LA ESCLAVA INFELIZ (6ª Parte).
Historia de una joven que acepta la esclavitud por amor. Pero ese sentimiento puede no ser suficiente para alcanzar la felicidad.
LA ESCLAVA INFELIZ (6ª Parte)
Al cabo de unas horas me desperté algo dolorida. Me encontraba tendida dentro de una cama de hospital. No sabía qué hora era, todo permanecía en silencio. Mire en rededor y comprobé mi absoluta soledad. Me entró un miedo irrefrenable al desconocer cómo había salido todo. Con bastante temor me palpé el abdomen, lo tenía con unos fuertes vendajes. Llevaba puestas una especie de bragas de papel con una gran compresa en su interior y por debajo de aquello se escapaba una pequeña sonda adherida con una tela adhesiva. A un lado del lecho, en la parte baja, estaba fijada la bolsa de recolección de orina. Me alarmé, mi Amo no había autorizado ese extremo por lo que debía despojármelas de inmediato. Intenté cambiar la postura para conseguir quitarme las bragas, pero con el movimiento me empezó a molestar la zona. Por otro lado, en mi mano derecha tenia colocada una vía unida por una cánula a una botella de suero emplazada en un atril metálico al lado del embozo que me impedía tener la movilidad necesaria para completar esa operación. Me puse a llorar desconsoladamente por los propios nervios de no poder cumplir una de sus órdenes más estrictas. No quería ser castigada el mismo día de mi vuelta una vez tuviera el alta.
Llevaba en ese estado de intranquilidad un buen rato, cuando entró el cirujano acompañado de una enfermera. En cuanto le vi intenté disimular mi azoramiento y que no se diera cuenta de que me encontraba gimoteando.
—Buenos días, ¿Cómo se encuentra?—preguntó cortésmente.
—Bastante dolorida a decir verdad —respondí con semblante cansado.
—Eso es normal después de la operación… debo comunicarla que ha sido todo un éxito. Ya puede estar tranquila, no volverá a tener esa menstruación tan molesta y por supuesto no tendrá hijos. —Levantó la vista, cruzándose brevemente nuestros ojos y con rictus picaroso siguió hablando—. Por su tío no se preocupe, hace un rato le llamé por teléfono para comunicarle que todo había salido a la perfección. Y no se entristezca ya verá como en pocas semanas vuelve a su actividad diaria —concluyó.
No sabía que pensar, al menos mi Amo parecía que tenía algún seguimiento de lo que me había ocurrido. Pero era todo tan exiguo que también podría ser que el médico, de mutuo propio, le habría llamado sin que él se lo hubiera pedido. Si eso era así, se confirmarían todas mis sospechas acerca de lo poco que le importaba mi propia vida. Volvieron a saltárseme las lágrimas.
—Ahora debe descansar —comentó en tono paternalista—. Y deje de llorar, verá como poco a poco podrá ir viendo el final del túnel. Es tarde. La voy a pautar unos calmantes para que pueda dormir toda la noche. Mañana si todo está correcto, podrá comer algo. —Se dio la vuelta sobre sus talones y se encaminó a la puerta.
—¿Puede usted ayudarme a quitarme ésto, por favor? —le pregunté antes de que abandonara la habitación abriéndome las sabanas para poder señalar las bragas que llevaba puestas.
—¿Para qué quiere quitárselas? —preguntó asombrado el médico.
—Creo que usted se hará cargo de que no debo desobedecer ninguna orden de mi tío y no quiere que lleve ropa interior, pero no puedo despojarme de ella sola, necesito su ayuda —le miraba con rictus suplicante.
—Es usted increíble, —empezó a contestarme esbozando una sonrisa—, ahora lo que menos debe inquietarla es preocuparse por cumplir órdenes de su tío. Esta dispensada de ello. Debe llevarlas puestas los primeros días porque hay riesgo de algún sangrado vaginal y la compresa debe sustentarse en algún sitio. Pero no se alarme —continuaba hablando—, su tío sabrá de primera mano hasta que punto usted le obedece. Estará satisfecho de su conducta. Ahora descanse y no se agobie por ello lo está haciendo todo muy bien.
Abandonó la habitación dejándome un poco intranquila, suponía que le comunicaría ese extremo pero desconocía si mi Amo aceptaría sus argumentos acerca de la necesidad que tenía en esos momentos de llevar bragas. Estaba hecha un lio, había cosas que todavía se me escapaban y lo que menos necesitaba era tener castigos ahora que mi organismo se estaba recuperando. Opté por seguir las instrucciones del médico y dejármelas puestas. En esos momentos no tenía fuerzas, estaba dolorida y muy cansada para pensar, por lo que no tendría más remedio que sufrir las consecuencias si mi Amo determinaba alguna acción represiva por incumplir aquella orden. En el fondo de mi ser, me irritaba enormemente desobedecer, aunque tuviera como atenuante el estado lastimoso en el que me encontraba. En el fondo ya pensaba como una auténtica esclava en el cumplimiento exclusivo de sus mandatos en cualquier situación, incluso recién salida de una operación.
Al cabo de unos minutos entró la enfermera y colocó en el atril un pequeño frasco que enchufó a la cánula. Al cabo de unos minutos me empecé a encontrar mejor, los calmantes parecía que iban haciendo su trabajo. De esta manera quedé bastante relajada. Estaba muy fatigada, pero haciendo caso al doctor intenté dejar de llorar y, cerrando los ojos, poco a poco fui cayendo en una especia de sopor. «Ya había olvidado lo cómodo que era descansar en una cama aunque fuera de hospital», pensé.
Pasé toda la noche dormitando. Al encontrarme sondada no tuve que preocuparme de miccionar lo que ayudó mucho a poder conciliar el sueño. A la mañana siguiente, me trajeron el desayuno, un café y unas simples galletas. Me las comí con una voracidad espantosa, pareciéndome un auténtico manjar de dioses, habida cuenta de lo que solía prepararme mi Amo para comer. Me lavaron y me hicieron las curas pertinentes.
Iban pasando las horas lentamente. Siempre estaba sola en la habitación. Durante los tres días que pasé en el hospital, mi Amo no se dignó a visitarme ni una sola vez, ni tan siquiera me telefoneó para saber cómo me encontraba. La infelicidad que me embargaba por su aparente frialdad era cada vez mayor. No podía comprender cómo, después del sacrificio que había pasado por cumplir otro de sus caprichos, no hubiera aparecido por la clínica. Lloraba con asiduidad. No dejaba de pensar que, cuando me dieran el alta, ni siquiera estaría para recibirme en la casa. Si así fuera no sabía que iba a ser de mí. No podía volver donde mis padres, hacia muchas semanas, exactamente desde que acepté la esclavitud voluntaria, que no había hablado con ellos. Por supuesto desconocían mi operación y, una vez más, terminaba sollozando amargamente.
Así permanecí los días de hospitalización. La verdad que el personal me cuidó muy bien. Pude dormir y recuperarme físicamente de todo lo que había pasado en las últimas semanas, pero seguía echando de menos no saber nada de mi Amo.
A la mañana del cuarto día, se presentó el cirujano y con una sonrisa sincera me firmó el alta hospitalaria.
—Todo ha salido según lo esperado… ya no tiene sangrado y compruebo que ha podido desde ayer ingerir una dieta equilibrada que su organismo no ha rechazado —continuaba hablando—…Por otro lado, la enfermera me ha comunicado que ha podido orinar perfectamente una vez que le fue quitada la sonda. Con todos estos datos tan buenos pienso que su presencia en el hospital está llegando a su fin. Voy a proceder a firmarla el Alta.
Mientras rellenaba los documentos necesarios para ello, volvió a insistir —Tiene que ser consciente de no realizar esfuerzos excesivos en las próximos días, le aconsejaría entre seis y ocho semanas, ¿me entiende? —Preguntó con picardía—.
Estábamos en esos momentos solos en la habitación. La enfermera que le acompañaba salió al control a resolver un asunto que requería su presencia. El caso es que, aprovechando esa circunstancia, y mirándole a los ojos le espeté;
—Mire, supongo que sabe más o menos cuales son mis actividades en la casa de mi tío —respiré profundamente para seguir hablando—… con eso quiero decirle, que no puedo prometerle que no realice esfuerzos físicos, como me ha recomendado. Como usted sabe, mi roll en esa casa es obedecer y nada más. —El médico me miró con ojos tristes pero intentó tranquilizarme—; No debería decírselo pero he hablado todos estos días con su tío, y ya le he puesto en antecedentes de lo que usted tiene que hacer durante las próximas semanas hasta que se recupere totalmente. Yo iré a verla regularmente y me cercioraré de que su tío cumpla escrupulosamente mis indicaciones, al menos, hasta que no le firme el alta total —paró de hablar como escrutando mi semblante.
—Gracias doctor por comunicarme que estaba en contacto permanente con él —le interrumpí—. «Al menos estuvo informado puntualmente de todo», pensé.
—Pero como le he mencionado antes —continúe hablando—. Solo puedo hacer aquello que me ordene. Con eso quiero decirle que solo él podrá dictaminar si me encuentro recuperada o no.
—Es usted incorregible —comento asombrado el galeno—. Se ve lo bien adiestrada que está.
En ese momento volvió a entrar en la habitación la enfermera por lo que tuvo que cambiar precipitadamente de tema;
—Antes de abandonar la clínica, se acerca al control de la planta, donde le entregarán un informe y los pasos que debe seguir para su total recuperación. También le incluiré unas recetas. No olvide dársela a su tío para que adquiera los medicamentos prescritos y se los proporcione a las horas exactas durante los próximos días.. Cuando lo estime oportuno puede vestirse y abandonar el hospital yo iré a verla muy pronto —concluyó.
—Gracias doctor —respondí con un rictus apenado.
El médico abandono la habitación seguido de su enfermera. Allí me quedé sola y con una gran incertidumbre de lo que pasaría en los próximos días. Me levanté trabajosamente de la cama y me dispuse a vestirme. Abrí el pequeño armario de la estancia. Como únicas prendas se encontraban la mini falda anaranjada y la blusa blanca, aquellas que llevaba puestas el día de mi ingreso. Me quité la bata del hospital y las bragas de papel que llevaba puestas, permaneciendo por unos minutos desnuda. Bajé la vista y pude contemplar los apósitos pegados a la altura de mi abdomen donde tenía las tres pequeñas incisiones. «Al, menos, me habían desaparecido las marcas de mi cuerpo» reflexioné.
Una vez vestida, Salí de la habitación y me encaminé al control de enfermeras donde me entregaron el informe y las recetas redactadas por el galeno. Con los folios en la mano me dispuse lentamente a abandonar la clínica. En la documentación, como primera providencia, indicaba taxativamente la conveniencia de que debería acudir algún familiar a buscarme habida cuenta de que no me aconsejaban realizar ningún esfuerzo. «Pues bien empezamos —medité con tristeza—, tengo que ir andando y descalza una buena caminata hasta llegar a su casa», ni siquiera tuvo la cortesía de venir a recogerme en el coche.
Fui caminando muy lentamente. Cada pocos minutos paraba a descansar. No quería fatigarme ni que se me saltaran los puntos. Recordaba que la enfermera me entregó un par de compresas por si quería ponérmelas pues había riesgo los primeros días de tener algún sangrado vaginal. Por educación las cogí pero al ir sin bragas difícilmente podría colocármelas. Las tiré en la primera papelera que encontré en la calle. Mi Amo, desde el prime día, fue muy estricto en ese tema y bastante había desobedecido en la clínica al llevar puestas unas de papel, ahora fuera del hospital, y al no tener orden en contrario, supuse que dicha instrucción de no poder llevar ningún artículo de higiene íntima, ni ropa interior, continuaría en vigor.
Cada minuto, por inercia, me metía mi mano por dentro de la falda y me tocaba ligeramente la vagina para comprobar si salía algún flujo. Me reconfortaba la idea de que permanecía toda la zona totalmente seca.
A medida que me iba acercando a la casa, los nervios se multiplicaban en la misma proporción. No sabía cómo me iba a recibir, si me obligaría, desde el primer momento, a realizar actividades duras, como meterme en la jaula o atarme en aquella columna del trastero. Sospechaba que, el mero hecho de sentarme en la posición de sumisa, podría conducir a un empeoramiento en la recuperación y no digamos, si tuviera ganas de azotarme, no podía ni imaginar lo que eso podría acarrear a mi restablecimiento. Ahora bien, si mi Amo decidía no dar mucha importancia a mi convalecencia yo no era quién para discutirlo y, si desde el primer momento, empezara a ordenarme tareas, por macabras o duras que estas fueran, yo obedecería aunque me fuera la vida en ello. ¿Qué más daba?, mi existencia estaba en sus manos.
Al fin llegué al quicio de la puerta de la casa. Estaba temblando de miedo. Me molestaba un poco el abdomen, seguramente por toda la caminata que llevaba a cuestas. Volví a meterme la mano por debajo de la falda. No sangraba, «al menos eso era buen síntoma» —pensé—.
Me quedé en la puerta unos segundos sin hacer ningún movimiento. Necesitaba coger las fuerzas necesarias para enfrentarme al incierto destino que me esperaba una vez traspasara el umbral de su casa. En el momento de ir a tocar el timbre me acordé de la orden de que debía desnudarme antes de llamar y por lo que fui castigada la noche antes de la operación. No me quedaban muchas fuerzas, pero fiel a la sumisa que ya era, me quité la falda y la blusa. Solo tenía un apósito grande pegado al abdomen, dude de arrancarlo pero eso hubiera supuesto la posible infección de los puntos que todavía no estaban cicatrizados. El doctor dejó bastante claro en las instrucciones del alta que procediera a quitármelo una vez al día, me hiciera la cura pertinente y lo volviera a tapar con otro limpio. Esa operación la debía llevar a cabo la primera semana, al menos, hasta que se cayeran los puntos.
Suspiré varias veces y llamé al timbre. Permanecí quieta sin mover un músculo, mientras esperaba a que me abriese la puerta. Mantenía la mirada en el suelo y mis manos a la espalda sujetando el informe médico y la ropa. Tardó varios segundos en abrir que a mí me parecieron horas. Al final el portón se entreabrió, pudiendo ver la cara de mi Amo por el rabillo del ojo. Su rostro reflejaba alegría, situación que pudo calmarme algo los nervios. Se apartó a un lado permitiéndome entrar.
No sabía a dónde dirigirme. Opté por encaminarme directamente a la despensa, lugar en donde me ordenó, cuando fui liberada de aquella columna, que debía permanecer mientras no tuviera nada que hacer, ni orden en contrario. Mi Amo me siguió con la mirada, dejándome hacer, permaneciendo en silencio. Llegué al cillero, allí continuaban el cagadero, con aquellas dos excreciones realizadas el ultimo día y los comederos vacios. «Estaba claro que mi Amo no se había dignado ni tan siquiera a limpiar aquellas cagadas», —pensé con tristeza—. Me senté, con bastante esfuerzo y mucho temor a que se me pudieran abrir la herida, al lado de aquellos cachivaches, en la posición de sumisa y, bajando la cabeza, esperé instrucciones.
—No es necesarios que continúes sentada en el suelo —escuché decir a mi Amo—. Levántate y ven a tumbarte en la cama. No conviene que hagas esfuerzos innecesarios. Todavía estás débil. —Alcé el rostro con perplejidad—. «Mi Amo me autorizaba a acostarme en el lecho. No me lo podría creer. Al menos debajo de su sadismo había un rasgo de humanidad» —cavilé—, Venga, ¿a qué esperas?, se te abrirá la herida si continuas en esa postura —insistió con tono preocupado.
Incorporándome trabajosamente y con lágrimas en los ojos de felicidad por ese detalle inesperado de amabilidad, me encaminé a la cama. Antes de nada, le entregué el informe del alta que me habían dado en la clínica, dejando mis ropas en el suelo en aquella despensa donde creí me iba a quedar a pasar mi convalecencia. El corazón se me salía por la emoción de poder encaminarme hacia aquel lecho de tan maravillosos recuerdos, cuando era tratada con tanta dulzura que acabó rindiendo mis tenues defensas hasta hacerme la mujer más enamorada y dichosa de la faz de la tierra. Estaba el embozo limpio y su perfume embriagaba toda la estancia. Me metí entre las sábanas y me acurruqué.
—Ahora deberás descansar y reponerte. —Se sentó cuidadosamente a los pies de la cama—Ya habrá tiempo de continuar con tu educación. Como te dije antes de marchar a la clínica, respetaré escrupulosamente todo el tiempo que necesites en la recuperación, de eso no tienes que tener la menor duda —me explicaba mientras me acariciaba la frente con dulzura—. Volví a ser feliz aunque fuera por causa de una dolorosa intervención quirúrgica.
Durante las ocho semanas siguientes, mi Amo me trató con la mayor de las cortesías. Parecía que todo se había retrotraído al principio. Su delicadeza y su relación hacia mí, me hicieron olvidar durante ese tiempo el calvario sufrido a partir de que me convirtiera en su esclava sexual. La única diferencia y por lo que no me hacia olvidar por completo mi estatus en aquella casa fue que, en ningún momento, cuando me dirigía a él fue cambiado un ápice el tratamiento que debía observar, siempre llamándole de usted y con la coletilla mi Amo, además de ir siempre desnuda por la residencia. Salvo esos dos detalles, la verdad que la alegría retornó a mi ser irradiando mis mejillas toda la felicidad perdida en tiempos pretéritos y, sobre todo, mi corazón se mantenía si cabe, muchos más enamorado de lo que creía nunca hubiera podido estar. Volvía a ser la persona preocupada en proporcionarme la mayor atención posible estando siempre dispuesto a satisfacer cualquier carencia que tuviera por pequeña que esta fuera. Incluso me instó a que volviera a utilizar el inodoro para dar cumplimiento a todas mis necesidades fisiológicas.
Me suministraba puntualmente todos y cada uno de los medicamentos pautados por el cirujano y contemplados taxativamente en el informe de alta que me entregaron. Todo, fue produciéndose como en el mejor de mis anhelos. Ese rasgo tan humanitario de mi Amo, desconocido por mi desde que me convertí en su sumisa no dejaba de embriagarme, hasta tal punto, de vivir mi convalecencia como la culminación a un sueño maravilloso que creí no iba ya a vivir nunca más.
El doctor acudía regularmente a supervisar la recuperación, siempre con una amabilidad exquisita y sin experimentar ninguna reacción al encontrarme desnuda. Me realizaban las curas que requería mi estado y comentaba con mi Amo los procesos que en mi organismo se iban sucediendo. Por lo demás, todo iba transcurriendo a las mil maravillas. Parecía que se habían hecho realidad todas mis utopías. En resumen, durante esas semanas, me limité a descansar sin hacer absolutamente nada. El se ocupaba de todo, comía sentada en la mesa y utilizando los cubiertos, degustando auténticos manjares a cual mejor preparados y dormía envuelta entre las mejores sabanas al cuidado de mi amado Amo.
El primer día de la novena semana, acudió el doctor a media mañana. Me encontró tumbada en el sofá ojeando unas revistas que mi Amo me había proporcionado para mi entretenimiento. Al terminar de auscultarme y palpar la zona operada, empezó a hablar:
—Creo que ya está totalmente restablecida. Como verá la ha quedado tres pequeños puntitos que con el tiempo se difuminarán a no ser, claro está que su Amo quiera decorar la zona como más le guste. En mi opinión, ya puede llevar una vida normal y, si su Amo lo estima conveniente, tener relaciones sexuales. —Fue la primera vez en mi presencia que pronuncio la palabra Amo y por dos veces en la misma frase. Yo sabía que él estaba enterado de todo desde aquella primera visita que tuve que hacer en su consulta. De todos modos me asustó que mencionara aquellos vocablos precisamente en el momento en que me daba el alta total. Mi Amo, presente en la conversación, pareció que se le iluminaba el rostro—. Si notará algún problema no deje de acudir a mi consulta, claro está, si su Amo lo cree conveniente. —Seguía mancillando mi cabeza con aquel término—. Yo ya no volveré, al menos en calidad de médico —comentó con algo de sorna—. Por lo que a mí respecta está usted totalmente restablecida. Debo marcharme, tengo otras visitas que atender… —levantándose, me apretó la mano en señal de despedida y se dirigió a la puerta.
Mi Amo le acompañó a la salida quedándose un rato hablando con él. No pude escuchar desde donde me encontraba el sentido de aquel dialogo pero no me esperaba nada bueno, aunque, a decir verdad, había sido tan cariñoso esas últimas semanas que en lo más profundo de mi ser albergaba que su actitud hacia mí hubiera cambiado, al menos eso era lo que mi mente deseaba ardientemente.
Una vez lo hubo despedido, volvió al salón donde me encontraba tumbada en el sofá principal. Me miró con rictus serio y sacando un cigarro del bolsillo de su chaqueta, procedió a encenderlo con una tranquilidad que me transportó a tiempos pasados. Empecé a ponerme algo nerviosa. Mientras daba las primeras bocanadas se puso a escrutarme de arriba a abajo. Me puse a temblar, algo me decía que mis días idílicos estaban llegando a su fin.
—Ya lo has oído, zorra, por fin todo vuelve a la normalidad —me quedé petrificada ante sus palabras. No me había llamado con esa expresión despectiva desde antes de mi intervención. Empecé a temer lo peor. Estaba como en shock y seguía tumbada en aquel sofá—. ¿Vas a necesitar que te recuerde tus obligaciones a golpes? —notaba por su tono de voz que se empezaba a impacientar—.
No se lo hice repetir otra vez. Me tiré al suelo y me senté sobre mis talones con las manos detrás de la espalda y, mirando al suelo, esperé sus instrucciones que no tardaron en llegar:
—Como te dije el día antes de que te operaran, cumpliría mi parte y te permitiría restablecerte de la mejor manera posible. Ahora que todo ha terminado vuelves a ser mía. Desde ahora mismo todos tus privilegios quedan cancelados, ¿entendido? —empezaba a alzar la voz.
—Si mi Amo —respondí con lágrimas en los ojos.
—Sube a la sala de las correcciones, tenemos mucho trabajo que hacer.
No podía dar crédito a sus palabras, no hacia ni cinco minutos que el Doctor me había dado el alta y ya quería someterme a una sesión de castigo. Las lágrimas brotaban ya sin ningún rubor por mis cuencas mientras me iba encaminando a aquella habitación de terrible recuerdo para mí.
Me senté en la posición de sumisa a la altura del umbral de la puerta. Estaba cerrada. Tenía el cuerpo en tensión. Mis manos me sudaban, estaba totalmente asustada. Hacia bastantes semanas que no me castigaba y no entendía que había hecho mal para merecerlo. Al cabo de unos minutos le escuché subir las escaleras. Llegó a mi altura y abrió la puerta, encendiendo las luces a continuación.
—Dirígete hacia donde se encuentra la cruz de San Andrés, aquella que está en el rincón que parece un aspa —me ordenó con voz muy seria.
Me levanté temblorosa y lentamente me acerqué a aquel instrumento del terror. Me senté en el suelo al lado y esperé a que mi Amo llegara.
—Ponte de pie de frente a la cruz y sube las manos hasta llegar a las correas.
Así lo hice. Levante mis brazos mientras mi Amo me ponía en cada articulación sendas muñequeras que apretó al máximo que daban de sí las hebillas. Acto seguido se puso rodilla en tierra y separando mis piernas colocó las tobilleras en cada uno de mis tobillos apretándolas también todo lo que pudo.
Quede totalmente anclada a aquella cruz. Mis pechos fuertemente apretados contra aquellas maderas entrecruzadas.
—Soy consciente de que te operaron hace pocas semanas por eso en esta primera sesión después de tu alta, te trabajaré la espalda y los glúteos —continuaba hablando—, quizás también castiguemos las piernas eso ya lo iremos viendo sobre la marcha —calló un momento mientras se encendía un cigarro y aspiraba las primeras caladas.
Sentía todo mi cuerpo en un tremendo espasmo. No paraba de llorar, preguntándome con ansiedad qué es lo que había hecho mal para que me impusiera este castigo, si lo único que me había limitado era a recuperarme siguiendo escrupulosamente las indicaciones del médico con el beneplácito de mi Amo. Cogiendo el valor necesario, torcí un poco el cuello y pedí permiso para hablar, concediéndomelo de inmediato;
—Amo, ¿qué he hecho mal para ser merecedora de esta corrección? —pregunté con la voz entrecortada por las lágrimas.
—No es necesario haber cometido falta alguna para que pueda azotarte… Tienes que ser consciente de que tu educación ha tenido que suspenderse por unas semanas y tu cuerpo debe ser con urgencia castigado para que la piel vuelva a curtirse lo antes posible, ¿entiendes? Por otro lado —continuaba hablando después de expulsar el humo—, una sumisa debiera estar feliz porque su Amo la dedique un poco de su preciado tiempo. Tu organismo, como te dije hace tiempo, pertenece a tu Amo en exclusiva por lo que sólo a él corresponde determinar en cada momento cuándo azotarlo y cuando premiarlo, existan o no motivos que justifiquen dicha actuación. Cómo no dejes de llorar endureceré más, el azote —gritó.
Dio por concluida las explicaciones y se dirigió a la vitrina para elegir el instrumento de tortura que pensaba utilizar.
Intentaba por todos los medios, cortar de raíz mis lágrimas para no enfurecerle. Éstas no me obedecían, saliendo constantemente por mis cuencas.
Le vi acercarse, de momento no llevaba ningún látigo o instrumento parecido, solo algo pequeño entre las manos que no supe apreciar que era. Se colocó justo por detrás de donde me encontraba atada;
—Abre la boca —me ordenó con voz férrea.
Inconscientemente descubrí ligeramente mis labios y sentí como me introducía con brusquedad una especie de mordaza con una bola de goma dura incrustada en el medio. Me la empujó con bastante violencia entre mis dientes consiguiendo que mantuviera la boca muy abierta. El cepo disponía de dos tiras de cuero a cada lado con una hebilla. Estás cintas envolvieron todo el contorno de mi nuca, apretándolas todo lo más que daban de sí. Me quedé con la boca abierta y aquella gran bola maciza dentro de la misma.
—Eso te enseñará a obedecer. Te ordené que dejaras de llorar y como veo que eres incapaz de ello, al menos, con la mordaza, no escucharé tus quejidos y, de paso, tus gritos de dolor saldrán ahogados… Vamos, relaja el culo. Antes de azotarte tengo que meterte el tapón que llevaste el último día porque sospecho que, por la inactividad, se habrá cerrado el ano y eso no lo podemos permitir —sonreía por su propio comentario.
No podía casi respirar. La bola me lo restringía bastante, debía aspirar por la nariz pero ésta la tenía algo congestionada por la llorera que intentaba frenar sin éxito. Tenía que relajarme e intentar hacerlo por la boca buscando algunos resquicios por los bordes de la bola que tenia metida dentro. Esta situación me estaba agobiando sobremanera. Era vital conseguir tranquilizarme para que pudiera llegar el oxigeno suficiente a mis pulmones, en caso contrario mi existencia podría complicarse sobremanera.
En el momento en que me encontraba con mis disquisiciones mentales acerca de intentar hallar una manera lo más cómoda posible de poder respirar teniendo la bola dentro y las narices congestionadas, sentí como me abría el culo y me untaba el ano con una generosa cantidad de lubricante. Desde la posición en la que me encontraba atada no podía relajar el esfínter convenientemente para lo que se avecinaba. Volví a asustarme ante lo inminente. Desconocía hasta qué punto se abría cerrado y si esa cosa, en su afán de incrustarse dentro de mis entrañas, podría acabar con reventarme por dentro. Empecé a proferir alaridos guturales apelando a su misericordia.
—¡Destensa el ano!, de otra forma te dolerá mucho más —Gritaba mi Amo.
No podía contestarle, la bola metida dentro me lo impedía. Intentaba mover el cuerpo como haciéndole ver que no era capaz de ello. Suspiraba y seguía llorando. Un hilillo de babas empezó a resbalarse por mi rostro. Me impregnaba la barbilla y bajaba silenciosamente por el cuello. Cada vez era más cantidad de fluido lo que mi pobre boca atrapada por aquella mordaza dejaba traslucir por fuera de la misma.
Sentí un fuerte golpe en mi culo, dado con total virulencia con la mano abierta de mi Amo. El chasquido se dejó oír por toda la habitación. Sólo pudo escaparse de mi garganta un sonido bronco de dolor por el impacto recibido.
—Si no dejas de moverte te atizaré más fuerte. ¡Estate quieta! —Parecía que mi Amo estaba a punto de perder el control.
En ese momento sentí como la punta del dildo se posicionaba en el centro mismo de mi ano y procedía su lento camino por dentro de mis entrañas. El dolor a medida que iba introduciéndolo, se hacía cada vez mayor. La pequeña abertura tenía que irse abriendo para ir dejando paso a aquella cosa. En las semanas de mi convalecencia no había sido obligada a llevar ningún tapón y mi ano perdió parte de la elasticidad conseguida con anterioridad. Eso no pareció importarle. Pues el dildo que me estaba incrustando era el más grande y ancho que tenía, aquel que tuve que llevar hasta el mismo día de mi intervención quirúrgica.
Al fin consiguió abrirse paso hasta la misma empuñadura. Desconocía en ese momento si me habría producido algún desgarro anal, el dolor que sentía en mi interior era tan brutal, que así lo creí en aquel momento.
—Ves como no ha sido para tanto —escuché decir a mi Amo—, ya está todo dentro. Lo llevarás puesto indefinidamente, si te entran ganas de cagar me pedirás permiso y ya veré cuando te autorizo… —Me hablaba mientras iba girando el dildo dentro de mis vísceras a través de la empuñadura. El desconsuelo era intenso, multiplicando el mismo cada vez que lo volteaba de izquierda a derecha o viceversa.
Lloraba en silencio. No entendía como en cuestión de segundos había pasado de la amabilidad, la delicadeza y, sobre todo, la dulzura que tanto me habían enamorado a el sadismo sin límites propio de una mente retorcida hasta la extenuación.
Escuché las pisadas de mi Amo, se alejaba unos metros, seguramente iría a la vitrina de marras a por el instrumento de tortura elegido para mi sesión de flagelo. No me equivoqué. Al cabo de unos minutos, escuché su voz firme e impertérrita;
—Para esta ocasión he elegido un floggers, ya sabes uno de esos látigos de varias colas que tanto te gustan… Pues bien, este en concreto tiene más de veinte tiras con un nudo al final de cada una para que te acaricie como es debido, —ironizaba con el comentario como queriéndome trasmitir mas horror del que ya tenía de por sí.
Efectivamente, pude mirar por el rabillo del ojo. Era largo de unos dos metros. Sentí como era atusada mi piel por ese instrumento con suavidad, solo el contacto de aquellas fibras de cuero rugosas en cada una de sus puntas me hicieron estremecer de miedo. Parecía un auténtico animal enjaulado dispuesto al sacrificio. Los sonidos guturales y las babas, que ya se escurrían por mis pechos, hacían de mi una autentica calcomanía de una fiera dispuesta al sacrificio.
En cuestión de segundos, retiró el látigo y dio el suficiente impulso para que sus tiras trenzadas se estrellaran, con toda la violencia que el sabio brazo de mi Amo pudo dirigir, contra mi espalda. Aullé de autentico dolor.
No pareció enternecerse en absoluto, pues en cuestión de segundos descargó otro flagelo que fue a parar en el centro de mis propios riñones. Bramé. Los sonidos eran tan broncos que su resonancia impregnaba un halo terrorífico en toda la estancia. Cada vez que recibía un flagelo, mi cuerpo se tensaba todo los que los correajes le permitían.
Otro trallazo se incrustaba en mi piel y otro y otro y así descargó una cantidad considerable de ellos. Mi Amo, dirigía el látigo con la mejor de las destrezas posibles y en la zona donde el dolor era más escalofriante. Notaba mi espalda con auténticos corazones. Estaba como húmeda, no sabría decir si era sudor por el castigo recibido o puntos de sangre producidos por los nudos tan sabiamente colocados al final de cara una de las tiras de cuero. Notaba el canalillo entre mis pechos totalmente lubricado por la cantidad de babas que se resbalaban por aquel contorno.
Al fin detuvo el tormento. Me ardía toda la zona. Se acercó y empezó con una de sus manos a acariciarme el espinazo. Auténticas punzadas en mi piel martirizada sentía cada vez que su mano me frotaba el lomo.
—Te está quedando la espalda bastante señalada. No podía consentir que tus marcas se fueran borrando como consecuencia de ese descanso obligado que hemos tenido. Tu piel debe volver a tener los ronchones típicos de una esclava —comentaba mientras iba pasando su mano por el contorno—. Ahora trabajaremos ese culo blanco, hay que darle color.
No lo podía creer, pensaba que el suplicio habría terminado. Ahora quería castigarme los glúteos. La mordaza me impedía suplicarle que parara, cosa que, conociéndole, habría resultado totalmente baldío. Seguían saliendo de mi garganta bramidos totalmente inteligibles que mi Amo, con total sarcasmo traducía a su antojo;
—Sí, ya lo sé, estás deseando que te azote el culo. Pues no te haré esperar por más tiempo.
Sentí un fuerte trallazo en mis posaderas que me hizo tensar el cuerpo. Cada vez que me atizaba y yo me estiraba inconscientemente por el dolor, las muñequeras laceraban si cabe con más fruición mis sufridas muñecas, lo que me hacía que se multiplicara el escarnio soportado.
Otro trallazo, más fuerte que el anterior, más doliente, más acerado,... No veía el final del tormento. Lloraba. Apenas podía respirar. Mi Amo no parecía enternecerle en absoluto porque el castigo continuaba con toda la saña de lo que era capaz. Mi culo era un puro armazón de piel flagelada que continuaba castigando sabiamente buscando el mayor escarnio, el mayor dolor posible…
En un momento determinado, el látigo se desvió a partes más bajas. La zona posterior de mis piernas hasta la rodilla fue trabajada del mismo modo a como habían sido la espalda y el culo. La crispación con que flagelaba esa zona me hizo convulsionar hasta el punto de creer que sería capaz de romper las muñequeras que me tenían sujeta a aquella cruz. No sentía el bíceps femoral de los trallazos recibidos. Las corvas eran puro amasijo de dolor. No veía el final. Mi Amo continuaba impertérrito, estrellando el látigo por las piernas hasta el punto de bramar con tanta fuerza que pensaba se me escaparía el corazón por tanto gemido gutural que profería.
Al fin dio por terminado la sesión de flagelo. Se le notaba con la respiración entrecortada por el esfuerzo. Estuvo unos minutos recuperando el aliento, sin decir ni una palabra. Cuando recobró algo el resuello, se dirigió a la vitrina con la intención de colocar el floggers en su estante correspondiente. Continuaba sollozando en silencio, intentando coger algo de aliento. Mi respiración era muy convulsa. La cantidad de babas que me salían de la boca por los resquicios que dejaba la bola me dificultaban enormemente la expiración de aire. Las narices totalmente congestionadas dejaban escapar ríos de moco formándose en mis aberturas, auténticas estalactitas de aquel flujo tan desagradable.
—Ahora te quedarás ahí hasta que lleguen mis invitados... Hoy tenemos una pequeña fiesta en tu honor para celebrar tu alta médica.
No podía dar crédito a sus palabras. Esta vez no me iba a dejar darme una ducha para limpiar las heridas y echarme la crema desinfectante. Levanté como pude unos centímetros la cabeza como implorándole que me desatara. Pareció intuir mis súplicas, pues antes de abandonar la habitación, le escuché decir;
—Ya descansaras esta noche cuando te hayan usado mis invitados. Tenemos que celebrar tu esterilidad —sonreía—. Ahora te quedarás atada a esa cruz meditando como será tu conducta a partir de hoy. Quiero que mis amistades admiren tus marcas y no descarto que alguno de ellos le apetezca seguir azotándote asique intenta relajarte —Apago la luz y abandonó la estancia.
Ahí me quedé, sola, muy dolorida y atada. Ni siquiera tuvo la deferencia de quitarme o, al menos, aflojarme la mordaza. Desconocía que hora era y cuanto tendría que esperar hasta que aparecieran los invitados. Volvieron a escapárseme más lágrimas en mis enrojecidos ojos. La espalda la notaba en carne viva y el dildo me tiraba horrores dentro de mis entrañas.
«¡Qué estúpida soy!» —pensaba—. Volvía a sufrir su inquina, sus menosprecios y su furia no exenta de sadismo y continuaba sin escarmentar. Durante el tiempo que duró mi recuperación sentía que su trato era delicado para con mi persona. Creía que podría haber aflorado algún sentimiento o, al menos, tuviera algún remordimiento por mi ablación de útero que podría compensar con un mejor trato hacia mi persona. «¡Qué estúpida!» —volvía a repetirme—. Lo único que hizo simplemente fue cuidar su material para volver a utilizarlo con más saña, si cabe, cuando estuviera restablecido.
No sé el tiempo que pase atada a aquella cruz de San Andrés. A mí me parecieron horas. Poco a poco fui calmándome hasta el punto de poder respirar ya con alguna normalidad. Tenía la boca totalmente reseca por tanta saliva malgastada con aquella bola del demonio. Debería tener toda la piel de la espalda y los glúteos muy irritadas. El escozor que sentía era tan brutal que, incluso olvidé que llevaba dentro del culo aquel dildo de medidas gigantescas. Intentaba cargar el peso del cuerpo en uno de mis pies para que el otro pudiese recuperarse algo del cansancio acumulado por mantenerme en aquella postura tanto tiempo, pero el mero cambio de pierna me hacía ver las estrella, ya que tenía mis extremidades muy castigadas por la sesión de castigo.
De todas formas poco podía hacer. Mis tobillos atados en los extremos de esa cruz hacían que mis piernas continuaran separadas por lo que poco margen me quedaba. Los hombros me empezaron a molestar por tenerlos estirados y las muñequeras comenzaron a marcar aquella zona. No podía dar crédito a lo que había pasado y, sobre todo, a lo que ocurriría en las próximas horas. Después de toda la inactividad por mi recuperación, me hacía pasar por un calvario a todas luces inhumano sin tan siquiera dejar que pudiera reponerme del esfuerzo en aquella primera sesión. En fin, debía hacerme a la idea que todo volvía a la normalidad y que no era más que una furcia con el único fin de someterme a todos los abusos que dispusiera mi Amo. Lo que había ocurrido antes no era más que un simple paréntesis en aquella vida que había elegido vivir tiempo atrás.
Continuaba en tensión. Desconocía lo que iba a ocurrir y sobre todo a quienes invitaría para que me usasen Ya no podía esperar nada bueno ni tan siquiera que fueran amistades de un estrato social parecidas a las de mi Amo. La última vez que me imaginé aquello fui usada por dos vagabundos sucios y desastrados. Me empezó a entrar un escalofrío en todo mi cuerpo. «¿Y si me volvían a azotar?, como comentó mi Amo antes de abandonar la sala de las correcciones, no podría aguantarlo. Ya tenía la piel totalmente en carne viva» —pensaba angustiosamente—.
Unos ruidos por fuera de la habitación me sacaron de mis pensamientos. Eran voces de varias personas charlando distendidamente. Me pareció por sus sonidos cada vez más audibles, que se acercaban a la puerta. El cuerpo me empezó a temblar. Por unos instantes me olvidé de mis propios sufrimientos y me dispuse a intentar enfrentarme a esta nueva prueba que me imponía mi Amo.
Se abrió la puerta, las luces se encendieron, quedándose totalmente iluminada la estancia. Cerré los ojos, quizás como un instinto de autoprotección. Entraron en silencio, solo escuchaba pisadas acercándose a donde me encontraba. Podían ser, cuatro o quizás más. De momento no quise mirar. Sentí varias manos acariciándome la espalda. Gemí de dolor. El simple roce en mi piel me recordaba el tremendo castigo sufrido en mis carnes unas horas antes.
—La verdad es que la has corregido a conciencia —escuché que le decían a mi Amo.
—Ya os conté que una esclava debe tener la piel marcada y ésta llevaba una temporada en abstinencia de azotes —percibí algunas risas, a la respuesta ofrecida por él.
Permanecía con los ojos cerrados. No quería saber cómo eran, aunque me imaginaba, por su forma de hablar, que serían de una categoría similar a la de mi Amo. Lo que me produjo, de momento, una aparente tranquilidad. Al menos, sabrían controlar la situación aunque como tuvieran una saña parecida a la suya, mejor sería continuar alerta.
—Creo que te has pasado un pueblo. Esta chica todavía está convaleciente —comentó una voz algo alejada.
No podía creerlo, esa expresión me era bastante familiar. Si, no podía ser otro que el cirujano que me operó. En ese momento, como inconscientemente abrí los ojos de par en par y moví la cabeza como intentando atisbar de donde provenía ese habla. Efectivamente pude verle, era él. Mi semblante se alegró, al menos era un médico que podía, en un momento dado, poner freno a esta locura iniciada por mi Amo.
—No te preocupes. Esta zorra aguanta esto y mucho más —respondió mi Amo—. Si alguien quiere usarla o azotarla es toda suya. Está deseando que la usen. Fijaos en el dildo que tiene incrustado en el culo —Sentí como me abría las nalgas y enseñaba a la concurrencia, la empuñadura fuertemente incrustada dentro de mi ano.
—Bueno, si tú lo dices. No tengo nada que objetar. Es tu esclava. Tú sabrás lo que haces con ella. Pero acuérdate de aquella vez que me llamaste para que acudiera de urgencias con aquella sumisa que tuviste, se te fue la mano y casi no lo cuenta —contestó el cirujano.
—Eso es parte del pasado. Ya aprendí de ello. Ahora se discernir más correctamente los límites de cada esclava. Pero si volviera a ocurrir para eso te tengo a ti que bastante te aprovechas de mis sumisas —respondió con ironía mi Amo.
Esa conversación volvió a poner mis sentidos en alerta. Efectivamente no era la primera sumisa que había adiestrado mi Amo. No era tonta y lo supuse desde el principio. Pero me entró pánico al comprobar el sadismo sin límites que tenía. Entonces recordé que ya me lo contó el médico el día que estuve en la consulta, reiterado ahora en su conversación con mi Amo. Si eso era así, me preparaba a sesiones mucho más duras que las que había sufrido, no sabía si mi cuerpo iba a poder soportar esos castigos. Menos mal que siempre acudía al mismo galeno aunque fuera sólo para curar, no pudiendo esperar mucho más de él ni de cualquiera de sus amigos en mi defensa ya que lo único cierto de aquella situación era que la propiedad de mi cuerpo la ostentaba en exclusiva mi Amo y, por lo tanto, él seria, en última instancia, quien decidiría que hacer conmigo en cada momento y, sobre todo, el trato que debían dispensarme. Esperaba por mí bien que hubiera aprendido de aquella vez y comprendiera los límites de mi propio organismo, en caso contrario, podría esperarme lo peor.
Volví a alzar la vista pudiendo distinguir otros tres invitados, además del médico y mi Amo. Todos de edades parecidas a la suya salvo el cirujano que era algo mayor. Se acercaron los tres y me empezaron a tocar ya sin ningún miramiento el culo. Uno de ellos tiró del dildo hasta sacarlo de dentro de mis entrañas. Notaba como a medida que iba saliendo, mi ano se tenía que abrir más y más. Aullé de dolor por la poca delicadeza que estaban teniendo en realizar esta operación. Los sonidos que salían de mi boca eran guturales, la mordaza no me dejaba expresarme de otra forma.
Una vez tuve fuera el dildo, sentí que varios dedos se introducían, sin ninguna contemplación, dentro de mi culo.
—Es impresionante lo abierto que lo tiene —Se oyó comentar al individuo que me los estaba metiendo.
—En deferencia a nuestro amigo el médico solo la usaremos por detrás. Debemos preservar su coño unos días más hasta que esté totalmente recuperada —afirmó mi Amo—. ¿Eso os produce algún problema? —preguntó.
—Ninguno. Tiene el ano tan jugoso que me muero por metérsela —contestó el que me estaba embutiendo las garras.
Se bajó los pantalones y sacándose un miembro erecto de grandes dimensiones, me la insertó sin ninguna contemplación. Con el mete saca me estrujaba los pechos contra las maderas de la cruceta.
—¡Vamos, muévete! —me gritaba a escasos centímetros de mi oreja mientras me tiraba del pelo.
No podía menearme, estaba fuertemente atada a aquellos postes. Solo pude girar en redondo mi culo intentando darle el mayor placer posible. Mi espalda me ardía por el contacto con su camisa. No se había desnudado solo se limitó a bajarse los pantalones hasta la rodillas. En un momento determinado noté convulsionarse hasta el punto de descargar en mis entrañas toda la leche acumulada en sus huevos.
La sacó y sin poder recuperarme, sentí que otro de sus amigos me penetraba con su polla en el mismo conducto. Este me atizaba azotes con la mano. Gemía de dolor. Volvían mis babas a resbalarse por los resquicios que dejaba la bola. Creía morir. Su follada era enérgica, dura. Me estrujaba sin contemplaciones el abdomen, las tetas y mi propio rostro contra las maderas de la cruz. Gemía, auténticas convulsiones padecía su cuerpo pero no terminaba de eyacular, se notaba que sabia contenerse.
—¡Vamos zorra, dame placer! —Gritaba como un poseso.
Introdujo sus manos hasta llegar a mis pechos, apretándolos violentamente. Varios dedos llegaron a la altura de los pezones, ensañándose con ellos al pellizcarlos fuertemente. Aullaba con sonidos broncos, rudos que se escapaban de mi garganta como una perra sometida a malos tratos. Intentaba mover mi culo con movimientos circulares, de la misma manera que había hecho con su colega anterior y que facilitaron que se corriera en poco tiempo. Este, en cambio, aguantaba mientras seguía metiéndome su polla hasta dentro de mis propios intestinos. Me salían las lágrimas de puro dolor. Escuchaba a los demás jalearle por la enculada que me estaba profiriendo. Creía que mis pezones acabarían arrancados de cuajo, desprendiéndose de las aureolas ya que no dejaba de apretarlos con inquina. Al fin se corrió en un espasmo tan brutal que pensaba me iba a desintegrar en ese instante. Toda su leche fue a parar dentro de aquel agujero de placer. Se quedó unos minutos petrificado empujando con su cuerpo inerte mi dolorida espalda. Sus manos seguían aprisionando mis mamas hasta que otro de sus compañeros comentó con enojo;
—Vamos tío, quítate que los demás queremos usar a la puta.
Trabajosamente dejo de presionar mis doloridas tetas y sacó su pene ya semiflácido de mi atormentado ano. Pero, como no podía ser de otra manera, después de escuchar el comentario de su colega, éste fue sustituido por el tercer individuo que ya muy excitado por el espectáculo proferido por los dos anteriores, introdujo de una sola ensartada su polla dentro de mi ano.
La verdad que, con los dos anteriores y sus correspondientes corridas, el conducto se encontraba suficientemente lubricado. Éste era mucho más callado y portaba un pene un poco más pequeño que los anteriores. Gracias a la excitación en el que se encontraba, no tardó más que un par de minutos en descargar toda su lefa en mí lacerado conducto.
La sacó inmediatamente después de su corrida. Estaba exhausta por los tres polvos seguidos que había recibido mi recto. Notaba como poco a poco hilos de leche se iban escapando de aquel arcaduz. Me costaba respirar. La bola se me había incrustado un poco más dentro ocasionándome autenticas arcadas que intentaba por todos los medios poder controlar.
Pensé que todo había terminado y que me dejarían descansar, fue cuando escuché aquella voz familiar;
—¿La vas a dejar atada? —preguntó el médico.
—No lo sé. Todavía no he decidido donde pasará la noche.
—Si no te importa, me gustaría usarla por el coño. Ya sé que te comenté de no follarla hasta que estuviera totalmente restablecida pero al haber sido yo quien la operara creo que debo, con cuidado, probarla para comprobar si todo ha quedado bien, ¿puedo? —preguntó el cirujano.
—¿Por qué no?, —escuché responder a mi Amo—. Más temprano que tarde habrá que follarla y quien mejor que el médico para inaugurar ese coño estéril que nos ha proporcionado.
Unas manos me desataron las muñecas y otras las tobilleras. Caí de rodillas en el suelo. Mis piernas no pudieron sujetar mi peso.
—Ve a aquella mesa del centro de la habitación —me ordenó—. ¡Vamos, muévete!.
Como pude, conseguí ponerme de pie y, a duras penas logré llegar. Estaba en el centro de la habitación. Me apoyé en ella y comprobé que no se movía un milímetro, tenía las patas atornilladas al suelo por lo que estaba totalmente anclada al piso.
—Súbete encima y túmbate boca arriba —me ordenó mi Amo.
Me costó un poco. Era una mesa de madera rectangular, como las que suele haber en los comedores de las casas señoriales. Era un poco alta tendría algo más de un metro desde la tabla al suelo. Al final y con más esfuerzo del deseado pude subirme encima de ella y acostarme boca arriba. Fue tremendo el contacto de mi piel azotada con aquella tabla. Tenía el pellejo en carne viva y cualquier roce me hacía ver las estrellas luego no digamos apoyar mi cuerpo sobre la madera. Aguanté el dolor y esperé nuevas instrucciones que no tardaron en llegar;
—¡Abre las piernas! —ordenó mi Amo.
Así lo hice. Dejé a la vista de todos mi pubis totalmente expedito y depilado. Era una de las pocas cosas me recordaba mi esclavitud durante las semanas que pase recuperándome de la operación ya que mi Amo me ordenaba todos los días que, durante la ducha, procediera a la rasuración de todo mi cuerpo, especialmente esa zona. Con las manos me agarré fuertemente a los laterales de la mesa y esperé acontecimientos.
Dirigiéndose al cirujano, le escuché decir;
—Ahí la tienes, sumisa y abierta de piernas esperando que la inaugures.
Acercándose donde me encontraba, empezó a acariciarme el abdomen suavemente como repasando las cicatrices de las tres pequeñas incisiones que me recordaban mi reciente operación.
—No te quejarás lo bien que te he dejado la zona, apenas se notan las marcas. —comentaba el cirujano con tono egocéntrico—. ¿Has decidido que vas a hacer para disimularlas?
—Supongo que en los próximos días mandaré tatuar su abdomen —respondió mi Amo—. De todas maneras pensaba llevarla para que la pusieran unos aros en el coño y le grabaran en la parte del pie que va del tobillo al talón mis iniciales, asique aprovecharé la visita y la mandaré tatuar algo en la zona intervenida. Siempre he dicho que las cicatrices por operaciones quirúrgicas, por pequeñas que estás sean, disminuyen bastante el valor de una esclava. —todos los presentes asintieron su comentario.
—¿Vas a empezar o no?, nos estamos impacientando —zanjó la conversación mi Amo.
Desde antes de la operación no había vuelto a referirse a mi posible valoración en un hipotético mercado de esclavas. «Empecé a temblar, ahora sí que todo había vuelto a la cruda realidad. De todos modos quizás lo había dicho como comentario ofensivo hacia mi persona sin pensarlo de verdad, aunque sinceramente era algo que en puridad no dependía de mi, ¿o sí?, ante la duda tenía que obedecer en todo lo mejor que pudiera para que mi Amo se sintiera tan satisfecho de su sumisa, que no quisiera venderla nunca». —Al menos eso pensaba en aquel momento…
Las manos del médico pasaron de acariciar el abdomen a posarse justo encima de la vagina. Con movimientos delicados fue resbalando sus dedos hasta posarse en la misma entrada de mi raja. Percibía como por mi culo se iba resbalando la leche de sus compañeros haciendo en la mesa una especie de charquito de aquellos fluidos un tanto pegajosos. Fue en ese momento cuando pasó ya sin ningún rubor a introducir un poco algunos de ellos como jugueteando por dentro de mi abertura. Inconscientemente se empezó a humedecer el interior.
—Si se hace suavemente no debe haber problemas —comentaba el médico—. Ahora bien, para realizar el experimento en todo su esplendor, deberás autorizar que tenga un orgasmo. Tenemos que saber si después de extirparle el útero puede llegar al paroxismo… Ya sabes que una de cada mil pacientes operadas pierde el deseo sexual.
—No creo que sea ese el caso —respondió mi Amo apartando la mano del médico y sustituyéndola por uno de sus dedos que, sin ninguna contemplación, metió dentro de mi vagina—, aprecio bastante humedad dentro, eso es síntoma inequívoco de que esta guarra siente más de lo que creemos —comentó, mientras sacaba su dedo y se lo limpiaba con un pañuelo.
—No obstante —indagó el médico—, el estar húmeda no significa necesariamente que pueda llegar a un orgasmo pleno. Si no lo autorizas entonces no la follaré. Ya ocurrió algo parecido en mi consulta y se negó a tenerlo por no disponer de tu permiso y no quiero que eso vuelva a ocurrir —respondió algo enojado el galeno.
—Está bien, no voy a discutir por esa nimiedad. Si quieres que se corra por mí no hay inconveniente —suspiró con aire encrespado mi Amo.
Estaba alucinando. Abierta de piernas delante de aquellos hombres y dos de ellos metiéndome sin ningún miramiento los dedos para comprobar hasta qué punto podía tener orgasmos. Solo hubiera faltado que se hubiesen decidido a apostar acerca de si conseguiría o no llegar al clímax. En ese momento sentí una terrible vergüenza por la situación tan cazquiana en la que me encontraba.
De todos modos, era increíble. Ahora resultaba que estaba autorizaba. Debía correrme delante de mi Amo y sus amigos como si de un espectáculo porno en vivo se tratara con el agravante de no poder fingir, mi Amo se daría cuenta además de que quería saber si todo dentro de mi estaba correctamente instalado. Por otro lado hacerlo con el médico que, desde aquella vez en su consulta cuando en el último momento me negué a llegar al clímax, no hacía otra cosa que pensar en él. Siempre que venia por casa a comprobar mi evolución y realizar las curas pertinentes, notaba como interiormente me humedecía. Era un absoluto deseo lo que tenía por aquel hombre. Al menos mi primera vez después de la ablación uterina iba a ser con él. Suspiré profundamente anhelando con todas mis fuerzas ser penetrada por su miembro y, aprovechando la autorización dada por mi Amo, podría expresar todo el placer que pudiera otorgarme. No me importaba que hubiera hombres presentes atentos a mi evolución era mayor el deseo de que me usara sin cortapisas y de la manera que creyere por conveniente que, seguro, me produciría el mayor de los placeres. Al menos lo hubiera hecho antes de la intervención ahora me quedaban algunas dudas.
De todos modos, algo dentro de mí permanecía en alerta. En el fondo aunque me hubiera mojado siempre que sus manos tocaban mi cuerpo, tenía miedo. Después de lo que había escuchado, no sabría si mi organismo sería capaz de poder llegar a conseguirlo plenamente. Además de esos temores que me abordaban, seguía teniendo bastante dolorida la espalda y el culo por lo que pensaba que tales pesares, no iban a contribuir en la consecución de lo que pretendía demostrar. Cerré los ojos y me dispuse a intentar disfrutar olvidándome de los demás que, sentados plácidamente, se preparaban a presenciar, en primera fila, la penetración que me iba a realizar el médico.
Suavemente me empezó a acariciar la vagina deteniéndose con movimientos circulares en mi henchido clítoris. Empecé a excitarme sobremanera y a proferir algunos sonidos broncos pues aunque me habían desatado, continuaba con la mordaza puesta.
Inconscientemente abría las piernas todo lo que podía y me convulsionaba de un lado a otro.
—Mirar como gime la puerca —comentaba uno de los espectadores.
—Menuda esclava tienes. Después de azotarla y encularla varias veces, todavía le quedan ganas de correrse, es una autentica zorra —apostillaba otro.
Yo no atendía a esas disquisiciones obscenas. Me limitaba a concentrarme buscando el mayor placer posible. Al cabo de un rato trabajándome con sus manos expertas, se bajó ligeramente los pantalones y me penetró con suavidad. Fue un polvo bestial. No había transcurrido ni un minuto y ya me había corrido como una autentica perra en celo. El médico, haciendo gala a su especialidad no se amedrantó con mi corrida y siguió bombeando su pene dentro de mi acalorada raja.
Fue en ese momento cuando me di cuenta de que podía ser multiorgásmica porque enlacé el primero con un segundo todavía más brutal, más fantástico. Justo en el clímax de este segundo orgasmo, el médico no pudiendo aguantar por más tiempo, se corrió inundándome de su esperma caliente, mi necesitada vulva.
Me quedé quieta, suspirando, aprovechando los últimos momentos de placer que me había otorgado aquel galeno. Su pene permanecía dentro. Pedía a gritos mentalmente que no lo retirara, me encantaba tenerlo en la vagina. Transcurridos unos minutos en los que empleó para tomar aliento, sacó su polla de mí extasiada raja, levantándose a continuación de encima de mí y, sin ningún comentario, me quitó la mordaza de la boca lo que agradecí enormemente. Mientras se subía los pantalones dirigiéndose a mí Amo comentó;
—Como veras el trabajo que realicé en tu esclava ha sido excelente no ha perdido una pizca de sensaciones en su vulva. Ahora creo que merezco una copa —suspiraba satisfecho.
Permanecía todavía tumbada en aquella mesa. Instintivamente cerré la piernas como reprimiendo, de alguna manera, que afufara la leche que mantenía en mi interior como si al impedir que se escapara, pudiera gozar por más tiempo el placer sentido minutos antes y de este modo retrasar, todo lo que pudiera, la sensación tan placentera que se había conseguido instalar dentro de mis propios sentidos.
Vi como mi Amo sirvió una generosa ración de licor a sus invitados mientras dirigiéndose a mi me espetó;
—¡Qué haces todavía ahí tumbada! Levántate de esa mesa y siéntate en el suelo como es debido.
Obedecí. Trabajosamente me incorporé. La cabeza me daba vueltas por el placer recibido minutos antes. Como pude salté de la tabla y me dejé caer de rodillas en el suelo justo al lado. Con mucho cuidado doblé las rodillas hasta depositar mis laceradas posaderas encima de los tobillos. Me dolían, pero aguanté la atrición.
No sé el tiempo que permanecí en aquella posición. Una vez que todos los invitados se habían satisfecho con mi cuerpo parecía como si yo no existiera. Se sentaron en aquella sala hablando distendidamente de negocios sin hacerme el menor caso. Sentía como poco a poco iban saliendo de mi raja hilillos de semen, lo que interiormente me producía una satisfacción enorme al acordarme de aquellos orgasmos que me produjo. No escuchaba la conversación que tenían, solo intentaba recordar cada segundo de aquello que me llevó por dos veces al paroxismo. Al menos mi cuerpo respondía perfectamente a los estímulos sexuales. Quizás mi Amo tenía toda la razón al indicarme que la intervención quirúrgica era la mejor opción para una ramera como yo. Ahora podría ser usada de cualquier manera sin importarme para nada embarazos no deseados y menstruaciones dolorosas. Cerré los ojos y dejé que mi mente divagara sobre todo aquello.
Al cabo de un tiempo mis ojos volvieron a abrirse de par en par al escuchar como los invitados se disponían a marchar. Mi Amo los acompañó hasta la puerta de salida. Yo no sabía qué hacer, ni a dónde dirigirme, ante la duda, me limité a seguir esperando a los pies de la mesa donde había sido usada…
Al cabo de una hora o quizás más, mi Amo se dejó ver en el umbral de la puerta.
—Coge el tapón anal y sígueme —ordenó con voz áspera.
Me levanté. Busqué con la vista donde podía estar. Lo encontré tirado al lado de la cruz donde fui amarrada. Me agaché y lo cogí, siguiéndole de inmediato. Bajamos las escaleras y se encaminó a la cocina. Una vez en ella me señaló con displicencia la pequeña habitación que era usada de despensa y, desde hacia tiempo era donde se encontraban los comederos y el cagadero.
—Evacua, no tendrás otro momento.
La verdad que muchas ganas no tenia, máxime cuando había sido usada varias veces por ese agujero durante la tarde. De todas formas no me lo pensé dos veces. Una orden de mi Amo no se debía discutir. Me situé dentro del cagadero y me puse en cuclillas. Apreté con todas mis ganas una vez, dos. Al cabo del tercer intento pude descargar algo de mierda. Veía por el rabillo del ojo como mi Amo no me quitaba ojo, siempre le gustó verme defecar en aquella postura. Aproveché también para orinar. Una vez hube terminado, sin decir nada me puse de pie y fui a buscar la bolsa de arena enterrando parte de la cagada a fin de que su olor pudiera difuminarse de alguna manera.
—Ya sabes lo que tienes que hacer ahora. —No tuve que esperar su confirmación. La orden estaba bastante clara. Me volví a poner en la misma posición en la que estuve mientras defecaba y metiéndome previamente dos dedos en la boca, los ensalivé todo lo que pude introduciéndolos posteriormente en el ano para lubricarlo de la mejor manera de la que fui capaz. Esta operación la repetí dos veces con el agravante que la segunda vez tenía los dedos con restos fecales. Mi Amo ya me ordenó desde el principio que no debía limpiarme el culo cuando evacuara. No me importó. El sabor de mi propia mierda ya era suficientemente conocido por mí. Si bien es cierto que durante la recuperación había vuelto a usar el retrete, también lo era que esos sabores no se me habían olvidado. Un vez que tuve el ano suficientemente ensalivado, repasé el dildo por todo su contorno con mi lengua con la intención de lubricarlo. Con todo ello me dispuse a pasar el calvario de introducírmelo hasta el mismo tope. Apunté en todo el centro de mi pequeño botón y empujé suavemente pero con toda la decisión de la que fui capaz. El ano se empezó a abrir y poco a poco fue tragando el descomunal tapón hasta la misma empuñadura. La verdad que el enculamiento sufrido por los amigos de mi Amo me ayudó bastante ya que el ano se mantenía muy dilatado. Me sorprendí, sobre manera, como sin tanto esfuerzo y dolor como me imaginaba, pude metérmelo entero.
—Celebro que te entre tal fácil —comentaba satisfecho—. Parece ser que el tiempo que hemos tenido que interrumpir tu educación no ha conseguido cerrar el ano como yo pensaba. Creo que ya estás preparada para retos mayores —sonreía.
No sabía cómo tomarme su exégesis, pero algo dentro de mí me decía que no sería nada bueno. La mente de mi Amo producía tal cantidad de sadismo que nunca parecía haber llegado al tope de sus exigencias.
—Dormirás en esta habitación —ordenó, sacándome de mis pensamientos, mientras continuaba hablando—; Como te dije hace tiempo, tu lugar en esta casa mientras no te ordene hacer otra cosa será permanecer en esta estancia. Al lado del cargadero donde me costa que ya te encuentras familiarizada con ese olor incluso llegaría a afirmar que lo echaste de menos estos últimos días —volvía a poner una mueca de sarcasmo mientras hablaba—. Esta noche no cenarás, ya lo hiciste esta mañana antes de que el médico te diera el alta con lo que pudiste disfrutar de tu última comida decente —sonreía por la ocurrencia—. A partir de mañana volverás a comer el puré hecho con los desperdicios que me vaya encontrando por los cubos de basura. Aunque, quizás, seas tú misma quien vaya en busca del alimento es algo que lo tengo aun por decidir —sonreía.
Estaba claro que lo días buenos habían terminado. Volvería a comer aquella bazofia inmunda que me preparaba mi Amo. Encima posiblemente tendría que ser yo misma quien buscara en las basuras mi propio sustento al menos podría elegir aquello que tuviera mejor aspecto pues conociendo a mi Amo seguro que arramplaría con cualquier cosa por nauseabunda que éste fuera. «En fin» —pensé— Ya me sorprenderá mañana con lo que decida y yo obedeceré como la perra en la que me he convertido.
—Antes de dormir extiéndete un poco de crema cicatrizante, te la he dejado al lado de los comederos, hoy no te lavarás quiero que la lefa se quede pegada a tu cuerpo —apostilló mientras me señalaba donde se encontraba el bote.
Continuó hablando, —No te voy a atar esta noche, espero que sepas comportarte como la esclava que eres. Si te encuentro fuera de esta habitación ten por seguro que endureceré sobremanera mis normas, ¿entendido? —preguntó.
—Sí, mi Amo. Solo vivo para obedecerle —contesté.
Me sorprendió mi respuesta. Ésta fue realizada sin pensar e inmediatamente después de formular su pregunta. Estaba claro que me estaba convirtiendo sin remisión en la esclava que él pretendía.
Para mi sorpresa, me tiró una manta al suelo antes de desaparecer de la cocina, apagando las luces al cerrar la puerta. Al menos podría taparme con algo y, sobre todo, no me había atado. Esos rasgos de humanidad eran impropios de mi Amo, quizás empezaba a ablandarse, «suspiré con cierto alivio».
Me quedé sola. Antes de tumbarme, cogí el bote y me embadurné de aquel potingue todas las zonas de mi cuerpo que habían sido castigadas con el flagelo. Me escocía mucho pero al cabo de unos minutos empecé a sentirme bastante aliviada. Con cuidado de no quitarme la crema me tumbé de lado entre los comederos y el cagadero, hecha un auténtico ovillo, pude taparme con la pequeña manta. Cerré los ojos y acurrucada intenté acoplarme en el frio y duro suelo de aquella estancia. Estaba claro que volvía a ser la esclava de antes de la operación. Inconscientemente, resbalé una mano por entre las piernas, alcanzando el centro mismo de mi vagina, acariciándome la vulva mientras recordaba los dos orgasmos fabulosos que había tenido con el cirujano, acción que me alegró sobremanera no solo porque mi cuerpo la necesitaba, sino porque podía llegar a hacerlo. Parecía que, al menos, no me encontraba entre las mujeres que tenían el efecto secundario de padecer anorgasmia, todo lo contrario «sonreí, mientras me seguía acariciando».
Por otro lado, el dildo no me dolía ya debía tener el ano suficientemente elástico para soportar semejante instrumento. Incluso, las enculadas recibidas aquella tarde, me proporcionaron algún placer inesperado. Mi recto empezaba a comportarse de la forma en que mi Amo quería. Tal vez de esta manera se sentiría satisfecho. Desde antes de la operación solo esa tarde había mencionado el tema de la posibilidad de venderme, al menos del valor que pudiese tener una vez tatuada. Debía comportarme de la mejor manera posible, quería demostrarle que era una sumisa digna de su estima, debía conseguir que se llegara a sentir orgulloso de mí. Por lo tanto, no debía descuidarme. «Esta percepción podría cambiar en cualquier momento», —pensé.
Retiré mis dedos pues, ya se encontraban acariciando descaradamente mi clítoris y me estaba empezando a mojar otra vez. No estaba autorizada a tener otro orgasmo y aunque mi Amo, quizás, no se hubiera enterado, debía obedecerle y abstenerme de cualquier sensación por placentera que ésta fuera ya que no tenía autorización para ello. Creo que ya me comportaba totalmente como la sumisa que mi Amo quería que fuese. Sin voluntad propia, sin realizar ninguna acción de la que no tuviera el pertinente permiso. Poco a poco el sueño me fue venciendo y quedé totalmente dormida hecha un ovillo como cualquier perra, como cualquier animal…
FIN CAPÍTULO SEXTO