La esencia de una guerrera xix

La unión que sienten es cada dia más fuerte, les brinda seguridad y el saber que siempre estaran ahi

La esencia de una guerrera

Melissa Good

Título original:A Warrior By Any Other Name.Copyright de la traducción: Atalía (c) 2002

—Más de lo que te imaginas —sus labios esbozaron una sonrisa—. Pero ésta tengo toda la intención de cumplirla.

—¿Cumplir el qué? —se oyó la voz curiosa de Gabrielle, que se volvió a sentar en la silla que había dejado poco tiempo antes.

—Le estaba pidiendo disculpas a madre —explicó Xena.

—Ah —replicó la bardo. Cuando estaba a punto de continuar, la puerta de la posada se abrió de golpe y un acalorado aldeano entró tropezando.

—Grupo de ataque, de camino —soltó, mirando a su alrededor, muy aliviado cuando vio a Xena—. A caballo, y parece que van en serio.

Xena se lanzó por la puerta y corrió al establo, entró abriendo la puerta de un empujón y se catapultó por encima del cuerpo sobresaltado de Ares. Ya oía el trueno de los cascos de los caballos que se acercaban y no se detuvo a ponerse la armadura, sino que sacó la espada de la vaina, volvió a la puerta, saltando de nuevo por encima del confuso lobezno, y salió disparada hacia el camino del pueblo.

Había un caos disciplinado delante de la posada, mientras su clase de vara se reunía, nerviosa, pero decidida, ocupando posiciones defensivas al mando de Toris.

Los primeros jinetes entraron en tromba justo cuando Xena acababa de cruzar el espacio abierto que había delante de la posada y ni siquiera se detuvo, sino que pisó con fuerza y saltó sobre el jinete que iba en cabeza, tirándolo del caballo al suelo, donde le clavó un codo con fuerza en las costillas y notó que el hombre se quedaba inerte debajo de ella.

Se levantó de un salto y, esquivando el ataque de una espada, devolvió la estocada con la suya y vio la sangre que salía despedida cuando hizo contacto. Agarró el brazo de un tercero y, tirando con fuerza, lo derribó de su montura, haciendo que el animal resbalara en la tierra y cayera también.

A su alrededor, vio a los serios aldeanos atacando sin cesar a los asaltantes, apoyándose los unos a los otros y eliminando a bastantes de ellos. Un vistazo instintivo descubrió a Gabrielle, enfrentada a un adversario desmontado, sin grandes problemas. La bardo desarmó al hombre y luego le asestó un golpe con la vara en la cabeza, y se quedó mirando cómo se desplomaba en el suelo con expresión desconcertada.

Xena volvió a prestar atención a la tarea que tenía entre manos, ahora que casi todos los atacantes estaban a pie, y se abrió paso a través de ellos como si fuesen muñecos de paja, alternando estocadas cortas con patadas brutales y algún que otro puñetazo. Y siempre, siempre mantenía a la bardo en su visión periférica, dividiendo su atención con la facilidad nacida de la larga práctica.

Al poco tiempo, los atacantes se batieron en retirada, arrastrando consigo a algunos de sus heridos, pero se dejaron atrás a una veintena de camaradas muertos y varios caballos capturados.

En el silencio que los siguió, todos se miraron entre sí. Y a Xena, que estaba plantada con las piernas separadas al lado de tres atacantes muertos, con la espada en ristre y roja de sangre. Y a los cuerpos inmóviles que yacían esparcidos.

Gabrielle rompió la quietud, al sacudirse el polvo de las manos y trotar hasta Xena, que ahora estaba agachada, examinando a los que habían sido sus adversarios. Vio que la guerrera tocaba una insignia cosida a la ropa de cuero de uno de ellos. Estaba tan cerca que vio la máscara oscura que caía sobre los conocidos rasgos y que indicaba que había gravísimos problemas.

—¿Qué ocurre? —preguntó la bardo, arrodillándose al lado de Xena y agarrándole el brazo.

—Malas noticias —gruñó Xena, echándole una rápida mirada—. Esta insignia pertenece a un auténtico cabronazo.

Gabrielle respiró hondo.

—Ah —comentó y luego miró a Xena de arriba abajo—. ¿Parte de esa sangre es tuya? — Lo primero es lo primero , dijo su mente poniendo orden en el pánico. Asegúrate de que está bien y luego ella se ocupará del resto.

—No me han tocado —la tranquilizó la guerrera—. Ni un roce —miró a la bardo ladeando la cabeza—. ¿Y tú?

—Nada —dijo la bardo con desdén—. Ni se han acercado —se echó hacia delante—. Pero los hemos ahuyentado, ¿no? ¿Eso no está bien?

Los ojos de Xena se encontraron con los suyos. Y la bardo sintió un profundo escalofrío por la espalda.

—No está bien —fue la respuesta—. Yo conozco a éste. Se lo tomará como un insulto. Volverá, con fuerzas suficientes para apoderarse del pueblo.

Despacio, se levantó y se quedó contemplando la oscuridad, moviendo únicamente la mano al apretar la empuñadura de su arma manchada de sangre.

—A lo mejor podemos razonar con él —sugirió Gabrielle en tono apagado—. Podemos parlamentar.

—No —fue la tajante respuesta—. Esta vez no, Gabrielle —y Xena volvió la mirada para capturar la de la bardo—. Ni lo pienses.

Gabrielle arrugó el entrecejo.

—Tienes que decirme por qué no —contestó con firmeza, cogiendo a Xena del brazo y tirando de ella para llevarla al camino ahora vacío, lejos de los aldeanos que retiraban los cuerpos a su alrededor—. ¿Qué clase de persona es ésta que ni siquiera se le puede hablar? No me lo trago, Xena.

Xena se volvió para mirarla, con cara inexpresiva.

—Tú me has visto en mis peores momentos —contestó—. Me has visto matar gente por rabia, Gabrielle. Por rabia, por venganza, presa de la locura del combate. Me has visto, ¿no?

—Sí —contestó la bardo en tono apagado. Mirándola a los ojos sin temor—. Te he visto.

La guerrera asintió.

—¿Alguna vez me has visto hacer daño porque me parecía divertido?

Gabrielle pegó un respingo que le sacudió el cuerpo entero.

—Jamás —dijo, con la voz ronca por la intensidad—. Nunca jamás, y no digas que lo has hecho. Sé que no es cierto.

—¿Lo sabes? ¿Tan segura estás? —preguntó Xena, mirándola fijamente.

La bardo la agarró por la pechera de la túnica y la acercó.

—Sí. Tan segura estoy —una pausa—. Me apostaría la vida por ello.

Xena esbozó una sonrisa tierna.

—Y acertarías —volvió a ponerse seria—. Pero este señor de la guerra, Benelen, éste hace daño por diversión, Gabrielle. Una vez vi cómo le cortaba las patas a un perro, una a la vez, porque le hacía gracia ver cómo intentaba arreglárselas el animal.

—Oh, dioses —Gabrielle se puso pálida.

—Sí. Así que me parece que no vamos a parlamentar con él. Si te crees que voy a dejar se te acerque a media legua, olvídalo —la guerrera suspiró—. La pregunta es, ¿qué vamos a hacer?

Gabrielle se estremeció, pensando aún en el pobre perro.

—Ya se te ocurrirá algo —contestó distraída y entonces se dio cuenta de lo que había dicho y levantó la mirada, viendo la expresión conocida que indicaba que Xena estaba intentando, una vez más, ponerse a la altura de las circunstancias a pesar del pésimo panorama, porque era lo que ella esperaba—. Ya se nos ocurrirá algo —se corrigió y obtuvo un breve destello de agradecimiento por parte de esos ojos preocupados—. Vamos —dijo, tirando un poco del brazo de Xena—. Será mejor que les digamos lo que ocurre.

Hubo una tranquila reunión con los dirigentes del pueblo, que escucharon tensamente la concisa descripción que hizo Xena de Benelen e intercambiaron gestos de asentimiento. Habían oído hablar de él. Apostó más vigías alrededor del pueblo y les dijo a todos que descansaran bien esa noche.

—Veremos qué pasa por la mañana —fue su último comentario, al despedirlos—. Voy a cambiarme y lavarme —comentó Xena, al pasar junto a Gabrielle de camino a la puerta—. Pilla algo de comer mientras puedas.

La bardo asintió.

—¿Vas a volver? —preguntó, enarcando una ceja—. Tú también tienes que comer —no obtuvo respuesta—. Bueno, pues cojo algo y te lo llevo —con una sonrisa de complicidad. Y vio el brillo involuntario de agradecimiento en sus ojos—. Hasta ahora —la empujó hacia la puerta.

Cyrene levantó los ojos cuando se acercó Gabrielle y miró a la bardo con aire tenso.

—La cosa tiene mala pinta.

—Muy mala —respondió Gabrielle, colocando una selección de carne y pan en una fuente.

—¿Y cuál es el plan? —preguntó la mujer mayor, cogiendo varias empanadillas y dejándolas en la fuente—. ¿Qué va a hacer?

Gabrielle se quedó quieta y se miró las manos. Le temblaban. Su cuerpo sabía lo que su mente no le permitía pensar conscientemente. Miró a Cyrene.

—Todavía no lo sé —confesó—. Pero lo voy a descubrir — Pero sí que lo sé... ¿no? No va a dejar que vaya yo, pero irá ella misma, ¿verdad? ¿Sola?

El establo estaba muy silencioso cuando llegó y un vistazo al interior le dijo que sus temores probablemente estaban bien fundados. Una perfecta bala de heno, cubierta de piezas de armadura colocadas con precisión. Limpias. Preparadas. Las armas al lado.

Un crujido de paja le llamó la atención y miró por la estancia oscura e iluminada con luz de farol hasta donde se veía apenas la figura de Xena, acurrucada en la paja con el lobezno Ares.

—Hola —se obligó a decir con calma y fue hasta allí y se dejó caer al lado de la guerrera, que se había cambiado la túnica de lino por la de cuero. Y cuyos claros ojos azules resultaban muy llamativos, al reflejar los brillos del farol.

—Hola —respondió Xena, captando la tensión del cuerpo de la bardo—. Gracias —dejó de frotarle la tripa al lobezno y cogió un poco de pan y carne de la fuente, dio un bocado y se puso a masticar despacio. Le hizo un gesto—. Tú también.

Gabrielle cogió un trozo de pan y se puso a jugar con él, rompió un pedacito y se lo metió en la boca sin ganas. Luego alzó los ojos para encontrarse con los de Xena.

—No lo hagas —fue lo único que dijo.

Los ojos de Xena parpadearon.

—Me conoces bien, ¿verdad? —medio lamentándose, medio admirada.

—No tienes ni idea de cuántos son. No tienes ni idea de qué clase de guardias hay, o trampas, o... Xena, por favor —su voz sonaba tensa—. No.

—Podría averiguar todas esas cosas —contestó la guerrera suavemente—. ¿Estás perdiendo confianza en mí, bardo mía?

—Jamás —fue la respuesta instantánea. Gabrielle apartó la fuente y se acercó más, para sentir su conexión. Sabía que Xena también la sentía—. ¿Sientes eso? —susurró—. Somos nosotras —tomó aliento—. Voy a tener que pasar el resto de mi vida sabiendo que eso podría desaparecer en cualquier momento. Que tú podrías desaparecer —alzó la mano y tocó la mandíbula de Xena. Notó los músculos apretados—. Intenta que las probabilidades me sean favorables. ¿Por favor?

Xena observó su cara, memorizando su forma. El color exacto de sus ojos. El brillo acuoso de las lágrimas acumuladas que se negaba a dejar escapar. Y una vez más descubrió que el viejo lobo que llevaba dentro se hacía dócil como un cachorrillo bajo las manos sinceras de Gabrielle.

—Veamos qué ocurre mañana —contestó por fin, pero sabía que era una promesa.

Lo mismo que Gabrielle, que se acomodó en la paja a su lado y se quedaron sentadas hombro con hombro, compartiendo el contenido de la fuente y la compañía mutua y haciendo feliz a Ares con cosquillas y sobras.

La mañana trajo a un mensajero de Benelen que entregó un trozo de pergamino a un anciano y se alejó deprisa del pueblo sin decir palabra. El anciano lo leyó, luego entró en la posada y se lo dio a Xena en silencio. Observó mientras ella lo leía varias veces y luego lo dejaba caer en la mesa donde estaba sentada.

—En fin —suspiró—. No hay nada como ser directo.

Gabrielle cogió el pergamino y lo leyó.

—Hace faltas de ortografía —comentó—. Es inculto.

Xena la miró con una ceja enarcada.

—Como casi todos nosotros, Gabrielle. No todos podemos ser bardos.

La bardo la miró.

—Tú nunca haces faltas de ortografía —un levísimo amago de sonrisa.

—¿Y cuántos escritos míos has visto para poder determinar eso? —replicó Xena, con una sonrisa irónica.

Gabrielle miró el pergamino y luego a ella.

—Los suficientes para saber que tú nunca haces esa clase de falta. Incuso en distintos dialectos —estudió el escrito—. Aquí dice que quiere el cincuenta por ciento de todo lo que hay en el pueblo o volverá a atacar —ladeó la cabeza pensativa—. ¿Por qué no ataca sin más?

Xena apoyó una bota en un banco cercano y se puso el brazo sobre la pierna.

—Primero lo intenta por la vía fácil. Anoche perdió a una veintena de hombres —se encogió de hombros—. Yo habría hecho lo mismo.

La bardo dio unos golpecitos con el borde del pergamino en la mesa y levantó la mirada.

—Pues entonces, a lo mejor podemos convencerlo de que no lo haga —y vio la expresión peligrosa que se apoderó de esos ojos azules. Se preparó para la batalla que sabía que tenía escasísimas probabilidades de ganar—. Escucha, ya sé lo que dijiste, ¿pero hay una forma mejor? Dijiste que no podemos hacerles frente.

—No —replicó Xena, en tono grave y airado.

—Sí —contestó Gabrielle, inclinándose sobre la mesa y mirando a su alrededor a los demás ocupantes de la posada, que se habían apartado prudentemente de ellas, al notar la tensión—. ¿Qué otra posibilidad hay, Xena? No podemos hacerles frente, ¿les vas a dar la mitad del pueblo?

—No —respondió la guerrera—. Pero iré a hacer un trato con él. No voy a ponerte a ti en peligro.

La bardo notó que el corazón le palpitaba con fuerza, haciendo que le palpitaran las sienes a su vez.

—Ni hablar, Xena. Eso no va a funcionar. Te conoce. No va a negociar contigo, porque sabe que lo único que tiene que hacer es esperar a que te marches y luego apoderarse de lo que se le antoje —sus ojos soltaron un destello—. A mí no me conoce. No sabrá que no soy de aquí.

—¿Por qué piensas eso? —respondió Xena, echándose también hacia delante—. ¿Cómo sabe la gente quién soy cuando yo no se lo digo, Gabrielle? —con tono áspero y mordaz.

Gabrielle resopló.

—¿Cuántas mujeres guerreras de tu calibre que miden más de un metro ochenta y tienen el pelo negro y los ojos azules te crees que recorren Grecia?

—Ya —gruñó Xena—. ¿Y cuántas bardos de un metro sesenta y cinco, pelo rubio, ojos verdes y que se sabe que suelen rondar cerca de mí te crees que existen? —pegó una palmada en la mesa con sonoro golpe—. ¿Te crees que eres invisible después de dos años?

Gabrielle respiró hondo y se quedó callada un momento. Luego:

—Es posible que él no lo sepa. Y yo soy la persona más adecuada que tienes para negociar —replicó en tono apagado. Y sabía que era la verdad. Vio ese mismo conocimiento reflejado en la larga mirada de Xena.

Maldición , bufó la guerrera por dentro. Tiene razón.

—Escucha — Un último intento —. Quiero que me escuches con mucha atención, Gabrielle.

La bardo guardó silencio, observando su cara, escuchando.

—Una de las opciones factibles que tiene, si te reconoce, es cogerte presa —el tono de Xena era tranquilo—. O incluso si no te reconoce. Es ese tipo de hombre —añadió.

—Lo entiendo —replicó Gabrielle—. Tendré que convencerlo de que no lo haga.

Xena negó con la cabeza.

—Eso no es lo que quería que escucharas —se echó hacia delante, apoyando los antebrazos protegidos con brazales en las rodillas—. Si hace eso, Gabrielle, hablar no va a servir de nada —alzó los ojos y se encontró con los de la bardo—. Si haces esto, y creo que así va a ser, no le voy a dar la oportunidad de hacerte nada. Voy a desenvainar la espada, a poner a Argo al galope y a entrar ahí a buscarte.

—A través de su ejército —dijo Gabrielle, casi sin aliento.

Xena asintió.

—Piensa en eso antes de plantearte poner en peligro tu vida. Y la de él y la de esos soldados —hizo una pausa—. Y la mía. Porque van a tener que matarme para detenerme.

Gabrielle bajó la mirada y copió la postura de Xena, echándose hacia delante y apoyando los codos en las rodillas. Se sujetó la cabeza con las manos y se quedó contemplando el suelo durante lo que pareció un largo rato. Luego levantó la cabeza y tomó aliento para hablar.

Se detuvo al ver el minúsculo gesto negativo de la guerrera.

—No vas a conseguir que te prometa eso —dijo Xena, con tranquila seguridad—. Tú nunca vacilas cuando se trata de ofrecer tu vida, Gabrielle, y te admiro por eso, pero anoche me pediste que pensara dos veces antes de hacer esa clase de sacrificio. Ahora te lo pido yo —ya sabía cuál iba a ser la respuesta. Y cuál sería la suya si la situación fuese la opuesta. Notó la tensión nerviosa que empezaba a acumularse en su interior.

La bardo observó su cara atentamente. Lo captó... todo.

—Tengo que intentarlo —susurró por fin, advirtiendo la falta de sorpresa en frente de ella—. Pero iré a caballo y si hace el menor gesto que no me guste, saldré de ahí, confiando en que tú me cubras.

Y muy despacio, Xena asintió, aceptándolo.

—Está bien —replicó—. Podemos intentarlo —aun cuando todos sus instintos protectores le gritaban lo contrario—. Pero como se le ocurra siquiera moverse...

—Lo sé. Me iré —confirmó Gabrielle.

—Y llevarás escolta —añadió la guerrera, en un tono que indicaba que ésta era una condición no negociable.

La escolta estuvo lista poco después. Xena los observó, con una leve sonrisa en los labios. Uno era Eldaran, el mejor de sus alumnos de vara. El otro... era Toris. No era su primera elección, pero la había arrinconado en la cocina para darle sus razones. Que le debía un favor a Gabrielle. Que sabía montar a caballo sin caerse. Que sabía usar una espada, lo cual ya era más de lo que sabía hacer cualquiera de los demás alumnos. Xena valoró su sincero deseo frente a sus debilidades y decidió que serviría. Y, contra toda lógica, se sentía mejor al saber que iría él, puesto que ella no podía.

Xena los dejó ajustando las sillas de montar en el patio y abrió la puerta del establo, cruzó el umbral y miró dentro. Vio a Gabrielle sentada en una bala de heno, acariciando distraída a Ares, que estaba medio dormido en su regazo. Levantó la mirada al acercarse Xena y respiró hondo.

—Estoy lista —dijo la bardo—. Sólo estaba diciéndole... mm... jugando con Ares un ratito —posó la mirada en el lobezno, que se dio la vuelta y se acercó a trompicones hasta el borde de la bala cuando Xena estuvo más cerca—. Parece que sabe quién es su mamá —sonrió a Xena.

—Mmm —asintió la guerrera, permitiéndole que le mordisqueara los dedos. Subió la mirada y la paseó por la bardo de la cabeza a los pies—. Tu escolta está esperando —comentó, alargando la mano y colocando bien la túnica verde oscura que llevaba Gabrielle, donación de Cyrene, que dijo que al menos así pegaría con la ropa que llevaba la escolta. Xena advirtió que llevaba la camisa, algo grande, ceñida a la esbelta cintura con un cinturón y que colgada del cinturón había una vaina que le resultaba muy conocida. Alargó la mano y tocó la empuñadura y luego alzó los ojos hacia los de Gabrielle con mirada interrogante.

—Sí... mm... —la bardo se encogió ligeramente de hombros—. Me siento mejor si llevo eso... como si llevara una parte de ti conmigo —sonrió tristemente—. No creo que pudiera usarlo, pero...

—Yo tampoco creo que pudieras —replicó Xena suavemente—. Pero si se lo enseñas, podría detenerlo el tiempo suficiente para que escapes de allí —en sus ojos apareció un brillo frío—. Recordará el sello.

—¿Sí? —preguntó Gabrielle, curiosa—. ¿Por qué?

Xena cogió a Ares y lo abrazó, para deleite del lobezno.

—Si se baja del caballo, verás que cojea —dijo despacio, haciéndole cosquillas al animal debajo de la barbilla—. Le rompí las piernas por tres sitios por lo que le hizo a aquel perro.

—No me digas —replicó la bardo, sonriendo despacio—. Me alegro de saberlo —hizo una pausa—. ¿Qué fue del perro después de aquello?

La guerrera bajó a Ares y suspiró.

—Le ahorré el tormento —frunció los labios—. Vivir era una agonía para él, no era vida, en realidad, sólo una tortura —se encontró con la mirada desazonada de Gabrielle—. Es lo que habría querido yo, en su lugar.

Gabrielle asintió en silencio. Luego se levantó de la bala de heno, abrazó a Xena, con armadura y todo, y la estrechó con fuerza. Y se sintió estrujada a su vez, hasta que aflojó los brazos y notó que Xena hacía lo mismo, lo suficiente para que la guerrera bajase la cabeza y la besara largo rato. Hasta que por fin se separaron y hundió la cara en el cuero de Xena, dedicando un momento a absorberlo todo.

—Si con eso pretendías reforzar tus instrucciones para que tenga cuidado y vuelva, ha funcionado —murmuró y notó y oyó a la vez la risa sorprendida que le respondió—. Creo que nos tenemos que ir ya, ¿eh?

—Sí —replicó Xena, que le pasó un brazo por los hombros, la llevó hacia la puerta y no la soltó ni siquiera cuando la cruzaron y salieron al patio. Cruzaron el espacio abierto, donde casi todo el pueblo estaba reunido, y por fin se detuvieron ante la vigorosa yegua castaña que iba a montar Gabrielle.

—Pon aquí la rodilla —dijo Xena, apartando el brazo y alargando una mano. Gabrielle así lo hizo, se agarró al arzón de la silla al tiempo que recibía un empujón para subir y se acomodó. Xena le metió la bota en el estribo de ese lado y le dio una palmadita en la pantorrilla. Se miraron.

—Acuérdate de sonreír —dijo Xena, sonriéndole como ejemplo.

Gabrielle le devolvió la sonrisa.

—Lo haré.

—Ten cuidado —ahora sin sonrisa.

—Te lo prometo —respondió la bardo, cogiendo las riendas y apretando las rodillas. La yegua avanzó obedientemente y los dos escoltas la siguieron.

Toris se detuvo al pasar junto a Xena y le ofreció el brazo. Ella se lo estrechó y lo miró a la cara.

—Tú también ten cuidado, Toris.

—La traeré de vuelta, Xena —dijo su hermano en voz baja, apretándole el brazo.

—Tráete de vuelta a ti también, hermano —contestó la guerrera y le dio una palmada en la rodilla—. Me gustaría tener a toda mi familia de una pieza.

Toris sonrió y echó a trotar con su ruano detrás de Gabrielle.

Xena meneó la cabeza y suspiró, y se dio la vuelta cuando una mano le tocó el codo.

—Madre —dijo, mirando hacia abajo.

Cyrene los siguió con la mirada.

—Debes de sentirte fatal por quedarte aquí atrás —dijo, estrechándola un poco.

Xena dejó asomar una sonrisa fiera.

—Sí, si me quedara —le dio un beso a su madre en la cabeza y fue donde había un lío de tela. Lo cogió y se lo puso por los hombros, revelando un manto de parches de tonos distintos de verde que le llegaba hasta media pantorrilla. Se colocó bien las armas y se dirigió hacia los senderos del bosque que cruzaban el camino que iban a tomar aquellos tres. Se detuvo cuando cuatro aldeanos se alzaron ante ella, vestidos para rastrear.

—Vamos contigo —dijo el primero, mirándola con franqueza, pero tercamente.

Xena se quedó parada. Bueno, puedo saltar por encima de ellos, si no me queda más remedio... pero...

—¿Por qué? —preguntó fríamente.

El aldeano movió los pies.

—Ya sabemos que no podemos hacer gran cosa... pero tú vas para cubrirle la espalda. Pues a nosotros nos gustaría cubrirte la tuya.

Qué jóvenes eran estos, pensó Xena. Y en el brillo de sus ojos vio, vagamente, un reflejo lejano de sí misma.

—Está bien —dijo riendo—. Vamos —y se puso en cabeza para adentrarse por el bosque.

Gabrielle volvió la cabeza para mirar a su escolta cuando salieron de la última hilera de árboles al lugar de encuentro que Benelen había especificado en su nota. Miró hacia delante de nuevo, moviendo los dedos por la crin de la yegua castaña, intentando calmarse. La próxima vez, ¿qué tal si te ofreces voluntaria para algo que dé menos miedo, eh, Gabrielle? Veía delante el altozano, un espacio despejado donde aguardaban tres jinetes, y respiró hondo y se apoyó con firmeza en los estribos.

—Bueno, vamos —arreó a la yegua y avanzó, seguida de cerca por los otros dos.

Toris se puso a su lado.

—¿Estás bien, Gabrielle? —preguntó, en voz baja.

—Sí, estaré bien, gracias —replicó la bardo, mirándolo—. ¿Tú estás bien?

Toris se echó a reír.

—Oh, sí, estoy bien. Aquí, intentando hacer honor a las expectativas de la familia —pero su sonrisa quitó acidez al comentario—. Es broma. Obligué a Xena a que me incluyera en la escolta.

—¿Que la has obligado? —Gabrielle le echó una sonrisa cómplice.

—Bueno... —Toris la miró algo cohibido—. Vale... ¿tú has conseguido alguna vez obligarla a hacer algo? Tengo que saberlo.

La bardo reflexionó un poco.

—Mm. ¿Obligarla a hacer algo? No —contestó por fin—. Pero a veces puedo "conseguir" que haga algo... pero normalmente sabe lo que estoy tramando y lo hace porque quiere.

—¿Y tú sabes que lo sabe? —preguntó Toris, curioso, al ver un poco más clara una faceta de su hermana.

—Sí —Gabrielle sonrió—. Y a veces hace cosas sólo porque sabe que quiero que las haga —miró hacia delante, donde ahora se veía claramente a los tres jinetes—. Me parece que más vale que nos preparemos.

Los tres jinetes de la cima iban vestidos con el habitual conglomerado de cuero y metal y estaban todos cortados por el mismo patrón: estatura media, pelo castaño y barba rala. Sus monturas se distinguían igual de poco y Gabrielle tomó nota de esta información para futuros usos. Al acercarse a ellos, uno hizo avanzar despacio a su montura para reunirse con ella y lo observó.

Un guerrero, sin duda. Llevaba las armas con comodidad, con una mano apoyada en la empuñadura de su espadón, sujeto a la silla, y tenía las cicatrices de una persona que se ganaba la vida luchando. Una voz resonó en su cabeza. Sólo los malos guerreros están cubiertos de cicatrices, Gabrielle. Xena se había echado a reír cuando le preguntó a la guerrera por qué ella tenía tan pocas. Muy bien. Otra posible indicación. Pero su rostro era cruel. Gabrielle lo percibía, en los ojillos que recorrían su cuerpo de arriba abajo. En la sonrisa sardónica que apareció en sus labios delgados. Sintió que se le ponía la carne de gallina y se acordó del perro.

—Benelen —dijo Gabrielle, con calma—. Has enviado un mensaje —obligó a sus ojos a observarlo, como él la estaba observando a ella. Estaban sobre sus caballos en medio de la hierba que les llegaba hasta las rodillas, a campo abierto, con los árboles más cercanos a solitaria distancia. Se sentía muy expuesta y no sólo por la forma en que él la miraba, ahora abiertamente crítica.

—¿Cómo queréis entregarnos esa mitad? —preguntó, aburrido—. ¿Y tú eres parte? —sus dos secuaces se echaron a reír.

—No quiero y no lo soy —contestó Gabrielle, notando que Toris y Eldaran se colocaban más cerca. No se sintió más aliviada—. Anoche perdiste a veinte hombres —se movió en la silla y se echó hacia delante. Jamás retrocedas, Gabrielle. Recuérdalo —. ¿Por qué piensas que vamos a darte nada?

Benelen avanzó, hasta colocarse a una distancia a la que podía tocarla.

—Porque, niña, me da igual cuántos granjeros con palos tengáis allí abajo. Voy a ir allí y voy a matarlos a todos si no lo hacéis —alargó la mano y le tocó un mechón de pelo—. Pero a lo mejor a ti no te mato. Durante un tiempo —sonrió.

Xena tenía razón , le gritó su cerebro. Ahí había locura y sus palabras no iban a servir de nada. Sintió que el pánico crecía en su interior con una presión irresistible. Notó que el corazón se le desbocaba.

—Primero, nos vamos a divertir un poco —el hombre se acercó más y agarró la brida de la yegua.

Se sintió abrumada por un instante de miedo absoluto. Y entonces, como si le hubieran echado una manta cálida sobre los hombros, sintió una oleada de confianza que ahuyentó al miedo.

—Será lo último que hagas —dijo, sacando las palabras de algún sitio. Y le sonrió.

Benelen se sobresaltó un poco.

—¿Me vas a detener tú, mocita? —recuperó la confianza y alargó la mano de nuevo, pero esta vez ella se la apartó de un golpe. Y al mover el brazo, la empuñadura de su cuchillo brilló claramente a la luz del sol de media mañana. Él quitó la mano sobresaltado y su humor indolente se desvaneció. Ahora la miraba con creciente ira—. Ah, pues entonces no nos divertiremos. Te atravesaré de parte a parte ahí mismo, tal vez.

—No, no lo harás —Gabrielle lo miró a los ojos, usando la única arma que tenía. Un arma que a veces tenía un efecto contraproducente. Un arma que podía hacer que la mataran—. No quieres morir —desenvainó el puñal y se lo mostró. Oh, Xena... espero que tu reputación pueda sacarme de ésta —. Tú sabes de quién es esto.

—Y qué —dijo Benelen despacio—. Esos idiotas decían la verdad —escupió al suelo—. Dijeron que anoche estaba allí —la miró con aire calculador—. ¿Tú eres suya?

Gabrielle se lo pensó un momento. Luego asintió. Vio cómo intercambiaban miradas y se relajó un poquito.

Benelen se echó hacia atrás en la silla.

—¿Qué me impide ir allí cuando ella se haya ido? —preguntó, dándole una importante pista a Gabrielle al hacer esa pregunta.

Sonrió.

—Es su pueblo —señaló a Toris con la cabeza—. Ése es su hermano —se echó hacia delante y bajó la voz—. No querrás que vaya por ti.

El señor de la guerra la observó.

—He oído que ya no es lo que era —contraatacó, observando su más mínima reacción.

—A los doscientos muertos del ejército de Ansteles les gustaría que eso fuese cierto —contestó la bardo—. Yo estuve allí —ahora percibió la ventaja y la aprovechó, acercándose más a él, obligándolo a hacer retroceder a su montura—. Y ni siquiera tenía nada... —una pausa y una sonrisa dulcísima—, personal... contra ellos —alargó la mano y le dio un golpecito en el pecho—. ¿Qué dices, Benelen? ¿Quieres que tenga algo... personal... contra ti?

Silencio. Durante largos segundos.

—Vamos —Gabrielle sonrió—. Agárrame. Sabes que seguro que está tan cerca que te puede arrancar la cabeza con el chakram —los guardias de Benelen pegaron un respingo, mirando por todas partes al oír aquello, y ahora hasta el sonido mismo del viento les resultaba sospechoso.

Entonces Benelen sacó la espada con un movimiento vertiginoso.

—Las reputaciones se pueden exagerar —dijo, con frialdad.

—¿Estás dispuesto a apostarte la vida por ello? —preguntó Gabrielle, mirándolo directamente a los ojos verdosos. Notando que Toris y Eldaran se tensaban preparados junto a ella. Esperando.

—¿Y tú? —contestó Benelen, alzando una mano para hacer una señal a sus hombres.

Gabrielle sonrió.

—En cualquier momento —y no se encogió. No apartó la mirada. Sintió que todo su cuerpo se tensaba preparándose para lo que él fuera a hacer.

Y él levantó la espada. Como saludo. Les hizo un gesto a sus hombres para que diesen la vuelta.

—Encontraremos un botín mejor. De todas formas, seguro que allí no hay gran cosa —dio la vuelta a su caballo y puso al animal a un trote lento. Y al pasar por un punto de la hierba, el animal se asustó, se encabritó y lo tiró al suelo. Maldiciendo, él lo siguió cojeando.

Sin mirar al suelo. Sin ver el brillo risueño de un par de profundos ojos azules enterrados en la hierba a menos de dos cuerpos de distancia de donde se habían reunido. Y que esperó hasta que desaparecieron por el horizonte antes de volverse para mirar a los tres que quedaban, dos de los cuales se esforzaban por sostener a la tercera, que parecía incapaz de mantenerse a lomos de su plácida montura castaña.

—Dioses —graznó Gabrielle, agarrándose a la crin de la yegua para no caerse. Le temblaba todo el cuerpo por los nervios y se sentía mareada de lo acelerado que tenía el corazón. Toris y Eldaran se habían colocado a ambos lados de ella y sabía que la estaban felicitando, pero no lograba que su mente distinguiera las palabras.

Entonces un tercer par de manos se posó en ella y éstas las reconoció por el mero tacto. Dejó incluso de intentar sujetarse y simplemente se tiró hacia la única voz que su mente no tenía ninguna dificultad para distinguir.

—Te tengo —dijo Xena, cuando Gabrielle medio se cayó, medio se lanzó a sus brazos—. Te tengo —repitió—. Bien hecho, Gabrielle. Muy bien hecho.

—Estabas aquí —susurró la bardo—. Lo sabía.

—Por supuesto —dijo Xena, dándole palmaditas en la espalda—. Contigo no corro riesgos, ¿recuerdas?

—Recuerdo —replicó Gabrielle suavemente, con una sonrisa dulce en los labios—. ¿Has visto cómo se ha caído del caballo? —levantó la mirada y sonrió—. Sí que cojea.

—¿Que si lo he visto? —dijo Xena con guasa y una sonrisa taimada—. ¿Quién crees que ha espantado al caballo?

Toris se echó a reír.

—Me tendría que haber imaginado que estarías cerca. Estabas demasiado tranquila en el patio —miró a su alrededor—. ¿Pero cómo te las has arreglado para llegar tan cerca? No es que seas del tamaño de un conejo, hermanita.

Xena lo miró enarcando una ceja.

—Una de las muchas cosas que sé hacer, Toris —volvió a concentrarse en la bardo—. Y tú... ha sido fantástico —sonrió ampliamente—. Ni yo misma lo habría hecho mejor. Le has dado tal susto que casi pierde el poco juicio que le queda.

—¿Sí? —dijo Gabrielle, sonrojándose de placer—. Supongo que sí —miró a su alrededor, absorbiendo sus sonrisas de admiración con una sensación de irrealidad. Un momento... se supone que yo soy la que toma nota... la bardo... no la que aparece en las historias... ¿cuándo ha ocurrido eso?

Xena le leyó la mente, al parecer.

—Oh... —sus labios esbozaron una sonrisa de orgullo, pero llena de malicia—. Esta noche yo voy a contar una historia. Con una heroína muy valiente.

—Oh... pero espera... —protestó Gabrielle, con los ojos muy redondos—. Yo no he hecho...

Xena puso un dedo sobre los labios de la bardo, haciéndola callar.

—Ya lo creo que lo has hecho, Gabrielle. Ésta es tu historia... y yo no soy bardo, pero qué bien lo voy a pasar contándola.

Gabrielle arrugó la frente. Qué sensación tan extraña. No le parecía que lo que había hecho fuese heroico, ni siquiera especialmente valeroso. Se había tirado un farol para obligar a Benelen a retirarse, nada más. ¿Eso era digno de aparecer en una historia? ¿Sobre todo en una contada por Xena? Casi le daba vergüenza.

Se le ocurrió una cosa y alzó los ojos para encontrarse con los de Xena y su mente abrió otra ventana que le permitía comprender más a la mujer que estaba tan tranquila a su lado, con los antebrazos posados sobre los hombros de la bardo. Xena tampoco pensaba nunca que lo que hacía fuese especialmente heroico. ¿Era esta curiosa mezcla de alivio y timidez avergonzada lo que la guerrera sentía todo el tiempo? ¿Sobre todo cuando Gabrielle contaba historias sobre ello? Interesante.

—No estoy segura de que me merezca ser la protagonista de una historia —le murmuró a Xena, mirándola suplicante.

Xena le sonrió, comprendiéndola perfectamente.

—No lo puedes evitar —susurró a su vez—. Has tenido testigos —y le apretó los hombros—. Venga. Vamos a volver —señaló a la yegua castaña con la cabeza, levantando una mano para ayudar a montar a la bardo.

—De acuerdo —suspiró Gabrielle, agarrándose a la silla y dejándose subir a ella. Xena se volvió y soltó un penetrante silbido, tras lo cual se ocupó de ajustar las riendas de Gabrielle hasta que todos oyeron claramente el trueno de unos cascos que se acercaban.

Toris se quitó de en medio cuando apareció Argo al galope, resoplando, se colocó detrás de Xena y le revolvió el pelo agitando la cabeza. Xena la dio una palmada a Gabrielle en la pantorrilla y saludó a la yegua, desató las riendas de la argolla y se montó de un salto en el alto lomo. Colocó a Argo junto a la yegua castaña y les indicó a Toris y a Eldaran que avanzaran delante de ellas. Y así lo hicieron, dejando que ella siguiera el paso de la yegua más pequeña, sin dejar de observar el rostro pensativo de Gabrielle.

—Lo has hecho muy bien de verdad, bardo mía —dijo Xena por fin, con una leve sonrisa—. Aunque confieso que he pasado algunos momentos de tensión.

Gabrielle meneó la cabeza.

—¿Que has pasado algunos momentos de tensión? Hubo un instante... cuando agarró la brida, en que me quedé en blanco. Casi me quedo paralizada —miró a la guerrera—. Tuve mucho miedo.

—Lo sé —replicó Xena, suavemente—. ¿Sabías que yo estaba tan cerca o te estabas tirando un farol?

La bardo se echó hacia atrás en la silla y se lo pensó.

—Así que lo oíste todo —comentó—. No... bueno... no sabía que estabas allí, no... pero algo me hizo pensar que podía decir lo que dije —echó una rápida mirada a Xena—. Decidí usar tu reputación, una vez más.

—Mmm —asintió Xena—. Ya lo vi —ahora se relajó un poco—. Así que vuelven a ser doscientos, ¿eh? —se echó a reír—. A ver lo lejos que llega ese pequeño detalle. Y cómo se exagera —le dio a Gabrielle un ligero manotazo en la pierna—. Y me ha gustado eso de tener algo personal contra él.

—¿Sí? —la bardo se rió, sintiendo que recuperaba el sentido del humor—. Sí, a mí también me pareció muy bueno —se relajó al darse cuenta de lo que estaba haciendo Xena—. Y era todo cierto —dijo, poniendo cara virtuosa.

Xena resopló riendo y contempló el camino.

—Más de lo que te imaginas, Gabrielle. Cuando tocó esa brida, yo tenía esta daga —se tocó la empuñadura que llevaba en el pecho—, en una mano y el brazo echado hacia atrás —se ajustó un brazal y luego miró a Gabrielle—. Si te hubiera tocado una vez más...

—Qué va —dijo Gabrielle con desprecio—. No me iba a poner un dedo encima después de decirle que era tuya —miró a Xena, sonrojándose un poco. Todavía voy a tardar un poco en acostumbrarme, creo... pensó, risueña al ver la mirada medio sorprendida, medio admirativa que le dirigía la guerrera.

Xena reflexionó un poco sobre eso.

—Eso también se va a extender, sabes —se aventuró a decir, insegura de la reacción.

—Bien —contestó la bardo, asintiendo con energía—. A lo mejor dejan de intentar manosearme tan a menudo —se volvió y miró a Xena directamente a los ojos, al ocurrírsele una cosa—. ¿Te molesta? —preguntó insegura.

Xena se echó a reír.

—Por favor, Gabrielle. Ya te dije que tú sólo podrías mejorar mi reputación —le clavó un dedo a la bardo en el hombro—. Además... —alzó las manos con resignación—. Si mis enemigos a estas alturas todavía no se han enterado de que una persona que he mantenido a mi lado las veinticuatro horas del día durante dos años significa algo para mí... —se calló y se puso a juguetear con las riendas de Argo—. Lo significa todo para mí —una corrección, en voz baja—. Entonces no me voy a preocupar por ellos —y miró hacia delante, contemplando los contornos polvorientos de Anfípolis. Consciente de la mirada que le dirigía Gabrielle—. Venga, vamos a echar una carrera —dijo, dándole un azote en los cuartos traseros a la montura castaña de la bardo para ponerla al trote largo.

—¡Eh! —gritó Gabrielle, agarrándose a las riendas, a la silla, a la crin... y aguantando—. ¡Xena! —de algún modo consiguió que su cuerpo se adaptara al ritmo de la yegua y, de hecho, hasta más o menos le gustó durante un minuto. Sólo un minuto, le dijo su mente con severidad. Entonces Argo aceleró a su lado y las dos yeguas igualaron el paso y la castaña aceptó el desafío. Bueno... tuvo el tiempo justo de pensar, antes de que el ritmo se incrementara y tuviera que agarrarse con todas sus fuerzas. Este día está rebosante de nuevas experiencias, ¿no?

Adelantaron como un trueno a Toris y Eldaran, que frenaron y luego azuzaron a sus monturas para perseguirlas. Gabrielle se mordió el labio muy concentrada, intentando recordar todo lo que le había dicho Xena a lo largo del tiempo sobre montar a caballo. El viento le echaba el pelo hacia atrás y se sentía algo reconfortada por la firme presencia de Argo a un cuerpo de distancia.

—¡Así! —gritó Xena, indicando su equilibrio por encima de la silla, dándose un golpecito en las rodillas—. ¡El centro de equilibrio está aquí encima!

La bardo se echó hacia delante sobre el veloz animal, hasta que le entró una extraña sensación de estar suspendida, como si el caballo corriera, pero ella estuviera inmóvil. Sintió un escalofrío. Notaba la tensión en los muslos para mantener la postura, pero la sensación era... estupenda. En su cara apareció una sonrisa de incredulidad. No me lo puedo creer. No es posible que me esté gustando esto. Ni hablar. No. Caray. Se le escapó una carcajada. Supo que Xena la oyó.

—¡Eso es! —gritó la guerrera, mirando hacia delante para calcular a qué distancia estaban del pueblo mismo. Un poquito más... apretó los costados de Argo y puso a la yegua dorada a galope tendido y asintió cuando la castaña respondió valientemente.

A Gabrielle se le desorbitaron los ojos al notar el repentino acelerón en la velocidad de la yegua. Ahora el viento la hacía parpadear y el suelo pasaba volando a su lado. Había cabalgado así de rápido a lomos de Argo, por supuesto, pero ésta era una sensación mucho más intensa. Más personal. Mantuvo el equilibrio, de algún modo, y consiguió moverse al mismo ritmo, sintiéndose por un breve y emocionante instante parte del animal.

Entonces Xena empezó a frenar a Argo, cuando los primeros edificios del pueblo pasaron volando junto a ellas, y logró respirar de nuevo y se dejó caer sobre la silla, esperando a que su corazón dejara de martillear frenético. Entraron trotando en el patio lleno de gente, donde manos ayudadoras alcanzaron sus brida y la de Argo. Xena se bajó de la silla y subió los brazos y la bajó, lo cual le vino bien, porque entre la emoción, la tensión y la carrera inesperada, se le vencieron las rodillas en cuanto tocó el suelo y se alegró mucho de que la guerrera la tuviera bien sujeta.

—Lo ha conseguido —fue el escueto análisis de Xena, celebrado con aclamaciones y manos que la daban palmadas en la espalda con entusiasmo—. Benelen ha metido el rabo entre las piernas y ha huido —Xena sonrió. Otra aclamación y ahora los aldeanos tiraron de Gabrielle, rodeada de brazos y rostros sonrientes.

Xena la soltó, después de bajar la voz a un volumen con el que sabía que la bardo podía oírla.

—Ve. Se una heroína durante un rato. Todo el mundo debería serlo, al menos una vez —y se quedó mirando, asintiendo, cuando la multitud se la llevó, y también a su escolta, para oír con detalle lo que había pasado. Luego se volvió hacia Argo y la yegua castaña—. Vamos... seguro que os vendrá bien un poco de agua fresca después de eso —dijo en tono familiar y agarrando los lados de ambas bridas, tiró de los animales para llevarlos al establo.

—Toma —dijo Cyrene, con un matiz de admiración risueña en el tono—. Seguro que a ti también te vendrá bien un poco de agua fresca —le pasó a la guerrera un odre lleno de agua.

—Gracias —dijo Xena, bebiendo un largo trago. Luego señaló la posada con la cabeza—. ¿No quieres oír la historia?

Cyrene cogió la brida de la yegua castaña y sonrió.

—¿Y si me la cuentas tú? —comentó, avanzando con el caballo—. Me gustaría oír tu punto de vista.

De modo que Xena se lo contó, mientras quitaban los arreos a los caballos y los cepillaban. Le contó lo que había visto, una vez dejó a su propia escolta en el borde del bosque y se adentró en la hierba, deslizándose tan silenciosamente que había sorprendido hasta a los conejos que comían por allí. Cómo se colocó tan cerca que veía las hebillas de la armadura de cuero de Benelen. Que olía el sudor de su caballo. Que oía la voz tranquila y clara de Gabrielle.