La escultora

Cuento corto asesino.

César lo sabía todo sobre ella. La dominaba gracias a lo que sabía. Ella no había sido una presa fácil, desde luego que no, César sabía a lo que se exponía, pero había logrado dominarla a su antojo desde aquella mañana en que la vio por la ventana, besando voluptuosamente a uno de sus eventuales amantes... César la llevaba vigilando muchos días, César y media ciudad, ya que una mujer como ella no pasa desapercibida precisamente... Alta, morena, bien hecha, de facciones quizá un poco duras, pero en conjunto muy hermosa. César sabía que estudiaba el doctorado en neurocirujía en una de las universidades más prestigiosas del país, y que ya tenía dos carreras más, medicina y cirugía. Era toda una eminencia, pero lo único que atraía a Cesar, era su explosivo cuerpo. Él la había observado, muchas noches, entregándose al placer con alguno de sus amantes, y llegó a enterarse de que la joven tenía muchos. Generalmente, después de algunos días, ya no volvían más, pero siempre llegaba uno nuevo a reemplazarlos. César averiguó la razón de esas desapariciones una mañana, hacía sólo unos días. La joven se besaba con su amante, mientras César los observaba desde su ventana, en la casa de enfrente. Ante la sorpresa de César, la joven empezó a abrazar a su amante con tanta fuerza que este empezó a ponerse rojo...después morado, luchó por liberarse, pero los brazos, tensos como maromas, de la chica, le impedían escapar, hasta que cayó inconsciente al suelo. Con los ojos desorbitados, César observó a la joven coger un cuchillo y agacharse... no llegó a ver con exactitud qué hacía, ya que la ventana no llegaba al nivel del suelo, pero distinguió perfectamente un hilillo de sangre salpicar el cristal. Así, mediante amenazas de hacer saber lo que había visto, César se había abierto paso hacia la casa y el lecho de la joven, y la había convertido en su esclava. La muchacha, al principio severamente rebelde, poco a poco se acostumbró, y llegó a cobrar un vivísimo afecto por su amo. César aún recordaba las palabras que ella había pronunciado la noche anterior: "Jamás te haré daño... te amaré siempre". Las dulces frases resonaban en sus oídos mientras tomaba el café que ella le había traído a la cama. - ¿Recuerdas lo que te dije ayer, cariño? - preguntó ella, como si le leyese el pensamiento - Jamás te haré daño... te amaré siempre... Te lo has ganado, aunque en el fondo, no seas más que un estúpido... César quiso preguntar a qué se refería, pero ya no pudo hacerlo... una somnolencia de piedra se apoderó de él, y antes de que pudiera atar cabos o reaccionar de algún modo, estaba roncando. Ella esperó hasta que el ronquido se hizo más suave, se convirtió en un resoplido, y finalmente se detuvo. César había muerto, y tal como ella le había prometido, sin ningún dolor.


Varias horas de trabajo más tarde, la joven acabó por fin su obra. - Y cien. Gracias a tí, César, he podido completar mi colección. En la universidad, ya estaban desconfiando de mí...necesitaba mucho material y muchos cerebros humanos para completar mi obra. La joven colgó su bata de médico en una percha con su nombre "Lucrecia", y contempló satisfecha los noventaynueve cuerpos humanos despellejados que, disecados en una plataforma decorada con sangre y vísceras humanas convenientemente tratadas para evitar la descomposición, se retorcían, peleaban, fornicaban, sonreían en horribles muecas, y se agolpaban junto al pilar central de la escultura. En ese pilar, igualmente despellejado y sosteniendo un cerebro en la mano derecha y un corazón en la izquierda, ataviado como si se tratase de Satanás, estaba el cuerpo que, sólo unas horas antes, había pertenecido a César.