La esencia de la chispa
Tras acabar la carrera, la situación económica me obliga a considerar las clases particulares como una salida laboral. Una llamada inesperada de María José, marcará un antes y un después en mi experiencia como profesor particular.
Cogí mi mochila del coche y cerré de un portazo. En la pantalla del móvil ya eran las seis y cuatro minutos de tarde.
—No puede ser —me dije mientras identificaba la dirección de la calle que debía tomar.
Entre algún que otro pequeño empujón a los transeúntes que me encontraba por el camino, enfilé la calle medio corriendo. Primero a la derecha, luego a la izquierda, de nuevo a la derecha. Por fin crucé en rojo para llegar a la acera que se encontraba el portal de mi destino. Rebusqué deprisa entre mis bolsillos, al recordar que llevaba escrito en un WhatsApp la dirección completa.
—El portal 34, —es verdad— caí después de verlo.
Comenzando a sudar por la rapidez de mis movimientos, me encaminé bajando el ritmo a la vez que iba identificando números de los sucesivos portales. Por fin logré adivinar mi objetivo y me dirigí apresuradamente. En cuanto llegué, rebusqué entre la relación de botones en dos columnas, el número de piso y la letra.
—¡Piiiiiiiiiii! ¡Piiiiiiiiiii! —pulsé dos veces.
Mi llamada se hizo de rogar un par de segundos, hasta que escuché un sonido desde el interfono, probablemente de descuelgue.
—¿Quién es?
—Soy Sergio.
—Vale, te abro —y con un empujón a la puerta de hierro, accedí en busca de las escaleras.
Me había llamado una semana antes, interesándose por mis servicios y ante la conformidad de ambos, habíamos acordado una cita.
En efecto, desde hacía algunos meses me había convertido en un profesor de clases particulares. Todo comenzó cuando meses atrás, acabé la carrera de administración y dirección de empresas en la Universidad de Alicante y me pasaba el día echando mi currículum en multitud de empresas y negocios, esperando pronto mi acceso al mundo laboral.
Un día, en una comida familiar, a primeros de julio, mi tío se me acercó y me pidió el favor de ayudar a su hija en algunas materias que había suspendido para el curso. Debía preparar para los exámenes de recuperación y sobretodo matemáticas. Ante esta situación, no me pude negar y durante los meses de verano, compaginaba dicha tarea con también algunas clases de informática que le daba de apoyo.
El resultado fue formidable, aprobó con buena nota 2º de la ESO. A raíz de ello, y dado que sabía mi tío que me manejaba bien con la informática, y ella quedó satisfecha de las pocas clases que dimos a ordenador, me volvió a pedir que profundizara en los conocimientos que tenía la nena, bastante bajos como descubrí durante el verano. Y aunque me negué a cobrar, al final acabé accediendo y ello me permitió conseguir algo de dinero. No es por alardear, pero siempre se me dio bien los ordenadores y en muchas ocasiones había ayudado a amigos, compañeros de carrera o conocidos ante las complicaciones que les aparecían.
Por eso, terminando ya el verano y viendo que no recibía ninguna oferta de trabajo, tomando unas cañas en una terraza con unos amigos, el Sebas, mi amigo de toda la vida y al que consideraba como un hermano, me insinuó mientras terminaba el último sorbo de su cerveza:
—¿Por qué no te haces profesor de informática y vas dando clases por ahí como haces con tu prima?
—Anda no digas chorradas, ¿quién va a contratarme a mí con las academias que hay? —le reproché.
—Inténtalo, total no tienes nada más que hacer —me replicó—. Además, las empresas tienen los cajones llenos de currículums y no esperes que te llamen.
Y vaya si lo intenté. Llené de panfletos, mi universidad, mi pueblo y otras localidades cercanas, a la espera de que surgiera efecto. Como a las tres semanas, recibí mi primera llamada. Se trataba de una madre que estaba interesada en que le diese clases particulares a su hijo. A esa primera llamada, les siguieron otras tantas, informándome de mis servicios. Mi primer cliente fue un nene que le habían comprado un ordenador y necesitaba de grandes conocimientos para comenzar. El segundo, fue un hombre de unos cuarenta años. Éste se estaba preparando para presentarse a unas oposiciones y necesitaba profundizar en ciertos programas informáticos. Ante esta nueva situación, no ganaba mucho a final de mes, pero me permitía cubrir los pocos gastos que tenía. De nuevo, la situación cambió cuando recibí una llamada de un negocio, en la que se mostraban interesados en contratarme para llevar su contabilidad. Posiblemente, tuvieran en su poder unos de los miles de currículums que repartí por toda la zona. Se trataba de un taller mecánico de coches. Tras pasar una intrascendente entrevista de trabajo, el dueño me dio la enhorabuena y pasé a ser su gestor. Cabe decir, que su volumen de negocio no era muy importante, por lo que solo necesitaba ir durante tres días a la semana. Ello me permitió seguir manteniendo la impartición de mis clases particulares y para mi suerte, todo lo tenía en mi pueblo, Novelda, así que no perdía tiempo en grandes desplazamientos.
A lo largo del año, seguí recibiendo llamadas –tres o cuatro al mes- y después de al chico y al hombre, seguí con dos chicas y un chico, a los que también les enseñaba matemáticas. Con todo junto, mis ingresos mensuales se volvieron más altos y se podía decir que estaba cerca de convertirme en mileurista.
A pocos días para finalizar febrero, cuando estaba cerca de llegar a casa, después de salir del taller, me sonó el móvil. Al mirar la pantalla, no identifiqué el número, así que pensé que igual era alguien interesado en mis clases.
—¿Si?
—Hola. Buenas tardes.
—Buenas tardes.
—¿Es el número de las clases de informática?
—Sí, me llamo Sergio.
—Yo María José. Encantada —prosiguió—. Llamo para informarme sobre las clases.
—¿En que estaría interesada en particular? —interrumpí.
—Mire, llevo ya un tiempo sin trabajar y para mejorar mi currículum me han aconsejado que intente aprender porque la verdad, no estoy muy puesta.
—¿Para encontrar empleo entonces?
—Sí, claro.
—¿Qué nivel de conocimientos cree que tiene?
—Muy pocos.
—¿Nivel básico?
—Básico o menos.
—Bueno. Le comento. Si usted quiere, podemos concertar una cita para hablar mejor y exponerle mis servicios, horarios, precios, etc, sin ningún compromiso. Si está interesada, bien y si no, no pasa nada.
—¿Las clases las das en mi casa?
—Sí, las clases son impartidas en los domicilios de los alumnos.
—Me parece bien, ¿le doy mi dirección?
—Si no le importa, me escribe un WhatsApp con la dirección y las horas del día que le viene bien. Ahora mismo no dispongo de papel ni bolígrafo para apuntarlo.
—Vale, enseguida se lo mando. Por el horario no tengo problemas. Estoy en casa la mayor parte del tiempo.
—Pues en cuanto mire mi agenda y encuentre un hueco, le contesto con la fecha y hora.
—Vale, perfecto. Muchas gracias.
—A ti. Buenas tardes.
Mira por donde, la primavera comenzaba con buen pie. En ese momento solo le daba clases a un chico universitario de primer año que tenía problemas con Excel.
Al cabo de unos días, decidí responderle el mensaje con una proposición de horas: martes a las 11 de la mañana, miércoles a las 10 de la mañana o a las 6 de la tarde. Al rato me devolvió el mensaje aceptando la tercera opción y un segundo mensaje alegando que por las mañanas estaba algo más liada con la comida.
Y había llegado el día. Con rapidez, llegué hasta el cuarto piso subiendo escaleras. Cuando llegué al rellano, como si hubiera escuchado mis pasos, la puerta del fondo comenzó a abrirse. Mientras avanzaba, la puerta terminó de abrirse completamente y de ella vi salir a una mujer con un suéter verde oscuro y unos pantalones tipo chándal azul oscuro. Rondaría los 40 o 45 años y su pelo moreno liso le llegaba hasta la altura de los hombros.
—Perdón por el retraso —me excusé.
—Son las seis y poco —mirando el reloj.
—Suelo ser puntual —espeté con una ligera sonrisa—. Buenas tardes.
—Buenas tardes —mientras salía a mi encuentro.
Avancé hasta llegar a su cara y busquemos nuestras mejillas para darnos dos besos.
—Adelante, pasa —me invitó, siguiéndome ella detrás.
—Perdona que no me he presentado, yo soy Sergio.
—Yo me llamo María José, pero me suelen llamar Mari o María.
Hechas las presentaciones, Pasamos del hall al salón, separados por una única puerta de madera color roble de tonos claros. Ella me iba indicando el camino y ya en el salón, me señaló una mesa blanca redonda situada frente a un ventanal enorme y a la izquierda. Al tiempo que llegaba, retiraba de mi hombro la mochila con la intención de dejarla encima de la mesa. Ella se apresuró al intuir mis intenciones, a retirar del centro, una maceta de forma cuadricular que la adornaba.
—¿Te parece éste buen sitio?
—Si perfecto. Hay buena iluminación.
—¿Quieres tomar algo?
—Un vaso de agua, si es posible.
—Sí. Enseguida vengo.
Yo aproveché para sacar una de las cuatro sillas que rodeaban la mesa y tomar sitio para buscar en mi mochila todo el material que necesitaba.
Entre tanto, me dio tiempo para examinar el habitáculo en el que estábamos. A mi derecha había un sofá y otro justo al lado de los ventanales en forma de L, dirigido hacia un televisor que se encontraba empotrado en lo que parecía una cristalera en la pared del fondo. En el centro, una mesilla de cristal completaba la distribución del salón.
Ella volvió a aparecer de la puerta contigua a la que habíamos entrado y traía un vaso de agua en cada mano. Tomó la silla de mi izquierda, la que daba justo a la pared.
—Aquí tienes —dejándolo en el centro.
—Muchas gracias —respondí educadamente—. ¿Comenzamos?
—Sí, cuando quieras.
—Entonces, me dijiste por teléfono que no tenías muchos conocimientos y que querías adquirirlos para mejorar tu formación y tener más posibilidades de encontrar un trabajo.
—Sí, básicamente. Llevo ya tiempo sin trabajar y últimamente buscando de forma más activa, pero no consigo que me llamen de ningún sitio —prosiguió tras tomar un breve sorbo de agua—. Ahora para cualquier puesto de trabajo se necesita controlar un ordenador.
—Y tanto, hay que permanecer en constante aprendizaje para adaptarse a la demanda de los nuevos puestos.
—Yo lo poco que sé, me lo ha enseñado mi hijo.
—¿Tienes hijos?
—Sí, uno.
A continuación, miró al frente y me señaló con el dedo uno de los tanto de marcos de fotos que tenía el mueble del televisor. Fijando mi atención, vi a ella al lado de un chaval joven.
—Ese es —me aclaró mirando la foto con cara de melancolía—. Lleva unos meses en Madrid, en casa de sus tíos. Está en la universidad Complutense, para médico.
—¿Debe ser duro que no esté aquí contigo?
—Mucho. Es el único que tenemos. Se fue en septiembre y vino una semana para navidades. Ahora, para semana santa no puede venir, pero en verano, espero que se tire un par de meses aquí. Mi marido y yo le echamos mucho de menos, era la alegría de la casa.
—Él seguro que también os hecha mucho de menos.
—Ahhhh, se me olvidaba —me interrumpió de repente, rompiendo a la vez un momento muy emocional para ella—. También estaría interesada en aprender eso del Skype, para hablar con él. Hasta ahora, cada vez que lo hacíamos, tenía que venir la hija de mi hermana y aunque ella lo hace encantada, no es cuestión de estar molestándola un día u otro.
—Claro, entiendo. Eso es fácil. Con un poco de atención, no vas a tener problemas. Mira, aquí tengo las guías de los cursos que hago —mientras le pasaba las hojas.
—Espera, voy a traerme las gafas.
A continuación, se levantó y se dirigió hasta la mesita de cristal del salón y cogió un estuche. Una vez preparada ojeó cada uno de los folios durante unos minutos.
Estuvimos durante un rato largo debatiendo cual eran los contenidos más adecuados para su perfil y finalmente concluimos en dividir el curso en tres partes: primero a usar Windows, segundo Microsoft Word y tercero Excel, dejando para el final: power point y manejo nivel usuario de internet.
—¿Y los precios?
—Son diez euros por clase, ciento veinte euros al mes si son tres clases por semana, u ochenta euros si decide dos clases por semana.
—¿Y cuánto dura cada clase?
—Una hora y media aproximadamente.
—Yo creo que empezaremos con tres clases y si veo que voy rápida, podemos bajar a dos.
—Sí, como usted vea —contesté—. ¿Y qué horario le viene mejor?
—Yo quisiera por las tardes.
—Vale, perfecto. Yo también lo prefiero.
Finalmente decidimos por impartir las clases los lunes, miércoles y los jueves de cada semana. Una vez que estaba todo claro y que ya le había resuelto todas sus dudas, dimos por finalizado el encuentro. En el marco de la puerta nos despedimos hasta el lunes de la próxima semana.
Aquel lunes, salí antes de Novelda para llegar un mínimo de antelación a casa de María José. No quería que pensara que la impuntualidad estaba entre mis costumbres.
¡Y encima todavía tenía que pasar por la copistería! El jueves anterior les había dejado los temarios de Windows y Microsoft Word para fotocopiar y todavía no había pasado a recogerlos. Como siempre, la Avenida de la Constitución estaba abarrotada, aunque fuese prácticamente en la entrada, por lo que no tuve más remedio de aparcar en una calle contigua, cerca del centro médico. Me apresuré rezando que no hubiesen muchos clientes, pero dios pareció no apiadarse de mis suplicas. La cola llegaba hasta la puerta.
Después de más de quince minutos, logré salir y enfilar rápidamente en busca de la autopista. Por si era poco, la zona muy céntrica donde vivía ella, conllevaba perderse entre calles abarrotadas de vehículos estacionados.
Llegando al portal no pude resistirme de saber la hora que era, pese a tener el convencimiento de que seguramente pasaban no pocos minutos de las seis en punto. Y así era.
De nuevo, estaba esperándome con la puerta entreabierta a mi llegada, donde me recibió con dos besos en la mejilla.
—Sé que te dije que la puntualidad no está entre mis defectos, espero que sea la última vez —me excusé con una voz nerviosa y agitada producto de mis prisas.
—Ya lo veo, ya lo veo —bromeó con una sonrisa espontánea.
Después, me llevó hasta el salón donde habíamos tenido la primera toma de contacto, en aquella mesa blanca. Mientras ella sacaba su portátil, yo hacía lo propio con los materiales del curso.
He de reconocer que las primeras dos semanas fueron duras para los dos. Enseguida me di cuenta de que necesitaba de armarme de paciencia y de explicar muy detenidamente todo, para que ella pudiera entenderlo. No había mentido cuando me confesó que sus conocimientos eran muy escasos. No obstante, ella ponía todo su empeño para aprender lo máximo posible y seguramente fue eso, lo que me llevó a sentirme más a gusto enseñarle. No tenía nada que ver nada con las clases particulares que había dado a chicos y chicas adolescentes, más pendientes del móvil y de tonterías que de mis explicaciones. Ella no. Ella ponía todo el interés en lo que le decía y me di cuenta de lo satisfactorio que es para un profesor, de la voluntad que pone quien tiene enfrente. Esa conexión de enseñar y aprender. Ahora recuerdo las innumerables ocasiones que he sido objeto de reprimendas en el colegio y el instituto.
Esas ganas por aprender la llevaron a progresar más rápidamente de lo que yo había imaginado. Tal fue así que, acabemos con la parte del Word en menos clases de lo que había calculado en un principio. Y de la impotencia y la decepción de las primeras duras semanas, pasó a la satisfacción y seguridad en sí misma. Era una de las personas en las que más he visto reflejado en su rostro, los diferentes estados de ánimos por los que iba pasando.
Pero su mayor logro estaba por venir. Nada más terminado Word, nos pasemos a estudiar Internet y especialmente Skype ante su insistencia. No necesitó mucho tiempo para establecer una conexión ella sola de su nueva cuenta, hacia la mía. Cuando la vi preparada, no perdió ni un segundo en llamar a su hijo para conectarse. Era su mayor ilusión poder verlo cuando quisiera, sin depender de la disponibilidad de su sobrina.
Yo también pude saludarlo, ante la insistencia de María José, presentándome como su profesor de informática y el causante de que estuvieran hablando juntos. Su nombre era Adrián. Lo primero que me llamó la atención fue su cara entre redonda y alargada, casi igual que la de su madre, con una nariz que, sin ser excesivamente grande, le daba un cierto tono de atractivo, exactamente como su madre también. Su pelo, más castaño de lo que recordaba en la foto del salón, parecía habérselo dejado algo más largo. Aunque, tampoco sabía cuánto tiempo había pasado desde que se tomó aquella fotografía. Detrás de él, se divisaba lo que parecía una habitación de estudiante, con una estantería a medio llenar de libros. A su lado, había una percha de la que colgaban un par de abrigos y una mochila.
El chaval me lo agradeció al tiempo que me advertía de lo patosa que era su madre con éstas tecnologías.
—Deberías verla ahora, ha sido tremendo el cambio que ha dado —mientras giraba mi vista hacia ella, noté ruborizarse tímidamente ante mis elogios—. Se ha esforzado mucho, sobre todo para verte a ti.
—No es para tanto, es todo más fácil con un profesor así —casi llego a ruborizarme yo también.
Volviendo la vista hacia su madre, su expresión facial era angelical. Sus ojos miraban fijamente su carita a través de la pantalla, mientras le recordaba una y otra vez cuanto le echaba de menos.
Ante este panorama tan íntimo, no puede hacer otra cosa que excusarme en ir a la cocina a beber un vaso de agua, para dejarlos a solas. Desde allí, escuchaba como le enumeraba todas las tareas que le pedían en la universidad, ponerle al corriente de los últimos exámenes y cotillear cómo se lo había pasado en el último fin de semana. Especialmente, lo bien que se lo había pasado con Arantxa, la chica que estaba saliendo, según se intuía en la conversación.
Al momento en que escuché tintes de despedida, regresé al salón. Su cara reflejaba todo lo que había sucedido allí. Nunca antes la había visto tan emotiva como aquella tarde. No vi caerle ninguna lágrima, pero por dentro debía estar empapada.
—Hacía casi un mes que no lo veía —me aclaró al verme entrar por la puerta, al tiempo que suspiraba profundamente—. ¿A qué es muy guapo?
—Tanto, tanto como su madre —su mirada buscó la mía, pero percibió que traía algo en la mano—. Ten —le acerqué un vaso de agua que ella recogió agradecidamente—. Siempre eres tú la que me lo traes, ya era hora de traerte yo alguno, ¿no?
Esbozó una ligera sonrisa ante mi pregunta, al tiempo que acercaba el frío cristal hacia sus labios.
En un gesto espontáneo, me incliné a su lado y pasé mi brazo por su espalda, hasta posar mi mano en su hombro opuesto. Con la otra, recogí un mechón de pelo moreno que le cegaba su ojo derecho. Con la misma sutileza con la que ella tomaba agua, acerqué mi boca a escasos centímetros de su oreja. Podía detectar perfectamente el dulce aroma de su champú.
—No te preocupes, se le ve feliz. Está viviendo su vida. Estate orgullosa de él.
Esta vez, si encontró con su mirada mis ojos. Eran grandes y muy expresivos. Se le advertía un cierto tono de melancolía.
—Ya se ha hecho un hombre —acompañó de un profundo suspiro y en un tono en el que se parecía no querer creer lo que había dicho.
También tuve la ocasión de conocer a su marido. Un hombre que, por su aspecto, intuí que le sacaba mínimo seis u ocho años. Era algo más bajo que ella, pero su constitución lo hacía fuerte y robusto. No mediría más de un metro setenta. Se llamaba Eusebio. Entre sus características más destacadas, prevalecía una cabeza bastante grande, que culminaba con un cuero cabelludo canoso y una barriga de esas que coloquialmente se denominan “cerveceras”, en el riquísimo vocablo español popular y que parecía que la lucía con mucho orgullo.
En casi todas las ocasiones, se limitaba a dar las buenas tardes y seguir su camino hacia el interior de la casa. Alguna que otra vez, se limitaba a interesarse por la evolución de María José, pero parecía no interesarle mucho la respuesta. Daba la sensación de que lo hacía más por obligación que por interés.
Portaba siempre un maletín de cuero marrón oscuro. Según me dijo ella, era dentista y tenía una clínica junto a un compañero. Normalmente, su visita era fugaz, a los pocos minutos de entrar, volvía a salir excusándose que se iba un rato al bar y que se diese prisa para hacer la cena. Se veía que, entre sus costumbres, estaba la de cenar a las nueve y media, ni un minuto más y ni un minuto menos.
En más de una ocasión, me había confesado la oposición de su marido al principio para dar clases, aunque finalmente accedió. No quería que trabajara, pues con un sueldo en casa, era más que suficiente. Su trabajo debía estar en casa y especialmente en la cocina, haciendo las tareas del hogar y tener la comida y cena calientes a su llegada.
Las clases continuaron por buen camino ya con Excel, mientras yo seguía compatibilizándolo con clases a una chica adolescente y mi trabajo de contable en el garaje. Durante todo ese tiempo, congeniamos bien y fraguamos una bonita amistad. Atrás quedaron los primeros días más formales.
Pero con el tiempo, sin darme cuenta o quererlo, veía en ella, a una mujer diferente. No había cambiado lo bondadosa y simpática, pero yo la miraba con unos ojos distintos. Su cara de estudiante concentrada, se convirtió más y más, en objetivo de mis observaciones. Admiraba como le cambiaba cuando acertaba la fórmula, o fruncía el ceño cada vez que se equivocaba de celda, o la sutileza con la que miraba los apuntes. Y cada vez que le arrancaba una carcajada, dos preciosas muecas le salían a cada lado.
También, el simple acto de coger el vaso del agua –siempre nos acompañaba en cada clase–, lo hacía con una elegancia que nunca me cansaba de admirar. Pero, ante todo, era una mirada de cariño, de admiración y de orgullo, por haberme hecho participe de su evolución espectacular frente al ordenador. Y es que, se lo había tomado muy en serio desde el principio, y había trabajado como ella sola en el día a día, con esfuerzo y perseverancia.
En mis sensaciones, creo que pude distinguir dos María José, la que conocí en un principio, algo apagada, desganada, sin poca fe en sí misma; y la de dos meses después, con más seguridad en ella, con ganas de aprender, más alegre, menos cohibida, etc.
Seguramente, esta transformación había dado ese plus de belleza que todavía no había visto en ella al principio. Creo que fue la conclusión más acertada que pude sacar de todo aquello.
La primavera avanzaba sin que nadie le pisara los talones, por los primeros días de mayo, días que nunca se me borrarán de la cabeza. Como cada lunes de semana, me dirigí hasta San Vicente, a su casa, sin saber que sería uno de los días que más vergüenza pasaría.
Las dos últimas clases, miércoles y jueves, las habíamos suspendido porque me mandó un mensaje, para advertirme de que se encontraba muy mal, a causa de una gripe común. Junto al mensaje, recibí una foto. En ella se observaba un termómetro digital sostenido por unos dedos femeninos, cuyas uñas estaban esmaltadas con un rosa tenue. Eran los de ella, ese color tímido y discreto, acompañaban a sus manos las últimas semanas. No recordaba haberlas visto con otros colores desde que comenzamos, siempre las había llevado sin pintar. El termómetro marcaba digitalmente, treinta y ocho grados coma dos. Le respondí, devolviéndole el WhatsApp con muchos ánimos y un icono sonriente.
Este contratiempo nos pilló justo cuando nos quedaban un par de clases para terminar el bloque de Excel. Según lo programado, la siguiente semana debíamos comenzar con el bloque de mecanografía. Aunque no entraba en lo pactado desde un comienzo, su deficiente y lenta forma de teclear, necesitaba una mejoría como el comer. Ella misma se empeñó en aprender este noble arte.
A pesar de no dar clases estos dos días, ella me informaba constantemente de lo que avanzaba en los ratos que se sentía mejor. Después de un fin de semana, en que se había impuesto la alivio en su persona, reanudemos las clases.
Cuando abrió la puerta, observé inmediatamente los efectos que le había dejado aquella inesperada gripe. Su nariz y sus alrededores seguían manteniendo ese color rojizo, efectos seguramente de sonarse.
Su cara se veía más apagada que en los días anteriores.
—¿Cómo es que coges la gripe casi en verano? —le pregunté con cierta ironía.
—Cambios de temperatura, no sé, ha sido todo muy raro.
—Ya veo, si es raro con el calor que ha hecho estos días.
Avancé por el recibidor, tras ella mientras hablaba, hurgando en mi mochila. Tenía la impresión de que algo se me había olvidado, pero no sabía el qué.
—La verdad que ya tenía ganas de volver a verte, no soportaba más estar en la cama metida.
Sus palabras devolvieron mi atención al salón y vi que estaba con el portátil encendido, con una hoja de cálculo en la pantalla.
—Llevo un rato terminando éstos ejercicios —cogiendo la serie de fotocopias grapadas— pero en éste no avanzo —señalando con el dedo índice—.
Tomé de su mano las fotocopias y leí. Luego miré su pantalla. El maldito signo del dólar para inmovilizar las fórmulas que se arrastran, se habían cobrado una nueva víctima.
La saqué inmediatamente de su error y prosiguió. Admiré la rapidez con la que los había hecho. Iba por el ejercicio 28 de un total de 30. Esperé a que lo terminase para empezar a corregirlos juntos.
De repente, se agachó hacia mi lado, alargando el brazo, para coger una botella. De ella bebió un buen trago. Era una botella de agua mineral, pero contenía algo parecido a un brebaje de tonalidades amarillentas y verdosas.
—¿Quieres? —me ofreció antes de cerrarla, al verme mirarla con cierta extrañeza.
—¿Qué pasa, que me quieres envenenar?
—No tanto, pero ya te digo se sabe fatal —me advirtió tras una leve carcajada.
—¿Es una pócima secreta?
—Es para la mucosidad —me aclaró a la vez que movió el líquido de su interior—. Lleva miel, menta, jengibre, pepino…
—Pufff —exclamé al acercar mi nariz a la cabeza de la botella—. Esto no puede ser bueno.
—Te digo yo que sí. Mi madre siempre lo hacía cuando alguno se resfriaba, funciona —mientras cerraba la botella y se agachaba para dejarla en el suelo.
Pero mi mirada captó con atención algo de lo que no me había percatado hasta ese momento. Llevaba puesto una camiseta de tirantes de un color tipo marfil, con un escote de forma convexa, acompañado un borde de encaje, Dejaba ver ligeramente el sujetador. Y en la parte de abajo llevaba, un pantalón de también color marfil, sobre un estampado de una amplia diversidad de flores de todos los colores. Hasta ese momento, no había percibido que vestía en pijama. Los segundos que duró su acción, el torso de la camiseta, venció al inclinarse, dejado ante mis ojos una completa vista del sujetador y de cómo sus pechos sobresalían ligeramente del mismo. Era un sujetador blanco de encajes formando sutiles florecillas, bastante simple y corto para su talla a mi parecer. Esa imagen me dejó embobado. Hasta ese momento, no había dirigido tan intensamente mi atención hacia sus pechos, quizás al no verlos visto de manera tan completa.
Mientras ella seguía con los ejercicios, yo a su lado, no paraba de rebobinar el momento, al tiempo que repasaba lo hermosa que me parecía cada vez más. En todos los sentidos.
Al cabo de unos minutos, cuando puede volver a concentrarme, otra vez repitió el gesto. Volvía a agacharse con naturalidad, dejando ante mi vista su precioso pecho. Los dos segundos de cada subida y bajada, centraron nuevamente mi atención. Al final me estaba cayendo hasta bien, aquel asqueroso mejunje que seguramente sabía peor de lo que olía.
Pero en una de esas veces, mis ojos quisieron buscar al tiempo su cara, con la sorpresa de que su mirada estaba fija en mí. Me había cazado espiándole su escote. Me advertí rápidamente de la situación y giré mi vista hacia su portátil. Continuemos corrigiendo los ejercicios como si no hubiese pasado nada. Volví mi mirada hacia su rostro segundos después, pero no vi reacción especial o diferente.
De nuevo, María José volvió a agacharse estando yo mucho más pegado. Otra vez, mis instintitos masculinos vencieron a la razón y quedé encantado ante lo que tenía delante de mí. Esta vez, no tuve dudas que advirtió mi mirada clavada en sus pechos. Su único gesto tras reestablecerse, fue el de devolver el tirante de su camiseta a la posición que debía tener, tras resbalarse sutilmente por debajo del hombro.
Aunque ella parecía hacerlo con menos frecuencia, al tiempo que se agotaba el líquido de la botella, y yo me intentaba profesionalizar en la corrección de los ejercicios, seguía deleitándome de cada centímetro de su cuerpo. Tal fue así, que no me di cuenta de los efectos secundarios de aquella situación. Hacía rato que el tono de su rostro, había tomado un cierto color rojizo, especialmente, acentuado en sus mejillas. Un color distinto al de las derivadas de su enfermedad. Y un par de veces, me había parecido que su mirada deambulaba por mi cuerpo, y en especial, por mis caderas. Enseguida creí adivinar lo que estaba sucediendo. Crucé mis brazos para apoyarlos en mis piernas y noté un bulto. No podía ser. No me di cuenta hasta ese momento, que estaba sufriendo una erección importante. Enseguida mis nervios se apoderaron de mí, pero intenté transmitir tranquilidad. El movimiento de mi mano y los nervios, parecieron afianzar aún más dicha erección. Ella sí se había percatado. Sus miradas eran frecuentes y encima llevaba varios minutos con un rubor en sus mejillas importante. Quité mi brazo de ahí. Era imposible que no me hubiera dado cuenta del gran bulto que se había formado en los vaqueros, como para no verlo. Decidí inmediatamente cruzar las piernas para volver a poner un brazo encima, que disimulase mi estado de excitación. Volví mi vista hacia ella y su mirada parecía volver a la pantalla del ordenador, al tiempo que le nacía de su rostro, una leve sonrisa, como si le hiciera gracia aquella situación.
O tal vez era porque me había puesto rojo como un tomate. Yo también sentía ese rubor ardiente en mi cara, desde que sabía que estaba excitado. La presión de mi brazo no hizo más que vigorizar la dureza de mi miembro erecto. Por ello, me encontraba en la disyuntiva de quitarlo, dejándolo al descubierto mis vaqueros o seguir dejando mi brazo encima. Opté por dejarlo sobre la mesa. Era la única manera de volver a una normalidad razonable. Con el paso de los minutos, parecía que sí reencontraba esa normalidad. Mi entrepierna regresaba a una posición más adecuada, a lo que debería de ser una clase particular.
Su buen trabajo, nos estaba permitiendo avanzar rápidamente en la corrección de los ejercicios. Tenía muy pocos fallos. Pero conforme se agotaba el paquete de clínex, también agotaba su enigmático brebaje. Cuando ya quedaba poco para acabar la sesión del día, volvió a agacharse para tomar la botella, tras un lago periodo sin hacerlo. Y aunque me resistí en la “ida”, en la “vuelta”, se me fueron otra vez los ojos. El tirante de su camiseta, volvía a alejarse de su posición, lo que me llevó a tener unas vistas más privilegiadas. El sostén hacía el esfuerzo para que no salieran sus pechos demasiado, hasta que ella volviese a ponerse recta en la silla.
En ese momento, inconsciente de mis actos, alargué mi brazo hacia su camiseta. Recogí el tirante con delicadeza y lo subí lentamente por encima de su hombro. Ella se volvió advirtiendo mi gesto, como acababa de posarlo sobre el tirante blanco de su sujetador. A continuación, buscó mi mirada, que se encontraba fija en su camiseta y en sus voluptuosos pechos que en ella se marcaban. Subí la mirada y me encontré con la suya. Hizo una mueca con la boca en señal de agradecimiento. Luego recorrió mi cuerpo de arriba abajo, pero quitó la mirada de repente, para volverla hacia la pantalla del ordenador. Otra vez, se había dado cuenta de que mi entrepierna volvía a crecer. Entre los vaqueros, un bulto bastante visible de nuevo, provocaba mi sonrojo y mi vergüenza. Pero también, un intenso calor de excitación, recorrió mi cuerpo al verme junto a ella.
Por mis adentros, no hacía otra cosa que, pensar en los pocos minutos que faltaban para terminar y poder irme con la escasa dignidad que me podía quedar. Al acabar la corrección de los ejercicios, sentí un gran descanso, similar al que puede experimentar un equipo de fútbol cuando le cae una lluvia de goles y el árbitro marca el pitido final.
Al despedirnos junto a la puerta del salón, lo hicimos como siempre, aunque tanto ella como yo éramos conscientes de lo que había ocurrido en la hora y media que duraba la clase.
—Espero que estés mucho mejor el miércoles.
—Con todo el que he tomado, creo que será suficiente para recuperarme —me respondió con una leve sonrisa sonrojada.
—Ojalá —dos besos en la mejilla, concluyeron con aquella tarde interminable.
A raíz de ese momento, temí que mi comportamiento espontáneo e involuntario, afectase a nuestra relación académica. Pero estaba seguro que ella estaba más que satisfecha con mis servicios. En todo momento, creo que mis explicaciones eran buenas y ella, aprendía rápidamente. Además, así lo corrobora el fantástico ritmo con el que superaba los cursos. Y, por otra parte, también temía que la relación de amistad que se había ido fraguando en los últimos meses, quedase en nada bueno.
He de reconocer que, el miércoles siguiente, durante el viaje hasta San Vicente, mi cabeza fue un hervidero de pensamientos y teorías, acerca de cómo debía enfocar la clase de María José y no repetir inconscientemente los impulsos de mi cuerpo.
Seguramente, ella me notó algo más retraído de lo normal, cuando abrió la puerta de su casa.
—¿Qué tal?
—Muy bien, ¿y tú con la gripe?
—Mejor, mucho mejor.
La naturalidad tan simpática con la que me recibía normalmente, fue una inyección de tranquilidad a mi comportamiento.
Pronto, la hoja de Excel, acaparó nuestra atención, y yo, me ceñí a las explicaciones que traía preparadas. Durante la clase, no fueron pocas las ocasiones que me despistaba, al verla mirarme fijamente, mientras me escuchaba explicar y asentía con la cabeza, para luego girarse a tomar apuntes en la libreta que habitualmente usaba. Especialmente cuando escribía, algunos mechones de su bella melena morena, se rebelaban contra su cara, Su mano izquierda, tenía la misión de retenerlos para encarcelarlos detrás de su oreja. Siempre he considerado sensual ese gesto en la mayoría de mujeres, pero ella lo hacía con una dulzura especial.
El juego de sus pies, también había sido objeto de mi atención en las últimas clases. Desde que usaba bailarinas, era común que inconscientemente, jugase a calzarse y descalzarse, o simplemente, dejarlos en el suelo para hacer ligeros ejercicios, que le permitían llevar mejor las clases. Eran blanquísimos. Se notaba que, en esa parte del cuerpo, apenas le había dado el sol. Me sorprendía, esa dulzura con la que a veces movía sus manos, también la tenía en sus pies.
Con el apartado de creación y uso de plantillas y macros, dimos por concluido el apartado de Excel, a falta de unos ejercicios de dicho apartado.
La semana siguiente, comencemos mecanografía. Académicamente, predecía que su nivel bajo, le iba a traer más de un dolor de cabeza. Además, por consejo mío, habíamos prescindido de la clase del jueves, a cambio de que ella practicase algunos ratos a la semana, en función de lo aprendido en la clase anterior. Iniciemos ejercicios con las teclas centrales, y proseguimos con la superior e inferior en las sesiones siguientes. Pronto, las evidencias confirmaron mis predicciones, ¡menudo lío se estaba haciendo con las teclas!
Y yo, la comprendía mejor que nadie, pues en mis inicios siempre acababa verdaderamente enfadado con las letras y más tarde, luchando contra el jodido cronómetro. Entre sus fallos más flagrantes, el de mirar el teclado constantemente.
Lo primeros días intenté que ella se diera cuenta por sí misma, pero no fue el caso. Por ello, mis repetitivas correcciones se volvieron cada vez, más intensas. Algo a lo que ella parecía no hacer caso. Su mirada no aguantaba la vista en la pantalla ni un par de minutos. No quería que cogiera ese vicio al que hemos caído muchos al principio y que luego es dificilísimo de dejar, peor que el tabaco y lo dice un no fumador.
Mi tono de profesor, se tornó más severo y serio con el avance de las clases, y hubo momentos en los que tomaba tintes de bronca. En uno de esos días, llegó hasta de cubrirse de impotencia ante mis palabras.
—Por favor María José, no me hagas repetirlo más veces —en tono de maestro gruñón—, no mires más el teclado hasta que no termine la clase.
—Pero si acaso miro —se excusaba—, y si lo hago, no me doy cuenta —me rebatió algo malhumorada.
—Pero es que, si no dejas de mirar, no vas a aprender a mecanografiar —un agotado suspiro salió de su rostro, al tiempo que su vista confusa, se perdía por el ventanal.
—No puedo evitarlo —llegó a decir.
—No me puedes decir eso, por favor —alegué—, puedes y debes controlarte.
—Como si fuera tan fácil.
—Ya sé que no lo es, pero al menos esfuérzate e intenta corregirlo.
Su boca gesticuló el inicio de unas palabras que nunca llegaron a salir. Estaba desmoralizada hasta para hablar.
—Sólo te pido un poco de esfuerzo y paciencia —palabras que escuchó desde la lejanía. Acababa de levantarse, después de dejar el cuaderno de mala gana y sin decir dónde iba, algo extraño en ella.
Tardó unos minutos en volver, minutos que aproveché para ordenar los materiales. En cuanto la oí regresar, me giré a comprobar su rostro. Traía en la mano un vaso con un líquido blanquecino. Su cara poco había cambiado durante su ausencia. Estaba seguro de que mis reprimendas, habían hecho mella en su moral estudiantil. Sin mediar palabra y sin apenas mirarme, retornó a su silla. Bebió un buen sorbo y dejó el vaso sobre la mesa, junto al que habitualmente le acompañaba con agua.
—¿Estás bien?
No pronunció palabra, salvo un gesto con el cuello que no logré descifrar.
—¿María José? —repetí.
—Me duele algo la cabeza —con desgana, tras un breve silencio.
—Si quieres, dejamos la clase.
Otro intenso silencio barrió el salón, mientras posaba las manos en el teclado, en un intento por volver a mecanografiar.
—¡Pero si es que, en cuanto empiece, me vas a llamar la atención otra vez! —contestó con aires de cabreo, al tiempo que retiraba las manos. Luego, se cruzó de brazos.
Me era extraño verla así, con ese carácter tan agrio. Los minutos de su ausencia, me permitieron reflexionar sobre mi afán de hacerle ver sus errores. Quizás me había pasado. De todos modos, el bloqueo en la cabeza que le habíamos provocado yo y la mecanografía, no le permitía seguir adelante.
Al no ver ni un solo gesto de consideración hacia mí, arrastré mi silla hacia la de ella y busqué su mirada, mientras cogía su mano izquierda.
—Sólo intento buscar tu bien —me defendí, al tiempo que acariciaba su mano.
Su réplica se hizo de rogar unos segundos.
—Tu sabes bien que me esfuerzo —no era capaz de mantenerme la mirada.
—Lo sé. Me lo has demostrado desde el primer día —cogiendo el vaso del agua y acercándoselo a sus labios, agotó el último sorbo—. Pero tienes un bloqueo que no es nada bueno. Estoy seguro de que, si mantienes ese esfuerzo, no se te va a resistir nada en este mundo. Yo he confié y sigo confiando en ti.
Mis palabras provocaron que volviera a dirigirme la mirada. Una mirada que denotaba cierto grado de agradecimiento, en un rostro invadido por algo de malhumor. Pero pronto se difuminó.
—Vamos, no te pongas así. No te imaginas la belleza que pierdes —sonrió—. De veras, espero que la María José triste y fea, me devuelva a la preciosa que hace días que no veo.
—Habló don perfecto —me replicó tras una leve carcajada que iluminó su rostro—. ¡Yo también espero que se vaya pronto el profesor antipático y vuelva el de antes, que harta me tiene!
Por un momento, una luz de alegría invadió nuestros rostros, borrando el malhumor. Entre tanto, se deshizo de mi mano y retomó el cuaderno. Esta vez, parecía estar decidida a intentarlo de nuevo. Cogió aire como si fuera a tirarse a la piscina. La notaba nerviosa. Incluso sudaba de manera sobrenatural.
Mientras preparaba sus manos sobre el teclado, yo me levanté y me coloqué tras ella.
—¿Notas las pestañas sobre la f y la j? —acercándome a su oído.
—Sí.
—Tranquila, no corras —le calmé—. Mira fijamente la pantalla y presiona como si el teclado fuese una nube.
Decidida comenzó a teclear lentamente. Pero pronto vino el primer fallo, el segundo, el tercero… hasta que bajó la cabeza y paró.
—No pasa nada. Sólo es un intento —mientras posaba las manos en sus hombros—. Relájate, te noto muy tensa.
Acaricié sus hombros con suavidad y bajé lentamente por sus brazos. Unos brazos agarrotados de tensión. Llegué pronto a unos dedos tenían un diagnóstico similar. Cada centímetro de su piel, se erizaba a mi paso.
Masajeé poco a poco cada uno de ellos, aún postrados sobre las teclas y los retiré para acomodárselas sobre sus muslos, con las palmas hacia arriba.
Volví a usar las yemas de las manos, para trepar tímidamente la zona interior de sus brazos. El reflejo de la pantalla del ordenador, me permitía observar la cara de María José, con los ojos cerrados, a la vez que su respiración se volvía más aguda. De nuevo, me acerqué a escasos milímetros de su oído y le susurré:
—Tranquilízate, olvídate de todos los problemas. No existen los problemas. Estás en el paraíso.
Parecía estarlo, porque no movió ni un músculo. Mis manos seguían moviéndose cuidadosamente por sus hombros. Mis pulgares presionaban en movimientos circulares su delicada piel, saltando los tirantes de la camiseta y el sujetador. Un inconfundible perfume de su cabello, envuelto en un moño, me embriagaba. Cada vez me gustaba más ese dulce aroma del champú que usaba. Sospechaba que podía ser melocotón.
—Respira lentamente —musité—, y exhala por la boca.
La presión de mis pulgares, se hacía cada vez más firme en cada una de sus vértebras. Al ritmo de los dedos, acompañó ella sutiles ladeados de cuello. Podía notar esas durezas en los músculos, de las que tantas veces hablaba una de mis ex novias, la que me enseñó buena parte de este distinguido arte de las manos. Posiblemente, las posturas frente al ordenador, había sobrecargado su cuerpo durante tiempo. Por eso, mis dedos se centraron más intensamente en ellas, alterando la circulación de sangre. Estaba convencido, que el calor de mis palmas rozando su delicada piel, también le serían de gran alivio. Por fin, me decidí a mover los incómodos tirantes de la camiseta y el sujetador, verde y negro respectivamente. Ese movimiento, provocó un intenso escalofrío en ella, que registraron mis manos inmediatamente.
—¿Me permites? —murmuré tímidamente.
Un suspiro profundo salió de su ser y agachó ligeramente la cabeza, sin mediar palabra. Proseguí desplazando los tirantes unidos hasta dejarlos por debajo del hombro. Mi mano opuesta, consiguió retirar el otro par. Con sus hombros ya desnudos, mis manos tomaron mejores posiciones.
Mientras la masajeaba firmemente, sentía como su respiración se aceleraba cada vez más. Su cuerpo entero había quedado a merced de mis movimientos. Con el paso de los minutos, la camiseta había cedido inocentemente. Desde mi posición, la grandeza de sus pechos se advertía perfectamente. La concentración en la que estaba inmerso, no me permitió fijarme hasta ese momento. Como había ocurrido en cierta ocasión, mis ojos quedaron clavados en ellos y como se movían al compás de su profunda respiración.
Fue motivo suficiente para a los pocos segundos, mi entrepierna despertara rápidamente. Un pequeño nerviosismo, pudo delatarme, aunque intenté imponer una normalidad bastante difícil. El respaldo de la silla al que estaba pegada su espalda, fue el que pudo retener mi desliz. Mi miembro erecto chocaba entre mis vaqueros y la fina madera del respaldo. En ese momento, mis manos se habían pasado a la zona alta de su pecho. Ya apenas ejercía una leve presión. A su rápida respiración, le acompañó pronto la mía. Un intenso sofoco había sucumbido mi cuerpo, que acentuó todavía más mi excitación.
Identifiqué rápidamente la posición de su corazón, latiendo de manera sobrenatural. Cada latido superaba el anterior, con cada uno de mis movimientos. Luego volví a subir lentamente hasta su cuello, su mandíbula, mientras las yemas de los dedos seguían girando en pequeños círculos. Apenas tuve oposición de retraer su cabeza hacia atrás, hasta encontrarse con mi vientre. El contacto me provocó pequeño escalofrío.
Quedé quieto, parado, por unos segundos. Me embelesé observando el intenso tono rojizo que se había apoderado de su rostro, fruto de la excitación. Ella seguía manteniendo los ojos cerrados, y la boca ligeramente entreabierta. Parecía estar en un sueño profundo del que no quería despertarse. Desde mi posición, tenía una vista privilegiada de todo su cuerpo. Vistas que no hacían más que afianzar mi entrepierna.
Volví a bajar por sus brazos. Tenía las manos calientes. Muy calientes. Esas mismas que se maldecía por no acertar en las teclas. Las acaricié, las enlacé con mis dedos y las fusioné con el calor que desprendían las mías, después de recorrer parte de su cuerpo. Un sutil respingo la hizo sobresaltarse de la silla, cuando algunos de mis dedos se dejaron caer hasta su muslo. Rozaron la tela de su ceñido pantalón durante unos segundos. Un tímido jadeo escurrió de su boca.
De repente, un sonido fugaz invadió todo el salón. Interrumpió el masaje. Ella abrió los ojos inmediatamente y se encontró los míos, mirándola fijamente. El repetitivo sonido del telefonillo, volvió a resonar por toda la estancia. Su corazón terminó de acelerarse por completo.