La esencia de una guerrera xi

En el camino xena y gabrielle se separan

A un día de Anfípolis

El silencio la iba a volver loca, pensaba Xena una vez cada hora, cuando animaba a su mente a pensar en algo. Cada ruido parecía aumentado: el ulular de un búho resonaba como una alarma. El roce de las ramas con el viento. El crepitar inconstante de la leña en el fuego a medida que se consumía.

Se quedó mirando el fuego y le lanzó unos cuantos guijarros, luego se reclinó en la roca cerca de la que estaba sentada y echó la cabeza hacia atrás para contemplar las estrellas. Y entonces cerró los ojos por el dolor que eso le causó, por el repentino y claro recuerdo de tantas noches que había pasado trazando ociosamente dibujos en el cielo con Gabrielle. Vamos a dejar ese tema, ¿de acuerdo?

Estaba a medio camino de casa. Y tenía todo eso en que pensar. ¿Pero por qué voy allí? Un resoplido burlón. ¿Por qué? Buena pregunta. ¿Para tener un sitio donde ir mientras ella toma su decisión? Y si decide quedarse con las amazonas después de todo, ¿entonces qué? Supongo que ya lo averiguaré.

La cuestión es, ¿tenía razón Jessan, allá en Cirron? Dijo que veía una conexión entre nosotras. ¿Hay de verdad una... unión... entre ella y yo? ¿O son sólo imaginaciones mías? Ilusiones que me hago... Sí, seguro. No somos como su pueblo. Sus padres. Se veía el vínculo entre ellos, el amor que asomaba a sus ojos cada vez que se miraban. Nosotras nos queremos... eso lo sé... ¿pero nos queremos así? Lo dudo. Ella es la reina amazona. No me extrañaría que quisiera seguir siéndolo... y si lo hace, pues... seguiremos adelante y olvidaremos lo que podría haber sido.

El dolor al pensar eso fue mucho más fuerte de lo que se esperaba. Con un esfuerzo, soltó un largo suspiro, luego se levantó y se sacudió el polvo. Fue donde tenía la espada apoyada en un tronco y agarró la empuñadura con firmeza, desenvainando el arma. Observó la luz de la luna que corría por la larga hoja.

—Creo que será mejor que haga unos ejercicios, Argo —le murmuró a la yegua, que le respondió con un relincho—. Si hago muchos, puede que hasta me canse lo suficiente para dormir — Además, seguro que me vendrá bien. Últimamente no he estado haciendo gran cosa. Apartando de su mente el motivo de que eso fuese así, entró en un pequeño espacio despejado y se puso a atacar en silencio a sus enemigos invisibles.

Estocada y parada, finta y bloqueo, y a medida que sus músculos se iban soltando y los movimientos se hacían más veloces y mortíferos, casi pudo dejarse llevar por el ejercicio. Una voltereta por encima de un espadachín invisible, con los pies recogidos para evitar su estocada hacia arriba, un giro al aterrizar y una parada, otra voltereta, esta vez girando en medio del aire para permitir que el brazo con el que blandía la espada bajara y atacara. Aterrizaje rodando, de pie otra vez y avance, haciendo girar la espada con complejas maniobras. Durante una larga marcha de la luna por el cielo, sin cesar, hasta que por fin se quedó parada en silencio, con el pecho agitado, contemplando las hojas esparcidas por el suelo del bosque. Sí, ya me parecía a mí que tenía que empezar con esto otra vez. Algunos de estos movimientos no me costaban tanto antes.

Suspirando disgustada, Xena regresó al fuego mortecino, secó distraída la empuñadura de su espada y la devolvió a la vaina de cuero que seguía apoyada en la roca. Se metió en el petate y dobló una rodilla, rodeándosela con los brazos, y se quedó mirando al vacío sin ver. Luego volvió la cabeza, cuando sus oídos captaron un leve sonido, no muy lejos de allí. Desconcertada, sus ojos se movieron por el suelo cercano y pegó un leve respingo al localizar algo pequeño que venía hacia ella.

—Vaya, vaya —murmuró, tumbándose cuan larga era en el petate, lo cual la puso más cerca del origen del sonido, que era un lloriqueo apagado—. ¿Qué tenemos aquí? —una carita oscura y peluda la miró, con ojos amarillos que no parpadeaban—. ¿De dónde has salido? —preguntó, alargando la mano con cuidado y dejando que el animal la olfateara con desconfianza—. ¿Dónde está tu mamá? —levantó la mirada por si mamá entraba trotando en el campamento detrás de su hijito. Suspirando, se quedó mirando cuando el cachorrito, al parecer muy satisfecho con lo que había descubierto en su olor, se acercó más a ella y se sentó encima de su mano—. Oh, no —el cachorro la miró parpadeando—. Ni hablar. Vamos a buscar a mamá —levantó al lobezno, tranquilizándolo con la otra mano cuando se puso a chillar alarmado—. Tranquilo... tranquilo... —y se acercó más el lobezno, apoyándoselo en el pecho y mirándolo medio risueña, medio molesta. El animal se calmó, le olisqueó la piel, soltó un suspirito y cerró los ojos.

Lo absurdo de la situación obligó a la guerrera a soltar una carcajada sin querer.

—No me lo puedo creer —hizo una mueca—. ¿Pero qué es lo que tengo? —sacudiendo la cabeza, se levantó y fue al límite de la luz del fuego, deteniéndose para ladear la cabeza y escuchar atentamente. Frunció el ceño y cerró los ojos muy concentrada. Nada. Entonces... una tos. Se le heló la sangre, echó la mano hacia atrás y agarró la empuñadura de su espada por puro reflejo, sin dejar de sostener al lobezno con la otra mano.

El metal rozó el cuero al desenvainar y entonces se adentró en la oscuridad circundante, con todos los sentidos alerta, con el viento de cara. Captó el leve olor de algo metálico y conocido en el aire y avanzó inexorable hacia ello.

Se movía con más cautela de la que habría empleado normalmente, colocando cada pisada con una exactitud que no movía ni una hoja, no hacía crujir ni una ramita, evitando incluso el roce con los helechos plumosos al pasar, dejando que el olor a sangre fuese aumentando en sus pulmones, hasta que se detuvo fuera de un anillo de árboles y rocas y oyó los ruidos de un animal que comía allí dentro. Con infinito cuidado, alargó la mano con la que sujetaba la espada y apartó ligeramente una rama pesada, para poder ver lo que había en el claro.

Unos ojos verdes se encontraron con los suyos y con un destello de sólidos colmillos blancos y el impulso de unas patas con garras, el cazador se le echó encima, demasiado cerca para su espada, y su aliento caliente le dio de lleno en la cara. Desesperada, se dejó caer hacia atrás y pegó una patada al animal que lo lanzó por encima de su cabeza, aullando por la sorpresa. Soltó la espada y al lobezno y alzó las manos en posición de defensa mientras el felino, retorciéndose en el aire, aterrizaba sobre sus patas, agitando la cola, y volvía a lanzarse contra ella, rajándole los brazos con sus zarpas afiladas como cuchillas. Con un esfuerzo, Xena no hizo caso del dolor abrasador cuando el animal la atacó y empujó con los brazos, agarrando al felino por la garganta sin soltarlo.

El animal aterrizó encima de ella, con los colmillos a pocos centímetros de su cara, las garras clavadas en ella, pero atrapadas en su túnica de cuero, sin soltarse. Las fuertes manos de Xena apretaron con fuerza y vio los ojos desorbitados del felino, la súbita transformación de cazador en presa, al cortarle la respiración. Ahora intentó apartarse de ella, debatiéndose contra lo que lo atenazaba.

—Ah, no —gruñó ella, rodando, y dejó pillado al felino en el suelo con su peso, inclinando la cabeza hasta casi tocar el hombro del felino, y siguió apretando, obligando a sus manos a cerrarse aún más, notando cómo se rompía la tráquea del animal bajo sus dedos.

Por fin, quedó inmóvil debajo de ella. Con rigidez, despegó los dedos del pelaje alborotado y tragó con fuerza, al ver la sangre que resbalaba por sus brazos hasta sus manos temblorosas a causa de los largos y profundos zarpazos que le llegaban del hombro al codo. Dioses. Se sentó, apoyó los codos en las rodillas y recuperó el aliento. Un gañidito indicó que el lobezno, asustado, corría hacia ella con apagada desesperación. Lo miró, malhumorada, cuando la alcanzó y se acurrucó contra su muslo. Maldición. Con una mueca de dolor, bajó la mano y lo cogió, luego se puso en pie con esfuerzo y entró en el claro que había estado guardando el felino.

Y cerró los ojos para no ver lo que allí había. Una masa de sangre y los cuerpecitos esparcidos de los hermanos y hermanas del lobezno. A un lado, yacía la madre loba, con la cabeza hacia Xena, echando sangre por un gran desgarrón que tenía en el vientre. Los ojos amarillos, ya casi vidriosos por la muerte, miraban a la alta humana... no... miraban lo que llevaba con cuidado en la mano. Xena se acercó despacio al animal moribundo y se arrodilló, sin ver miedo en esos ojos, sólo angustia. Depositó al lobezno junto al morro de su madre y miró con cuidado la herida del animal.

No. El daño era demasiado grande, aunque supiera cómo arreglarlo. Bajó la mirada y vio que la madre intentaba en vano lamer al cachorro, que le olisqueaba la boca con ansiedad. Vaciló y luego colocó los dedos en el cuello de la loba, palpando y encontrando un punto que le resultaba conocido. Apretó y vio que el cuerpo del animal se quedaba inerte, al desaparecer el dolor y las sensaciones.

Los ojos amarillos se encontraron con los suyos, luego parpadearon, se quedaron vidriosos y el pecho se detuvo. Xena se mordió el labio con fuerza y posó la mirada en el desolado cachorro, que dio un último lametón al hocico ahora seco y se sentó con un grito lastimero. Echó la cabecita hacia atrás y miró a Xena con ojos desconcertados e indefensos. Ni lo pienses, Xena. Cerró los ojos para resistirse a la idea. Es la supervivencia del más fuerte, ¿recuerdas? Los animales mueren cada día. De mala gana, miró al lobezno. Éste se levantó tambaleándose y se acercó tropezando hasta ella, golpeándose el morro con su rodilla y cayendo sobre las ancas con un quejidito. Los ojos se encontraron con los suyos y sintió que le daba un vuelco el corazón. Maldición. Estoy hecha una blandengue.

—Vamos —murmuró, cogiendo al animal—. Seguro que a madre le viene bien un perro guardián —acunó al cachorro en la mano mientras regresaba a su campamento, deteniéndose para recoger su espada por el camino y echar un último vistazo a la pantera de pelo oscuro, que seguía en la hierba. Era enorme. Podría ser yo la que estuviera ahí tirada , pensó Xena seriamente. No era mi día, supongo.

Argo le soltó un relincho de preocupación cuando entró de nuevo en el campamento, al oler la sangre que la cubría y el olor extraño de su huerfanito. Le dio unas palmadas a la yegua en el hombro y dejó que oliera al lobezno.

—Tranquila, chica. Son sólo unos rasguños —murmuró la guerrera, depositando al lobezno en su petate y dejándose caer a su lado, tras lo cual tiró de su botiquín con un suspiro—. Éstas sí que van a ser unas cicatrices interesantes —le murmuró al lobezno, que la miró parpadeando—. Ay —se encogió de dolor. El desinfectante le escocía, pero siguió tenazmente, hasta que dejó de salir sangre y se aplicó una pasta de hierbas en las largas rajas.

El lobezno le soltó un gañidito. Bajando la mirada, suspiró.

—Al menos comes carne, ¿no? —preguntó, sacando un trozo de venado ahumado—. Lo siento, está hecho —se lo ofreció al animalito, que lo olisqueó, estornudó y luego se puso a mordisquear una esquina. Sin querer, en el rostro de Xena apareció el amago de una sonrisa. En su mente, oyó los arrullos encantados de Gabrielle al ver a este pequeñín. Y las burlas que habría sufrido por traerlo de vuelta al campamento. Y el terror que habría sentido la bardo cuando estaba luchando con la pantera. Por un momento, casi sintió el roce de una mano familiar en el hombro. Basta. No empieces con eso.

Distraída, hizo rodar al lobezno.

—Bueno, chiquitín —murmuró, acariciándole el suave pelaje con los dedos—. No sé qué te hizo venir hasta mí, pero creo que te puedo encontrar un buen hogar —el cachorro gruñó y le mordisqueó el dedo con fingida ferocidad. Ella lo cogió, se tumbó en el petate y se puso al lobezno en el estómago, acariciándole la cabeza. Se dio cuenta de lo incongruente que era la escena. Debería dejarlo aquí. Y pensó en lo que diría Gabrielle si le oyera decir eso. Y sonrió con irónica resignación. No. Eso no le gustaría nada—. Tienes suerte —le gruñó a su vez al lobezno, que ahora la miraba adormilado—. Hago esto sólo por ella, que lo sepas. Me mataría si descubriera que te he abandonado.

El lobezno le estornudó encima, se acomodó, sacando la lengua curva y rosa con un bostecito, luego colocó la cabeza oscura sobre las patas y cerró los ojos.

—No te voy a poner nombre —continuó, y al momento varias posibilidades le invadieron la mente cansada. Ares, por ejemplo. Mmm... no, eso es andar buscando problemas. Lo mismo que Hércules. No, no... basta. No le pongas nombre. Aunque... Echó un vistazo al animalito dormido. Con ese color sí que me recuerda un poco a Ares... Xena, BASTA. AHORA MISMO. Sacudió la cabeza y cerró los ojos con firmeza, notando el reconfortante calor del cuerpecito a través del cuero. Y rodeándolo protectoramente con las manos, se sumió en un sueño exhausto.

Justo fuera de la aldea amazona

Como había prometido, Ephiny se reunió con Gabrielle en cuanto ésta cruzó la frontera y entró en el territorio de las amazonas. Hasta había conseguido oír a la amazona acercándose antes de que apareciera, por lo cual la bardo se dio a sí misma unas palmaditas mentales en la espalda. Las lecciones de Xena habían empezado a dar fruto recientemente y se notaba más al tanto de lo que ocurría a su alrededor, sin tener que pensar conscientemente en ello. Si cerraba los ojos, oía esa voz grave: "Presta atención, Gabrielle. El mundo te está hablando. Escucha".

Pero eso le trajo de nuevo un dolor sordo y perdió el hilo de lo que decía Ephiny.

—Perdona... ¿qué has dicho? —dijo, poniéndole una mano en el brazo a la amazona—. No me he enterado de eso último.

Ephiny se volvió y la miró, preocupada.

—Gabrielle, ¿estás bien? —preguntó, bajando la voz—. Pareces preocupada. O distraída. O algo. No sé qué.

La bardo se frotó la sien, esquivando la atenta mirada de Ephiny.

—Sí, estoy bien —le aseguró, dándole unas palmaditas a la amazona en el brazo—. Supongo que es que estoy un poco cansada. Anoche no dormí mucho —echó una mirada al camino, donde el resto del comité de bienvenida de Ephiny se había detenido, esperando a que ellas lo alcanzaran—. Estaré bien —terminó, haciendo un esfuerzo para sonreír a la rubia con aire tranquilizador—. ¿Qué estabas diciendo de los centauros?

Ephiny le echó una última mirada penetrante y luego suspiró.

—La última vez que hablé con ellos, estaban dispuestos a por lo menos hablar de la posibilidad de tener una defensa común en la frontera. He conseguido mantener los pocos incidentes que se producen entre nosotros a un nivel tipo "ah, ya sabes cómo son la chicas y cómo son los centauros", pero empieza a flojear.

Gabrielle sonrió.

—Te entiendo —se mordisqueó el labio—. ¿Has castigado a las amazonas implicadas en esos "incidentes"?

La amazona se encogió levemente de hombros.

—Hay un problema.

—¿Arella? —preguntó la bardo, sabiendo ya la respuesta.

Ephiny asintió.

—Casi todas las mujeres implicadas son de su grupito de moda. Ella las protege, diciendo que sólo piensan en el bien de la nación. Y la gente la entiende.

—Mm-mm —murmuró Gabrielle—. No sé, Ephiny... parece que el principal problema es ella —avanzó unos pasos más—. ¿De verdad cree que está haciendo lo que se debe hacer?

Ephiny meneó la cabeza.

—¿Que si lo cree? Quién sabe. ¿Eso importa? El caso es que lo hace.

La bardo dejó de caminar y se la quedó mirando.

—¡Ephiny! Claro que importa. Cuando alguien hace algo, tienes que saber por qué lo hace o no encontrarás la manera de impedírselo —arrugó la frente—. Cuando la gente hace cosas porque de verdad cree en ellas, es muy difícil interponerse en su camino —su mirada se hizo distante por un segundo y luego se aclaró—. Pero a veces se puede —en la cara de Gabrielle se formó una sonrisa que desconcertó a Ephiny—. Depende de la relación que tengas con esa persona.

Ephiny la miró de reojo.

—Vale —contestó por fin, poniéndole una mano en el hombro a Gabrielle y guiándola hacia la familiar entrada—. Ahí está la aldea. Acabemos con esto.

Arella esperaba, relajada en el porche en sombra de su cabaña, a que Ephiny regresara con su, entre comillas, reina. Algunas de sus compinches estaban por ahí cerca, tomando el sol con cara de aburrimiento. Ephiny era realmente patética, fingiendo que no había ido corriendo a buscar a esta supuesta reina no amazona en cuanto se dio cuenta de que por una vez iba a tener competencia de verdad. Arella hizo un visaje con sus ojos grises, meneando la cabeza con asco.

—¿Qué? —ronroneó Erika, apoyada en el poste junto al que estaba sentada—. A ver si lo adivino. ¿Ephiny? ¿La reina? ¿El tiempo?

Arella sonrió con sorna.

—Dos de tres, nada mal, Rika —sonrió a la mujer más baja—. No me puedo creer que de verdad la esté trayendo aquí —se estiró perezosamente, admirando el movimiento de los músculos de sus largos brazos—. Debe de estar chiflada.

Erika se sentó al lado de Arella, sacudiéndose el polvo de la parte superior de sus botas con cordones.

—Bueno, tal vez —se encogió de hombros—. Eph no es estúpida, es sólo... no sé...

—¿Debilucha? —sugirió Arella, con una amplia sonrisa—. ¿Cobardica? No... alguien que da a luz a un centauro no puede ser una cobardica... eso lo retiro.

—Pacifista —concluyó Erika, cruzándose de brazos—. Es que no lo entiendo.

—Yo tampoco, pero ahí llegan —Arella señaló con la barbilla la entrada de la aldea, por donde aparecía la guardia de honor de Ephiny, seguida de la propia Ephiny y su, oh, dioses... reina por derecho de casta.

—Bueno, al menos Eph ha conseguido que esta vez lleve la ropa adecuada —Erika sonrió con aire burlón, dándole un codazo a Arella en las costillas.

—Sí —murmuró la mujer más alta, observando a la mujer rubia rojiza que estaba al lado de Ephiny—. Y no le queda nada mal — Esto podría ser interesante. Observó a la reina mientras cruzaba el recinto, advirtiendo el movimiento de los músculos de sus brazos y su tronco. La impresión de seguridad de sus movimientos. La forma experta con que agarraba esa vara. La mirada alerta al observar la aldea, al tiempo que escuchaba el parloteo de Ephiny.

—No empieces a pensar cosas —le susurró Erika al oído—. Recuerda quién es su mejor amiga, ¿vale? No querrás enfrentarte a ella.

Arella resopló.

—¿Crees que tengo miedo de Xena? —echó otra larga mirada a la reina—. No le tengo miedo. Además, la discusión más larga al amor del fuego en toda la nación es si estas dos están liadas o no. ¿Participas en las apuestas? Yo sí.

Erika ladeó la cabeza morena.

—Te lo digo en serio, Arella. Yo la he visto luchar, tú no. No te metas con ella, porque deja que te diga que lo puedes pasar muy mal —pero sabía que era una causa perdida. Ya conocía esa expresión de los ojos grises de Arella—. La cuestión no es si están juntas o no... la cuestión es que es muy protectora cuando se trata de esa pequeñaja.

—Ya, pero no está aquí —Arella sonrió con indolencia—. Y yo sí —miró a Erika, meneando una ceja roja—. ¿Quién sabe? A lo mejor le apetece un poco de acción —ladeó la cabeza de fuego y observó a la reina, que estaba ahí parada, cruzada de brazos, mientras Ephiny señalaba la nueva plataforma de ceremonias que habían construido hacía poco. Reconstruido, se recordó a sí misma con un bufido—. Además, seguro que cuenta unas... historias estupendas —sonrió a Erika con aire socarrón.

—Oh, dioses —suspiró Erika, haciendo una mueca—. Recuerda, cuando la caca de centauro empiece a salpicar, yo no voy a estar a tu lado. No quiero que esa mujer me arranque el pellejo.

—Gallina —se burló Arella, dándole un empujón a Erika—. A lo mejor lo hago sólo para enfrentarme a ella —se levantó—. Venga. Voy a que me presenten a esta pequeña amazona de pacotilla —esperó a que Erika se uniera a ella y luego echó a andar por el recinto.

Gabrielle las vio venir y le hizo un gesto a Ephiny ladeando la cabeza y enarcando una ceja. Ephiny echó un vistazo a la derecha y suspiró, miró al suelo y se cruzó de brazos.

La bardo observó a las dos que se acercaban por el rabillo del ojo. Es grande, ya lo creo. Mucho músculo, pero en cierto modo no parece muy funcional , pensó. Como si sólo fuese de adorno. Así que a lo mejor ella es igual. Oyó el comentario de una voz conocida dentro de su cabeza a medida que Arella se acercaba: "Cuando la gente intente intimidarte, Gabrielle, mantente firme y sonríe. La sonrisa es lo que los pone nerviosos". Sonrió por dentro, imaginándose el brillo de esos ojos azules y la demostración de esa sonrisa. Ah, sí... ya lo creo que los pone nerviosos. Mantuvo esa imagen presente en el momento en que Arella invadió su espacio personal, con aire amenazador.

Y se apoyó indiferente en su vara, no retrocedió y dejó que su boca se curvara en una sonrisa humorística.

—Perdona, creo que no nos conocemos —comentó, ofreciéndole la mano—. Soy Gabrielle.

Arella tuvo que dar un paso atrás para estrecharle la mano y eso la dejó descolocada. La reacción no era en absoluto aquella a la que estaba acostumbrada. La mujer no parecía sentirse intimidada por ella en absoluto, en realidad parecía hacerle gracia.

—Arella. Sí. Bueno, hola —contestó, con cautela, aceptando la mano que se le ofrecía y estrechándola con cuidado. Se quedó sorprendida por la fuerza de esa mano y al notar callos bajo los dedos. Unos ojos verdes miraron directamente a los suyos y ella fue la primera en parpadear, sobresaltada por esa mirada irresistible—. Me alegro de conocerte —logró decir—. He oído hablar mucho de ti. A Ephiny, quiero decir —miró a la amazona rubia, que observaba el encuentro con interés—. Me alegro de que hayas llegado. A lo mejor podemos hablar en algún momento —saludó a Gabrielle inclinando bruscamente la cabeza y se apartó, dirigiéndose al comedor común. Erika la siguió, volviéndose de vez en cuando para mirar a la reina y a Ephiny.

—Vaya —Erika parpadeó—. Es...

—Sí —espetó Arella, con mala cara—. Más de lo que creía. Podría ser un problema.

Ephiny logró controlarse hasta que desaparecieron y entonces le dio un ataque de risa muy poco digno.

—Oh... —exclamó jadeante, agarrándose al brazo de Gabrielle—. Ha sido perfecto. Has estado perfecta —respiró hondo—. Oh, ¿dónde has aprendido a hacer eso? Ha sido genial.

Gabrielle se rió por lo bajo.

—Tengo una maestra muy buena, Ephiny —sonrió a la amazona—. Que sabe muchísimo en materia de intimidación.

—Ah —Ephiny se echó a reír—. Claro. Cómo no —se creó una imagen mental de Gabrielle recibiendo lecciones de Xena sobre ese tema—. ¿Te ha enseñado la "mirada"?

Gabrielle se preparó, luego adoptó una expresión intensa, agachó la cabeza, estrechando los ojos ligeramente, y miró directamente a los ojos sorprendidos de Ephiny.

—¡Caray! —exclamó la amazona, boquiabierta—. ¡Lo haces perfecto! —volvió a estallar en carcajadas—. No me puedo creer que hayas conseguido que te enseñe a hacer eso.

La bardo se unió a sus risas.

—La verdad es que es muy divertida, una vez la conoces —confesó, sin hacer caso de la ceja enarcada de Ephiny. Divertida. Sí. Eso también... —. Pero supongo que yo veo una faceta distinta de ella —reconoció, al notar la expresión escéptica de la amazona.

—Supongo —asintió Ephiny, sonriendo a Gabrielle con indulgencia—. Vamos a instalarte en tus aposentos, majestad —e hizo caso omiso de la mueca, encaminándose hacia una cabaña más grande situada a cierta distancia de las demás.

Anfípolis

Xena estaba tranquilamente sentada a lomos de Argo, contemplando el valle que tenía debajo. Su casa. Anfípolis.

—Ha pasado tiempo, Argo —le murmuró a la yegua, que dilató las fosas nasales para olisquear la brisa que llegaba. Miró hacia abajo y rascó al pequeño Ares... no, maldita sea. NO voy a llamarlo así... en la cabeza y se quedó mirando mientras él mordisqueaba muy contento un trozo de su faldilla de cuero. El animal había sido un consuelo inesperado, reconoció de mala gana. Le había hecho pensar en otra cosa que no fuese lo que estaba sucediendo a dos días al norte de aquí, le había dado algo en lo que concentrarse que no supusiera pensar en las posibilidades. O la falta de ellas.

Levantó la mirada y divisó a una persona a caballo que salía del pueblo, y sonrió un poco al reconocer al jinete cuando se acercó un poco más y resultó ser su hermano, Toris, sobre un semental ruano de patas largas y trote desigual. Sigue montando de pena.

—Vamos, Argo —le dijo a la yegua, azuzándola con las rodillas para que avanzara por el camino.

Toris no la vio hasta que la tuvo casi encima. Típico. Se irguió en la silla y soltó una leve exclamación cuando Argo se puso a su nivel.

—¡Xena! —sonrió de oreja a oreja—. Cuánto me alegro de verte.

—¿Ah, sí? —dijo Xena, mirándolo de reojo—. ¿Qué ocurre?

Toris frunció el ceño.

—¿Es que no me puedo alegrar de verte simplemente porque eres mi hermana?

Xena lo miró con las cejas enarcadas. Y esperó en silencio.

Toris puso los ojos, tan azules como los de ella, en blanco y se encogió de hombros algo azorado.

—Vale, está bien, me alegro de verte. Pero... —se fijó en su silla—. ¿Qué es eso? —se inclinó y se acercó más—. ¿Es eso lo que creo que es? —miró a Xena con una sonrisa maliciosa—. Tienes un cachorrito. Qué monada.

Xena logró de algún modo controlarse para no tirarlo del caballo de un bofetón. Pero le costó.

—No —gruñó—. tienes un cachorrito —pero no soltó al animalito—. Lo he traído para madre.

Toris se echó a reír.

—Sí, ya —la miró—. Oye, tienes buen aspecto. ¿Pero qué te ha pasado en los brazos? —se echó hacia delante para ver bien las vívidas marcas rojas—. Parece reciente.

Su hermana suspiró y señaló con la barbilla a la bolita peluda.

—A la madre la mató una pantera —se encontró con la mirada horrorizada de Toris, con aire indiferente. Provocarlo siempre ha sido divertido. Se me había olvidado. Casi.

—¿Le quitaste ese animal a una pantera? —se tambaleó en la silla—. Xena, estás chiflada.

—No he dicho que se lo quitara a una pantera —comentó Xena, viendo cómo fruncía el ceño—. No estaba cerca de la pantera para nada.

—Ah —contestó Toris, aliviado—. Menos mal. Por un momento, pensé que me ibas a decir que luchaste por él con una pantera —se rió entre dientes—. Esas panteras de montaña son demasiado peligrosas para andar jugando con ellas.

—No —dijo Xena con indiferencia—. Luché con la pantera porque se me tiró encima —le echó una mirada—. El cachorro simplemente tuvo suerte —continuó, fingiendo que no veía cómo se quedaba boquiabierto y que su caballo se quedaba parado en el sitio. Sus ojos soltaron un destello risueño. Se lo tenía merecido. Se volvió cuando el ruido de unos cascos al trote llegó a su altura y se hizo más lento cuando él se colocó de nuevo a su lado.

—Una pantera —repitió, encogiéndose al ver las rajas que tenía en los hombros y que ya se estaban curando—. Chica, Xena —sacudió la cabeza—. Bueno, ¿y donde está tu amiga la bardo?

Xena había ensayado la respuesta a esta pregunta.

—Dirigiendo a las amazonas durante un tiempo —con tono despreocupado. Lo miró, sus ojos se encontraron y Xena se hizo una idea de lo que era mirar a unos ojos tan vívidos como los suyos. Es interesante. A lo mejor eso explica esa cara tan rara que se le pone a veces a Gabrielle cuando pasamos el rato simplemente... En fin —. Están teniendo problemas con sus vecinos.

Toris se quedó pensando un momento.

—Bueno... ¿y por qué ella? —preguntó, desconcertado. La pequeña bardo le caía bien y tenía la ligera sospecha de que a su durísima hermana también le caía bien.

Xena se encogió de hombros.

—Bueno, es que es la reina por derecho de casta, Toris. Piensa que es responsabilidad suya intentar ayudarlas —volvió a encogerse de hombros—. Se toma muy en serio sus responsabilidades.

—¿De verdad? —Toris se sentía intrigado. Conocía la existencia de las amazonas. La mayoría de los que vivían por esta zona la conocían—. ¿Y cómo es eso?

—Una larga historia —dijo Xena, mirando al frente—. Luego te la cuento, pero será mejor que primero me digas qué está pasando, antes de que tenga que oírselo a madre.

Toris aceptó el cambio de tema sin problema.

—Vale. Pues, sí, últimamente las cosas se han puesto un poco difíciles por aquí. Hay dos señores de la guerra en la zona y se han dividido el territorio entre los dos. Nosotros estamos más o menos en medio y nos acosan los dos.

—¿Os acosan? —preguntó Xena, en voz baja, notando que se empezaba a enfurecer.

—Sí —suspiró Toris—. Llegan, se llevan alimentos, se llevan suministros, ese tipo de cosas. O a veces sólo quieren pago en moneda, a cambio de lo cual tardan un tiempo en volver —no miraba a Xena a los ojos—. Ya sabes a qué me refiero.

Su hermana asintió.

—Sé exactamente a qué te refieres.

—Bueno, pues el caso —continuó él algo incómodo—, es que la cosa está dura y el negocio ha decaído. Madre está preocupada por la posada —volvió los ojos hacia ella—. Creo que se va a alegrar de verte. Últimamente habla mucho de ti.

Xena soltó un resoplido.

—Me lo imagino, dado lo que os están haciendo pasar estos señores de la guerra, cosa que era yo antes —cerró los ojos con asco—. A lo mejor ha sido un error venir aquí.

Toris la agarró del brazo y se sorprendió al notar que ella se ponía tensa, pero luego recordó a quién estaba agarrando.

—Lo siento —murmuró, pero no la soltó—. Escucha... lo único que nos ha mantenido intactos, Xena... lo único... es que esos dos señores de la guerra saben quiénes somos. Saben que yo soy tu hermano. Y que ella es tu madre. Y no quieren tocarnos. Hay tres aldeas arrasadas por el fuego al sur de aquí y otra al este. Pero nosotros no —sonrió un poco—. Te tienen miedo, hermana pequeña.

Xena lo miró enarcando una ceja.

—¿Pequeña? —se rió entre dientes con ironía—. Mucho ojo. O descubrirás lo pequeña que no soy.

—¿Ah, sí? —Toris sonrió, alargó la mano de nuevo y la agarró de un brazo—. ¿Me estás desafiando?

—Toris —gruñó Xena, bajando la mano y agarrando bien a Argo con sus largas piernas—. No estoy de humor —muy seria, metió al lobezno en una alforja mientras Toris intentaba hacer palanca con su brazo—. Déjalo.

Toris se echó a reír encantado.

—Ajá... ¡ya te tengo! —tiró con entusiasmo del brazo, intentando hacerle perder el equilibrio—. ¡Ay! —exclamó sorprendido, al verse levantado de la silla y tirado al suelo polvoriento, tras haber perdido su asidero—. ¿Cómo haces eso?

Xena meneó la cabeza mientras se ajustaba el brazal.

—Nunca aprendes —hizo avanzar a Argo hacia la posada—. Venga, vámonos —y suspiró cuando él se echó a reír, volvió a montar de un salto en el ruano y la siguió.

La posada estaba en el límite del pueblo y era un edificio de dos plantas con una pesada puerta de entrada que daba a una sala con asientos y al fondo tenía un mostrador de servicio que ocultaba las zonas de cocina y preparación de alimentos a los clientes. A esta hora del día, estaba vacía, aunque en los últimos tiempos la hora del día no había influido mucho en el número de clientes que frecuentaban el lugar. Una mujer fuerte de corta estatura estaba apoyada en el mostrador de servicio, contemplando la sala vacía con expresión algo lúgubre.

—Cyrene, ¿crees que nos queda suficiente cebada para hacer un estofado? —le llegó la voz amable de Johan, interrumpiendo sus pensamientos.

—¿Mmm? —contestó, inclinándose con rigidez para ver lo que estaba haciendo—. Ah, sí, Johan. Tenemos suficiente. Adelante —suspiró. Apenas. Y que hubiera más dependería de si había suficientes clientes para pagar esta olla. Se secó las manos en el delantal y volvió al mostrador, apoyando los codos en la madera gastada y contemplando, sin ver, el sol del final de la tarde que se colaba por la entrada de la posada.

El negocio iba mal desde hacía mucho tiempo. Hasta la gente del pueblo se quedaba en su casa, sin querer hacer público el hecho de que tenían dinares que gastar en comida y bebida donde alguno de los soldados de los señores de la guerra pudiera verlos. Y las tropas confiscaban todo lo que podían encontrar, dejando a los aldeanos con sobras, en su mayor parte. Sobrevivían, pero ir apenas tirando ponía a la gente furiosa y alterada y las cosas iban a peor. Ella estaba furiosa, y mucho, con los señores de la guerra y sus soldados, con la mansedumbre de los demás aldeanos, pero sólo era una mujer ya mayor y cansada. Necesitaban algo más. Fue a la ventana con una agilidad impropia de sus años y se quedó contemplando el camino y, al otro lado, el resto del pueblo. Al cabo de un momento, Johan se reunió con ella.

—El estofado está en el fuego —comentó—. ¿Va a venir Toris a cenar?

Cyrene se encogió de hombros.

—Probablemente. No suele perderse una comida —en su boca se formó una sonrisa por un instante, al pensar en su hijo mayor. Era buen chico, realmente. Lo quería, pero aunque nunca lo decía, no paraba de mirarlo intentando ver en él el fuego de Lyceus, sin encontrarlo jamás. Y a veces, como ahora, lo miraba con la esperanza de ver algo del valor de su hermana y tampoco lo encontraba. Xena. La hermana. Su hija. Cyrene meneó la cabeza con desconcierto. A veces costaba creerlo. Y aunque en otro tiempo había temido y repudiado a su fiero retoño, ahora... ahora... le había dado la sensación de que, con tiempo, podría llegar a apreciar e incluso a querer a la mujer salida de la niña salvaje que había parido. Su última despedida había sido afectuosa y Cyrene casi había llegado a estar cómoda al pensar en quién era Xena, ahora. Y se descubría deseando, cada vez con más frecuencia, tener la oportunidad de estar más cerca de ella.

—Ya viene —comentó Johan—. No está solo —continuó, con la ronca voz teñida de sorpresa. Había visto dos caballos que se acercaban. Uno era el ruano de Toris, el otro un animal de color dorado con la crin y la cola de color crema. Con un jinete casi de la misma estatura que Toris y con su mismo colorido—. Por Zeus... no puede ser quien creo que es, ¿verdad?

—Dioses —susurró Cyrene, al verlos—. No me lo puedo creer —sonrió, por primera vez desde hacía mucho tiempo—. Es mi hija —se dirigió a la puerta, con Johan pisándole los talones—. Mira que aparecer ahora... en el momento justo en que estaba pensando en ella.

Los dos hermanos detuvieron a sus caballos junto a la barandilla de la posada y desmontaron y Xena le pasó algo a Toris antes de dirigirse a la puerta y a la figura compacta de su madre.

—Madre —asintió, saludándola, y se quedó algo sorprendida cuando Cyrene la rodeó con los brazos, estrechándola con fuerza. Le devolvió el abrazo y, con una leve sonrisa, levantó a la mujer más menuda por el aire—. Yo también me alegro de verte.

—¡Bájame! —rió Cyrene, golpeando a Xena en la espalda—. Presumida —pero sonreía y siguió sonriendo al agarrar a su hija del brazo y meterla en la posada—. Déjame que te vea —sus ojos recorrieron ansiosos a la alta figura y se encogió al ver las irritadas marcas de las garras—. ¿Qué has estado haciendo? —no esperó la respuesta—. ¿Dónde está Gabrielle?

Toris se sentó en un banco cercano, con aire risueño.

—Está dirigiendo a las amazonas.

—¿En serio? —preguntaron Cyrene y Johan a la vez—. ¿Cómo es eso? —Cyrene miró a Toris—. ¿Y de dónde has sacado a ese lobo?

Los hermanos se miraron, de esa forma en que sólo podían mirarse unos hermanos.

—Creo que será mejor que nos sentemos y así sólo tendré que contarlo una vez —suspiró Xena.

Recinto de la aldea amazona, cabaña de la reina

Gabrielle estaba sentada muy pensativa, mordisqueando la punta de su pluma mientras meditaba sobre lo que iba a escribir. Era su primera noche en la aldea y ya era tarde y había decidido, puesto que parecía que no podía dormir, empezar una especie de diario de sus pensamientos.

Alguien llamó ligeramente al poste de su puerta y levantó la mirada de golpe. Era un poco tarde para recibir visitas.

—Adelante —y por alguna razón no se sorprendió al ver la alta figura de Arella recortada en el umbral. Como le había dicho a Jessan, a veces simplemente sabías cuándo la gente quería hacerte algo malo. Ahora era una de esas ocasiones. Sabía con toda certeza que Arella no era una amiga y que nunca podría serlo, porque deseaba el poder y Gabrielle lo tenía, y recordó vívidamente su conversación con Xena cuando la alta y fuerte amazona entró en su cabaña y se quedó mirándola con interés nada disimulado.

—Hola —dijo Gabrielle, cerrando el pergamino encuadernado en el que estaba escribiendo y reclinándose en la silla—. Es tarde para estar levantada —siguió mirando a la alta pelirroja a los ojos, esperando a ver qué iba a hacer a continuación. ¿Qué haría Xena? Mantendría la calma, estaría relajada y fingiría que todo iba bien. Bien. Vale. Vamos allá.

—Sí, bueno —dijo Arella, con indiferencia, sentándose en la silla que había al otro lado de la mesa de la bardo—. Estaba de patrulla y he visto que todavía tenías una antorcha encendida. Se me ha ocurrido pasarme a saludarte —observó críticamente a la mujer sentada detrás de la mesa—. Sabes, no es por entrar en temas personales ni nada, pero seguro que te podríamos dar una camisa de dormir que fuese de tu talla — Maldita sea... parece una niña con eso. Ephiny debería intervenir, aunque supongo que diría que lo que se ponga la reina para dormir es asunto suyo. A lo mejor puedo hacerlo asunto mío. Sus labios se curvaron en una sonrisa—. Eres la reina.

Gabrielle dejó asomar una leve sonrisa y bajó la mirada hacia la pluma manchada de tinta que estaba dando vueltas entre los dedos. La camisa era demasiado grande para ella, los hombros le llegaban a medio brazo y el largo le llegaba casi hasta las rodillas. No era una sorpresa.

—No, ésta está muy bien. Me gustan así —le aseguró a Arella con una sonrisa cordial—. Pero gracias por interesarte.

La pelirroja se encogió de hombros.

—Tú misma —miró por la habitación—. Bueno, ¿qué te parece por ahora? Esto debe de ser muy distinto a lo que estás acostumbrada —volvió a mirar a la bardo a la cara, impasible y reservada a la luz de la antorcha algo vacilante. Es más difícil de captar de lo que pensaba. Antes creía que Xena la tenía a su lado para reírse. Ahora no estoy tan segura. Bonitos ojos.

—Bueno —dijo la bardo riendo—, no exactamente. Para empezar, paso mucho tiempo durmiendo en el suelo —miró las paredes—. O en posadas de pequeñas aldeas —sus ojos observaron a Arella—. Y, de vez en cuando, en algún que otro palacio —se levantó y fue a su bolsa, guardando dentro el manuscrito, consciente de los ojos que la miraban—. Bueno... ¿has descubierto algo interesante mientras explorabas?

—Ah, esto y lo otro —dijo Arella despacio—. Pero debería dejar que te acuestes —dicho lo cual, se levantó y se estiró y luego se acercó donde estaba Gabrielle. Vamos a probar. Será divertido. Movió la manga excesivamente larga de la bardo con una mano y sonrió—. Así que te gustan grandes, ¿eh? —capturó los ojos verdes con los suyos—. Yo soy el patrón que usan aquí para medir esas cosas.

Gabrielle la miró parpadeando, con aire inocente.

—Me alegro por ti —sonrió—. Seguro que te sientes muy especial —se cruzó de brazos y captó el aroma ligero y conocido que surgía de la tela y que la protegía de la energía nerviosa que emanaba de la amazona plantada mucho más cerca de ella de lo que dictaba la cortesía.

—Pues sí —contestó Arella, en voz baja, luego se echó hacia atrás y saludó a Gabrielle haciendo un gesto florido con la mano—. Majestad —y entonces se fue, saliendo por la puerta con perfecta precisión.

Gabrielle suspiró, meneando la cabeza y riéndose un poco por dentro. Lástima que no se dé cuenta de que estoy acostumbrada a un patrón diferente. Casi ocho centímetros más alto. Soltó una risita. Y unas mil veces más... intentó encontrar una palabra para describirlo. ¿Complicado? Tal vez. ¿Complejo? Claramente. ¿Peligroso? Ah, de eso no cabe duda.

—¿Gabrielle? —Ephiny asomó la cabeza por la puerta, con cara preocupada. Vio a la bardo cerca de la cama, al parecer muy pensativa, pero los ojos verdes se alzaron al instante y se encontraron con los suyos—. ¿Va todo bien? —entró en la habitación, recorriéndola con los ojos—. He visto a Arella saliendo de aquí —se acercó a Gabrielle, con tono preocupado.

—Todo va bien, Ephiny —suspiró la bardo—. Por favor, deja de preocuparte. Puedo arreglármelas —añadió, con cierta irritación—. Ha venido simplemente a darme las buenas noches, creo, y a... no sé... a jugar un poco conmigo —miró a Ephiny, que la miraba con expresión inescrutable—. Es francamente detestable —añadió, haciendo una mueca.

Ephiny soltó una carcajada sofocada.

—Se cree irresistible, sabes. La llamamos Arella la Irresistible a su espalda — Me parece que para Gabrielle no lo es. Qué palo para su ego —. Ha hecho muchas de sus... mm... conquistas de esa manera —frunció un poco el ceño—. Es muy insistente. Dime si empieza a molestarte en exceso —ladeó la cabeza y arrugó la frente—. ¿Y de dónde has sacado esa camisa? Te queda enorme.

Gabrielle soltó un profundo suspiro.

—Lo sé —dijo, echándose a reír—. Arella ha dicho lo mismo —se sentó en la cama y se abrazó a sí misma—. Si hubiera sabido que las reinas amazonas solían tener visitas a horas intempestivas, me habría vestido más adecuadamente —alzó las manos como rindiéndose—. Está bien, está bien, mira... la cogí por equivocación cuando estaba recogiendo mis cosas, ¿vale? Es evidente... —y agarró los hombros, estirándolos—, que es de Xena. Así que... ¿podemos pasar al siguiente tema, por favor? — Que la cogí, sí. ¿Por equivocación? Mm... sí. Ya.

—Vale... vale... —Ephiny alzó las manos, riendo—. Ya me entero — ¿Me entero? Mmm... no sé yo... Se puso seria—. Pero ten cuidado con Arella, ¿vale? Escucha, somos amigas, ¿verdad? —miró a la bardo a los ojos.

—Sabes que sí —contestó Gabrielle, afectuosamente. Aunque antes creías que era la mascota de Xena. Pero ya no...

—Muy bien. Sé que no quieres meter a Xena en esto —dijo Ephiny, con seriedad, alargando la mano y tocando el brazo de Gabrielle—. Pero que seas reina no va a mantener a Arella alejada de ti —hizo una mueca—. No le gusta aceptar un no como respuesta —se le puso la cara muy seria—. Así que si tienes que usar la fama de Xena para quitarte de encima a Arella, no te sientas mal por ello. No, por favor. Te he pedido que vengas aquí porque he pensado que era importante, pero no quiero que te pase nada, de verdad — Porque, entre otras cosas, Xena nunca me lo perdonará. Y destrozará este sitio. Lo sé —. Mira —bajó la voz—, todo el mundo sabe que Xena y tú... sois íntimas. ¿Vale? Nadie en su sano juicio va a enfurecerla, Gabrielle —su mirada se posó un instante en su camisa y luego volvió a su cara, mirada que la bardo captó perfectamente.

Gabrielle se quedó callada un buen rato. Todo el mundo lo sabe, ¿eh? Sonrió por dentro. Por fin alzó la cabeza, asintiendo.

—Gracias. Te lo agradezco, Ephiny. Mucho —miró al suelo pensativa—. Tienes razón. No quiero meter a Xena en esto. Ésa ha sido la razón de que no venga aquí conmigo, ¿recuerdas? —la amazona asintió—. Lo haré sólo como último recurso. Y éste no era momento para últimos recursos —fue a su mesa de trabajo y cogió un objeto pequeño, al que dio vueltas entre los dedos—. Además, Xena me ha dicho más o menos que haga lo mismo —sonrió levemente a Ephiny—. Me advirtió de que seguro que había gente como Arella — Tenía razón. Dioses, cómo me molesta que siempre tenga razón.

Ephiny tuvo que darse por satisfecha con eso. De mala gana, asintió y se volvió para marcharse.

—Con eso tendrá que bastar, pues. Buenas noches —saludó a la bardo inclinando la cabeza y se dirigió a la puerta, la cruzó y se adentró en la noche, y estuvo a punto de chocarse con una de sus propias tenientes—. Ten cuidado, Granella.

—Bueno... ¿qué quería la Irresistible? —preguntó la delgada morena, caminando al lado de Ephiny—. ¿Ya está probando suerte con nuestra nueva dirigente? No pierde el tiempo.

Ephiny resopló.

—Sí, pero Gabrielle la ha mandado a paseo. Seguro que se ha quedado de piedra —echó una sonrisa taimada a Granella—. Sin embargo, he descubierto que nuestra reina duerme con una de las camisas viejas de Xena, así que a lo mejor conviene que hagas correr la voz. A lo mejor se ahorra algún dolor de cabeza.

Granella se echó a reír alegremente.

—Ajá... ¿en serio? —sus rasgos delicados se iluminaron con una sonrisa—. Aaah... qué cosa más tierna, Eph.

Ephiny sonrió a su vez.

—Sí, ¿verdad? Creo que en el fondo sigo siendo una romántica.

Su teniente enarcó una ceja.

—Creo que sí, pero nunca pensé que Xena lo fuese —ladeó la cabeza con aire pensativo—. ¿Estás segura de que no se trata de un caso grave de culto a la heroína?

Ephiny se lo pensó mientras se dirigían a su cabaña.

—Antes estaba convencida de que lo era. Ahora... —sacudió la cabeza rizada—. Ahí hay algo, Gran. Algo muy profundo. No sé exactamente cómo de profundo, pero si yo fuese Arella, te aseguro que no querría descubrirlo.

—Bueno, no eres Arella. Y no veas cómo me alegro —dijo Granella, con un bufido—. ¿Te apetece un poco de vino caliente con especias? Empieza a hacer fresco por las noches —meneó una ceja invitándola—. Venga, deja que te hagamos la pelota por una vez.

Ephiny sonrió, alzando las manos con gesto resignado.

—Está bien... por qué no. De todas formas, quiero oír los últimos cotilleos de las exploradoras. Vamos.