La exhibición de Julia

Abrí el grifo y poniendo las manos en forma de cuenco, empapé mi camiseta. La forma de los pechos se podía percibir sin ninguna dificultad. Los pezones oscurecían la tela marcando su endurecido relieve de forma nítida.

Tomé mi generoso busto entre mis manos mirándome frente al espejo del baño. Bajé acariciando la ligera curva de mi vientre. Llevé las manos a mis costados, sintiendo la imperceptible piel de naranja que adornaba mis muslos. Solo tenía aquel cuerpo y estaba decidida a disfrutarlo.

Ahora sería incapaz de decidir en qué momento cambió todo. Tal vez fue el día que Ángela comenzó el instituto. Pudo haber sido cuando mi madre me advirtió la presencia de patas de gallo en mi rostro, puta manía de sonreír tanto. Tampoco ayudó el soplar treinta y ocho velas sobre un pastel de chocolate.

Allí me encontraba, lamentándome de algo que a todas luces no deseaba, pero que me había jodido en lo más profundo de mi ser. No debería haber ido de cena con las chicas del gimnasio. Sí, eso hubiera evitado el bochorno y la frustración.

Cuando me inscribí para hacer ejercicio a mediodía, nunca pensé que ese horario estuviera ocupado en su totalidad por jóvenes divinas y profesionales. Un horario de tres a cuatro y media parecía ideal para una madre en paro que tenía que llevar a sus hijos al colegio. Por lo visto era a la única que se le había ocurrido la feliz idea.

Carlos, a pesar de las dificultades económicas, me insistió en que me vendría bien para despejar la cabeza y hacer algo fuera de casa. Al principio también a mí me pareció buena idea. Hacía un año que había abandonado la caja registradora del súper y comenzaba a subirme por las paredes.

Cuando vi por primera vez a todas aquellas mujeres de mi misma edad aproximadamente, el alma se me cayó a los pies. Todas estilosas en sus mallas ajustadas y con sus tops escandalosos. Todas interventoras, jefas de sección, visitadoras médicas. Todas esbeltas y aparentando diez años menos. Mujeres independientes y triunfadoras que me recordaban la poca rentabilidad de mis treinta y ocho años.

Julia, tú tienes una familia, un marido que te quiere y dos hijos maravillosos, me repetía para consolarme de algún modo. Pese a mis reticencias iniciales terminé siendo bien aceptada en el grupo. Encima, las muy guarras eran simpáticas y muy cariñosas con la patosa del gimnasio.

Me sentía empequeñecer día a día sin ninguna gran causa que me sumiera en una depresión, pero con multitud de pequeños lastres que me hundían. Y llegó el día en que sin saber cómo, me vi asintiendo a la invitación de las chicas para celebrar una cena de fin de año.

Una velada agradable. Muchas risas y bromas a costa del monitor de pilates y copas de vino espumoso que iban y venían sin control por mi parte.

Del restaurante a una discoteca de moda. La mayoría optó por una disco de salsa con el fin de poner a prueba las pelvis y las caderas trabajadas en el gimnasio. Aquella sala de baile se convirtió en mi infierno particular.

No podía juzgar los magreos que mis amigas se prodigaban con sus compañeros de baile, pero sí podía criticar en mi fuero interno a Almudena. Ella estaba casada como yo y se estaba rozando de lo lindo. Por supuesto que me jodía de igual manera observar a las otras cuatro moverse con una gracia y desparpajo que me abrumaba, pero debía negármelo a mí misma. Yo tenía un marido que me quería y dos hijos maravillosos. No necesitaba que nadie se refregase conmigo. No quería carísimos vestidos ni escuetas faldas que mostraran torneados muslos que yo ya no tenía.

–Tú eres Julia, ¿no? ¿bailas? –me preguntó el acompañante de Carolina después de que esta le susurrase algo al oído.

Por supuesto que me hice de rogar. Cárol era la más cariñosa del grupo y la más sensible. Seguro que viéndome sola había incitado a su partenaire para que me sacara a bailar. Aceptar fue una tortura. Un magnífico ejemplar de treintañero de cuerpo de infarto y sonrisa encantadora. Utilizar el adjetivo hermoso para un hombre no es frecuente, pero aquel morenazo definitivamente lo era. También era un mal nacido. Sus manos no descendieron en ningún momento de mi cintura, su pelvis se mantuvo a unos escrupulosos centímetros de mi vientre y su rostro no se me acercó en ningún momento como sí lo había hecho con el de Carolina.

¿Qué coño me pasaba? Yo tenía un marido que me quería y dos hijos maravillosos. ¿De verdad quería sentir el calor que emanaba de aquel cuerpo?, ¿quería ser acariciada por aquellas grandes manos?

Con la poca dignidad que me quedaba, logré despedirme de mis amigas regresando a la protección de mi hogar. Allí era la reina. No necesitaba estímulos externos ni refuerzos superfluos. Tenía un marido que me quería y dos hijos… ¡Joder, mi cuerpo no estaba nada mal!, me decía mirándome al espejo. Más tetas que cualquiera de aquellas delgaduchas. Vale que me sobraran cuatro kilitos y que no fuera muy alta, pero no podía ser que no hubiera despertado el interés de nadie. Sin saber por qué, cálidas lágrimas comenzaron a rodar por mis mejillas. No podía ser. Lamentándome por algo que estaba segura no quería que sucediera, pero que me jhodía no provocarlo por lo menos.

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Mentiría si dijera que tenía motivos para quejarme de mi vida. En apariencia todo era perfecto, salvo los inconvenientes típicos del día a día. Que no fuera mal, no significa que todo se fuera haciendo cada vez más monótono.

A medida que el invierno iba llegando a lo más crudo, mi ánimo se iba oscureciendo un poco más. Pelearme para que todo el mundo se levantase a su hora, preparar desayunos, almuerzos y cenas, comprar, limpiar, lavar y planchar. Observar cómo caía la temprana noche, comenzando en ese momento una maratón que no terminaría hasta que mis tres chicos estuvieran acostaditos y yo diera los últimos repasos a la casa. Sin darme cuenta, me dirigía a un camino de abatimiento y monotonía para el resto de mi vida. Carlos y las chicas del gimnasio, imaginando algo pese a mis constantes sonrisas, intentaban indagar en busca de los motivos de mi decaimiento.

En ocasiones, una leve brisa, un ligero empujón y todo gira a tu alrededor. Ese movimiento lo produjo la primavera y junto a ella el retorno del sol y el calor.

Los dos días en que no iba al gimnasio, solía aprovechar la sobremesa para visitar a mi madre. Era como un recordatorio de que todavía era una niña: Que si era una dejada por no encontrar trabajo, que debía pintarme más, que parecía pálida, que me estaba poniendo hermosota y lindezas del estilo. Sí, ya sé que era de masoca, pero en el fondo la quería y ella, aunque me chinchase, también me quería a mí.

Llegué cargada con varias bolsas de ropa para arreglar. La costura se me resistía en mi nueva profesión de ama de casa. Antes de que se terminara de cerrar la puerta del ascensor, se volvió a abrir franqueando el paso al hijo de mi antigua vecina. Era un adolescente altísimo, de miembros largos y sin gracia. Debía tener unos dieciséis años, puesto que no recordaba que hubiera nacido antes de irme yo de aquel edificio.

Tras los saludos de cortesía, el ascensor se elevó. No estaba de humor para mirar a la cara a aquel rostro lleno de acné. Como quien no quiere la cosa, me concentré en la observación de las medidas de seguridad del aparato. Una vez en la planta de mi madre, me giré con la intención de despedirme del muchacho. Me sorprendió su mirada risueña, pues cuando entró en el reducido habitáculo, tenía la permanente cara de agobio de todo adolescente.

–¿Ahora a qué te dedicas?, ¿a mostrar la mercancía a todo el vecindario? –preguntó mi madre como saludo.

–¿Cómo? –contesté desconcertada.

–Que vas enseñando las tetas.

Bajé la vista a mi blusa y observé horrorizada que se había abierto el botón tras el cual comenzaba mi canalillo. Con la camiseta de tirantes no era mucho lo que se mostraba, pero… aquel joven mediría casi dos metros. Desde ahí arriba habría tenido una vista inmejorable. ¿Una vista de qué?, ¿del comienzo de unos pechos?, ¿de un poco de carne? Tonterías. Mi madre era la reina de la exageración, sobre todo si era para criticarme.

El resto de aquella tarde estuve extrañamente alegre. En algunos momentos acudía a mi memoria aquella mirada divertida del adolescente. Estaba segura de que había mirado y lejos de molestarme, me provocaba cierto gustillo. Un insistente cosquilleo en la tripa me acompañó hasta la hora de ir a la cama, en la que con sutileza, conseguí que Carlos aplacase aquel permanente rumor que crecía en mi interior.

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No le di mayor importancia al incidente del ascensor hasta que un par de semanas más tarde volví a usar aquella blusa rosa palo. La temperatura había ido aumentando y la camiseta interior ya no era necesaria. Los tejanos negros se adherían a mis caderas haciéndome una bonita figura. No tendría el tipazo de mis amigas de gimnasio, pero mis tetas podían llamar la atención de un adolescente.

Con mano trémula y una angustiosa sensación de vacío en la boca del estómago, desabroché el mismo botón de aquel día. En la nueva farmacia apenas me conocían y las ganas de hacer una travesura se incrementaron cuando observé la escasa separación entre mis pechos. Alguien de mi misma altura no vería demasiado, pero desde arriba se podría apreciar hasta el comienzo del sujetador.

Tuve que inspirar profundamente antes de atreverme a salir al rellano. Una mezcla de miedo, excitación y espíritu aventurero crecía en mi estómago, produciendo esa ansiedad que sentía y que iba descendiendo hacia mi bajo vientre.

En la farmacia, el dependiente, bastante soso de normal, se mostró como todos los días. No podía asegurar que hubiera mirado mi escote, pero alguna miradilla que otra si le habría echado, estaba segura. Por lo visto había hecho el ridículo más que otra cosa porque no parecía haber causado la más mínima inquietud.

Mi orgullo se sentía herido. Aquel pelagatos había estado tan serio como siempre, no sonreía bajo ningún concepto. No sé qué locura se apropió de mi voluntad cuando me pusieron delante la máquina para introducir el pin de la tarjeta de crédito.

Me incliné lentamente, como con desgana. Atravesé el brazo izquierdo debajo de mi busto, alzándolo. Continué agachándome más de la cuenta, como si fuera corta de vista. Tecleé con toda la parsimonia posible. Cuando terminé, alcé la mirada con gesto inocente.

–creo que lo he tecleado bien. Es que no llevo las gafas –mi vista era perfecta, sin necesidad de dioptrías. Tampoco las necesitó él para tener un contrapicado perfecto de mis tetas a tenor de la mirada clavada en ellas.

Cuando segundos después salí del establecimiento, el rostro me ardía como un ascua al rojo. El sofoco impedía que respirase con normalidad y el cosquilleo inicial había descendido desde mi bajo vientre a mi entrepierna. No era exactamente excitación, pero ahí abajo algo pasaba.

Aproveché un movimiento casual para abrochar el botón de la blusa y me dirigí a tomar café con algunas de las madres del cole, intentando normalizar el ritmo de mi corazón, el cual se había puesto a latir de manera desenfrenada.

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Las amigas del gimnasio, las mamis del café de la mañana y mi propia madre creían que me pasaba algo, pues según ellas se me veía más alegre. Trataba de convencerme de que aquello no se debía a la exhibición de mi canalillo. Era estúpido que resultar sexy me afectase. Era una mujer adulta, tenía un marido que me quería y unos hijos maravillosos. Además, aquella exhibición me dejó con sentimientos enfrentados: de un lado, había sido estimulante, pero de otro, aquel comportamiento era típico de una buscona.

No pasaron ni dos semanas cuando a mitad de ducha escuché el telefonillo sonar con insistencia. Precipitadamente, me puse el albornoz y corrí por el pasillo a ver quién narices era. Se trataba de la revisión anual del gas. Hacía dos días que habían llamado para concertar la visita pero a mí se me había olvidado por completo.

En la escasa resolución del monitor del videoportero, se podía ver un hombre joven y alto. Una idea peregrina hizo que todo mi cuerpo se estremeciera: podía dejar flojo el cinturón del albornoz y provocar que en un momento dado este se abriera. Escalofríos comenzaron a recorrer todo mi cuerpo. Las manos me sudaban por los nervios de la anticipación. Sonó el timbre de la puerta y me dirigí hacia ella. Con manos temblorosas, anudé con fuerza el cinto y me dispuse a abrir.

Pese a no haber llevado a adelante mi plan, todo el cuerpo me temblaba y el corazón me palpitaba cuando abrí la puerta al técnico. Se mostró muy educado y eficiente. En pocos minutos había revisado las emanaciones de gases y había impreso un tíquet que debía firmar. Antes de inclinarme sobre la mesa de la cocina, aquella persistente idea volvió a cruzar mi mente. En aquel estado de nervios no habría atinado ni a soltar la lazada que ceñía el cinturón. era una completa locura.

Con la mano sobre el corazón cerré la puerta despidiendo al operario. Las palpitaciones se dejaban sentir con potencia a través de la piel. Me dirigí hacia mi dormitorio. Necesitaba deshacer aquel nudo que oprimía mi pecho y nada mejor que aflojar el lazo del albornoz.

Tumbada sobre la colcha, pensaba en el vibrador que me había enseñado Marian, una enfermera del gimnasio. “Tienes que hacerte con uno”, me recomendó tras hacerlo funcionar frente a mí.

Aquel cosquilleo se incrementó cuando mi mano descendió abriéndose camino entre mis muslos. Por mi mente pasaban fugaces imágenes mías exhibiéndome ante el técnico del gas. Agachada mostrando mis pechos, alzando una pierna, dejando ver mi sexo. Cuanto más explícitas aquellas ensoñaciones, mayor era la humedad de mi sexo. Dos de mis dedos frotaban lentamente mi clítoris. Aquella paja quería que fuera pausada, la estaba disfrutando tanto que no deseaba que terminase.

Sin dejar de frotar mi perlita, la mano que antes acariciaba mi vientre descendió para explorar el interior de mi sexo. Dos dedos penetraban cadenciosamente mi vagina mientras mi garbancito enviaba escalofríos por todo mi cuerpo.

No sé cuánto tiempo estuve tocándome. Me acaricié los muslos, el vientre, las tetas, estiré de mis pezones. Delineé mis labios mayores, jugué con el clítoris, me penetré con un ritmo suave y saboreé mi esencia de mis propios dedos.

El orgasmo fue diferente a cualquier otro. De manera imprevista, llegó casi sin avisar. Me cubrió de pies a cabeza con una calidez insólita. No hubo espasmos ni aullidos. Todo fue lento y delicado, la corrida más larga y profunda que hubiera tenido nunca.

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Un mar de contradicciones se agolpaban en mi mente: no había hecho nada y lo había hecho todo. Sentía una sensación extraña en mi interior, como si algo novedoso se acabase de mostrar ante mí pero tuviera miedo de dar un paso adelante.

No podía hablarle a nadie de aquellos instintos exhibicionistas. Durante semanas traté de aplacar aquella inquietud sin lograr conseguirlo del todo. No se había dado ninguna situación propicia o yo no la había sabido buscar. Una incertidumbre se alojaba en mi estómago preguntándome si sería capaz de llegar más lejos, de dar el paso definitivo.

Buscando una receta en Internet se me ocurrió investigar sobre el tema. Si encontraba alguna página fiable podría ver qué opinaba gente que hubiera pasado por inquietudes similares a las mías. Busqué durante varias horas sobre el tema. La mayoría de los resultados se limitaban a webs pornográficas o de videos caseros en los que alguna chica se desnudaba en lugares públicos. También encontré multitud de información sobre naturismo pero tampoco era lo que buscaba. Al final, cuando tenía decidido desistir, localicé un blog de una chiquilla jovencita que relataba sus vivencias y entre estas, varias de exhibicionismo.

Desde luego, aquellas experiencias que relataba en lugares públicos sin ropa interior y con minifaldas, no me servían para mí. Sí observé cierta similitud entre lo que ella sentía al exhibirse y lo que estaba comenzando a nacer en mi interior.

Me llamaba mucho la atención, aunque no sabía bien cómo poder hacerlo sin que fuera peligroso. Los posibles remordimientos desaparecían tan pronto como aparecían, pues todo el mundo afirmaba haber visto un cambio a mejor. Incluso Carlos estaba más cariñoso o yo más desinhibida.

Cuando me encontraba sola en casa, cuando bajaba a comprar o iba al gimnasio, pensaba en la manera de poder dar aquel paso que tanto me atraía y angustiaba al mismo tiempo.

Una mañana bien entrada la primavera, estaba haciendo limpieza general de armarios en casa. Para la ocasión me había vestido con un pantalón corto de deporte y una camiseta blanca de algodón. Aderezaba el conjunto con una coleta alta. Por el calor que hacía y por el intenso ejercicio de frotar estando subida a una banqueta, no cesaba de sudar. En aquel preciso momento llamaron al portero automático.

–¿Sí? –pregunté recuperando el resuello.

–Paquete para Julia Cortázar.

Sin duda alguna se trataba del libro digital que me había comprado en una web de tecnología. La situación no era muy propicia para mostrar mi cuerpo sin hacer la payasa. No iba en albornoz, no tenía botones que desabrochar para mostrar escote. De repente una idea pasó fugaz por mi cabeza.

Corrí hasta el baño desabrochando mi sujetador por el pasillo. Tras extraerlo por una de las mangas, observé mi reflejo en el espejo del aseo.

La camiseta estaba suficientemente sudada como para adherirse a mi cuerpo pero no lo suficiente para que el algodón transparentase mis pechos.

Con un enorme cosquilleo en la barriga, abrí el grifo y poniendo las manos en forma de cuenco, empapé mi camiseta. La forma de los pechos se podía percibir sin ninguna dificultad. Los pezones oscurecían la tela marcando su endurecido relieve de forma nítida.

Con todo el cuerpo temblándome de excitación y nervios, me dirigí a la puerta en el preciso instante en el que sonaba el timbre. Con el pomo aferrado, tuve que tragar saliva, pues la ansiedad había resecado mi garganta y no podría ni articular palabra. Acumulando el poco coraje que me quedaba, abrí la puerta y me lancé al vacío. La suerte estaba echada, que pasase lo que tuviera que pasar.

–¿Julia cor… Cortázar? –preguntó un jovencito repartidor sin despegar los ojos de mis tetas. En aquel momento, una descarga eléctrica recorrió mi espalda haciendo que casi se me olvidara responder.

–Yo, sí, soy yo.

–Esto es para usted –el joven me extendió un paquete mientras hacía visibles esfuerzos por tragar saliva.

–¿Tengo que firmarte?

–¿Cómo?, esto, sí claro…

El joven puso un albarán de entrega delante de mí. En aquellos momentos solo quería que se marchase cuanto antes para correr a masturbarme a la intimidad de mi dormitorio. Antes de alargar la mano para asir el bolígrafo que me ofrecía, alguien se apoderó de mi consciencia e hizo que mi cuerpo actuase de manera autónoma.

–Vaya sudada que llevo –exclamé arrebujando el bajo de la camiseta para utilizarlo de toalla improvisada a fin de secar mis manos. Sentí el aire libre en mi estómago y en la parte baja de mis senos. Ignoraba si había llegado a mostrar los pezones, pero mi cuerpo era cada vez más presa de temblores incontrolables.

Tras el teatro de secarme las manos, firmé el albarán ante la mirada atónita del chaval. Me parece que a este se le ha alegrado el día, reflexioné devolviéndole el Boli. Una extraña sensación de euforia me invadió. Si podía causar aquella impresión en un jovencito es que no estaba tan mal.

Cuando despedí al repartidor tuve que apoyar la cabeza en la puerta ya cerrada. Tras varias inspiraciones profundas pude por fin tranquilizar el rápido retumbar de mi corazón, si bien las hormigas continuaban correteando por todo mi cuerpo. No sabía qué pensar pero había sido una experiencia brutal.

Decidí no tocarme. Quería guardar el punto de excitación para cuando Carlos llegase. Mala elección, puesto que la excitación fue en aumento durante todo el día y cuando por fin pude insinuar a mi marido que me bajara los calores, no tuve suficiente con poder llegar una vez y Carlos no estaba dispuesto a recuperarse para un segundo asalto. Con una inquietud y nerviosismo desconocidos para mí, me resigné a dormir y esperar a un día más propicio.

–**

Pasaron los días y cada vez me sentía más bella. Logré adelgazar un par de los cuatro kilitos que me sobraban. Una inexplicable confianza en mí misma se había alojado en lo más profundo de mi ser. Pero me faltaba algo. Como si de una droga se tratase, necesitaba exhibirme a toda costa. Si no se daba una situación propicia yo la buscaría.

Intenté diseñar algún plan que me permitiera exhibirme a conciencia. ¿Contratar un profesor particular para Ángela?, lo aprobaba todo con buenas notas, no sería convincente. ¿Alguno de los comerciales que realizaban visitas a domicilio?, solían ser impertinentes y además quedaría muy forzado. ¿Alguna reforma en casa?, de momento no era necesaria ninguna.

Así pasó el tiempo y nos acercábamos a Mayo. Varias veces había salido al balcón a regar las plantas completamente desnuda, pero viviendo en un séptimo era complicado que alguien me viera. También había subido a la terraza a tender vestida tan solo con una camisola larga. Cada vez que alzaba los brazos para colocar las pinzas, la mitad de los glúteos quedaban al aire. Coincidí con alguien en una única ocasión y se trataba de la señora Maruja, que tiene más de setenta años.

Aquello me hizo pensar si sería igual exhibirse delante de una mujer que de un hombre. No tenía claro si lo que me gustaba era tan solo llamar la atención o también levantar alguna libido.

Casi todo el tiempo que permanecía en casa estaba en pelotas, por supuesto siempre que estaba sola. En alguna ocasión llamaron al telefonillo pero no se dio la circunstancia de que subieran a casa. Estaba analizando las posibilidades de exhibirme en otros lugares, pero salvo en los probadores de alguna tienda, no podría más que mostrar escote y eso ya lo hacía cuando iba a algún sitio donde no me conocían.

Desde hacía un tiempo Carlos y yo hablábamos de la mala calidad del Internet de casa. Él me había comentado en varias ocasiones la posibilidad de cambiarnos a la fibra óptica pero yo no quería cablear parte de la casa. Cuando volvió a salir el tema, no dudé en apoyar su iniciativa. Aquello me permitiría estar con el técnico por lo menos un par de horas. En casa, mi marido era quien se encargaba de analizar las diferentes opciones y yo de realizar las contrataciones. Él odiaba hablar por teléfono y realizar gestiones.

Un lunes llamé a la compañía de telefonía. No era necesario que nadie acudiera a casa para confirmar el contrato. Directamente mandarían al técnico para que procediera a la instalación. Concerté la cita para el miércoles a media mañana. Tenía dos días para planificarlo todo.

El día en cuestión, cuando regresé del colegio, me desnudé a toda velocidad. Envolví un toallón alrededor de mi cuerpo y, nerviosa como un flan, me dispuse a esperar. El pulso me iba a mil mientras no paraba de mirar el reloj de la cocina.

Por fin sonó el videoportero. Me tuve que refrenar para no salir corriendo a contestar. Debía parecer que me habían pillado en la ducha por lo que debía hacerle esperar.

Me mojé la cara y el pelo en el lavabo. Me miré al espejo y quedé conforme con la imagen que este me devolvió. Parecía recién salida del agua.

Abrí al tercer timbrazo. Por la pequeña pantalla se podía ver a un joven no muy alto.

–Disculpa… es que estaba en la ducha… –contesté con la garganta reseca cuando abrí la puerta.

–Oh, no es molestia señora –contestó un joven centroamericano—. Si me indica dónde está la entrada de la toma de teléfono, me pongo a la tarea de inmediato.

Sería difícil calcular la edad de aquel hombre imberbe; lo mismo podía tener veinte y pocos que treinta y muchos. Pero lo más importante, es que no le pasó desapercibido mi atuendo, cubierta tan solo por la toalla.

–Bueno... pues si ya lo tiene todo, voy a ponerme algo más decente.

–Por mí no se preocupe. Yo estoy aquí a mi tarea –respondió con un puntito pícaro en el tono.

Una vez en mi dormitorio, dejé la puerta completamente abierta. Me quité la toalla, quedándome desnuda. La puerta daba enfrente de la cómoda en la que había guardado ropa interior para la ocasión. No era su sitio habitual, pero sería desde donde mejor se me viera.

Aguardé allí de pie, inmóvil como una estatua con unas bragas en las manos, preparada para hacer el teatrillo en cuanto escuchara al técnico caminar por el pasillo. De mi pelo húmedo caían gotas de agua que descendían lentamente entre mis pechos. Los pezones, duros como rocas, casi resultaban molestos de tanta excitación acumulada.

Los segundos se hicieron minutos y los minutos horas. Me iba a terminar dando un síncope, pero precisamente esos nervios eran los que acentuaban mi calentura.

–¡Señora!, ¡señora!, ¿señora? –escuché que me llamaba el Técnico. Mi cuerpo comenzó a estremecerse presa de la inquietud por la anticipación.

Los gritos se repitieron más cerca. Se podía escuchar cómo el hombre se acercaba por el pasillo. Tomé el ipod de la cómoda y me coloqué los auriculares. Por supuesto, no tenía pensado conectar la música, pero era necesaria alguna excusa para no haber respondido.

Con el corazón saliéndose por la garganta, me di la vuelta dando la espalda a la puerta. Me agaché lentamente con las bragas en la mano. Mantuve las rodillas rectas para mostrar una buena perspectiva de mi trasero y de mi chochete, pues debía separar las piernas para introducir los pies en la prenda.

A medida que comenzaba a agacharme, sentí la presencia del técnico en el dintel de la puerta. En aquellos momentos, debía tener una vista inmejorable de mi culo. Mi rajitta palpitaba demandando atenciones que deberían esperar. Por mi columna correteaban un millar de hormigas que producían cientos de escalofríos. Pasé un pie por la braguita, luego el otro y con deliberada lentitud, la fui subiendo por mis piernas. Dios mío. El corazón se me iba a salir del pecho de la emoción.

Por fin, el elástico de las braguitas salvó la curva de mis glúteos y comenzó a cubrir mi trasero. Moví las caderas para que la coartada de la música fuera más sólida. Giré, sintiendo cómo toda la piel de mi cuerpo se erizaba. Allí estaba de pie en el vano de la puerta mirándome atónito.

Con un gesto rápido cubrí mis pechos con un brazo al tiempo que hacía como que pausaba el ipod con la otra mano. Con las tetas que tengo, un solo brazo no podía cubrir mucha carne por lo que aquel hombre continuaba dándose un festín y yo en temperatura de fusión.

–¿Sí? –pregunté interpretando lo mejor que pude el papel de inocente.

–Disculpe, señora. Yo… yo la llamé… pero no respondía…

–No se preocupe, es que estaba con los auriculares y no escuchaba nada.

–El router ya está conectado. Cuando quiera le muestro cómo funciona.

Vaya, no esperaba que la cosa fuera tan rápida. Había previsto que me solicitara alguna información. No sé, dónde poner el router o qué ordenador se iba a conectar de manera permanente.

En aquel estado de estimulación, no era fácil pensar en algo que resultase casual a la par que inocente. Agarré el toro por los cuernos, dado que no se me ocurría nada mejor.

–Voy con usted y me lo cuenta –comencé a andar hacia la puerta del dormitorio en bragas y con el brazo izquierdo cubriendo parcialmente mis senos.

–De… de… de acuerdo…

El técnico anduvo delante de mí hasta llegar al salón. Una vez allí, se agachó frente al router. Me mostró la pegatina con la contraseña del wi-fi y me contó algunas cuestiones a las que yo no atendí demasiado, estando tan encendida como estaba.

Pasó a explicarme el significado de las diferentes lucecitas del router así como los botones de encendido y de reset.

Aparté el brazo izquierdo de mis tetas para poder llegar al botón de activación. La postura dejó mis tetas bamboleándose a escasos milímetros del rostro del centroamericano. De reojo pude observar sus desencajados ojos y una descarga ascendió por mi espalda, aquello me iba a llevar al orgasmo sin tocarme siquiera.

Mientras manipulaba el MODEM tuve que apretar con fuerza los muslos porque comencé a sentir una humedad que no presagiaba nada bueno en aquella situación. Mis pezones apuntaban al suelo danzando a escasa distancia de la boca de aquel hombre.

–Pues tan… solo… queda… que me firme.

–Un segundo que me pongo una camiseta y le firmo. No me gustaría incomodarle.

–No se moleste, señora. No me incomoda lo más mínimo.

Aquel jueguecito era lo más divertido que había hecho en mi vida. Me lo estaba pasando fenomenal a pesar de los nervios que se negaban a abandonar mi cuerpo.

Para firmar me acerqué peligrosamente al costado del hombre, apoyando mi pecho izquierdo en su brazo derecho. En ese momento, sí creí que me correría al instante.

–Muchas… gracias señora… ha sido usted… muy amable… Si necesita cualquier cosa no dude en llamarme –extendió una tarjeta de la compañía en la que había escrito a bolígrafo su número telefónico.

–Ha sido todo un placer –respondí tomando la tarjeta y estrechando la mano que se me ofrecía, gesto que mostró mi buen par de tetas en toda su amplitud.

–El placer ha sido mío –respondió, echando una descarada mirada a mis pechos. Solo en aquel momento me atreví a bajar la vista, observando que el resultado de aquella exhibición se reflejaba en un abultamiento desproporcionado de la entrepierna del técnico.

Cuando cerré la puerta, caí de rodillas totalmente  exhausta. Los nervios, el miedo y la excitación me habían dejado agotada. No era necesario masturbarme en aquel momento. Lo sentido aquel día lo tendría muy presente durante muchísimo tiempo.