La esencia de una guerrera vii
La celebracion en el palacio termina en tragedia
La esencia de una guerrera
Melissa Good
Título original:A Warrior By Any Other Name.Copyright de la traducción: Atalía (c) 2002
—Venganza, ¿eh? —le chispeaban los ojos—. Eres peligrosa, Xena.
—Eso me han dicho —respondió Xena con seco humor. Lo llevó de nuevo a la mesa y se sentó a su lado, frente a Gabrielle y Sharra, que estaban charlando como viejas amigas mientras Gabrielle le sacaba información sobre los comerciantes de la ciudad. Comió en silencio, escuchando hasta que Gabrielle hizo una pausa para respirar—. ¿Por qué no te llevas a Sharra para que te lo enseñe todo, Gabrielle? —propuso como de pasada—. Yo tengo que ir a ver a los marroquineros y los armeros. Sé que a ti eso no te gusta nada.
Gabrielle la miró, pero en la expresión de Xena no vio nada salvo un moderado interés.
—Mmm. Vale. Es una buena idea —enarcó una ceja al mirar a Sharra, que asintió con entusiasmo—. Os vemos más tarde, entonces —continuó la bardo y la trabajadora del castillo y ella se apartaron de la mesa y se dirigieron hacia la puerta.
Xena las siguió con los ojos hasta que salieron de la estancia, luego miró hacia la izquierda y vio que Jessan la miraba con expresión maliciosa.
—¿Qué? —gruñó.
Jessan se limitó a sonreír y volvió a bajar la mirada hacia su plato, que estaba casi vacío.
Xena sofocó una risa y se levantó de la mesa.
—Bueno, tengo que ocuparme de unas cosas. Hasta luego, Jessan.
Pasó por el rastrillo y se dirigió a las plazas del mercado. Primero el armero , pensó y se volvió hacia el sitio donde oía el típico ruido rítmico de un yunque bajo el martillo. Se quedó observando cómo trabajaba un rato, mientras una espada corta iba cobrando forma bajo sus habilidosas manos. Él era consciente de que estaba allí, pero ella no lo distrajo hasta que la espada quedó bien enfriada en un barreño de agua cercano. Entonces él se acercó, secándose en el delantal las manos ennegrecidas tras décadas de trabajo en la forja.
—Bonita pieza —comentó Xena, señalando el barreño de agua con la cabeza.
—Gracias —el herrero sonrió de medio lado—. ¿Qué es lo que deseas? Una espada no, seguro —sus profundos ojos marrones soltaron un destello—. Ayer vi la tuya. Muy buena.
Xena se rió por lo bajo.
—No, hoy no. Dos dagas para las botas. Lo demás conseguí conservarlo —recorrió el taller con mirada distraída mientras él se acercaba a un baúl y sacaba varias dagas. Sus ojos se posaron en un juego de cuchillos de cocina que estaban en un estante justo a la altura de su mirada. De un solo filo, espiga pequeña, mangos bien forrados, pensó y luego sonrió—. Y esos también —señaló el juego con la barbilla.
El herrero la miró sorprendido.
—Esos son cuchillos de cocina, mi señora. Para cortar carne y esas cosas.
Xena lo miró ladeando la cabeza.
—Ya lo sé —se inclinó hacia él—. Y no soy una señora —a eso le siguió una sonrisa fiera y el herrero retrocedió un paso. Ella salió un poco después, con un paquete debajo del brazo, y se dirigió al marroquinero, cuyos talleres, situados contra el viento, estaban llenos de soldados solicitando arreglos de su armadura básica tras la batalla del día anterior.
El maestro artesano, un hombre mayor de pelo rojizo canoso y dulces ojos grises, se distrajo de su discusión con un soldado magullado cuando entró ella y terminó el debate a toda prisa, acercándose a ella con una sonrisa.
—Ah. Nuestra heroína —sonrió aún más cuando ella hizo una mueca—. Hola, Xena. Cuánto tiempo —añadió el marroquinero con aprecio, ofreciéndole el brazo como saludo.
—Hola, Teldan —contestó Xena, con el mismo aprecio—. Se me ha ocurrido pasarme por aquí y darte trabajo, por los viejos tiempos —sus ojos chispearon—. Además, trabajas bien —le estrechó el brazo que le ofrecía y le sonrió, recordando la última vez que se habían visto—. La última túnica ha resistido bien hasta ahora.
—Viniendo de ti, eso es un buen cumplido, muchacha —contestó el marroquinero, ahora todo negocios—. Vamos ahí atrás. Tengo unos cueros muy bien curados... elige el que quieras —la llevó a la zona separada por una cortina donde colgaban los cueros curándose. Xena fue pasando de uno a otro, acariciándolos con los sensibles dedos hasta que encontró uno cuya textura y peso le gustaron.
—Traje completo —dijo, escuetamente—. Éste está bien —lo miró de reojo—. El mismo modelo que la última vez.
El artesano le sonrió de oreja a oreja.
—Ése es un encargo que me encanta. Venga... vamos a ver si te han cambiado las medidas antes de que empiece a cortar —la cogió del codo con gentileza y la llevó a una estancia trasera—. Y después de todos esos soldados peludos, menudo placer va a ser esto, permíteme que te diga.
Xena suspiró y puso los ojos en blanco, mientras se quitaba la túnica, y se quedó plantada con aire despreocupado mientras él reunía la información que necesitaba.
—Parece que has estado trabajando duro —comentó Teldan, garabateando notas en un trozo de papel. Sus dedos rozaron ligeramente los moratones que tenía en las costillas—. ¿Eso es de ayer?
—Mm-mm —contestó la guerrera—. Ya sabes cómo es esto.
—Sí —gruñó Teldan—. Lo sé —se colocó detrás de ella y le midió los hombros, alzando una ceja ligeramente y tomando nota—. ¿Has estado moviendo rocas o algo así? —asomó la cabeza por su costado y captó su mirada desconcertada—. Tienes los hombros cinco centímetros más anchos que la última vez.
Xena alzó las manos, encogiéndose de hombros.
—He estado luchando mucho, supongo —contestó—. La verdad es que no me fijo — ¿Cinco centímetros? ¿Pero qué he estado haciendo?
Teldan soltó un gruñido divertido y siguió tomando notas.
—Supongo que no. ¿Esos golpes y este corte es todo lo que te has llevado del campo de batalla? —observó los músculos que se movían por toda la espalda cuando ella se dio la vuelta para mirarlo.
—He tenido suerte —dijo Xena, encogiéndose de hombros.
Teldan la rodeó para mirarla de frente y sus ojos recorrieron despacio su figura. Contuvo una carcajada y meneó la cabeza.
—¿Suerte? Vamos, Xena. Tú no tienes suerte. Es que eres buenísima. No te quites mérito, ¿vale? —la miró con cariño—. Veo todo tipo de gente, muchacha, y ojalá viera más como tú —le pasó su túnica—. Vuelve a ponerte eso antes de que me obligues a hacer algo por lo que seguro que acabo con un brazo roto —se rió entre dientes y se apoyó en un baúl cercano, para terminar sus notas—. Serán dos o tres días —levantó la mirada—. Te vas a quedar para las celebraciones, ¿no?
—Sí —asintió Xena, acercándose y apoyándose en el mismo baúl—. Ningún problema —le sonrió—. Gracias, Teldan.
—Por ti, lo que sea, muchacha —le sonrió Teldan a su vez—. Cuídate, ¿eh? Me gustaría seguir haciéndote túnicas durante mucho tiempo.
Xena meneó la cabeza.
—Nada de promesas, Teldan —pero le guiñó el ojo antes de recoger su paquete y salir del taller del marroquinero. Las necesidades inmediatas ya están... ahora... Xena se detuvo un momento, intentando decidir qué hacer a continuación. Por fin, se encogió ligeramente de hombros y dirigió sus pasos hacia el grupo de comerciantes cercanos, sin un objetivo definido en mente.
Gabrielle y Sharra estaban muy entretenidas, entregadas a las compras. Gabrielle ya se había detenido donde los tejedores y había comprado no sólo tela nueva, sino además una túnica nueva de color verde claro de tela suave y reluciente para el banquete de esa noche, junto con una falda corta de color crema para acompañarla. A Sharra le gustó mucho el conjunto y le propuso un pasador para el pelo que hacía juego perfectamente. La bardo llevaba ambas cosas firmemente sujetas bajo el brazo mientras se encaminaban a la tienda del cacharrero.
—Necesito una sartén —había dicho Gabrielle, sin explicar la sonrisa sardónica que se le dibujó en la cara.
También tenía un dilema, pues estaba deseando comprarle algo a Xena, pero... ¿el qué? No puedo comprarle cualquier cosa sin más... reflexionó la bardo. Armas, fuera. Cosas con adornos, fuera. Joyas que cuelguen, fuera. ¿Otro par de brazales con armadura? Gabrielle suspiró. No.
—¿Qué te pasa? —preguntó Sharra, al verle la cara—. ¿Por qué sacudes la cabeza? —había decidido que la joven bardo le caía bien, a pesar de su compañera de viajes.
—Por ningún motivo, la verdad —contestó Gabrielle, con un suspiro—. Es que estoy intentando decidir una cosa —miró al otro lado de la calle y vio una platería—. Eh... vamos a echar un vistazo ahí —entraron—. ¡Guau! —sonrió Gabrielle—. Aquí sí que podría meterme en un buen lío —sus ojos recorrieron las joyas con interés. Dio varias vueltas por el interior, bajo la mirada divertida del platero, hasta que sus ojos se posaron en un par de brazaletes de plata forjada a juego, grabados con un bello diseño de nudos. Gabrielle se quedó sin respiración—. Oh —el familiar diseño le hacía cosquillas en la memoria con insistencia—. Son preciosos.
Sharra estiró el cuello para mirar por encima del hombro de Gabrielle.
—Mmm... —silbó por lo bajo.
—¿Cuánto cuestan? —preguntó la bardo, mirando al platero, que se acercó y la miró ladeando la cabeza, observando su cara de repente con mucha atención.
—¿Quieres venir un momento a la luz, mi señora? —le pidió el platero, con voz grave y profunda. Llevó a Gabrielle hacia la ventana y la miró intensamente a los ojos. Luego, sin motivo aparente, le sonrió con dulzura—. Me harías un gran honor si aceptaras esos brazaletes como regalo.
Gabrielle se quedó boquiabierta. Toda la escena le resultaba incomprensible.
—¿Qué? ¿Por qué? O sea... no lo entiendo.
El platero se la quedó mirando con una expresión imposible de interpretar.
—Digamos que me gustaría regalártelos. Por favor. No digas que no —la miró con ojos risueños, sacó los brazaletes de la caja, los envolvió en un paño suave y se los colocó en las manos, que no ofrecieron resistencia.
—Va... vale... —musitó Gabrielle, meneando confusa la cabeza—. Gracias —Sharra y ella salieron y se quedaron paradas, mirándose la una a la otra—. ¿Pero y eso? —se preguntó Gabrielle—. No lo entiendo —desenvolvió el paño y dejó que el sol se reflejara en el metal.
Sharra sacudió la cabeza y los miró.
—Pero son demasiado grandes para ti, Gabrielle —midió las muñecas de la bardo—. Qué lástima —dijo encogiéndose de hombros.
Gabrielle se quedó en silencio un momento y luego replicó, casi distraída:
—Ah. No son para mí —sus labios esbozaron una sonrisa. Rodeó uno con la mano delicadamente y cerró los ojos pensando—. Le quedarán perfectos —abrió los ojos y miró parpadeando a Sharra, que la miraba con cara rara.
Pero Sharra se quedó callada y al cabo de un momento, siguieron caminando por la calle.
—Bueno —dijo Sharra por fin—. Tú viajas con Xena. ¿Qué tal es eso? —miró a la bardo con curiosidad. Se dio cuenta de que eran más o menos de la misma edad, Gabrielle tal vez un poco mayor, pero en el rostro de la muchacha pelirroja había arrugas de experiencia de las que el suyo carecía por completo.
—Qué tal es eso —repitió Gabrielle, pensándolo—. Bueno, pues somos amigas íntimas —bajó la mirada y sonrió para sí misma—. Nos metemos en un montón de problemas. Como aquí.
—Qué raro. Yo no me imagino siendo amiga de alguien así —replicó Sharra, echándole una rápida mirada—. ¿No tienes miedo?
—¿De qué? —dijo Gabrielle riendo—. ¿¿De Xena?? Qué tontería —se detuvo un momento—. Bueno, no es una tontería... es decir... sí, puede dar mucho miedo a las personas que no le caen bien —sonrió a Sharra—. Pero supongo que yo no soy una de esas personas, así que veo una faceta distinta de ella —siguieron caminando en silencio un poco más—. ¿Tienes hambre?
—Un poco —reconoció Sharra—. ¿Los brazaletes son para ella? —supo la respuesta antes de que la bardo asintiera y tomó nota de la información—. Seguro que le gustan —sonrió a Gabrielle levemente—. Vamos a comprar unos pasteles. Eften los hace buenísimos, rellenos de nueces y miel —y dirigió la marcha hacia la tienda.
Xena sonreía mientras regresaba a la fortaleza. No está mal, no está nada mal , pensó con satisfacción. Túnica de cuero, dagas, algo para ponerme esta noche, botas y unas cuantas... cosas más. Todo un éxito y ni siquiera he tardado mucho. Entró en el patio y se encontró con Hectator, que iba en dirección contraria.
—¿Qué tal la cabeza? —preguntó, aflojando el paso para hablar con él.
—Me duele como el propio Tártaro —contestó Hectator alegremente—. Me he enterado de que has salido a apoyar mi economía local —la cogió del brazo y regresó con ella hacia el rastrillo—. Iba a salir para buscarte —hizo una pausa—. Todavía no te he dado las gracias como es debido. Ese murmullo medio consciente de anoche no cuenta.
Xena se encogió de hombros afablemente.
—Un trabajo como otro cualquiera, Hectator.
—No —resopló el príncipe—. ¿Puedo convencerte para que te quedes unos días? Tenemos un gran banquete planeado para esta noche y unas fiestas para los próximos dos días. Creo que te gustaría... vamos a tener concursos de guerra —sus ojos grises oscuros observaron los azules de ella—. Y también voy a invitar a Lestan y su gente.
Xena se rió entre dientes.
—Sí, muy bien. ¿Por qué no? —lo miró—. De todas formas, tenía pensado descansar unos días.
—Bien —contestó Hectator, muy satisfecho—. ¿Crees que podría conseguir que Gabrielle preste servicio como bardo esta noche durante un ratito? Les gustó mucho el otro día y seguro que conoce historias estupendas.
—Eso tendrás que preguntárselo a Gabrielle —replicó Xena, pero con una sonrisa—. Pero creo que probablemente le gustaría hacerlo.
—Estupendo —suspiró Hectator muy contento—. ¿Quieres que te lleve algunas de esas cosas? —hizo un gesto señalando los paquetes de Xena. Ésta volvió la cabeza y le echó una larga mirada con ceja enarcada—. Vale... vale... es la costumbre... disculpa —se echó a reír—. Permíteme que me vaya de aquí antes de que decidas subirme a mí por las escaleras —salió disparado por un pasillo, dejando que Xena subiera las escaleras hasta su habitación, cosa que hizo de dos en dos.
Estoy de buen humor , reflexionó la guerrera pensativa. Y creo que me gusta esa sensación. Tendré que volver a probarla en algún otro momento. Por supuesto, estaba de vuelta antes que la bardo. Xena depositó sus paquetes en el baúl que había cerca de las alforjas de Argo y los organizó, dejando a un lado el paquete de cuchillos y varios otros más pequeños. Sin embargo, su sensible oído captó unos pasos familiares que subían por las escaleras y se apresuró a meter la mayor parte de los paquetes en las alforjas, dejando fuera los cuchillos y otro paquete pequeño. Sopesó en la mano otro más y luego lo guardó con el resto.
—Ése... ése me va a meter en un lío —murmuró Xena, levantando la mirada cuando se abrió la puerta y entró Gabrielle tambaleándose, con los brazos cargados de paquetes.
Maldiciendo, Xena se acercó a toda velocidad para agarrar unos cuantos antes de que la bardo perdiera el equilibrio por completo y saliera volando. Acabó agarrando los paquetes y a la bardo y consiguió depositarlos a todos sin que se le cayeran.
—¡Gabrielle! —exclamó, riendo—. ¿Es que has comprado el mercado entero?
Gabrielle sonrió, sin aliento.
—Fiuu. Pues casi —se apartó el pelo de los ojos—. Necesitábamos muchas cosas —echó a Xena una mirada taimada—. Y he comprado una sartén —recibió una mirada—. Les dije que me la hicieran con un pincho en el extremo, por si acaso —añadió, con una sonrisa maliciosa.
—¿En serio? —rió Xena sorprendida.
—Sí —contestó la bardo alegremente—. También he comprado pieles de dormir nuevas. Dijiste que lo tenía que gastar todo, ¿recuerdas? —se levantó y empezó a organizar los paquetes—. He comprado algo para ponerme esta noche.
—Sí, yo también —comentó Xena, ante lo cual Gabrielle se detuvo sorprendida—. No me mires así. Me están haciendo una túnica de cuero nueva, porque la otra acabó hecha trizas ayer.
—¡Eh! —Gabrielle alzó las manos en un gesto de rendición en broma—. ¡Que yo no digo nada! —volvió a sus paquetes—. He conseguido provisiones y jabones y más pergaminos y tinta y... —se debatió rápidamente consigo misma—. Y esto —se volvió con el paquete de paño en las manos y lo depositó en las manos soprendidas de Xena—. Para ti.
Es curioso cómo nuestras mentes parecen seguir los mismos derroteros , pensó Xena, mientras desenvolvía el paquete.
—No tenías por qué, Gabrielle —reprendió a su amiga, luego miró el contenido y se quedó maravillada, con los ojos como platos—. Oh, Gabrielle... —levantó los ojos y atrapó la mirada de la bardo con la suya y luego trazó los diseños con un dedo—. Son preciosos.
Gabrielle sonrió.
—Parece que te gustan, ¿eh? Eso pensé —se anotó un punto mental.
—Mucho —contestó Xena, sonriéndole. Entonces cogió algo que tenía detrás y le lanzó un paquete a Gabrielle—. Mi turno.
—Pero... —Gabrielle se detuvo y se echó a reír, luego cogió el paquete y atisbó por debajo del envoltorio—. ¡Guau! —exclamó encantada—. ¿Dónde los has encontrado? ¡He recorrido todas las tiendas buscando unos como estos y no he conseguido encontrar nada! —levantó los cuchillos de cocina y volvió el filo pulido hacia la luz.
—Me alegro de que te gusten —replicó Xena—. Mira... he comprado este broche para Jessan. ¿Qué te parece? —le enseñó a la bardo el broche del león risueño que había encontrado en una pequeña tienda justo fuera de las murallas del castillo.
Gabrielle se echó a reír.
—Oh... es perfecto —tocó el broche con un dedo—. Hasta se parece a su expresión... ya sabes cuál.
—Mm-mm —asintió Xena—. Creo que será mejor que empecemos a prepararnos para el banquete —miró hacia fuera, donde se estaba poniendo el sol—. Me voy a lavar —se apartó del poste de la cama y cuando dio dos pasos hacia la habitación del baño Gabrielle la interceptó con un abrazo—. Eh... eh... —se rió suavemente ante la ferocidad del abrazo de la bardo—. Tranquila. Voy a acabar yendo al banquete con las costillas rotas.
Oscuridad total. Xena recorrió la habitación encendiendo velas para aumentar el resplandor del fuego. Las puertas abiertas del balcón dejaban pasar una brisa fresca y dulce que agitaba la llama de las velas, pero sin fuerza suficiente para apagarlas. Xena, que ya estaba vestida, se acercó a las alforjas y sacó dos paquetes más, muy pequeños. Uno lo dejó en el baúl, el otro lo desenvolvió con cuidado y se lo puso en la palma de la mano antes de acercarse a Gabrielle, que acababa de salir de la habitación del baño y estaba acicalándose ante el espejo de la habitación.
—Muy bonito —comentó la guerrera, al ver el atuendo nuevo de la bardo—. Te sienta muy bien.
—Gracias —murmuró Gabrielle, mirando a Xena y dándose entonces la vuelta del todo para mirarla fijamente—. Caray —contempló el atuendo de Xena, de seda carmesí con bordados, parpadeando un poco. Mangas abiertas forradas de blanco puro, a juego con las ajustadas polainas blancas, todo ello terminado con blandas botas negras de interior—. Estás estupenda —sonrió la bardo.
—Me alegro de obtener tu aprobación —contestó Xena con seco humor, pero sonriéndole—. Tú también estás muy guapa —alargó una mano y tocó la suave tela de color verde.
Gabrielle sonrió y se volvió de nuevo hacia el espejo.
—Me gustó —reconoció, colocándose bien una manga—. No hacemos esto muy a menudo —sonrió burlona a su propio reflejo—. Y te aseguro que yo no lo hacía en casa —se volvió y recorrió de nuevo a Xena con los ojos—. ¿El puñal es necesario? Creía que esto era una celebración... entre amigos. ¿Es que me he perdido parte de los planes o algo?
Xena se apoyó en la mesa y se cruzó de brazos.
—Pues verás —explicó—. Es una fiesta. Una gran fiesta. Donde se van a mezclar los ánimos con otro tipo de animaciones.
—¿¿¿Y...??? —preguntó Gabrielle, alzando las manos con un leve encogimiento de hombros.
—Y que cuando los guerreros contentos se emborrachan, lo primero que hacen es buscar pelea con la persona más dura de la taberna —dijo Xena en tono de guasa, extendiendo los brazos y señalándose a sí misma—. Y ésa soy yo —su tono sonaba resignado, pero con moderado buen humor—. La espada la voy a dejar aquí, pero no voy a aparecer totalmente desarmada.
Gabrielle soltó una risita.
—Xena, tendrían que ser unos suicidas —dijo—. Incluso totalmente desnuda y medio dormida, podrías con la mayoría de ellos y lo saben —sonrió a su amiga con malicia—. Sólo tienes que echarles una de esas miradas —esquivó el capón en broma de Xena y siguió arreglándose la manga que le estaba dando problemas—. Trata de no pasarte mucho con ellos, ¿vale?
—Lo intentaré —fue la respuesta ligeramente sarcástica de Xena—. Y por favor, tú ten cuidado con el hidromiel de Hectator. Es muy potente y no estás acostumbrada a beber.
—Tendré cuidado —dijo la bardo riendo por lo bajo—. Pero tú me vigilarás, ¿verdad? —miró a su amiga de reojo—. Como si tuviera que preguntarlo.
—Mmm —asintió Xena, luego echó la cabeza a un lado y observó a Gabrielle atentamente—. Esa túnica es muy bonita —murmuró—. Me gusta el color —en sus labios se dibujó una sonrisa—. Pero creo que le falta algo.
—¿El qué? —preguntó Gabrielle, mirándose en el espejo, perpleja.
—Oh... no sé. Esto tal vez —respondió Xena, como quien no quiere la cosa, al tiempo que rodeaba el cuello de Gabrielle y le abrochaba un colgante, luego apartó las manos y retrocedió.
Gabrielle se quedó inmóvil, contemplando su reflejo y el engaste de filigrana delicadamente forjada que rodeaba una piedra de un color verde grisáceo y cambiante. Sintió que el corazón le daba un vuelco, tras haberse parado un buen rato, e intentó buscar una respuesta, pero no encontró ninguna. De modo que se dio la vuelta y se quedó mirando a Xena y no dijo nada en absoluto.
—Hace juego con tus ojos —comentó Xena, con una ligera sonrisa.
—¿Sí? —soltó Gabrielle, recuperando por fin el habla.
Xena se acercó más y estudió la piedra, luego alzó la penetrante mirada para mirar a los ojos en cuestión.
—Mm-mm —dio una palmada a la bardo en el hombro—. Vamos. Será mejor que bajemos antes de que empiecen a buscarnos.
Qué cosas... Gabrielle se miró al espejo una vez más, alzando una mano para tocar el colgante. Despacio, lo levantó y lo miró y luego se miró a los ojos en el espejo. Tiene razón... son del mismo color... ¿lo ha elegido por eso o por... qué? Sintió un hormigueo nada desagradable que le recorría la espalda. Riéndose levemente y sacudiendo la cabeza, se miró por última vez en el espejo y se dirigió a la puerta.
Xena estaba en el pasillo, hablando con Jessan, y los dos se volvieron cuando se acercó a ellos. Jessan llevaba una túnica de cuello alto con cinturón, de color azul brillante, con pantalones oscuros y los pies descalzos como siempre. Le sonrió.
—Gabrielle. Estás guapísima —gorjeó alegremente, agarrándola del brazo para empezar a bajar las escaleras y agarrando hábilmente también el brazo de Xena, sin hacer el menor caso de su ceño de broma.
—Tú también estás muy bien, Jessan —comentó Gabrielle, hincándole ligeramente un dedo en las costillas. Él le sonrió y luego bajó el cuello para mirar más de cerca.
—Caray —sonrió Jessan—. Es precioso —levantó la mirada y advirtió su ligero sonrojo, adivinando con acierto de dónde había sacado la joya. Puso su expresión más maliciosa y suficiente antes de volver la cabeza para mirar a Xena, que consiguió devolverle la mirada con controlado y frío interés. Es buena. Tengo que reconocérselo. Ni se ha inmutado. Le guiñó un ojo y ella le respondió con una levísima insinuación de sonrisa en la cara. Ahhh... rió su espíritu romántico. ¿Aún no notáis este vínculo? Yo sí... al estar aquí entre las dos, siento cómo fluye a mi alrededor como el agua... y aunque las dos sois humanas y no pertenecéis a mi pueblo... tenéis que sentir algo. Seguro que sí... o por todas las señales del sol, yo también soy ciego.
—No sé, Gabrielle. Parece un poco... —dijo Xena en tono burlón, mirando a la bardo y parando a Jessan, para estudiarlo.
—Soso —terminó Gabrielle, en el momento oportuno—. Muy soso.
Xena asintió y luego, manteniendo los ojos clavados en los desconcertados ojos de Jessan, le colocó el broche del león en la túnica.
—Así. Mucho mejor —se volvió hacia la bardo—. ¿No crees?
—Absolutamente —asintió Gabrielle con decisión. Se quitó una mota de polvo imaginaria de la manga—. ¿Listos?
A Jessan se le pusieron los ojos como platos al mirarse y luego miró a Xena.
—No has...
—Pues sí —contestó Xena, secamente—. ¿Algún problema? —lo miró con una ceja enarcada—. ¿Y bien?
—Gracias —contestó el habitante del bosque suavemente, con una mirada sentidísima, e incapaz de contenerse, la rodeó con los brazos y la levantó del suelo.
Gabrielle se echó a reír cuando la soltó y se dispusieron a bajar las escaleras.
—Te das cuenta de que eres la única persona aparte de tal vez Hércules a quien le permitiría hacerle una cosa así, ¿verdad? —le dijo la bardo con una sonrisa.
—Sí —canturreó Jessan—. Lo sé —sonrió a Xena alegremente y luego flexionó los músculos de los brazos—. Eh, que tienen que servir para algo, ¿no? Es una cosa de hombres.
Xena y Gabrielle pusieron los ojos en blanco a la vez.
—Oye, qué bien lo habéis hecho. ¿Es que ensayáis o algo así? —preguntó Jessan, tomándoles el pelo.
—Vamos —bufó Xena, dirigiéndose hacia las escaleras—. Antes de que nos manden a un guardia armado.
En los ojos dorados de Jessan asomó un brillo travieso cuando llegaron al pie de las escaleras y se dio cuenta de que cientos de ojos se volvían hacia ellos. Qué cuadro debemos de hacer...
Hectator estaba hablando en voz baja con uno de sus tenientes cuando Lestan se inclinó hacia él y le dio un codazo en las costillas. El príncipe miró a su nuevo aliado, sobresaltado. Lestan se limitó a sonreír y señaló hacia la puerta con la peluda barbilla.
—¿Mmm? —replicó Hectator, mirando hacia allí, y entonces se echó a reír suavemente—. Pero qué ven mis ojos —comentó, guiñándole el ojo a Lestan cuando el hijo de éste entró en la sala, escoltando a Xena y a Gabrielle con gran elegancia—. No me puedo creer que ella le esté permitiendo una cosa así —comentó Hectator, advirtiendo la expresión divertida de la mujer morena.
Lestan se rió por lo bajo.
—Yo tampoco —intercambió una mirada con el príncipe, descubriendo cada vez más cosas que le gustaban de este aliado humano. Se volvió hacia Wennid, sentada a su izquierda, levantó la mano que sujetaba en la suya y la besó ligeramente en los dedos—. Nuestro hijo está muy guapo, ¿no estás de acuerdo, amor mío?
Wennid, desconcertada, miró hacia Jessan y ladeó la cabeza, pensativa.
—Muy propio de Jessan —sonrió burlona. Observó mientras su hijo le hacía una limpia reverencia a Xena indicándole su asiento en la mesa principal antes de seguir avanzando por la sala con Gabrielle, que inclinaba la cabeza hacia él, evidentemente contándole algo que le hacía reír.
Xena se dirigió a la mesa del príncipe, donde había un asiento reservado entre Lestan y el que estaba obligada a ocupar. Preferiría estar en la sala con Jessan y Gab , suspiró mentalmente. Oh, bueno... que empiece el espectáculo, supongo. La mesa se extendía por la sala y ella se estaba acercando por delante en lugar de por detrás y tenía la mesa entre las sillas y ella. Bueno, siempre he sido una señora de la guerra sin modales y que me ahorquen si voy a rodear toda la mesa, con toda la sala mirándome. Con los ojos chispeantes, esperó a estar a dos zancadas de la mesa y saltó hacia arriba y hacia delante, dando una voltereta por encima de la mesa y girando en medio del aire para aterrizar limpiamente delante de su silla. La expresión de Hectator estuvo a punto de hacerla estallar en carcajadas, pero en cambio se quitó una mota de polvo imaginaria de la manga y se sentó.
—Buenas noches, Hectator —y logró no echarse a reír.
Lestan se partió de risa. Hasta Wennid reprimió una sonrisa. Hectator colocó un codo con cuidado encima de la mesa y apoyó la barbilla en la mano, meneando la atractiva cabeza mientras la miraba.
—Buenas noches, Xena —dijo por fin, en tono burlón—. Muy amable por... mm... dejarte caer por aquí —esto le provocó a Lestan otro ataque de risa, mientras los criados del banquete empezaban a servir la comida y los primeros encargados del entretenimiento hacían sus reverencias.
La sala del banquete estaba iluminada por las antorchas y muy ruidosa y el jaleo de voces y la mezcla de pisadas y ruido de cacharros dificultaba incluso la conversación más cercana. Xena, sentada entre Hectator y Lestan, consiguió evitar un ataque de violencia sólo al recordarse a sí misma que en algún momento acabaría fuera de la sala y en un lugar tranquilo. Detestaba las multitudes. Detestaba el ruido. Detestaba las salas de banquetes ruidosas y atestadas de gente.
El entretenimiento estuvo bien y Gabrielle se llevó a la sala de calle con unas historias estupendas, contando las dos primeras y luego echando una mirada a Xena antes de empezar la tercera, avisándola de que ésta probablemente le iba a resultar conocida a la guerrera de una forma más personal. Efectivamente, la guerra entre centauros y amazonas. Captó la mirada de Gab y le dirigió una sonrisa auténtica, para que la bardo supiera que no estaba enfadada. Dos copas del hidromiel de Hectator habían quitado algo de fuerza a su fastidio, aunque no habían bastado ni por asomo para quitar la menor agudeza a sus reflejos. Sin embargo, la atestada sala no se había moderado como ella y ahora que la velada se iba prolongando, ya veía ojos vidriosos y pasos tambaleantes por la gran sala.
Gabrielle bebió otro trago de hidromiel, disfrutando de su fuego dulce y potente. Miró hacia la mesa principal y sofocó una risita. Interpretar las expresiones de Xena se había ido haciendo más fácil con el tiempo y la bardo sabía que esa cara aparentemente tranquila y desinteresada quería decir que Xena se estaba poniendo cada vez más nerviosa con el ruido, la gente... y que la postura relajada que tenía en la silla ocultaba una tensión muy grande traicionada por la flexión rítmica de los largos dedos... Gabrielle suspiró y miró su copa. Creo que sé de alguien que se puede beber esto mejor que yo. Se disculpó y salió de detrás de la mesa, dirigiéndose hacia la parte frontal de la sala.
A medio camino, alguien la agarró del brazo.
—Hola, preciosa —un guerrero, con la ropa algo desordenada, no soltaba a su presa—. Me han gustado esas historias. Quiero oír más. En privado —le sonrió con impudicia y buen humor.
—Gracias —suspiró Gabrielle—. Pero no querrás que me marche de la fiesta, ¿verdad? — ¿Salgo de ésta a base de labia o con amenazas? Mmm.
—Claro que sí —rió el hombre, agarrándola del brazo con más fuerza—. No se ve muy a menudo a una cosita bonita como tú. Vamos. Tengo una buena habitación en el cuartel... podemos ponernos cómodos —echó a andar, sin esperar resistencia, pero se paró en seco cuando el objeto de sus atenciones se negó a cooperar—. Oye, no te me pongas difícil, moza. Ayer tuve un día muy duro.
—Sí, bueno, yo también —contestó Gabrielle—. Y tengo otras cosas que hacer, así que... ¿qué tal si me dejas en paz?
—Dame una sola razón convincente para que no te coja en brazos y te saque de aquí. Sé lo que quiero —el hombre se estaba enfadando y la agarró del otro hombro con la mano libre.
—Una razón convincente —dijo Gabrielle, asintiendo para sí misma. Una razón convincente. Vale, hemos intentado hablar. Pasemos al plan B, como diría Xena —. Mira por encima de mi hombro derecho.
Ya, y yo soy la que siempre le está diciendo que me deje librar mis propias batallas. Mm-mm. Claro, Gabrielle, ¿me dices otra vez lo mucho que te molesta eso, mmmm?
—¿Qué? —el hombre volvió la cabeza y Gabrielle vio cómo se quedaba paralizado y una expresión de lenta comprensión cruzaba sus rasgos algo feos. Apartó las manos de ella como si estuviera al rojo vivo y empezó a retroceder, con los brazos apartados de cualquier posible arma. La bardo sonrió y ella misma volvió la cabeza para mirar hacia atrás, encontrándose con una gélida mirada azul que se suavizó cuando sus ojos se encontraron. Xena estaba de pie detrás de la mesa, con los brazos cruzados, irradiando una amenaza nerviosa que poco a poco fue cediendo a medida que Gabrielle se iba acercando a la mesa.
—¿Estás bien? —preguntó Xena, mirándola de arriba abajo.
—Por supuesto —rió Gabrielle—. Lo único que necesitaba era una mirada tuya —sonrió burlona—. Deberías descubrir la forma de embotellar eso y venderlo.
Xena hizo una mueca.
—¿No quieres eso? —señaló la copa con la cabeza—. ¿No te gusta?
Gabrielle frunció los labios pensativa.
—En realidad me gusta demasiado —reconoció, bebiendo otro trago—. No quiero que ésta sea la primera vez que me desplomo borracha —se calló un momento—. Ésta es mi cuarta copa —una mirada contrita a Xena, que se echó a reír—. He pensado que a lo mejor te venía bien... pareces un poco tensa.
—Mmm —asintió Xena—. Las grandes fiestas no son lo mío —observó la cara de la bardo y sonrió—. Entonces has bebido más que yo —advirtió la guerrera, pasando la mano ante los ojos de Gabrielle y notando la lentitud de la reacción—. Será mejor que pares —recorrió la sala con la mirada—. De todas formas, esto ya se está acabando. Creo que podemos escabullirnos sin ofender a nadie.
—No tienes por qué... —protestó la bardo—. Puedes quedarte y divertirte... —se calló ante la mirada con ceja enarcada de Xena—. Tal vez no —terminó, riendo.
—Vamos —contestó Xena, saltando otra vez por encima de la mesa y despidiéndose con un gesto de Hectator, Lestan y Wennid, que estaban apiñados en torno a un pequeño mapa, derramando hidromiel encima de dicho mapa y de ellos mismos—. Ah, sí —murmuró la guerrera—. Fíjate, me voy a perder esto —colocó una mano en el hombro de Gabrielle y la guió hacia la puerta.
—Venganza, ¿eh? —le chispeaban los ojos—. Eres peligrosa, Xena.
—Eso me han dicho —respondió Xena con seco humor. Lo llevó de nuevo a la mesa y se sentó a su lado, frente a Gabrielle y Sharra, que estaban charlando como viejas amigas mientras Gabrielle le sacaba información sobre los comerciantes de la ciudad. Comió en silencio, escuchando hasta que Gabrielle hizo una pausa para respirar—. ¿Por qué no te llevas a Sharra para que te lo enseñe todo, Gabrielle? —propuso como de pasada—. Yo tengo que ir a ver a los marroquineros y los armeros. Sé que a ti eso no te gusta nada.
Gabrielle la miró, pero en la expresión de Xena no vio nada salvo un moderado interés.
—Mmm. Vale. Es una buena idea —enarcó una ceja al mirar a Sharra, que asintió con entusiasmo—. Os vemos más tarde, entonces —continuó la bardo y la trabajadora del castillo y ella se apartaron de la mesa y se dirigieron hacia la puerta.
Xena las siguió con los ojos hasta que salieron de la estancia, luego miró hacia la izquierda y vio que Jessan la miraba con expresión maliciosa.
—¿Qué? —gruñó.
Jessan se limitó a sonreír y volvió a bajar la mirada hacia su plato, que estaba casi vacío.
Xena sofocó una risa y se levantó de la mesa.
—Bueno, tengo que ocuparme de unas cosas. Hasta luego, Jessan.
Pasó por el rastrillo y se dirigió a las plazas del mercado. Primero el armero , pensó y se volvió hacia el sitio donde oía el típico ruido rítmico de un yunque bajo el martillo. Se quedó observando cómo trabajaba un rato, mientras una espada corta iba cobrando forma bajo sus habilidosas manos. Él era consciente de que estaba allí, pero ella no lo distrajo hasta que la espada quedó bien enfriada en un barreño de agua cercano. Entonces él se acercó, secándose en el delantal las manos ennegrecidas tras décadas de trabajo en la forja.
—Bonita pieza —comentó Xena, señalando el barreño de agua con la cabeza.
—Gracias —el herrero sonrió de medio lado—. ¿Qué es lo que deseas? Una espada no, seguro —sus profundos ojos marrones soltaron un destello—. Ayer vi la tuya. Muy buena.
Xena se rió por lo bajo.
—No, hoy no. Dos dagas para las botas. Lo demás conseguí conservarlo —recorrió el taller con mirada distraída mientras él se acercaba a un baúl y sacaba varias dagas. Sus ojos se posaron en un juego de cuchillos de cocina que estaban en un estante justo a la altura de su mirada. De un solo filo, espiga pequeña, mangos bien forrados, pensó y luego sonrió—. Y esos también —señaló el juego con la barbilla.
El herrero la miró sorprendido.
—Esos son cuchillos de cocina, mi señora. Para cortar carne y esas cosas.
Xena lo miró ladeando la cabeza.
—Ya lo sé —se inclinó hacia él—. Y no soy una señora —a eso le siguió una sonrisa fiera y el herrero retrocedió un paso. Ella salió un poco después, con un paquete debajo del brazo, y se dirigió al marroquinero, cuyos talleres, situados contra el viento, estaban llenos de soldados solicitando arreglos de su armadura básica tras la batalla del día anterior.
El maestro artesano, un hombre mayor de pelo rojizo canoso y dulces ojos grises, se distrajo de su discusión con un soldado magullado cuando entró ella y terminó el debate a toda prisa, acercándose a ella con una sonrisa.
—Ah. Nuestra heroína —sonrió aún más cuando ella hizo una mueca—. Hola, Xena. Cuánto tiempo —añadió el marroquinero con aprecio, ofreciéndole el brazo como saludo.
—Hola, Teldan —contestó Xena, con el mismo aprecio—. Se me ha ocurrido pasarme por aquí y darte trabajo, por los viejos tiempos —sus ojos chispearon—. Además, trabajas bien —le estrechó el brazo que le ofrecía y le sonrió, recordando la última vez que se habían visto—. La última túnica ha resistido bien hasta ahora.
—Viniendo de ti, eso es un buen cumplido, muchacha —contestó el marroquinero, ahora todo negocios—. Vamos ahí atrás. Tengo unos cueros muy bien curados... elige el que quieras —la llevó a la zona separada por una cortina donde colgaban los cueros curándose. Xena fue pasando de uno a otro, acariciándolos con los sensibles dedos hasta que encontró uno cuya textura y peso le gustaron.
—Traje completo —dijo, escuetamente—. Éste está bien —lo miró de reojo—. El mismo modelo que la última vez.
El artesano le sonrió de oreja a oreja.
—Ése es un encargo que me encanta. Venga... vamos a ver si te han cambiado las medidas antes de que empiece a cortar —la cogió del codo con gentileza y la llevó a una estancia trasera—. Y después de todos esos soldados peludos, menudo placer va a ser esto, permíteme que te diga.
Xena suspiró y puso los ojos en blanco, mientras se quitaba la túnica, y se quedó plantada con aire despreocupado mientras él reunía la información que necesitaba.
—Parece que has estado trabajando duro —comentó Teldan, garabateando notas en un trozo de papel. Sus dedos rozaron ligeramente los moratones que tenía en las costillas—. ¿Eso es de ayer?
—Mm-mm —contestó la guerrera—. Ya sabes cómo es esto.
—Sí —gruñó Teldan—. Lo sé —se colocó detrás de ella y le midió los hombros, alzando una ceja ligeramente y tomando nota—. ¿Has estado moviendo rocas o algo así? —asomó la cabeza por su costado y captó su mirada desconcertada—. Tienes los hombros cinco centímetros más anchos que la última vez.
Xena alzó las manos, encogiéndose de hombros.
—He estado luchando mucho, supongo —contestó—. La verdad es que no me fijo — ¿Cinco centímetros? ¿Pero qué he estado haciendo?
Teldan soltó un gruñido divertido y siguió tomando notas.
—Supongo que no. ¿Esos golpes y este corte es todo lo que te has llevado del campo de batalla? —observó los músculos que se movían por toda la espalda cuando ella se dio la vuelta para mirarlo.
—He tenido suerte —dijo Xena, encogiéndose de hombros.
Teldan la rodeó para mirarla de frente y sus ojos recorrieron despacio su figura. Contuvo una carcajada y meneó la cabeza.
—¿Suerte? Vamos, Xena. Tú no tienes suerte. Es que eres buenísima. No te quites mérito, ¿vale? —la miró con cariño—. Veo todo tipo de gente, muchacha, y ojalá viera más como tú —le pasó su túnica—. Vuelve a ponerte eso antes de que me obligues a hacer algo por lo que seguro que acabo con un brazo roto —se rió entre dientes y se apoyó en un baúl cercano, para terminar sus notas—. Serán dos o tres días —levantó la mirada—. Te vas a quedar para las celebraciones, ¿no?
—Sí —asintió Xena, acercándose y apoyándose en el mismo baúl—. Ningún problema —le sonrió—. Gracias, Teldan.
—Por ti, lo que sea, muchacha —le sonrió Teldan a su vez—. Cuídate, ¿eh? Me gustaría seguir haciéndote túnicas durante mucho tiempo.
Xena meneó la cabeza.
—Nada de promesas, Teldan —pero le guiñó el ojo antes de recoger su paquete y salir del taller del marroquinero. Las necesidades inmediatas ya están... ahora... Xena se detuvo un momento, intentando decidir qué hacer a continuación. Por fin, se encogió ligeramente de hombros y dirigió sus pasos hacia el grupo de comerciantes cercanos, sin un objetivo definido en mente.
Gabrielle y Sharra estaban muy entretenidas, entregadas a las compras. Gabrielle ya se había detenido donde los tejedores y había comprado no sólo tela nueva, sino además una túnica nueva de color verde claro de tela suave y reluciente para el banquete de esa noche, junto con una falda corta de color crema para acompañarla. A Sharra le gustó mucho el conjunto y le propuso un pasador para el pelo que hacía juego perfectamente. La bardo llevaba ambas cosas firmemente sujetas bajo el brazo mientras se encaminaban a la tienda del cacharrero.
—Necesito una sartén —había dicho Gabrielle, sin explicar la sonrisa sardónica que se le dibujó en la cara.
También tenía un dilema, pues estaba deseando comprarle algo a Xena, pero... ¿el qué? No puedo comprarle cualquier cosa sin más... reflexionó la bardo. Armas, fuera. Cosas con adornos, fuera. Joyas que cuelguen, fuera. ¿Otro par de brazales con armadura? Gabrielle suspiró. No.
—¿Qué te pasa? —preguntó Sharra, al verle la cara—. ¿Por qué sacudes la cabeza? —había decidido que la joven bardo le caía bien, a pesar de su compañera de viajes.
—Por ningún motivo, la verdad —contestó Gabrielle, con un suspiro—. Es que estoy intentando decidir una cosa —miró al otro lado de la calle y vio una platería—. Eh... vamos a echar un vistazo ahí —entraron—. ¡Guau! —sonrió Gabrielle—. Aquí sí que podría meterme en un buen lío —sus ojos recorrieron las joyas con interés. Dio varias vueltas por el interior, bajo la mirada divertida del platero, hasta que sus ojos se posaron en un par de brazaletes de plata forjada a juego, grabados con un bello diseño de nudos. Gabrielle se quedó sin respiración—. Oh —el familiar diseño le hacía cosquillas en la memoria con insistencia—. Son preciosos.
Sharra estiró el cuello para mirar por encima del hombro de Gabrielle.
—Mmm... —silbó por lo bajo.
—¿Cuánto cuestan? —preguntó la bardo, mirando al platero, que se acercó y la miró ladeando la cabeza, observando su cara de repente con mucha atención.
—¿Quieres venir un momento a la luz, mi señora? —le pidió el platero, con voz grave y profunda. Llevó a Gabrielle hacia la ventana y la miró intensamente a los ojos. Luego, sin motivo aparente, le sonrió con dulzura—. Me harías un gran honor si aceptaras esos brazaletes como regalo.
Gabrielle se quedó boquiabierta. Toda la escena le resultaba incomprensible.
—¿Qué? ¿Por qué? O sea... no lo entiendo.
El platero se la quedó mirando con una expresión imposible de interpretar.
—Digamos que me gustaría regalártelos. Por favor. No digas que no —la miró con ojos risueños, sacó los brazaletes de la caja, los envolvió en un paño suave y se los colocó en las manos, que no ofrecieron resistencia.
—Va... vale... —musitó Gabrielle, meneando confusa la cabeza—. Gracias —Sharra y ella salieron y se quedaron paradas, mirándose la una a la otra—. ¿Pero y eso? —se preguntó Gabrielle—. No lo entiendo —desenvolvió el paño y dejó que el sol se reflejara en el metal.
Sharra sacudió la cabeza y los miró.
—Pero son demasiado grandes para ti, Gabrielle —midió las muñecas de la bardo—. Qué lástima —dijo encogiéndose de hombros.
Gabrielle se quedó en silencio un momento y luego replicó, casi distraída:
—Ah. No son para mí —sus labios esbozaron una sonrisa. Rodeó uno con la mano delicadamente y cerró los ojos pensando—. Le quedarán perfectos —abrió los ojos y miró parpadeando a Sharra, que la miraba con cara rara.
Pero Sharra se quedó callada y al cabo de un momento, siguieron caminando por la calle.
—Bueno —dijo Sharra por fin—. Tú viajas con Xena. ¿Qué tal es eso? —miró a la bardo con curiosidad. Se dio cuenta de que eran más o menos de la misma edad, Gabrielle tal vez un poco mayor, pero en el rostro de la muchacha pelirroja había arrugas de experiencia de las que el suyo carecía por completo.
—Qué tal es eso —repitió Gabrielle, pensándolo—. Bueno, pues somos amigas íntimas —bajó la mirada y sonrió para sí misma—. Nos metemos en un montón de problemas. Como aquí.
—Qué raro. Yo no me imagino siendo amiga de alguien así —replicó Sharra, echándole una rápida mirada—. ¿No tienes miedo?
—¿De qué? —dijo Gabrielle riendo—. ¿¿De Xena?? Qué tontería —se detuvo un momento—. Bueno, no es una tontería... es decir... sí, puede dar mucho miedo a las personas que no le caen bien —sonrió a Sharra—. Pero supongo que yo no soy una de esas personas, así que veo una faceta distinta de ella —siguieron caminando en silencio un poco más—. ¿Tienes hambre?
—Un poco —reconoció Sharra—. ¿Los brazaletes son para ella? —supo la respuesta antes de que la bardo asintiera y tomó nota de la información—. Seguro que le gustan —sonrió a Gabrielle levemente—. Vamos a comprar unos pasteles. Eften los hace buenísimos, rellenos de nueces y miel —y dirigió la marcha hacia la tienda.
Xena sonreía mientras regresaba a la fortaleza. No está mal, no está nada mal , pensó con satisfacción. Túnica de cuero, dagas, algo para ponerme esta noche, botas y unas cuantas... cosas más. Todo un éxito y ni siquiera he tardado mucho. Entró en el patio y se encontró con Hectator, que iba en dirección contraria.
—¿Qué tal la cabeza? —preguntó, aflojando el paso para hablar con él.
—Me duele como el propio Tártaro —contestó Hectator alegremente—. Me he enterado de que has salido a apoyar mi economía local —la cogió del brazo y regresó con ella hacia el rastrillo—. Iba a salir para buscarte —hizo una pausa—. Todavía no te he dado las gracias como es debido. Ese murmullo medio consciente de anoche no cuenta.
Xena se encogió de hombros afablemente.
—Un trabajo como otro cualquiera, Hectator.
—No —resopló el príncipe—. ¿Puedo convencerte para que te quedes unos días? Tenemos un gran banquete planeado para esta noche y unas fiestas para los próximos dos días. Creo que te gustaría... vamos a tener concursos de guerra —sus ojos grises oscuros observaron los azules de ella—. Y también voy a invitar a Lestan y su gente.
Xena se rió entre dientes.
—Sí, muy bien. ¿Por qué no? —lo miró—. De todas formas, tenía pensado descansar unos días.
—Bien —contestó Hectator, muy satisfecho—. ¿Crees que podría conseguir que Gabrielle preste servicio como bardo esta noche durante un ratito? Les gustó mucho el otro día y seguro que conoce historias estupendas.
—Eso tendrás que preguntárselo a Gabrielle —replicó Xena, pero con una sonrisa—. Pero creo que probablemente le gustaría hacerlo.
—Estupendo —suspiró Hectator muy contento—. ¿Quieres que te lleve algunas de esas cosas? —hizo un gesto señalando los paquetes de Xena. Ésta volvió la cabeza y le echó una larga mirada con ceja enarcada—. Vale... vale... es la costumbre... disculpa —se echó a reír—. Permíteme que me vaya de aquí antes de que decidas subirme a mí por las escaleras —salió disparado por un pasillo, dejando que Xena subiera las escaleras hasta su habitación, cosa que hizo de dos en dos.
Estoy de buen humor , reflexionó la guerrera pensativa. Y creo que me gusta esa sensación. Tendré que volver a probarla en algún otro momento. Por supuesto, estaba de vuelta antes que la bardo. Xena depositó sus paquetes en el baúl que había cerca de las alforjas de Argo y los organizó, dejando a un lado el paquete de cuchillos y varios otros más pequeños. Sin embargo, su sensible oído captó unos pasos familiares que subían por las escaleras y se apresuró a meter la mayor parte de los paquetes en las alforjas, dejando fuera los cuchillos y otro paquete pequeño. Sopesó en la mano otro más y luego lo guardó con el resto.
—Ése... ése me va a meter en un lío —murmuró Xena, levantando la mirada cuando se abrió la puerta y entró Gabrielle tambaleándose, con los brazos cargados de paquetes.
Maldiciendo, Xena se acercó a toda velocidad para agarrar unos cuantos antes de que la bardo perdiera el equilibrio por completo y saliera volando. Acabó agarrando los paquetes y a la bardo y consiguió depositarlos a todos sin que se le cayeran.
—¡Gabrielle! —exclamó, riendo—. ¿Es que has comprado el mercado entero?
Gabrielle sonrió, sin aliento.
—Fiuu. Pues casi —se apartó el pelo de los ojos—. Necesitábamos muchas cosas —echó a Xena una mirada taimada—. Y he comprado una sartén —recibió una mirada—. Les dije que me la hicieran con un pincho en el extremo, por si acaso —añadió, con una sonrisa maliciosa.
—¿En serio? —rió Xena sorprendida.
—Sí —contestó la bardo alegremente—. También he comprado pieles de dormir nuevas. Dijiste que lo tenía que gastar todo, ¿recuerdas? —se levantó y empezó a organizar los paquetes—. He comprado algo para ponerme esta noche.
—Sí, yo también —comentó Xena, ante lo cual Gabrielle se detuvo sorprendida—. No me mires así. Me están haciendo una túnica de cuero nueva, porque la otra acabó hecha trizas ayer.
—¡Eh! —Gabrielle alzó las manos en un gesto de rendición en broma—. ¡Que yo no digo nada! —volvió a sus paquetes—. He conseguido provisiones y jabones y más pergaminos y tinta y... —se debatió rápidamente consigo misma—. Y esto —se volvió con el paquete de paño en las manos y lo depositó en las manos soprendidas de Xena—. Para ti.
Es curioso cómo nuestras mentes parecen seguir los mismos derroteros , pensó Xena, mientras desenvolvía el paquete.
—No tenías por qué, Gabrielle —reprendió a su amiga, luego miró el contenido y se quedó maravillada, con los ojos como platos—. Oh, Gabrielle... —levantó los ojos y atrapó la mirada de la bardo con la suya y luego trazó los diseños con un dedo—. Son preciosos.
Gabrielle sonrió.
—Parece que te gustan, ¿eh? Eso pensé —se anotó un punto mental.
—Mucho —contestó Xena, sonriéndole. Entonces cogió algo que tenía detrás y le lanzó un paquete a Gabrielle—. Mi turno.
—Pero... —Gabrielle se detuvo y se echó a reír, luego cogió el paquete y atisbó por debajo del envoltorio—. ¡Guau! —exclamó encantada—. ¿Dónde los has encontrado? ¡He recorrido todas las tiendas buscando unos como estos y no he conseguido encontrar nada! —levantó los cuchillos de cocina y volvió el filo pulido hacia la luz.
—Me alegro de que te gusten —replicó Xena—. Mira... he comprado este broche para Jessan. ¿Qué te parece? —le enseñó a la bardo el broche del león risueño que había encontrado en una pequeña tienda justo fuera de las murallas del castillo.
Gabrielle se echó a reír.
—Oh... es perfecto —tocó el broche con un dedo—. Hasta se parece a su expresión... ya sabes cuál.
—Mm-mm —asintió Xena—. Creo que será mejor que empecemos a prepararnos para el banquete —miró hacia fuera, donde se estaba poniendo el sol—. Me voy a lavar —se apartó del poste de la cama y cuando dio dos pasos hacia la habitación del baño Gabrielle la interceptó con un abrazo—. Eh... eh... —se rió suavemente ante la ferocidad del abrazo de la bardo—. Tranquila. Voy a acabar yendo al banquete con las costillas rotas.
Oscuridad total. Xena recorrió la habitación encendiendo velas para aumentar el resplandor del fuego. Las puertas abiertas del balcón dejaban pasar una brisa fresca y dulce que agitaba la llama de las velas, pero sin fuerza suficiente para apagarlas. Xena, que ya estaba vestida, se acercó a las alforjas y sacó dos paquetes más, muy pequeños. Uno lo dejó en el baúl, el otro lo desenvolvió con cuidado y se lo puso en la palma de la mano antes de acercarse a Gabrielle, que acababa de salir de la habitación del baño y estaba acicalándose ante el espejo de la habitación.
—Muy bonito —comentó la guerrera, al ver el atuendo nuevo de la bardo—. Te sienta muy bien.
—Gracias —murmuró Gabrielle, mirando a Xena y dándose entonces la vuelta del todo para mirarla fijamente—. Caray —contempló el atuendo de Xena, de seda carmesí con bordados, parpadeando un poco. Mangas abiertas forradas de blanco puro, a juego con las ajustadas polainas blancas, todo ello terminado con blandas botas negras de interior—. Estás estupenda —sonrió la bardo.
—Me alegro de obtener tu aprobación —contestó Xena con seco humor, pero sonriéndole—. Tú también estás muy guapa —alargó una mano y tocó la suave tela de color verde.
Gabrielle sonrió y se volvió de nuevo hacia el espejo.
—Me gustó —reconoció, colocándose bien una manga—. No hacemos esto muy a menudo —sonrió burlona a su propio reflejo—. Y te aseguro que yo no lo hacía en casa —se volvió y recorrió de nuevo a Xena con los ojos—. ¿El puñal es necesario? Creía que esto era una celebración... entre amigos. ¿Es que me he perdido parte de los planes o algo?
Xena se apoyó en la mesa y se cruzó de brazos.
—Pues verás —explicó—. Es una fiesta. Una gran fiesta. Donde se van a mezclar los ánimos con otro tipo de animaciones.
—¿¿¿Y...??? —preguntó Gabrielle, alzando las manos con un leve encogimiento de hombros.
—Y que cuando los guerreros contentos se emborrachan, lo primero que hacen es buscar pelea con la persona más dura de la taberna —dijo Xena en tono de guasa, extendiendo los brazos y señalándose a sí misma—. Y ésa soy yo —su tono sonaba resignado, pero con moderado buen humor—. La espada la voy a dejar aquí, pero no voy a aparecer totalmente desarmada.
Gabrielle soltó una risita.
—Xena, tendrían que ser unos suicidas —dijo—. Incluso totalmente desnuda y medio dormida, podrías con la mayoría de ellos y lo saben —sonrió a su amiga con malicia—. Sólo tienes que echarles una de esas miradas —esquivó el capón en broma de Xena y siguió arreglándose la manga que le estaba dando problemas—. Trata de no pasarte mucho con ellos, ¿vale?
—Lo intentaré —fue la respuesta ligeramente sarcástica de Xena—. Y por favor, tú ten cuidado con el hidromiel de Hectator. Es muy potente y no estás acostumbrada a beber.
—Tendré cuidado —dijo la bardo riendo por lo bajo—. Pero tú me vigilarás, ¿verdad? —miró a su amiga de reojo—. Como si tuviera que preguntarlo.
—Mmm —asintió Xena, luego echó la cabeza a un lado y observó a Gabrielle atentamente—. Esa túnica es muy bonita —murmuró—. Me gusta el color —en sus labios se dibujó una sonrisa—. Pero creo que le falta algo.
—¿El qué? —preguntó Gabrielle, mirándose en el espejo, perpleja.
—Oh... no sé. Esto tal vez —respondió Xena, como quien no quiere la cosa, al tiempo que rodeaba el cuello de Gabrielle y le abrochaba un colgante, luego apartó las manos y retrocedió.
Gabrielle se quedó inmóvil, contemplando su reflejo y el engaste de filigrana delicadamente forjada que rodeaba una piedra de un color verde grisáceo y cambiante. Sintió que el corazón le daba un vuelco, tras haberse parado un buen rato, e intentó buscar una respuesta, pero no encontró ninguna. De modo que se dio la vuelta y se quedó mirando a Xena y no dijo nada en absoluto.
—Hace juego con tus ojos —comentó Xena, con una ligera sonrisa.
—¿Sí? —soltó Gabrielle, recuperando por fin el habla.
Xena se acercó más y estudió la piedra, luego alzó la penetrante mirada para mirar a los ojos en cuestión.
—Mm-mm —dio una palmada a la bardo en el hombro—. Vamos. Será mejor que bajemos antes de que empiecen a buscarnos.
Qué cosas... Gabrielle se miró al espejo una vez más, alzando una mano para tocar el colgante. Despacio, lo levantó y lo miró y luego se miró a los ojos en el espejo. Tiene razón... son del mismo color... ¿lo ha elegido por eso o por... qué? Sintió un hormigueo nada desagradable que le recorría la espalda. Riéndose levemente y sacudiendo la cabeza, se miró por última vez en el espejo y se dirigió a la puerta.
Xena estaba en el pasillo, hablando con Jessan, y los dos se volvieron cuando se acercó a ellos. Jessan llevaba una túnica de cuello alto con cinturón, de color azul brillante, con pantalones oscuros y los pies descalzos como siempre. Le sonrió.
—Gabrielle. Estás guapísima —gorjeó alegremente, agarrándola del brazo para empezar a bajar las escaleras y agarrando hábilmente también el brazo de Xena, sin hacer el menor caso de su ceño de broma.
—Tú también estás muy bien, Jessan —comentó Gabrielle, hincándole ligeramente un dedo en las costillas. Él le sonrió y luego bajó el cuello para mirar más de cerca.
—Caray —sonrió Jessan—. Es precioso —levantó la mirada y advirtió su ligero sonrojo, adivinando con acierto de dónde había sacado la joya. Puso su expresión más maliciosa y suficiente antes de volver la cabeza para mirar a Xena, que consiguió devolverle la mirada con controlado y frío interés. Es buena. Tengo que reconocérselo. Ni se ha inmutado. Le guiñó un ojo y ella le respondió con una levísima insinuación de sonrisa en la cara. Ahhh... rió su espíritu romántico. ¿Aún no notáis este vínculo? Yo sí... al estar aquí entre las dos, siento cómo fluye a mi alrededor como el agua... y aunque las dos sois humanas y no pertenecéis a mi pueblo... tenéis que sentir algo. Seguro que sí... o por todas las señales del sol, yo también soy ciego.
—No sé, Gabrielle. Parece un poco... —dijo Xena en tono burlón, mirando a la bardo y parando a Jessan, para estudiarlo.
—Soso —terminó Gabrielle, en el momento oportuno—. Muy soso.
Xena asintió y luego, manteniendo los ojos clavados en los desconcertados ojos de Jessan, le colocó el broche del león en la túnica.
—Así. Mucho mejor —se volvió hacia la bardo—. ¿No crees?
—Absolutamente —asintió Gabrielle con decisión. Se quitó una mota de polvo imaginaria de la manga—. ¿Listos?
A Jessan se le pusieron los ojos como platos al mirarse y luego miró a Xena.
—No has...
—Pues sí —contestó Xena, secamente—. ¿Algún problema? —lo miró con una ceja enarcada—. ¿Y bien?
—Gracias —contestó el habitante del bosque suavemente, con una mirada sentidísima, e incapaz de contenerse, la rodeó con los brazos y la levantó del suelo.
Gabrielle se echó a reír cuando la soltó y se dispusieron a bajar las escaleras.
—Te das cuenta de que eres la única persona aparte de tal vez Hércules a quien le permitiría hacerle una cosa así, ¿verdad? —le dijo la bardo con una sonrisa.
—Sí —canturreó Jessan—. Lo sé —sonrió a Xena alegremente y luego flexionó los músculos de los brazos—. Eh, que tienen que servir para algo, ¿no? Es una cosa de hombres.
Xena y Gabrielle pusieron los ojos en blanco a la vez.
—Oye, qué bien lo habéis hecho. ¿Es que ensayáis o algo así? —preguntó Jessan, tomándoles el pelo.
—Vamos —bufó Xena, dirigiéndose hacia las escaleras—. Antes de que nos manden a un guardia armado.
En los ojos dorados de Jessan asomó un brillo travieso cuando llegaron al pie de las escaleras y se dio cuenta de que cientos de ojos se volvían hacia ellos. Qué cuadro debemos de hacer...
Hectator estaba hablando en voz baja con uno de sus tenientes cuando Lestan se inclinó hacia él y le dio un codazo en las costillas. El príncipe miró a su nuevo aliado, sobresaltado. Lestan se limitó a sonreír y señaló hacia la puerta con la peluda barbilla.
—¿Mmm? —replicó Hectator, mirando hacia allí, y entonces se echó a reír suavemente—. Pero qué ven mis ojos —comentó, guiñándole el ojo a Lestan cuando el hijo de éste entró en la sala, escoltando a Xena y a Gabrielle con gran elegancia—. No me puedo creer que ella le esté permitiendo una cosa así —comentó Hectator, advirtiendo la expresión divertida de la mujer morena.
Lestan se rió por lo bajo.
—Yo tampoco —intercambió una mirada con el príncipe, descubriendo cada vez más cosas que le gustaban de este aliado humano. Se volvió hacia Wennid, sentada a su izquierda, levantó la mano que sujetaba en la suya y la besó ligeramente en los dedos—. Nuestro hijo está muy guapo, ¿no estás de acuerdo, amor mío?
Wennid, desconcertada, miró hacia Jessan y ladeó la cabeza, pensativa.
—Muy propio de Jessan —sonrió burlona. Observó mientras su hijo le hacía una limpia reverencia a Xena indicándole su asiento en la mesa principal antes de seguir avanzando por la sala con Gabrielle, que inclinaba la cabeza hacia él, evidentemente contándole algo que le hacía reír.
Xena se dirigió a la mesa del príncipe, donde había un asiento reservado entre Lestan y el que estaba obligada a ocupar. Preferiría estar en la sala con Jessan y Gab , suspiró mentalmente. Oh, bueno... que empiece el espectáculo, supongo. La mesa se extendía por la sala y ella se estaba acercando por delante en lugar de por detrás y tenía la mesa entre las sillas y ella. Bueno, siempre he sido una señora de la guerra sin modales y que me ahorquen si voy a rodear toda la mesa, con toda la sala mirándome. Con los ojos chispeantes, esperó a estar a dos zancadas de la mesa y saltó hacia arriba y hacia delante, dando una voltereta por encima de la mesa y girando en medio del aire para aterrizar limpiamente delante de su silla. La expresión de Hectator estuvo a punto de hacerla estallar en carcajadas, pero en cambio se quitó una mota de polvo imaginaria de la manga y se sentó.
—Buenas noches, Hectator —y logró no echarse a reír.
Lestan se partió de risa. Hasta Wennid reprimió una sonrisa. Hectator colocó un codo con cuidado encima de la mesa y apoyó la barbilla en la mano, meneando la atractiva cabeza mientras la miraba.
—Buenas noches, Xena —dijo por fin, en tono burlón—. Muy amable por... mm... dejarte caer por aquí —esto le provocó a Lestan otro ataque de risa, mientras los criados del banquete empezaban a servir la comida y los primeros encargados del entretenimiento hacían sus reverencias.
La sala del banquete estaba iluminada por las antorchas y muy ruidosa y el jaleo de voces y la mezcla de pisadas y ruido de cacharros dificultaba incluso la conversación más cercana. Xena, sentada entre Hectator y Lestan, consiguió evitar un ataque de violencia sólo al recordarse a sí misma que en algún momento acabaría fuera de la sala y en un lugar tranquilo. Detestaba las multitudes. Detestaba el ruido. Detestaba las salas de banquetes ruidosas y atestadas de gente.
El entretenimiento estuvo bien y Gabrielle se llevó a la sala de calle con unas historias estupendas, contando las dos primeras y luego echando una mirada a Xena antes de empezar la tercera, avisándola de que ésta probablemente le iba a resultar conocida a la guerrera de una forma más personal. Efectivamente, la guerra entre centauros y amazonas. Captó la mirada de Gab y le dirigió una sonrisa auténtica, para que la bardo supiera que no estaba enfadada. Dos copas del hidromiel de Hectator habían quitado algo de fuerza a su fastidio, aunque no habían bastado ni por asomo para quitar la menor agudeza a sus reflejos. Sin embargo, la atestada sala no se había moderado como ella y ahora que la velada se iba prolongando, ya veía ojos vidriosos y pasos tambaleantes por la gran sala.
Gabrielle bebió otro trago de hidromiel, disfrutando de su fuego dulce y potente. Miró hacia la mesa principal y sofocó una risita. Interpretar las expresiones de Xena se había ido haciendo más fácil con el tiempo y la bardo sabía que esa cara aparentemente tranquila y desinteresada quería decir que Xena se estaba poniendo cada vez más nerviosa con el ruido, la gente... y que la postura relajada que tenía en la silla ocultaba una tensión muy grande traicionada por la flexión rítmica de los largos dedos... Gabrielle suspiró y miró su copa. Creo que sé de alguien que se puede beber esto mejor que yo. Se disculpó y salió de detrás de la mesa, dirigiéndose hacia la parte frontal de la sala.
A medio camino, alguien la agarró del brazo.
—Hola, preciosa —un guerrero, con la ropa algo desordenada, no soltaba a su presa—. Me han gustado esas historias. Quiero oír más. En privado —le sonrió con impudicia y buen humor.
—Gracias —suspiró Gabrielle—. Pero no querrás que me marche de la fiesta, ¿verdad? — ¿Salgo de ésta a base de labia o con amenazas? Mmm.
—Claro que sí —rió el hombre, agarrándola del brazo con más fuerza—. No se ve muy a menudo a una cosita bonita como tú. Vamos. Tengo una buena habitación en el cuartel... podemos ponernos cómodos —echó a andar, sin esperar resistencia, pero se paró en seco cuando el objeto de sus atenciones se negó a cooperar—. Oye, no te me pongas difícil, moza. Ayer tuve un día muy duro.
—Sí, bueno, yo también —contestó Gabrielle—. Y tengo otras cosas que hacer, así que... ¿qué tal si me dejas en paz?
—Dame una sola razón convincente para que no te coja en brazos y te saque de aquí. Sé lo que quiero —el hombre se estaba enfadando y la agarró del otro hombro con la mano libre.
—Una razón convincente —dijo Gabrielle, asintiendo para sí misma. Una razón convincente. Vale, hemos intentado hablar. Pasemos al plan B, como diría Xena —. Mira por encima de mi hombro derecho.
Ya, y yo soy la que siempre le está diciendo que me deje librar mis propias batallas. Mm-mm. Claro, Gabrielle, ¿me dices otra vez lo mucho que te molesta eso, mmmm?
—¿Qué? —el hombre volvió la cabeza y Gabrielle vio cómo se quedaba paralizado y una expresión de lenta comprensión cruzaba sus rasgos algo feos. Apartó las manos de ella como si estuviera al rojo vivo y empezó a retroceder, con los brazos apartados de cualquier posible arma. La bardo sonrió y ella misma volvió la cabeza para mirar hacia atrás, encontrándose con una gélida mirada azul que se suavizó cuando sus ojos se encontraron. Xena estaba de pie detrás de la mesa, con los brazos cruzados, irradiando una amenaza nerviosa que poco a poco fue cediendo a medida que Gabrielle se iba acercando a la mesa.
—¿Estás bien? —preguntó Xena, mirándola de arriba abajo.
—Por supuesto —rió Gabrielle—. Lo único que necesitaba era una mirada tuya —sonrió burlona—. Deberías descubrir la forma de embotellar eso y venderlo.
Xena hizo una mueca.
—¿No quieres eso? —señaló la copa con la cabeza—. ¿No te gusta?
Gabrielle frunció los labios pensativa.
—En realidad me gusta demasiado —reconoció, bebiendo otro trago—. No quiero que ésta sea la primera vez que me desplomo borracha —se calló un momento—. Ésta es mi cuarta copa —una mirada contrita a Xena, que se echó a reír—. He pensado que a lo mejor te venía bien... pareces un poco tensa.
—Mmm —asintió Xena—. Las grandes fiestas no son lo mío —observó la cara de la bardo y sonrió—. Entonces has bebido más que yo —advirtió la guerrera, pasando la mano ante los ojos de Gabrielle y notando la lentitud de la reacción—. Será mejor que pares —recorrió la sala con la mirada—. De todas formas, esto ya se está acabando. Creo que podemos escabullirnos sin ofender a nadie.
—No tienes por qué... —protestó la bardo—. Puedes quedarte y divertirte... —se calló ante la mirada con ceja enarcada de Xena—. Tal vez no —terminó, riendo.
—Vamos —contestó Xena, saltando otra vez por encima de la mesa y despidiéndose con un gesto de Hectator, Lestan y Wennid, que estaban apiñados en torno a un pequeño mapa, derramando hidromiel encima de dicho mapa y de ellos mismos—. Ah, sí —murmuró la guerrera—. Fíjate, me voy a perder esto —colocó una mano en el hombro de Gabrielle y la guió hacia la puerta.
A mitad de las escaleras, Gabrielle se paró de repente y se agarró a la barandilla muy confusa.
—Uuuf —farfulló en voz baja, llamando la atención de Xena—. No tiene gracia.
Xena se acercó a ella y la cogió del brazo con delicadeza.
—¿El qué? —observando preocupada cuando la bardo cerró los ojos y se apoyó en la pared.
—Vueltas —contestó Gabrielle, vagamente, abriendo los ojos y parpadeando—. Ay.
Xena la agarró de la muñeca y se puso su brazo alrededor de los hombros.
—Venga. Con calma... apóyate en mí y vamos a subir.
Gabrielle intentó seguir las instrucciones, pero las piernas no obedecían a su voluntad y con la otra mano se agarró la cabeza, que le había empezado a doler de repente.
—No puedo. Espera un momento... deja que me siente.
Xena se mordisqueó el labio un momento.
—No, aquí no. Aguanta —rodeó los hombros de la bardo con un brazo y con el otro la cogió por detrás de las rodillas, levantándola y acunándola como a una niña—. Agárrate a mi cuello. No estamos lejos.
—Vale —murmuró Gabrielle, obedeciendo. Debería oponerme , objetó su cabeza difusamente. No debería dejar que me suba en brazos por las escaleras... debería... debería... Gabrielle, deberías apoyar la cabeza en su hombro y callarte. Cosa que hizo, dejando que su mente atontada se hundiera en una cálida neblina dorada.
Xena subió los últimos escalones hasta el rellano superior y usó el codo para abrir la puerta de su habitación, cerrándola de una patada tras ella y cruzando hasta el sofá bajo que había al otro lado de la chimenea. Una vez allí, se dejó caer sobre una rodilla y acomodó a Gabrielle en los almohadones.
—Vale... tranquila. Voy a buscar agua fría.
La bardo la miró parpadeando y alzó la mano para frotarse la cabeza.
—¿Agua? No tengo sed, gracias —farfulló.
—Sí que tienes —suspiró Xena—. Sólo que no lo sabes —se levantó y fue a la habitación del baño, sacando una copa de entre sus cosas por el camino. Un momento para llenarla de agua fría y luego regresó donde Gabrielle estaba ahora sentada, frotándose las sienes—. Toma —la guerrera se sentó en el sofá a su lado.
Gabrielle levantó la mirada, con una mueca de dolor.
—Vale, dentro de un momento. En cuanto la cabeza deje de darme vueltas —miró a Xena bizqueando—. Guau... ahora eres dos. Qué suerte tengo.
Xena le echó una mirada tolerante y divertida.
—Creo que lo has dejado justo a tiempo —comentó con una ligera sonrisa y le ofreció el agua—. Bébete esto. Te sentirás mejor, te lo prometo.
La bardo cogió la copa, rodeándola con las manos y colocándose el metal frío en la frente.
—Tienes razón. Me siento mucho mejor —sonrió a Xena débilmente—. Vale... vale... —suspiró y bebió un trago del líquido y luego varios más—. Oye. Sí que me siento mejor —miró a Xena, que puso los ojos en blanco, pero se reclinó en el sofá.
—¿Te has divertido? —preguntó la guerrera distraída—. Has tenido mucho éxito con esas historias —volvió la cabeza y miró a Gabrielle con una sonrisa—. Hasta me ha gustado la guerra de los centauros.
Los ojos de Gabrielle se pasearon por su cara.
—Sí... me he divertido —contestó—. Me alegro de que no estés enfadada conmigo —levantó la mano y se tocó el cuello—. A todo el mundo le ha gustado el colgante —sonrió—. ¿Pero cómo conseguiste el color exacto?
—Venga, Gabrielle —rezongó Xena—. Después de tanto tiempo, espero saber de qué color son tus ojos —abrió los suyos un poco más—. Al fin y al cabo, tú sí que sabes de color son los míos, ¿no?
—Oh... sí —fue la respuesta, en un tono que Xena no se esperaba—. Ya lo creo que lo sé —en la cara de Gabrielle se formó una sonrisa y luego contempló las profundidades de su copa—. Ya lo creo que lo sé —repitió en un susurro. Otro sorbo de agua y luego se reclinó en el sofá y cerró los ojos.
Xena se sonrió y volvió la mirada hacia el fuego, que ardía con llama baja, apoyó las botas en el banco forrado que había delante del sofá y se cruzó de brazos.
—¿Qué tiene tanta gracia? —preguntó la bardo.
—¿Mmm? —Xena le echó una mirada y luego volvió a mirar el fuego—. Nada.
—¿Te estás riendo de mí? —las cejas de Gabrielle se fruncieron en un ceño—. Eso no es justo. Estoy borracha.
La guerrera volvió la cabeza y se quedó mirando a su amiga.
—No, no me estoy riendo de ti. Así que tranquila —volvió a mirar el fuego—. Además, no creo que estés borracha. No creo que puedas emborracharte sólo con tres... vale, cuatro copas de hidromiel.
Gabrielle reflexionó.
—Creo que sí que lo estoy —soltó una risita, luego se movió ligeramente y apoyó la cabeza en el oportuno hombro de Xena y también ella dirigió la mirada hacia el fuego. Otra risita—. Sé que lo estoy.
Xena volvió de nuevo la cabeza para observarla, aunque se estaba haciendo apuestas mentales sobre lo que iba a pasar a continuación. En sus labios se formó una sonrisa traviesa.
—Y ahora, ¿qué es lo que te hace a ti tanta gracia? — Esto va a ser interesante.
—Oh... nada —respondió la bardo, en tono inocente, echando a Xena una mirada curiosa—. Bueno... en realidad nada... o sea... sólo estaba... olvídalo.
Xena se volvió de modo que se quedó apoyada en un hombro y de cara a Gabrielle.
—Desembucha —dijo en tono guasón—. Y no me obligues a hacerte cosquillas para que desembuches.
Gabrielle captó el tono alegre.
—Ah, pues... estaba... intentando decidir... si realmente... —se calló un momento y luego continuó, con una expresión medio de curiosidad, medio de otra cosa—: ¿Fuiste tú o Autólycus?
Xena sabía exactamente a qué se refería. Echó la cabeza hacia atrás ligeramente y dirigió a la bardo una sonrisa lenta y peligrosa.
—Juzga tú misma —dijo riendo por lo bajo y luego cogió la cara de Gabrielle con una mano y la besó, con la intención de que fuera un simple gesto y sin esperarse en absoluto la explosión de sus sentidos o la inconfundible respuesta de Gabrielle. Duró mucho más de lo que había planeado. Luego se separaron y Xena sintió la conmoción, entre otras cosas, que le subía y bajaba por la espalda, mirando a Gabrielle mientras ésta abría despacio los ojos cerrados. Ohhh... no debería haber hecho eso para nada.
—Caray —suspiró la bardo—. Creo que eso responde a la pregunta —su cara se iluminó con una gran sonrisa—. ¿Podemos hacerlo otra vez?
Xena se rió un poco, con la respiración entrecortada.
—No mientras estés borracha —notó que el corazón se le calmaba y volvía a su ritmo normal—. Ése no es mi estilo.
Gabrielle la miró con ojos serios.
—Estar sobria no va a cambiar lo que siento.
—Tal vez —sonrió Xena y la rodeó con un brazo para estrecharla un momento—. Pero no voy a correr riesgos. Contigo no.
Gabrielle sonrió.
—Creo que eso es lo más bonito que me has dicho jamás —cogió la copa olvidada y bebió un largo trago y luego le ofreció el agua a Xena, que la cogió sin decir nada y se la terminó. La bardo bostezó y se acurrucó de nuevo en el hombro de Xena con un suspiro satisfecho—. Me alegro.
—¿De qué te alegras? —preguntó Xena, dejando la copa en el suelo y acomodándose de nuevo en el sofá.
—De que fueras tú y no Autólycus —fue la respuesta, acompañada de una ligera risa.
—¿Ah, sí? —respondió Xena, sonriendo relajada.
—Sí. Tú eres mucho más mona que él —comentó Gabrielle, pensativa.
—¿Eso crees? —rió la guerrera.
—Sí —contestó la bardo.
—No se lo digas a él —advirtió Xena.
—No —afirmó Gabrielle afablemente y volvió su propia mirada, pensativa, hacia el fuego, echando la cabeza hacia atrás para apoyarla en el pecho de Xena. Sentía el apoyo reconfortantemente fuerte del brazo que tenía alrededor de los hombros y dejó que el firme latido que notaba en el cuello fuera adormeciendo sus sentidos.
Xena observó a su amiga hasta que el cambio de su respiración anunció la llegada del sueño. Luego volvió la cabeza y se quedó contemplando pensativa el agradable fuego. Al cabo de un momento, en su cara se formó una sonrisa resignada e hizo un ligero gesto por el aire con la mano que no tenía ocupada, como si estuviera lanzando algo al viento. Luego, con aire protector, rodeó también con ese brazo a la bardo dormida y dejó flotar la mente, contemplando las llamas, sin darse cuenta siquiera del momento en que ella también se quedó dormida.
Unos gritos salvajes interrumpieron la quietud de la fortaleza, muchas horas antes del amanecer, y tras ellos se oyó el sonido sibilante del acero al ser desenvainado. El vestíbulo estaba lleno de cuerpos en movimiento cubiertos de cuero y acero y por el alto techo abovedado resonaban gritos de sobresalto y dolor. Hectator salió tambaleándose de sus aposentos y se metió en la refriega, todavía tan atontado por el hidromiel que apenas conseguía apartar su espada de sus propias piernas. Al verlo, unas voces broncas empezaron a gritar y unas manos bruscas lo agarraron y lo tiraron, dándole una patada en los pies y apretándole la cabeza contra el suelo.
—Aaajjj —gruñó, cuando una bota descuidada le dio una patada en los riñones. El corazón le martilleaba en el pecho y amenazó con pararse por completo cuando lo levantaron y lo aplastaron contra la pared, con una antorcha ardiente cerca de la cabeza.
—Es él —gruñó una voz grave—. Avisad al capitán —se rió—. Te creías que te ibas a quedar tan contento después de acabar con nuestro ejército, ¿verdad? ¿Con esos seres malditos? —le pegó un puñetazo a Hectator en las costillas, haciendo que las piernas de éste se doblaran bajo su peso—. Puede que hayas ganado la batalla, Hectator... pero vas a perder esta guerra —se inclinó, acercándose, y susurró al oído del príncipe—: Y esta vez no vas a tener a tu preciosa Xena para que te salve.
El asesino envuelto en sombras se deslizó escaleras arriba, deteniéndose para escuchar cada pocos pasos. El silencio continuaba... y no percibía el menor movimiento en las corrientes de aire ni el susurro de unas pisadas. Tras la seda negra, sonrió.
Subió los escalones hábilmente en total silencio y se detuvo ante la puerta de la habitación de su presa. Esto, esto redondearía su reputación. Una carcajada silenciosa. Se había apresurado a aceptar la oportunidad. Con infinito cuidado, colocó las puntas de los dedos callosos sobre la madera de la puerta, enviando sus sentidos hacia el interior. Silencio. Quietud.
Con precisa lentitud, empujó la pesada madera que tenía bajo las manos y cuando la madera salió de la jamba, se detuvo y aspiró los olores de la habitación. Velas, sí, y el denso aroma especiado del fuego. El característico olor de dos seres humanos, dos mujeres. Sonrió de nuevo. Y empujó más la puerta. Silencio aún, salvo por el movimiento casi inaudible de dos personas respirando. Cuando me vaya, ya no...
La puerta se separó del marco, dejando apenas espacio suficiente para que pasara un perro pequeño, pero él pasó y cerró la puerta de madera tras él, dejando que la oscuridad de la habitación lo envolviera, lo absorbiera. Sus ojos se acostumbraron a la escasa luz del fuego con facilidad, descubriendo claros detalles ocultos para casi todo el mundo salvo para los que eran como él. Miró hacia la cama y luego miró con más atención. Vacía. Inesperado. Luego distinguió las dos figuras dormidas en el sofá. Una sonrisa oculta en la oscuridad.
Silencioso como una sombra, avanzó hasta colocarse detrás de ellas y atisbar por encima del respaldo del sofá. La respiración acompasada demostraba que seguían durmiendo, en silencio, sin saber que iban a pasar de entre los vivos a los muertos por su mano.
Se fijó en su objetivo, la guerrera primero, una zona de bordado justo encima del corazón, desprotegida. La delgada hoja acanalada que llevaba en la mano izquierda se estremeció, deseosa de atacar. Se preparó para el golpe, repasó la fuerza necesaria para empujar la afiladísima hoja a través de los músculos y los huesos y se movió, a una velocidad vertiginosa que nunca había fallado el blanco. Jamás.
Y no vio que su blanco se movía. Ni vio la mano que agarró la suya, el golpe que le rompió el brazo por dos sitios. Ni vio el codo que se estampó contra su barbilla con una fuerza tan devastadora que le destrozó la mandíbula, y ahora sólo era consciente de la mano de hierro que le aferraba la garganta, impidiéndole respirar y hablar, y del brillo repentino de un par de trozos de hielo que se clavaron en sus ojos. Sintió una oleada de terror y dolor bajo aquella mirada feroz.
Entonces dos dedos se clavaron en su cuello y sintió que el resto del cuerpo se le quedaba insensible y una presión súbita y exquisita que empezaba a crecer dentro de su cabeza, palpitando.
—Tienes veinte segundos para decirme quién te ha enviado —la voz era grave y cargada de amenaza mortal—. Después, morirás.
—Ansteles —jadeó él, asustado—. Está atacando el castillo. Quiere matar a Hectator —no tenía sentido no contárselo todo. Tenía un contrato y, en cualquier caso, no había conseguido cumplir con el encargo.
Otra punzada y el dolor regresó con toda su fuerza, llenándole la vista de puntos negros por su intensidad. Afortunadamente, recibió un golpe en un lado de la cabeza que trajo consigo una oscuridad total y una agradable quietud.
—Quédate aquí —Xena se volvió para mirar la cara grave de Gabrielle—. No, pensándolo mejor, ve al pasillo y despierta a Jessan, intentad reunir a toda la gente que podáis.
—¿Y tú? —contestó la bardo—. No, olvídalo. Qué pregunta tan tonta. Xena, por favor... —agarró el brazo de la mujer morena para subrayar lo que decía—. No llevas armadura. Recuérdalo, ¿vale? ¿Tendrás cuidado?
Xena asintió.