falo como buscando apreciarlo desde todos los ángulos; lo miraba con expresión intrigada y rostro ceñudo.
“Te juro que no sé lo que es” – dijo sacudiendo su rubia cabellera.
“Jaja, qué boluda que sos… Digamos que es un juguetito con el cual entretengo a Luchi”
“¿Luchi? ¿El hijo de Di Leo?” – preguntó Rocío abriendo grandes los ojos.
“¿Cuántos Luchi conocés, tarada?”
Rocío quedó en silencio; seguía inspeccionando el objeto.
“¿Y… qué le hacés con esto? ¿Por qué tiene forma de pija?”
“¡Porque es un consolador, pedazo de pelotuda!”
La expresión de asombro en el rostro de Rocío aumentó. Pareció como si sintiera una súbita repulsión y hasta estuvo a punto de dejar caer el objeto sobre el escritorio, pero lo mantuvo entre sus dedos a pesar de ello.
“¿Un consolador? – preguntaba, con los ojos saliéndosele de las órbitas -. ¿Y… se lo metés en el culo?”
“Jaja, sí tonta… Es un hombre, ¿dónde sino?”
“Y… ¿a él le gusta?”
“Le en-can –ta – remarcó Evelyn -. Yo hice que le gustara, jiji… aunque eso es algo que en la mayoría de los hombres está latente. Mueren por tener una pija enterrada en el culo. Alguna vez leí en internet que durante los primeros meses del embarazo el sexo no se define y hasta entonces todos los nonatos son básicamente mujeres. El sexo masculino se define más tarde… y a mí me parece que algo de nenita siempre les queda, jeje”
“¿Vos decís?” – preguntó Rocío, volviendo su atención hacia el objeto que tenía en mano.
“Es así”
La rubia se mantuvo en silencio. De pronto su rostro pareció iluminarse.
“¿Y no le podemos meter esto en el culo?” – preguntó de sopetón.
“¿A quién?”
“A ella” – señaló hacia mí; el peor de mis temores comenzaba a confirmarse. Otra vez el helor recorriéndome la espalda.
“Jaja… ¿A Sole? ¿A nadita? – carcajeó Evelyn -. ¡Nena! Al final sos más perversa que yo…”
“¿No estaría bueno?” – preguntaba Rocío, quien no reía en absoluto sino que parecía hacerse cargo de su plan con absoluta seriedad.
Se produjo un silencio de algunos instantes durante los cuales yo no sabía cómo contener ni mi ansiedad ni mis nervios.
“La verdad que es… una excelente idea – dijo finalmente Evelyn, con la cadencia propia de quien está pensando -. Brillante idea, Ro. No me arrepiento en absoluto de haberte pasado el control de las cuentas más fuertes que tenía nadita…”
Las palabras eran tanto o más lacerantes que los actos o los sádicos planes de ambas. Supe que mi suerte estaba definitivamente sellada desde el momento en que a Evelyn le había gustado la idea de su amiga. No tenía más remedio que entregarme a lo que vendría. Apoyando las palmas de sus manos sobre mis nalgas, Evelyn tiró de ellas hacia afuera de tal modo de separarlas y dejar al descubierto mi orificio anal.
“Ya está la puerta abierta; que pase el invitado…” – dijo Evelyn en un tono de sorna que sonaba casi diabólico.
Sentí de inmediato cómo la punta del objeto se apoyaba sobre mi orificio y, acto seguido, ingresó sin piedad dentro de mí. Rocío era totalmente inexperta: se movía como una adolescente descubriendo el placer por las cosas nuevas, pero no tenía ni la experiencia ni la más mínima idea acerca de cómo hacer esas cosas. No jugueteó en absoluto ni mucho menos lubricó; no se dedicó a ir dilatando los plexos poco a poco: simplemente entró, como una chiquilla torpe y ansiosa…
Mi grito de dolor hendió el aire; crispé los puños y pataleé.
“Jaja – rió Evelyn -. ¡Ro, sos una bestia! ¿Cómo le vas a entrar así?”
Su amiga, sin embargo, no parecía oírla o bien estaba tan fascinada por el nuevo juguete que seguía adelante sin ningún miramiento. Lo hizo girar dentro de mí y el dolor fue tan grande que mi cuerpo se retorció por completo; creo que eso la debió haber excitado ya que insistió particularmente en ese movimiento y lo repitió una y otra vez, primero en el sentido de las agujas del reloj, luego en contrario. No sé durante cuánto tiempo estuvo haciéndome eso y, aun cuando Evelyn la regañó varias veces, no se detuvo; los retos de Evelyn, de todos modos, daban más impresión de burlarse de mí que de buscar realmente detener a su amiga.
“¿Cómo lo estás pasando, nadita? – preguntó súbitamente Rocío alzando el tono de su voz; la desconocía por completo -. ¿Bien? Así me gusta. Te voy a dejar de tal forma que no te vas a poder sentar a tu escritorio por varias semanas, jiji… Abrile más el culo Eve, que a esta zorra le voy a meter la caquita para adentro”
Eve no repuso absolutamente nada. ¿Qué esperaba yo después de todo? Por el contrario, soltando una risita, abrió más aún mis plexos haciendo que el consolador entrase por completo y, por supuesto, un nuevo alarido brotara de mi garganta.
Cuando todo hubo terminado, yo casi no podía dar un paso. Había sido azotada y luego penetrada; el dolor era tanto que no me permitía casi caminar erguida y mis rodillas se doblaban todo el tiempo. A duras penas conseguí llegar hasta la puerta y salir de allí una vez que Evelyn nos ordenó, tanto a Rocío como a mí, que volviéramos al trabajo.
Una vez en el pasillo, la rubia ni siquiera me dedicó una mirada: simplemente echó a andar en dirección hacia la zona de escritorios. Yo permanecí en el lugar apoyada contra una de las paredes. El dolor era realmente terrible. Miré hacia la puerta de la oficina de Hugo. ¿Qué debía hacer? Luciano me había manifestado, en algún momento, que ni él ni su padre eran afectos a los castigos corporales y, de hecho, en ello había radicado el conflicto con Luis luego de que yo fuera azotada. Caminando como pude me acerqué hasta la puerta y apoyé la mano sobre el pomo; planeaba, incluso, entrar sin golpear a los efectos de que Hugo fuera puesto rápidamente al corriente de lo ocurrido. ¡Dios! No soportaba el dolor en mis nalgas. De pronto recordé el ungüento y pensé en lo bien que me vendría en ese momento; e inevitablemente, ello me llevó a pensar también en Luciano. ¿No sería mejor acudir a él antes que a Hugo? Lo que me detenía era el choque de sensaciones y sentimientos que se libraba en mi interior pues, de ser cierto lo dicho por Evelyn, Luciano había abogado por mi despido.
Mi cabeza estaba hecha un matete; no sabía qué hacer: por lo pronto, lo único que sabía era que necesitaba hablar con Luciano ya fuera para ponerle al tanto de lo ocurrido en la oficina de Evelyn o para, simplemente, mandarlo a la mierda como hijo de puta que era. Solté el pomo de la puerta y miré hacia el final del pasillo en dirección a la planta. ¿Estaría Luciano allí? Me detenía el hecho de que yo jamás había estado en la planta y no sabía realmente cómo podría caer el hecho de ir allí por cuenta propia y sin orden alguna ni autorización.
Me encaminé hacia el final del pasillo, en dirección contraria a la que había tomado Rocío. Caminaba de un modo casi quebradizo como si mis piernas fueran a ceder de un momento a otro y sabiendo que mi culo debía estar rojo como un tomate. Al llegar al límite, abrí la puerta y, súbitamente, me hallé en un mundo nuevo: era como haber cruzado a través del ropero hacia Narnia pero infinitamente más perverso…
Equipos, máquinas, cintas de embalar, cintas transportadoras: ¿qué otra cosa esperaba encontrar? Claro, obreros, por supuesto, y los había por donde mirase. No puedo describir la expresión generalizada en sus rostros al verme allí, luciendo una falda tan corta. No sólo me devoraban sino que además me penetraban con ojos lascivos y llenos de lujuria. Fue entonces cuando tuve la horrible sensación de haber dado un paso equivocado al haber ido a la planta: aquel lugar no era, por cierto, un sitio en el cual fuera grato estar. Estaba a punto de girarme y alejarme rápidamente de allí aun a costa de que mi defectuosa marcha les brindase a la vista el espectáculo de mis cachas. Y en eso se me apareció Luciano…
Salió de entre los operarios como si hubiera sido uno más de ellos y, de hecho, yo no había notado su presencia en el lugar. Su semblante lucía desencajado por el asombro; se acercó para hablarme en voz baja:
“¡Soledad! – me susurró entre dientes -. ¿Qué… estás haciendo acá?”
Yo seguía aterrada mirando en derredor hacia todos aquellos tipos que, habiendo suspendido momentáneamente sus labores, me miraban tal como lo haría una jauría de lobos famélicos. Resultaba loco y paradójico que, ante tal panorama, necesitase yo de la ayuda de Luciano, quien había tenido hacia mí un comportamiento horrendo y miserable. Lo miré…
“Necesito el ungüento” – le dije.
Luciano miró nervioso en derredor y, rápidamente, me tomó por un brazo para acompañarme fuera de la planta. Yo caminaba mal y no tengo la menor duda de que, apenas me giré, mis nalgas quedaron a la vista de todos. Poco después recorríamos el pasillo.
“Vamos a la oficina de mi viejo – dijo él -. No está”
Ingresamos, en efecto, a la oficina de Hugo Di Leo y pude comprobar que no había nadie, lo cual convertía en inútil mi plan de unos minutos antes. Recién cuando estuvimos adentro, Luciano me soltó el brazo y se encaró conmigo; en la expresión de su rostro se conjugaban su curiosidad por saber acerca de lo ocurrido y su furia por haberme yo presentado en la planta de ese modo. Fue lo primero que me recriminó, de hecho:
“¿Te volviste loca? ¿Cómo se te ocurre caer así en la planta? ¿A qué fuiste?”
“Te estaba buscando” – respondí.
“No se te ocurra volver a hacerlo. No andes detrás de mí: me puede traer problemas, ¿me entendés? Mi esposa me tiene desconfianza y si nos ve con tanto secreteo, en fin…”
Oyéndole, pensaba que si su esposa desconfiaba no era sin justa razón; volvió a campanillearme por un segundo en el cerebro aquel plan que yo había tenido de ponerla a ella al tanto de lo que él hacía en la fábrica, pero alejé, de momento, la idea de mi cabeza: no había ido en busca de Luciano para eso.
“¿Qué pasó?” – me preguntó.
A pesar de todo lo que lo odiaba, algo me hacía subir y bajar el pecho cuando estaba frente a él y, en ese momento, justamente, me di cuenta de cuánto lo había extrañado todos esos días y, por principio transitivo, de cuánto me habían dolido sus engaños y traiciones. Era tal mi estado de conmoción y confusión que no lograba articular una palabra. Impaciente, Luciano giró sobre mi espalda y me levantó la falda.
“¿Quién te hizo esto?”
Ése era mi momento. Recordaba perfectamente cuánto se había molestado al enterarse del exceso de atribuciones que se había tomado Luis al azotarme en las nalgas. El caso de Evelyn era incluso peor ya que ella era allí tan sólo secretaria y no jefa. Contarle a Luciano lo ocurrido podía significar abrir el camino para librarme de ella y volver a poner las cosas más o menos como estaban antes; incluso, y en parte me odiaba por pensarlo, se me cruzaba la idea de recuperar la confianza de Luciano y, recíprocamente, volver a confiar yo en él.
“Evelyn me golpeó” – dije, fríamente y casi sin deje alguno de emoción en la voz.
“¿Qué hizo qué?” – preguntó incrédulo, elevando la voz y arrugando por completo todo su rostro.
“Me… azotó, del mismo modo en que lo hiciera Luis en su momento”
Con gesto de perplejidad, se llevó una mano a la cabeza y se restregó la sien, a la vez que comenzaba a ir y venir nerviosamente por la oficina.
“No lo puedo creer. No puedo creerlo – repetía incesantemente -. Esta fábrica parece una gran cañería en la que uno repara en un sitio y al instante comienza a perder por otro. ¿Y por qué lo hizo?”
“Dijo que… era un castigo. Además llamó a Rocío y entre ambas me… penetraron por la cola con un consolador”
“¿Me estás jodiendo? – rugió Luciano a grito partido -. No lo puedo creer, insisto. ¡Esa mina es una enferma!”
Por dentro sonreí, pero busqué no exteriorizarlo. No debía demostrar a Luciano que me estaba alegrando de que mi plan de hacer echar a Evelyn pareciera, por el momento, ir sobre ruedas.
“¡Vamos ya mismo a hablar con ella! – bramó volviendo a tomarme por el brazo; le aparté la mano con delicadeza.
“Luchi…” – dije.
Se giró hacia mí notablemente sorprendido. ¿Debía yo decirle que Evelyn ya me había puesto al tanto de que el plan de él era sacarme de en medio? Me moría, por supuesto, de las ganas de hacerle saber que yo lo sabía, pero debía ser inteligente y morderme la lengua.
“¿No me vas a aplicar el ungüento?” – le pregunté haciendo una caída de ojos que, claramente, lo dejó turbado.
Se quedó durante un rato mirándome fijamente; seguía nervioso pero alguno de los tantos colores que había tomado su rostro parecía estar mutando. Echando un vistazo en derredor, buscó con la mirada el pomo de ungüento y, una vez que lo ubicó, fue por él.
“Date la vuelta” – me dijo.
Me giré y, de inmediato, volví a sentir el roce de las yemas de sus dedos masajeando las redondeces de mis nalgas. ¡Cuánto había extrañado eso! De hecho, había llegado a pensar que no experimentaría esa sensación nunca más. Cerré los ojos y me entregué al momento; de pronto fue como si todos los dolores se alejaran…
Una vez que, para mi pesar, hubo terminado con su trabajito sobre mi cola, me tomó ya no por el brazo sino por la mano y prácticamente me arrastró fuera de la oficina y luego en dirección hacia la de Evelyn. Irrumpió intempestivamente y sin llamar; ella estaba allí, al otro lado del escritorio y no pareció turbarse en demasía por lo inesperado de la irrupción: por el contrario, se mantuvo serena.
“¿Qué ocurrió con esta chica?” – preguntó, enardecido, Luciano, mientras levantaba mi mano entrelazada con la suya. Por dentro, yo lo estaba viviendo como un triunfo.
Evelyn, en tanto, sólo atinó a encogerse de hombros y fruncir la boca.
“¿Con nadita? – preguntó -. ¿Por…?”
“Por esto “– espetó él al tiempo que me hacía girar por completo para levantar mi falda y enseñar mi cola enrojecida.
“Ah, eso… - dijo desdeñosa Evelyn -; recibió un castigo simplemente”
“¡Bien sabés que a mi viejo no le gustan ese tipo de métodos! – replicó él, siempre enérgico -. ¡Puede traernos problemas legales! ¿Qué pasa si hay una denuncia en nuestra contra?”
“Jaja, justo vos hablando de denuncias, Luchi – rió ella -; sos el menos indicado. ¿O creés acaso que sería provechoso para la empresa que se supiese que le hacés la colita a las empleadas?”
“Yo no soy su superior formalmente – objetó él -; no existe figura de acoso en ese caso; sólo fue… común acuerdo. Lo tuyo es muy diferente: es difícil pensar en agresión física por común acuerdo”
Ella levantó las cejas.
“En eso te doy la razón – dijo ella -; no me caben dudas de que nadita gozó como loca cuando se la dabas por el culo y que seguramente te lo pidió. De hecho, en esos videos tan instructivos que vi se puede apreciar bien que ella está a full mientras le hacés el orto. No parece que lo hiciera obligada…”
Vergüenza y a la vez odio. Eso era lo que yo sentía. Tenía, sin embargo, que controlar mis ganas de saltarle encima como una fiera y arañar su rostro hasta dejarle marcas de por vida. Luciano estaba allí y se lo notaba alterado; yo simplemente debía obrar con cautela y dejar que las cosas siguieran su curso: un impulso de mi parte podía estropearlo todo. Evelyn ya tenía, a mi entender, un pie fuera de la fábrica…
“A propósito de eso – dijo Luciano, siempre dando la impresión de estar muy enfadado -. Me he enterado que, además de golpearla, entre Rocío y vos hicieron algunas otras cosas con ella”
Una sonrisa de oreja a oreja se dibujó en el rostro de Evelyn. Tomó de encima de su escritorio el consolador con el cual me había penetrado y recién entonces cobré conciencia de que lo tenía allí a la vista y yo ni siquiera me había percatado de ello.
“Le metimos esto, justamente – reconoció Evelyn, con gesto de picardía -, pero, je, a vos no necesito presentártelo, ¿no?”
Miré en ese momento a Luciano y pude ver cómo su rostro se transformaba totalmente; fue como si de pronto hubiera quedado sujeto a un trance hipnótico o algo parecido. Bastó que viera el consolador en manos de Evelyn para que quedara mudo, absorto, como estúpido…
“Te dieron celos, ¿no?” – se mofó ella mientras movía el objeto en el aire como trazando círculos.
Yo no podía creer que ella fuera capaz de exhibir tanta insolencia. Esperaba una airada y visceral respuesta por parte de Luciano pero, sin embargo, ésta no llegaba. Había empalidecido. ¿Podía ser tanto el poder que ese objeto tenía sobre él? Yo tenía ganas de golpearlo, de traerlo a la realidad, de que despertase.
“Acercate Luchi…” – le conminó ella, flexionando otra vez su dedo índice como en su momento lo había hecho conmigo.
Con absoluta incredulidad, tuve que ver cómo él caminaba alrededor del escritorio y se ubicaba junto a ella quien, siempre sentada, giró su silla. Evelyn le guiñó un ojo.
“De rodillas, bebé hermoso” – le dijo ella.
Yo seguía esperando ilusamente el momento en que todo aquello terminase, en que él decidiese, de una vez por todas, cruzarle el rostro de una bofetada por su increíble insolencia y disponer todo ante Hugo para que se la despidiera de su puesto. Pero no: nada de eso ocurría. Por el contrario, él se arrodilló tal como ella le había pedido que lo hiciese.
Evelyn lo miró, encendidos sus ojos e iluminado su rostro, que exhibía una sonrisa que se iba haciendo cada vez más perversa. Acercó el objeto a la boca de Luciano y frunció sus labios, como indicándole que hiciera lo propio para besar la punta del consolador. Ante mi total incredulidad, él lo hizo. Ella rió y sonó como la risa de una bruja; luego empujó con el objeto por entre los labios de Luciano hasta separarlos y se lo introdujo en la boca sin más miramientos mientras él se encargaba de lamerlo y chuparlo. En ese momento recordé que ese mismo objeto había estado en mi culo algún rato antes y que muy probablemente no hubiera sido aseado después de ello, lo cual, de modo inexplicable, me produjo alguna excitación dentro de mi rabia y mi consternación. Evelyn, sin dejar de juguetear y hacer círculos con el consolador dentro de la boca de Luciano, se inclinó hacia él para besarlo en la frente.
“De pie – le dijo luego – y date la vuelta, lindo. Abajo el pantalón que quiero ese culito… y estoy segura que tu culito también quiere esto, ¿verdad?”
Removió una y otra vez alocadamente el objeto en la boca de él tras hacer su pregunta, a la cual Luciano respondió con un asentimiento y alguna interjección ahogada: se lo veía como si fuese un juguete de Evelyn, absolutamente entregado a la voluntad de ella; costaba creer que quien estaba en tan indigna posición era el hijo de Di Leo. Cuando ella le retiró el consolador de la boca, él se puso en pie tal como Evelyn le requería y, tras girarse, desabrochó y bajó su pantalón junto con el slip. Por primera vez vi la cola de Luciano desnuda y me pareció hermosa, deseable, perfecta en su redondez: casi podía entender el perverso deseo de Evelyn de penetrarla con ese demencial objeto.
La escena que siguió fue de lo más bizarro y decadente que me tocó ver dentro de la fábrica. Ella le jugueteó un poco con el consolador rozándole una y otra vez la zanja del ano; luego le pidió que separara las nalgas y, despaciosamente y como con experiencia, se lo fue enterrando poco a poco. Yo miraba la expresión del rostro de Luciano y sinceramente no podía creer lo que estaba viendo. No era un hombre; era un adefesio sin voluntad.
“¿Qué sos?” – le preguntaba ella, sonriente.
“Un… putito” – respondía él entre jadeos y gemidos casi femeninos.
“Mmm, sí, un putito, MI putito”
“Sí, Evelyn, sí… tu putito”
“¿Y ese culito de quién es?”
“Mmmmmm… tuyo, Evelyn, mi culito es tuyo”
Era más de lo que podía soportar. Ver a Luciano entregado de esa forma tan indecorosa era realmente intolerable y, más allá de ello, los celos volvieron a atacarme al ver que ella lo hacía gozar de ese modo. Por otra parte, y para terminar de coronar el cuadro, mi esperanza de que Luciano intercediera para despedir a Evelyn daba definitivamente por tierra: sólo era un puto sumiso en manos de ella…
Una vez más bajé la cabeza y me sentí vencida; no quise seguir mirando, así que di media vuelta y, sigilosamente, abrí la puerta para marcharme de la oficina mientras a mis espaldas sólo se escuchaban los jadeos de él en los que se mezclaban el dolor y el placer.
Me detuve en el pasillo; no tenía casi fuerzas para caminar: no se trataba ya sólo de la paliza recibida de parte de Evelyn sino del shock provocado por lo que acababa de ver. Eché un vistazo hacia las otras oficinas; ya sabía que Hugo no estaba. ¿Qué sería de Luis? Era, desde ya, un enfermo que gozaba masturbándose viendo a chicas manosearse pero, aun así, él era casi mi única esperanza allí dentro. Evelyn ya no era empleada suya desde luego y no era posible pensar entonces en que la despidiese, pero un nuevo plan comenzó a carburar en mi cerebro. Golpeé con los nudillos en la puerta y apenas un segundo después la voz de Luis me invitaba a pasar.
“¡Soledad! – me saludó alegremente Luis -. ¡Qué agradable sorpresa verle por aquí! ¿Algún problema? ¿Falda rota? ¿Tanga perdida?”
“No… nada de eso – dije, tratando de mantenerme lo más calma posible -. Es… es Evelyn el problema”
“¿La colorada ésa? – preguntó Luis, pareciendo sorprendido aunque sin despegar del todo la vista de algo que miraba en su monitor -. ¿Qué le pasa ahora?”
“Abusa de su poder – respondí enérgicamente -. Se… excede en sus atribuciones”
“Eso fue justamente de lo que me acusaron a mí en su momento – señaló Luis frunciendo la boca -. De todos modos, ya no es mi empleada; está fuera de mi competencia; tendría que hablarlo con…”
“Hugo está enfrascado en lo suyo y no es fácil hablar con él – repuse anticipándome a lo que diría -; ya ni siquiera me llama a la oficina; parece que Evelyn fuera ahora mi jefe y no él…”
“Insisto, no puedo hacer nada”
“¡Luis! – pronuncié su nombre con tanta fuerza que le obligué prácticamente a sacar la vista de su monitor para mirarme a los ojos -. P… perdón, señor Luis… Usted despidió a Evelyn y Hugo la tomó; ella sigue en la fábrica”
“No entiendo a qué apunta, Soledad; ya hablé la cuestión con Hugo y estamos en paz: es su empleada ahora y no hay nada que decir”
“¿No podría usted hacer lo mismo?”
Me miró, claramente confundido.
“¿Lo mismo? No entiendo, Soledad”
“Así como Hugo tomó a una empleada que usted despidió, ¿no podría usted tomar a alguna que fuera despedida por él?”
Se me quedó mirando fijamente aunque de reojo, con la cabeza algo ladeada: el gesto era de aún no entenderme del todo.
“¿La despidieron?” – me preguntó.
“No, pero…”
“¿Sospecha que va a ser despedida muy pronto?”
Tragué saliva.
“En realidad, señor Luis, me…. estoy planteando el renunciar”
Luis asintió; empezaba a comprender.
“¿Y qué le hace pensar que yo tengo interés en usted como empleada?”
“Bueno, es que… justamente usted despidió a Evelyn y no tomó a nadie para suplantarla. Eso me llama la atención…”
“Nos hemos repartido un poco el trabajo entre las otras chicas y yo, pero eso no quiere decir que no vaya a tomar a nadie; ya incorporaré a alguien…”
“¿Y no podría ser yo?” – pregunté a bocajarro.
Luis se quedó pensativo, acariciándose el mentón.
“Está claro que quiere escapar de las garras de la colorada” – dijo, finalmente -. Verá, Soledad, en realidad… no quiero problemas con Hugo en este momento”
“A él no le importó mucho cuando tomó a Evelyn” – repliqué.
“Pero es que… no había ningún problema con eso. Él estaba tomando a una empleada de quien yo había prescindido: algo así como tomar a la mujer que ha sido abandonada por el esposo. Lo que usted, en cambio, propone es algo así como dejar a su esposo para irse con otro: suena más desleal, ¿no cree?”
Bajé la cabeza; él tenía razón: su lógica era impecable y, aun así, si de algo yo estaba segura era de que quería, por todo y por todo, escapar de la influencia de Evelyn.
“Además – continuó -; los límites no están tan precisos en esta fábrica. Eso mismo le dije a Hugo cuando me vino a cuestionar por lo ocurrido aquel día con usted. Cuando conviene, son dos empresas; cuando no conviene, es sólo una”
“Parece molesto con Hugo”- le espeté; dio un respingo.
“¡No! – desdeñó con un exagerado ademán -. Simplemente yo le señalo a él las cosas que, a mi juicio, no le hacen bien a la empresa del mismo modo que él me indica las que no les parecen correctas”
“¿Zurrar a las empleadas por ejemplo?”
Luis soltó una risotada, obviamente sorprendido por mi inesperado cinismo. Con la vista perdida en algún punto indefinido de la oficina giró su silla alternadamente a un lado y a otro mientras asentía con la cabeza.
“Diga la verdad, Soledad, ¿no la excitó?”
Ahora era él quien me tomaba por sorpresa. Bajé la cabeza y no contesté nada; de cualquier modo me dio la impresión de que él había planteado la pregunta sin esperar una respuesta. Poco a poco su rostro fue recuperando la seriedad.
“Pensaré en su propuesta, Soledad – dijo, al fin -, pero no le prometo nada”
Mi rostro se iluminó; al menos no me iba con un rotundo “no” de mi incursión a su oficina.
“¡Le… agradezco enormemente, señor Luis” – dije sin poder contener mi alegría y mientras daba media vuelta para retirarme.
“Aguarde un momento, Soledad” – me dijo él en el preciso momento en que comenzaba a caminar hacia la puerta.
Me giré. Él estaba con la vista en el monitor, tal como cuando yo había entrado algunos minutos antes. Tomando el mismo con ambas manos, lo giró hacia mí.
“¿Qué le parece? Séame sincera”
Al fijar mis ojos sobre la imagen, descubrí que lo que en ella había era una escultural mujer rubia, alta; la foto la mostraba de cuerpo entero y con un corto pero elegante vestido blanco. ¿Una modelo tal vez?
“M… muy bonita, señor Luis, pero…”
“¿Se revolcaría con ella si yo se lo pidiera?”
La pregunta, claro, me caía como un balde de hielo. Creí, sin embargo, entender rápidamente cuál era el juego de Luis. A él nada le gustaba más que ver a dos chicas manoseándose entre sí y su pregunta apuntaba a indagar hasta qué punto sería capaz de llegar yo en mi lealtad como empleada. La mujer del monitor no era nadie en especial de acuerdo a como yo lo veía: oficiaba más bien como ejemplo y si algo yo en ese momento sabía era que si respondía negativamente a la pregunta que Luis, mis posibilidades de entrar a trabajar en su empresa se verían sensiblemente reducidas.
“Sí… - dije, sin saber hasta qué punto estaba mintiendo y hasta qué punto no -; lo haría, señor Luis”
Una sonrisa de satisfacción se le dibujó en el rostro; luego, tomando el mouse siguió pasando las distintas imágenes que, por cierto, todas eran de mujeres bonitas aunque ni por asomo había alguna como la de blanco. Sin decir nada más y excusándome con un ademán, me retiré.
CONTINUARÁ