La estrella de la radio (1)

El mismo día que pensé en contar mis memorias, conocí a Carlota. Creo que todo fue todo un cúmulo de casualidades... la suerte... el destino... ¡Vete a saber!

¿Es posible mezclar agua y aceite?

Ése es el reto que nos impusimos cuando comenzamos a escribir “La estrella de la radio”. Normalmente, las colaboraciones se dan entre autores que se complementan, aunque, para ser sinceros, entre Lydia –la Reina de Corazones de TR- y Masulokunoxo –mosca cojonera con denominación de origen-, más que complementarnos, nos enfrentamos.

De ahí que nos presentemos como Lydia vs Masu , porque esta historia no surge de la complicidad, sino de un encontronazo. Y saltaron chispas, vaya que si saltaron…esperamos que se note en la historia que os presentamos y que la disfrutéis.

Un besito,

Lydia.

Coño, no me agobiéis y que corra el aire,

Masu.

CAPITULO I

Estaba el viernes pasado viendo la tele: una serie americana que emitía cierta cadena por cable, especializada en estos bodrios. ¡Joder, lo que han cambiado las series americanas! No iba de médicos, tampoco de detectives, ni siquiera de amas de casa en crisis. El “prota” era un escritor y en la primera escena se liga una tipa…en una librería. Vamos, lo que se dice una provocación al sistema de valores establecido. El polvo que vino a continuación, pasable. Aproveché ese momento de desidia para sacármela y entrar a tono, a veces creo que lo hago más por deporte que por otra cosa, el caso es que sin ser escenas manifiestas de sexo, conseguí cierta dureza entre mis dedos y me gustaba imaginar a esa actriz chupándomela, con esa cara de vicio que tenía.

La cosa fue decayendo después poco a poco, cuando veía que aquello no conseguía avivarme prácticamente nada y terminé apagando el maldito trasto. Normal, es difícil que un argumento pre-cocinado mantenga el nivel del prometedor comienzo, ni tan siquiera para hacerse una paja en condiciones.

El caso es que siempre he pensado que si me dejaran a mi hacer un buen guión, para empezar tendría miga y además sexo a raudales, pero creíble… Eso fue precisamente lo que me hizo pensar: ¡Qué cojones, Lino! ¿Por qué no pruebas a escribir alguna parida?

Y aquí estoy, rompiendo una lanza en favor de la promoción cultural que patrocina la televisión y contándoles la increíble historia por la que me convertí en estrella mediática.

Por partes… tranquilidad, que no cunda el pánico. Les juro que no soy ningún antiguo participante de Gran Hermano, no me conocen -aún- en ningún plató del Tomate o de Salsa Rosa, ni he cobrado por aparecer en las revistas de marujeo. Lo mío es la información, la creación de estados de opinión y la voz de la calle en los programas radiofónicos de análisis de la actualidad. ¿A que acojona la presentación, eh? Bueno, también puedo decir que soy monitor de capoeira, portero de club nocturno -en temporada baja- y acompañante exclusivo de generosas señoras. Y esto último lo hago con toda la profesionalidad, pero además con todo el gusto: soy un adorador de mujeres. Llega un momento en el que no las clasifico solamente por su físico -que también-, sino por su arte a la hora de follar, y en eso también me he llevado sorpresas, porque las apariencias engañan.

Con la primera parte de la parrafada anterior, quise dejar claro que no soy uno de esos “pringaos” que se aprovechan de la página para colarles un gol con lo de: “les voy a contar lo que me ocurrió una vez, 100% real”…seguido de una sarta de barbaridades. No señor, yo no pretendo que me crean, sólo que me escuchen. Igual que en la radio. Y con lo último, que la parte de la audiencia que está pensando “¿Quién será éste gili?” no se decepcione y abandone antes de tiempo. De paso, me ahorro mi descripción física, impresionante condición física -casi tanto como mis dotes intelectuales-, por lo que tiendo a ser modesto al respecto.

Todo comenzó la primavera pasada, poco antes del comienzo de la temporada alta de mi actividad como acompañante de señoras sedientas de emociones húmedas. Tengo que aclarar que se trata de un trabajo como otro cualquiera, sometido a la cruel tiranía de la oferta y la demanda y de carácter estacional; es decir, la demanda sube en verano y Semana Santa y se reduce a unas cuantas clientas fijas el resto del año.

¿Ya dije que soy un eterno adorador de mujeres? Pues eso, ahí estaba yo dándole vueltas a la cabeza, y a una taza de café, observando a Ekaterina, una preciosa rubia caucásica de ojos azules que estaba al otro lado de la barra de aquella cafetería, atendiendo el aluvión de peticiones que le hacían los clientes, en plena hora punta de los chupatintas que bajan a tomar “el cafelito de las 10”. Un ligón, con traje de rebajas del Corte Inglés, quiso pasarse de gracioso con ella. La camarera responde al tópico de inmigrante sumisa y/o que no pilla el doble sentido de la frase: “Oye, guapa, el pinchito te lo he pedido de pechuga, salpicada con mayonesa. Ven p´acá, que te explico cómo se hace la mayonesa”, mientras se baja con disimulo la bragueta del pantalón y reparte codazos disimulados al resto de colegas, para que no se pierdan la jugada.

“Este gilipollas no sabe con quién se la está jugando”, recuerdo que pensé, mientas Ekaterina se dirigía hacia él, fulminándole con una mirada que habría congelado las llamas del infierno y atusándose las tetas hasta hacerlas casi asomar por el escote del uniforme. Esta mujer es todo arte… para que luego digan del lo frías que son las mujeres del este.

-¿El “senior” se refiere a esta pechuga? – preguntaba ella, toda desafiante - Toque, toque, verá que el producto es fresco y de primera calidad. En cuanto a la mayonesa… me temo que de esos huevos no saco ni para empezar- Y lo decía con la mirada clavada a la altura de la bragueta abierta del pollo, mientras sus labios dibujaban una mueca de escepticismo. Ésa es mi chica, una ucraniana de armas tomar.

Un par de horas después, mientras terminaba de leer la prensa diaria -y seguía descojonándome de la cara de gilipollas que se le había quedado al tipo-, con especial atención de los editoriales… ¡del Marca, cojones! ¿O soy el único que tiene que llegar a las manos para conseguir el ejemplar gratuito –o dos- que hay en todo establecimiento público que se precie?, mientras que al resto de ejemplares -también gratuitos-, de prensa diaria no les presta atención ni dios. Igual sólo me pasan a mí esas cosas.

Me desvío… me desvío… perdonen ustedes… decía, que estaba dándole el último vistazo al editorial, cuando saltaron las alarmas de mi interior y es que como buen currante que se precie, uno tiene que estar atento a todo vestigio femenino que se aproxima… cuando hizo su aparición una elementa de las que llaman la atención. Sin ser un bellezón y con más años encima de los que le gustaría reconocer, las curvas que exhibía eran de escándalo y era elegante de cojones, equipada con la colección completa de D&G de la cabeza a los pies, accesorios incluidos. Una de esas mujeres que se saben atractivas y lo demuestran entrando en los sitios con paso de desfile -de pasarela-, tiesas como un palo, mirada al frente y seguras de que todo el personal masculino ya se ha fijado en ellas…y el femenino también, aunque por otros motivos. Lo que se dice una tía chula. Dirán que muchos datos tenía de ella, con un simple repasillo visual, pero es que son muchos años ya en el sector como para no percatarse de hasta el más mínimo detalle… ¡coño!

Con el disimulo que ofrece la portada del diario, me limité a observarla y percibir lo rompecojones que era como ella sola, demostrándolo inmediatamente, armándole un escándalo de la hostia a Ekaterina por un spresso demasiado grande, poco cargado, muy caliente y alguna chorradita más que se le iba ocurriendo sobre la marcha. Antes de que Ekaterina le contestase, muy educadamente a su estilo, para arrancarle el moño, decidí intervenir para evitarle líos con el jefe, que ya la tiene más que advertida al respecto. Si es que se viene arriba… y no hay quien la pare.

-Discúlpeme, creo que la señorita no la entiende. – apunté con un guiño - Pídale un café, una caña o una copa, pero es perder el tiempo insistir con mayores sutilezas- Al tiempo que, en fluido ruso, le decía a Ekaterina que le sirviese el puto café y que no se preocupase, que a la vieja la iba a desplumar. Me sonrió de esa forma que es complicidad reservada entre nosotros.

A la tipa en cuestión, impresionada con mis dotes políglotas, no me costó nada darle conversación, tras que me hiciera un escaneo total por todo mi cuerpo mientras yo hacía lo propio a sus tetas. Así comenzamos a intercambiar impresiones y de refunfuñar de lo mal que se estaba poniendo el servicio en el sector hostelero, pasamos a intercambiar cruciales datos de interés, así como quien no quiere la cosa, dejándolos caer casualmente en la charla y las presentaciones formales:

  • Me llamo Cristina- Miente claramente, dos fugaces arruguitas en la frente, la delatan, que duran lo que tarda en decidirse si dar su nombre verdadero o no.

-Lino…Aquilino- Yo no miento, no sin necesidad, y me parece de putas lo del nombre de guerra.

Tras un estrechón de manos, algo distante por su parte y siempre galante por la mía, alzándola con la punta de sus dedos hasta llegar casi a mis labios, la siguiente pregunta es la procedencia:

-Gata (madrileña), por Dios, ¿no se nota?- ella, abriendo con blancas.

-Paleto, del Norte, como el bonito- el antagonista, con negras. P4R.

Y de ahí no hubo dificultad para saber la actividad

-Creativa- (¿?).

-Yo… negocios- Con un movimiento de manos que pretende ser lo más vago posible e indicarle…pasemos al siguiente tema, mientras ella aprovecha para observar mis labios, no sé si con pensamientos lascivos pero si una mirada que me pareció hambrienta y a la par para lanzar la pregunta de rigor:

  • ¿CASADO?

  • ¡Ja, ja, ja! Me alegro que me haga esa pregunta. – sin embargo, siguiendo su juego, no ofrezco respuesta.

  • ¿Edad?: 37, sin complejos, nunca los tuve, no voy a empezar ahora. – Ella confesó 42, antes de que yo pudiera contestar que un caballero jamás obligaría a una dama a mentir. Mintió, en diez como poco.

En le tema de aficiones se adelantó con el listado completo de mamonadas a las que se dedican las tías forradas de pasta, empezando con las carreras de caballos y terminando con el patrocinio de aldeas infantiles en el tercer mundo. Me limité, además de admirar con discreción y atención un generoso escote y una línea tan divina que marca el valle de un canalillo que en apariencia tuvo y retuvo, para también demostrar un apasionado interés y la sorpresa que me causaba encontrar un alma gemela, mientras interpretaba la respuesta de su lenguaje corporal a mis, casuales, aproximaciones.

Reconozco que otras veces me ha costado más. Algunas, las menos, he metido la pata y me han cruzado la cara de una bofetada, pero no esta vez. La tía me estaba comiendo con los ojos -las pupilas levemente dilatadas-, un ligero rubor -casi inapreciable bajo el maquillaje-, un tic en el párpado izquierdo -cada vez que intuía un roce de mi pierna-, algún mordisquito al labio inferior y la presión que ejercían sus muslos sobre la rodilla que ya había logrado introducir por la raja delantera de su falda, eran todas señales inequívocas de que estaba a punto de caramelo. Sólo quedaba abordar la espinosa cuestión de los honorarios.

Pero eso no se hace en un lugar público y nunca bajo la atenta mirada de Ekaterina, que auque no es muy celosa, nunca se puede fiar uno de la reacción de una mujer cuando estás a punto de soltarle a otra algo del pelo: “Conozco un hotelito, aquí cerca, elegante y discreto”. Es un decir, los profesionales actuamos con más astucia. Lo mejor es recurrir al: “¿Te acerco a algún sitio?” y dejar que te meta mano en cuanto se sube al coche, siempre aparcado en el rincón más oscuro del parking subterráneo.

-300 €. Dos horas. Sin prisas. Si sólo quieres charlar, 300 €. El hotel lo eliges tú, también lo pagas.- Y, en este punto, si se ha seguido el protocolo de actuación al pie de la letra, la contestación es siempre la misma: ”¿En efectivo o admites tarjetas?”

¿Por qué será que 9 de cada 10 clientas, como los dentistas, no duda ni un segundo a la hora de decidirse por el hotelito cercano, elegante y discreto? Me llevó trotando diez minutos por la calle, colgada del brazo, con despliegue de chulería, marcando el paso con los taconazos de las botas altas que calzaba. Si se llega a tropezar con una conocida durante el trayecto, se corre, seguro.

Me ha tocado lidiar el catálogo completo de ganaderías. Desde la abuela con marcha, que ahorra el importe del viaje del INSERSO a Benidorm y lo invierte en darle una alegría al cuerpo, una vez al año, que la pensión de viudedad de subsecretario ministerial es cojonuda, pero no para hacer estos derroches; pasando por la maruja desesperada, porque su Paco ha perdido el interés, y mejor dejarse la pasta en un puto que en un psicólogo argentino; hasta la guiri con prisa, que se acaban las vacaciones y aún no se ha tirado a ningún indígena. Estas suelen ser las peores. Aún les dura la resaca, acumulada noche tras noche de farra –si no, es inexplicable tanta incompetencia, con lo salidos que andan los indígenas- y cuesta un huevo hacer que se corran y dejen de dar la lata. A los porteros de hotel, de cuatro estrellas en adelante, íntimos amigos míos, se lo tengo requetedicho: “Guiris, si no queda más remedio. Alcohólicas, no. Guiris y alcohólicas, que las aguante su puta madre”.

A ver, que me desvío otra vez… pero es que era a colación de que siempre hay una primera vez para todo y sin pretender fanfarronear de experiencias miles, si que puedo asegurar que esta iba a ser la primera intelectual que me tiraba, en serio. Aunque, a primera vista, la había incluido en la categoría de casada, hijos: uno o ninguno, marido forrado, de profesión sus labores -pocas labores-, fashion-victim, bastante golfa y amante ausente o a la caza del próximo. En lo único que acerté fue en lo de golfa. Tengo que fijarme más en los detalles o el negocio se acabará resintiendo.

Hay un detalle que me indica, si ningún género de dudas, el carácter de la clienta: su reacción a la hora de plantarse delante del mostrador del hotel y pedir la habitación. Sí, soy un cabrón, pero una vez una de mis clientas se largó sin pagar y los datos que figuraban en el registro del hotel eran los de mi D.N.I. Aún me acuerdo de la hijaputa y los 150 € que me costó la bromita.

Algunas pierden la voz, a otras les entra tal flojera de piernas que se agarran al mostrador como un náufrago a su tabla de salvación y, a la mayoría, les da por una risita tonta y vacilarle al conserje. Estos, que se las saben todas, suelen desearles una agradable estancia, “a usted y su sobrino”, con esa sonrisa que te dan ganas de partirla la cara cuando menos

Cristina rompió moldes. Pidió una suite, para “ella y su boy”

–Está para comérselo, ¿verdad?- dijo echándome un repasito con altanería. No aceptó la disculpa de que estaban todas ocupadas o reservadas con antelación y, esgrimiendo amenazadoramente el móvil, comenzó una amena conversación con un tal Josemari, mientras el caballero de detrás del mostrador empezaba a cambiar de color y a pasar frenéticamente las hojas del libro de reservas. Cuando ella le pasó el teléfono, aquel hombre apenas pudo articular

-Todo arreglado, señor director. Ningún problema. No se preocupe usted. Un descuido imperdonable. Sí, señor- La mirada que le echó a Cristina, mientras le devolvía el aparato, era de las que hacen pupa.

Decía, que la prueba del mostrador me da una idea aproximada de las reacciones que puedo esperar por parte de la clienta. En este caso, al que le temblaban las piernas era al menda. Otra prueba es la del ascensor: termómetro infalible del grado de cachondez de la que paga. Lo normal es que te besen y te metan mano, siempre que no haya nadie esperando para subir. A las muy cachondas, una vez superado el obstáculo del mostrador de la recepción, ya les da igual que haya público presente o no. Y, una vez, una desesperada, ya se había quitado las bragas antes de llegar a la primera planta; metido mi mano entre sus muslos, antes de la segunda y, bajándome la bragueta y remangándose la falda, hizo ademán de ponerse en cuclillas. Menos mal que se abrió la puerta en ese momento, porque los gritos que dio la señora –con dos niños, a los que trataba de tapar los ojos- podían haber acabado prestando declaración en comisaría.

En esto, también ella fue diferente a todas mis demás experiencias. Justo cuando nos aproximamos a los ascensores me pasó su uña afilada por la barbilla a modo de gata rebelde:

-Tómate una copa en el bar. Subes dentro de veinte minutos, a contar desde ahora mismo. NO…me hagas esperar, pero tampoco te adelantes. NO llames, la puerta estará entreabierta- Aquí no hubo prueba que valga, la cabrona daba órdenes con el aplomo de un sargento mayor.

“Seré capullo” – pensaba para mí… pero si el profesional soy yo, ¿Cómo es posible que esto se me vaya de las manos? Subí, diecinueve minutos después, no sin antes haber mirado el reloj una docena de veces y superado un momento de angustia -pasajero- en el que la puerta del hotel me atraía poderosamente.

Cristina me esperaba sentada en un sillón, armada con una copa burbujeante y la munición de un plato de fresas a mano. La falda y la chaqueta habían desaparecido, el pelo, antes recogido en un moño, le caía un poco por debajo de los hombros y la camisa, abierta, se mantenía en su sitio con un solo botón. Con la poca luz que dejaban pasar las cortinas, sólo se apreciaban con nitidez unas piernas enfundadas en medias de seda hasta medio muslo -rematadas con ligas- y, a partir de ahí, unos muslazos de marfil: la viva imagen del vicio. Y es que estaba rematadamente buena la tía

-Sabrás bailar, ¿no?- dijo sin esperar la respuesta, enchufando un mp3 al sistema de audio de la suite. ¡Joder, las megafonías de algunos estadios no tienen tanto volumen!

¿Bailar?... eso hería el orgullo de uno… que ante todo soy un profesional, coño. Claro que sé bailar. Bailo de puta madre. Me marco unos pasos de baile marcapaquete -aunque sea con la banda sonora de Sonrisas y Lágrimas-, que las viejas babean las bragas. Pero lo que yo quería, antes de nada, era pasar al baño y echar una buena meada –tenía la vejiga a reventar-, darme una ducha –para espantar el olor a tigre- y dejar la punta del nabo reluciente para la faena.

¡Los cojones! La tía, con los tacones acuchillando la moqueta y la punta de la bota derecha marcando el compás, me tuvo moviendo el culo más de media hora. Aquello parecía no terminar nunca, enlazando una canción tras otra –ya me conozco la capacidad de memoria de estos trastos-. Con tanto meneo, aún después de haberme quitado la camiseta y los pantalones -sin velcro-, empecé a sudar como un cerdo. Aquello la encendió.

-Acércate, guapetón- Ahora estaba sentada al final de la cama y sacó un puto “Bin Laden” como reclamo. Me han metido en los calzoncillos de todo –a veces, hasta billetes-, pero ¡Hostias! ¿500 €? No voy a decir que era el primer billete que veía, pero casi. Así que no me importó en absoluto que lamiera una por una las gotas de sudor que me rodaban por el pecho, agachándose para seguirles el rastro hasta la pelambrera de mis huevos -yo no soy uno de esos boys de pasarela, que se depilan hasta la raja del culo, los muy maricones-.

Cuando ya empezaba a cansarme del bailoteo, aún con el incentivo de 500 € asomando por el elástico del calzoncillo, me animó un huevo con el número de la fresa. Empezó a juguetear con una, pasándola y repasándola por encima de las bragas –no era un tanga, pero sí una de esas bragas que se pegan a la piel sin una sola arruga: blancas y sexys-. Se notaba a legua que esas braguitas, tan bien conjuntadas con el sostén que asomaba por su ceñida camisa, marcando un considerable canalillo, eran más caras de lo que cualquiera se pueda levantar en un mes. No es que entienda de precios de prendas íntimas, pero estoy por apostar que la muy puta llevaba encima más de tres mil euros en ropa. Levantó un poco el elástico de su braguita y la fresa fue a parar a donde yo quería tener metida la lengua -con tanta transpiración, se me estaba secando la boca-. Formaba un bultito muy mono, justo ahí. Lo alucinante vino a continuación, cuando separó un poquito las rodillas y…¡alehop, magia, desapareció la fresa!

Me pegó tal latigazo la polla, que no reventé la bragueta de los gallumbos de milagro.

No voy a decir que a estas alturas uno se asuste de muchas cosas, se puede decir que de casi ninguna. No es por fardar, pero tengo muchas clientas y de todo tipo, desde la tímida de turno a la que le cuesta Dios y ayuda despojarse de su ropa a la lanzada que lo que quiere es un polvete salvaje sin más. Otras, en cambio, quieren que seas sofisticado, original y hasta ocurrente física e intelectualmente, aunque haya poco donde rascar… y tampoco es pedantería, pero a pesar de no haber pisado colegios de pago, un menda se lo sabe montar con todas ellas y atender a sus necesidades y solicitudes más complicadas y extravagantes.

Con Cristina no era así, ella me tenía bloqueado y aun no sabía muy bien por qué… quizás su cuerpazo perfectamente cuidado y conservado para su edad, quizás su descaro, su altanería, su dominio de la situación, pero el caso es que me tenía burro, muy burro y sin saber muy bien por donde seguir.

  • Nene, ¿no me vas a desnudar? – fue su pregunta, mirando sin pestañear al bulto que mostraba mi única prenda.

Normalmente a partir de ese momento es cuando el “señor Lino” se lo curra y empieza su metamorfosis particular, el momento ideal para sacar a escena el león que llevo dentro, para descubrir toda la fiereza que tanto les gusta a mis clientas. Aquí es cuando ellas muestran su temor, a la vez que su excitación; y uno, orgulloso y muy macho, se siente halagado y motivado. Con Cristina no era así, nada de eso… de mi interior no salió ningún león, sino un cachorrito que estaba a su merced, totalmente entregado a sus órdenes… vamos que a ese paso, no sólo tendría que devolverle la pasta, sino incluso darle algo de mi parte.

Hacía tiempo que no me sentía así, y a mi mente llegó el momento aquel del nerviosismo que tuve cuando desnudé a mi primera novia. Mis dedos temblorosos soltando cada botón, con la diferencia que esta vez sólo había un botón que soltar y precisamente al hacerlo todo parecía iluminarse, cambiar de color, pues Cristina estaba más buena sin ropa de lo que aparentaba vestida… también suele pasar al revés, pero en este caso, cuanta menos ropa, más ganaba la jodía.

Esos pechos protuberantes que apenas eran sostenidos por un Wonderbra de lujo, duraron segundos bajo mi vista, porque con su mano, agarrándose a mi nuca empotró mi cara contra ellos sin apenas aire con el que respirar, solo el olor de una hembra en celo que pedía necesitada ser generosamente alimentada. Para entonces yo ya no tomaba ningún tipo de decisión, o mejor… creo que en ningún momento tuve yo las riendas de nada… pero el caso es que, obedeciendo cual gatito, solté los corchetes de su sujetador para lamer directamente unos pezones grandes y rosáceos, como pocas veces he visto, y acabados en punta.

No era yo quién iba de un pezón a otro, no… era su mano la que dirigía mi cabeza y al tiempo mi boca sobre cada teta, como si estuviera en un partido de tenis, ahora izquierda… ahora derecha.

  • Coge el bote de nata… - me ordenó, una vez que pareció entrar en el precalentimiento y soltó mi nuca por primera vez.

Como todavía no acababa de salir de mi asombro y, totalmente bloqueado, seguía sin dejarme reaccionar, la tía tuvo que insistir.

  • ¿Qué? ¿No te gustan las fresas con nata? – me contestó, levantándose y quedando su sexo a la altura de mis ojos; cuando, cual striper profesional, se bajó las braguitas hasta los tobillos ofreciéndome un sexo totalmente depilado y con unos labios dilatados, rojizos -como la fresa que contenían- y donde ya empezaba a entender que quería la nata.

No tardé en recoger el bote, pero menos tardó ella en tumbarse en el sofá y esperarme espatarrada, con las piernas bien abiertas y acariciándose los muslos cachonda perdida.

Mis dedos seguían temblorosos cuando apliqué la primera descarga de nata fría sobre ese precioso coño depilado. Dio un respingo al notar el contacto del blanco potingue, pero no quise que esa sensación le durase demasiado y, presuroso, acudí a la llamada de un sexo abierto, que cargado de nata, fue abordado por mis labios, por mi lengua y creo que hasta por mis dientes. Cerré los ojos, absorbiendo como un colegial aquellos labios ardientes en los que se fundía la nata y, apenas los volví a abrir, la muy zorra se había girado, bajándome el slip y chupándome los huevos, pero con todas las letras: me sorbía uno con sus labios, estirándolo hasta hacerlo desaparecer en su boca y, sin soltarlo, lo lamía y relamía, provocándome una mezcla explosiva de placer y dolor. Justo en el momento en el que yo ya no podía más, lo soltaba, dejando mi miembro oscilar y pidiendo como loco ser atrapado por esos labios expertos… Pero no, atacaba mi otro huevo. No había ninguna duda que la tía era una redomada puta; al menos en ese momento, parecía que habíamos intercambiado los papeles

Se la metió de golpe en la boca y creo que rocé su garganta, pues al volverla a sacar, su respiración se hacía ahogada, pero lejos de amilanarse volvió al ataque ensartándosela de nuevo hasta la campanilla. ¡Qué manera de chupar! ¡Menuda mamada me estaba haciendo!… Ella, al ver que yo me detenía captando miles de sensaciones en un solo punto, apretó mi cabeza para que siguiera con mi ración de nata. Y así seguimos en un 69 particular y… espectacular.

No sé de cuantas formas llegamos a follar, pero esa tía me enseñó algunas que yo ni siquiera sabía que existían…para que luego se diga de los profesionales: boca abajo, de pie, sobre la alfombra, sobre la mesa, debajo de ella… Aquel coño era succionador, sacaba en cada embestida toda mi energía y no era yo el que se la follaba; sino evidentemente, ella a mi, así, sin miramientos, ordenando cada postura, dejándome sólo como mera herramienta de placer, aunque, todo sea dicho, gocé tanto o más que ella

Después de haberme exprimido como un limón, a la bruja aún le quedaban ganas de marcha. O eso entendí, cuando echó mano a la cartera y sacó otros dos billetes morados.

-No tendrás prisa, ¿verdad?

-Guapa, por tres esos puedes abusar de mí todo el día… y mañana también- Aunque, claro, eso lo decía yo con la boca pequeña. Uno puede presumir de “machomán” delante de los amigotes, pero cuando vas por el cuarto y aún te queda faena por delante, no se imaginan ustedes qué agonía.

Menos mal que sólo quería conversación. Eso sí, sobándome la polla de paso, que ayuda mucho a soltar la lengua.

Menudo interrogatorio. La tía era única para sonsacar: empezó hablando de que al mamón de su marido ya no se le ponía tiesa y, si saber cómo, el que terminó contándole todos los “trukis” del negocio, fui yo. ¡Joder, si hasta traicioné el pacto de confidencialidad puto-clienta y acabé confesando el nombre de un par de famosillas que habían requerido mis servicios! En mi descargo, alego que estaba más atento a no correrme, con las maniobras manuales de mi interlocutora, que pendiente de la charla.

-Querida, eres la hostia. Casi todas mis clientas me dan conversación…después de. Algunas, antes. Pero te juro que es la primera vez que me hacen un tercer grado…durante- No me gusta hablar de temas personales y, menos aún, de mi pasado. Pero también es verdad que nunca me lo habían interrogado desde abajo; más concretamente, acomodada entre mis piernas y dándole, entre pregunta y pregunta, unos lametones al capullo que me hacían dar botes en la cama. Cuando se montó encima, y siguió preguntando, ya no me acuerdo lo que dije. Lo dicho, técnicas profesionales de interrogatorio. Tengo que enterarme si son las que usan en Guantánamo.

Debí quedarme dormido y seguir hablando en sueños, pero no mucho. La hijaputa me despertó a las seis de la tarde para decirme que se tenía que ir a trabajar. No me lo tragué, claro. Y me volvió a despertar, cuando ya había vuelto a coger postura, a voces desde el baño…¡menudos modales!

En los “fregaos” anteriores, ya me había fijado que mi cliente abusaba del lubricante -sospechosa señal de haber pasado la menopausia; es decir, que rondaba la cincuentena-. El potingue, si es del bueno, tiene un saborcillo muy característico y olor inconfundible. Lo digo, porque cuando entré en el baño, a ver qué tripa se le había roto, el tufillo era intenso. También me había fijado que el cuerpazo de Cristina desmentía la sospecha anterior, particularmente su culo: un bloque de granito. En lo que no me había fijado es que era del tipo Jennifer López. También lo digo, porque asomaba entre las cortinas de la bañera y el tufillo, sin lugar a dudas, procedía justo de ahí.

-Venga, campeón, un último esfuerzo y dame el gustazo de cumplir una de mis fantasías- El movimiento circular que imprimía al pandero, hacía innecesarias mayores explicaciones.

Gracias a Dios, la capacidad eréctil de mi polla es legendaria, sobretodo cuando acabo de despertarme: la sangre tarda en llegar al cerebro y hay más que de sobra para irrigar otros órganos…más vitales. En resumen, que tras dar los tres pasos que había desde la puerta a la ducha, tenía ya la polla apuntando al objetivo. Pequeño y esquivo objetivo, porque no paraba de moverse, pero donde pongo el ojo, pongo la polla… ¿O debería haber dicho el ojete?

Con lo que no contaba era con lo retorcida que podía llegar a ser mi clienta. Apoyé la punta, sin presionar, para comprobar el grado de dilatación del objetivo…y se puso a chillar como una loca.

-¿Serás zopenco? Usa las manos. Y atiza con ganas Después, cuando yo te diga, entras a matar. Quiero una estocada hasta la cruz.

Pues vale, la clienta siempre tiene la razón y yo soy muy obediente. El primer par de hostias le pusieron las nalgas calientes; el segundo, sonrosaditas; el tercero, bermellón…y luego aflojé el ritmo, que ya me estaban doliendo las manos. La tía ni se inmutó. Bueno, sí, chillaba, pero para pedirme más caña.

Después de una paliza que, en mis buenos tiempos, me habría costado dar a mi peor enemigo, y cuando las nalgas de Cristina empezaban a amoratarse, llegó, por fin, la orden de ataque.

-¡Ay, mi amor, qué bueno! Ahora, dale duro. ¡Apuntíllame, matador!

¿Duro? En ciertos estados norteamericanos, donde el uso de la puerta trasera es ilegal, también debe serlo un pollazo semejante. ¡Joder, si se me arrugó el pellejo de los huevos con el berrido que dio! Intenté sujetarla por las caderas, para ser un poco más delicado; pero tenía las manos tan doloridas que me lo pensé mejor y desistí. Además, después de la primera impresión, tampoco hizo falta: Cristina había entrado en trance y se ocupaba ella sola de empitonarse. Yo, con aguantar sus acometidas, ya hacía bastante.

¿Ya he dicho que tenía un culo granítico? Seguro que sí. Pero hasta el granito, cuando se somete a una presión excesiva, se deforma y rompe. No se llegó a romper, aunque faltó el canto de un duro. Lo que sí hizo fue comprimirse, tomando una forma que me recordó cuando era pequeño y apretaba un globo con las dos manos…sólo le faltó hacer ¡Plaf!

¿Y el escándalo que armó después? No creo que llegara a correrse con la faena, eso ya lo había hecho con los azotes. Pero la sarta de barbaridades que soltó por aquella boquita, cuando le puse el intestino a remojo, no me las esperaba yo de una señora tan fina. ¡Bonita forma de joderles la siesta a los vecinos de al lado!

Cuando se giró y vi los lagrimones que le corrían por las mejillas, temí que me partiera la cara de un guantazo, o peor…que me dejara sin propina. Menos mal que resultaron ser lagrimones de júbilo. Para disipar temores, me comió a besos, terminó su aseo personal y se largó más contenta que unas castañuelas. No me pude despedir como es debido. Estaba roncado.

Lo que me encontré, al despertar, fue con una tarjeta encima de los tres billetes. Sra. Carlota (a continuación un apellido compuesto, con un par de guiones intermedios y un título nobiliario al final). Redactora Jefe. Onda (una emisora de radio). Cuatro números de teléfono, un móvil, un “Siempre tuya, campeón. Llámame, tenemos que hablar” manuscrito y la marca del pintalabios enmarcándolo todo.

-¿Ves como no se llama Cristina?- Cuando me despierto, me da por filosofar.