La esencia de una guerrera xxviii
Herodoto trata de matar a xena en un campo cercano, solo los dioses saben el pq no lo logro.
La esencia de una guerrera
Melissa Good
Título original:A Warrior By Any Other Name.Copyright de la traducción: Atalía (c) 2002
Gabrielle se acercó donde estaba Xena, que tenía la túnica medio quitada.
—Deja que te ponga un poco de áloe en esas heridas, ya que estás. —Tiró del codo de Xena—. Siéntate un momento.
Con aire levemente divertido, Xena obedeció.
—Claro... claro —supiró, dejando que la tela le resbalara por los hombros y relajándose mientras la bardo le volvía a aplicar el ungüento calmante en la espalda lacerada—. Gracias... da mucho gusto —reconoció, sonriendo a Gabrielle de medio lado. Aunque no sabía muy bien qué le daba más gusto, el ungüento en la espalda o el hecho de que Gabrielle hubiera tenido el detalle de aplicárselo. Mm... al cincuenta por ciento , decidió sonriendo por dentro, y cerró los ojos, notando las manos de la bardo sobre su piel con una sensación de dulce placer.
—Las tienes muy irritadas —le dijo la bardo—. ¿Estás segura de que quieres...? O sea, no es que esté intentando librarme de entrenar contigo... pero... —Hizo una mueca al examinar una de las peores heridas—. Saltarte una noche no sería mala idea. Me duele a mí sólo de verlas. —Al notar la tensión de los hombros de la guerrera, masajeó suavemente los músculos del cuello de Xena y notó cómo se relajaban al tiempo que la guerrera se apoyaba en ella—. ¿Mmm? ¿Estás segura de que quieres hacerlo?
—No... no estoy segura —replicó Xena, sonriendo con desgana—. Pero lo voy a hacer de todas formas. Tú has tenido un día muy largo. —Le dio una palmadita a Gabrielle en la pierna y echó la cabeza hacia atrás, observando el conflicto de emociones en la cara de la bardo—. En serio. Antes sólo te estaba tomando el pelo.
Gabrielle suspiró.
—No... si tú vas, yo voy. —Sus labios esbozaron una sonrisa—. Además, tenías razón. Últimamente he estado ganduleando en ese sentido... y lo voy a acabar pagando de un modo u otro. —Se agachó y rozó la nariz de Xena con la suya, y se echó a reír cuando la guerrera le mordisqueó el pelo, atrapándolo entre los dientes—. ¡Oye! ¡Ay! Vale... vale... venga, vamos a empezar. —Se soltó el pelo de los dientes de Xena, fue hasta su zurrón para sacar su atuendo habitual de viaje y se lo puso—. A lo mejor consigo convencerte para que te des un baño caliente conmigo después, ¿mmm? —Levantó la vista al oír la respuesta en forma de risa—. ¿Te parece un buen plan?
—Ya lo creo —asintió Xena, abrochándose las hebillas de la loriga acolchada que se ponía para entrenar con la espada—. Pero no tienes por qué esperar. Voy a estar un buen rato con esto. —Se pasó la mano por encima de la cabeza y se enganchó la vaina a las correas de la prenda, sabiendo perfectamente que la bardo insistiría en esperarla de todas formas.
Gabrielle se encogió de hombros y cogió su estuche de pergaminos.
—Qué va... trabajaré en unas cosas hasta que termines... Tengo dos historias que necesito pasar a limpio. —Se colgó el estuche del hombro, fue hasta la puerta, la sostuvo abierta para que pasara Xena y luego salió tras ella y la siguió escaleras abajo.
—¿Te sigue molestando el estómago? —preguntó Xena, deteniendo el ataque y observando el rostro de su compañera con cierta preocupación.
—Un poco —reconoció Gabrielle, retrocediendo e intentando recuperar el aliento—. Creo que se debe más a que últimamente no he practicado esto mucho. —Hizo una mueca de disculpa—. Nunca hasta ahora había entendido tu insistencia en el entrenamiento constante... no me daba cuenta de lo deprisa que se pierde si no se usa. —Hizo una pausa, se apartó el pelo de la frente y se preparó—. Vale... vamos. —Avanzó, levantó la vara en posición de defensa y bloqueó el siguiente ataque de Xena—. Deja de mimarme, Xena —gruñó, al notar la clara falta de escozor en el contacto.
La guerrera se rió.
—A lo mejor me estoy mimando a mí misma... Lo noto en la espalda cada vez que me das. —Pero la chispa de sus ojos desmentía el comentario y movió su vara hacia delante, le quitó a Gabrielle la vara de las manos y la mandó por el aire—. Uuy. Perdón.
—Sí, claro —fue la cáustica respuesta, al tiempo que Gabrielle salía trotando para recuperar la vara—. Eso me enseñará a mantener la boca cerrada.
—Jamás —comentó Xena alegremente, y bloqueó un decidido ataque de la bardo—. Eso es, así está mejor —dijo con aprobación, cuando el extremo de la vara de Gabrielle superó sus defensas y le acertó en el antebrazo—. Bien. Tienes que intentar inutilizarme ese brazo, porque así me resulta mucho más difícil hacer esto. — Clac —. ¿Lo ves?
Gabrielle asintió y tomó aire con satisfacción. No alcanzaba a Xena con frecuencia. Llevaban en ello un buen rato, suficiente para que las antorchas colocadas fuera de la cuadra se hubieran consumido bastante, y empezaba a cansarse.
—Vale... — Vamos a probar con esto... Hizo acopio de fuerza y se lanzó hacia delante, mordiéndose el labio muy concentrada, y utilizó un movimiento de revés que acababa pasando en un ángulo bajo, lo cual solía funcionarle con Xena por su diferencia de estatura.
Y funcionó, esta vez: superó el bloqueo de Xena y golpeó a la guerrera con fuerza en la parte alta del muslo. Las dos se encogieron de dolor, Xena por el golpe, Gabrielle por el impacto cuando su vara rebotó y le hizo perder el equilibrio.
—Jo, Xena —bufó la bardo, dejando caer la vara y sacudiendo las manos—. Creo que preferiría no haberte alcanzado... me habría dolido menos.
—A mí también —respondió Xena, sacudiendo la pierna y examinándose la marca roja que le había dejado la vara de la bardo—. Pero ha estado bien.
Gabrielle resopló.
—Sí, ha sido como golpear un árbol. —Recogió la vara y se apoyó en ella, notando un agradable cansancio—. Ya he tenido bastante, creo.
Xena la miró un momento y asintió.
—Sí, descansa un poco. Yo voy a beber agua y a trabajar un poco con la espada.
Gabrielle cogió su estuche de pergaminos y se acomodó en una bala de heno que se habían dejado olvidada fuera de la cuadra. Sacó sus pergaminos, cogió una pluma y la afiló distraída mientras observaba a Xena, que estaba haciendo algunos de sus ejercicios de calentamiento. Hace mucho tiempo que no la veo hacer esto... normalmente trabajo en mis historias mientras ella está ahí fuera... Oh, caray... , pensó cuando Xena terminó sus ejercicios preliminares y se lanzó directamente a una serie de maniobras de alta velocidad, con la espada desdibujada en el aire por delante del cuerpo.
Luego se movió en círculo y empezó a combinar las estocadas de ataque y defensa con saltos, y Gabrielle se quedó ahí sentada, embelesada, olvidándose de la pluma. Mientras las antorchas se iban consumiendo y las sombras aumentaban por el patio, la luz caprichosa provocaba destellos de mercurio en la espada de Xena. Oh, caray... caray... se me había olvidado lo fantástica que es con esto. El talento de la bardo empezó a tantear palabras para describirla... ¿un poema, tal vez?
Bueno , pensó Xena, al emprender otra serie de volteretas. Al menos tengo un público atento... Pues veía las caras pegadas a la ventana de la posada, indistintas por la penumbra que llenaba el patio y que también ocultaba a los observadores silenciosos de fuera del edificio. Se agachó totalmente, luego saltó y salió disparada hacia el cielo, sorprendiéndose a sí misma por la altura del salto, y se giró perezosamente de lado al tiempo que lanzaba la espada por el aire y la volvía a atrapar. Bueno... eso sí que es puro lucimiento , se regañó a sí misma, mirando un momento hacia atrás y fijándose en los ojos redondos y fascinados de Gabrielle. Por otro lado... dijo que quería ver un espectáculo. Se le extendió una sonrisa por la cara. A ver si le gusta esto. Y lanzó la espada hacia el cielo, lanzó su cuerpo en la otra dirección y luego saltó hacia atrás hasta el centro del patio, sin usar las manos. En el punto más alto del salto hacia atrás, atrapó la espada y aterrizó, botando un poco, y luego hizo girar la espada por encima del brazo y se la volvió a pasar por debajo.
Echó un vistazo a la cara atónita de Gabrielle y se rió por dentro. No está mal... pero que nada mal. Comprobó sus reservas y descubrió que tenía el cuerpo relajado y listo para seguir. Qué sensación tan buena... La perdí durante un tiempo... me alegro de haberla recuperado. Se puso a practicar patadas con saltos y fue avanzando hasta que consiguió alcanzar objetivos que le quedaban por encima de la cabeza. Por fin, corrió para darse impulso, saltó hacia una rama que sobresalía del gran árbol situado fuera de la posada, se agarró e izó el cuerpo a base de fuerza hasta subirse a la rama. Envainó la espada, se puso de pie y empezó a botar ligeramente, contemplando el suelo que le quedaba a cierta distancia.
Gabrielle la miró, meneando un poco la cabeza, y luego se le pusieron los ojos como platos al ver que Xena saltaba de la rama, atrapaba otra, más flexible, se subía a ella y se dejaba caer propulsada hacia el suelo a una velocidad de miedo. ¡Aaay! , gritó su mente, cuando la guerrera golpeó el suelo con una fuerza espantosa, rodó dos veces, luego saltó dando una voltereta por el aire y aterrizó a su lado encima de la bala.
—Hola —fue el alegre saludo, con sonrisa burlona incluida—. ¿Te ha gustado el espectáculo?
—Das asco —afirmó Gabrielle, cruzándose de brazos—. Ni siquiera jadeas. —Meneó ligeramente la cabeza—. Sí, me ha gustado el espectáculo... como a todo el mundo, creo. —Sonrió—. ¿Es porque hacía mucho tiempo que no te veía hacer eso... o...? Has estado increíble... no es que tú no lo sepas ya, pero... no recuerdo que alcanzaras esa altura en los saltos como acabas de hacer. ¿Es sólo mi impresión?
Xena suspiró y se recostó, encogiéndose un poco cuando los cortes se apoyaron en la áspera madera.
—No... ya me había dado cuenta... —Se encogió de hombros y se miró las manos—. De que últimamente había perdido algo de ritmo. No sé... tal vez fue la última vez que resulté herida. —Que murió, en realidad, pero eso nunca lo decía delante de Gabrielle. Era demasiado... doloroso. Todavía—. Pero después, no me sentía bien del todo. Era como si estuviera cansada todo el tiempo. —Paseó la mirada por el patio—. Tenía que hacer un esfuerzo enorme... para hacer cosas que antes no me costaban. —Le resultaba difícil admitirlo, pues sabía cuánto dependía la bardo de ella para que la protegiera.
—La verdad es que no tuviste ocasión de recuperarte después de aquello —replicó Gabrielle, pensativa—. Pensé en tomarnos unos días libres... pero surgieron cosas. —Siempre les surgían cosas. Era parte integral de la vida que llevaban juntas—. Estaba... un poco preocupada por ti. — Más bien muy preocupada. Pero estaba tan contenta de ver tu sonrisa cada mañana que...
—Sí... lo sé. —Xena se rió ligeramente—. Ya me di cuenta de que durante un tiempo después de aquello estabas siempre muy pegada a mí. —Vio que Gabrielle bajaba los ojos y que un leve rubor le teñía la cara—. No... lo agradecía. Me alegraba de que lo hicieras. —Suspiró—. Pero el caso es que, durante el mes que pasé en casa, pude dormir mucho por primera vez desde... dioses... hacía una vida... y me sentó... maravillosamente. —Sonrió a la bardo un poco cohibida—. Y por supuesto, madre me cebaba como a un cerdo de feria... así que entre las dos cosas, empecé a sentirme mucho mejor y a salir por las noches para reconstruir muchas cosas. Ahora me encuentro genial. —Una pausa—. Mejor de lo que estado en mucho tiempo.
—Se nota —sonrió Gabrielle—. Pareces mucho más relajada. — Y mucho más dispuesta a... contarme esta clase de cosas. Creo que eso me gusta mucho.
—Mmm —asintió Xena, con una ligera sonrisa—. Aunque no sé si eso tiene algo que ver con mi capacidad para dar saltos mortales. —Volvió la cabeza y miró fijamente a Gabrielle, que se sonrojó—. ¿Has acabado tus historias?
La bardo resopló.
—Ni... una sola palabra, y lo sabes. —Le clavó un dedo a Xena en las costillas—. ¿Con esa clase de espectáculo delante? ¿Qué clase de bardo sería si me quedara aquí como una sosa haciendo labores de copista? —Sus ojos soltaron un leve destello—. No diré que no estuviera ocupada componiendo... aah... un poema... tal vez.
—Ah, ¿en serio? —preguntó Xena, mirándola interrogante—. ¿Sobre?
Una sonrisa diabólica por parte de Gabrielle.
—Mi tema preferido, y la imposibilidad de lo que acababa de ver, y este patio oscuro iluminado por las antorchas, y los destellos de fuego y luna que despedía tu espada, y tú.
Xena sofocó una carcajada.
—Gabrielle, ¿cómo es posible que puedas convertir en poético un entrenamiento con espada?
La bardo meneó la cabeza despacio, alargó una mano y metió los dedos por el pelo negro como la medianoche que cubría el hombro de Xena.
—No puedo... pero tú sí. Te mueves y es poesía. —Observó divertida el parpadeo sorprendido de los claros ojos azules—. ¿Es que nunca te has dado cuenta de lo mágica que eres? Xena... podría pasarme el resto de mi vida intentando describirlo y no te haría justicia.
Silencio... y luego un suspiro.
—No... tú eres la que tiene la magia, bardo mía. Yo sólo soy una vieja guerrera machacada. —Xena le sonrió de medio lado—. A dinar la docena, de tantos que somos.
La cara de Gabrielle se puso seria y la mano que descansaba sobre el hombro de Xena lo apretó con fuerza.
—Lo que tú eres... para mí... no tiene precio. —Una pausa—. Y la luz dorada con que llenas mi alma vale más para mí que todas las riquezas del Monte Olimpo.
Xena no contestó, pero se quedó sentada ahí en silencio, mirándola durante lo que pareció una eternidad, a la luz neblinosa de la luna, entre las sombras de una antorcha que se consumía, con el olor húmedo de la tierra que se alzaba a su alrededor y el levísimo aroma de los tiernos brotes de jazmín en el aire.
Por fin, sacudió la cabeza y rozó la cara de Gabrielle con los dedos.
—Sabes... —dijo, en voz muy baja—. Tú eres lo único de mi vida que no lamento. —Vio cómo la bardo cerraba los ojos y las lágrimas dulces y silenciosas que humedecían la suave pelusilla de sus mejillas—. Oye... —Le pasó a Gabrielle un brazo por los hombros y se dio una palmadita en la manga acolchada—. Mira... mira qué tela tan suave.
La bardo se arrimó de buen grado, abrazándose a la figura reclinada de Xena, y hundió la cabeza en el cálido hombro de la guerrera.
—Sabes, seguro que nos está mirando todo el mundo —comentó Xena, apoyando la barbilla en la cabeza de Gabrielle y cerrando los ojos.
—Pues que miren —murmuró la bardo—. Me da igual.
Xena enarcó una ceja, se lo pensó un momento y luego se encogió ligeramente de hombros.
—Pues vale. —Se rió suavemente—. Me parece recordar que mencionaste algo sobre un baño caliente... —Le frotó un poco la espalda con las yemas de los dedos—. ¿Mmm?
—Eso quiere decir que me tengo que mover —protestó Gabrielle, abrazándola con más fuerza.
La guerrera se sonrió en silencio.
—Qué va —susurró, luego se mordió el labio para reprimir la risa, rodeó a la bardo con los brazos y se levantó, acunándola.
—Aah —protestó Gabrielle—. Xena... ¿qué haces?
—Tú agárrate —fue la respuesta—. Has dicho que no te querías mover, ¿no? —Retrocedió y estudió lo que la rodeaba. Estoy chiflada por intentar esto. Ya es oficial. Ex señora de la guerra pierde la cabeza, intenta hacer numeritos estúpidos sin el menor motivo... ah. Divisó una pila de cajas justo fuera de la posada y fue hasta ellas, acelerando a medida que se acercaba, y pegó un salto, aterrizando en la primera con un pequeño bote.
—¡Oye! —bufó Gabrielle, agarrándose con fuerza al cuello de Xena—. ¿Qué diantre estás haciendo?
Xena sonrió.
—Es que subir por esas escaleritas de dentro no va a funcionar... así que se me ha ocurrido probar por la ventana. —Levantó la mirada hacia la ventana del primer piso—. Agárrate bien.
—Xena... bájame... puedo andar... lo decía en broma —dijo la bardo, que empezó a soltarse.
La guerrera la miró.
—¿Es que no te fías de mí? —preguntó con tono de guasa y sin soltarla.
Los ojos verdes se clavaron en los suyos.
—No seas tonta. Sabes que sí... pero no hace falta que...
—Pues agárrate —la interrumpió Xena—. Y cállate un momento. —Planificó su ruta y pasó ágilmente de una caja a otra. Si pierdo el equilibrio y me caigo, esto va a pasar a la historia como una de las mayores estupideces que habré intentado en mi vida. Saltó de la pila de cajas al tejadillo y notó cómo la recia madera se combaba bajo su peso. El tejado de arriba que llevaba a la ventana estaba a un cuerpo, el suyo, de distancia, y como a la mitad de esa altura. Se le ocurrió una idea totalmente demencial, fruto de la sensación flexible de la madera bajo sus botas.
—¿Qué estás pensando? —preguntó Gabrielle, soltando una mano y subiéndola para apartale el pelo oscuro de los ojos—. Se te ha puesto una cara muy rara.
Xena notó que empezaba a sonreír sin control.
—Bueno... un último salto, bardo mía... agárrate muy bien. —Y notó que las manos de Gabrielle la aferraban con fuerza—. Eso es.
Dio dos largas zancadas, luego saltó hacia arriba y volvió a caer agachándose más, para aprovechar toda la flexibilidad de la madera. Entonces saltó catapultada del tejadillo del porche y las dos salieron despedidas hacia delante y hacia arriba con toda la fuerza de sus fornidísimas piernas.
—¡Uuaaah! —exclamó Gabrielle, con los ojos como platos cuando Xena dobló el cuerpo y rodó, haciendo que las dos dieran una lenta voltereta por el aire. Se le escapó una carcajada de los labios al ver cómo el mundo giraba borroso debajo de ella y entonces volvió a ponerse del derecho al tiempo que las botas de Xena alcanzaban el tejado y la guerrera se erguía—. ¡Caray! —suspiró—. ¡Ha sido genial!
Xena sonrió y avanzó, pasó por la ventana y se dejó caer en el interior de la habitación.
—Te ha gustado, ¿eh? —Irracionalmente satisfecha de sí misma, saltó a la cama, sin dejar de sujetar a la bardo, y medio cayó, medio se tiró boca arriba, soltándola por fin.
—Ya lo creo —dijo Gabrielle, riendo encantada—. No tenía ni idea de que daba esa sensación... no me extraña que te guste practicarlo. —Hizo una pausa—. Pero ha sido un poco una locura... ¿no?
—Sí —reconoció Xena, sonriéndole cohibida—. Es que... no sé qué me ha dado. —Y sintió una cálida e inesperada sensación de felicidad. Sí que lo sé... es esto tan absolutamente imposible, maravilloso, totalmente entontecedor de estar enamorada. Por los dioses. No puedo creer que me sienta así... como una cría. Y encima me comporto igual.
Gabrielle sonrió despacio, colocó la cabeza sobre la tripa de la guerrera y dejó que sus dedos juguetearan con las hebillas cosidas a la tela.
—Me ha encantado. —Cerró los ojos y sonrió—. Te quiero. —Sintió que le venía un bostezo y lo aceptó relajadamente, se estiró y pasó los brazos con firmeza alrededor de Xena.
La atenta guerrera soltó una suave carcajada.
—Yo también te quiero. —Xena suspiró, enredando los dedos en el sedoso pelo dorado rojizo que le cubría el pecho—. ¿Te apetece darte un buen baño caliente conmigo?
Gabrielle notaba que el sueño tironeaba de ella y se lo pensó un momento.
—Sólo si no dejas que me quede dormida ahí dentro. —Sonrió—. Estoy un poco cansada. —Otro bostezo—. Mmm... qué buena almohada. —Hizo botar la cabeza ligeramente sobre la superficie plana—. Aunque un poco dura.
Xena se rió.
—Vamos... ¿o también tengo que llevarte en brazos hasta ahí? —Su cara se relajó con una sonrisa natural.
—Ya voy... —suspiró la bardo, rodando hasta que se puso en pie, luego se pasó la mano por el pelo mientras se acercaba a sus cosas y sacó un par de toallas de lino. Se volvió y le pasó una a Xena, que se había puesto detrás de ella y tenía los antebrazos apoyados en los hombros de Gabrielle—. Vamos...
Bajaron por el pasillo, tratando de no hacer ruido por lo tarde de la hora, cuando sólo se oían unos ruidos mínimos de la parte de abajo de la posada: un crujido de la madera de una mesa al dilatarse, el correteo de los ratones, el distante tintineo de la loza que lavaban los pinches mientras recogían tras una larga noche de trabajo.
—Sshh —advirtió Xena, que levantó la pértiga de los cubos y sacó dos cubos llenos de agua caliente de la cisterna, que estaba pegada a la chimenea y conservaba el agua caliente. Los trasladó y Gabrielle los echó sin hacer ruido en la bañera. Repitieron esta operación varias veces, hasta el nivel estuvo lo bastante alto para cubrirlas a las dos.
Gabrielle sonrió, se quitó la falda y el corpiño y se acercó al agua, pero la detuvo Xena, que sonreía con indolencia.
—Ah... con cuidado. No quiero que te escurras —fue el risueño comentario, al tiempo que levantaba a la bardo en brazos y la depositaba con delicadeza dentro del agua, deteniéndose a la mitad para besar sus labios largamente.
—Ay, madre —murmuró Gabrielle cuando se separaron, y Xena retrocedió para quitarse la loriga acolchada. Se le extendió una sonrisa por la cara al ver cómo la guerrera apoyaba las manos tranquilamente en el borde de la bañera, alzaba el cuerpo hasta el otro lado y se metía en el agua justo detrás de donde estaba Gabrielle sentada—. Cómo te gusta lucirte, ¿eh? —dijo riendo.
—¿A quién... a mí? —fue la perpleja respuesta—. ¿De qué hablas? —Y el fuerte y fresco olor a hierbas del jabón flotó por encima del hombro de Gabrielle en el momento en que sentía las manos de Xena deslizándose por su espalda—. Sólo me estaba metiendo en el agua, Gabrielle... ¿preferirías que me tirara de cabeza?
La bardo soltó un resoplido de risa.
—Menudo daño. —Sonrió y se relajó bajo los efectos del agua caliente, el limpio olor de las hierbas y la presencia de Xena. Sintió el tacto delicado de un dedo que subía por su nuca, lo cual le produjo escalofríos por la espalda. Cerró los ojos y se recostó contra el cuerpo caliente de Xena, riendo por las ligeras cosquillas que le hizo la guerrera cuando deslizó los brazos alrededor de Gabrielle y se la acercó—. Mmm... —gruñó, echando la cabeza hacia atrás y dejando que los labios de Xena saborearan los suyos.
Alternaron peleas de agua acalladas a toda prisa con largos momentos de exploración, por lo que tardaron muchísimo en estar las dos por fin limpias. Xena se levantó, saltó por encima del borde de la bañera y se sacudió con entusiasmo, luego se volvió de cara a la bardo, con los brazos en jarras.
—¿Y bien? ¿Quieres intentar saltar por encima o quieres que me luzca otro poco?
Gabrielle se puso de pie y apoyó las manos ligeramente en el borde de la bañera, contemplando a su compañera con franca admiración.
—Oh, lúcete, por favor —contestó alegremente. Salir de esta bañera cuando se mide lo que yo sería bochornoso en el mejor de los casos, y ella lo sabe.
—Ya —asintió Xena con sorna—. Ya me parecía a mí. —Se acercó y esperó a que Gabrielle levantara los brazos y los apoyara en los anchos hombros de la guerrera. Entonces agarró a la bardo por la cintura, retrocedió y la levantó de un solo movimiento, pasándola por encima del alto borde al otro lado y dejándola en el suelo delicadamente—. Ya estás. —Le pasó una toalla de lino—. A ver... —Cogió el extremo y le secó a la bardo con cuidado las orejas y la cabeza—. No quiero que te enfríes.
Bueno... se dijo Gabrielle soñadoramente. Si otra persona me hablara con tanta condescendencia, le... sí... entonces, ¿por qué me derrito cuando lo hace ella? Antes me enfadaba con ella cuando me trataba como a una cría... ahora... oh, dioses... ¿es posible sentir tanto por algo... por alguien... y sobrevivir? Eso espero.
—Gracias, mamá -bromeó, con los ojos verdes chispeantes. Y obtuvo una ceja enarcada y un dedo clavado en la tripa. Soltó una risita.
—Mucho ojito, bardo —fue el gruñido de advertencia. Con un ligero azote con la toalla para recalcarlo. Las dos se rieron y, tras envolverse en el lino, regresaron en silencio a la habitación.
—Ruu —fanfarroneó Ares en cuanto las vio, y se acercó y agarró el extremo de la toalla de lino de Gabrielle, tirando de ella con fuerza.
—¡Oye! —protestó la bardo, riendo—. Esto ya es bastante pequeño, ¡Ares, basta!
Xena los miró con una sonrisa, mientras se cambiaba la toalla por una camisa suave, y se acercó distraída a la ventana, por la que se asomó. Vio a dos figuras en sombras que observaban la ventana y se quedó muy quieta, al darse cuenta de que estaba delineada por la escasa luz del interior de la habitación. Maldición... Sus ojos lucharon con la creciente oscuridad, intentando distinguir algún detalle de los dos silenciosos observadores. Hombres, sí... de estatura media, algo mayores por el porte de sus cuerpos... cayó en la cuenta de que uno era Metrus, al hacer casar su rollizo contorno con su recuerdo. El otro... entornó los ojos. Herodoto.
—¿Qué? —sonó la voz de Gabrielle detrás de ella, y alargó un brazo automáticamente para impedir que la bardo se acercara a la ventana—. ¿Xena?
—Atrás —murmuró Xena, en voz baja—. Tenemos unos testigos interesados. —Se irguió y apoyó una mano indolente en el alféizar, devolviéndoles la mirada como si tal cosa—. Metrus y tu padre —informó a la bardo. Notó una mano ligera en la espalda, pues Gabrielle no hizo caso del brazo que la advertía y se unió a ella ante el hueco de la ventana, colocándose al lado de Xena y rodeándola con el brazo. Xena dudó, luego dejó que sus labios se curvaran en una sonrisa y rodeó los hombros de Gabrielle, acercándosela—. ¿Eso es lo que querías que vieran? —susurró, mientras las dos veían cómo los hombres se daban la vuelta y se fundían con la oscuridad.
—Sí —fue la respuesta de Gabrielle, apaciblemente satisfecha.
—Eso no va a facilitar las cosas mañana —comentó Xena, con la frente arrugada por un leve ceño de preocupación.
—Ya lo sé —contestó la bardo, escuetamente—. Xena... he... he decidido que no me gusta tener miedo. —Observó el rostro en sombras que se cernía por encima de ella—. Me produce algo... puaj... por dentro que no quiero aguantar.
—Todos tenemos miedo, a veces, Gabrielle —respondió Xena, mirándola a su vez.
—Así no —fue la seria respuesta—. No de este tipo, que te hace olvidar quién eres y lo que has hecho. No me gusta. No quiero que forme parte de mí. Llevo dos años huyendo de esto, Xena. No voy a huir más.
Xena la observó unos instantes más. Luego asintió despacio.
—Está bien. Ya veo lo que quieres decir, Gabrielle. —Sonrió a la bardo—. Te apoyaré en todo. —Una pausa—. Tu valor siempre me deja atónita, bardo mía.
Entonces Gabrielle sonrió y se rió un poco.
—No debería... sale de ti. —Empujó un poco a la sorprendida Xena—. Vamos... estoy a punto de desmayarme de lo cansada que estoy.
Pero tardó mucho en conciliar el sueño esa noche, y durante una eternidad se quedó descansando en brazos de Xena, notando los firmes latidos bajo la oreja y el dulce calor de su respiración encima de la cabeza. Todos tenemos que dar ese paso final en alguna ocasión , reflexionó. Cuando dejamos de ser niños y nos convertimos en adultos... las cosas cambian. Yo he tenido mucho tiempo para prepararme para esto... a fin de cuentas, ¿cuándo se enfrentó Xena a esto? Cuando tenía... ¿qué... quince años? No creo que yo hubiera podido hacer lo que hizo ella. No... sé que no habría podido. No entonces... porque aún no la había conocido... y no me había enseñado a dominar lo que llevo dentro. Ahora... lo ha hecho. Y es un regalo que jamás sospecharía que me ha hecho. Con pereza, abrió los ojos y contempló los rasgos cincelados que estaban por encima de ella. Entonces sonrió y rozó la bronceada mandíbula con los labios. Gracias, amiga mía. Por todo lo que eres. Y todo lo que me has ayudado a ser. Entonces cerró los ojos, respiró hondo y se quedó profundamente dormida.
Sin ver el reflejo de la escasa luz de la vela en un par de ojos azules que se posaron sobre su firgura dormida con tierna comprensión. Y luego se cerraron para dormir a su vez.
Xena abrió un ojo e hizo una rápida comprobación del cuarto. Silencio. Eso era bueno. Oscuridad. Aún mejor, porque eso quería decir que no tenía motivo alguno para moverse, todavía. Calor. Al menos ella lo tenía, a pesar de la brisa fresca que entraba por la ventana abierta, puesto que tenía a Gabrielle pegada a ella como una lapa. En total, una buena forma de despertarse. Ya que estoy convencida de que ahora me voy a levantar de verdad... sí, justo , se burló un poco su mente. Ah, no... no podría despegarme de sus brazos ni aunque hubiera un incendio en la habitación de al lado. Mi cuerpo ha decidido que esto le gusta demasiado.
Estiró la espalda un poco y notó que Ares se acurrucaba hecho un ovillo detrás de sus rodillas. No me estás ayudando , le gruñó mentalmente al lobezno, que levantó la cabeza, la miró parpadeando soñoliento y bostezó, luego se estiró y volvió a acurrucarse, soltando un cálido suspiro que le hizo cosquillas en la parte de detrás de la pierna y obligó a la guerrera a morderse el labio para no echarse a reír.
—¿Qué tiene tanta gracia? —se oyó en forma de murmullo adormilado justo debajo de su mandíbula.
Xena bajó la mirada y se encontró con los ojos verdes medio abiertos que la miraban a su vez.
—Oh... hola. Lo siento... no es nada. Es que estaba... —Se calló al sentir que la mano de Gabrielle se metía por su camisa y se posaba sobre su piel—. Mmm.
—He notado que te reías —comentó la bardo, clavándole un dedo ligeramente.
—Ares... ha puesto una cara. Estaba muy mono —replicó la guerrera con indiferencia.
Al oír su nombre, el lobezno se despertó de nuevo, alzó la cabeza y las miró.
—¿Ruu? —preguntó, luego bajó la cabeza otra vez y olisqueó la pierna de Xena por detrás.
Oh, dioses... Reprimió con fuerza la sensación de cosquillas, obligándose a seguir relajada y no reaccionar. Entonces sintió que empezaba a lamerla y suspiró.
—Ares, para.
Gabrielle se incorporó sobre un codo para ver mejor al animal.
—Oooh... qué cosa tan rica... —Soltó una risita, entonces vio los músculos de la pierna de Xena que se estremecían y la miró a la cara—. Oyeeee... ¡te está haciendo cosquillas, a que sí! —Se le pasó una sonrisa demoníaca por la cara—. Lo sabía... —Y oyó la palabrota que soltó Xena por lo bajo y que respondió por sí misma.
—Jeee... —rió Gabrielle, y deslizó la mano por la pierna de Xena hasta que estuvo en posición de sustituir a la industriosa lengua de Ares.
—Gabrielle. —Xena enarcó una ceja de advertencia—. Cuidado con lo que empiezas...
—Vale... lo tendré —sonrió la bardo, y empezó con una caricia ligerísima que hizo graznar a su compañera y fue progresando hasta que Xena se empezó a estremecer de risa y no pudo aguantarlo más, por lo que sacó un largo brazo para devolverle la pelota—. ¡Aah! —exclamó Gabrielle, intentando escabullirse. Acabaron hechas un ovillo jadeante, enredadas entre sí mientras intentaban impedir que cada una alcanzara los puntos sensibles de la otra.
—Dioses —suspiró Xena por fin, apartándose rodando y echándose boca arriba, con los brazos estirados—. Un buen método para despertarse. —Pero totalmente asqueada, advirtió que su cuerpo se rebelaba ante la idea, pues prefería quedarse donde estaba y deseaba la cálida presencia de la bardo a su lado.
—¿Nos vamos a levantar? —preguntó Gabrielle, con aire inocente, al tiempo que se arrebujaba, ponía la cabeza sobre el hombro de Xena, pegaba su cuerpo al costado de la guerrera y empezaba a trazar dibujos relajantes sobre su tripa—. Todavía está oscuro fuera... no se ve nada en realidad... —Notó que Xena respiraba hondo y soltaba el aire despacio, tras lo cual, los músculos que tenía bajo la mano se relajaron—. Aquí estamos tan cómodas y calentitas... —Echó un vistazo a la cara de su compañera y se quedó encantada al ver que ya tenía los ojos medio cerrados—. Ahh... eso está mejor. —Cerró los ojos y siguió acariciándola delicadamente—. Esto de verdad te hace dormir como a un bebé, ¿verdad?
Xena asintió soñolienta.
—Mmm —murmuró—. Igual... —Se le apagó la voz cuando se rindió y se dejó arrebatar por el sueño.
Gabrielle se rió por dentro y volvió a cerrar los ojos.
—¿Estás lista? —preguntó Xena, apartando la vista del brazal que se estaba ajustando y observando pensativa la tensa cara de Gabrielle—. ¿Gabrielle?
—¿Mmm? —La bardo levantó la mirada y sonrió rápidamente a Xena—. Ah... sí. Estoy lista.
Xena ladeó la cabeza y se acercó un poco más.
—¿Estás bien?
—Sí... ningún problema —contestó Gabrielle, levantándose de la silla y respirando hondo.
—Ya. Estás mintiendo —fue la conocedora respuesta, lo cual le fastidió.
—Oye... he dicho que estoy bien... no te aproveches de esto del vínculo, ¿vale? —dijo, como broma, pero lo dijo, y se dio cuenta demasiado tarde de cómo sonaba—. Dioses... Perdona... No quería decir eso.
Xena la miró fijamente un momento y se sintió un poco triste.
—Lo cierto, Gabrielle, es que he hecho esa afirmación basándome en el hecho de que no has tocado el desayuno —contestó, con tono apagado—. Lo siento.
—No. —La bardo apoyó la cabeza en el alto hombro de Xena—. Tienes razón. Estoy medio muerta de miedo. No debería intentar ocultártelo, precisamente a ti. —Y notó que Xena le daba un beso en la cabeza y le frotaba la espalda con energía.
—Cuesta acostumbrarse —reconoció la guerrera—. Tengo muchas ganas de preguntarle a Jessan algunas cosas acerca de todo esto... en lugar de descubrirlo a trancas y barrancas.
Gabrielle asintió.
—Sí... pero mientras, yo tengo trabajo. Así que... será mejor que me lo quite de encima. —Irguió los hombros y miró a Xena a los ojos. Unos ojos que... realmente... pensó por enésima vez, eran del color azul más bonito del mundo. Vuelve a la tierra, Gabrielle. Haz el favor. A ver si bajas de las nubes —. ¿Me acompañas?
Xena enarcó una ceja muy expresiva.
—Te acompaño y me quedo esperando fuera, amiga mía. —Le puso una mano a Gabrielle en el hombro y la llevó hacia la puerta.
—Oh... —sonrió la bardo—. ¿Por eso nos hemos puesto en plan de intimidación total? —Echó un vistazo a la túnica de cuero y la armadura de Xena y al conjunto completo de armas que se había puesto—. Tu madre tenía razón... sí que pareces más grande con todo eso encima. —Contempló a la guerrera—. Pareces incluso más alta.
Ambas cejas se alzaron al oír eso.
—Si tú lo dices.
Bajaron las escaleras, salieron por la puerta de la posada, cruzaron el patio y emprendieron la marcha por el camino en silencio.
Herodoto contemplaba de pésimo humor el cuenco de cereales que tenía delante, en el que hundió la cuchara y luchó por meterse otra porción en un estómago que se rebelaba lleno de náuseas. Eso era lo peor de beber... y la razón por la que a menudo empalmaba una larga noche con un desayuno líquido. Pero se habían quedado sin nada que beber... de modo que se tenía que aguantar con el dolor de cabeza y este cuenco.
La casa estaba en silencio. Hécuba sabía que no le convenía andar trajinando cuando él se sentía así. Sus labios esbozaron una sonrisa irónica. Lo conocía muy bien... y sobre todo después de la breve visita de Agtes, que le devolvió los dinares y le dijo que ni hablar, que no estaba dispuesto a volver a intentar asustar a una mujer capaz de hacer lo que hacía esa mujer. Ni hablar.
Y después de apoyar la cabeza enturbiada por el alcohol en la áspera pared de la posada y quedarse mirando por los cristales de la ventana anoche... ni siquiera se animaba a despreciar a Agtes. Maldición. Y había perdido a su hija por ella... eso estaba repugnantemente claro, aunque Metrus y él no hubieran visto el abrazo tan deliberado que se dieron, bien enmarcadas por la ventana. Maldición.
La odiaba. Odiaba lo que tenía ella y él no.
Alzó la cabeza al oír pasos fuera. Unos más ligeros, otros más pesados. Los más pesados se detuvieron fuera y los más ligeros subieron los escalones y se detuvieron ante la puerta.
Esperó y vio que la puerta se abría despacio, dejando pasar un rayo cegador de sol dentro de la habitación, que quedó tapado por un cuerpo al entrar y luego desapareció cuando se cerró la puerta. Parpadeó para quitarse el deslumbramiento de los ojos y esperó hasta que la figura indistinta que avanzaba hacia él se transformó en su hija mayor.
Por Hera , pensó. Cómo ha madurado, ¿no? Había una gracia y una seguridad en sus movimientos que no tenían nada de niña, y su corto corpiño y su falda dejaban muy poca cosa libre a la imaginación, mostrando una flexibilidad musculosa que lo sorprendió, ahora que la veía desde otro punto de vista.
Gabrielle cruzó la habitación y se detuvo cuando llegó a la mesa, apoyó los antebrazos en el respaldo de la silla más cercana y se quedó mirándolo.
—¿Has dejado a tu mascota fuera? —preguntó él, con un tono levemente humorístico. Esperó su reacción. Y lo sorprendió.
Ella sonrió y meneó la cabeza.
—Seguro que está hablando con madre. —Una pausa, y luego, suavemente—: Para ver cómo tiene el brazo.
Él estrechó los ojos ligeramente.
—Por tu bonita exhibición de anoche, debo suponer que has decidido abandonarnos. ¿Tengo razón?
Gabrielle sacó la silla que tenía delante, se sentó, doblando los brazos sobre la mesa, y lo miró fijamente.
—¿Has tenido algo que ver con lo que ocurrió en el establo? —Directa y fría, y sus ojos se clavaron en los de él con incómoda intensidad.
Herodoto se encogió de hombros y se recostó.
—Quería que estuvieras libre de su influencia a la hora de tomar tu... decisión. —Jugueteó un poco con la cuchara—. Una pérdida de tiempo, por lo que veo.
—No quiero estar libre de su influencia —contestó Gabrielle, luego tomó aliento y bajó la mirada—. Lo siento, papá. No puedo cambiar lo que eres. Y no me voy a quedar aquí para ser otro... —Hizo una larga pausa—. Blanco. —Su voz se puso áspera al pronunciar la palabra—. Eres tú el que tiene que tomar la decisión... de ser diferente.
Se quedaron mirándose largo rato, mientras los leves sonidos de la casa flotaban a su alrededor, al ritmo de las motas de polvo que flotaban en la clara luz del sol que entraba por los cristales de las ventanas.
—Después de la boda de mañana —dijo Herodoto por fin, con tono frío y seco—, quiero que tú y tu... amiga... os vayáis de aquí. No te conozco. No eres mi hija. —Hizo una pausa, vio que sus palabras la golpeaban como si fueran piedras y disfrutó al verlo—. Aquí no eres bien recibida. Ya no es tu hogar. —Y se levantó, empujando la silla hacia atrás, y salió de la estancia.
Gabrielle se quedó sentada, mirándose las manos durante lo que le pareció una eternidad, reprimiendo las oleadas de llanto que amenazaban con ahogarla, decidida a no hundirse. Ha sido decisión mía... sabía que podía ocurrir esto, ¿no? Pues sí. Oh, dioses.
Levantó la mirada cuando entró su madre, con paso vacilante.
—¿Eso también va por ti? —se obligó a decir, con un control férreo de la voz. Mejor saber ya lo peor.
Hécuba suspiró y se dejó caer en la silla que estaba al lado de la suya, alargó una mano cálida y la posó sobre los puños rígidamente cerrados de su hija.
—Es su casa, y él dicta las normas. —Tocó suavemente la mejilla de Gabrielle—. Pero tú siempre serás mi hija... pase lo que pase.
Gabrielle tragó con dificultad.
—Gracias —susurró, sin levantar los ojos.
Hécuba se quedó callada largo rato y luego suspiró. Pensó en la conversación que acababa de tener fuera y en lo que había visto la noche anterior.
—Gabrielle, ¿de verdad ella merece...?
—No puedo vivir sin ella —fue la apagada respuesta—. Eso me haría pedazos de tal manera que nunca... —Cerró los ojos y dejó caer la cabeza entre las manos—. No querrías ver lo que quedaría.
Hécuba la miró reflexionando en silencio.
—Yo sentí eso mismo, una vez —comentó, observando sus manos mientras jugaba distraída con la cuchara que había dejado Herodoto—. Cuando era muy joven. —Suspiró—. Pero mis padres tenían otros planes para mí. Y los suyos para él. —Hizo una pausa, pensando—. A menudo he... la vida nos trata mal, Gabrielle... tienes que aprovechar las cosas buenas cuando las encuentras. Tu hermana y tú... habéis sido cosas buenas para mí. El resto... —Se encogió de hombros.
—¿Lo quieres? —Gabrielle apoyó la barbilla en los puños y miró a Hécuba a los ojos.
—Sí —fue la escueta respuesta—. Pero no como habría sido con Berran. O como es para ti. —Se echó hacia delante—. No renuncies a eso, Gabrielle.
Gabrielle se levantó y apoyó las manos en la mesa.
—Jamás. —Más allá de la muerte, más allá del buen juicio, más allá de la comprensión—. Tengo que salir de aquí. —Intentó no hacer caso del doloroso martilleo que tenía en la cabeza y que cada vez estaba peor—. Dile a Lila...
—Le diré que vaya a hablar contigo —le aseguró Hécuba, dándole una palmadita en el brazo—. Ve a que te dé el aire... estás blanca como una sábana.
Gabrielle asintió y cruzó la habitación, abrió la puerta y se encogió por la luz deslumbrante tras el interior en penumbra. Tuvo que parpadear unos segundos para que se le acostumbrara la vista y para entonces una presencia familiar estaba ya a su lado.
—¿Lo has oído? —preguntó la bardo.
—Sí —contestó Xena, con un suspiro.
—¿Todo? —fue la suave respuesta, pues conocía la agudeza de su oído.
—Sí. —Una respuesta casi inaudible.
—Bien. —Y Gabrielle respiró hondo e irguió los hombros—. Podemos irnos... donde sea. Tengo la cabeza a punto de estallar.
—Gabrielle... —empezó Xena, pero se detuvo cuando la bardo se volvió y le puso una mano en los labios.
—No, ¿vale? —Se echó hacia delante, plantó las manos sobre el peto metálico de Xena y la miró a los ojos—. Esto dejó de ser mi hogar hace dos años.
Xena tomó aliento y le dio una palmadita en la mejilla.
—Está bien. Vamos... a ver si puedo devolverte el favor que me hiciste tú ayer.
—Sshh... con cuidado —dijo Xena, posando una mano tranquilizadora sobre la cabeza de Gabrielle—. Tienes una migraña, Gabrielle. Es un tipo de dolor de cabeza espantoso.
Había empezado cuando de repente se le empezó a poner visión de túnel, en el camino de regreso a la posada, y con náuseas, que acabaron con un ataque de arcadas en seco que la dejó temblando en brazos de Xena.
—Oh, dioses... —gimió—. Esto es peor que estar mareada.
—Mm... sí, la verdad... creo que sí —asintió la guerrera con lástima—. Menos mal que al final no has desayunado.
—Gracias —fue la sarcástica respuesta—. Cómo me consuelas.
Xena se apoyó en la pared y se colocó a la bardo en el regazo, acunándola sobre su hombro. Metió un paño de lino en un cubo de agua fría y lo escurrió hasta secarlo casi del todo, luego se lo puso a Gabrielle en la cabeza y notó que la bardo se relajaba encima de ella.
—No lo decía en serio —murmuró Gabrielle, cerrando los ojos.
—¿El qué? —preguntó Xena, cambiando un poco de postura.
—Que no me consuelas —replicó—. Si me tengo que sentir como en el Hades, aquí es donde quiero hacerlo.
La guerrera sonrió y volvió a mojar el paño.
—Preferiría que no te sintieras así.
—Aajj —resopló Gabrielle—. ¿Te pasa a ti alguna vez? —Siguió con los ojos cerrados mientras se llevaba a los labios la taza que había preparado Xena y bebía un sorbo—. Puajj... Xena, esto es horrible.
—Sé que es horrible —suspiró Xena—. Y sí, me pasa... de vez en cuando.
Gabrielle se bebió el resto del mejunje con una mueca.
—Nunca has dicho... —Ladeó la cabeza y miró a su compañera—. Sigues adelante. Como siempre.
Xena se encogió de hombros y volvió a colocarle el paño frío.
—Es eso típico de los señores de la guerra de parecer más duro que nadie y no reconocer nunca que te duele algo, supongo. — Y que tengo el sentido común suficiente de tragarme el maldito brebaje sin poner caras.
Gabrielle cerró los ojos y notó que se le formaba una sonrisa débil cuando el dolor cedió un poco, acompañado de una acometida de sueño.
—Sea lo que sea, está funcionando... —murmuró, dejando la taza y notando que le desaparecía la tensión del cuerpo, momento en que se derrumbó sobre el pecho cubierto de armadura de Xena.
La guerrera esperó unos minutos, apartando distraída el pelo de los ojos cerrados de la bardo, luego la levantó en brazos, fue hasta la cama y la tumbó con cuidado. Y se quedó de pie a su lado, no supo cuánto tiempo, observando su respiración regular. Le ha dicho a su madre... que no puede vivir sin mí. Yo pensaba... sé lo que siento... pero nunca pensé... no me lo merezco. Acarició tiernamente la suave mejilla de la bardo y en la cara dormida apareció una leve sonrisa. En la cara de Xena se dibujó la misma sonrisa, luego suspiró y retrocedió, echando una colcha ligera sobre el cuerpo de su compañera. Y por un largo instante, estuvo a punto de unirse a ella. Xena, basta ya. Ella tiene una excusa, tú no. Así que ponte en marcha y haz lo que tienes que hacer.
Y así, se fue al establo y a los resoplidos de reproche de Argo. Sacó a la yegua para dar un largo y completo paseo, por campos pelados y por la linde del antiguo bosque que bordeaba a Potedaia, y la hizo galopar hasta que se cubrió de sudor, luego aflojó el paso por el valle del río, hasta detenerse en la colina que daba al río, donde se relajó en la silla.
Disfrutó de la brisa fresca que le apartaba el pelo oscuro de la frente y agitaba la crin de Argo, que le daba azotes punzantes en los brazos, apoyados en el arzón. El viento le trajo el olor del río y de los fértiles campos empapados de sol de ambos lados, y, a lo lejos, un indicio de humo de leña.
—Oye, chica —le murmuró a la yegua, que pastaba con entusiasmo, gozando de la fresca hierba del río tras los días de pienso seco del establo—. Eso te gusta, ¿eh?
Apoyó las manos en el arzón y saltó de la silla, dejando caer las riendas de Argo mientras paseaba por la hierba que le llegaba hasta media pantorrilla, luego se sentó en el suelo cerca de la orilla del agua en movimiento, se rodeó las rodillas con los brazos y dejó que el apacible gorgoteo resonara a su alrededor, a juego con las ondas de calor que salían de su interior, mientras pensaba en lo mucho que había cambiado su vida en dos cortos años. En la diferencia que había supuesto una sola persona. Puedo quedarme aquí sentada... y disfrutar simplemente contemplando este valle... y por primera vez desde que apenas tenía edad para pensar siquiera, empiezo a imaginar un... mañana. Aunque todos mis instintos me dicen que es mala idea... no puedo evitarlo... maldita sea... quiero que haya un mañana. Se sonrió, cogió una piedrecilla que estaba cerca de su bota, examinó un poco su superficie plana y lanzó la piedra para que botara limpiamente por la superficie del agua, hasta que por fin se hundió con un chapuzón. Parece que ésa sigue siendo una de las muchas cosas que sé hacer , pensó, probando a burlarse un poco de sí misma. Eso es, Xena... aprende a tomarte a ti misma un poco menos en serio. Sonrió abiertamente y cuando estaba a punto de coger otra piedra, sus oídos captaron una pisada suelta detrás de ella.
Se quedó inmóvil, concentró sus sentidos en esa dirección y ahora oyó el sonido de una respiración laboriosa, y manos que rompían hojas, pies que aplastaban la maleza, lo cual quería decir que quienquiera que fuese seguro que no era capaz ni de sorprender a un conejo muerto, y mucho menos a ella. Esperó y observó con interés cuando el pelo claro de sus brazos se erizó como reacción a la detección del peligro por parte de su cuerpo.
Ahora ya estaba más cerca, al borde de los árboles, y entonces el que la acechaba se detuvo y miró hacia donde estaba sentada.
Oyó el inconfundible crujido del mecanismo de una ballesta y soltó una ristra de palabrotas por lo bajo, al tiempo que se levantaba y se volvía de un solo movimiento para encararse con su atacante, con los brazos en jarras y poniendo su mejor ceño.
—Herodoto. Qué sorpresa. —Suspiró y vio que el otro se quedaba paralizado al ver que lo estaba mirando—. Adelante. A ver qué bien lo haces. —Abrió los brazos de par en par y esperó—. ¿O es que sólo puedes pegar a los niños y disparar a la gente por la espalda? —Su voz había adoptado un tono de profundo desprecio.
Herodoto se quedó mirándola largamente, luego levantó la parte frontal de la ballesta y la sostuvo entre los brazos.
—Vete al Tártaro —dijo, en voz baja.
—Ya lo he hecho. Lo conozco —contestó Xena, bajando los brazos y avanzando unos pasos. Hasta que consiguió distinguir su rostro, entre las sombras de los árboles. Y vio, por un instante breve y estremecido, el destello de un recuerdo que coincidía con la expresión de sus ojos. De una Gabrielle muy distinta, en una realidad donde ella no había detenido a esos tratantes de esclavos, con una expresión de odio resentido que ella sabía... que iba dirigido tanto hacia dentro como hacia fuera—. ¿Es que no has hecho ya suficiente daño por hoy?
—¿Qué sabes tú de eso, maldita seas? —dijó él, acercándose—. ¿Crees que me ha gustado hacer eso? Pues no. Pero era lo único que se me ha ocurrido que podría... podría obligarla a enfocar todo esto correctamente y hacer lo que debe.
Xena lo miró pensativa.
—¿Qué te hace pensar que no lo ha hecho?
—Vas a conseguir que la maten. ¿Es eso lo que quieres? —dijo el hombre mayor—. Sabes que es cierto, Xena. Ya la han herido... ¿por qué no la dejas en paz? ¿Qué hace falta? ¿Necesitas dinero, caballos... qué?
Vaya. Le gusta hablar, como a ella. Ahora sé de dónde le viene.
—Y tengo que creerme que haces esto porque la quieres, ¿verdad? —Xena notó que su rabia iba en aumento—. Dime, ¿cómo? ¿Cómo la quieres cuando le has estado pegando desde que era una niña? Explícame por qué una niña alegre e inocente tuvo que pasar por eso y entonces, a lo mejor podemos hablar de la clase de peligro que corre conmigo. —Sus ojos soltaban destellos y lo sabía, pues los días que llevaba viendo sufrir a su alma gemela empezaban a apoderarse de su mente.
Herodoto se quedó mirándola un buen rato, con odio.
—Porque ella tenía algo que yo ya no podía tener. Y no estaba dispuesto a verlo. —Se sorprendió a sí mismo al dar una respuesta sincera.
Xena lo miró con súbita comprensión.
—Tú eres narrador.
Los mortecinos ojos verdes la miraron a su vez.
—Soy granjero —fue la tajante respuesta—. Antes veía imágenes, sí. Como ella. Entonces pensé que si bebía lo suficiente, acabarían por desaparecer. —Hizo una pausa—. Y así fue.
—Eso es lo que le habría ocurrido a ella —replicó Xena, apagadamente—. ¿Es eso lo que quieres de verdad?
El hombre soltó una carcajada triste.
—¿Lo que quiero? Quiero que alguien cuide de mí, que se asegure de que no acabo con la cabeza en el suelo al final de la noche y que me distraiga para no pegar a mi mujer. ¿Qué quieres tú de ella? ¿Es que cocina bien?
Xena perdió los estribos y antes de que pudiera volver a tomar aliento, se echó encima de él, lo sacudió como a un perro y le quitó la ballesta de un puñetazo.
—Te voy a enseñar lo que es ser un niño pequeño, cabrón. —Lo levantó por la pechera de la túnica y lo sostuvo contra el árbol—. ¿Eso te gusta? —Su voz era suave como la seda—. ¿Qué tal esto? —Y le pegó un bofetón como había hecho él con Gabrielle—. O esto. —Lo alzó en vilo y lo lanzó a varios metros, donde se estrelló con el tocón de un árbol.
Se le pusieron los ojos vidriosos y se quedó donde estaba, con la espalda apoyada en el tocón.
—No... vete —balbuceó, alzando una mano para protegerse la cara.
—Ah, ¿ya has tenido bastante? —dijo Xena iracunda—. Tiene gracia que los mayores cobardes sean capaces de zurrar de lo lindo, pero nunca puedan aguantarlo cuando les toca a ellos. —Se agachó por encima de él, lo agarró por la mandíbula y lo obligó a mirarla a los ojos—. Escucha bien. Tu hija tiene más valor en una sola mano que todo este pueblo junto, ¿te enteras? Es buena, es inteligente, es una bardo estupenda, es fuerte y tiene derecho a decidir lo que va a hacer con su vida. —Sus ojos se clavaron en los de Herodoto—. Aunque esa vida sea dura y peligrosa y pueda acabar matándola. —Bajó la voz—. Pero más te vale entender que yo moriría de buen grado con tal de evitar tal cosa.
Se miraron a los ojos largo rato, hasta que por fin Xena aflojó la mano, se levantó, le dio la espalda y se encaminó hacia Argo. Sintió más que oyó el movimiento detrás de ella. La vibración del aire contra la cuerda, del aire sobre las plumas, el tañido siseante de una flecha de ballesta al vuelo.
Se volvió a media zancada, dejó reaccionar a su cuerpo y sus manos subieron y atraparon las flechas... y luego las tiraron con desdén. Dejó que sus ojos se llenaran de frialdad. Dejó salir al lobo y volvió hacia él, que estaba acurrucado contra el tocón. Mirándola fijamente.
Se quedó mirando mientras la alta guerrera caminaba hacia él, pasando del sol a la sombra con un movimiento salpicado de luz que derramaba destellos por encima de ella y se reflejaba en su armadura, hasta que se detuvo sólo cuando se agachó y le sonrió con ferocidad.
—Deberías dar gracias a los dioses por tu hija, Herodoto —dijo, envolviéndolo con su voz—. Porque de no ser por ella, ahora mismo estarías hecho pedazos. —Y cogió la ballesta, la miró, lo miró a él, luego colocó las manos en cada extremo, se movió y el arma se partió en dos.
Se levantó en silencio y regresó a la paciente yegua dorada, y esta vez se montó sin incidentes. Una última mirada al hombre. Bueno, en realidad no le he hecho daño. En exceso , suspiró su mente. Adiós a la idea de dar un relajante paseo.
—Vamos, chica. En marcha. —Tocó el costado de Argo con una rodilla cuidadosa y la yegua regresó obedientemente a través del bosque.