La esencia de una guerrera xxi

Llegan a potedia lugar de nacimiento de gabrielle pero no saben lo que les espera aqui

La esencia de una guerrera

Melissa Good

Título original:A Warrior By Any Other Name.Copyright de la traducción: Atalía (c) 2002

—Yo... —empezó a decir Gabrielle y luego se detuvo. Y se quedó mirándola. Por fin sacudió un poco la cabeza y posó la mejilla sobre el brazo de Xena—. Yo creo en ti —susurró.

Xena cerró los ojos.

—Sé que crees en mí. Incluso cuando yo no —pasó el brazo por los hombros de la bardo y la estrechó—. No te preocupes, todavía me quedan unos cuantos años en condiciones —se rió un poco—. Lo siento... nunca me había planteado lo que haría cuando terminara de luchar —miró a su alrededor—. Nunca pensé que tendría un hogar al que volver — Sólo una tumba sin marcar en un campo de batalla. Eso si tenía suerte y no me descuartizaban y me colgaban en las puertas de una ciudad.

Gabrielle apoyó la cabeza en el hombro húmedo de Xena.

—Yo podría vivir aquí —dijo, simplemente. Tiene razón... nunca hasta ahora la he oído hablar del futuro. Siempre ha sido el aquí y ahora, sin pensar en lo que ocurra después. Me parece que es buena señal. Levantó la mirada—. Deberíamos ir a cambiarnos antes de que nos enfriemos. Ya sabes cuánto detestas estar enferma —con una sonrisita dirigida a la sanadora que era la peor paciente para sí misma.

La guerrera sonrió, reconociéndolo azorada.

—Cierto —se levantó y esperó a que la bardo se uniera a ella para el corto trayecto de vuelta al pueblo.

Gabrielle se quedó parada un momento, a la luz rosácea de la mañana siguiente, observando a Xena mientras ésta ensillaba a Argo y aseguraba las diversas alforjas. La guerrera se había puesto la túnica de cuero, pero todavía no se había puesto la armadura, y la bardo veía el borde de la herida de cuchillo bien curada bajo la raja meticulosamente cosida del cuero oscuro. Se acercó y la inspeccionó.

—Qué bien se ha curado —le comentó a Xena, que la miró por encima del hombro.

—¿Sí? Yo no la veo —sonrió a la bardo con humor.

—¿Cómo, de verdad no tienes ojos en la nuca? —bromeó Gabrielle, rozando la cicatriz con los dedos—. Pues nadie lo diría.

Xena se rió y rodeó a Argo, se agachó al lado de su armadura, cogió la pieza del peto y las hombreras y se levantó.

—Otro rumor que se propagará por el territorio —comentó, al tiempo que se metía la reluciente armadura por la cabeza y se la colocaba en su sitio, y fue a coger las hebillas, pero su compañera le apartó las manos y lo hizo por ella y luego aprovechó la excusa para rodear a Xena con los brazos y estrecharla.

—Oye... ¿y eso? —preguntó Xena, al tiempo que sus brazos, por voluntad propia, rodeaban a la bardo como respuesta.

Gabrielle sonrió.

—Nunca he necesitado un motivo —confesó—. Siempre me ha gustado hacerlo sin más —continuó, soltándola.

—Ahhh... —dijo Xena en tono de guasa—. Ahora se averigua la verdad —alcanzó los brazales, se los metió por los brazos y tiró de los cordones, luego se detuvo y le presentó un brazo a Gabrielle—. ¿Te importa? —sin esperar a que ella se ofreciera. Y supo por la cálida mirada que le echó la bardo que ésta agradecía el gesto. Vaya, vaya... hasta puede que sea posible que le acabe cogiendo el tranquillo a todo esto.

Se abrió la puerta y Toris asomó la cabeza morena y las vio. Entró y cruzó el suelo cubierto de heno.

—Xena —dijo, mostrando un pergamino—. Acaba de llegar un grupo de comerciantes y han dicho que les han pedido que te traigan esto —le entregó el pergamino—. Buenos días, Gabrielle —sonrió cordialmente a la bardo.

—¿De dónde viene el grupo? —preguntó Gabrielle, echando una ojeada a Xena, que había abierto y leído el pergamino y cuyo rostro se había quedado petrificado.

—De Potedaia —contestó la guerrera, antes de que pudiera hacerlo Toris—. Toma —le pasó el pergamino a Gabrielle—. Es de tu padre.

A la bardo se le dilataron los ojos y cogió el pergamino, leyéndolo varias veces antes de darle la vuelta, y luego miró a Xena. Xena (decía): trae a mi hija a casa. Y estaba firmado con el sello de su padre.

—¿A qué vendrá esto? —murmuró, dándose golpecitos en el muslo con el pergamino. Se quedó pensando largos segundos y luego miró a Xena—. Supongo que será mejor que retrase la nueva visita a las amazonas y vea qué está pasando —se puso a doblar el pergamino, pero Xena se lo quitó limpiamente de las manos.

—Será mejor que veamos qué está pasando —énfasis en "veamos". Y antes de que Gabrielle pudiera apartar los ojos y bajar la mirada, Xena vio su primera reacción instintiva. Gratitud y alivio—. A fin de cuentas, viene a mi nombre —sonrió a la bardo—. No al tuyo.

Gabrielle suspiró. Oh, ojalá pudiera...

—No tienes por qué hacerlo, Xena. No tiene sentido que las dos tengamos que soportar a mis padres —levantó la mirada—. Sé que no estás cómoda con ellos. Ve a la fiesta.

Ah... mi noble y abnegada bardo.

—Deja que te pregunte una cosa —dijo Xena, cruzándose de brazos—. ¿Tú estás cómoda con ellos?

La bardo se puso en jarras y soltó un suspiro.

—Ya no. No —miró un momento a Toris y luego a Xena—. Pero son mi familia —hizo una pausa—. Bueno, mi familia de sangre.

—Mm—mm —asintió Xena—. ¿Y si me tuvieras allí, cómo te sentirías, mejor o peor?

Gabrielle empezó a contestar antes de pararse a pensar en la pregunta.

—Qué pregunta tan tonta, Xena. Pues claro que me sentiría mej... —y miró a Xena a la cara, donde asomaba una sonrisa taimada—. Qué tramposa —pero no pudo contener la sonrisa ni la repentina animación que le entró.

—Bueno, para empezar, yo los pongo tan incómodos como ellos a mí —terminó Xena, revolviéndole el pelo a Gabrielle—. A lo mejor puedo distraerlos para que no te incordien demasiado —echó una ojeada a Toris—. Voy a despedirme de madre. ¿Puedes terminar de recoger aquí?

—Claro —afirmó la bardo, abrazándola—. Gracias —susurró y oyó la risa que le respondió—. Lo digo en serio.

—Lo sé —respondió Xena, luego le dio una palmadita en el hombro y siguió a Toris por la puerta. Los dos hermanos intercambiaron miradas mientras cruzaban el patio.

—No parece que vaya a ser divertido —comentó Toris, sonriéndole con cierta compasión.

Xena suspiró.

—No. Su familia nunca lo es —dijo, recordando la última vez que los vio. Recordando a Pérdicas—. No les caigo nada bien.

Toris reflexionó sobre eso.

—Bueno, hermanita... aquí has dejado a todo el mundo encantado —le guiñó un ojo, sin hacer caso de su mueca—. A lo mejor puedes hacer lo mismo con ellos —le abrió la puerta de la posada—. Y si no, puedes darles una paliza.

Xena estalló en carcajadas.

—¡Toris!

—¿Qué? —exclamó su hermano, dándole un codazo—. Diles que es una tradición familiar.

—Oh, sí, seguro que eso contribuye a mejorar la relación —resopló Xena, meneando la cabeza al mirarlo.

Toris se encogió de hombros.

—A la nuestra nunca le ha hecho daño —y le pasó un brazo por los hombros y la llevó hacia la cocina, notando la fría armadura bajo los dedos. Y sonrió cuando sintió la presión recíproca del brazo de ella al rodearle la cintura.

Cyrene levantó la mirada cuando se abrió la puerta de la cocina y sonrió al verlos.

—Alto —dijo y ellos se detuvieron, parpadeando—. Quiero miraros a los dos un momento así como estáis —y memorizó su imagen, la de sus dos hijos. Suyos—. Vale —les hizo un gesto para que pasaran. Ellos se miraron, se encogieron de hombros a la vez y se echaron a reír al ver el gesto tan parecido.

—Parece que somos familia, ¿eh? —dijo Toris riendo.

—Eso parece —replicó Xena, tirándole del pelo que le llegaba hasta los hombros—. Aunque nadie lo diría si nos viera, ¿verdad? —dos pares de ojos azules idénticos se quedaron mirándose.

—Qué va —dijo Toris, alegremente—. Tú eres mucho más mona que yo —afirmación recibida con una ceja bruscamente enarcada—. Y tienes los bíceps más grandes —luego tiró de ella para abrazarla—. Ven a vernos pronto, Xena.

Ella le devolvió el abrazo.

—Lo haré —lo agarró por los hombros—. Cuídate.

Él asintió y salió por la puerta, volviéndose al mismo tiempo.

—Buena suerte en Potedaia.

Xena puso los ojos en blanco y lo saludó con la mano.

—Gracias —luego se volvió y miró a su madre.

—¿Potedaia? —preguntó Cyrene, alzando una ceja—. Creía que volvíais un tiempo con las amazonas.

—Cambio de planes —respondió Xena, sacándose el pergamino de donde se lo había metido por debajo del brazal y pasándoselo a Cyrene.

—No parece muy agradable —comentó su madre, sujetando el pergamino por los bordes.

Xena se encogió de hombros.

—Su familia no lo es —miró a su madre a los ojos—. Me alegro de que la hayas acogido en... la nuestra —y pensó en lo extraño que le resultaba poder decir eso. Otra vez.

Cyrene volvió a doblar el pergamino y se lo dio a Xena.

—Espero que no la dejes ir allí sola —mirando severa a su hija.

Xena le sonrió con humor. Y alzó una ceja.

—Bien —asintió Cyrene—. Porque me gusta mucho y no querría que lo pasara mal —entonces se acercó y posó una mano sobre el pecho de Xena—. Y eso quiere decir que tú también debes cuidarte.

La guerrera bajó la vista para mirarla.

—Lo haré.

Cyrene vaciló.

—Es buena persona.

Xena asintió.

—Lo es.

La mirada de su madre se suavizó.

—Te quiere.

—Lo sé —fue la callada respuesta.

Cyrene sonrió.

—Me alegro —y le clavó un dedo a Xena en el pecho—. Más vale que volváis aquí pronto —y la abrazó estrechamente, con armadura y todo.

—No te preocupes —dijo Xena, devolviéndole el abrazo—. Lo haremos.

Cyrene se apartó y la miró de hito en hito.

—Y no vas a dejar a ese lobo aquí, ¿verdad?

Xena le echó una sonrisa resignada y algo cohibida.

—No, no... me... convencieron... anoche de que teníamos que llevárnoslo —y no había hecho falta gran cosa... sólo que Gabrielle acunara a la bolita peluda en los brazos y que los dos le dirigieran esa... mirada... Y ella se derritió como mantequilla al sol, incapaz de decir que no, ni a la bardo, ni al lobezno. Blandengue. Una blandengue. Menuda señora de la guerra feroz estoy hecha. Suspiró por dentro.

Cyrene sonrió con sorna.

—Bien por ella —se echó hacia atrás y contempló a su hija—. Qué distinta estás con todo eso. No me acostumbro —murmuró—. Pareces...

—¿Más mala? —preguntó Xena, reprimiendo una sonrisa.

—Mmm... más imponente, tal vez —admitió Cyrene—. Amenazadora —reconoció.

Xena se detuvo un instante, luego cambió la inclinación de la cabeza y dejó salir su lado más oscuro a la superficie, con destellos de hielo en los ojos y una fría dureza en el rostro.

Cyrene retrocedió sin poder evitarlo, con los ojos desorbitados.

Entonces Xena se relajó y le guiñó un ojo.

—Tiene su propósito —dijo riendo—. Es de lo más útil cuando atraviesas una posada llena de mercenarios en paro medio borrachos.

Cyrene soltó un resoplido y le dio un manotazo en el estómago.

—No vuelvas a hacerlo nunca más —suspiró y cogió a Xena del brazo, llevándola hacia la puerta—. ¿Mercenarios medio borrachos? —preguntó, llena de curiosidad.

—Ah, sí —contestó Xena, mientras se dirigían a la puerta—. Eso nos sucede a menudo, al viajar.

—Bueno... ¿y qué haces? —preguntó su madre.

Xena se volvió hacia ella y enarcó las cejas.

—Pues o se apartan de mí. Y de Gabrielle, por supuesto. O... —se encogió de hombros.

—Les das una zurra —terminó Cyrene.

—Sí —reconoció Xena.

—Mmm. Tengo trabajo para ti cuando termines de dar vueltas por ahí salvando al mundo, querida —comentó Cyrene, dándole palmaditas en el brazo—. Eso nos vendría bien aquí a veces.

—Lo tendré presente —le aseguró Xena, con una sonrisa.

Abrió la puerta y salió al soleado patio, donde Argo y Gabrielle aguardaban pacientemente. Con Ares, por supuesto, que estaba echado en la silla de Argo. Cyrene se acercó a Gabrielle y le dio un gran abrazo.

—Cuídate, hija —dijo suavemente al oído de la bardo—. Intenta que no se meta en problemas, ¿quieres?

Gabrielle sonrió y abrazó a Cyrene hasta que le crujieron los huesos.

—Eso cuesta. Pero lo intentaré —contestó—. Gracias... por todo.

La mujer mayor le cogió delicadamente la cara a Gabrielle entre sus manos.

—No... gracias a ti, Gabrielle —hizo una pausa—. Me alegro de que formes parte de la familia —se miraron, entendiéndose muy bien.

Luego se separaron y Gabrielle levantó su vara y se puso al lado de Xena, apoyándose en el cálido cuerpo de Argo mientras la guerrera ajustaba la brida de la yegua. Entonces intercambiaron una mirada y se sonrieron.

—Vamos —dijo Xena, metiendo a Ares en una gran faltriquera sujeta a las argollas frontales de la silla de Argo, y, colocando ambas manos en la silla, se montó de un salto y alargó el brazo hacia abajo para que Gabrielle lo agarrara.

—Gracias —respondió la bardo, agarrándose y dejándose levantar y depositar sobre los cuartos traseros de Argo. Colocó bien las rodillas y rodeó a Xena con los brazos al notar que Argo empezaba a moverse debajo de ella.

—Bueno —dijo Xena, cuando entraron en el camino, y puso a la yegua a un trote largo—. ¿Estás preparada para tener tu propio caballo?

—No —respondió Gabrielle—. Fue divertido, pero prefiero tener algo sólido donde agarrarme.

—¿Ah, sí? —dijo Xena riendo.

—Sí —asintió la bardo. Luego apoyó la cabeza en la espalda de Xena y sonrió. Y se imaginó la cara de su padre si llegaran cabalgando juntas de esta forma. Se echó a reír.

El hogar está donde está el corazón

Un viento fresco soplaba entre los altos árboles que rodeaban el aislado campamento, levantaba suavemente la crin de color crema del caballo que pastaba la hierba y lanzaba caprichosamente alguna que otra chispa a la tierra prensada que rodeaba la hoguera. Tirada sobre una gruesa piel negra, una mujer rubia trabajaba esforzadamente, garabateando dubitativa en una serie de pergaminos extendidos ante ella.

—Maldición. No puedo hacerlo —suspiró Gabrielle—. Es que no puedo. —Mordisqueó el extremo de la pluma que estaba usando y de repente ladeó la cabeza—. Oye. —En su cara apareció una gran sonrisa—. Ya no puedes acercarte a mí por sorpresa. —Se volvió de lado y observó a una alta figura de pelo oscuro que pasó por encima del tronco y se acomodó en la piel al lado de la bardo. Un revoltoso lobezno correteó tras ella y trató de saltar por encima del tronco, sin el menor éxito.

—¡Ruu! —protestó, hasta que la guerrera lo cogió y lo depositó en las pieles, donde se hizo un ovillo todo contento.

—¿Quién ha dicho que lo estuviera intentando? —preguntó Xena, escurriéndose el agua del pelo—. ¿Mmm?

—Oh, pequeños detalles, como que caminabas de puntillas fuera de mi campo visual —contestó la bardo con una sonrisa pícara—. Ya no funciona... te he sentido. —Sus ojos soltaban destellos alegres.

—Ya —respondió Xena—. En realidad, el río está por ahí, ¿y cuándo fue la última vez que entré en el campamento haciendo ruido?

Gabrielle la miró.

—Mm... cierto —reconoció, riendo—. Vale, está bien. —Alargó la mano y la puso en la rodilla de la guerrera—. Caray... has estado nadando. Brr.

Xena le dio un golpecito con la toalla.

—Sí. —Se deslizó hacia abajo y apoyó la cabeza en un codo—. ¿Qué tal va la historia?

La bardo tiró la pluma con asco.

—No puedo hacerlo, Xena. —Miró cohibida a Xena—. No puedo escribir una historia sobre mí misma. Es que no puedo. —Apartó los pergaminos y se puso boca abajo, apoyando la barbilla en las manos.

Xena la miró pensativa.

—¿Por qué? —preguntó, alargando la mano y rascando la cercana espalda de la bardo—. Esas cosas las hiciste de verdad.

—Ya lo sé —fue la respuesta—. Es que... no sé, Xena. Es que no me salen las palabras. —Miró a la guerrera—. No como cuando escribo sobre ti.

Xena entrecerró los ojos concentrada.

—Prueba a escribir sobre la reina amazona como si fuera otra persona —propuso, inclinando la cabeza para mirar a la bardo—. Haz como que es alguien que no conoces.

Gabrielle se lo pensó un rato.

—Mmm... tal vez —murmuró—. Sí... eso podría funcionar. —Sus ojos verdes se posaron en Xena—. ¿Cómo se te ha ocurrido? —preguntó, con curiosidad.

Xena enarcó las cejas y en su cara se formó una sonrisa guasona.

—Porque eso es lo que tengo que hacer yo cuando escucho lo que escribes sobre mí. —Se echó a reír al ver la expresión de la bardo y le revolvió el pelo claro—. Finjo que estás hablando de otra persona. —Se encogió de hombros—. Claro, que los argumentos me suenan un poco...

Y entonces Gabrielle también se echó a reír. Meneó la cabeza.

—Otra lección de la Princesa Guerrera. —Luego suspiró—. Una de tantas. —Pero sonrió a Xena—. Deja que guarde todo esto. Estoy muy cansada y mañana llegaremos a Potedaia. —Una mueca—. Creo que esta noche me va a hacer falta dormir.

Xena la observó mientras recogía sus cosas de escribir y las guardaba en su zurrón. Estaba un poco preocupada por su compañera y no sabía muy bien por qué. La bardo había guardado un silencio más que inusitado en el corto viaje desde Anfípolis y parecía retraída a medida que se acercaban a su aldea natal, pero esquivaba las preguntas diciendo que no le apetecía enfrentarse a los momentos sin duda desagradables que las aguardaban. Lo cual podría ser cierto , pensó la guerrera. Pero ya se ha enfrentado a muchas cosas desagradables y normalmente lo hace con mucho ánimo. Tal vez es porque es... más personal esta vez.

Se planteó el problema seriamente, mientras Gabrielle guardaba sus cosas, tras lo cual regresó a la piel de dormir, se sentó de nuevo y se quedó contemplando el fuego con los brazos alrededor de las rodillas.

Xena suspiró por dentro y también se sentó, colocándose con las piernas cruzadas al lado de la bardo, y esperó. Por fin, Gabrielle notó su intensa mirada y volvió la cabeza para mirarla a su vez.

—Hola —dijo la mujer más joven suavemente.

—Hola —respondió Xena, echándose un poco hacia delante—. Escucha, esto no es lo que se me da mejor, pero cuando quieras hablar de lo que te tiene preocupada, ya sabes dónde encontrarme, ¿vale? Soy esa morena alta que lleva espada.

—¡Xena! —Gabrielle soltó una carcajada. Entonces cometió el error de mirar de cerca a esos ojos azules. Acabaron con su resolución como si fueran una ola del mar y ella un castillo de arena en la orilla—. Cuando estuve en casa... la última vez... —Posó la mirada en la piel y la toqueteó distraída—. Después de... bueno, ya sabes. — Pérdicas —. Tuve una pelea tremenda con ellos.

Xena enarcó las cejas.

—¿Sobre? — Sobre mí, probablemente. Suspiró por dentro.

—Lo que estaba haciendo —contestó Gabrielle escuetamente—. Querían que me quedara allí, que superara lo de Pérdicas. Papá iba a acordar... otra cosa. —Al mencionar a su difunto marido hizo una mínima pausa, pero sin dolor aparente.

—¿Tú crees que esto se trata de esa "otra cosa"? —supuso Xena, con tono tranquilo. Muy propio de su padre. No me cae muy bien. Pero por otro lado, ellos me odian, así que no soy quién para juzgar.

Gabrielle asintió.

—Eso creo. —Posó la mirada en el fuego, sonrojándose un poco—. Creo que está decidido a obtener...

Xena asintió bruscamente.

—La dote que te corresponde —dijo, con tono práctico—. ¿Cuánto quiere?

La pregunta sorprendió a la bardo.

—Mm... no tengo... ni idea —dijo con la voz algo ronca—. De eso nunca ha hablado con nosotras. —Hizo una pausa—. Con mi madre o con Lila o conmigo.

La guerrera estrechó los ojos, pensativa.

—¿Qué haría si me ofreciera yo a pagarla? —dijo despacio, dejando asomar una sonrisa taimada. Vio que la expresión de Gabrielle pasaba de la preocupación a la sorpresa, de ahí a la esperanza y por fin a la severidad.

—No le vas a dar ni un cuarto de dinar, Xena —susurró la bardo, agarrándole el brazo—. No voy a ser comprada. —Entonces se le pusieron los ojos tímidos—. No es que... o sea... mm... lo que quiero decir es que... —Miró a Xena—. No hay nadie...

Xena se apiadó de ella y sonrió.

—Vale... vale... tranquila. Escucha, puedes ocuparte de esto como quieras, bardo mía, pero si crees que me voy a quedar a un lado y dejar que te casen contra tu voluntad... —Movió las cejas—. Es que te has dado demasiadas veces en la cabeza entrenando con la vara.

Gabrielle sonrió.

—Eso ya lo sé —dijo, riendo por lo bajo—. Supongo que me gustaría arreglarlo todo y poder seguir considerándolos. —Se encogió ligeramente de hombros—. Y será agradable volver a ver a Lila. A lo mejor esta vez consigo convencerla para que te diga algo de verdad. —Miró cohibida a la guerrera—. Siento no poder decir que mi familia vaya a ser tan simpática contigo como la tuya conmigo.

La guerrera la miró.

—No pasa nada. Estoy acostumbrada —comentó, echándose hacia atrás y estirando las piernas—. Intentaré no asustar a nadie. —Una pausa—. Demasiado —se corrigió—. Ven aquí. —Abrió el brazo y Gabrielle obedeció de buen grado y se pegó a ella. Xena alcanzó una manta y la echó por encima de las dos, sonriendo cuando la bardo se arrimó aún más a ella y le pasó un brazo por el estómago. Tras haberlo hablado muy a fondo, tenían una norma aquí fuera, en plena naturaleza, donde los sentidos sobrenaturales de Xena las protegían e impedían que sufrieran daño, sentidos que no podían permitirse embotar de ninguna manera, y eso quería decir que no podían mantener relaciones íntimas. Era demasiado peligroso.

Pero la naturaleza física de su relación permitía darse muchos mimos y eso lo hacían siempre que no estaban ocupadas con sus tareas o con las necesidades resultantes de vivir al aire libre. Eso creaba un lugar cálido donde refugiarse, mientras el viento frío cruzaba su campamento y avivaba el fuego bajo.

—Mmm —murmuró Gabrielle—. No van a poder aceptar esto. —Sus ojos se alzaron pesarosos hacia los de Xena.

—Me lo he imaginado —dijo la guerrera pensativa—. ¿Es por ser quien soy, o por ser lo que soy? —preguntó, mirando a la bardo con curiosidad.

Gabrielle guardó silencio un buen rato, pensándoselo. Oía los latidos regulares del corazón de Xena bajo su oído y el ritmo apacible no había cambiado, por lo que sabía que la pregunta no preocupaba demasiado a su compañera, pero quería hallar una respuesta que al menos tuviera sentido.

—Pues... —dijo por fin—. Son muy tradicionales. Así que... lo que eres no les haría gracia. —Sus labios esbozaron una sonrisa—. Pero creo que acabarían aceptándolo, si no fuera porque eres... mm... quien eres. —No pudo contener una risita—. Lo siento. Es que te tienen mucho miedo.

—Bien. —Xena bostezó—. Entonces, si la cosa se desmanda, sólo tengo que hacer esto. —Levantó la barbilla de la bardo, bajó la cabeza y la besó—. Así se distraerán el tiempo suficiente para que escapemos a lomos de Argo.

La bardo volvió a reír.

—Oh, dioses... me estoy imaginando su cara. —Bajó de nuevo la cabeza y suspiró—. No va a ser nada divertido. —Y cerró los ojos con firmeza.

Al día siguiente pasaron por las onduladas colinas, cruzaron antiguos bosques de tala y se adentraron en una zona más domesticada, a las afueras de Potedaia. Xena echó un vistazo al sol y llevó a Argo hasta un lugar sombreado, tiró de una alforja y se volvió para mirar a Gabrielle, que contemplaba pensativa el camino, rodeando la vara con las manos.

—Eh —la llamó la guerrera, al tiempo que sacaba pan de viaje, queso y carne ahumada de la alforja y desataba la bolsa donde viajaba Ares, que olisqueaba muy entusiasmado—. Venga, chico. Baja ya. —Dejó al lobezno en el suelo y le dio un empujoncito—. Ve a llamarla.

Ares la miró, luego contempló parpadeando el lugar que le señalaba, vio a la bardo y se puso en marcha a trompicones, muy decidido. Llegó donde estaba Gabrielle y le clavó los dientes en la bota, tirando con fuerza.

—¡Grr!

—¡Ares! —exclamó la bardo riendo, al bajar la mirada y ver a su atacante. Se agachó y lo cogió—. ¿Te han enviado a buscarme? —Se volvió para mirar a Xena, que estaba tranquilamente apoyada en Argo, mirándola—. Eso parece. —Se acercó y aceptó el bocadillo bien hecho que le ofrecía Xena—. Gracias.

Se sentaron a la sombra la una al lado de la otra y Ares se tumbó en el regazo de Xena, donde podía alcanzar los trocitos que le daba de su bocadillo.

—Grr. —La empujó con el morro y recibió un trozo de carne.

Gabrielle le sonrió con aire ufano.

—Lo tienes absolutamente mimado, que lo sepas —comentó—. Te tiene atrapada en sus lindas zarpitas. —Miró a Xena, quien la miró a su vez enarcando una expresiva ceja.

—Parece que tiendo a tener ese problema —contestó la guerrera con humor—. ¿Te dedicas a darle lecciones cuando estoy entrenando con la espada por las noches?

—¿Quién, yo? —contestó Gabrielle, con aire inocente—. ¿De qué hablas? —Miró a Xena parpadeando, con aire de apacible curiosidad.

—Ya —fue la intencionada respuesta y entonces la bardo se agitó intentando escapar, cuando Xena alargó la mano y se puso a hacerle cosquillas—. No sabes de qué hablo, ¿eh?

—¡Xena! —rezongó Gabrielle entre risas—. Está bien... está bien... me rindo... —Suspiró y aguantó la respiración cuando Xena dejó de torturarla y siguió comiéndose su bocadillo—. Algún día aprenderé.

—Qué va —farfulló Xena con la boca llena. Bajó la mirada y le dio al expectante Ares otro trozo de carne.

Gabrielle se rió en silencio y se acercó más, apoyando la cabeza en el hombro de la guerrera.

—Ni te cuento la de veces que quise hacer esto cuando estaba con las amazonas. —Suspiró, cerró los ojos y sonrió.

—¿El qué, lo de las cosquillas? —preguntó Xena, pero su tono era tierno y apoyó la mejilla en la cabeza de Gabrielle—. Es broma. —Una pausa—. Yo también —confesó, dejando que la oleada de calor le dibujara una sonrisa en la cara.

Se quedaron sentadas en silencio un rato cuando terminaron de comer, contemplando el valle y dejando que la fresca brisa de la tarde las acariciara apaciblemente. Por fin, Xena volvió a su ser con un pequeño respingo y le dio un empujoncito a su compañera.

—¿Lista? —preguntó y se fijó en la expresión distante de los brumosos ojos verdes que se volvieron hacia los suyos—. ¿Gabrielle?

—Sí —respondió la bardo—. Lo siento... me he quedado un poco traspuesta. —Se sacudió las manos, se levantó y se estiró, pasándose los dedos por el pelo—. Vamos. —Se volvió y le ofreció una mano a la guerrera aún sentada—. ¿Te ayudo? —Y vio el tierno brillo risueño de esos ojos azules, sabiendo que su compañera no sólo podía levantarse sin ayuda, sino que seguramente sería capaz de pegar un salto y pasar por encima de su cabeza desde donde estaba cómodamente sentada.

—Claro —dijo Xena con tono de guasa y cogió la mano tendida, dejándose levantar de un tirón—. Gracias. —Cogió al lobezno y lo llevó a la alforja de Argo, donde volvió a quedar instalado y a salvo—. Bueno, tú decides. ¿Quieres llegar a caballo o a pie?

La bardo ladeó la rubia cabeza y se lo pensó.

—Aunque deteste decirlo, a caballo —confesó, con una sonrisa irónica.

—Tú misma —respondió Xena, que se montó en la silla de Argo y le ofreció la mano—. Vamos.

Gabrielle se agarró al brazo que se le ofrecía y fue izada y colocada sobre el alto lomo de Argo con desenvoltura. Se rió por lo bajo y pasó los dedos por la espalda y los hombros de Xena.

—Los has ejercitado en casa, ¿verdad?

Xena sofocó una risa con un resoplido.

—O eso, o tú pesas menos. Sí... creo que sí. —Se encogió de hombros para colocarse bien la armadura—. Ya he tenido que ajustar dos veces las hombreras.

La bardo se echó a reír.

—Tiene que ser eso, porque después de los tiernos cuidados de tu madre, te aseguro que no peso menos. —Deslizó las dos manos alrededor de la cintura de la guerrera—. Ya que estamos en ello, creo que hasta ha conseguido cebarte a ti un poco —bromeó, estrujándola y dándole una palmadita en la tripa.

Xena resopló.

—Más que un poco —reconoció—. Tampoco es que tú me hayas ayudado mucho. —Dirigió una mirada risueña a la bardo.

Y oyó una risa sofocada como respuesta.

—Sí, ya lo sé. Pero a las dos nos hacía falta y no te ha hecho ningún mal.

La guerrera se encogió de hombros.

—Eso es cierto. Además, con todo lo que nos movemos aquí fuera, no durará mucho.

Gabrielle suspiró.

—Tienes razón. ¿Cuántas veces conseguimos descansar dos semanas seguidas?

Xena no contestó, sino que puso a Argo al trote y emprendieron la bajada al valle, cruzando un riachuelo hasta entrar en un camino bien transitado y polvoriento entre largas parcelas de campos de cultivo. Vieron a los trabajadores de los campos que volvían a casa y que se detenían para mirarlas y luego volvían la cabeza. Se me había olvidado cuánto me gusta Potedaia. Xena suspiró por dentro. Y cuánto le gusto yo a ella.

—¿Estás bien? —miró por encima del hombro—. ¿Oye?

Gabrielle dejó de contemplar los campos y pegó la mejilla a la espalda de la guerrera.

—Estoy bien. —Intentaba no hacer caso del martilleo de su corazón y de la sensación de náusea en la boca del estómago—. En serio. — Maldición , pensó al notar que los dedos de Xena le tocaban la muñeca y advertir que Argo aflojaba el paso.

Xena se volvió a medias en la silla y miró a su compañera a los ojos.

—Gabrielle, sea lo que sea lo que esté pasando, podemos con ello —dijo, muy seria.

—Sí. —La bardo soltó un largo suspiro—. Tú puedes con cualquier cosa.

Xena se quedó quieta y ladeó la cabeza.

—Nosotras, Gabrielle. Eres más que capaz de hacer frente a lo que plantee esta situación. Lo sabes. Acabas de vencer a una amazona el doble de grande que tú a fuerza de personalidad. Estoy convencida de que puedes con cualquier cosa. Gabrielle se quedó mirándola. Tiene razón. ¿Por qué estoy tan asustada por esto? La costumbre, supongo.

—Lo siento. Es... es una larga historia. —Sonrió a Xena—. Pero gracias... necesitaba oír eso. —Una pausa—. De ti.

Y recibió a cambio una larga e profunda mirada. Por fin, Xena asintió.

—Está bien. Pero vas a tener que sacar tiempo, pronto, para contarme esa larga historia, ¿vale?

—Trato hecho —asintió la bardo, suspirando de alivio cuando Argo emprendió la marcha de nuevo. No... no va a ser pronto, Xena. Esta historia es mejor dejarla donde está. En la oscuridad.

Xena refrenó a la yegua de nuevo cuando se acercaron a los primeros edificios de la pequeña aldea. Las miradas huidizas se hicieron ahora más directas y notó que iba adoptando su personalidad pública, pensada para transmitir el grado máximo de fría amenaza. Funcionaba, la mayoría de las veces. Dirigió a Argo hacia la granja de la familia de Gabrielle y no hizo caso de las miradas. Cuando ya casi habían llegado, los oídos de Xena captaron una voz vagamente conocida y volvió la cabeza, apretándole el brazo a Gabrielle.

—Lila —dijo por lo bajo y en ese momento apareció la hermana de Gabrielle, que echó a correr hacia ellas.

La bardo aflojó los brazos y soltó a Xena y la mujer más alta echó la pierna por encima del cuello de Argo, saltó al suelo, se volvió y estuvo a punto de coger a Gabrielle por la cintura y bajarla. Ahora tengo que andarme con cuidado con eso , pensó desconcertada. Se ha convertido en costumbre. Y eso cuesta mucho superarlo de un momento para otro.

Gabrielle se dio cuenta y le dirigió una fugaz sonrisa, luego saltó al suelo y salió trotando para reunirse con su hermana.

—¡Lila! —exclamó cuando la muchacha morena la abrazó—. Cómo me alegro de verte. —La abrazó a su vez con entusiasmo.

Lila asintió, se echó hacia atrás, agarró a su hermana por los hombros y la miró atentamente.

—Yo también me alegro de verte, Bri. —Miró con desconfianza por encima del hombro de Gabrielle—. Hola, Xena.

Xena contestó suavizando el tono de forma consciente.

—Hola, Lila. Tienes buen aspecto. —Y hasta consiguió medio sonreír a la hermana más alta y morena de su compañera. Ni siquiera parecen tener los mismos padres , pensó, como siempre hacía. A lo mejor a Gab la cambiaron por otro bebé. La idea le iluminó la cara con una sonrisa auténtica.

Lila le dirigió una larga mirada de aprensión.

—Gracias. —Luego se volvió de nuevo hacia su hermana—. Bri, habíamos oído que estabas cerca. —Otra mirada a Xena.

Gabrielle asintió.

—Estábamos en Anfípolis. —Dirigió una mirada a su granja—. ¿Está él ahí?

Lila negó con la cabeza.

—En el mercado. Volverá antes de que se ponga el sol.

La bardo soltó aliento

—Vale... pues entonces...

—Escuchad —interrumpió Xena, captando la mirada de Gabrielle y guiñándole apenas un ojo—. Yo voy a instalar a Argo en las cuadras cerca de la posada. ¿Qué tal si vosotras os quedáis charlando?

Gabrielle sonrió.

—Buena idea. —Intercambió una cálida mirada con ella—. Nos vemos aquí más tarde.

La guerrera las saludó agitando la mano y se llevó a la yegua hacia el centro de la aldea, donde había visto unas cuadras públicas. Podía, pensó, ver si los padres de Gabrielle querrían alojarlas a ella y a la yegua... y al pensarlo sonrió con sorna. No, supongo que no.

Lila se volvió hacia Gabrielle en cuanto pensó que la guerrera ya no podía oírla.

—No se va a quedar, ¿verdad, Bri? —dijo con voz tensa—. Tú no...

Gabrielle retrocedió un paso y la miró fijamente.

—Sí que se va a quedar —contestó en voz baja—. ¿Qué está pasando, Lila? —La cogió del codo y empezó a conducirla hacia la casa.

—Dioses —bufó Lila—. A padre le va a dar un ataque. —Miró hacia atrás—. No lo comprendes.

La bardo se encogió de hombros.

—Padre envió una nota pidiéndole que me trajera aquí. No pensarás que me va a dejar y marcharse sin más, ¿no? — ¿Pero qué le pasa? —. Además, yo no me voy a quedar.

Lila se detuvo en seco y la agarró del brazo.

—No digas eso. —Miró a su alrededor—. Tienes que quedarte, Bri, por favor.

—Está bien. ¿Qué está pasando aquí? —La voz de Gabrielle adoptó un tono drástico que se le había pegado sin darse cuenta de su compañera—. Suéltalo. —Clavó la mirada en su hermana y se cruzó de brazos.

Lila titubeó y tomó aliento.

—Vamos. Creo que te vendría bien un baño caliente. —Era su antiguo código para indicar un lugar privado donde hablar, donde sabían que nadie las oiría.

—Está bien —cedió Gabrielle—. Pero primero deja que salude a madre. —La tensión de Lila le estaba dando dolor de cabeza por los nervios y se dijo mentalmente que debía relajarse. Una voz entró flotando de repente en su mente. Estoy convencida de que puedes con cualquier cosa.Oh, Xena... ¿sabías lo importante que era para mí oírte decir eso? ¿Sobre todo ahora? Siguió a Lila hasta el pequeño porche y entró por la puerta.

Su casa. Sintió una oleada de rabia. Contempló los familiares muebles de madera y las polvorientas cortinas y alfombras de colores. Obra de su madre. La pequeña habitación, con su chimenea incorporada. La mesa de madera donde había comido todos los días de su infancia. Sillas, hechas por su padre. El hueco de la derecha que llevaba a la habitación minúscula que habían compartido Lila y ella. Su casa. Sintió la extrañeza, que eclipsaba a la familiaridad. Igual que en su último viaje a casa, cuando se dio cuenta de que ya no tenía nada que ver con Potedaia.

Un ruido a la derecha. Se volvió para mirar y vio a su madre en la puerta que daba a la cocina.

—Gabrielle —dijo la mujer mayor, despacio. Y fue hasta ella.

—Hola, madre —contestó la bardo con tono apagado y aceptó el abrazo algo rígido. Intentó no comparar este saludo con el recibimiento que le había hecho Cyrene.

Hécuba la soltó y la miró con aire crítico.

—Ve a lavarte antes de que llegue tu padre. Y ponte ropa decente. —Una mirada malhumorada a Lila—. ¿Has fregado ya?

—Sí, madre —contestó Lila y cogió a Gabrielle del brazo—. Vamos, Bri. —Echó a andar y se paró en seco porque su hermana ni se movió. Se volvió y vio las primeras chispas de rabia en los ojos de Gabrielle—. Ahora no —dijo por lo bajo y le tiró de la falda—. ¿Por favor?

La bardo se calmó y se puso en jarras.

—Voy a bañarme, Lila, pero ésta es la ropa que uso. —Dejó que sus ojos se posaran en los de Hécuba—. Estoy segura de que lo entenderá.

Hécuba hizo una mueca de disgusto.

—Ya veo que tu actitud no ha cambiado. —Meneó la cabeza y le dio la espalda—. Habrá que ocuparse de eso. —Y entró de nuevo en la cocina.

—¿Quieres dejarlo? —dijo Lila con rabia, agarrándola del brazo—. ¡Vamos! —Entonces se detuvo y se fijó en su hermana. En los músculos fuertes y tensos que tenía bajo los dedos. En los firmes ojos verdes. La miró de verdad. Entonces...—. Puede que tu actitud no haya cambiado —dijo, en voz baja—. Pero tú sí, ¿verdad?

—Sí —dijo la bardo suavemente—. Yo sí. —Y por fin se dejó llevar a la habitación del baño. Lo que espero es haber cambiado lo suficiente.

Lila no dejó de parlotear alegremente mientras llenaban la gran bañera de agua que habían puesto a calentar, comentándole más que nada los cotilleos del pueblo y cosas así.

Gabrielle le correspondía con cosas que había visto al llegar y en Anfípolis, que estaba lo bastante cerca para que Lila pudiera encontrar elementos en común. Probó el agua con un dedo y sonrió.

—Qué gusto me va a dar. —Y se quitó la ropa del viaje, se agarró al borde, saltó por encima y se metió en el agua con un suspiro. Lila la siguió más despacio y se metió en el otro lado, lanzando una mirada rápida a su hermana.

—Estás... distinta —dijo Lila, observándola—. Has perdido mucho peso.

Gabrielle bostezó y se miró.

—Tendrías que haberme visto hace quince días —dijo riendo—. Esto es después de haberme atiborrado con los platos de la madre de Xena. Cocina genial. —Miró a Lila y captó su inquietud—. Tranquila. No estoy enferma ni nada. —Se encogió de hombros—. Es lo que pasa, supongo, cuando haces lo que hacemos nosotras.

Lila se permitió relajarse un poco. Gabrielle empezaba a sonar más como la hermana que recordaba.

—Pareces... —Hizo una pausa—. Más fuerte —dijo sin mirarse a sí misma, a las amplias curvas que tenía donde Gabrielle tenía sobre todo músculos perfectamente definidos.

—Mmm... bueno, eso forma parte de ello —reconoció la bardo, girando un brazo y contemplándoselo—. La verdad es que nunca lo he pensado. —Sonrió un poco—. Supongo que es todo ese entrenamiento. —Una visión repentina—. Deberías ver a Xena. Eso sí que son músculos. —Al ver la mueca de Lila, suspiró—. Vamos, Lila, dale una oportunidad, ¿quieres?

—Lo siento, Bri. —Lila se acercó un poco y le miró el cuello—. Es que no me cae bien y lo sabes. —Alargó una mano y tocó la cicatriz que tenía la bardo en el cuello—. No puedo perdonarla por apartarte de mí. Y casi te pierdo.

La bardo echó la cabeza hacia atrás y contempló el techo. Esta conversación ya la habían tenido la última vez.

—Lila, por última vez, ella no me arrastró a ninguna parte. Yo... la seguí. Y no quise dejar de seguirla. Seguro que la saqué de quicio durante mucho tiempo hasta que se acostumbró. —Bajó de nuevo la cabeza y miró a Lila a los ojos—. Y pareces olvidar que las dos seríamos esclavas, o estaríamos muertas, de no haber sido por ella, para empezar.

Lila se echó hacia atrás, con aire perplejo.

—Ya lo sé, Bri. Es que no entiendo por qué lo haces. Sí, querías irte, pero fue ella la que te sacó de aquí. ¿Qué Hades sigues haciendo con alguien como ella? ¿Es que te sientes obligada porque acabó con esos soldados, incluso después de tanto tiempo?

Por qué, efectivamente , pensó la bardo, mientras se relajaba en el agua caliente. ¿Qué le puedo decir a mi hermana que tenga sentido para ella? ¿Puedo hablarle de estar tumbadas bajo las estrellas por la noche, descubriendo cerdos y ovejas en ellas? ¿Puedo hablarle de una persona a la que le puedo contar cualquier cosa? ¿Que siempre me escucha? ¿Cuya sonrisa me calienta de la cabeza a los pies? No. No puedo.

—Es lo que siempre he soñado, Lila. Tú lo sabes. Quería contar historias, ver el mundo. Pues eso es lo que estoy haciendo. —Se incorporó—. He conocido a reyes y príncipes y héroes... ¿sabías que conozco a Hércules?

—¿De verdad? —preguntó Lila, intrigada a su pesar.

—Sí... Iolaus y él son buenos amigos nuestros —confirmó Gabrielle—. Cuento historias a toda clase de gente. Hasta participo un poco en las historias, a veces, porque siempre ocurren cosas cuando Xena anda cerca.

—Eso ya lo sé —dijo Lila, poniéndose seria—. Ése es el meollo de todo esto. —Se echó hacia delante—. Metrus, ¿te acuerdas de él?

La bardo asintió despacio.

—El comerciante. Sí, un poco pirata, en plan jovial.

—Ése es —confirmó Lila—. Te quiere. Porque cuentas historias. Cree que puede ganar muchos dinares gracias a eso. —Bajó los ojos—. Padre ha aceptado.

Gabrielle la miró parpadeando y se incorporó del todo.

—¿¿Qué?? —Soltó un resoplido—. Debe de estar chiflado si se cree que voy a aceptarlo.

Lila se acercó más y la agarró del brazo.

—¡No tienes más remedio, Bri! Está en su derecho, ¿recuerdas? Se ha quedado sin dinero por... ya sabes. —Hizo una pausa—. Y... ha dicho... que no queda nada para mí —terminó con un susurro—. Y el hermano de Metrus... estamos... —Sus ojos se encontraron con los de Gabrielle, que se habían puesto muy fríos—. Dijo que me aceptaría como parte del trato. Es mi única oportunidad. —Tenía los ojos desolados—. Yo no soy guapa, como tú. Y no soy lista.

Gabrielle se obligó a mantener la calma, a respirar hondo y a no reaccionar por lo que decía Lila. Por un lado, quería saltar indignada de la bañera, y por otro, sentía una profunda compasión por su hermana. Conocía, qué bien conocía, la desesperación por salir de esta casa. Céntrate, Gabrielle. No pierdas la calma. Tiene que haber una forma de solucionar esto, para las dos.

Dobló las rodillas despacio y se las rodeó con los brazos. Luego miró a Lila.

—No puede obligarme a hacer esto —dijo con firmeza—. Tiene que haber otro modo.

Lila pegó una palmada rabiosa en el agua.

—¿Pero qué te pasa? Metrus te dejaría contar tus malditas historias y te mantendría muy bien. No puedes decirme que prefieres vagabundear por ahí fuera y que probablemente te maten, siguiendo a esa loca por todas partes. ¿Qué te pasa? Ni que fueras una amazona o algo así.

Gabrielle no pudo evitar la sonrisa que le inundó la cara.

—Bueno, podríamos decir... —empezó y entonces sintió un cálido placer cuyo origen conocía—. Verás, es que...

—Es la reina de las amazonas —dijo la voz grave y risueña detrás de ellas. El rostro de Lila se nubló de rabia y sorpresa cuando Xena entró, todavía con la armadura completa, y apoyó los brazales en el borde de la bañera—. ¿No es cierto, majestad?

—¿En serio? —bufó Lila, sin creérselo.

Gabrielle se encogió de hombros.

—Sí —confirmó—. Es cierto. —Dejó que su hermana se debatiera con eso y volcó su atención en su compañera, sacando un brazo del agua y apoyándolo despreocupadamente en el brazal de la guerrera—. Bueno... ¿Argo está bien?

—Mmm... sí —asintió Xena—. Acabo de hablar con tu padre. —Dirigió una mirada a Lila—. No se alegra nada de verme.

—Ni nadie —soltó Lila, trasladándose al otro extremo de la bañera.

—¿Y? —preguntó Gabrielle, dándose el lujo de contemplar esos ojos azules y flotar en esa mirada un largo momento.

—Pues, resumiendo, le dije que me iba a quedar por aquí hasta que tú me dijeras que me marchara —respondió la guerrera con calma.