La esencia de una guerrera xxii
Es muy duro vivir en un pueblo chico y mas cuando se es muy diferente a los demas. se acarrea muchos problemas
La esencia de una guerrera
Melissa Good
Título original:A Warrior By Any Other Name.Copyright de la traducción: Atalía (c) 2002
Recordó la escena, en la habitación principal de esta casa. Anochecía y la casa estaba iluminada por el fuego y las antorchas. Entró, sorprendiéndolo. Él se volvió y se enfureció.
—¿Qué haces aquí? —le gruñó—. Podías dejar a mi hija y marcharte. No te queremos aquí.
Xena siguió avanzando hasta pegar la nariz a la de él. Y él se dio cuenta de que tenía que levantar un poco la cabeza para poder mirarla a los ojos. Era su mejor pose de señora glacial de la guerra.
—Tú me enviaste una invitación. —Se sacó la misiva del brazal—. Y me importa un soberano bledo lo que quieras.
—Lárgate —gruñó—. Ya le has hecho bastante. —Retrocedió un poco—. Nosotros podemos cuidar ahora de ella, Xena. Es mi hija y por fin le he encontrado un buen sitio, después de que mataran a su anterior marido por tu culpa.
Y eso la dejó helada, porque era cierto.
—Te voy a decir una cosa —dijo—. Si consigues que Gabrielle me diga que me marche, lo haré. —Una pausa—. Y te garantizo que jamás volveréis a verme.
Él la miró largamente y luego se echó a reír.
—¿Eso es lo único que hace falta? Muy bien. Lo tendrás. Ahora sal de mi casa. Gabrielle resopló.
—No hay muchas posibilidades de que eso vaya a suceder —sonrió a Xena—. A menos que primero aceptes llevarme contigo —dijo sin hacer caso de Lila, porque percibió, de repente, que Xena estaba más alterada de lo que parecía. Había un ligero brillo atormentado en esos ojos transparentes que dejó a la bardo muy inquieta. ¿Qué puede haber dicho...? Oh. Pérdicas. Ya. Se me olvida que se culpa a sí misma por eso. Y así, sabiendo que su hermana las observaba con inquieta fascinación, bajó la mano por el brazal de Xena, hasta que sus manos se tocaron, y miró profundamente a la guerrera a los ojos—. Jamás. —Una palabra. Una promesa. Y su recompensa fue ver cómo la expresión atormentada desaparecía poco a poco, sustituida por un tierno afecto.
Soltando la mano de Xena, le contó lo que le había explicado Lila.
—Así que... —terminó, sacando un poco las manos del agua, sin hacer caso de las miradas furiosas de su hermana. Con ese pequeño gesto dejó el problema en las capaces manos de Xena, sabiendo que la guerrera aplicaría su experiencia a la búsqueda de una solución. Ah... ahí estaba ese ceño ligeramente fruncido, esa inclinación de la morena cabeza, esa mirada atenta volcada de repente hacia dentro.
—Lila... —Gabrielle se volvió hacia su hermana, que estaba acurrucada al otro lado de la bañera, clavándole cuchillos con la mirada.
Xena le dio un golpecito en el hombro.
—Me voy a instalar en la posada, antes de que tu padre se dé cuenta de que no me he ido. —Clavó en la bardo una mirada directa—. ¿Vas a estar bien?
Gabrielle asintió.
—Sí, más o menos. Duerme un poco —añadió, dándole un empujón a la mujer más alta.
—Tú también —dijo Xena medio riendo, revolviéndole el pelo—. Y sal de ahí antes de que te disuelvas. —Levantó la mirada de golpe cuando Lila se levantó y salió del agua, con movimientos bruscos y espasmódicos. Entonces su pie pisó una parte mojada del suelo, cuando estaba a medio salir, y se resbaló de tal forma que su cabeza habría entrado en doloroso contacto con el borde de la bañera.
La reacción de Xena fue puramente instintiva al saltar hacia delante y agarrar a la muchacha morena por los hombros, deteniendo su caída. Luego la sujetó bien, la levantó y colocó a Lila sobre sus dos pies.
—Ten cuidado —dijo la guerrera, apaciblemente, al tiempo que le daba a la pasmada Lila una toalla de lino. Y eso la sorprendió de tal modo que se encontró con la intensa mirada de Xena, muy de cerca.
—Gracias —logró decir Lila cuando consiguió apartar los ojos de los de Xena. Se envolvió despacio con la toalla y miró a Gabrielle, que suspiró, se levantó y salió del agua, atrapando la toalla que le lanzó Xena.
—Adiós —dijo Xena, saludándolas con la mano de pasada, y salió por la puerta fundiéndose con la oscuridad.
Gabrielle se secó esmeradamente y luego miró a su hermana, que tenía una expresión rara. La bardo reflexionó, luego sonrió de repente, fue hasta Lila y se apoyó en la pared a su lado, cruzándose de brazos. Había tomado una decisión muy rápida y esperaba contra toda esperanza no equivocarse.
Lila alzó los ojos y se miraron un momento.
—Son de un azul increíble, ¿verdad? —preguntó Gabrielle, arreglándoselas para que no se le viera la picardía en sus propios ojos.
Lila se puso colorada como un tomate.
—No sé de qué hablas —dijo con desdén, pero parecía que se le había pasado el enfado.
Justo en el blanco. Dioses, Gabrielle, pero qué buena eres.
—Ya —dijo, sofocando la risa—. Mira, Lila... —Se puso seria—. Ya se nos ocurrirá algo. —Se acercó más y se abrió un poco a esta mujer, con la que había crecido y a la que había dejado atrás—. Haré lo que pueda por ti, eso ya lo sabes. —Alargó la mano y tocó el brazo de Lila, donde se veía un viejo cardenal que ya estaba desapareciendo—. Ya veo que sigue como siempre. —Ahora su expresión era muy severa.
Lila bajó la vista y luego volvió a mirarla.
—Tropecé cuando le estaba sirviendo un plato. Fue culpa mía. —Se le hundieron los hombros—. Yo me lo busqué.
Ahora, en la mente de Gabrielle surgió una infancia entera sometida a ese mismo convencimiento y sintió la antigua y conocida náusea en el estómago. Basta. No soy esa persona. Durante dos años me han enseñado que no soy esa persona.
—¿Madre ayuda en algo? —Sabía la respuesta antes incluso de hacer la pregunta.
Lila se encogió de hombros.
—Lo intenta, ya sabes. Intenta tenerlo todo lo contento que puede. —Miró abatida a Gabrielle—. Últimamente está peor. Más cerveza, supongo. —Bajó los ojos.
—Lila, lo siento —dijo la bardo, en voz muy baja, y la rodeó con el brazo—. Intentaré sacarte de aquí. Tendría que haberlo hecho antes.
Su hermana la miró de modo apagado.
—Sólo puedes hacer una cosa y... —Sus ojos oscuros contemplaron los verdes de Gabrielle—. Eso no lo vas a hacer. —Su mirada se posó en el umbral vacío.
—No la odies —fue la suave súplica—. Por favor, Lila, me haces daño cuando la odias.
Su hermana la miró largamente.
—No te lo prometo, Bri. No te prometo nada. Pero lo intentaré.
Gabrielle asintió despacio.
—Está bien —replicó—. Será mejor que vaya a hablar con él. Para quitármelo de encima. —Se sujetó bien la toalla y cogió su ropa.
—Ten cuidado —dijo Lila, poniéndole una mano en el brazo—. ¿Por favor, Bri? Ya sabes cómo se pone.
La bardo se mordisqueó el labio pensativa.
—Lo sé. Tendré cuidado.
Entraron en el cuartito que las dos habían compartido de pequeñas y Gabrielle sonrió cuando vio sus morrales pulcramente colocados encima de la cama libre. Sacó ropa limpia y se la puso rápidamente.
—¿Cómo ha...? —empezó Lila y entonces se detuvo, al establecer la evidente conexión. Contempló pensativa a su hermana, pero no dijo nada.
Gabrielle le sonrió para tranquilizarla, luego se pasó los dedos por el pelo aún mojado y se dirigió a la zona principal de la casa. Cruzó por el umbral y vio a su padre sentado a la mesa, inclinado sobre su plato.
Herodoto era un hombre grande, cuyo pelo canoso podría haber sido en otra época de la misma tonalidad dorada rojiza que el suyo y cuyos ojos recordaban a los de ella, sólo que eran más turbios de color. Levantó la vista cuando se acercó, la miró de arriba abajo y meneó la cabeza.
—Siéntate —murmuró, empujando un poco la silla que tenía enfrente.
La bardo sacó la silla y se sentó, cruzó las manos encima de la mesa y esperó en silencio. Recordó que así se hacían las cosas aquí. En casa de su padre. Miró hacia la izquierda de reojo cuando su madre salió de la cocina y le puso un plato delante, posando un momento la mano ajada en el hombro de Gabrielle. La bardo la miró y consiguió sonreír.
—Gracias —dijo apagadamente. La mano le apretó el hombro un instante, luego Hécuba dirigió una mirada a su marido y volvió a entrar en la cocina.
Herodoto dio un bocado al pan, masticó y luego la miró.
—Quiero que vayas a decirle a esa mujer que se marche —dio la orden sin levantar la voz y se aseguró de sostenerle la mirada mientras hablaba—. Te he conseguido una colocación muy buena aquí y ya es hora de que vuelvas y ocupes el lugar que te corresponde en esta familia. —Tragó un sorbo de cerveza—. Ésa es peligrosa y no quiero problemas con ella. Ha dicho que con tu palabra bastaría. Así que hazlo.
Gabrielle respiró hondo, contemplando el plato que no había tocado.
—¿Qué dijo exactamente? —preguntó, mirándolo.
—¿Y eso qué importa? —preguntó Herodoto, secamente.
—Importa —replicó la bardo. Xena era siempre muy precisa con sus palabras y eso podría indicarle si la guerrera se estaba marcando un farol o...
—Está bien. —Su padre se encogió de hombros—. Dijo... —Entrecerró los ojos. Su memoria era tan buena como la de ella, aunque la usaba para otros fines—. Te voy a decir una cosa. Consigue que Gabrielle me diga que me marche. Te garantizo que jamás volveréis a verme. —Abrió los ojos y la miró—. ¿Satisfecha? Ahora ve. —Bajó la mirada y cogió un poco de verdura, que se metió en la boca.
Así pues, no era un farol. Era la pura verdad.
—No lo voy a hacer —contestó, controlando el viejo y conocido temor nervioso que sentía en el estómago. Jamás, le he dicho. Que me ahorquen si voy a romper esa promesa.
Herodoto dejó de masticar y la miró con frialdad.
—No, ¿eh? —Asintió—. Ya veremos. —Volvió a su cena—. Metrus, el comerciante, te ha ofrecido un lugar. Cree que le conseguirás una bonita suma con tus... —Una pausa—. Historietas. —Le dirigió una mirada divertida—. Y hasta se ha ofrecido a aceptar a Lila para su hermano Lennat. No tengo dote para ella, así que es la mejor oportunidad que va a tener, y parece un buen muchacho. —Le clavó la mirada—. Eso haría muy feliz a Lila. Tú quieres verla feliz, ¿verdad, Gabrielle? Sé que eres buena chica.
Gabrielle suspiró. Conocía todos sus resortes. Sabía que su mayor debilidad era su carácter bondadoso y siempre lo había usado para presionarla.
—Sabes que quiero verla feliz —contestó, con tranquilidad—. Pero no a ese precio.
Su padre se quedó mirándola.
—No pareces entender que no te queda más remedio, hija mía. —Se rió ligeramente—. Hemos hecho un contrato y lo he firmado. Tú eres mi garantía. Es definitivo. —Señaló su plato con el tenedor—. Come. No quiero que Metrus piense que estás enferma.
La bardo posó la mirada en su plato.
—No, gracias —contestó apagadamente—. No tengo hambre. —Se levantó y rodeó la mesa hacia la puerta—. Buenas noches.
Herodoto se levantó con pesada rapidez y quiso agarrarla del brazo, sorprendido cuando falló.
—Espera un momento, niña. No he terminado. —Se irguió ante ella—. Te vas a comportar como es debido. Te vas a alejar de esa maldita mujer, si no quieres decirle que se vaya, y te vas a poner ropa decente. O... —La miró estrechando los ojos—. Bueno, no hace falta que entremos en detalles, ¿verdad?
Gabrielle se puso derecha y controló el impulso de apartarse de él. Acudió a ese núcleo de seguridad en sí misma que llevaba dos años esforzándose por construir y respiró hondo, sabiendo que a él le faltaba muy poco para ponerse de ese humor.
—Escucha —dijo, manteniendo un tono tranquilo—. No soy la misma persona que se fue de aquí hace dos años. Y tú no eres mi dueño. —Se echó hacia delante y le sostuvo la mirada. Rezando—. A lo mejor podemos encontrar una forma para que los dos consigamos lo que queremos, padre. No quiero pelearme contigo... ni con madre, ni hacer daño a Lila. —Dejó asomar a los ojos parte de su angustia y vio el levísimo cambio en los de él cuando lo captó.
Herodoto se quedó mirándola pensativo. Su irritación ante su terquedad tapaba, en realidad, un diminuto asomo de orgullo por ésta que era era su hija primogénita. Y que por fin daba muestras de coraje, en el momento más inoportuno. Bueno, había más de un modo de curtir el cuero.
—Está bien, Bri —dijo, relajándose un poco—. Mañana hablamos de ello. —La despidió con un gesto—. Ve a descansar. Y Bri. —La señaló con la mano—. Por favor. No puedes ir por ahí medio desnuda.
Gabrielle se detuvo y luego hizo un leve gesto con la cabeza.
—Vale —asintió. Bueno, eso es mejor, al menos —. Veré qué puedo hacer. —Regresó por el corto pasillo a la habitación de Lila donde ésta esperaba su hermana, abrazada a sí misma—. Bueno, ya está —suspiró la bardo, tirándose en la cama y frotándose las sienes—. Pero no ha terminado. Ahora se está haciendo el comprensivo.
Lila soltó un resoplido y se sentó en su cama.
—Bueno, eso es algo mejor. —Alargó la mano y tocó la rodilla de Gabrielle—. No me puedo creer que le hayas plantado cara. —Sonrió levemente a su hermana, con picardía—. Sí que has cambiado.
Gabrielle hizo una mueca.
—Los he visto peores que él. —Sonrió tensa a Lila—. Y te olvidas de que viajo con una persona que es una maestra en el tema de la intimidación. —Soltó una breve carcajada—. No has visto nada hasta que ves a Xena achantar con la mirada a un monstruo de dos metros con colmillos y espada. —Miró un momento a Lila, al no oír la habitual andanada de ataques contra su compañera, y se sonrió por dentro—. Me ha enseñado muchas cosas.
Entonces se incorporó en la cama y cogió sus morrales.
—Mira, te voy a enseñar algunas de las cosas que guardo como recuerdo. —Y se puso a sacarlas. Lila se relajó, sonriendo, y fue a sentarse a su lado.
—Oooh... ¿qué es esto? —dijo la muchacha morena, cogiendo un objeto pequeño y sosteniéndolo a la luz—. Qué bonito es.
Gabrielle se echó a reír.
—Es ámbar. —Hurgó en su colección—. Y esto es una concha de la playa que hay justo fuera de Atenas. —Se la pasó.
—¿Esto qué es? —preguntó Lila, mostrándole un sello.
—Mi sello —replicó Gabrielle, reprimiendo una sonrisa—. Para eso de las amazonas.
Lila se la quedó mirando.
—¿De verdad eres...?
Su hermana asintió.
—Sí. De verdad soy. —Se encogió de hombros—. De hecho, casi acabamos de venir de ahí. Estuve más de un mes trabajando en unos tratados con los centauros y las aldeas de alrededor.
—Entonces... ¿por qué no te quedas con ellas, si eres la reina? —preguntó Lila, arrugando el entrejo, consternada—. No lo entiendo.
Gabrielle suspiró.
—Es complicado. Tiene mucho que ver con lo que es mejor para ellas y lo que es mejor para mí. —Se quedó pensando—. Tenemos puntos de vista totalmente distintos, así que sólo podemos aguantarnos a pequeñas dosis.
—Ah —replicó Lila—. Bueno, da igual. —Toqueteó un pergamino—. ¿Estos son tus pergaminos?
—Pues sí —confirmó la bardo—. Ahora estoy trabajando en unos cuantos. Me gusta escribir las cosas justo cuando... — Oh. De repente comprendió mejor por qué Xena le pedía que suavizara las historias para su familia—. Justo cuando acaban de ocurrir —terminó.
—Cuéntame una historia —le pidió Lila, cogiendo un pergamino—. ¿Me cuentas ésta? Echo de menos tus historias, Bri.
Ah, ésa. Gabrielle la cogió de entre sus dedos y la desenrolló.
—Vale, pues estábamos... —Y se lanzó.
Lila escuchó, hechizada mientras su hermana se zambullía en una de sus aventuras más recientes y tejía el relato. Observó el rostro de Gabrielle cuando ésta se dejó arrastrar por la narración y empezó a reaccionar a los acontencimientos que estaban en su propia memoria y no sólo en el pergamino. Había estado allí de verdad, pensó Lila. Había visto a Poseidón de verdad. Había conocido a Cecrops de verdad. Había naufragado de verdad y el Marinero Errante la había recogido. Se identificó con su horror por el marinero que saltó por la borda. Se rió con ella por Aldric y su encandilamiento. Se le pusieron los ojos como platos cuando Gabrielle habló de los tesoros de Cecrops y de que había visto la legendaria estatua de Atenea. Y observó cómo su rostro adquiría un resplandor interno al describir la determinación irresistible e imparable de Xena de llegar a ese barco, a sabiendas de quién era dicho barco, sólo por estar con su amiga.
—Eso sí que debió de ser un salto —comentó Lila en voz baja, observando los ojos de Gabrielle, iluminados por los recuerdos.
—Oh, ya lo creo. —Su hermana se echó a reír—. Lo fue. Todos pensaron que estaba loca por saltar así desde el acantilado y lograr aterrizar en el barco —dijo, rememorando—. A Cecrops casi le da algo.
Lila sonrió.
—¿Qué le dijo ella?
—Mmm... que no estaba dispuesta a dejar que se marchara con su mejor amiga —contestó Gabrielle, mirando a su hermana directamente a los ojos—. Pero es que ella es así.
Se quedaron mirándose en silencio. Por fin, Lila suspiró.
—Así que... no te quedas con ella sólo por las historias, ¿verdad?
Gabrielle tardó bastante en contestar. ¿Le va a dar algo? Seguramente. Pero creo que de todas formas ya medio se lo imagina. Por fin, soltó el aliento que había estado aguantando.
—No. —Le daba miedo, porque de toda su familia, Lila era a la que más echaba de menos. A la que más quería. Y odiaba a Xena y todo lo que ésta representaba.
Lila fue hasta la pequeña ventana y miró fuera. Habló sin volverse.
—¿Alguna vez te ha hecho daño, Gabrielle?
La bardo se atragantó.
—¿Qué? —Sacudió la cabeza—. Jamás.
Lila se volvió y se abrazó a sí misma.
—¿Jamás? ¿Nunca se ha enfadado contigo y te ha pegado? ¿No te ha dado una paliza? ¿No te ha golpeado en sitios que no se ven?
Gabrielle tomó aliento varias veces antes de poder hablar. Nunca se me ha ocurrido una cosa así. En todo el tiempo que llevamos viajando juntas, eso ni se me ha pasado por la mente.
—No, Lila. Entrenamos, claro. Practicamos lucha libre juntas y creo que una vez, bajo la influencia de Ares, me dio un tortazo, pero yo le pegué un golpe con un bieldo, así que supongo que estamos en paz. —Meneó la cabeza—. No. De hecho, cuando entrenamos, ella se lleva muchos más golpes que yo, porque frena sus golpes y me da un toquecito y yo no sé hacer eso. A veces le doy le lo lindo.
Lila asintió. Y miró al suelo. Y volvió a mirar a su hermana.
—¿Te fías de ella?
—Le confiaría mi vida —fue la respuesta instantánea—. Y lo he hecho. Muchas veces.
Lila se dio la vuelta, se acercó a ella y le agarró los hombros con las manos.
—Te envidio. —Tomó aliento temblorosa—. Antes creía que estabas loca por tener tantas ganas de salir de aquí. Ahora lo comprendo. Y no puedo irme a ninguna parte.
—Oh, Lila —susurró la bardo y la abrazó.
Xena se había escabullido de la granja y regresó en silencio a la posada, todavía vagamente intranquila por Gabrielle. La bardo parecía estar bien, pero la guerrera percibía una corriente soterrada que no era... Le recordaba a cómo era Gabrielle cuando empezaron a viajar juntas. A veces toda alegre, a veces temerosa del más mínimo ruido. Notaba una molestia en la boca del estómago que estaba convencida de que no tenía nada que ver con ella, puesto que el único motivo de preocupación que tenía era que en Potedaia no caía bien. Xena resopló por lo bajo. Hacía falta una aldea más grande y más desagradable que la pequeña Potedaia para asustar a ex señora de la guerra como ella. Giró por el sendero y se dirigió a las cuadras comunes. Tal vez se calmaría cepillando a Argo... Abrió la puerta de un empujón y se encontró con cuatro chicos del pueblo que rodeaban a una bolita peluda que gruñía.
Pinchaban a Ares con las púas de un bieldo y se reían. El lobezno les mostraba los colmillitos y gruñía haciendo un esfuerzo infantil y patético por parecer feroz. Xena echó la mano hacia atrás y agarró la herramienta más próxima, un rastrillo para estiércol. El siguiente chico que pinchó al lobezno acabó recibiendo un golpe en el trasero que lo lanzó por encima del animal para aterrizar en la paja cenagosa.
—¿Os apetece meteros con alguien de vuestro tamaño? —se oyó esa voz que era terciopelo sobre acero. Se colocó en medio del grupo ahora silencioso y miró a Ares—. ¿Estás bien, chico?
—¡Ruu! —contestó el animal, que se acercó trotando y se sentó encima de su bota, mirando a los que lo habían atormentado—. ¡Ruu!
—¿Y bien? —preguntó Xena, recorriendo con los ojos el círculo petrificado. La luz de las antorchas destacaba los tonos cobrizos de su armadura y hacía que sus ojos claros soltaran destellos al ir girando para mirarlos a todos—. ¿Alguien me quiere pinchar a mí con un bieldo? —Una pausa—. ¿No? Pues largaos. No me gusta compartir aire limpio con una panda de cobardicas. —Entornó los ojos y avanzó un paso hacia el más cercano de ellos.
Despidiendo paja en todas direcciones, salieron corriendo sin mirar atrás. Xena suspiró y meneó la cabeza. Luego se quedó rígida, al darse cuenta de que no estaba sola. Sus ojos se movieron hacia el rincón más oscuro del establo y se posaron allí, inmóviles, hasta que un roce de paja indicó que el que observaba sabía que estaba siendo observado. Unos cuantos segundos más de tensión y entonces de la oscuridad salió una figura pequeña y renqueante, que se acercó con cautela, hasta que la luz de las antorchas reveló sus rasgos.
Era un chico, supuso Xena, de pelo rubio, abundante y revuelto, y hombros encorvados. Se acercó cojeando y entonces Xena supo por qué, al descubrir la deformidad de su espalda. Enarcó una ceja ligeramente. Ares gruñó.
—¿Es tuyo? —preguntó el chico, deteniéndose fuera del alcance del rastrillo que sostenía ella, según advirtió. Indicó al lobezno con la cabeza.
—Sí —contestó Xena, bajando un largo brazo y recogiendo a Ares, tras lo cual se dio la vuelta y dejó el rastrillo apoyado en la pared donde lo había encontrado.
—¿Cómo se llama? —se oyó la pregunta curiosa, al tiempo que el chico se acercaba renqueando, ahora que ella ya no sujetaba la herramienta.
—¿Cómo te llamas tú? —contraatacó Xena, girándose ágilmente con el lobezno en el pliegue del brazo y mirándolo interrogante.
—Alain —contestó el chico, sin ofenderse, y ahora ya estaba lo bastante cerca como para tocar. Miró a Xena pidiendo permiso.
La guerrera asintió y alargó un poco el brazo.
—Pon primero los dedos, para que te los huela —le aconsejó—. Se llama Ares. —Observó divertida cómo reaccionaba sobresaltado.
—Igual que... —susurró Alain, dejando que el cachorro le olisqueara los dedos—. ¿Eso no es peligroso?
Xena se encogió de hombros.
—No le ha importado.
Entonces el chico se quedó paralizado y la miró asombrado y con los ojos como platos. Al cabo de un momento, parpadeó y sus labios se curvaron con una sonrisa.
—Tú eres Xena, ¿a que sí? —Rascó distraído a Ares debajo de la barbilla.
La guerrera se rió suavemente.
—¿Cómo lo has sabido? —Enarcó las cejas con gesto interrogante.
—Pues... —dijo Alain con timidez—. Eres guerrera, eso es evidente, y una señora... —Sus propios labios sonrieron al ver la expresión sardónica de Xena ante ese comentario—. Bueno, da igual. Y encajas con la descripción. —Otra mirada irónica—. Y has llamado a tu perro como al dios de la guerra. —Se encogió de hombros desigualmente—. Son pistas muy grandes. —Le lanzó una mirada rápida, sin posar los ojos mucho rato en ningún punto, intentando que no pareciera que la estaba mirando. Jo... Xena. Aquí mismo, en mi establo... pensó. Era... más alta de lo que se esperaba, aunque él mismo no era alto. Y sus ojos... decían que tenía los ojos muy azules, pero eso no los describía ni de cerca. Y hasta tenía algo de agradable. Eso no lo decían nunca.
—Ya —replicó Xena, aguantando con paciencia el escrutinio—. Bueno, Alain. ¿Tú vives aquí?
—Mm. Sí —contestó, agachando la cabeza—. Trabajo por la manutención. —Se giró con dificultad e hizo un gesto—. Limpiando, quitando estiércol, ya sabes. —Levantó la mirada—. ¿Esa yegua dorada es tuya? —Se le iluminaron los ojos—. Es preciosa. —Y se quedó embelesado por la sonrisa que obtuvo a cambio.
—Gracias. Se llama Argo —replicó Xena y echó a andar hacia la yegua, que había vuelto la cabeza para mirarlos—. ¿Quiénes eran esos chicos tan encantadores? —Observó cómo intentaba apartar la cara—. ¿También se meten contigo? —preguntó con un tono mucho más amable. Calculaba que era un poco más joven que Gabrielle y se le ocurrió pensar que tal vez aquí podría obtener algunas respuestas sobre lo que le ocurría a su compañera. Era un pueblo pequeño y se habrían criado al mismo tiempo.
Alain agachó la cabeza como asintiendo.
—A veces. A la gente de aquí no le gustan los diversos. —Levantó la mirada hacia ella—. No creo que tú les gustes mucho. —Se encogió de hombros como para disculparse—. Eres muy diversa.
Xena prestó atención a la palabra que usaba.
—¿Diversa? —preguntó, mientras sacaba la almohaza y el cepillo de Argo—. Sí, supongo que lo soy. Y no, no les gusto nada. —Se acercó a él—. ¿Tú no les gustas por esto? —Sus dedos rozaron su espalda deforme. Él se encogió, pero se quedó quieto, mirándola a los ojos. Los suyos eran de un gris sorprendentemente profundo, casi morado a la luz de las antorchas—. Eso no es culpa tuya.
—No —suspiró Alain—. Pero da igual. —Cogió la almohaza que se le ofrecía y se puso a trabajar en las patas delanteras de Argo con pases cortos y suaves—. Es diverso.
Xena asintió en silencio.
—Yo tengo una amiga, Alain, que creció aquí. Puede que la conozcas. Se llama Gabrielle. —Vio cómo levantaba la cabeza de golpe y se quedaba mirándola sorprendido—. Parece que sí. —Sonrió levemente.
—Oh... Bri. Sí, me acuerdo de ella —reconoció el chico, curioso—. Se marchó.
—¿Ella era diversa, Alain? —preguntó Xena, con aparente indiferencia, mientras peinaba la crin de Argo. Levantó los ojos azules para atrapar los grises de él.
Alain tomó aliento y asintió despacio.
—Sí. —Se le entristeció la mirada—. Pero era diversa por dentro. Al cabo de un tiempo, empezó a ocultar lo diverso.
En la mente de Xena se empezó a formar una difusa teoría.
—Mmm... ¿cómo? ¿Cómo era diversa?
El chico se encogió un poco de hombros.
—Veía imágenes por dentro. Y se inventaba historias sobre ellas. —Le sonrió—. Eran historias muy buenas.
Xena le sonrió a su vez.
—Seguro que sí.
Alain se puso serio.
—Pero a su padre no le gustaban. La zurraba con el cinturón, sabes, cuando la pillaba haciéndolo. —Frunció el ceño—. Así que dejó de contárnoslas, al cabo de un tiempo. Después de que una vez, me acuerdo muy bien, le diera con la hebilla hasta que la hizo sangrar. —Meneó la cabeza rubia—. Estuvo muy mal. Pero... aunque dejó de contárnoslas, no creo que dejara de ver las imágenes. —Ahora, por fin, miró a Xena, percibiendo su inmovilidad silenciosa.
Y se apartó de Argo, dejando caer la almohaza al ver su expresión. Aferraba la crin de la yegua con las manos y sus ojos eran como bloques de hielo al mirarlo.
—No fui yo. Yo no lo hice. No fui yo —balbuceó, levantando las manos atemorizado.
Xena dejó caer la cabeza sobre el lomo de Argo y aspiró una bocanada de aire prolongada y temblorosa. Obligándose a calmarse. Haciéndose con el control de la furia que le erizaba los pelos de la nuca y hacía que le temblaran los brazos como reacción. Eso explicaba... tantas cosas. Era una pieza crucial del rompecabezas que era su compañera y no sabía si se alegraba o no de haberla conseguido. Esto era algo que Gabrielle habría preferido contarle, a su ritmo, a su manera. Como ella había revelado lo de Solan. Y lo de Toris. Y toda una serie de cosas sobre su propio pasado que le había contado a Gabrielle.
Despacio, alzó la cabeza y miró al asustado muchacho.
—Tranquilo, Alain. Ya sé que tú no tuviste nada que ver con esto. Lo sé. Siento haberte asustado. Es que Gabrielle es muy buena amiga mía y me da mucha rabia que le pegaran por contar historias.
Alain se relajó y se acercó de nuevo, sonriéndole levemente.
—Vale... vale... te entiendo. —Recogió la almohaza y se puso a cepillar a la yegua otra vez—. Sé que le habría gustado tener una amiga como tú en aquella época. Cuando era diversa. —Estuvo cepillando un ratito en silencio y luego dijo—: ¿Qué hace ahora? Se marchó, hace dos estaciones.
Xena le sonrió, relegando la rabia y la angustia al fondo de su mente para estudiarlas más tarde.
—Cuenta historias, Alain. Muy buenas.
Él sonrió de oreja a oreja, muy contento.
—¿En serio? Así que yo tenía razón... no llegó a perder las imágenes. —Arrugó el entrecejo—. ¿Pero por qué ha vuelto? Aquí sigue siendo diversa. Su padre no le va a dejar que siga creando imágenes.
Xena dejó lo que estaba haciendo y cubrió delicadamente las manos del chico con las suyas. Se apoyó en el lomo de Argo y lo miró a los ojos.
—Te prometo, Alain, que mientras yo esté cerca, nadie le va a impedir crear imágenes. —Una pausa—. Nadie.
Se la quedó mirando.
—Te creo —susurró. Hubo una larga pausa—. Ojalá yo tuviera una amiga como tú. —Se le quebró la voz—. Es duro ser diverso.
—Lo sé —dijo Xena, con expresión compasiva—. Hay que ser muy fuerte.
Alain asintió.
—Sí. Bri no lo era. Lloraba mucho. —Se le pusieron los ojos muy tristes—. Le dolía. A mí me daba mucha pena... a veces nos íbamos a buscar moras juntos y yo intentaba que me contara sus historias. A veces lo hacía, pero siempre tenía miedo. —Miró a Xena a la cara y vio la tristeza reflejada en ella—. Me caía bien. Me alegré de que se escapara. —Echó la cabeza a un lado—. ¡Te la llevaste tú, a que sí! Ahora me acuerdo... les diste una paliza a los tratantes de esclavos y luego ella desapareció. ¡Se fue contigo!
—Sí —dijo Xena, tragando con dificultad. Yo no encajo aquí, ¿no fue eso lo que me dijo? Oh, Gabrielle... —. Se fue conmigo.
—Me alegro un montón —dijo Alain, con una dulce sonrisa—. Seguro que eres una buena amiga.
Xena le dio una palmadita en la mano.
—Yo también me alegro un montón, Alain. — Ahora tengo que enterrar ese conocimiento en lo más hondo, hasta que esté preparada para contármelo. Menos mal que guardar secretos se me da mejor a mí que a ella. Maldición. Maldición, Gabrielle, ¿por qué no me lo dijiste? Su mente se burló de ella: Porque, Xena, si te lo hubiera dicho, habrías entrado en esa casa y le habrías cortado la cabeza a ese hombre por ponerle la mano encima. Reconócelo. Sin dudarlo un momento. Sí. Así soy yo, señora de la guerra hasta la médula, y ella lo sabe. Me conoce, demasiado bien —. Gracias por contarme todo esto, Alain. Necesitaba saberlo. —Sonrió levemente al chico.
Alain la miró.
—Sigues enfadada. Es un buen enfado. —Asintió con la cabeza—. No dejarás que le vuelvan a hacer daño.
—Así no, Alain. No —dijo Xena, terminando con la crin de Argo—. Con eso puedes contar.
Tras despertarse al día siguiente, Xena salió temprano y se desentumeció con una larga carrera y unos buenos ejercicios con la espada, luego regresó y desayunó tranquilamente en la sala común de la posada. Bajo la mirada desaprobadora del posadero y las miradas inquietas de su mujer. Empezó a sentir una creciente irritación, en parte por la información que había obtenido la noche anterior y en parte por el puro sentido común que dictaba que uno no debía ofender a los clientes de pago. Madre jamás cometería esta clase de error , advirtió su mente distraída, mientras jugueteaba con la comida algo sosa que le habían servido. Y creo que madre me ha tenido muy mimada , se burló de sí misma. Vamos, Xena, cómetelo de una vez. Con un poco de suerte, no estará envenenado. Se terminó lo que tenía en el plato, luego subió a su pequeña habitación, que odiaba cordialmente, y se sentó apoyada en la pared debajo de la ventana, para reparar una hebilla atascada de su armadura.
Sus sentidos la avisaron mucho antes de que oyera el leve crujido de las tablas de las escaleras, y dejó la armadura y se levantó, en el momento en que se abría la puerta y entraba Gabrielle. Xena la observó, fijándose en la túnica de lino con una ceja enarcada.
Los ojos de la bardo se encontraron con los suyos.
—Buenos días —dijo con tono apagado—. Espero que hayas dormido mejor que yo.
Xena se acercó despacio hasta ella y le cogió la barbilla delicadamente con una mano, luego la rodeó con los brazos y se la acercó.
—Me parece que necesitas un abrazo —dijo y notó que a Gabrielle se le entrecortaba la respiración. Siempre se le pone esta expresión perdida en los ojos cuando necesita esto, fácil de reconocer, cuando por fin me enteré , pensó, mientras se quedaban allí abrazadas en un silencio atemporal.
—Has acertado —dijo Gabrielle por fin, pero sin soltarla—. Sabes, podría quedarme así para siempre. —En el rico calor dorado que siempre sentía a su alrededor y que se daba cuenta de que era parte de la conexión que tenían la una con la otra—. Creo que anoche le pegué un buen susto a Lila. —Ladeó la cabeza y miró a Xena a los ojos.
—¿La misma historia de siempre? —preguntó Xena, frotándole la espalda ligeramente.
La bardo hizo un gesto negativo con la cabeza.
—No... no, ésta era una muy antigua. De antes de que te conociera. Supongo que el entorno la sacó a la luz. —Sonrió fugazmente a la guerrera—. Cosas del pasado.
Xena tomó aliento y entrelazó los dedos por detrás de la cabeza de Gabrielle, apoyando los antebrazos en los hombros de la bardo.
—Sabes que estás haciendo que me suba por las paredes, ¿verdad?
—¿Yo? —preguntó Gabrielle, observando su rostro—. ¿Por qué?
Xena soltó una mano, retrocedió un paso, bajó la mano y la puso sobre el estómago de Gabrielle.
—Porque lo que sientes aquí... —Se dio unos golpecitos en el pecho—. Lo siento yo también. Y no sé por qué, y no saberlo me está desquiciando. —Sonrió a Gabrielle de medio lado—. Ya sabes lo que me encanta sentirme descontrolada e impotente, ¿verdad?
La bardo bajó la mirada y suspiró.
—Me están presionando mucho —reconoció—. Y más que nada... es Lila. —Se dejó caer de nuevo hacia delante sobre el pecho de Xena—. Quiere a Lennat de verdad, Xena. —Su pecho se alzó y bajó con un largo suspiro—. Y necesita salir de ahí. —Una pausa—. Y Xena, padre dice que puede hacerlo, legalmente. ¿Eso es cierto? —Sus ojos se clavaron en el rostro de la guerrera—. ¿De verdad le pertenezco, de esa forma?
—Mmm... en circunstancias normales, sí —contestó Xena, que se sentía un poquito ufana. Se había pasado la mitad de la noche investigando ese mismo tema—. Pero en tu caso, no. —Acarició la mejilla de Gabrielle con ternura—. Así que no te preocupes, bardo mía. Aunque tenga que sacarte de aquí sobre los cuartos traseros de Argo, la ley no te perseguirá. —Llevó a Gabrielle hasta una silla junto a la mesita de la habitación e hizo que se sentara—. Mira. —Cogió un pergamino y se inclinó sobre la mesa, apoyando encima los codos—. El derecho consuetudinario establece que un labriego libre, como lo es tu padre, tiene derecho a casar a sus hijas como le parezca adecuado, por el precio que considere adecuado.
Gabrielle miró el pergamino y luego a Xena.
—Entonces... —Se le cayó el alma a los pies.
—Ah —interrumpió Xena—. Pero mira aquí. —Sacó otro pergamino y señaló una línea con un fuerte dedo—. Un padre no puede decidir cómo disponer de su hija si se cumple una condición: que haya una reclamación previa por parte de un poder soberano. —Sonrió al ver la cara confusa de Gabrielle—. Tú eres la reina de las amazonas, Gabrielle. Son una nación soberana y tienen precedencia legal sobre lo que diga un labriego.
Gabrielle soltó una risa breve.
—Oh. —Miró a Xena con respeto—. ¿Cómo lo has encontrado?
—Buscando —contestó Xena, encogiéndose de hombros.
—No... quiero decir, ¿cómo has sabido dónde encontrarlo? —insistió la bardo, posando una mano sobre el cálido antebrazo apoyado en la mesa a su lado.
—Otra de las muchas cosas que sé hacer —sonrió la guerrera—. En realidad, los señores de la guerra tienen que mantenerse al día con las leyes, Gabrielle, aunque sólo sea para saber cuáles estamos violando. — Ooh... mira qué graciosa, Xena. ¿Estamos llegando al punto en que podemos incluso hacer chistes?
La bardo se echó a reír, mirando a Xena mientras meneaba la cabeza.
—¿Sabes una cosa? —Sus ojos observaron el rostro de la guerrera atentamente.
—No, ¿qué? —respondió Xena, notando que el nudo tenso que tenía en el estómago se aflojaba un poco. Vio que la expresión de los ojos de la bardo se suavizaba hasta adquirir una apacible intensidad. Supo que los suyos respondían de igual modo, cuando sus almas estaban en contacto como ahora.
—Que te quiero —fue la dulce respuesta, al tiempo que Gabrielle subía con la mano y tocaba la sonrisa que se iba formando en el rostro de Xena—. No es que sea un gran secreto, ¿verdad? Creo que hasta Lila lo ha captado.
Xena se echó a reír.
—¿En serio? —Se echó hacia delante y besó a la bardo—. ¿Cómo se ha enterado?
Gabrielle le deslizó un brazo alrededor del cuello y Xena se enderezó, tirando de la bardo hasta abrazarla.
—Mmm... —Se rió suavemente, cuando se separaron—. Pues anoche me convenció para que le contara algunas historias y dijo que era evidente por la... —Se detuvo y soltó una risita—. Perdona, esto lo dijo ella, no yo. Por la cara de boba que se me ponía cada vez que mencionaba tu nombre. —Miró a Xena, que se estaba riendo por lo bajo—. Cosa que ocurría muy a menudo, supongo, dado que las historias trataban de ti.
—Ah. Ya —respondió Xena y luego sonrió cohibida a la bardo—. Si te sirve de consuelo, mi madre dijo lo mismo de mí.
Gabrielle se echó a reír.
—¿En serio? —Dejó que sus dedos siguieran el leve rubor que subía por el cuello de Xena hasta su cara—. Entonces, así es como lo averiguó.
—Sí. —Xena se encogió de hombros—. Nunca me lo ha comentado nadie más, así que a lo mejor es porque es mi familia.
La bardo contuvo una carcajada.
—Xena, ¿quién en este mundo aparte de tu madre se atrevería a decirte una cosa así? —Sus ojos chispeaban de risa reprimida.
Xena reflexionó un momento. Entonces se echó a reír.
—En eso tienes razón —reconoció, luego volvió a estrechar a Gabrielle entre sus brazos y se permitió recrearse en otro largo beso, al final del cual notó que el corazón de la bardo empezaba a acelerarse y que ella misma estaba un poco jadeante. Se apartaron lo suficiente para mirarse a los ojos—. Sabes, cualquiera que tenga dos dedos de frente podría imaginarse dónde estás —comentó Xena, con la respiración entrecortada.
—Que lo hagan —replicó la bardo, con una sonrisa. Y le bajó la cabeza—. Les he dicho que no volvería hasta la hora de comer. —Soltó una carcajada profunda—. Se supone que estoy comprando ropa adecuada. —Se encogió ligeramente de hombros—. Me han dicho que no puedo ir por ahí medio desnuda, como una salvaje.
—Mmmm... —comentó Xena—, a mí me gusta la ropa que llevas. —Bajó los brazos y levantó a la mujer más menuda, acunándola como a una niña, y fue hasta la cama—. Diles que se vayan a paseo y si no les gusta, que vengan a mí a quejarse.
Gabrielle soltó una risita.
—Oh, eso sí que causaría escándalo. —Entonces se entregó con ganas a la tarea más inmediata.
—Bueno —dijo Xena con indolencia, un rato después—. ¿Qué consideran ellos ropa adecuada? —Miró a la bardo, que estaba pegada a ella tan contenta, con los ojos medio cerrados—. No me digas que son esas faldas largas.
Gabrielle soltó un gorgoteo desde el fondo de la garganta.
—Probablemente. —Suspiró y echó la cabeza hacia atrás para mirar a su compañera—. Parece que a ti no te gusta ese estilo, ¿eh?
La guerrera se encogió levemente de hombros.
—No te sienta nada bien. —Entonces sus labios se curvaron con una sonrisa—. A lo mejor deberías enviar a buscar a una delegación de amazonas como asistentes. Eso sí que sería interesante de ver.
La bardo reprimió una carcajada.
—¡Xena! —Meneó la cabeza y luego se puso seria—. No tiene gracia, la verdad. Siento que... —Se detuvo—. Que están intentando hacerme encajar aquí de nuevo.
Xena vaciló, debatiéndose entre la necesidad de responder a la tensión que notaba que volvía al cuerpo de Gabrielle y la necesidad de fingir que no conocía la causa.
—¿Tú quieres volver a encajar aquí? —preguntó por fin, con tono despreocupado y tranquilo.
Gabrielle guardó silencio un buen rato, pensando. En cierta época, habría dado lo que fuera con tal de encajar aquí. Y estuve a punto de hacerlo. Ahora...
—No creo que pueda, Xena —reconoció—. ¿Pero cómo puedo hacerle eso a Lila? No puedo... dejarla aquí. —Notó que se le encogía la garganta—. Haría cualquier cosa por ayudarla. —Entonces se dio cuenta de lo que había dicho y se le cortó la respiración. ¿Cualquier cosa? ¿Podría renunciar a esto y convertirme en una hija obediente, irme sin rechistar con este comerciante y ver a Lila feliz con alguien a quien quiere? Podría cambiar su vida. Igual que Xena ha cambiado la mía. ¿Eso es justo? Se le encogió el corazón. ¿Qué precio estoy dispuesta a pagar por mi hermana?
Sus ojos se alzaron, se posaron en los de Xena y reconoció el sutil velo de retraimiento sombrío que había tras el familiar color azul, un retraimiento que ahora identificaba como el intento instintivo de la guerra de levantar una barrera contra algo que sabía que le iba a doler. Una barrera que era fragilísima a la hora de protegerla de esta terrible vulnerabilidad a la que se había abierto voluntariamente. Era una expresión que Gabrielle vio por primera vez, sin reconocerla, la noche en que se casó con Pérdicas.
Y Gabrielle sintió un fuerte y doloroso impacto al verla, en un punto tan hondo de su interior que no lograba ver el fondo, y supo que si se trataba de elegir entre lo que su corazón abnegado anhelaba darle a Lila y lo que su alma exigía como propio, la elección ya estaba hecha.
—Es decir, casi cualquier cosa —se corrigió en voz baja, con una sonrisa fugaz, estrechando a Xena con el brazo con que rodeaba a la guerrera, y tuvo la satisfacción de ver una sonrisa como respuesta que llenaba de calor la frialdad inquieta de su mirada—. Pero tiene que haber algo que pueda hacer. —Y su expresión se hizo implorante al mirar a Xena a la cara. ¿No prometí que no iba a volver a hacer esto? ¿A depositar tantas esperanzas en ella? Para que lo arregle todo... pero yo estoy demasiado implicada en esto. No veo una salida. A lo mejor ella sí.
—Mmm... —murmuró Xena—. Podríamos llevárnosla de aquí, llevarla a Anfípolis, o con las amazonas —comentó, tanteando el terreno.
—No querrá irse sin Lennat. —La bardo suspiró, dejando asomar una sonrisa desganada—. Tampoco es que yo tenga base moral alguna para discutir con ella —reconoció, regodeándose en el bienestar cálido en el que estaba acurrucada. Sus dedos trazaron distraídos una cicatriz desvaída que tenía Xena en el tórax, una que tenía una textura desigual. Una flecha, supuso—. Y él está contratado como aprendiz para cinco años más. —Hizo una pausa—. E incluso después, no creo que quisiera marcharse de aquí. Está a gusto y su hermano lo mantiene.
—Mm —respondió Xena. ¿Cómo salimos de ésta, aparte de la manera obvia? Podría presentarme allí y... sí, por los dioses, y después de lo de anoche, menudas ganas tengo. Pero eso no resuelve el problema. Simplemente hace que yo me sienta mejor. ¿Hay alguna solución para esto sin que corra la sangre? Esos ojos que me miran... no se le ocurre una salida y confía en mí para que la encuentre. Bueno. Pues supongo que la encontraré —. A ver qué se me ocurre —añadió la guerrera, acariciando suavemente el pelo de Gabrielle, y la bardo la recompensó con una mirada de fe absoluta. Por los dioses. Ojalá fuera un cuarto de la persona que ve cuando me mira así.
—Por cierto. —Gabrielle la miró parpadeando—. ¿Por qué te enfadaste tanto anoche?
Xena sintió que se le paralizaba el cerebro.
—Mm. ¿Qué? — Maldición. Se me había olvidado. No estoy acostumbrada... —. Ah... es que entré a cepillar a Argo y me encontré a unos chicos del pueblo pinchando a Ares con un palo. —Se encogió de hombros—. Me afectó, supongo.
Gabrielle se incorporó sobre un codo, preocupada.
—¿Está bien? —En su voz se advertía la rabia—. ¿Cómo han podido hacerle eso a un cachorrito inofensivo?
—Era div...ferente. —Le tembló la voz en mitad de la palabra y volvió a oír la voz suave de Alain—. No creo que aquí vean mucho de eso. —Observó antentamente el rostro de Gabrielle—. Supongo que por eso yo no les hago mucha gracia, aparte de lo que ocurrió en el pasado —dijo con tono ecuánime—. No soy... la típica chica de pueblo.
La bardo la miró a la cara largamente y luego sonrió.
—No, no lo eres.
Xena asintió.
—Y tú tampoco, bardo mía. —Tocó la nariz de Gabrielle con la punta del dedo—. No lo olvides.
Gabrielle notó que una sonrisa tonta se apoderaba de su rostro y no pudo hacer nada para impedirlo. Cuando estaba a punto de contestar, los ojos de Xena se pusieron alerta y su cabeza se ladeó con un aire de estar a la escucha que la bardo conocía muy bien. Esperó en silencio, mientras Xena entornaba los ojos concentrándose. Vio que alzaba una ceja y que en el rostro de la guerrera aparecía una expresión vagamente risueña.
—Tu hermana viene para acá —le informó Xena—. A lo mejor te convendría...
Gabrielle soltó una risita.
—Ah, sí. —Y volvió a ponerse la túnica, captando ahora de forma muy débil el ruido de alguien que subía las escaleras. Se pasó los dedos por el pelo y se sentó en una esquina de la mesa pequeña que había en la habitación. La guerrera, tras vestirse a su vez, se quedó tumbada, con las piernas cruzadas y las manos detrás de la cabeza. Alguien llamó a la puerta con un golpe ligero e inseguro.