La extraña pareja
Historia de un lector de Todorelatos, su marido y mi visita a su casa de Suiza.
Diego es un hombre ecuatoriano de cuarenta años que un día decidió escribirme un correo electrónico para comentar mis relatos de esta página. De ese primer contacto surgió una bonita amistad, aunque sólo a través de ese medio. Vive en Ginebra, y está casado con un hombre español. Una vez vinieron a Madrid y Diego me avisó con la intención de conocernos en persona. Pero el poco tiempo que iban a estar en la ciudad, y mi apretada agenda impidieron que llegáramos a vernos.
En los emails no sólo hablamos de mis relatos, sino de la vida en general, sus gustos, los míos… Y entre ellos destaqué mi casi irracional pasión por los coches. Que él viva en Ginebra, sede de la exposición anual más importante del mundo del automóvil provocó que me invitara a su casa si decidía acudir a la cita del Salón del Auto. Al ver que lo decía en serio, acepté. De hecho, me pareció menos violento porque en su piso tienen una habitación especial que alquilan en una página web con clientela homosexual que prefiere este tipo de alojamientos a un frío hotel. Y digo que lo prefería porque parecía que estaban acostumbrados a que alguien les robara la intimidad. Llegué a la capital suiza un sábado por la mañana. Desde el aeropuerto me dirigí en autobús hasta su casa. Me abrió la puerta y por fin le conocí.
Diego no es un tío guapo, pero sí tiene un look interesante. Delgado, pelo lacio y rasgos típicos de su país de origen. Su marido es algo mayor que él, un señor divorciado con un hijo veinteañero que no sé ni cómo ni cuándo asumió que era gay. Charlamos un rato los tres, pero Juan tuvo que irse a trabajar y Diego y yo nos marchamos a visitar la ciudad. Me enseñó los principales puntos de interés mientras hablábamos de mis relatos, resultando un tema de conversación que en persona me causaba cierto rubor. Quería saber hasta qué punto mis historias eran ciertas, pero no desvelé demasiado. Por la noche, nos fuimos los tres a cenar una típica fondue, pasando un rato bastante agradable, pues Juan me resultaba divertido, y Diego, más serio, me caía también muy bien. Bebimos un poco, aunque no llegamos a emborracharnos. Una vez en su casa, Diego desapareció, quedándonos Juan y yo en el salón. Quise saber qué hacía, y me fui a su cuarto. Allí le encontré tumbado en la cama en calzoncillos trasteando su teléfono móvil. Reconozco que en ese instante no sentí ninguna excitación, pues me pareció algo natural y un signo de que me daba confianza, haciendo en su casa lo mismo que si yo no estuviera. Debido al madrugón y al cansancio del día, opté por irme a dormir.
Al día siguiente nos fuimos al Salón del Automóvil. En la taquilla Diego y yo tuvimos un pequeño encontronazo, porque no me dejó pagar las entradas. Quizá insistí demasiado y le sentó mal, pero es que el sábado no me permitieron pagar absolutamente nada. Y ya no sólo porque me estuviera alojando en su casa sentía la obligación de invitarles a algo, sino por pura cortesía y sincero agradecimiento. A la hora de comer tampoco me dejó pagar. Cuando terminamos de visitar toda la Feria nos volvimos a su piso. Juan le llamó para preguntarle si compraba Sushi y cenábamos en casa. Yo prefería salir, pero no dije nada. Tampoco desvelé que no me gusta la comida japonesa, pero obviamente se dieron cuenta cuando vieron que apenas probé bocado. Tras la cena me di una ducha y me sentó tan bien que les anuncié que me iba a dormir. Diego entró a mi habitación aparentemente para desearme las buenas noches y preguntarme si necesitaba algo. Pero ¡sorpresa!, me plantó un beso en los morros ante lo cual me limité a sonreír. Pensé que sería una señal de amistad o algo así, pero al ver que tras el beso se hacía el remolón y no se marchaba de mi cuarto, interpreté que algo ocurría. Juan apareció también, con una escusa muy poco creíble, pues le pidió a Diego que le ayudara con algo relacionado con su ordenador. Yo, mal pensado, creí que habían hecho una especie de pacto, algo así como que Diego se adelantaría y Juan aparecería por sorpresa para pillarnos “in fraganti” o simplemente corroborar que yo estaba receptivo. Pero no, imagino que se sorprendería, así que se volvió al salón rápidamente.
Dudé un momento y me quedé pensativo. “¿Harían eso con el resto de huéspedes?” “¿Sería una forma de cobrarse todo lo que me habían pagado?” Rechacé esta última idea de forma tajante, pues no les creía capaces de hacerlo así. Diego interrumpió mis pensamientos con otro beso, supongo que un segundo intento por si no había pillado la indirecta. Esta vez no me aparté tan rápido y le dejé hacer. Metió lengua, así que la cosa estaba clara. Al ver que le correspondí, me cogió de la mano y me dirigió a su habitación. En el camino llamó a su marido. Cuando Juan entró, Diego y yo estábamos de pie en el centro del dormitorio besándonos. No recuerdo exactamente lo que Juan dijo, así que no os puedo confirmar que aquello fuera un plan o no. Se acercó y besó a su marido, quien acto seguido nos animó a besarnos entre nosotros. Lo hice mientras Diego comenzó a desnudarme. Me ruboricé, dudé, me puse nervioso…
-Estás temblando -apreció.
No dije nada y sonreí. Él continuó desvistiéndome hasta dejarme completamente desnudo. Juan hizo lo propio, y él mismo también. Allí estábamos los tres como Dios nos trajo al mundo, yo con mis michelines, Diego con su oscura piel sin un solo vello en todo el cuerpo, y Juan todo lo contrario: peludo, blanquecino y una barriga algo prominente que en un primer vistazo me impidió ver su polla. La de su marido estaba ya medio morcillona, sin un tamaño espectacular. De hecho, me pareció especialmente delgada. Cuando vi la de Juan, de nuevo fue totalmente diferente a la de su pareja: circuncidada y bastante ancha, aunque no muy larga. “¿Se complementarían bien? ¿Quién era el pasivo?” Yo hubiese dicho que Diego, y no me equivoqué, pues se agachó y comenzó a lamerme la polla. Yo me quedé besando a Juan, algo que me excita bastante, por lo que mi nuevo amigo notaría casi súbitamente cómo mi verga se endurecía ante su lengua. Con una mano activó la de Juan, acariciándola suavemente mientras me chupaba la mía. Después se las fue intercambiando, y hasta trató de juntarlas y mamarlas a la vez, pero la anchura del cipote del otro no facilitaba el asunto, aunque yo no podría estar más excitado entre los besos, el contacto de su lengua, el roce con la otra polla… Puse en duda mi aguante, pues había demasiados estímulos y la cosa no había hecho más que empezar.
Diego nos llevó hasta la cama y me preguntó que qué me gustaba. Entre los nervios, y que nunca tengo una respuesta clara ante esa cuestión no supe qué decirle.
-No sé -mi vergüenza me impidió articular más palabras.
Otro comentario reconfortante que no recuerdo y un empujón a la cama me libraron del trance. Esta vez Juan se acercó a comerme la polla y Diego se puso a mi lado ofreciéndome la suya. Como digo, no era muy ancha, así que se me hizo raro chuparla, acostumbrado a un tamaño más estándar que rellena mejor mis tragaderas. Claro que el pobre Juan tampoco encontró en mí un pollón, así que se lamentaría por no ser demasiado diferente a la que ya estaba acostumbrado. Quizá por ello no se entretuvo mucho y se puso en el lado opuesto a Diego, ofreciéndome también su falo. Tumbado en un enorme colchón me encontré mamando dos pollas muy diferentes de dos tíos aún más distintos. Mientras, ellos se besaban, todo en un ambiente muy relajado, y yo ahora más tranquilo porque estaba haciendo algo que me gustaba, sin la presión de que demasiada estimulación me llevara a sufrir un gatillazo o que no se me pusiera lo suficientemente dura o qué sé yo. Después de un tiempo prudencial, Diego se agachó y juntó su boca a la mía, y ambas nos comimos la polla de Juan. Por un lado él, por otro yo, los dos en el mismo… Saliva, olor a precum y un sonoro gemido que el más maduro no pudo controlar.
-¿Quieres follarle? -me preguntó.
Y otra vez dije que no sabía. De nuevo agradecí que decidieran por mí. Y es que Diego se colocó a cuatro patas encima de la cama. Juan se puso delante de él para que se la pudiera mamar, y yo me atreví a preguntarle que si se la metía. Dijo que sí y me aventuré. Tenía el culo bastante abierto, por lo que mi verga entró sin demasiada dificultad con la única ayuda de un poco de saliva. Enfrente mía veía a Juan con la mirada perdida mientras su marido se la seguía chupando, sacándosela de la boca de vez en cuando para balbucear lo mucho que le gustaba y pedirme más. No le hice mucho caso porque estaba seguro de que me correría si avivaba el ritmo, y no quería porque pensé que aquel trío daba para mucho más. Y así fue, Diego no tardó en moverse y recolocarse. Yo no sabía para qué, pero él lo tenía bastante claro.
-Ahora los dos -dijo.
Me hizo tumbarme boca arriba de nuevo y se clavó mi polla otra vez. Juan se acercó por detrás y trató de meterla en su ansioso ano. Quizá ahora sí que le vio ventajas a que mi verga no fuera tan ancha, pues así la suya entraba con más facilidad. Encajaron como un mecano y de forma más o menos rítmica, ambas pollas entraban y salían del culo de mi amigo, que sollozaba con una cara de satisfacción que pocas veces he visto, complacido se acercaba a besarme y después giraba el cuello y hacía lo mismo con Juan, menos expresivo y eufórico, pero casi seguro que disfrutaba igual al ver a su marido ser follado de esa manera. Aunque era una persona muy divertida, en este trance se me antojó más cortado. Cosa entendible, pues para él yo era un completo desconocido. Quizá fue por eso que no se atrevió a tratar de follarme a mí, pero otra vez Diego tomó la iniciativa. Tenía la ventaja de que me conocía por mis relatos, así que se lo hizo saber a Juan y le animó a metérmela mientras Diego relajaba un poco su culo.
Yo no me moví, y en esa misma postura levanté las piernas y Juan me penetró. Costó un poco por la mencionada anchura de su cipote, por lo que la saliva parecía no ser suficiente. Diego abrió un cajón y sacó un bote del que él mismo extrajo el líquido y lo restregó en la verga de su marido y esparció por mi inquieto ano. Gracias a que su mano se quedó pringosa, comenzó a pajearse mientras nos miraba con lascivia. Yo le veía de reojo, pues en el fondo seguía pasando algo de vergüenza. Juan estaba muy callado, sólo gemía de vez en cuando con algo más de intensidad, pero no hacía los comentarios que Diego sí se animaba a formular: “vamos, fóllale”, “métesela toda” y este tipo de cosas. Y entre tanta palabra guarra, se acercaba a su marido y le besaba; después a mí, deteniéndose conmigo algo más de tiempo. En una de esas comenzó a estrujármela. Le tuve que pedir que parara porque si no me correría. Conocedor del aguante de Juan, determinó que aún faltaba tiempo, así que desistió y acercó su verga para que me la comiera otra vez. Puede que recordara por mis historias lo mucho que me gusta que me follen la boca, o puede que simplemente se dejara llevar por la situación, pero comenzó a embestirme en la garganta con más fuerza y rapidez. A Juan pareció encenderle, pues aceleró el ritmo de sus arremetidas, notando con más fulgor el contorno de su caliente polla.
-Cuando quieras nos corremos -anunció Diego.
-Ya casi -balbuceó Juan.
Y entonces, sin que ninguna de esas vergas abandonar mis agujeros, Diego retomó la idea de hacerme una paja. Y no tardé en correrme, no pudiéndole avisar con palabras, pues no parecía dispuesto a sacarla de mi boca. Pero interpretó mi exaltación y siguió hasta que notó mi ardiente leche salir con fuerza de mi exhausto cipote. De haber podido, hubiese soltado un sonoro jadeo, pero seguí disfrutando con la idea de que Diego se corriera en mi garganta y Juan dentro de mi culo. Pero éste optó por sacársela y acto seguido se la estrujó hasta descargar encima de mi vientre al ritmo de unos espasmos que hicieron temblar la cama. Diego tardó algo más, pero él sí que se quedó dentro de mí tras preguntarme si me importaba. Negué con un movimiento de cabeza y al instante saboreé su espeso líquido que se deslizaba con ganas por la garganta, apreciando así su acidez e intensidad. La sacó y volví a lamérsela. Pensé que no me dejaría, pero me equivoqué. Al mismo tiempo, Juan se acercó, y desde mi cómoda postura les observé besándose, así como Diego se la estrujaba a su marido con complacencia tratando de exprimir las últimas gotas. Se apartaron, me incorporé y los tres nos fundimos en más besos. Nos tuvimos que limpiar con toallas, pues a esas horas de la noche está prohibido ducharse en su edificio por tema de ruidos. Diego y yo salimos a la terraza a fumar un cigarro.
-¿Qué tal? -me preguntó.
Y esta vez no dije eso del “no sé”, aunque tampoco fui muy elocuente, así que me ahorró otro momento raro con un último beso cargado de indulgencia, mientras yo pensaba en lo que había hecho, en lo patético que puedo resultar y en lo bien que me lo pasé en el fondo. Pero esta mezcla de sentimientos son los que me impidieron este año volver al Salón del Auto de Ginebra y quizá repetir. Cuando se acercaba la fecha Diego me envió un recordatorio acompañado de saludos de su marido. Me excusé en la falta de tiempo y dejé pasar la oportunidad. Creo que me arrepiento, así que si mantenemos el contacto igual el año que viene seré menos imbécil y disfrutaré de dos de mis pasiones: los coches y el sexo.