La esencia de una guerrera xxiii

El padre de gabrielle le da severa golpiza a esta y al intentar defenderse herodoto resulta herido. gabrielle cree que lo ha matado

La esencia de una guerrera

Melissa Good

Título original:A Warrior By Any Other Name.Copyright de la traducción: Atalía (c) 2002

—Sí —contestó Xena, adoptando un tono grave y ronco.

La puerta se abrió con cuidado y Lila asomó la cabeza, mirando primero a Xena y luego a Gabrielle con algo cercano al alivio.

—Bri, tienes que venir deprisa. Quiere que vayas —dijo, un poco jadeante—. Metrus está casa y quiere verte.

La expresión de Gabrielle se hizo cauta.

—¿Por qué? —preguntó, cruzándose de brazos.

Lila abrió la puerta del todo y entró en la habitación, fue hasta Gabrielle y la agarró del brazo.

—Escucha... no hagas que se enfade, Bri. No me ha explicado por qué, sólo me ha enviado a buscarte. —Lanzó una mirada a Xena y luego volvió a concentrarse en su hermana—. Estaba vociferando y hoy ha empezado a darle a la cerveza un poco temprano. Así que, por el amor de los dioses, ve de una vez.

Gabrielle notó que se le acaloraba la cara y era consciente de la intensa mirada de Xena por el rabillo del ojo.

—Está bien —replicó y se bajó de la mesa y, cuando apenas había avanzado un paso hacia la puerta, algo les bloqueó el paso a Lila y a ella.

Lila parpadeó, pues ni había visto a Xena pasar de su postura relajada en la cama a aparecer plantada como ahora, delante de ellas, con una mano en alto para detenerlas.

—Un momento. —Miró directamente a Gabrielle—. No suena muy amable.

La bardo avanzó, alzando su propia mano para tocar la de Xena.

—No pasa nada. Es que... se pone un poco... —Bajó la mirada al suelo y luego volvió a levantarla—. Ya sabes. —Recordó de repente la última conversación que había tenido con Xena sobre ese tema precisamente. Ah, vamos, Xena, ¿no puedes soltarte la melena por una vez? Animándola a sobrepasar los límites que se había impuesto a sí misma. No , replicó la guerrera, con la misma mirada directa que ahora. Piensa en lo que soy, Gabrielle. Piénsalo bien. Ahora, ¿de verdad quieres que eso se descontrole? Eso la detuvo en seco. Y Xena vio que la comprensión se apoderaba de su rostro. Exacto. Cuanto más fuerte eres, más responsable tienes que ser. No es divertido, Gabrielle. No soy amable cuando me emborracho. Podría morir gente. Algunos ya lo han hecho. Y la bardo le pidió disculpas en voz baja y reflexionó sobre lo que le había pedido. Y luego, durante largo rato, estuvo pensando en por qué se lo había pedido.

—¿Hay algún problema? —preguntó Xena, en voz baja.

Lila se agitó.

—Lo habrá si no se da prisa —dijo, con tono apremiante—. Madre la está buscando por el resto del pueblo. Yo he venido directa aquí. —Lanzó una mirada inquieta a Xena—. Por favor...

Xena no le hizo ni caso.

—¿Hay algún problema? —preguntó de nuevo, bajando un poco más la voz y acercándose más a la bardo.

Gabrielle suspiró.

—No lo sé. No creo. Todo debería ir bien. Seguro que sólo quiere lucir la... —Hizo una leve mueca—. La mercancía. —Notó el temblor de rabia que sacudía el cuerpo de Xena a través de sus dedos en contacto—. No pasará nada.

La larga y penetrante mirada de esos ojos azules la dejó algo temblorosa e intentó con todas sus fuerzas tranquilizar su mente y no dejar que la idea de enfrentarse a su padre, en esa casa, con una buena dosis de cerveza en el cuerpo, y a su posible marido le produjera un miedo muy irracional e infantil.

Le entraron unas ganas casi abrumadoras de dejarse caer de nuevo en ese sitio cálido y contarle a Xena... todo. Y mirarla y decir: No quiero que siga haciéndome daño. Porque sabía que eso era lo único que haría falta y sería tan fácil... y por un mero instante, le temblaron las palabras en los labios. Pero entonces la vieja culpabilidad acalló su voz y se sintió incapaz de traicionarlo. Incluso ante alguien que compartía su alma.

Tiene miedo. Xena lo captó sin intentarlo siquiera. Y está tratando de que yo no me dé cuenta. Supongo que le seguiré la corriente por ahora, y confío y espero que si de verdad ocurre algo, pueda llegar a tiempo de intervenir antes de que ocurra demasiado.

—Está bien —respondió Xena a regañadientes, al tiempo que se echaba hacia atrás y se apartaba—. Pero...

—Lo sé —confirmó Gabrielle—. Lo sé. —Salió por la puerta detrás de Lila y bajó las escaleras, volviendo la mirada cuando llegó al rellano, y vio la cara tensa de preocupación de la guerrera. Le dio un poco de calor en medio del frío que se había apoderado de su pecho y logró saludarla agitando levemente la mano mientras terminaban de bajar las escaleras para dirigirse a la puerta de la posada.

Lila miraba nerviosa de un lado a otro mientras caminaban.

—Tenemos que darnos prisa. —Luego lanzó una mirada a Gabrielle—. No le has contado nada de... él. De nosotras. Lo que sea. ¿Verdad?

La bardo hizo un gesto negativo con la cabeza.

—No.

—¿Por qué? —preguntó Lila con curiosidad—. Se supone que es amiga tuya. Menuda amiga, si no puedes contarle algo que te angustia tanto. Hasta yo me doy cuenta, Bri.

Gabrielle se paró en medio de la calle y agarró a su hermana del brazo, deteniéndola de un tirón.

—Escúchame bien —dijo, con la voz ronca de rabia—. Puedo contarle lo que sea. Lo que sea, Lila. Cosas que no podría contarte a ti, ni a madre, ni a nadie más, a ella se las he contado. —Una pausa—. Pero esto no puedo contárselo.

Lila se quedó mirándola.

—¿Por lo que pensaría?

La bardo cerró los ojos y soltó aliento con fuerza.

—Por lo que haría.

—Tenía entendido que ya no hacía esas cosas. ¿No es eso lo que me dijiste, Bri? —contraatacó Lila—. ¿O es sólo lo que a ti te gustaría creer?

Gabrielle la miró a los ojos.

—No, no lo es, y efectivamente, ya no lo hace. Pero esto es distinto. —Echó a andar de nuevo—. Porque se trata de mí.

Lila guardó silencio y adaptó su paso al de ella mientras subían por el camino que llevaba a la granja. Se detuvieron en la puerta y Gabrielle le puso una mano en el brazo a Lila.

—Tú no tienes por qué entrar —dijo en voz baja—. No tiene sentido que las dos pasemos por esto.

Lila la miró, asustada.

—Por favor, ten cuidado, Bri —susurró—. ¿Por favor? Hoy está fatal.

La bardo irguió los hombros y asintió.

—Lo tendré. —Y posó la mano sobre el cerrojo para abrir la puerta y lo echó a un lado.

Herodoto levantó la mirada cuando se abrió la puerta y dejó de golpe la copa en la mesa.

—¡Ya era hora! —gruñó—. ¿Dónde Hades te habías metido? —Esperó a que Gabrielle se volviera y cerrara la puerta y luego se volviera de nuevo hacia él. No contestó—. Ven, ha venido a verte tu futuro marido. —Indicó con la mano a una figura repantingada en la silla frente a él.

Metrus, como recordó Gabrielle de repente, siempre le había recordado a un animal de granja. Su estatura era superior a la media y era muy rechoncho. Llevaba el pelo, de un tono pajizo desvaído, muy corto, lo cual acentuaba la forma cuadrada de su cabeza y su rostro.

Gabrielle cruzó la estancia y se detuvo fuera del alcance de su padre, mirándolos a los dos. Sintió que ese miedo antiguo crecía en su interior y respiró hondo varias veces para calmarse, intentando ahuyentar el pánico de su mente. Y del vínculo que tenía con Xena. Sus ojos se encontraron con los de Metrus, que le sonrió con indolencia.

—Vaya, vaya. La pequeña Bri. Deja que te vea. —Se echó hacia delante y la miró—. Nada mal, pero que nada mal, Herodoto. Creo que me la quedaría aunque no se le dieran bien las historias. —Se echó a reír mirando a la bardo—. Tú y yo nos vamos a conocer muy bien, niña.

Dioses, dadme fuerzas para hacer esto , rezó mentalmente a toda prisa.

—Metrus. Hacía tiempo que no te veía. —Respiró hondo—. Y es una lástima, pero no voy a poder cumplir el contrato que tiene mi padre contigo. —Oyó la tos atragantada de Herodoto.

—No digas tonterías, niña. No es decisión tuya. Es mía —dijo su padre, farfullando un poco—. ¿O es que has olvidado la ley?

—No —respondió apagadamente. Y le citó la ley que le otorgaba jurisdicción sobre ella.

—De tus propios labios —dijo Metrus, encantado—. Y qué labios tan bonitos son. —Se echó a reír y se levantó, rodeó la mesa y se acercó a ella. Le sujetó la mandíbula con la mano y le volvió la cara de un lado a otro—. Una preciosidad, Herodoto. No pensé que fueras capaz. ¿Estás seguro de que es tuya?

Su padre soltó una risotada desagradable.

—Oh, sí. Estoy seguro. —Bebió un gran trago de cerveza y bajó la copa de golpe—. ¡Hécuba! ¡Más cerveza!

Tranquila, Gabrielle. Tranquila. Puedes hacerlo. Puedes con esto. Xena ha dicho que puedes. Y ella es la autoridad máxima al respecto.

—Existe otra ley que puedo citar que me exime de esta... obligación —dijo con tono apagado, pero frío. Y la citó.

Y los dos hombres se quedaron en silencio.

—¿Cómo que un poder soberano? ¿Es que alguien ha muerto y te ha hecho reina? —Metrus estalló en carcajadas, por fin.

—Pues sí, la reina Melosa de las amazonas, de hecho. —La declaración de Gabrielle cayó en otro frío silencio—. Así que lo siento, pero no. No puedo seguir adelante con esto. Tengo otras obligaciones. —Y vio los ojos horrorizados de su madre al otro lado de la habitación.

Metrus se echó hacia atrás y se quedó mirándola.

—¿Dices que eres reina de las amazonas? —Alzó las cejas y sus labios esbozaron una ligera sonrisa.

—No —respondió Gabrielle—. Lo dicen ellas. —Sintió que se le aceleraba el corazón cuando su padre echó la silla hacia atrás y se levantó. Sintió la sensación enervante del aire frío al acariciarle el cuello y se le erizó el pelo de la nuca como respuesta a una amenaza que no se veía ni se oía.

—Es culpa suya —dijo Herodoto con dificultad—. De esa maldita mujer antinatural. —De repente, se lanzó hacia delante y golpeó a Gabrielle en la cara con los nudillos de la mano izquierda.

Ella lo había visto venir, le había indicado su intención de un modo que ahora era capaz de interpretar sin dificultad, pero el cuerpo se le quedó paralizado y se negó a apartarse. En cambio, empezó a meterse hacia dentro, a encerrarse, para no estar ahí. Como en otra época. En otro tiempo, cuando ésa era la única manera que tenía de superar estos incidentes. Era consciente de que la estaba levantando y golpeando en el estómago, ese viejo truco para que no se vieran las marcas. Una vez, y otra, y ahora la tiró contra la pared y ella cayó al suelo, sin resistirse, esforzándose aún por no estar ahí. Por hacerse pequeña, y a lo mejor, si se hacía lo bastante pequeña, se olvidaría de ella y pasaría a otra cosa.

Y entonces su mano se deslizó a un lado y se posó sobre un trozo de madera redondo. Una firmeza lisa que su cuerpo conocía, aunque su mente le estuviera diciendo que no se moviera, que no rechistara. Que no estuviera ahí. Oyó sus pasos y supo que lo siguiente sería una patada. Quería quedarse allí tumbada. En serio, lo quería... pero su cuerpo la traicionó y cobró vida de repente, como si lo animara un espíritu que no era el suyo.

Él se acercó a trompicones, buscando un blanco, y cuando lo tuvo casi encima, se levantó del suelo y le golpeó la cabeza con la vara, con un crujido que resonó por la pequeña estancia. Y él se desplomó con estrépito y entonces ella volvió a su ser y se quedó mirando la vara como si nunca la hubiera visto.

Metrus se apartó de ella y alzó las manos.

—Está bien, bonita. Tranquilízate.

Gabrielle tomó aliento jadeante y se apoyó en la pared, temblando. Su madre se adelantó corriendo y se arrodilló al lado de su marido, tocándole la cabeza con cuidado. Entonces se volvió y miró a su hija.

Fue demasiado. Soltó la vara y fue tropezando hasta la puerta, consiguió abrir el cerrojo y bajó al camino, aunque las piernas apenas lograban sostenerla. Cuando apenas había dado diez pasos, se chocó con alguien que se movía a toda velocidad, alguien a quien su cuerpo reconoció y con el que se fundió con un alivio total.

—Oh, dioses —soltó con un susurro ronco—. Creo que lo he matado.

Xena se quedó paralizada y notó que se le aceleraba el corazón. Dioses, no... Levantó la mirada al oír que Lila llegaba a la carrera, con la cara blanca como una sábana. Si lo ha hecho, será mejor que lo averigüe ahora.

—Gabrielle —dijo suavemente, agarrándola por los hombros—. Quédate aquí un momento. Siéntate. —La bardo se dejó llevar hasta una peña que había al borde del camino y se sentó allí, muda de horror—. Lila, quédate con ella —dijo la guerrera roncamente—. Ahora mismo vuelvo.

Lila asintió y puso una mano sobre el hombro de Gabrielle. La bardo ni siquiera levantó la vista y siquió contemplando el vacío.

—¿Bri? —dijo la mujer morena suavemente—. ¿Bri? ¿Qué ha pasado? —No hubo respuesta.

Xena subió a largas zancadas por el camino y abrió la puerta de un tirón, pasando al interior. Metrus se colocó delante de ella, con los brazos extendidos, pero lo apartó con impaciencia de un empujón.

—Quita —le gruñó y luego se arrodilló junto a la figura tirada en el suelo, sin hacer caso de las frenéticas protestas de Hécuba. Examinó al hombre y advirtió que aún respiraba, aunque con un poco de dificultad.

Le puso los dedos en el punto del pulso y notó unos latidos firmes, si bien algo acelerados. Le colocó la cabeza de lado y examinó la herida sangrante, donde la vara lo había golpeado con fuerza suficiente para romper la piel del cráneo. Palpó suavemente con dedos conocedores y notó sólo un leve hundimiento del hueso que había debajo. Y sintió una acometida de alivio tan intensa que casi se mareó. Miró a Hécuba, que se había quedado sin protestas.

—Es una ligera fractura —dijo, con tono tranquilo y seguro—. Si lo acuestas, mantenle la cabeza en alto y que no se agite. Seguro que se recupera.

Hécuba se quedó mirándola largamente estrechando los ojos.

—¿Eres sanadora? —preguntó por fin, con tono incrédulo.

Xena se levantó y de repente se sintió muy harta de este lugar y de esta gente.

—Sí. Me viene bien, dado mi trabajo. —Se volvió hacia la puerta, pero Metrus la detuvo en seco—. Quita de en medio —le gruñó.

—Espera un momento, Xena —protestó Metrus—. Tenemos que dar aviso al alguacil. Yo soy testigo... la chica se ha puesto como loca y lo ha atacado. —Se le puso cara de satisfacción—. No podemos permitir que una persona así de... inestable... ande por ahí suelta, seguro que lo comprendes.

La guerrera se dejó arrebatar por una ola de frío gélido.

—He visto las marcas que tiene en la cara, Metrus.

—Bueno —ronroneó el comerciante—. Aquí todo el mundo dirá otra cosa. —Sonrió—. Y si está loca, no tiene derechos... pero yo estoy dispuesto a hacerme cargo de la pobrecilla... —Su voz se ahogó de golpe por una mano que lo agarró de la garganta y le cortó la respiración, al tiempo que lo levantaba por el aire y lo estampaba contra el suelo.

—Ah, no —dijo una voz grave y ronca—. Ni mucho menos, Metrus. —Xena apretó más y se arrodilló sobre su pecho—. Verás, Gabrielle... es buena persona. Incluso provocada por alguien que quería hacerle daño, no ha sido capaz de darle un golpe mortal. Ni por asomo. Físicamente, es capaz de ello, ¿pero mentalmente...? No. Gabrielle no.

Al hombre se le estaba poniendo la cara morada y tenía los ojos desorbitados.

—Pero yo sí, Metrus. La verdad es que yo no soy buena persona. Y para proteger a Gabrielle, soy capaz de hacer prácticamente cualquier cosa. —Su voz se convirtió en un ronroneo ronco—. Podría matarte con tal facilidad... —Volvió a apretar la mano y él empezó a ahogarse. Se inclinó más sobre él—. Ése tiene suerte de que fuera ella la que tenía la vara y no yo. Tiene suerte de que yo no haya visto cómo la golpeaba, porque si no, estaríais recogiendo sus pedazos por toda la habitación.

Entonces aflojó un poco la mano y le permitió aspirar aire unas cuantas veces entrecortadamente.

—Así que piénsatelo muy bien antes de seguir por ese camino, amigo mío. Cerciórate de que comprendes las consecuencias que eso tendría. —Una pausa—. ¿Me entiendes?

Metrus se quedó mirándola, intentando permanecer totalmente inmóvil. Ella seguía con la mano tensa alrededor de su cuello, oprimiéndole el pecho con su peso, y cuando la miró a los ojos, no le cupo duda alguna de que una sola palabra equivocada, un solo gesto equivocado por su parte sería lo último que haría en su vida. De modo que ésta era la Xena de las leyendas. No estaba tan enterrada, después de todo.

—Sí —graznó.

—Bien —replicó Xena suavemente, y lo soltó. Y al levantarse y volverse, se encontró con los ojos de Hécuba y en ellos descubrió una inesperada calidez. Se quedaron mirándose largos instantes. Y entonces:

—Mantenle la cabeza en alto —le aconsejó Xena, tras lo cual se dirigió hacia la puerta, deteniéndose sólo para recoger la vara tirada de Gabrielle y llevársela consigo.

El sol bajo de la tarde la deslumbró un momento y cuando se le despejó la vista, distinguió a Lila, claramente agitada, que tenía agarrada a Gabrielle por los hombros y la zarandeaba. Entonces los ojos de Xena se posaron sobre la figura inmóvil sentada en la roca y se olvidó de todo lo demás. Había visto a Gabrielle con toda clase de humores, presa de numerosas emociones, tanto buenas como malas, pero nunca había visto así a la bardo. Había una expresión terrible de horror vacío en sus ojos, una expresión perdida que golpeó a Xena de lleno en el estómago e hizo que se le cayera el alma a los pies.

Porque esa expresión ya la había visto en otras ocasiones. En las aldeas que su ejército había arrasado. En los ojos de los supervivientes que habían perdido parte de su humanidad por su culpa. Recorrió los últimos metros medio aturdida, sin oír la pregunta repetida de Lila, consciente tan sólo de esos mortecinos ojos verdes que no se posaban en los suyos.

Xena se arrodilló y con mucho cuidado cubrió las manos apretadas de Gabrielle con las suyas. Y esperó. Hasta que la cabeza rubia se alzó mínimamente y, como de muy lejos, apareció una chispa diminuta que parecía reconocer el rostro impasible que la miraba.

—Gabrielle —dijo, suavemente, al ver aquello—. No pasa nada. Se pondrá bien.

Gabrielle había seguido sin estar ahí todo el tiempo que Xena había estado lejos de ella, hundiéndose cada vez más dentro de sí misma, tanto para escapar del dolor que le machacaba la cabeza como para huir del vívido recuerdo de lo que había sentido cuando su vara golpeó a su padre en la cabeza. Lila la había zarandeado y le había hablado, pero su mente se negaba a oír las palabras o a reaccionar al zarandeo. Simplemente... no estaba ahí. Era más apacible. Más fácil simplemente... ser.

Pero ahora, había unas manos encima de las suyas, un tacto que reconocía, y sentía un tirón cálido contra el que sus desesperados intentos de escapar no surtían efecto. Era una cuerda salvavidas y, por mucho que intentara no hacer caso, la cuerda se enrolló alrededor de su alma y la atrajo de nuevo al aquí y ahora, donde unos conocidos ojos azules esperaban para reunirse con los suyos. Entonces las palabras hicieron mella en su entendimiento y Gabrielle sintió que se le quitaba de encima una losa que la había estado aplastando.

—¿No he...? —Su voz sonaba ronca, incluso para ella misma.

—No —fue la tranquila respuesta, acompañada de una sonrisa, una sonrisa que se metió dentro de ella y le capturó el corazón y la apartó aún más del entumecimiento que amenazaba con apoderarse de nuevo de ella—. Le va a doler mucho la cabeza durante unos días, pero eso es todo. —Xena hizo una pausa—. Te lo prometo.

Gabrielle dejó caer la cabeza y posó la vista en el suelo, dejándose arrastrar por una ola de alivio intranquilo. Todavía se sentía a punto de desmoronarse, pero notaba que se estaba calmando y enfrentándose al presente. No muy bien, pensó, pero era un comienzo. Levantó los ojos y se encontró con los de Xena, llenos de una intensa preocupación.

—Gracias. —Incluso consiguió amagar apenas una sonrisa, que le fue correspondida de inmediato.

Xena le soltó las manos y echó la cabeza de la bardo a un lado con delicadeza, examinándole la cara.

—Hay que ponerte unos paños fríos ahí —comentó, reprimiendo la rabia hirviente que no paraba de amenazar con lanzarla de nuevo por ese camino para entrar en la casa, aunque el hombre estuviera inconsciente—. Vamos. —Se levantó y le ofreció la mano a Gabrielle, quien la cogió y dejó que la guerrera la pusiera en pie.

—Lila... —dijo la bardo, volviendo la cabeza—. ¿Podrías...?

Su hermana asintió despacio.

—Te llevo tus cosas. —Sin preguntas, sin comentarios, así sin más.

—Le dije... —Gabrielle tomó aliento y notó que Xena le estrechaba la mano—. Le dije que no me iba a ir con Metrus. Le dije por qué no tenía obligación de hacerlo. —Dirigió una mirada atormentada a Xena—. Dijo... te echó a ti la culpa. —Un largo silencio—. Y entonces... —Dejó de hablar y se quedó mirando el vacío—. No sé qué me pasó —continuó por fin, con tono apagado y desconcertado—. Sólo intentaba... escapar. Y entonces... —Sus ojos se posaron en la vara que estaba tirada en el suelo donde la había dejado Xena—. Supongo que me caí encima de eso... y de repente la tenía en las manos... y... —Se calló de nuevo y esta vez no continuó.

—Y entonces hiciste lo que tu cuerpo está entrenado para hacer cuando alguien lo ataca —dijo Xena, con tono pragmático.

—No... no... no era eso... él no estaba... —La bardo dudó y entonces se volvió a callar.

—Vamos —suspiró Xena, pasando la mano al hombro de Gabrielle. Miró a Lila, que tenía la vista clavada en el suelo—. A tu madre seguro que le vendría bien ver una cara amiga —dijo, en voz baja—. Yo me ocupo de tu hermana.

Lila la miró, por una vez sin rencor. En sus oscuros ojos garzos sólo había cansancio.

—Lo sé —contestó con tono apagado—. Más tarde os llevo sus cosas. —Inclinó levemente la cabeza, luego se dio la vuelta y subió despacio por el camino hacia la granja.

Xena dejó la mano apoyada en la espalda de Gabrielle durante el silencioso trayecto de vuelta a la posada, manteniendo el contacto con la bardo, cuyo rostro había adoptado una expresión impasible. No hicieron caso de las miradas de la gente que almorzaba en la posada, subieron las escaleras y cerraron la puerta de la pequeña habitación al pasar.

Una vez dentro, Xena dejó la vara que aún llevaba apoyada en la pared y se quedó mirando con ojos preocupados a Gabrielle, que bajó la mirada al recibir el saludo entusiasta del encantado Ares. La bardo se agachó despacio, cogió al lobezno, lo acunó entre sus brazos y hundió la cara en su pelo suave.

—¿Ruu? —gorjeó él, mordisqueándole la oreja que tenía a tiro.

—Oh, Ares... —susurró ella entrecortadamente—. Con lo dulce y cariñoso que eres... ¿cómo ha podido alguien hacerte daño?

A Xena se le cortó el aliento. Maldición... ¿qué le digo? ¿Qué podría decir nadie? Esto no es... una de las muchas cosas que sé hacer y me siento perdida.

—¿Gabrielle? —dijo por fin, titubeando. La bardo la miró con ojos ensombrecidos—. Mm... deja que te vea ese arañazo. —Hurgó en una alforja en busca de su botiquín, consciente de que Gabrielle se había acercado y ahora estaba parada junto a su hombro. Levantó la vista hacia la bardo y trató de sonreírle tranquilizadora.

—Te lo tendría que haber contado —murmuró Gabrielle, con ojos torturados—. Tendría que... quería hacerlo... oh, dioses... —Se le doblaron las rodillas y Xena la agarró, acunándola y deslizándose por la pared hasta que las dos acabaron en el suelo y la guerrera abrazó estrechamente a su compañera, cuyo cuerpo se estremecía presa de sollozos incontrolables e histéricos.

Xena cerró los ojos y aguantó. Maldición... ¿qué hago? Vale... vale... cálmate, Xena. Vas a poner las cosas peor. Respira y relájate, respira... eso es...

—Te tengo —susurró—. Gabrielle, tranquila. Te tengo.

Por fin el llanto de la bardo se fue calmando y cerró los ojos y se quedó tranquila en brazos de Xena. Seguro que la he medio matado del susto , pensó vagamente la mente cansada de Gabrielle. Odia esta clase de cosas... pero me hacía falta... y no podía acudir a nadie más. Ni querría, a decir verdad. No puedo creer que haya sido capaz de hacerle eso, a él. Miró a Xena a la cara, iluminada a medias por el sol de la tarde que entraba por el ventanuco.

—Te he mojado toda —dijo, con una mueca por la ronquera de su voz.

Xena la miró y sonrió levemente.

—No pasa nada —comentó, al tiempo que soltaba una mano y hurgaba en su botiquín, que se había caído cuando agarró a la bardo. Sacó un trapo de lino y le secó con cuidado las lágrimas de la cara—. ¿Mejor? —preguntó, y sonrió más a Gabrielle cuando la bardo asintió.

—Sí. —Gabrielle carraspeó—. Ay.

La guerrera sintió una acometida de alivio. Gabrielle estaba muy alterada, sí, pero esa expresión de horror tenso y distante había desaparecido y parecía más en su ser.

—Aguanta —contestó y alargó la mano hacia la pequeña chimenea, puso la olla de agua a calentar, luego sacó un par de frasquitos de su botiquín y agarró una taza de la mesa situada por encima de su morena cabeza.

Gabrielle observaba distraída, demasiado cansada para moverse o hablar, mientras Xena mezclaba eficazmente los ingredientes en la taza y los cubría con el agua ya caliente. Un agradable y vaporoso aroma se elevó de la taza y la bardo sonrió.

—Mmm... tus remedios deberían oler así más a menudo —bromeó suavemente mientras la guerrera le pasaba la taza con una sonrisa. Metió casi la nariz en el líquido y dejó que el dulce aroma a menta le invadiera los pulmones—. ¿De verdad es bueno para mí? No me lo puedo creer. —Miró rápidamente a Xena, que se limitó a asentir. Bebió un sorbito, lo dejó caer por la garganta dolorida con placer y luego volvió a apoyar la cabeza en el pecho de la guerrera—. Es maravilloso —suspiró.

—Para que te mejore la cabeza —replicó Xena, apartándole delicadamente el pelo de los ojos—. Y... he pensado que también te vendrían bien unos mimos por dentro.

Gabrielle se sonrió y bebió un gran sorbo de su taza.

—Tienes razón —reconoció—. Y también sobre lo de que me duele la cabeza. —Apoyó la cabeza en el brazo de Xena y se puso seria de nuevo—. Lo siento.

Xena arrugó en entrecejo.

—¿El qué?

La bardo cerró los ojos y se encogió de hombros.

—Esto... todo. Arrastrarte hasta aquí. —Abrió los ojos parpadeando y miró por la ventana—. Sé que odias esta clase de cosas. Tendría que haberte convencido para que fueras a la fiesta.

—Gabrielle. —El tono de Xena, frío y directo, detuvo el discurso inconexo de la bardo—. Corta ese rollo, ahora mismo.

Gabrielle se paró en seco y la miró sorprendida.

—No, en serio... creo que...

—Basta —fue la firme respuesta—. Lo digo en serio. No hay otro lugar donde quiera estar en estos momentos más que éste. —Clavó en Gabrielle su mirada más intensa—. No te vas a disculpar por esto. No ha sido culpa tuya. Nada de todo ello. Tú no has hecho nada para que ocurra esto, ¿está claro?

—Algo debo de haber hecho —fue la lúgubre respuesta. Tenía los ojos desenfocados—. Siempre intentaba averiguar qué era lo que había hecho... para no volver a hacerlo. Con el tiempo, perdí la cuenta. —Se le quebró la voz—¾. Había tantas razones... —Levantó la mirada y vio la expresión angustiada de Xena. Notó la rabia rebosante que bullía bajo la superficie, rabia que no era contra ella, sino por ella.

Mi protectora... Sintió un calor que le empezó en la boca del estómago y se fue extendiendo hacia fuera. ¿Es consciente de la sensación tan maravillosa que es en estos momentos? No... seguro que no... a lo mejor ya va siendo hora de decírselo... y de decirle por qué esta aldeana tan irritantemente terca se pegó a ella como una garrapata para seguirla por media Grecia.

—Xena...

—¿Sí? —fue la respuesta levemente ronca.

Gabrielle tomó una profunda bocanada de aire.

—¿Tú siempre has querido ser guerrera?

Xena la miró sorprendida un momento.

—Sí. Creo que sí. —Se rió un poco por lo bajo—. Lyceus y yo... jugábamos con palos como si fueran espadas y hacíamos como que librábamos batallas desde que tengo uso de memoria.

La bardo asintió despacio.

—Eso pensaba. ¿A tu madre le gustaba?

La guerrera se lo pensó un momento.

—Bueno, estoy segura de que habría preferido que me dedicara a un oficio más apacible, pero nunca me dijo que no podía hacerlo.

—¿Alguna vez te lo dijo alguien? —insistió Gabrielle, satisfaciendo de paso una curiosidad que sentía desde hacía mucho tiempo.

—No —fue la previsible respuesta—. No, nunca. Mm... bueno, una persona lo intentó. Una vez.

—¿Y?

—Que le di una paliza. —La respuesta abochornada de Xena hizo reír a la bardo.

Gabrielle suspiró.

—¿Qué habrías hecho si alguien... a quien quisieras... hubiera intentado impedir que fueras guerrera? —Ahora su mirada era seria y al levantarla, vio que la de Xena también lo era, pues había entendido por dónde iba la conversación.

Xena dudó largo rato antes de contestar, porque sabía dónde quería ir a parar Gabrielle y porque su respuesta revelaría mucho sobre su forma de ser.

—¿Qué habría hecho? —Una pausa, porque se detuvo a mirar en su interior, y dio una respuesta sincera—. No lo habría dejado. Forma parte de mí de tal manera... que no lo habría dejado. Me habría opuesto.

—Eso es lo que pensaba —contestó la bardo suavemente—. Porque es una de las cosas que más quiero de ti. Nunca lo dejas. —Sonrió a su compañera con dulzura—. Siempre me dices cómo te inspiro para hacer las cosas... Me pregunto si te das cuenta de hasta qué punto es mutuo.

Observó el rostro de Xena, vio su expresión de sorpresa y su mente de bardo se puso de inmediato a buscar formas de describir ese momento, de describir el sol dorado que iluminaba la mitad de su perfil y dejaba la otra mitad en sombra, salvo por el brillo reluciente de sus ojos.

—Yo siempre he sido capaz de inventarme historias —empezó, apartando los ojos de los de Xena y posándolos en la cabeza peluda de Ares, acurrucado junto al muslo de Xena—. Me encantaba hacerlo... y se las contaba a todo el mundo. Incluso las que eran una tontería.

Apoyó la cabeza sobre el hombro de la guerrera silenciosa.

—Mis primeros recuerdos de mi padre eran... Me sentaba sobre su rodilla para hacerme botar, cuando era muy pequeña. Iba a los sitios con él. —Miró a Xena—. Él era mi mundo.

Un largo silencio esta vez, mientras volvía a armarse de valor.

—No sé cuándo cambió aquello... pero fue como si un día simplemente... —Cerró los ojos—. Se enfadó. Y se quedó así. —Respiró hondo—. A lo mejor sólo era la cerveza, a lo mejor era... que en realidad quería un hijo. No lo sé. —Se frotó los ojos—. Cuando me quedaba con mis tíos, era estupendo. Podía jugar por todas partes, ya sabes, y contar historias y ser... normal, supongo. —Tragó con dificultad. Y casi perdió la serenidad cuando Xena se echó hacia delante y la besó suavemente en la frente.

—No tienes que... —empezó a decir la guerrera, pero se detuvo cuando Gabrielle le posó ligeramente los dedos en los labios.

—Sí... tengo que hacerlo. Quiero que lo sepas. —Sonrió sin ganas—. En casa, era otra cosa. No le gustaba que contara historias, decía que era un juego estúpido y... —Hizo una pausa—. Y con el tiempo, cuando me pillaba, me... —Un largo silencio—. Hacía algo para convencerme de que no lo volviera a hacer. —Se le cortó el aliento—. Recuerdo la primera vez que lo hizo... yo... yo... —Se le apagó la voz y se quedó inmóvil, tragando e intentando no venirse abajo. Entonces los brazos de Xena la ciñeron con fuerza, llenándola de una sensación de seguridad que le permitió recuperar la serenidad después de tomar aliento estremecida varias veces.

—Bueno, el caso es —prosiguió por fin—, que al cabo de un tiempo, me resultó mucho más fácil... olvidarme de las historias. Me dolía demasiado... y me tenían muy ocupada, convirtiéndome en la aldeana modelo, lista para el matrimonio. —Sus ojos se encontraron con los de Xena y leyeron en ellos la mezcla de tristeza y dolor y rabia absoluta—. Me sentía como si me estuvieran embutiendo en una caja. Y no tenía forma de salir. Cada ejemplo que recibía era para ilustrar su manera de hacer las cosas. La chicas no pueden ser bardos. Las chicas no pueden ser fuertes. Sólo podía quedarme ahí sentada, en silencio, haciendo las tareas que debía hacer. —Se le puso la voz un poco ronca—. Y lo hacía. Porque no veía otra posibilidad. Pero sufría. —Cerró los ojos un momento—. Y me sentía tan... perdida.

Bebió un sorbo de la infusión ya fría de su taza.

—Y entonces, un día, bajé al río con mi hermana y las demás chicas del pueblo para recoger agua. —Se le empezó a formar una leve sonrisa en la cara—. Nos detuvieron unos tratantes de esclavos. Recuerdo que pensé: "Oye, Gabrielle, fíjate. Éste es el momento en que, en una de tus historias, aparece el héroe y nos salva". —Bajó la voz—. Pero yo sabía que en la vida real no había héroes y que no me iban a salvar y... no sé si me habría importado. —Se quedó mirando por la ventana, recordando aquel día, que había empezado mal, con una paliza después del desayuno, cuando rompió un plato ante sus ojos críticos, y que fue a peor, cuando las atacaron los tratantes.

Entonces su sonrisa se hizo más amplia, al tiempo que echaba la cabeza hacia atrás y miraba a Xena, cuyo rostro estaba ahora casi totalmente envuelto en sombras. Salvo los ojos, que reflejaban los tenues destellos del sol.

—Entonces me llevé la sorpresa de mi vida. —Meneó la cabeza—. Apareció una heroína que nos salvó. Igualito que en una historia. Y no sólo eras una heroína, sino que hiciste añicos todas las normas que me habían enseñado sobre lo que es la gente y lo que se puede ser. Xena, ahí estabas plantada, sin armas, sin miedo, y machacaste a aquellos soldados como si no fueran nada. Eras más fuerte que ellos y más inteligente que ellos y, lo que es más, te daba igual quién lo supiera. —Cerró los ojos y dio una palmadita a la guerrera en la tripa—. Ese día cambiaste todo mi mundo.

Xena seguía en silencio, escuchando, observando, adquiriendo un punto de vista sobre Gabrielle que nunca se había esperado. Una explicación, por fin, de por qué se había marchado de casa, dejado a su familia, abandonado todo lo que conocía para seguir a una ex señora de la guerra medio loca y adentrarse en la intemperie, directa a las penalidades y a una probable muerte prematura.

—Decidí, en ese mismo momento, que ésta era mi única oportunidad. Te iba a seguir, tanto si querías como si no, hasta donde tuviera que llegar porque tenía esta única posibilidad de ser más de lo que Potedaia me iba a permitir ser —continuó Gabrielle, tomando aliento de nuevo—. Y eso hice. Y rezaba todas las noches a los dioses para que no me enviaras de vuelta antes de que hubiera aprendido lo suficiente de ti para poder valerme por mí misma. —Sonrió levemente—. Entonces, un día, me di cuenta de que había empezado a rezar para que no me enviaras de vuelta en cualquier caso, porque... no quería dejarte.

Se miraron en momentáneo silencio.

—Entonces pensé que eso era muy egoísta por mi parte. Y traté... de volver a casa... porque pensaba que debías de estar harta de mí —continuó Gabrielle, mirando hacia la ventana—. Y porque no creía que... bueno, da igual.

—No me soprendió en absoluto que te marcharas —intervino Xena por primera vez desde hacía mucho rato—. Sólo que no me esperaba para nada que fueras a volver. Yo... nunca comprendí muy bien por qué lo hiciste... bueno, tardé mucho. Pensaba que había sitios mucho mejores en los que podías estar, en lugar de estar conmigo. —Había una dulce tristeza en sus ojos que conmovió a Gabrielle profundamente.

—Sé que eso pensabas —susurró la bardo—. Pero entonces, durante mi noche de bodas, me quedé tumbada en la oscuridad. Pérdicas estaba dormido, pero yo no podía... sólo podía pensar en ti y en lo que había visto en tus ojos cuando nos dijimos adiós. —Levantó la vista—. Porque era un adiós, ¿verdad? Nunca te habría vuelto a ver, ¿no?

Xena tomó aire una vez, y luego otra. Y tragó saliva.

—Habría sido un adiós. Yo... Gabrielle, lo que te dije, lo dije en serio, pero es que... no podía. — Ya tenías mi corazon, amiga mía, y la idea de perder tu amistad hizo que esa noche fuera la peor que había pasado desde hacía mucho tiempo. Sólo que la noche siguiente fue peor, cuando pensé que había perdido tu alma por Calisto después de todo lo demás.

—Lo sabía —respondió Gabrielle—. Lo noté... y eso me causó tal dolor que casi no podía respirar. —Suspiró—. Pero tenía la esperanza de que, al hacer eso, podría hacer por madre y por Lila lo que tú habías hecho por mí. Marcar una diferencia. —Meneó la cabeza—. Pero no habría sido así. No estaba preparada para eso, Xena. No tengo tu fuerza.

Apuró la taza casi vacía y se quedó mirándola.

—No me gustaba quién era yo en aquel entonces, Xena. —Miró a la guerrera directamente a los ojos—. Pero sí que me gusta quién soy ahora. Y jamás me habría convertido en esa persona si tú no me hubieras mostrado el camino. —Una pausa—. Así que, incluso si no estuviera... —sonrió dulcemente—, perdidamente enamorada de ti, e incluso si no fuéramos amigas íntimas... seguirías siendo la persona más importante de mi vida. Porque me devolviste mis sueños.

Suspiró y apoyó la cabeza en el pecho de Xena, notando los fuertes brazos que la estrechaban con una intensidad fiera, y oyó que la guerrera tragaba varias veces sin intentar hablar.

—Llevo mucho tiempo queriendo decírtelo —murmuró—. Pero mi padre... es que... no podía... lo siento, Xena. Siento haber... querido intentar ayudarlas.

—Sshh. No pasa nada —dijo la guerrera, con voz ronca—. No pasa nada.

—No —replicó Gabrielle—. Sí que pasa. —Sus manos aferraron convulsas la túnica de cuero de Xena—. Tendría que haber... Pérdicas me amaba, eso lo sé. Y, en cierto modo, yo también lo quería a él. Era bueno y me necesitaba y... —Se quedó callada un momento—. Pero lo que sentía por ti era muchísimo más profundo, y tocaba puntos que él ni siquiera podía imaginar y mucho menos intentar alcanzar. Y esa noche me quedé allí tumbada y lo supe y sentí un gran dolor... y me di cuenta de que uno de los motivos por los que de verdad estaba haciendo esto era... que creía que si volvía a casa y era buena, a lo mejor... a lo mejor mi padre me sonreiría. —Se le empezaron a llenar los ojos de lágrimas de nuevo—. Xena, no puedo evitarlo. Es mi padre y lo quiero. Aunque él no... —No pudo terminar esa idea—. Y... deseaba tanto recuperar su aprobación que casi... no, sin casi... sacrifiqué lo más importante de mi vida. —Tragó con dificultad—. A la persona más importante. Y me siento tan... me odio cuando lo pienso.

—Oh, Gabrielle —susurró Xena, acariciéndole el pelo con ternura, al ver las lágrimas que oscurecían más su túnica de cuero—. No es culpa tuya.

—Sí que lo es —dijo la bardo con voz ronca—. Es culpa mía que Pérdicas muriera. Es culpa mía.

—No —fue la rápida y firme respuesta—. No, mírame. —Xena soltó una mano y obligó a Gabrielle a levantar la cabeza, mirándola a los ojos. Intentó dejar de lado sus propias emociones casi descontroladas cuando vio la necesidad desesperada que había en ellos—. Escúchame, bardo mía... eso no fue culpa tuya. —Gabrielle guardó silencio, mirándola a la cara—. La única que tiene la culpa de aquello es Calisto, Gabrielle. No tú, no yo. — He tardado lo mío en aceptarlo, ¿no? ¾. Y... yo no te culpo por haber decidido vivir con él. De verdad que tenías mi bendición... quiero que lo creas.

La bardo la miró parpadeando.

—Dime que aquello no te hizo daño —fue el leve susurro, con el rostro paralizado.

Xena tomó aliento y se quedó mirándola. Supo al ver que Gabrielle cerraba de golpe los ojos que su respuesta era evidente incluso antes de hablar.

—No puedo decirte eso —confesó—. Sabes que no puedo... —Dejó de hablar cuando el doloroso recuerdo de todo aquello se volcó sobre su consciencia—. Sí, me hizo daño —dijo por fin, encontrándose con la mirada torturada de la bardo—. Dejarte allí fue... fue duro para mí. —Hizo una pausa—. Pero habría merecido la pena, para mí, por verte feliz. Y, Gabrielle, ésa es la única verdad que importa.

Gabrielle tragó convulsivamente.

—No se debería hacer daño a las personas que se quiere, Xena. No está bien. —Su mirada se dirigió hacia la ventana—. Así que supongo que mi padre... Ojalá supiera qué he hecho para que me odie tanto.

Y ahí estaba el problema central, pensó Xena, porque no lograba imaginar cómo alguien... cómo nadie... podía hacer daño a una persona como... Vale... vale... respira hondo, Xena. No puedes ayudarla si te hundes. Está hecha trizas... depende de ti para encontrar sentido a todo esto. Por los dioses. ¿Qué le digo? Me imagino como se debía de sentir, tan pequeña, tan inocente, y que alguien... ¿cómo consiguió confiar en nadie después de eso?

Lo consiguió... La idea llegó inexorable a su conclusión lógica, mientras ella susurraba palabras tranquilizadoras a la figura callada e inmóvil. Lo consiguió porque su necesidad de querer y ser querida es más fuerte que su necesidad de odiar y eso tiene el poder suficiente. Es a lo que se agarra. Por los dioses. Y conozco la respuesta a por lo menos una pregunta que tiene.

—Gabrielle —Xena dio un tono grave y urgente a su voz, lo cual hizo que la bardo levantara la vista—. Quiero que me escuches.

Gabrielle echó la cabeza a un lado y la miró, esperando.

—Aquí estoy —dijo, con voz cansada.

—Bien —contestó Xena—. Creo que te das cuenta de que estoy muy alterada, ¿no?

—Sí —replicó la bardo.

—Vale. No puedo... Gabrielle, apenas me comprendo a mí misma, y mucho menos a otras personas, pero sí que sé esto... y quiero que tú lo sepas: cuando alguien hace daño a otra persona, a alguien como tú, que no le ha hecho nada malo a nadie, pues... esa persona no te odia, Gabrielle. Esa persona odia algo de sí misma. Y... es esa parte de sí misma a la que ataca. No a ti. Jamás a ti... tú sólo eras una niña, Gabrielle. Sólo eras una niña pequeña y preciosa, que veía cosas que otros no veían. Tú nunca hiciste nada.

Gabrielle se quedó mirándola largos instantes. Mirándola a la cara. Respirando.

—Eso no puede ser cierto —susurró por fin, pero su tono rogaba a Xena que la convenciera.

La guerrera le puso una mano en la mejilla y sonrió con tristeza.

—Es cierto, bardo mía. —Hizo una pausa y observó los pensamientos que cruzaban por esos ojos verdes—. No soy yo quién para dar definiciones del bien y del mal, pero para mí... para mí, Gabrielle, tú eres todo lo que es bueno. —Vaciló—. Porque yo sé lo que es odiarte a ti misma, tanto que lo pagas con cualquiera. Con todo el mundo. Quieres que sufran tanto como sufres tú.

La bardo se lo pensó largamente, apoyada allí apaciblemente, mientras el vivo ocaso carmesí se derramaba dentro de la habitación, tiñéndola de una luz que cubría casi todo su cuerpo y parte del de Xena. Escuchaba los ruidos sordos del martillo del herrero allí fuera. Olía el aroma a madera polvorienta de la habitación y las repentinas vaharadas de carne asada procedentes del interior de la posada. Notaba la cuna firme y segura de los brazos de Xena y el leve cosquilleo de la respiración regular de la guerrera sobre la oreja, mientras ella apoyaba la cabeza en un ancho hombro.

—Voy a... tardar un tiempo en asimilar esa idea —dijo por fin, enunciando despacio, como si saboreara las palabras—. Voy a tardar. —Y alzó los ojos hacia los de Xena, inquisitiva.

Xena se encogió de hombros y sonrió.

—Tenemos una vida entera.

Por fin, obtuvo una sonrisa auténtica de la joven.

—Sigue recordándomelo, ¿vale? —contestó Gabrielle suavemente, alargando la mano y frotando el brazo de Xena. Poco a poco, muy despacio, su mundo volvía a enderezarse, afirmado por el calor que notaba a su alrededor. Creo... que voy a estar bien , se dijo a sí misma.

—Además, no es posible que hubieras renunciado a tus sueños tan deprisa, bardo mía —añadió Xena, ladeando la cabeza y mirando hacia abajo—. Te ofreciste a ti misma en lugar de Lila, si mal no recuerdo... es lo primero que me llamó la atención. —En su cara se formó una lenta sonrisa—. Me quedé impresionada por el heroísmo de esta aldeana enfrentada a todos esos tratantes de esclavos.

Gabrielle se echó a reír suavemente.

—Fue una idiotez. —Se sonrojó ligeramente—. ¿De verdad te quedaste impresionada?

—Pues sí —reconoció Xena, abrazándola con más fuerza—. De verdad. —Se puso seria—. Estaba a punto de rendirme, Gabrielle. Estaba harta de luchar... pero tú me recordaste que siempre hay algo por lo que vale la pena luchar.

La bardo no contestó, pero sus ojos recuperaron parte de su brillo natural y en sus labios se dibujó una pequeña sonrisa. Xena bajó la cabeza y miró la taza que seguía sujetando.

—¿Eso está vacío?

—Mm... sí —contestó Gabrielle, levantando la mirada.

—Ah, bien —replicó Xena y la miró a los ojos—. Porque quería decirte que te quiero y la última vez me mojaste entera.

Gabrielle no pudo reprimir una breve carcajada.

—Ay. —Hizo una mueva de dolor—. No me hagas reír.

La preocupación asomó a los ojos de Xena.

—¿Por qué? ¿Es que te ha...? —Su mano tocó la parte superior del pecho de la bardo y ésta se encogió—. Maldición —soltó—. Aguanta. —Dicho lo cual, se levantó, levantando a la vez a Gabrielle, fue hasta la cama y depositó a la bardo con delicadeza—. Tendrías que habérmelo dicho...

—¿Y perderme cómo me decías que me quieres? —Gabrielle sonrió con cansancio—. Ni hablar. —Se relajó mientras Xena le abría la túnica y la tocaba con mucho cuidado con la yema de los dedos—. Ay —bufó la bardo cuando le tocó un punto especialmente dolorido.

—Perdona —murmuró Xena—. Has tenido suerte. Sólo son contusiones, creo. No tienes nada roto. —Miró a Gabrielle a la cara—. Te voy a vendar, luego te vas a tomar una cosa y vas a dormir un rato.

—Me parece buena idea —reconoció la bardo—. Ni te imaginas el dolor de cabeza que tengo.

Xena le apartó el pelo dorado rojizo de los ojos.

—Sí, lo sé. —Suspiró disgustada—. Lo sé. —Fue a su botiquín y regresó con unos vendajes de lino, que extendió con cuidado y untó con aceite de un tarro que también había sacado. Luego ayudó a la bardo a sentarse, le puso los vendajes con pericia y se los ató con un ligero tirón—. Hala.

—Oye... da calor —comentó Gabrielle, tocando la tela—. ¿Qué es eso?

Xena cogió el aceite que quedaba y lo miró.

—Es una mezcla de aceites... hace que circule la sangre cuando estás lesionada. Ayuda a que te cures más rápido.

—¿En serio? —preguntó Gabrielle, intrigada a su pesar—. ¿Ése es tu secreto? —Le dio un leve codazo a la guerrera.

Xena se rió por lo bajo.

—No, lo mío es natural. Pero nunca viene mal usarlo. —Volvió a la mesa, preparó otra mezcla en la taza olvidada de Gabrielle, dudó, luego meneó la cabeza y añadió algunos ingredientes más que no solía incluir en esta mezcla. Echó el agua caliente, lo removió un poco y luego lo llevó donde la bardo aguardaba en silencio—. Toma —dijo y se lo pasó—. Bébetelo todo.

Gabrielle asintió y bebió un sorbito.

—Espera... ¿dos veces en un mismo día me das algo que sabe bien sacado de esa bolsa? Debo de estar soñando. —Miró a Xena con falsa expresión de pasmo.

—Sí —dijo Xena, perdiendo el aire de buen humor—. Supongo que he querido mejorar un poco un día muy malo. —Se volvió hacia la mesa, pero notó una mano que salía disparada y le agarraba la túnica de cuero, y se detuvo. E intentó controlar sus emociones antes de volverse de nuevo.

Lo consiguió sólo en parte, a juzgar por la reacción de los ojos verdes de Gabrielle. La bardo dejó la taza en la mesilla de noche, se levantó de la cama y rodeó a la mujer más alta con los brazos de un solo movimiento repentino. Notó que la guerrera le devolvía el abrazo, aunque con más delicadeza.

—Gracias —dijo con sencillez.

Xena tomó aliento entrecortadamente.

—Verte herida y no poder... hacer algo con... me cuesta mucho, Gabrielle —logró decir.

La bardo asintió contra su pecho.

—Lo sé. Pero... me alegro mucho de que estés aquí. Te... te necesito. —Una sencilla verdad.

Se quedaron así un rato más, luego Xena alzó la cabeza y soltó un largo suspiro.

—Vale, a la cama otra vez —aconsejó, soltando a la bardo, que se sentó, levantó las piernas y volvió a tumbarse con un suspiro.

Xena le pasó la taza, con una ceja enarcada, y vigiló severa hasta que se lo terminó todo y le devolvió la taza.

—No tenías por qué vigilar —comentó la bardo con humor—. Estaba bueno. —Se le cerraron los ojos—. Oye.

—Sí. Oye —dijo Xena riendo y la empujó hacia la almohada—. A dormir, majestad.

La bardo intentó enfocarla con la mirada, pero renunció al esfuerzo y dejó que se le cerraran los ojos. Xena se quedó mirándola hasta que los músculos tensos de su cuerpo se relajaron y su respiración se hizo más lenta y profunda, y entonces alargó una mano y tocó con delicadeza la mejilla de la bardo, en la que los moratones marcaban un fuerte contraste con su piel clara. Luego dejó caer la mano al costado y fue hasta la mesa, se desplomó en la silla y apoyó los codos en las rodillas.

Oh, dioses... La rabia y la frustración eran casi excesivas para soportarlas. Pero lo hizo, se recostó en la silla y echó la cabeza hacia atrás para contemplar el techo largo rato. Luchó contra su ira por la injusticia, el horror que se había prolongado a lo largo de los años y había afectado a su compañera. Quiso dar marcha atrás y estar allí, en esa época, en este lugar, para protegerla y evitar que sucediera en absoluto. No se merecía esto. De todas las personas que he conocido a lo largo de mi vida, ella es la única que menos se lo merecía. Se imaginó a la dulce niña que debió de ser Gabrielle, toda rubia y con grandes ojos verdes. Contando sus historias a sus amigos, todos con los ojos tan redondos como ella. Y recibiendo palizas por ello. Era demasiado. Xena hundió la cara entre las manos y rechinó los dientes. Maldito sea. Se le escapó un gruñido grave desde el fondo del pecho y, como en contrapunto, Ares contestó, acercándose a su bota y mirándola con ojos parpadeantes.

Xena lo miró, a este animal al que había salvado de las garras de una pantera. Y luego miró a su compañera dormida, que, con los últimos rayos moribundos del ocaso, apenas parecía mayor que una niña. Tal vez... Poco a poco se le fue formando la idea, hasta surgir irresistible en su consciencia. Tal vez el mundo sí que necesita a gente como yo. Como soy yo ahora. Dispuesta a proteger a gente como ella. Y a animalitos como él. Me pregunto... Notó que la ira se iba disolviendo despacio, dejando a cambio un agotamiento emocional.

Cogió al lobezno y, tras recostarse y echarse hacia atrás en la silla, se lo colocó encima del pecho, donde se acomodó con un suspiro de felicidad.

—Hola, chico —murmuró, acariciando su suave pelaje—. Estás creciendo, ¿verdad? —Cogió una pata y la examinó, enarcando una ceja. Iba a ser grande, eso sin duda. La guerrera apoyó la cabeza en la pared y cerró los ojos, agotada mentalmente.

Se despertó de golpe, unos horas más tardes, en la oscuridad casi total de la habitación, con la forma dormida de Ares aún acurrucada sobre sus costillas.

—Dioses. —Hizo una mueca, frotándose el cuello—. Qué estupidez. —Se quitó al lobezno dormido del pecho y lo dejó en el suelo, se levantó y se estiró bostezando—. Será mejor que encienda alguna luz —le murmuró bajito al lobezno, que la miró ladeando la cabeza. Atizó el fuego y encendió las dos antorchas de la habitación, que la bañaron en un suave resplandor anaranjado, y se acercó para mirar a Gabrielle, que seguía durmiendo.

Satisfecha, echó un vistazo por la habitación, luego recogió su botiquín y cuando se preparaba para bajar a buscar algo de cenar, detectó una voz vagamente conocida que subía por las escaleras.

—Oh, genial —dijo en voz alta y Ares la miró. Xena suspiró y volvió a sentarse en la silla, apoyando una bota en la chimenea. Se oyó un golpe suave en la puerta—. Adelante —dijo, sin subir la voz. La puerta se abrió y apareció la cabeza de Lila, que parpadeó a la escasa luz y por fin la vio junto a la mesa. Se retiró, luego la puerta se abrió de nuevo y entró, seguida de Hécuba.

Las dos se quedaron mirándola largamente. Ella las miró a su vez, sin resultar acogedora ni amenazadora. Por fin, Lila rompió el cuadro y se adentró en la habitación, alzando los zurrones que llevaba y mirando a Xena con una pregunta tácita.

—Ahí —contestó Xena, indicando el sitio donde estaban amontonadas todas sus demás cosas. Un movimiento le llamó la atención y volvió la cabeza para ver cómo Hécuba se acercaba en silencio a la cama y se quedaba contemplando a su hija. Alargó una mano hacia la bardo dormida y se detuvo en seco al oír un gruñido a sus pies.

Bajó la mirada y vio a un lobezno despatarrado delante de ella, mostrando los dientes con infantil amenaza. Se quedó mirando al animal sorprendida, luego volvió la cabeza para mirar a Xena. Y en sus ojos, algo se descongeló.

—Ya veo que tiene más de un protector —comentó la mujer mayor.

Eso hizo sonreír a medias a Xena.

—Sí. Los colecciona. —La guerrera advirtió que los hombros de Lila se relajaban ligeramente—. Siéntate, Lila. —Le indicó a la chica una silla frente a la suya—. Ha sido un día muy largo. — No puedo cambiar el pasado, pero si consigo que su familia me hable, eso debería animarla, ¿no?

—Sí que lo ha sido —contestó Lila, que aceptó la silla que se le ofrecía y se sentó, observando a la mujer morena que tenía delante.

—Ven aquí, chico —llamó Xena y el lobezno corrió hasta ella—. Adelante. —Le hizo a Hécuba un gesto con la cabeza, indicando a Gabrielle.

Hécuba asintió, se volvió de nuevo hacia su hija y le apartó el pelo de la cara, observando a la figura inmóvil en silencio.