La esencia de una guerrera xxx

Herodoto trata de acallar las visiones y ataja la lengua para no contar su historia, pero mas que eso por primera vez piensa que no pujede odiar a xena. llega el momento de la boda entre lennat y lila

La esencia de una guerrera

Melissa Good

Título original:A Warrior By Any Other Name.Copyright de la traducción: Atalía (c) 2002

—Es Gabrielle... ¿sabes lo que ocurrió la última vez que vino a casa?

—No —susurró Cyrene—. Pero tú me lo vas a contar, ¿verdad, querido?

Y se lo contó, pues había oído diversas versiones de las chicas del pueblo a las que había estado ayudando. Pérdicas, Calisto y su propia boda.

—Por los dioses —suspiró Cyrene—. Muy propio de Xena no comentar nada de esto. —Le dio una palmadita en el brazo—. Tú quédate aquí a ayudar. Yo voy a ver si la encuentro.

—Prueba en el cementerio —replicó Toris, en voz baja, y luego inclinó la cabeza y regresó al templo. Las chicas lo miraban con disimulo cuando se acercó a ellas y cogió otra guirnalda, y se rió irónicamente por dentro. Me parece que ha llegado el momento de impartir una pequeña lección.

—Bueno —dijo la mayor de todas, mirándolo por el rabillo del ojo—. ¿Qué tal se lleva eso de ser hermano de Xena? —La más joven soltó una risita—. ¿Puede contigo?

Toris se echó a reír.

—Claro. —Advirtió sus miradas sorprendidas—. Puede con cualquiera. Viene muy bien, como descubristeis vosotros ayer. —Hizo una pausa—. Siento que nos perdiéramos todo el jaleo. Pero nos ha dado mucha alegría poder venir y tener la oportunidad de conocer al resto de la familia de Gabrielle. —Le costó seguir con la cara seria—. Ahora que ella también es una hermana para mí.

La chica mayor se detuvo y lo miró ladeando la cabeza.

—¿Consideras a Gabrielle parte de tu familia? —Todas lo miraban con disimulo, prestando apenas atención a las flores que estaban colocando.

—Por supuesto —replicó Toris, saltando sobre un banco de piedra y lanzando un extremo de la guirnalda que tenía en las manos por encima de la viga de madera que estaba en lo alto—. Todos la consideramos así... y tendríais que haber visto la gran fiesta de cumpleaños que le hicimos cuando vino... —Dudó un momento—. A casa. —Y durante un corto tiempo, había sido su casa. Y, le dijo un sentido interno, podría volver a serlo algún día. Sonrió—. La queremos. Es estupenda.

Lo miraron sin decir nada y luego se miraron entre sí.

Toris sonrió y siguió decorando.

Cyrene bajó por el solitario camino, acompañada únicamente del ruido que las suelas de sus botas producían al aplastar la grava del suelo. El bosque ralo que la rodeaba parecía yermo, pues el invierno se había abatido sobre la región, y se sentía... helada. Dobló el último recodo antes de llegar al cementerio y se detuvo, a la sombra de un viejo roble, con una mano apoyada en la áspera corteza. Ante ella se extendía el cementerio y en el centro de numerosas lápidas, se alzaba una figura solitaria.

Gabrielle estaba en silencio, contemplando la tumba bien cuidada que tenía a los pies. Hola, Pérdicas. Suspiró. Espero que estés en algún lugar de los Campos Elíseos. Con mucha gente con quien hablar y muchas cosas que hacer. Se contempló las botas un momento. Sé que puedes oír mis pensamientos... y sé que sabes lo que me ha pasado desde que te... fuiste. Una larga pausa. Lo siento, Pérdicas. No sabes cuánto lo siento. Siento que tuvieras que interponerte en su camino. Siento que celebráramos nuestra boda. Siento no haberte podido dar lo único que me pedías. Se le nublaron los ojos. Porque eso ya lo había entregado en otra parte antes de que nos volviéramos a encontrar. Y creo... que en el fondo de tu corazón... tú lo sabías. Se abrazó a sí misma. Yo sí. Y seguí delante de todas formas, y nunca, jamás me perdonaré a mí misma por eso. Aunque tú lo hagas. Aunque... aunque ella me lo perdona libremente. Yo no. Jamás.

Una mirada al cielo azul despejado. Tienen razón, Pérdicas. Éste no es mi hogar, ya no. Tal vez es que soy gafe. Siempre me echaban la culpa por las malas cosechas, ¿te acuerdas? En fin. Sé que ahora estás en paz. Algún día, nos sentaremos a hablar, ¿vale? Y no te enfades con Xena... nada de esto fue culpa suya, Pérdicas. No lo fue. Calisto nos pilló desprevenidas... pensamos que iría por mí. Ni se nos ocurrió que pudiera ir por ti. Si Xena hubiera podido detenerla, lo habría hecho... aunque... ahora sé... que habría sido algo terrible para las dos. Para todos nosotros. Porque ella es la otra mitad de mi alma, y por mucho que sepa que tú me querías... eso se habría interpuesto entre nosotros.

Rezó por mí, Pérdicas... nunca pide nada a los dioses, pero se hincó de rodillas y ofreció su espada y rezó por mi alma. Y, sabes... ésa es una imagen que llevo en el corazón... siempre. Usó la manga para enjugarse los ojos. Tengo que ir a vestirme y ver cómo se casa mi hermana, viejo amigo. Estoy rezando para que su vida con Lennat sea larga, sin peligros y fructífera. Están hechos el uno para el otro... alégrate por ellos. Yo me alegro. Con cuidado, se arrodilló, cogió un puñado de flores de las guirnaldas de la boda y las esparció sobre su tumba. Luego se levantó y se quedó con una última flor, a la que dio vueltas entre los dedos. Descansa en paz, viejo amigo. Entonces respiró hondo, se dio la vuelta y regresó por el sendero, entre las hileras de muertos antiguos y recientes.

Cuando llegó al camino, se dio cuenta de que Cyrene estaba entre las sombras, observándola.

—Hola, mamá —dijo, con tono apagado, cuando alcanzó a la mujer mayor.

Cyrene se adelantó y la abrazó.

—Lo siento, Gabrielle —murmuró al oído de la bardo—. Siento que te ocurriera todo eso. No te mereces tantas desgracias.

Gabrielle le devolvió el abrazo, luego se apartó un paso y miró a Cyrene.

—He llegado a una... conclusión sobre todo eso. —Su boca esbozó una sonrisa cansada—. A veces, las cosas tienen que suceder. Y... parece horrible cuando suceden. Pero luego miras atrás y ves que... bueno, que tenían que suceder. Eso es todo.

—¿Así es como vives con ello, hija? —susurró la mujer mayor, espantada.

—Tengo que hacerlo —susurró la bardo a su vez—. Porque sé... en el fondo de mi corazón, que si él hubiera vivido, me habría... Fue una equivocación, mamá... y yo sabía que lo era. —Cerró los ojos y se le hundieron los hombros—. Y lo hice de todas formas. Así que esto tenía que suceder. —Hizo una pausa—. Porque si no... —De repente, se imaginó lo que habría sido... la lenta muerte de sus sueños y el inexorable vacío de su interior que había averiguado que sólo podía llenarse con una persona. Que había empezado a sentir, incluso esa noche en que Pérdicas y ella estuvieron juntos. Se había dicho a sí misma que acabaría pasando, con el tiempo. Pero ahora... sabiendo lo que sabía... Se estremeció—. Pero tomé una decisión equivocada. Y todos acabamos pagando por ello.

—Oh, Gabrielle. —Cyrene la abrazó de nuevo—. ¿Es eso lo que piensa mi hija también?

La bardo sorbió y apoyó la cabeza en el hombro de Cyrene.

—No... ella dice que lo que ocurrió fue culpa de Calisto y que ninguna de nosotras tiene la culpa.

—Tiene razón, que lo sepas —dijo Cyrene, dándole suaves palmaditas en la espalda—. Fíjate, mi hija con sentido común.

Eso hizo reír ligeramente a Gabrielle.

—Oye... —protestó—, que tiene mucho sentido común. —Se dio cuenta de lo que estaba haciendo Cyrene y se alegró por ello—. A veces ve las cosas con mucha más claridad que yo. —Defender a Xena era un reflejo inconsciente para ella... incluso con su madre. Aunque sabía que Cyrene sólo intentaba distraerla.

—Mmm... —Cyrene la rodeó con el brazo y la condujo camino arriba—. Debe de ser la estatura. Ve mejor. —Pero por dentro, le dolía el corazón, por esta joven bardo, y también por su hija—. ¿Ella fue testigo, en tu boda, querida?

Gabrielle asintió. Y cerró los ojos por un instante para no recordar aquel adiós.

—Y también dio su bendición, me imagino —insistió la mujer mayor.

La bardo asintió de nuevo. Ojalá hubiera sido capaz entonces de saber lo que estaba pensando como lo soy ahora. Lo habría sabido. No me habría engañado ni por un segundo, dado cómo le latía el corazón. Lo noté, cuando me abrazó. El mío latía igual.

Cyrene suspiró.

—Qué idiota es a veces.

Gabrielle sofocó una carcajada de sorpresa.

—No, no lo es. —Entonces se le cerró la garganta y casi no pudo hablar—. Sólo hizo lo que pensaba que era mejor para mí. —Hizo una pausa—. Siempre lo hace. Aunque no sea lo mejor para ella.

Cyrene le estrechó los hombros.

—Ésa es una de las definiciones del amor más sinceras que he oído en mi vida, Gabrielle.

La bardo sonrió.

—Lo sé. —Siguieron caminando en silencio durante un rato. Luego—: Gracias, mamá.

—De nada, querida. Hablando de lo cual, ¿cuándo me vas a presentar a tu madre? Se lo pediría a Xena, pero ya sabes cómo suele salir eso.

Se miraron y se echaron a reír.

—La verdad es que ha estado... mm... muy diplomática todo este tiempo —afirmó Gabrielle, con una sonrisa—. Salvo por alguna que otra amenaza y alguna que otra persona que ha acabado en la pila del estiércol. —Suspiró—. Vamos. Haré los honores.

Oh... qué divertido ha sido , pensó Gabrielle, mientras subía las escaleras hacia su habitación, después de hacer las presentaciones en casa de su familia. Siento que Xena se lo haya perdido. Le habría encantado. Lila, desde luego, lo ha pasado en grande. Abrió la puerta y miró a su alrededor. A Xena no se la veía por ninguna parte, pero había estado allí.

Gabrielle recorrió la habitación y sonrió. Su vestido estaba fuera del paquete y cuidadosamente colgado, con todas las cintas y los cierres derechos y ordenados con precisión. En la mesa estaba su equipo y la bolsa donde guardaba sus joyas. Al lado de una cesta con pan, queso y fruta, con una nota encima. Cogió la nota, escrita con una caligrafía firme y conocida.

Come algo o te caerás redonda durante la ceremonia. Lo digo en serio. X.

Se llevó la nota a los labios y la besó. Dioses, cómo la quiero , rió su mente. La vaga depresión que sentía desde que había estado decorando el templo desapareció mientras obedecía, sentada en el borde de la mesa, y elegía una gruesa rebanada de pan que completó con un buen pedazo de queso blanco y cremoso.

Cuando ya se había comido la mitad, la puerta se abrió sin hacer ruido. Levantó la mirada y se encontró con los ojos de Xena, y le sonrió afectuosamente.

—Hola. —Su mano indicó la habitación—. Gracias.

La guerrera sonrió y se encogió de hombros con modestia.

—Pensé que te vendría bien un poco de ayuda.

Gabrielle se quedó mirándola y dejó el pan.

—Lo único que me vendría bien ahora eres tú. —Las palabras se le escaparon antes de que pudiera detenerlas.

Xena dejó el paquete que llevaba y fue hasta ella.

—Toris me ha dicho que estabas disgustada... aunque tampoco me hacía falta su informe. Ven aquí. —Abrió los brazos y estrechó a Gabrielle entre ellos, pegando a la bardo a su cuerpo.

La bardo se sumergió agradecida en el fuerte abrazo.

—Por los dioses... qué gusto —murmuró en el hombro de Xena, aspirando el agradable olor a jabón de hierbas, cuero y alma gemela—. Creía que lo tenía todo bastante controlado... me había olvidado del templo. Me hizo recordar todo.

—Sí. A mí también —fue la inesperada respuesta—. No tengo... recuerdos agradables de ese sitio. —Esquivó los ojos desolados de Gabrielle—. A lo mejor la boda de hoy los borra todos. —Y consiguió sonreír a su compañera—. Escucha, si quieres quedarte un poco después de la ceremonia...

—No. —Inmediato y tajante—. Estoy harta de este lugar. Quiero pasar la noche bajo las estrellas. Sola, con la excepción de un lobo, un caballo y tú.

Xena sonrió sin que la viera.

—Nuestras cosas ya están recogidas —replicó—. Yo también lo estoy deseando. — Dioses... y cómo. Basta de mentes cerradas, pueblos cerrados e intrigas miserables —. Mamá tiene todo controlado aquí... se va a quedar unos días, para ponerle las cosas claras a Hécuba. —Sus labios amagaron una sonrisa—. Qué gracia me ha hecho ver a esas dos juntas.

Soltó por fin a Gabrielle, que se apartó lo suficiente para mirarla.

—Eres maravillosa.

Xena le sonrió con sorna.

—Qué va.

Gabrielle enganchó las manos en el cuero suave que la cubría y tiró con fuerza.

—Sí.

—Ve a lavarte —dijo Xena, cambiando de tema—. Y vamos a ponerte ese vestido, para que puedas asistir a esta boda. —Hizo una pausa—. En marcha.

—Vale, mamá —bromeó Gabrielle, acercándose otra vez para darle otro abrazo.

—Verás como te pille, renacuajo —amenazó Xena, rodeándole la cintura con un brazo y levantándola—. Ya te tengo.

—¡Xena! —rió la bardo—. ¡Bájame!

—Ni hablar. —La guerrera meneó la cabeza—. Así te quedas. Te voy a llevar así a la ceremonia. —Echó a andar hacia la puerta—. Hasta puede que haga esto. —Y pasó a hacerle cosquillas, cosa que hizo vociferar indignada a la bardo, que se reía demasiado para ofrecer mucha resistencia.

—Ohh... ¡Ay! Para ya... —Intentó agarrar a Xena, pero la guerrera hizo caso omiso de sus intentos y siguió caminando, salió por la puerta y bajó por el pasillo rumbo a la habitación del baño—. ¡¡¡Xena!!!

—¿Has oído algo? —preguntó Xena sin dirigirse a nadie en concreto—. Me debo de estar imaginando cosas. —Abrió la puerta empujándola con la bota, la cerró de una patada al pasar, agarró las rodillas de Gabrielle y la levantó hasta sujetarla acunándola entre los brazos—. Suéltate la túnica.

Gabrielle soltó un resoplido, pero obedeció.

—¿Qué haces? Xena, que va a estar frío... oh. Caray —exclamó al sumergirse en la bañera a la espera, llena de agua caliente perfumada—. Caray. —Xena agarró la túnica suelta y se la quitó, dejándola libre para flotar—. Caray. —Suspiró y aspiró profundamente el olor a jazmín del agua humeante. Y dirigió a Xena una mirada de adoración pura—. Eres tan mona.

Xena se detuvo, mientras doblaba la túnica de la bardo, posó las manos en el borde de la bañera, enarcó ambas cejas y bufó.

—¿Mona?

—Sí. —Gabrielle se mordió el labio inferior haciendo un esfuerzo por no sonreír. Salpicó de agua a su compañera—. No te preocupes, no le voy a decir a nadie lo dulce y lo mona que eres. Y simpática. Te lo prometo.

Xena se puso colorada. Lo cual hizo reír con deleite a Gabrielle. La guerrera torció el gesto.

—Sólo pensaba...

Una mano salió de la bañera y se posó sobre la suya y la cara de la bardo se puso seria.

—Lo sé. Y... dioses... gracias. Por todo. Xena, lo digo en serio.

Xena se sentó en un taburete bajo al lado de la bañera y apoyó la barbilla sobre los brazos doblados encima del borde.

—Aquí lo has pasado muy mal, Gabrielle. Yo... yo te lo habría ahorrado, si hubiera podido. —Sus ojos azules estaban llenos de una dolorosa tristeza.

—Ha sido un cambio justo, Xena —susurró la bardo, tocando la mejilla de Xena con la yema de los dedos—. Lila, madre, Lennat... Tectdus, Alain... ha merecido la pena.

—Sabía que dirías eso —fue la apacible respuesta—. Venga, deja que te lave el pelo... se nos echa el tiempo encima.

Gabrielle estaba delante del espejo, contemplando ceñuda su reflejo.

—La verdad es que no...

—Sshh —dijo Xena, ajustándole la manga—. Estás preciosa. —Y era cierto: el vestido, que caía en capas que iban del gris claro al gris pizarra, resaltaba su colorido y prácticamente hacía relucir su piel bronceada y su pelo dorado rojizo.

—No. —Gabrielle se volvió y la miró—. Yo estoy correcta. Tú, por otro lado, estás despampanante. —Contempló la larga túnica de rica seda bordada color vino que llevaba Xena—. Pero claro, podrías ponerte una toalla y seguir teniendo este aspecto, así que...

—Cuestión de opiniones —rezongó Xena, ajustándose el cuello alto de su vestimenta y pasándose las manos por el pelo para colocárselo bien. La túnica iba cayendo en disminución y resaltaba su musculosa figura con elegante precisión, acompañando sus movimientos y ajustándose a su cuerpo en los sitios perfectos. No está mal , admitió a regañadientes. Bueno... si se van a quedar mirando, bien puedo darles algo que mirar. Sonrió a su imagen y se colocó las pulseras intrincadamente labradas en las muñecas—. Al menos me tapa casi todas las cicatrices. —Pero sus ojos chispeaban alegres.

Gabrielle echó un vistazo al espejo y se quedó prendada de la imagen de las dos, la una al lado de la otra a la cálida luz del sol que entraba por la ventana.

—La verdad... —Miró a Xena de reojo y se ruborizó—. Es que hacemos todo un cuadro. —Indicó el reflejo con la cabeza.

—Mmm. —La miró enarcando una ceja—. Supongo que sí, efectivamente. —Rodeó a la bardo con los brazos y observó el resultado en el espejo. Todo un cuadro, sí, señor.

Se miraron y sonrieron.

—Bueno... será mejor que vayamos —dijo Gabrielle por fin, dando un último retoque a su vestido.

—Mmm... —fue la respuesta—. Oh... un último detallito. —Xena cogió la mano de Gabrielle como si tal cosa y le puso con delicadeza un anillo en el dedo, gozando intensamente de la cara de pasmo de la bardo—. He pensado que es más fácil de llevar que ese maldito puñal —intentó decir con indiferencia, pero se le quebró la voz y se sonrojó. Estaba más nerviosa por esto de lo que pensaba.

Gabrielle abrió la boca para hablar, pero no le salió nada. De modo que se quedó contemplando el anillo: era una versión más pequeña del propio sello de Xena, con su escudo grabado, y una trenza de oro debajo.

—Es... es precioso —susurró por fin. Oh... dioses. Es perfecto —. Pero... o sea... no tenías por qué... sé que tú... —Una ligera pausa—. Oh, Xena —dijo, con el tono más dulce que poseía.

—Mm. —Xena parecía atípicamente insegura de sí misma—. Escucha... la ceremonia de hoy es... una especie de contrato legal. Y... las amazonas tienen una ceremonia que... proporciona un... contrato social. —Alzó los ojos y se encontró con los de Gabrielle—. Yo no creo que ninguna de las dos... abarque de verdad... lo que tú eres para mí.

Vio cómo la bardo apretaba la mandíbula y movía la garganta al tragar con fuerza.

—Así que he tenido que improvisar. —Hizo una pausa—. Como siempre... así que sólo... bueno, se me ha ocurrido... quería darte algo que... —Tomó aliento. Por los dioses... esto es más difícil de lo que pensaba —. Algo que... bueno, que indique hasta... qué punto eres parte de mí. — Ya está. Dioses. He librado batallas enteras en menos tiempo y con mucho menos esfuerzo. Y para esto hasta había ensayado... Bajó la mirada y terminó en voz baja—: Porque eres una parte esencial de mi vida, Gabrielle. Y no puedo... expresarte lo feliz que eso me ha hecho.

¿Puedo congelar este momento? Gabrielle se abrazó a sí misma. Quiero que dure para siempre, para poder sacarlo, en los momentos más oscuros, y recordarlo, y eso ahuyentará la oscuridad y me tranquilizará el alma. Quiero memorizar cada ruido, cada olor... para que el trino de los pájaros de ahí fuera y el tintineo del martillo del herrero y el aroma de las velas de cera recién puestas y el color de su túnica y la expresión de sus ojos... todo... me recuerde este instante de mi vida.

—Si hubiera palabras para expresar lo que siento en este momento... las diría —dijo la bardo suavemente—. Pero no las hay, así que sólo te digo que tú eres mi vida. —Hizo una pausa, sin apartar los ojos de los de Xena—. Y mi hogar. Y que siempre lo serás.

Se quedaron quietas absorbiendo el silencio del momento, a la cálida luz del sol que se derramaba sobre sus manos unidas y se reflejaba danzarina en el espejo, y dejaron que las emociones se apaciguaran dentro de ellas.

Por fin, Gabrielle sonrió pensativa.

—He visto escritos que celebran la unión de dos vidas... de dos corazones... Xena, pero ninguno de ellos describe lo que es estar en el centro de la unión de dos almas... —Meneó ligeramente la cabeza—. ¿Por qué no?

—No lo sé —dijo Xena, levantándole la mano y rozándole los dedos con los labios—. Probablemente porque tú no lo has escrito todavía. —Sus ojos resplandecieron—. Ahora supongo que lo harás.

—Pues supongo que sí —fue la respuesta, dulcemente risueña—. Vamos... si llego tarde a esto, me la voy a cargar.

Xena le ofreció el brazo y enarcó las cejas. Gabrielle enlazó su brazo al de la guerrera y se dirigieron al templo.

—¿Todo listo? —preguntó Cyrene, posando una mano afable sobre el brazo de Hécuba—. ¿Hécuba?

—¿Mmm? —replicó la distraída mujer—. Oh... cielos. Sí, perdona, Cyrene. Has sido como un regalo de los dioses. Gracias. —Miró un momento a la mujer morena, tratando aún de hacerse a la idea de que la extrañísima y violenta Xena tenía... ni más ni menos que una madre. Y encima, una madre muy agradable que había intervenido con calma y se había hecho cargo de muchos de los detalles que su mente aturullada no tenía energía suficiente para acometer. La mujer era absolutamente... competente. Y decía cosas muy bonitas de Gabrielle, quien se había limitado a entrar en la cocina horas antes y decir:

—Madre, ésta es Cyrene.

Y ella apartó la mirada de sus preparativos y se quedó muy sorprendida al ver a una mujer ya madura de corta estatura y ojos penetrantes al lado de su hija mayor.

Y le cayó bien, mucho. Tenían mucho de que hablar... la vida en un pueblo, los cultivos, el trato con los comerciantes. Sus labios amagaron una sonrisa. Las hijas. Había averiguado muchas cosas sobre la persona con quien Gabrielle había decidido hacer su vida... y ahora que se había resignado a ese hecho, le resultaba más fácil ver a Xena como algo más que una ex señora de la guerra. Pero seguía teniendo miedo por su hija. Y había descubierto que Cyrene sentía lo mismo.

Ahora estaban en el templo, esperando. Hécuba miró a su alrededor con aprobación.

—Han hecho una labor estupenda con las flores, ¿no crees?

Cyrene asintió y observó mientras los aldeanos empezaban a congregarse en el templo, apiñados en grupitos y hablando unos con otros. La puerta se abrió un poco y entró Gabrielle, que vio a su hermana cerca del altar y se dirigió hacia ella.

—Oh, cielos... pero qué guapa está —comentó Hécuba, con una sonrisa sorprendida.

Cyrene se rió con admiración.

—Muy guapa —asintió. Y la rubia bardo estaba preciosa de verdad: las diferentes tonalidades de gris de su vestido le destacaban el pelo y hacían que sus vívidos ojos verdes resaltaran muchísimo. Además... se movía con un aire de seguridad en sí misma... y tenía un resplandor interno que no se parecía en nada a la callada tristeza que Cyrene había visto antes. Ha pasado algo... y conociendo a mi hija, seguro que la causa ha sido ella , predijo la posadera.

—¡Gabrielle! —la llamó Hécuba, haciéndole un gesto para que se acercara. La bardo cambió de dirección a media zancada y fue hasta ellas—. ¡Pero qué guapa estás!

—Gracias —sonrió Gabrielle—. Han hecho un buen trabajo con el vestido. —Bajó la mirada y se encogió levemente de hombros.

Se oyó un silbido detrás de ellas y entonces Toris asomó la cabeza entre Gabrielle y Cyrene.

—Caray... estás estupenda, Gabrielle. —Le guiñó un brillante ojo azul y ella le sonrió afectuosamente.

La bardo le tiró de la manga y se echó un momento hacia atrás para mirarlo.

—Tú también estás muy guapo, Toris. Ese color te sienta genial.

Toris se sonrojó, lo cual creó un fuerte contraste con el azul profundo de su túnica, varios tonos más oscuro que sus ojos.

—Aah... gracias.

Hécuba acercó más la cabeza a su hija y suspiró.

—Y qué collar tan bonito. —Hizo que Gabrielle se volviera un poco hacia la luz—. Un color maravilloso.

—Lo dice todo el mundo —replicó Gabrielle, con una sonrisa pícara.

Cyrene se echó a reír y en ese momento miró hacia abajo, al captar un leve movimiento por el rabillo del ojo. Gabrielle estaba moviendo un poco la mano, jugando inconscientemente con un anillo desconocido que llevaba en el dedo. Entonces se detuvo un instante. El tiempo suficiente para que Cyrene viera bien la joya. ¡Pero qué bribona! , rió su mente. ¡No me puedo creer que no me haya dicho que iba a hacer eso!

—Bueno, Lila me está llamando... me tengo que ir —comentó la bardo, abrazando a su madre—. Luego os veo.

Se dio la vuelta, fue hasta donde estaba Lila y abrazó también a su hermana pequeña. Lila le tiró de la manga gris y dijo algo que debió de ser sarcástico, porque Gabrielle abrió las manos y se encogió de hombros.

—Por los dioses —exclamó Toris con tono chillón, lo cual alarmó a Cyrene.

—¿Qué? —quiso saber, volviéndose hacia él, y se dio cuenta de que tenía la vista clavada en el otro lado de la estancia. Se volvió en redondo, vio lo que él estaba mirando y alzó las cejas. Cielos...

Xena había entrado sin hacer ruido por una puerta lateral y avanzaba por el templo hacia ellos, atravesando las vivas franjas de sol que entraban por las ventanas y que se posaban sobre los pliegues sedosos de la rica túnica roja que llevaba y provocaban reflejos en las pulseras labradas que lucía en las muñecas. Se movía con una fuerza inconsciente que la ajustada tela no disimulaba en absoluto.

Sin duda... , pensó Cyrene. Sin duda se da cuenta de que los ojos de todos los presentes están clavados en ella. Y un rápido movimiento de cabeza se lo confirmó... y le permitió ver cómo Lila le clavaba un dedo a su hermana, que sonrió ufana. Y sintió una oleada de orgullo materno.

—Hola —dijo Xena, mirando primero a su madre y luego a su hermano—. ¿Pasa algo?

—Jo... deja que te diga... que si no fueras mi hermana... —gruñó Toris, acercándose a ella y deslizando los dedos por la suave tela.

—Harías... ¿qué? ¿Toris? —replicó Xena, añadiendo una sonrisa feroz—. ¿Mmm?

—Mmm... algo que sin duda me llevaría directo a la choza del sanador —respondió su hermano, meneando las cejas—. Estás guapísima, hermanita.

Xena sonrió abiertamente.

—Gracias. Tú también estás muy guapo. —Le dio una palmadita en el costado—. Y tú también, madre.

Cyrene resopló.

—Mmf. Las dos personas más guapas de todo el templo y fíjate. Soy su madre.

—¡Mamá! —suspiraron los dos a la vez.

Cyrene sonrió ampliamente.

—Por la gran Hera, Gabrielle... estás fantástica. Mucho mejor que yo —bromeó Lila, cuando su hermana llegó donde estaba ella cerca del altar—. ¿Cuándo te has puesto tan guapa?

—¡Lila! —rezongó su hermana—. Haz el favor. —Miró a su alrededor y respiró hondo. Y alejó con firmeza sus recuerdos de este lugar, para otro momento. Éste era el día de Lila y se negaba a pensar en cosas tristes mientras se desarrollaba—. Además, tú también estás estupenda.

—No, en serio —protestó Lila, girándola hacia la luz—. No bromeo —añadió con un tono más suave—. Estás... estás como distinta.

—Pues no —sonrió la bardo alegremente—. Soy la misma de siempre. —Miró a su alrededor—. ¿Dónde está Lennat?

Lila puso los ojos en blanco.

—Recibiendo las últimas instrucciones de nuestro padre y de Tectdus.

—Mmm... ¿eso es bueno? —preguntó Gabrielle, cruzándose de brazos y enarcando las cejas.

—Bueno, Lennat es muy terco... —Soltó una risita—. Y Tectdus es un encanto, así que... —Dejó de hablar y alargó la mano para coger la de su hermana y apartársela del pecho—. ¡¡¡Gabrielle!!!

—Oye... qué... oh. —La bardo dejó que le cogiera la mano, intentando no sonrojarse—. Sí... mm...

—Es precioso —gorjeó Lila, examinando el sello—. ¿Es...? —Miró a Gabrielle a la cara—. Debe de serlo. —Sonrió, se calló y se miraron—. Espero... dioses, espero que mi vida con Lennat me haga tener la mitad de la expresión que tienes tú ahora mismo en la cara.

Gabrielle cerró los ojos y dejó que el rico calor la inundara de nuevo. Luego abrió los ojos despacio y miró a su hermana.

—Yo también lo espero.

—Bueno, no... por los dioses, Bri. —A Lila se le pusieron los ojos como platos y le clavó un dedo con fuerza a su hermana en las costillas—. Caray...

Sí, caray. Gabrielle tomó aliento. Eso es mío. Entonces los ojos azules atravesaron el templo, atraparon los suyos y le hicieron un guiño cómplice. Y ella se dio cuenta de que tenía una sonrisa asombrosamente estúpida en la cara por el repentino brillo risueño de los ojos de Xena y el destello de su propia sonrisa deslumbrante.

—No está mal cuando se arregla, ¿verdad? —le comentó a Lila, recuperando un poco el control de la cara.

Lila le lanzó una mirada y luego se echó a reír.

—En fin, eso ha dejado atontada a la mitad del pueblo. Entre Toris y ella, te las has apañado para tenerlo todo cubierto.

Gabrielle se echó a reír y observó mientras Xena se reunía con su familia a un lado de donde estaba ella.

—Sí... menudo par. —Y captó otro guiño de su compañera, que ella le devolvió, con una sonrisa.

Entonces se abrió la puerta y Lennat avanzó por el tosco suelo de piedra, seguido de Tectdus, Metrus y Herodoto. Los aldeanos se fueron callando y se congregaron alrededor del altar donde esperaba el sacerdote.

Lennat se colocó al lado de Lila, le cogió la mano, se la llevó a los labios y la besó. Se volvieron de cara al altar y el sacerdote se reunió con ellos, les pasó unas aromáticas guirnaldas de flores por la cabeza y los roció de hierbas.

Alain, con los ojos muy redondos, estaba al lado de Lennat, todo él hecho un manojo de nervios, asombro y sonrosada piel recién lavada.

—¡Mi hermano! —susurró sin dirigirse a nadie en concreto, pues se lo acababan de decir—. Caray. —Levantó la vista hacia donde estaba Xena y le sonrió.

Ella le guiñó un ojo. Eso le llenó la cara de alegría y suspiró muy contento. Las historias que siempre le habían gustado más eran las que siempre contaba Bri en las que aparecían héroes. Botó un par de veces sobre los pies. Ahora él mismo conocía a una heroína. Ahora... tenía una imagen... suya propia... que guardaba para cuando se acostara por las noches y pudiera recordar...

Herodoto era una presencia silenciosa y lúgubre detrás de su hija y Lennat. Tenía el rostro inmóvil e impasible, sin mostrar la menor reacción, incluso cuando sus ojos se apartaron del altar y pasaron por encima de Gabrielle... Y no fueron más allá, porque sabía que si seguía... si dejaba que sus ojos fueran más allá de su elegante figura, tendría que enfrentarse a un par de ojos azules como el hielo cuya intensidad había descubierto que le resultaba demasiado difícil de soportar.

Maldita sea , gruñó su mente. Quiero odiarla. Oh... cómo lo deseo. Pero su mente no paraba de volver una y otra vez al día anterior, sin darle descanso. No había solaz, ni siquiera con bebida suficiente para hundirlo en el olvido: aún veía la cara salpicada de espuma de aquel maldito minotauro que se lanzaba hacia él, blandiendo ese maldito garrote... y sabía que se acercaba su muerte.

Y entonces esa maldita mujer... esa maldita mujer. Se interpuso delante de ese minotauro y recibió el golpe que era para él. Lo vio... vio su cara de agonía cuando la alcanzó... por mucho que luego intentara quitarle importancia. Oyó el horrible crujido cuando los dos se estrellaron con el árbol a cuyo lado estaba él. Vio cómo de algún modo... de algún modo... se recuperaba y... Jamás se había imaginado cómo sería ser guerrero... jamás había ido más allá de las espadas relucientes y los triunfos... jamás se había imaginado cómo sería lanzar el cuerpo día tras día, vez tras vez, contra unos enemigos que, en algunos casos, eran más grandes y más rápidos y más fuertes que tú. Se había enfrentado a la bestia sin importarle, sabiendo sólo que ella era lo que se interponía entre aquello... y él. Había antepuesto la vida de él a la suya propia. Y ahora su mente sólo admitía una única definición para ella.

Estaba furioso. Consigo mismo. Con ella. Con las malditas imágenes que le había plantado en la mente y que, después de todos estos años de miseria, estaban despertando algo en él que deseaba desesperadamente mantener enterrado. Olvidar. La parte de sí mismo que reconocía con tan desgarradora claridad en su hija mayor. Que los dioses te maldigan, Xena. No vas a despertar esa voz dentro de mí, ahora no. Otra vez no.

Pero ahí estaba. Susurrándole. Qué ganas había tenido de entregarse a ella. Hécuba le preguntó qué había pasado cuando volvió a casa justo después... y él se mordió el labio casi de parte a parte de las ganas que tenía. De la necesidad de pintar con palabras las imágenes incrustadas ahora tan vívidamente en su cerebro. La necesidad que creían haberle quitado a base de golpes, tantos años atrás, y que mucho después él mismo se había ocupado de matar a base de amargura y alcohol.

Resueltamente, eliminó aquello de sus pensamientos. Y volvió a prestar atención al sacerdote y a la ceremonia que se desarrollaba delante de él. Desaparecería al cabo de un tiempo. Siempre ocurría. Pero maldita fuera esa mujer.

—¿A que parece que se ha tragado una boñiga de vaca? —murmuró Cyrene de forma casi inaudible, a sabiendas de que Xena la oiría.

—Mmm —fue la respuesta, ligeramente más alta.

—No lo soporto, Xena. No puedo. Puedo hablar con Hécuba, pero... —continuó, sin apartar los ojos de la ceremonia que se estaba desarrollando—. Él no va a cambiar.

Notó una mano repentina en el hombro y sintió el calor cuando Xena se acercó a su oído.

—Cualquiera puede cambiar.

Volvió la cabeza ligeramente y se encontró con la seria mirada de su hija. Que era la prueba viviente de tal afirmación. Su mente se agitó. ¿O no? ¿Había cambiado en los dos últimos años... o simplemente había vuelto a despertar una parte de sí misma largo tiempo enterrada? Cyrene se acordó de la pequeña empeñada en proteger agresivamente a los chuchos de la aldea, y sonrió por dentro.

—Es imposible, Xena.

—Consigue que te cuente una historia —fue el susurro de respuesta. Entonces Xena se echó hacia atrás y su hombro chocó con el de Toris, que estaba escuchando atentamente el intercambio de votos. Toris la miró y de repente le pasó un brazo por los hombros.

La reacción fue una ceja enarcada.

—Porque puedo, sin que me rompas las costillas —respondió él, con una expresión muy ufana. Entonces se encogió cuando notó que ella se movía.

—Tranquilo —dijo, sofocando una risa, y le devolvió el gesto, pasándole un brazo por la cintura—. No te voy a dejar tumbado en el suelo en medio de una boda.

Se miraron y se sonrieron y luego se volvieron para seguir mirando, en el momento en que Lennat quitaba las guirnaldas que ambos llevaban al cuello y las enrollaba alrededor de sus manos unidas delante de los dos, y Xena vio que a Gabrielle se le estremecían apenas los hombros y sintió una fuerte punzada de compasión. Aguanta ahí, amor. Ya casi ha terminado.

Vio que la bardo respiraba hondo y erguía los hombros, y que levantaba la cabeza con ese gesto que Xena conocía bien. Eso es, sonrió su mente.

Entonces la ceremonia acabó y se pusieron a lanzar pétalos de flores encima de la nueva pareja, bendiciendo la unión con símbolos de la fertilidad de la tierra. Lennat y Lila alzaron los brazos para protegerse de la lluvia y corrieron hacia la puerta, riendo.

Y cuando cruzaron el umbral, saludando con la mano, Xena revivió una de sus propias pesadillas privadas. Incluso después de todo este tiempo y con la relación que tenía ahora con Gabrielle... seguía doliéndole. Esa sensación de abandono que le dejó tal vacío dentro que... aquella noche, por un momento interminable, casi... casi... Cerró los ojos y dejó que aquello siguiera su curso. Maldición... qué noche más larga fue aquella. Y no lloraba así desde... Lyceus. Respiró hondo y notó una mano preocupada en el brazo.

—¿Xena? —El tono de Cyrene era muy bajo, mientras observaba la expresión perdida de su hija—. ¿Querida?

—Estoy bien. Unos malos recuerdos —replicó Xena, dejando que la pesadilla se volviera a disolver en los recovecos de su mente—. Bonita ceremonia, ¿verdad?

Cyrene se obligó a sonreír, pues se imaginaba qué recuerdos atormentaban a Xena.

—Preciosa. —Suspiró. ¿Debía insistir para que su hija le dijera lo que estaba pensando? No... no hacía falta sacar esa imagen a la luz del día—. Oye... —Le clavó un dedo en la tripa—. Bonito anillo el que lleva Gabrielle.

—Uuf —tosió Xena en broma por el dedo, luego se sonrojó un poco y miró al suelo de piedra—. Sí, bueno...

—¿He oído mencionar mi nombre? —intervino la voz tranquila de Gabrielle cuando se colocó al lado de Xena y se apoyó en su hombro—. ¿De qué se me echa la culpa esta vez?

—¿A ti? —Xena soltó un resoplido de risa, notando que recuperaba el buen humor poco a poco—. ¿Pero a ti quién te echa nunca la culpa de nada? Ahora... a mí, en cambio...

Se sonrieron y Xena notó el suave y reconfortante movimiento de la mano de la bardo sobre su espalda. Supongo que ha percibido eso, hace un minuto. Suspiró por dentro. Déjalo correr, Xena. Es el pasado. Esto es el ahora.

—Si las dos estáis decididas a marcharos —dijo Cyrene, pero con amabilidad—, será mejor que antes comáis algo.

—Mamá, me gustan tus prioridades —contestó Gabrielle, con una sonrisa irrefrenable—. Sobre todo si tú has tenido algo que ver con la cocina.

Cyrene se rió.

—Puede que sí... ¿vamos? —Les hizo un gesto hacia la puerta y agarró a Toris del brazo y se lo llevó, dejando que Xena y Gabrielle caminaran unos pasos por detrás.

Se miraron.

—Muy sutil. —A la vez.

Fueron hacia la puerta, entonces Gabrielle aflojó el paso y detuvo a Xena, más o menos, pensó Xena, en el punto donde se habían dicho adiós la última vez.

Gabrielle esperó, evidentemente organizando sus ideas, y luego tomó aliento para hablar. Miró a Xena a los ojos durante largos instantes y luego suspiró.

—Lo siento. —Cerró los ojos y agachó la cabeza—. Lo siento —repitió, esta vez con un susurro.

—No. —Xena alzó las manos y cogió con cuidado la cara de Gabrielle, levantándole la cabeza—. Yo tendría que haber dicho algo entonces.

Los ojos verdes se fundieron con los suyos.

—¿Es que había algo que decir? —Un apacible tono maravillado en su voz.

Xena asintió, esbozando una leve sonrisa.

—Desde hacía ya mucho tiempo.

A Gabrielle se le cortó la respiración.

—¿Cuánto?

Ahora la sonrisa se hizo más amplia.

—Desde el primer momento en que te vi.

La bardo se echó hacia delante y apoyó la cabeza en el pecho de Xena.

—Ahora ya no me siento tan mal. —Suspiró—. Yo también.

Xena la abrazó y se quedaron un rato en silencio.

Por fin, Gabrielle echó la cabeza hacia atrás y miró risueña a Xena.

—Venga... vamos a comer algo, a beber algo fuertecito y a largarnos de aquí. Ya no lo aguanto más.

Xena se rió y salieron cogidas del brazo.

—Bueno, cuidaos —les advirtió Cyrene más tarde, mientras colgaba una alforja más en la silla de Argo—. Eso es la cena.

—Madre... —rió Xena y luego meneó la cabeza—. Gracias. —Abrazó a Cyrene—. Procuraremos. Queremos ir a ver a las amazonas después de bajar a la costa... a lo mejor nos pasamos por casa.

Cyrene se puso en jarras.

—¿A lo mejor?

Toris se rió y le dio un puñetazo en el hombro.

—Lo estaré deseando. —Y recibió un abrazo de su hermana, cosa que lo sorprendió un poco—. Oye... ¿te me estás ablandando? —El abrazo se convirtió en una tenaza que lo levantó por completo del suelo—. Aaj. Perdón. Olvídalo. —Tosió cuando ella se compadeció y lo bajó.

Xena suspiró.

—Cuídate, Toris. Tened cuidado cuando volváis a casa... no me gusta la idea de que haya bandas de asaltantes merodeando por ahí fuera.

Toris sonrió ampliamente.

—Pues tendrás que quedarte cerca para asegurarte de que estamos bien, ¿no?

—Toris... —Un gruñido de advertencia.

Él le dio una palmadita en la mejilla.

—Era broma.

Xena puso los ojos en blanco y terminó de sujetar las alforjas de más sobre Argo. Se agachó, cogió a Ares y lo metió en la bolsa donde lo transportaba.

—Ya casi eres lo bastante grande para correr sin quedarte atrás, ¿eh, chico? —le comentó al lobo.

—¡Ruu! —protestó éste y se puso a mordisquearle el pulgar. Ella atisbó por encima del alto lomo de Argo, vigilando al pequeño grupo de personas que rodeaban a Gabrielle. Su familia, de la que Xena ya se había despedido con cierta cordialidad.

—Ten cuidado, ¿de acuerdo, Bri? —Lila le agarró las manos y la miró con preocupación—. ¿Me lo prometes?

La bardo sonrió apaciblemente.

—Te lo prometo. —Abrazó a Lila y luego a su madre—. Cuídate, madre —dijo, con silenciosa tristeza, pues sabía cuánto tiempo podía pasar hasta que volviera a Potedaia.

—Cuídate tú también, hija —replicó Hécuba, con un suspiro—. Mantente a salvo.

Gabrielle asintió y se volvió para reunirse con Xena. Y se encontró cara a cara con su padre. Alzó la cabeza y se quedó mirándolo, a la espera. Y vio, por encima de su hombro, un agudo par de ojos azules que observaban con atención. La sensación de seguridad cayó sobre ella como una suave lluvia de verano. No puede hacerme daño. Ya no.

—Padre —dijo, con frialdad.

—Gabrielle —contestó él, observando su cara. Se vio a sí mismo en la fuerte estructura de sus huesos—. Cuídate. —Una pausa—. Vamos, te acompaño hasta tu amiga. —No hubo retintín en el tono. Ni la menor indicación de lo que sentía al respecto.

Ella asintió y se volvieron y echaron a andar.

—A veces se dicen cosas... precipitadas... que uno llega a lamentar —comentó Herodoto, poniéndose las manos a la espalda y mirando a todas partes menos a Gabrielle. O a los ojos de Xena, que cada vez estaban más cerca.

—A veces —asintió Gabrielle, observando su rostro.

—Puede que yo lo haya hecho —dijo su padre, tomando aliento—. ¿Querrías...?

Gabrielle se paró y lo miró.

—Yo no he oído nada.

Herodoto asintió.

—Muy bien.

Se detuvieron delante de Argo y Herodoto acabó mirando por encima del lomo del caballo directamente a los ojos firmes de Xena. Parpadeó. Ella no.

—No me gustas —dijo, sin rodeos.

Xena enarcó una ceja.

—Tú tampoco me gustas mucho, Herodoto.

Él asintió, despacio. Luego rodeó a Argo y se encaró con ella, recorriéndola con los ojos de la cabeza a los pies.

Y le ofreció el antebrazo, que la sorprendida guerrera aceptó.

—Bueno, mientras eso quede claro. —Le soltó el brazo, retrocedió, miró a Gabrielle por última vez y luego se dio la vuelta y regresó a la fiesta de la boda. Sin mirar atrás una sola vez.

Ellas se miraron con cauteloso desconcierto.

—¿De qué iba eso? —se preguntó Gabrielle.

Xena se encogió de hombros.

—No quiero saberlo. —Se subió de un salto a lomos de Argo y esperó, mientras Gabrielle abrazaba con fuerza a Cyrene y a Toris.

—Gracias por venir —susurró al oído de Cyrene—. Ha significado muchísimo para mí.

Cyrene le dio palmaditas en la espalda.

—No me lo habría perdido por nada.

La bardo asintió y volvió al lado de Argo, mirando hacia arriba.

Xena sonrió, alargó el brazo e izó a Gabrielle para colocarla detrás de ella.

Saludaron agitando la mano, Xena puso a Argo a galope corto y vieron cómo la aldea se transformaba en campos de cultivo y luego en campo salvaje.

—Bueno. ¿Alguna vez te has planteado hacer carrera como diplomática? —preguntó Gabrielle, con tono tranquilo.

—¿Qué? —Xena se volvió a medias en la silla y se quedó mirándola—. Oh... sí... yo de diplomática, justo. Eh, señor consejero, o cancelas tu guerra o te rompo el brazo. Pues sí que...

—No, en serio... creo que serías genial. Podrías viajar con un gran séquito de ayudantes y enviar comunicados diplomáticos por todas partes.

—¡Gabrielle!

—No, ¿eh?

—No.

La bardo suspiró.

—¿Qué tal asesora de moda? Ese atuendo que llevabas era genial...

—Gabrielle... —Esta vez, un gruñido amenazador—. Me gusta lo que hago.

Gabrielle sonrió ampliamente.

—Bien. —Se echó hacia delante y rozó la espalda de Xena con los labios—. A mí también me gusta lo que haces.

Su risa quedó flotando tras ellas cuando Xena puso a Argo a galope tendido y espantó a una bandada indignada de patos que estaban en el prado delante de ellas.

FIN