La espuela
...Me quiero correr una última vez y necesito que él lo haga conmigo. Paso del trote al galope, él comprende y sus manos se mueven hasta abrazar mis nalgas. Allí se clavan, sus uñas en mi piel, sus huellas en mi memoria...
Un regusto amargo, similar pero distinto del de la cerveza que posa sobre la barra tras beber un trago, es el que encuentro en sus labios cuando termino de contestar los mensajes y regresando a él, lo beso.
- ¿Y si nos vamos?- sugiero. Apura la bebida y agarrándose a mi cintura, como para no perderse, me sigue mientras nos escabullimos del trasiego del bar. Al llegar a casa los relojes marcan esa hora difusa entre la noche y la madrugada. Ya no somos dos jovencitos para pasar la noche fuera de casa, pero, al menos yo, todavía tengo ganas de planear, de hacer una vida distinta. Lo ha intuido al pedirle esta salida inesperada, y se lo confirman mis manos cuando se quita la cazadora y queda con esa camiseta oscura, ceñida, que oculta un torso que me sé de memoria. No puedo evitarme morderme el labio cuando mis dedos comienzan a recorrerlo. Sonríe, acaba de comprender mis prisas por volver a casa. Yo sonrío también, lo quiero rutinario pero especial.
Por eso lo sorprendo cuando sus manos tratan de sujetar mi rostro y me escabullo de sus caricias. Mis labios besan la tela, dibujando el perfil de sus pectorales primero, de sus abdominales después y prosiguen el viaje hasta toparse con la hebilla del cinturón. Siento su mirada baja clavada en mi cabeza, pero evito corresponderle; así no me entretengo y rápidamente suelto el cierre de sus vaqueros y tiro de ellos. Siento su vida palpitando contra mis mejillas; mi cara al frotarse termina de comprobar cómo la excitación se le transforma progresivamente en dureza. Tiembla como la primera vez cuando mis manos, de un tirón decidido, bajan su calzoncillo y siente el aire cálido de mi risa acariciando su pene. Lo acojo en el calor de mi mano y comienzo a mimarlo. La experiencia le ha enseñado que esta clase de juegos los reservo para ocasiones muy especiales; tiene que sentir que ésta no es una vez más, que no es un sábado cualquiera, aunque no celebremos nada. Sé que lo siente. La delicadeza con la que mis manos agarran su polla, la estimulan, la hacen crecer y endurecerse, los viajes de mis dedos hasta golpear con la uña en la base del tronco hacen que dé un paso hacia atrás, hasta casi trastabillar y tener que apoyar la espalda en la pared más cercana. Tiro de la piel de su rabo, hago emerger el glande. Lo observo en primer plano, cubierto de una finísima capa de húmeda lubricación cubriendo todas sus terminaciones nerviosas. Lo acerco a mis labios y lo torturo con la frialdad de mi aliento. Entonces sí, entonces espero que me mire, y cuando lo hace abro los labios, apoyo su polla en mi lengua y trago hasta que mis dientes superiores rasgando su piel le hacen gemir de placer.
Meneo la cabeza cuando quiere posar sus manos en ella. Debo hacerlo yo, no quiero su ayuda, no necesito que me marque el ritmo, sé muy bien lo que hago. Me agarro a sus muslos y vuelvo a cabecear con decisión, ocho, diez veces, hasta que suelto su polla de pronto y ésta da un respingo al liberarse de mi boca. Sigue gimiendo cuando recorro toda su longitud extendiendo saliva y deseo con la lengua y los labios. Luego vuelvo a agarrar su cipote, golpeo con él mi rostro, sé que aquello le excita como pocas cosas, y al poco lo hundo de nuevo en mi garganta y vuelvo a los mecánicos golpes de cuello. Él gime, aprieta los dientes para aguantar un poco más y me deja hacer. Para entonces ya sabe que esto es especial, aunque no termine de entender la razón. Mamadas así no son mi tónica habitual, pero la ocasión lo merece. Así que cojo aire de nuevo y me sumerjo una vez más hasta que mi boca topa contra la parte más baja de su vientre.
El primer signo es el agarrotamiento de sus piernas, después de tantos años conozco sus reacciones. Mis dedos, siempre sujetos a sus muslos, sienten la tensión de sus músculos. Luego se acelera la frecuencia de los gemidos, y quizás también su pene adquiere una dureza mayor, aunque yo no ceso mis cabeceos para comprobarlo. Es él quien me tiene que apartar, el que con la palma de su mano en mi frente me echa hacia atrás, hasta que de mis labios crece una tela de babas que se extiende hasta la punta de su polla. Entonces es él el que coge el relevo. Yo, con la boca abierta, la lengua sacada y el cerebro incendiado, asisto a su masturbación, a su cuerpo contrayéndose, a su respingo final hasta que una lluvia de lefa sin dirección me riega la cara.
Después de limpiarme, lo encuentro sudoroso y medio desnudo en el sofá. Esta vez me ahorraré la bronca. Mi vista se pierde por un instante en el ventanal del salón cuando acudo a correr las cortinas. Fuera el viento sopla, sacude la alfombra de hojas amarillas que peor han resistido la llegada del otoño, mientras que las ramas de los árboles todavía frondosos se mueven alteradas en una marejada de sombras. Enciendo una pequeña lámpara de pie que dota a la estancia de una luz tenue, que dobla mi sombra mientras camino hasta él. Cuando me ve desnuda se medio incorpora. La ceremonia no ha terminado, aunque su pene haya vuelto a la flacidez. Empujo su hombro hasta que él se deja caer en el respaldo; luego me monto sobre sus muslos. Pretende besarme, pero yo me elevo y le ofrezco mis pequeños senos. Se conforma con ellos. Dejo caer los párpados y me dedico a sentir el juego de su lengua en mis pezones, la firmeza de sus dedos agarrando mis pechos. Mordisquea, lame, besa, pellizca. Sus manos se agarran a mi cintura, me elevan, me hunden, me llevan a frotarme con él, aunque su entrepierna apenas ha recuperado algo de su gloria. Sus labios se atreven a descender por mi vientre, cubriéndolo de besos para luego regresar a mis senos.
- Cómemelo-. Me duele tener que ser yo quien se lo pida. Él obedece y trata de deslizarse bajo mi cuerpo, hasta que se convence de que para aquellos menesteres es mucho más apropiada la cama. Cuando se incorpora y de un impulso decidido me eleva entre sus brazos, siento un vértigo repentino que casi altera mis planes. Luego, mientras caminamos al dormitorio en el que tanto hemos compartido, me enrosco con las piernas a su cintura. Al llegar al borde de la cama se deja caer de espaldas, conmigo encima. Eso no es lo previsto y ruedo hasta que soy yo la que está boca arriba sobre el colchón. Su boca se posa de nuevo en mi torso, y yo doblo el cuerpo, invitándolo a seguir la ley de la gravedad. Cuando siento sus manos grandes, sus dedos poderosos instalándose en mis muslos, me abandono por un instante. Sé que enseguida será su lengua, sus labios, los que jueguen en mi sexo. Sentiré su calor, la saliva confundiéndose con la humedad que ya, sólo de recordar, comienza a mojarme. Me retorceré bajo sus manos, lucharé contra las cosquillas de su barba de cuatro días en mis ingles. Me abstraeré de todo y cerraré los ojos, tratando de retener para siempre en mi memoria las sensaciones de esta noche, el juego de su lengua en mi clítoris, las sacudidas de sus labios en los míos, ese cosquilleo especial que me recorre entera cuando él acierta en uno de sus lametazos.
Cierro los ojos, mis manos en ocasiones confunden dónde enroscarse y es su pelo el que sufre los tirones; eso le anima y surca con la lengua toda mi raja. Me deshago en su boca con pastosa literalidad. Cuando cesa el juego entre mis muslos y lo intuyo moverse, lo miro. Aunque no lo diga busca mi aprobación. Su polla ha recuperado grosor y tamaño, me lo demuestra restregándola contra mi piel. Mi silencio es el permiso. Dos décadas casi desde que entró por primera vez en mí; mi cuerpo se ha adaptado a él, a sus dimensiones modestas, a su vigor ausente de química. También mi mente tuvo que acostumbrarse. Hoy ambos, cuerpo y pensamiento, tratan de esforzarse en captar el momento, ese impulso decidido, su cuerpo levantándose sobre los brazos, sus rodillas abriéndose hueco entre mis piernas, el gesto de riñón que empuja completamente su verga en mis entrañas. Recojo las piernas, adapto la postura a sus embestidas. Veo sobrevolar su cara, doblo la cabeza y su boca deja un vampírico rastro en mi cuello.
Me folla. Me folla con todas sus ganas, con su cuerpo adulto, con los trucos aprendidos a lo largo de todos los años compartidos. Sólo él sabe cuándo acelerar el ritmo y conseguir que me vaya nada más empezar, sólo él consigue aguantar mis sacudidas mirándose en mis ojos; me pregunto si será captar todos los matices que quiero expresar hoy. Los empujones se hacen constantes, repetitivos. Yo rodeo con mis piernas las suyas y lo aprisiono contra mí. Lo quiero completamente dentro, como antes, como siempre. Él baja su cuerpo, hasta aplastar mis senos contra su pecho. Cuela los brazos bajo mis axilas, me rodea, me atrae, hasta hacernos una única masa de piel y huesos, hasta que nuestros gemidos se acompasan, hasta que él se empeña en volver a sentir el baño de mis flujos en un nuevo orgasmo.
Lo consigue y yo caigo rendida, deshaciendo el abrazo, pataleando y dando manotazos al aire. Me he corrido como hacía tiempo, me he corrido como necesitaba correrme esta noche. Él me mira; su sonrisa luce entre sorprendida y orgullosa.
- Túmbate- le digo. Él, masturbándose ligeramente para mantener su polla erguida, obedece y se deja caer. Inmediatamente yo busco la manera de encaramarme a su cuerpo. Quiero mantener el control, que la noche no vaya por derroteros inesperados. Él no se da cuenta, cree que, montándolo, le permito aguantar más. En cierta forma es así, yo misma deseo que la noche no acabe. Hundo bien su verga en mi coño y comienzo a moverme suavemente, describiendo círculos insertada en él. Cierro los ojos, quizás así sea capaz de retener más tiempo en la memoria estas sensaciones. Sus manos entre la cintura y las caderas quieren acompañar mis movimientos, hacerlos acaso más intensos. Le pido que no lo haga, que me deje a mí y él, relajado, cruza sus brazos por detrás de la nuca a modo de almohada. De vez en cuando un gemido, una risita triunfante cuando yo me agito más de la cuenta salen de su boca y acompañan los quejidos del somier para romper el silencio. Me sigo moviendo despacio, subiendo mínimamente y dejándome caer, orbitando alrededor de su eje, sintiendo el roce duro y constante en todas las paredes, hasta que siento la necesidad de incrementar el ritmo. Entonces me suelto el pelo, sacudo la cabeza hasta que forma un velo negro y sedoso delante de mis ojos, apoyo las palmas de las manos entre sus hombros y el pecho y, poco a poco, irremediablemente, voy incrementando el ritmo.
Me quiero correr una última vez y necesito que él lo haga conmigo. Paso del trote al galope, él comprende y sus manos se mueven hasta abrazar mis nalgas. Allí se clavan, sus uñas en mi piel, sus huellas en mi memoria. Me empuja, me atrae, acompaña mis idas, refuerza mis venidas, hasta que mi cuerpo decide rendirse y apretando su polla en mis entrañas alcanzo un nuevo orgasmo que nubla mi mente. Preso en mis paredes, ahogándose en mis flujos, él no puede resistir mucho más. Cuatro o cinco impulsos violentos cuando mi cuerpo comenzaba a relajar la tensión del orgasmo me anuncian su final. Entre la maraña de pelo que difumina mi vista percibo su gesto crispado, sus dientes apretados, después la mandíbula distendida y el gemido final. Lo desmonto antes de que él advierta mi rostro. Caigo a su lado, siento su respirar pesado más que mi propio cuerpo, aparto en un mismo gesto de mi mano el pelo y dos lagrimones que recorrían mi cara. Miro al techo y no veo más estrellas fugaces, se han marchado, como temía, cuando ha terminado el sexo. Entonces, sin voltear la cara, siguiendo el guion planeado, lo suelto:
-Cariño, tenemos que hablar, creo que ya no te quiero.