La extraña me folla: Comeme el coño, cariño
Un desconocido me ofrece dinero por una cita con su dueña en una mansión, pero tengo que cumplir todas sus instrucciones sin hablar y ponerme un antifaz que me impida ver a la mujer
Yo tenía treinta años entonces. Era alto y fuerte, con un cuello de toro, piernas como columnas, brazos musculosos pero sin exagerar, llevaba el pelo negro, tenía un aspecto lorquiano de moreno de verde luna. Todos los días a las siete de la tarde me tomaba un whisky en el pub Bortimer, en la avenida del Mediterráneo de Madrid, un local decadente que me encantaba. Me gusta tomarme copas en sitios sombríos, esconderme en un rincón con mi copa en la mano para otear el horizonte. Aquel día fue distinto. Me senté en la mesa de siempre, estaba abstraído, mirando el culo de una rubia que se apoyaba en la barra. Sólo me di cuenta de su presencia cuando se sentó en la silla que estaba vacía delante de mí. Me fastidió porque me impedía seguir con los ojos clavados en la rubia. Le miré con cara de pocos amigos.
-Soy Eduardo Altares.
-¿Nos conocemos? –le pregunté, un poco escamado.
-Me estoy presentando. Soy el secretario de una persona que tiene interés en ti.
-¿Quién es?
-No te lo puedo decir.
-Vale y ¿por qué no levantas tu culo de la silla y me dejas tranquilo?
-Es una mujer madura, muy bien conservada, cuarenta y cinco años, que tiene mucho dinero y que quiere hacerte una oferta.
-A mí no me gustan los jeroglíficos ni los misterios –seguí poniéndome un poco borde.
Pero el hecho de que fuera una mujer despertó mi curiosidad.
-Ella está muy interesada en conocerte.
-La apuntaré en mi lista, pero adviértele de que es muy larga.
-No le importa esperar –el tipo no se rendía pese a mis chulerías.
-Tráeme una foto de esa mujer y le diré si me interesa que me conozca.
-No es posible. Ella está dispuesta a pagar bien, muy bien, por tener una cita contigo.
-¿Se cree que soy un puto? Yo sólo follo con las que me gustan.
-Esta te gustara, te lo aseguro.
-¿Y cuándo me ha visto esa mujer?
-En el gimnasio. Creo que le gusta tu cuerpo.
-¡Vaya, vaya! Pero yo no cobro a las mujeres, busca en otra parte –insistí.
-Serían tres mil euros por una cita.
-¿Una cita?
-Una cita especial, claro –me dijo aquel hombre de unos cuarenta y cinco años, que vestía un traje impecable y llevaba una corbata con un nudo doble Wilson, un tipo decimonónico.
El tipo se marchó en silencio, como una sombra, como había llegado. Me quedé perplejo. Aquella tía debía estar para encerrarla, o era más morbosa que yo. Y está idea empezó a echar raíces en mi cabeza. ¿Por qué no? Era una experiencia. Si no me gustaba siempre podría cortar.
El hombre volvió a Bortimer una semana después, se sentó otra vez frente a mí.
-¿Ya lo has pensado? –me preguntó.
-En eso estoy.
-Subimos la oferta: 4.000 euros.
-¿Por un polvo? –bromeé.
-Por una sesión especial. Deberás venir a la dirección que te daremos, no preguntarás nada, te presentarás en un palacete donde yo le estaré esperando, te subiré a una habitación magnífica especialmente diseñada, te pondrás un antifaz que te impida ver, ella tampoco quiere que hables, sólo debes sentir.
-Eso del antifaz no me gusta nada.
-Es una condición ineludible, ella no quiere que la veas, tendrás seguir las instrucciones de la condesa. En algunos momentos ella te atará.
-Demasiado rollo.
-Puedo llegar a cinco mil euros.
Dije que sí. Sentía curiosidad y la situación empezaba a ponerme cachondo. Llegó el día señalado. El palacete estaba en el barrio de Salamanca de Madrid, zona noble. En la puerta me esperaba Eduardo Altares. “Acompáñeme”. Una casona elegante del siglo pasado. Atravesé un salón con espejos inmensos y lámparas de cristal, un ambiente de otra época. “Me voy a tener que follar por cinco mil euros a una vieja del paleolítico. A lo hecho, pecho”, pensé. Eduardo me llevó a una habitación con muebles muy modernos, que contrastaba con el resto de las estancias de la casa. Había una cama que parecía un campo de fútbol, me fijé en unas argollas fijadas al cabecero. El secretario-alcahuete me señaló una ropa que estaba muy bien doblada encima de la cama. “Póntelo”. Había unos leotardos de cuero negro con una abertura a la altura de la polla, un chaleco, también de cuero negro, y un antifaz. “Quizá no sean de mi talla”, bromeé. “Ella sabe tus medidas”. “No todas”, le guiñé un ojo. “Ponte la ropa y espérala tumbado en la cama, no tardará”. Los leotardos, o lo que fueran, me estaban estrechos, cuando metí las piernas parecían a punto de estallar. Saqué la polla por el agujero, me puse el antifaz y me tumbe en la cama.
La espera duró sólo cinco minutos. Me la amenizaron con un disco de Ray Conniff. “Bésame…bésame mucho…. Como”. Estaba relajado cuando escuché el ruido de la puerta al abrirse. Me mantuve en silencio como me habían ordenado. Ella se movía por la habitación, notaba sus pasos, me imaginaba sus movimientos acercándose hasta mí. Me agarró una mano con delicadeza y me la sujetó con una de las argollas que estaba en la cabecera de la cama. Luego hizo lo mismo con la otra. Entonces empezó a acariciarme muy suavemente. Con sus manos recorrió mi brazo, me acarició el bíceps, la notaba cerca, sentía el calor de su cuerpo. Estaba a mi derecha, se recostó contra mí, de forma que su boca quedase a la altura de mi cuello. Me besó. Su lengua se acercó a mi oreja, me comía el lóbulo. Me susurró al oído: “No digas nada, ni hagas nada, sólo déjame disfrutar de ese cuerpo”. Tenía una voz dulce y delicada, encantadora. “Me está poniendo cachondo”, pensé pero no pronuncié una sola palabra para no romper el encanto. Hubiera necesitado las manos pero las tenía atadas al cabecero. La mano de la desconocida acariciaba mi pecho, masajeaba mis abdominales, su lengua se acercaba a mi boca. Cuando nuestras lenguas se juntaron ella se apretó contra mí, me abrazó fuertemente, se restregó contra mi polla que ya estaba dura y fuerte. “Te voy a comer la polla como no lo ha hecho nadie”, me dijo. Inmediatamente fue lamiéndome desde el cuello hacia el ombligo, como si tuviéramos todo el tiempo del mundo. Yo notaba su lengua, sentía sus manos, enloquecía con sus caricias que se iban acercando cada vez más a la tierra prometida. Me quitó los extraños pantalones que me había hecho ponerme y me proporcionó un masaje espectacular. Sus manos acariciaban mis muslos y mis huevos, las movía sobre mi pene, arriba y abajo. Y de repente noté la lengua de aquella mujer jugueteando con mis huevos, me los siguió comiendo. Y subió y subió. Le metió la polla en la boca. Yo notaba su deseo, aquella mujer tenía un morbo como yo nunca había conocido. “¿Quieres comerme tú un poquito el chochito, cariño? Seguro que sí. Todo llegará”. Se echó a mi lado, notaba su calor, estaba desnuda, se restregaba contra mí, agarró mi polla con sus dos manos, y se la puso sobre su coño, colocó la punta contra su clítoris y empezó a moverla de un lado a otro, la movía y la movía. Y al mismo tiempo gemía. “Cómo me gusta, cómo me gusta, tienes una polla tremenda”, gritaba. “Me la voy a meter hasta dentro, muy hondo”. Se colocó encima de mí y se puso a galopar y a galopar como una fiera hambrienta, se movía y se movía y gritaba. “¡Ahhh, ahhh. Me vuelves loca, hijo de puta, me vuelves loca, te estoy follando, te estoy follando”. Fue una galopada inmensa, tremenda, yo aguanté cómo pude. Quería quitarme aquel antifaz, liberar mis manos, agarrarla. Pero ella no me soltó. “¿Te apetece comerme el coño, cariño?”, me preguntó. Yo moví la cabeza de arriba abajo. “¿Quieres ser mi perrito?”. Volví a mover la cabeza de arriba abajo. Entonces noté que me ponía algo al cuello. Una correa. Soltó mis manos de las argollas y me dijo: “Camina a cuatro patas”. Obedecí. “Y busca mi chochito, perrito, busca mi chochito”. Se había separado de mí y yo me dirigí hacia ella siguiendo su voz. Debía de estar sentada en un silloncito no muy alto. Lo justo para que mi cabeza quedase entre sus muslos. “Chúpame, perrito, chúpame”. Está loca, pensé. Pero mis labios encontraron su chochito y mi lengua vibró sobre su clítoris. “Ahhh, ahhh, que bien lo haces perrito”. Mis labios agarraron su clítoris, metí mis dedos en su vagina, la comí con frenesí, como nunca se lo había hecho a nadie en su vida. Ella se derretía. Entonces ella se dio la dio la vuelta, se puso con el culo en pompa. Me pareció un culo magnífico. “Ahora fóllame el culo, cabrón, me estás volviendo loca”. Mi lengua daba vueltas en su ano, entraba y salía, mis dedos escargaba en su chochito. “Méteme la polla, méteme la polla”. Pero la hice esperar. Seguí con mi lengua haciéndola vibrar, después metí un dedo lentamente, después dos, después le puse la polla en el centro de su ano. “Sí, sííiii”. La restregué la polla por toda la raja del culo. “Síiiiiii, síiiii, síiii”. Luego se la meti poco a poco. “Ayyyyy”. Cuando la tuve entera dentro de su culo, me moví fuerte con mis caderas. Me moví salvajemente dentro de su culo hasta que me corrí. Me quedé tumbado sobre ella y creí que allí se había acabado la sesión, pero ella pensaba otra cosa. “Ahora perrito quiero comerte ese culo fuerte y prieto que tienes, ponte tu en el sillòn con el culito hacia mi cara, perrito”. Yo pensé que aquello no entraba en el trato, pero decidí seguir a ver hasta dónde estaba dispuesto a llegar aquella mujer. Me puse en el sillón con el culo en pompa y me hizo esperar, pero después noté su lengua entre mis piernas, sus dedos acariciándome el ano, su lengua comiéndose mi culo, noté que me metía el dedito cada vez màs, y después me metía dos y los movía dentro de mi culo. ¡Qué puta eres!, pensé. ¡Me quieres follar por el culo!, me mosqueé. Entonces noté que me acariciaba la raja del culo con algo duro y dí un respingo. “Otro día me tienes que dejar que te meta este consolador por el culito, perrito, ¿verdad que sí”. Sólo me metió la puntita, mientras con sus manos agarraba desesperadamente mi polla. Me hizo una paja monumental y me volví a correr. Entonces se levantó y se marchó. Oí que abría la puerta y me dijo: “Puedes quitarte el antifaz y vestirte”. Cuando me quité el antifaz ya no pude verla. Quien apareció, cuando ya estaba vestido, fue Eduardo Altares, igual de trajeado que antes. Me acompañó a la puerta de la casa y me dijo: “La condesa ha quedado muy contenta. Volveré a visitarte en Bortimer”. Y efectivamente lo hizo. Acudió a la cafetería, volvió a sentarse a mi mesa.
-Le he traído esta película –me dijo-. La señora quiere que la vea.
-¿Y qué hay en la película?
-Creo que es una escena que quiere que usted vea para que sepa lo que ella desea la próxima vez. Le pagará mucho mejor. Volveré dentro de siete días con la nueva oferta.
Cuando llegué a mi casa puse la película. Una mujer con un consolador en la cintura se follaba a un hombre con una venda en los ojos. La tía me quiere follar el culo. Todavía no sé lo que haré cuando dentro de siete días aparezca Eduardo Altares.
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