LA ESCLAVA INFELIZ (5ª Parte).
Historia de una joven que acepta la esclavitud por amor, pero ese sentimiento puede no ser suficiente para alcanzar la felicidad.
LA ESCLAVA INFELIZ (5ª parte).
La mañana del quinto día, como todas sin excepción, bajó al trastero a llevarme el alimento y la bebida en los mismos comederos de siempre. Encendió la luz. Ya estaba despierta. Esa noche la había pasado casi en vela. La sesión de castigo de la tarde anterior había resultado particularmente dura al menos en lo que se refería a mi dolorida espalda. Una vez hubo depositado los boles en el suelo, me ordenó que me pusiera en pie, debía pasar, como cada día, el reconocimiento matutino para comprobar cuántos fluidos menstruales había expulsado durante la noche. Vaya, parece que hoy no tienes vestigios de sangre pegados en tus muslos, -comentó asombrado-. Abre las piernas, voy a echar un vistazo –ordenó-. Las separé lo suficiente para que pudiera proceder a la inspección. Como si se tratara de un ginecólogo, comenzó a reconocer toda mi vulva, tocándola con sus dedos e introduciendo alguno de ellos, intentando atisbar residuos del periodo. Parece que está todo normal, al menos no noto nada extraño y mis dedos han salido sin restos de linfa. –comentaba satisfecho-. Mientras me los introducía en la boca para que los limpiara, comentó; Creo que ya va siendo hora de liberarte.
Introdujo su mano en uno de los bolsillos y, sacando unas llaves, procedió a desbloquear los grilletes. No me lo podía creer. Al fin terminaba mi aislamiento en aquella habitación. Tenía miedo, no sabía cómo se iban a comportar mis extremidades una vez me hubiera librado de aquellas esposas. Pude comprobarlo de inmediato. Escuché a mis espaldas el maravilloso sonido del clic, notando inmediatamente como el resorte era abierto y mis muñecas liberadas. Me entró pavor. Permanecí unos segundos con los brazos en el mismo lugar sin atreverme a colocarlos en su postura natural, estaba atemorizada a que éstos no obedecieran la orden de mi cerebro. ¡Vamos, a qué esperas!, ¿o quieres seguir engrilletada? –Se desesperaba mi Amo-. Con bastante recelo, desplacé lentamente mis brazos. Los hombros me dolían al iniciar el movimiento, noté como el hueso de la clavícula hacia unos pequeños ruidos. Entré en pánico, pensaba que no iba a ser capaz. Tuvo que ser mi Amo quien los cogiera a la altura de ambos humeros y, con suavidad, los llevara poco a poco a su posición. Ahora, ve masajeándote las muñecas –me ordenó-.
Mientras repasaba mis manos por su contorno intentando que recobraran el vigor perdido, me senté sobre mis tobillos y esperé sus instrucciones. Estaba muy cansada, todos esos días encerrada en aquel cuarto sin apenas dormir, me habían dejado bastante tocada tanto física como anímicamente. De todos modos, permanecía en silencio, no quise hacer ninguna objeción, empezaba a darme cuenta que mi roll en esta vida solo era obedecer y cumplir con las obligaciones que me imponía o reventar en el intento. Yo ya no era nadie sin mi Amo y solo sería él quien decidiese lo que debía hacer. Guardó la cadena y los grilletes en una faltriquera interior de la chaqueta, mientras empezó a hablar; Vas a limpiar toda esta cochiquera, cuando finalices, subes los dos recipientes arriba y los depositas en un rincón del suelo de la despensa y te pones a comer. A partir de ahora y hasta nueva orden, tu vida diaria la realizarás en esa dependencia.
Antes de subir las escaleras torció la cabeza y comentó; No te saques el dildo, cuando vuelva ya te daré instrucciones al respecto. Ah, por cierto, no tengo que decirte de qué forma quiero que limpies el suelo –se volvió a girar sobre sí mismo y desapareció-.
La verdad es que no entendí muy bien a qué se refería con que tendría que realizar allí todas las actividades. Esa habitación era bastante pequeña, no disponía ni de puerta, era como una continuación de la propia cocina. De todos modos, no iba a preocuparme de esas cuestiones en ese momento, ya me iría enterando a medida que él lo creyera conveniente. Lo único que sabía a ciencia cierta es que debía comer allí pero antes tenía que cumplir la primera de sus órdenes matinales y era acicalar aquel lugar. Estaba suficientemente claro el mandato de cómo tenía que llevarlo a cabo. Mecánicamente me puse a cuatro patas y empecé a limpiar con mi lengua los restos de orines y excreciones que se habían acumulado durante los días de mi aislamiento. Seguía dándome repulsión todo aquello pero me había hecho como una autodefensa mental que me permitía usar la lengua y tragar sin tener apenas espasmos.
Me parecía un sueño estar liberada de aquella columna, poder usar mis manos sin la incomodidad de los grilletes aunque fuera para ponerme a gatas y limpiar aquella mugrienta estancia. Me llevó casi una hora dejar la habitación en perfecto estado, había mucha cochambre, producto de cinco largas jornadas de cautiverio y mi pequeña lengua no daba más de sí. Cuando terminé, agarré los dos comederos y subí las escaleras depositándolos en el suelo de la despensa. Parecía no haber nadie en la casa, algo que a estas alturas ya era del todo punto irrelevante, habida cuenta de que mi comportamiento no hubiera variado un ápice de estar él presente. Lo único que me importaba era el cumplimiento exacto de sus órdenes. Tenía dolorida la boca de tanto frotar aquel rugoso pavimento, pero las ganas de comer no habían desaparecido asique, siguiendo sus mandatos, volví a colocarme a caballito y como la perra que ya estaba siendo, me comí aquel engrudo sin utilizar para nada las manos. Después, succionando con mis labios, bebí bastante agua hasta quedar saciada. Ya con la barriga llena, me senté al lado de donde estaban los recipientes en la posición de sumisa. Seguía notando alguna molestia al girar mis brazos para llevarlos atrás. Pero ese dolor era del todo punto lógico por motivo de los días que los tuve engrilletados, supuse que a medida que fuera pasando las horas iría remitiendo la molestia.
No sé el tiempo que permanecí esperando pero se me hizo eterno. Con la comida y la bebida empezaba a tener ganas de mear y de cagar pero me contuve hasta que llegara mi Amo y me autorizara a ello. Mecánicamente ya, ni siquiera, me planteaba hacerlo sin su consentimiento. Ya me dejó claro que hasta mis necesidades fisiológicas eran exclusiva competencia de él.
Al cabo de una hora o quizás más escuché la puerta de entrada. Era mi Amo, iba cargado con varias bolsas una de ellas bastante grande. Llegó a la cocina y me encontró sentada sobre mis rodillas con la mirada fija en el suelo, no saludó. Se limitó a sacar el contenido del abazón más grande y montarlo. A medida que iba uniendo las diferentes piezas, me pareció que era algo así como una plancha metálica rectangular de algo más de medio metro de ancho por casi un metro de largo. Adherido a la chapa tenía un borde también de la misma aleación de unos diez centímetros de altura. Una vez terminado el montaje se parecía a una fuente de níquel de esas que se usan para el horno pero de dimensiones un poco mayores. La verdad que desconocía para que serviría esa especia de batea, pero no pregunté, me limité a seguir mirando al suelo y observando a ratos por el rabillo del ojo.
Depositó en el suelo esa cubierta y llenó el contenido de aquello, vaciando parte de un saco de serrín hasta que se formó una película suficientemente espesa en su interior. Con el zapato, empujo el azafate hasta un pequeño apéndice de la propia cocina, que era utilizada como alacena, y donde ya se encontraban los comederos y yo misma sentada al lado de ellos. Cuando terminó de adecentar todo, se acercó donde me encontraba y mirándome fijamente empezó a hablar; Estás son las próximas normas que deberás observar. Esa bandeja que he dejado en la hornacina, es un cagadero para gatos un poquito más grande, lo encargué mientras estabas encerrada –paró de hablar, mientras se encendía un cigarro, continuando inmediatamente-. A partir de ahora y hasta nueva orden, tus necesidades fisiológicas las harás ahí, cuando te autorice. ¿Has comprendido? Si mi Amo –respondí sumisamente-. Regularmente lo limpiarás sustituyendo la arena por otra nueva, no quiero malos olores en la cocina. Que te quede claro esta cuestión si quieres librarte de castigos innecesarios; No volverás nunca a utilizar el retrete, al menos, mientras no te ordene lo contrario. Por otro lado, como te dije esta mañana, cuando no tengas obligaciones que cumplir, la vida la harás en esta despensa, permaneciendo sentada en un rincón. Sólo saldrás para cumplir mis exigencias. ¿Entendido?, Si, mi Amo –respondí dócilmente-.
Me quedé helada. Creía que ya había conocido todo acerca de la sumisión pero, cada vez que me ordenaba algo nuevo, no dejaba de sorprenderme. Pasaba de un trastero a una despensa, menos mal que no habló de atarme aunque cualquier cosa podría esperar de mi Amo y, encima, debería de despedirme de un simple inodoro y hacerlo como los animales. Esos pensamientos me recordaron que tenía muchas ganas de mear y cagar. Me daba grima tenerlo que hacer allí pero peor había sido cuando estaba atada en aquella habitación. Cogí valor y alzando unos centímetros el mentón le pedí permiso para hablar; ¿puedo defecar y orinar, mi Amo? –pregunté lo más sumisamente de que fui capaz-. Cómo sabía que lo querrías probar de inmediato –Sonreía-. Una perra como tu necesita sentirse como tal para ser feliz. Está bien, quítate el dildo y ponte a hacerlo.
No se lo hice repetir dos veces, me metí dentro de la vasera. Mi Amo no me quitaba ojo de encima fumando tranquilamente sentado en una silla de la cocina. La despensa, como he comentado, era en rigor una especie de prolongación de ésta habitación, por lo que desde la posición en donde estaba mi Amo sentado veía claramente lo que me disponía a hacer. Me puse de cuclillas y oriné largamente, la arena absorbió todo el fluido. Ya vaciada mi vejiga y en la misma posición agarré fuertemente el mango del dildo y muy despacio fui sacándolo. Estaba reseco y me costó algún esfuerzo. Con el tapón en mi mano derecha defequé en la plancha metálica. Se empezaba a impregnar todo el contorno de un fuerte olor a excreción. ¡Vamos, termina de una vez que me vas a asfixiar! –Gritó-, y pon bastante arena encima de la cagada para minimizar el hedor que sale de ahí –ordenó-. Al terminar, enterré la mierda con bastante serrín. Por cierto, no te limpies, total no tienes con qué –reía, por la ocurrencia-. Deberás llevar el ano sucio así tendré motivos para castigarte cuando me apetezca y no te pongas el dildo todavía –concluyó-.
Con el tapón en la mano, me senté en el suelo al lado del cagadero en la posición de sumisa esperando nuevas instrucciones. Se mantuvo en silencio un rato hasta que apagó su cigarro y me habló; Hoy te vas a duchar en condiciones, luego te depilas todo el cuerpo que llevas cinco días sin hacerlo y más que una sumisa, pareces una auténtica guarra y te recortas las uñas de pies y manos. No te pongas el dildo, lo limpias ahora mismo y lo dejas en el cuarto de baño. Cuando termines te diriges al dormitorio y te pones la ropa que he dejado encima de la cama. Hoy tienes hora con el ginecólogo quiere examinarte y hacerte las pruebas pre quirúrgicas. Si todo está bien, mañana te operas. ¡Vamos, a qué esperas! –concluyó-.
Antes de levantarme, comencé a chupar con mi lengua y labios el aludido tapón. A mi Amo le gustaba sobremanera presenciar esta limpieza. El olor y, sobre todo su sabor, empezaban a resultarme familiares. Sus insultos cada vez me hacían menos mella. Es verdad, parecía una auténtica puerca. Pero si me encontraba en esas condiciones era porque había permanecido recluida en aquel trastero por orden suya. De todas maneras a estas alturas en que me encontraba, sospechaba que lo hacía como parte de mi educación para poder curtirme y en el futuro no me afectara ningún comentario despectivo que pudieran decir sobre mí.
Cuando, en su opinión, se encontró el dildo totalmente limpio y bastante ensalivado, con un gesto displicente me indicó que ya podía acudir al cuarto de baño. Me levanté como una autómata y me encaminé hacia allí. Estaba feliz, al fin podía darme una ducha en condiciones, hacía cinco días desde la última vez. Pero, por otro lado, estaba nerviosa, no sabía que la operación iba a realizarse tan pronto. La ablación de mi útero tenía ya fecha concertada. Iba a someterme a una castración voluntaria y solo tenía veinte años. Por más que me decía que no era más que el cumplimiento de otra orden dada por mi Amo, en el fondo de mi alma una ansiedad embargaba todo mi ser. Volvía a tener ganas de llorar. En ese estado deposité el tapón en uno de los estantes y me metí en la ducha, quizás, el agua caliente, reconfortaría no solo mi cuerpo sino también mi espíritu y me daría las fuerzas necesarias para soportar todo lo que se avecinaba. El líquido caliente resbalándose por mi piel fue un auténtico bálsamo. ¡Ay Dios, como lo necesitaba! Menos mal que permanecía en la repisa de la ducha, los productos para mi limpieza corporal. Todavía no me había prohibido utilizarlos. Me enjaboné varias veces, no conseguía quitarme el hedor de aquellos días amarrada a esa columna. Mi cabello estropajoso fue colmado de las mayores atenciones. Medio bote de suavizante fue necesario para que empezara a coger la tersura de antaño. Una vez suficientemente aseada me dediqué a depilarme el cuerpo, pasándome la maquinilla por todo el perímetro. En los días que estuve recluida no había podido hacerlo y la verdad que el vello estaba empezando a creer por todos los lados, sobre todo en la vagina que ya comenzaba a pinchar cuando pasaba mis dedos por su periferia.
Continué un rato más debajo del chorro de agua caliente. Mientras el líquido elemento descendía por mi contorno, me quedé un rato observándome las marcas difuminadas por gran parte de mi piel. Los castigos recibidos los últimos días ya dejaban traslucir esas cicatrices que cada vez se hacían más profundas, habida cuenta de que mi Amo no dejaba pasar un día sin azotarme. Sentía nostalgia de otros tiempos en los que me gustaba admirar mi cuerpo en el espejo. Ahora esa epidermis, otrora suave y blanca, se tornaba con laceraciones azuladas. Como me dijo en su momento, tendría que habituarme a ellas y, con el tiempo, llegaría a considerarlas partes de mi propio organismo.
Me di cuenta de que llevaba casi una hora en la ducha y ante el temor de que mi Amo se impacientará, opté por salir. Me sequé con mimo. Al menos también continuaba mi albornoz y mis toallas para el pelo. Enrollándome una de ellas y, sentándome en la taza del váter, cerrada por supuesto, (la orden era no volver a utilizarla y debía, para evitar males mayores, obedecer) me dediqué, con unas tijeras, a repasar las uñas de mis pies y mis manos dejándolas lo más cortas que pude. Terminada la operación, me entretuve en el secado del cabello. Al menos mi Amo todavía no me había ordenado cortármelo, mandato que me hubiera costado obedecer pero que sin duda habría realizado. Se limitaba a obligarme a llevarlo siempre peinado con una coleta. Por supuesto no estaba autorizada a llevar maquillaje, colonias o desodorantes, ya me ordenó en su día que me deshiciera de todos ellos. Siempre decía que una fulana como yo no debía oler a colonia porque eso no estaba reservado a esclavas cuyo único fin era el ser usadas de cualquier manera.
Cumplida la orden, me dirigí al dormitorio a vestirme con la ropa que me había ordenado poner. Estaba extendida encima de la cama. Una súper minifalda con vuelo de color anaranjada, la verdad que muy bonita y excesivamente corta y una camiseta de mangas caídas a medio brazo con un escote recatado tipo de media luna, de color blanco. Me puse la falda, me sentía extraña, llevaba varios días desnuda, ya había olvidado lo bien que sientan las prendas femeninas. Posteriormente me coloqué la blusa. Todo era de mi talla, me quedaba perfecto. Mi Amo, además de tener un gusto exquisito, siempre tuvo mucho ojo clínico para dar con las medidas. No había más prendas. Aunque me hizo tirar toda mi ropa interior y mis zapatos, albergaba la esperanza que para ir al médico, al menos, me hubiera comprado algún calzado y bragas. En ese momento escuché su voz que salía del salón; ¡date prisa, que llegamos tarde!
Me alisé la falda y corrí en busca de mi Amo. Estaba sentado tomándose una copa de licor. Sin decir palabra me situé al lado de la butaca donde se encontraba y me senté en el suelo sobre mis tobillos. Apuró la copa y se levantó. Yo permanecía en la posición de sumisa sin saber qué hacer. Fue mi Amo, quien en un momento determinado me dijo; Saldremos ahora mismo. Tú te limitarás a seguirme a unos diez metros de distancia. ¿Alguna duda?; Bajando la vista al suelo pude preguntarle, si, Mi Amo, ¿no podría ir calzada?, quizás al médico le pueda extrañar que me presente descalza en su consulta.
Se paró en seco y se fue directamente donde me encontraba aun sentada y sin mediar ninguna palabra me atizó una somera bofetada que me tiró de lado al suelo. Me incorporé trabajosamente, intentando recolocar mi cuerpo en la posición en la que estaba momentos antes. No me toqué la cara, aunque mi carrillo me ardía horrores, me limité a poner mis manos detrás de la espalda. Cuando digo si tienes alguna pregunta, no me refiero a tonterías que ya deberías saber, -gritó-. Hace tiempo te dije que tiraras los zapatos eso significa que nunca más iras calzada vayas al médico o a la misma casa del Papa, sea invierno o verano. Si le sorprende y tiene el mal gusto de preguntar tú te inventarás la excusa que creas por conveniente sin mencionarle tu esclavitud voluntaria. ¿Entiendes zorra? Bajando la cabeza y aguantando las lágrimas respondí; sí, mi Amo.
Por cierto, dos cosas más; Cuando tengas que sentarte en la posición de sumisa y vayas vestida, siempre te subirás la falda. Tu culo desnudo deberá posarse en los tobillos sin que haya ninguna tela de por medio. Ya tiré de tu armario todos tus pantalones, medias, vestidos largos y faldas ceñidas. Una fulana como tú siempre, cuando vaya con ropa, ira con faldas o vestidos muy cortos y de vuelo para que, llegado el caso, puedas ser usada de cualquier manera sin que estorben las prendas en cuestión. Ya me he preocupado de comprarte algunas vestimentas acordes con tu nueva condición. La segunda cuestión es sobre la operación, quizás el doctor pueda intentar disuadirte alegando tu juventud, o cualquier otro motivo, le dirás el pretexto que se te ocurra pero que sea convincente para que acepte llevarla a cabo, pero sobre todo que no sepa que he sido yo quien te ha dado la idea. Ya sabes que esta intervención quirúrgica la haces porque tu quieres. Nadie te ha obligado a ello. Vámonos, que se hace tarde –gritó-.
Era increíble, encima tenía que ser yo quien buscara una excusa convincente para persuadir al médico sin mencionarle mi esclavitud. Para más bemoles, además resultaba que la operación la hacía porque yo quería. Efectivamente no me obligó a ello solo se limitó a comentar que de negarme, igual ya no le interesaría educarme y me cedería a otro Amo y yo accedí inmediatamente. Bien sabe Dios que era tanto el amor que le tenía que estaba convencida de que no podría vivir sin él, siendo capaz de hacer cualquier cosa con tal de poder continuar a su lado.
Por otro lado, escuché con tristeza que se había deshecho de todo mi vestuario, mis vaqueros, mis faldas largas... Todo a la basura en el mismo lugar donde acabaron en su día la ropa interior. Al menos me compró nuevas prendas, claro que no quería pensar, cuando llegara el invierno. Desconocía en aquel momento, que habría hecho con mis abrigos y chaquetones aunque todo me hacía suponer que habían corrido el mismo destino que el resto de mi indumentaria. Si así fuera, cómo podría salir a la calle tan descocada, me moriría de frio y de vergüenza. No pude seguir cavilando, le vi abrir la puerta y salir a toda prisa. Me preparé, estaba obligada a seguirle a cierta distancia y por nada del mundo debía perderle.
Era la primera vez que me asomaba a la calle en bastantes días y además vestida. Caminaba con grandes zancadas y yo, a unos diez pasos de distancia, tenía casi que correr para no perderle de vista. No cogimos el coche cosa que me extrañó ya que el chalet donde vivíamos se encontraba algo aislado. Miraba al suelo, tenía miedo de pisar cualquier cristal o cosa punzante que me pudieran herir las plantas. El hecho de ir sin ropa interior no me molestaba, no era la primera vez que lo hacía. Desde que empezamos a salir siempre me lo pedía y yo accedía todas las veces. Al ser la falda tan corta y con vuelo, y al ir transitando tan deprisa, notaba como se iba levantando por momentos, trasluciéndose nítidamente mis nalgas desnudas. Los pechos se movían frenéticamente al vaivén de mis pasos. De todos modos iba demasiado concentrada en seguir aquel ritmo y no perder a mi Amo que en las miradas que seguramente me estarían echando los pocos viandantes que nos cruzábamos.
No sé el tiempo que estuvimos deambulando, a mi me pareció una eternidad. Notaba la inactividad a la que fui sometida los días en que pase encerrada en aquella habitación, me encontraba agotada de tanto andar, notaba mis plantas bastante doloridas y mis tobillos un poco lastimados. Se paró en la puerta principal de un edificio blanco de varias plantas, En la marquesina ponía Clínica la felicidad. Supuse que era allí donde pasaría consulta el médico al que íbamos a visitar. Me detuve, siguiendo sus órdenes, a unos diez pasos de donde él estaba. Hacía mucho calor y como consecuencia de la marcha tan rápida que llevamos, me encontraba sudorosa, algo que siempre me molestó en demasía y que ahora debía acostumbrarme. No estaba autorizada a ponerme desodorantes ni colonias, por lo que el olor a sudor y la mancha que dejaba traslucir mi blusa por debajo de las axilas me resultaba totalmente bochornoso. Nunca entendí el razonamiento de mi Amo al respecto de no poder ponerme esos productos, pues siendo una esclava cuyo principal fin era satisfacer los deseos sexuales de mi Amo y sus amistades, podría resultarles desagradable usar a una sumisa que oliera a sudor. Rogué que con el tiempo pudiera flexibilizar de algún modo esa norma y autorizarme en un futuro a poder echarme aunque fuera de vez en cuando, esos artículos.
Me sacó de mis disquisiciones. La señal que me hizo para que me acercara donde él se encontraba. Al llegar a su altura me susurró al oído; subirás sola, el ginecólogo se llama Doctor Ibáñez, está situado en la tercera planta, consulta número treinta y tres. Allí le das tu nombre a la enfermera y no te preocupes, te atenderán, ya me encargué hace días de pedirte cita. Cuando salgas, te estaré esperando en la cafetería del hospital. Búscame allí.
No dejaba de sorprenderme. Ahora resulta que tenía que enfrentarme sola ante aquello. Tenía que mentir y convencer al doctor para que me operara de algo que yo no quería. Pensaba que, al menos, estaría conmigo, por si la cosa se torciera pudiera echar una mano en la conversación. Me entraron ganas de salir corriendo de aquel lugar. Sin embargo, en vez de eso, lo que hice, a riesgo de ganarme otro bofetón en plena calle, fue pedirle permiso para hablar, me lo concedió; Amo, ¿cómo pagaré la consulta? no llevo dinero. De ese tema no te preocupes, solo le dices a la enfermera que lo cargue en la cuenta de Don Eduardo Stholle. Poseo, entre otros negocios, bastantes acciones de esta clínica. No te pondrán ningún inconveniente. Vamos, sube ya –me ordenó-.
Le vi alejarse por uno de los pasillos y cuando estuvo a bastante distancia me dispuse a entrar. Nadie me dijo nada. Me encaminé a uno de los ascensores y pulse la tercera planta. Cuando se detuvo busqué en el panel de control la ubicación de la consulta número treinta y tres. Al fin la encontré. Estaba bastante asustada. Me temblaban las manos y a duras penas pude tocar con los nudillos en la puerta. Al cabo de unos segundos escuché desde el otro lado que podía pasar. Abrí el picaporte y a unos metros de la puerta había una especia de mostrador y una enfermera. ¿Qué desea? –me preguntó-. Tenía cita con el Doctor Ibáñez –respondí con voz asustada-. ¿Cuál es su nombre? Elena Bécquer –respondí-. Un momento, voy a mirar su agenda. Al cabo de unos segundos que se me hicieron eternos la oí decir, efectivamente aquí esta. Pase a la sala de espera hasta ser llamada. Me giré y a la derecha del mostrador vi unas cuantas sillas ocupadas la mayoría de ellas por mujeres de edades dispares aunque, con diferencia, la más joven era yo.
Notaba como sus miradas me taladraban por completo. No dejaban de observar mis pequeños pies descalzos con las plantas muy sucias. Elegí una de las sillas que había libre, era una que se encontraba en un rincón algo alejada de aquellas miradas furtivas. Me senté lo más recatadamente posible, estirando mi mini falda todo lo que podía para no enseñar el nacimiento de mi pubis que, al no llevar bragas y ser la falda tan corta, tenía miedo de que se pudiera ver. Seguían sin quitarme ojo las demás pacientes. Bajé un poco la vista y, pude comprobar que además de mis pies descalzos también tenía en los muslos y piernas laceraciones azuladas producto de las sesiones de castigo. Debo estar echa una facha –pensé-. No sabía qué hacer, si mirar al techo, cerrar los ojos o salir corriendo de aquel lugar. Lo único que me reconfortaba sobre manera de estar allí era que podía acomodarme en una silla decente. Llevaba desde el principio de mi conversión a esclava, sentándome solo en el suelo.
No esperé mucho tiempo, al cabo de unos minutos escuché mi nombre. Me sobresaltó la angustia, tenía miedo a enfrentarme con aquel médico que no conocía de nada. Me levanté con bastante nerviosismo sin saber muy bien a dónde dirigirme. La enfermera se dio cuenta y amablemente me indicó la puerta de entrada a la consulta. Estaba cerrada. Golpee con mis nudillos y al instante escuché una voz al otro lado que me indicaba que pasara. Abrí la cancela. Allí estaba, un hombre de unos sesenta años, el cabello blanco pero muy bien cuidado, era un varón bastante bien parecido para la edad que aparentaba (siempre me atrajeron los hombres maduros, no lo puedo remediar). Se encontraba sentado en una mesa de despacho ojeando algunos informes. Sin levantar la vista, con la mano me indicó que me acomodara en una de las dos sillas de confidente que había al otro lado de la tabla. Así lo hice. Permanecía sin hablar, esperando a que me diera permiso.
Al cabo de unos minutos, levantó la cabeza y se disculpó; perdone, estaba revisando unos informes de la paciente anterior. Bien ¿qué le ocurre? –preguntó-. Me sudaban las manos por la ansiedad que me estaba produciendo esta anómala situación. Mi Amo no me dio ninguna instrucción al respecto, solo dijo que debería convencerle para que me realizara la intervención quirúrgica. No sabía cómo empezar. Cogiendo fuerzas, tragué saliva e intenté, ir directamente al grano; Sin alzar la vista, manteniéndola fija en un bote con diferentes bolígrafos que había encima del escritorio, contesté; Mire Doctor, quisiera que me operara para que me quite la regla y de paso tampoco tener hijos. Dije la frase de una manera autómata, sin enfatizar ni una sílaba, como si fuera un robot programado para decir tales cosas.
Se quedó unos instantes pensativo y mirándome a los ojos, contestó; usted es, digamos, la sobrina del señor Stholle, ¿no? Me quedé helada por su pregunta, no sabía que decir. Ya me advirtió que por ninguna razón debía comunicarle que no era más que su esclava. Asique opté por “seguirle la corriente”, y respondí; si Doctor, soy su sobrina. No se equivocaba al decirme que era usted una joven bonita. Esa frase en mi interior me llenó de un gran gozo. Al fin mi Amo reconocía ante sus amistades que yo era guapa. Por algo se empezaba, tal vez la batalla no estaba perdida del todo y los sentimiento que tuviera hacia mí podrían despertarse.
Alzó la vista y como revisando algunas anotaciones, preguntó directamente; ¿Cuánto años tiene?; veinte años doctor, -respondí entrecortadamente-. Su tío no me dijo que era usted tan joven, ni los motivos por lo que quiere someterse a esa intervención. ¿De verdad que está totalmente decidida a llevarlo a cabo? –Insistía el galeno, dirigiéndose a mí con aires paternalistas-. Siguió hablando; Ha de saber que los resultados serán totalmente irreversibles. No podrá volver a tener hijos aunque en un futuro quisiera. Por otro lado, -carraspeó unos segundos para continuar la frase- cortar la menstruación de raíz puede tener algunos efectos, digamos, secundarios, como una menopausia repentina, con todos los síntomas que ello conlleva como por ejemplo calor, sofocos o sequedad vaginal entre otros, también podría padecer incontinencia urinaria e incluso puede llegar a una disminución o pérdida del placer sexual. Y en una joven como usted, tan guapa puede que si llegara a padecer alguno de esos efectos secundarios por llevar a cabo una Intervención quirúrgica que en verdad no necesita, podrían ocasionarla el día de mañana hasta trastornos psicológicos –paró de hablar, escrutándome con la mirada como evaluando mi reacción a sus palabras-.
Ésta no se hizo esperar, literalmente se me vino el mundo encima. Me empezaron a saltar las lágrimas. Si bien le tenía mucho pavor a la operación y angustia a mi esterilización, más miedo sentía a incumplir una orden de mi Amo. Quería obedecerle y que estuviera orgulloso de su esclava. En el momento en que iba a suplicarle, ya como última posibilidad de poder convencerle, apelando a su caridad, estiró su brazo por encima de la mesa hasta agarrarme cariñosamente la mano y con actitud benevolente, pareció comprender mi situación al decirme ya en un tono mucho más tolerante; no se preocupe señorita, puedo entender sus motivos sean cuales fueren, pero debía ponerla en antecedentes del riesgo que podría correr. De todos modos usted no debe intranquilizarse, esos síntomas que le he expuesto suelen presentarse más frecuentemente cuando se lleva a cabo una histerectomía radical, básicamente, lo que se conoce como un vaciado total y en pacientes de mucho más edad que usted. Si todos sus órganos le funcionan perfectamente y solo quiere quitarse la incómoda regla con hacerle una histerectomía parcial será suficiente, es decir, extirparle solo el útero. Mi opinión, es que dejemos dentro los ovarios, de ese modo, usted podrá seguir teniendo ovulación con sus correspondientes cambios hormonales, aunque ya no tendrá sangrado menstrual que es lo que parece más le obsesiona, ¿me equivoco? No, Doctor –respondí un poco más calmada-.
Si usted está decidida que observo que si, en mi opinión, esta intervención, deberíamos hacerla por laparoscopia abdominal de ese modo la recuperación será mucho más rápida y no le dejará casi cicatriz, no más de dos o tres pequeñas incisiones que, con el tiempo, parecerán meros lunares –sonreía-. Y ahora dígame la verdad; esa cirugía a la que pretende someterse ¿es idea suya o de su tío? –Interrogó-, Aunque, por el tono de su voz, parecía más curiosidad que otra cosa. De todos modos, al fin llegaba la pregunta del millón. Mi Amo me dejó suficientemente claro que bajo ningún concepto el galeno debería ni tan siquiera sospechar que él estaba detrás de todo esto. Pero, por otro lado, parecía que le conocía bastante bien, ¿por qué si no salió de su boca el tratamiento de sobrina suya? Desconocía que juego se tramaban los dos y, ante el temor de meter la pata y que se enfadara mi Amo, opté por obedecer a rajatabla su orden, no dándome por aludida del posible tejemaneje que podían tener. Me armé de todo el valor necesario, alcé por primera vez la vista y mirándole fijamente a los ojos, puse la cara más angelical que fui capaz procediendo a inventarme el relato más creíble que se me ocurrió en aquel momento; Mire Doctor, soy una chica de las llamadas fáciles, ¿me sigue? –Paré un momento buscando la mayor atención del galeno-, y vaya si lo conseguí, en ese instante dejó de escribir y fijó la vista en mí, sin pestañear. Continué; Me gusta mucho el sexo, sobre todo hacerlo sin protección de ninguna clase, pero no aguanto a los niños. Son como una fobia para mí, los repele mi mente. Por eso tengo mucho miedo a poder quedarme embarazada es por lo que deseo con todas mis fuerzas ser esterilizada, de esa forma viviré el sexo con toda la plenitud y de la manera más abierta que es lo que más me gusta hacer. Por otro lado me revienta el tema de la menstruación. Qué agobio sangrar cada mes –suspiraba mientras lo decía- y, como no hay mal que por bien no venga, -volvía a poner cara angelical-, al ser bastante casquivana, si se me permite la expresión, no me importaría que, como efecto secundario, mí lívido pudiera perderse total o parcialmente ya que así podría servirme incluso de terapia para encauzarme en una camino más recatado sexualmente hablando –paré de hablar-.
Me empezaba a divertir la situación. Veía como el doctor se esforzaba en buscar una respuesta acorde con mi relato, intentaba ganar tiempo jugueteando con un bolígrafo entre sus cuidados dedos. Al fin cambió el semblante como dando a entender que había hallado la respuesta correcta, alzó la mirada y buscando una complicidad con mis problemas, intentó restar importancia a los posibles efectos secundarios que había mencionado; No se preocupe –hablaba con nerviosismo- la pérdida del deseo sexual en la extirpación de útero es difícil que se produzca, los casos no llegan a una de cada mil operadas, porque lo que extirparemos es solo la matriz. Le quedaran intactos el cuello uterino, los ovarios, las trompas de Falopio, los ganglios linfáticos y, por supuesto, la vagina entera. No vamos a quitar la parte superior. Como la he explicado antes solo procederemos a realizar una histerectomía parcial. Además, con lo joven que es usted me atrevería a decir, sin la menor duda, que sería casi imposible que perdiera el apetito sexual -perlas de sudor se le reflejaban en su frente-.
En fin –continuó hablando-, si es lo que desea, un médico como yo, no debe poner “puertas al campo”. Ahora si es tan amable levántese, quítese la ropa y túmbese en aquella camilla. Puede quedarse en ropa interior si lo desea –aclaró-. Debo hacerla unas pruebas pre operatorias. También la quiero auscultar, si todo esta correcto, que confío en que así será, -empezó a hojear su agenda- la podría operar, creo que mañana mismo por la tarde, veo que tengo hueco a última hora, ¿le viene bien? –preguntó-. Si, contesté.
Me despojé de la falda y la blusa quedándome totalmente desnuda. No llevo ropa interior. ¿Será un problema para usted?, -pregunte con picardía-. No hija, yo siempre digo que la mujer como está mejor es como la trajo al mundo. De todos modos usted no se avergüence, yo soy un médico con mucha reputación. Haga el favor de acostarse boca arriba en la angarilla. Mientras procedía a subirme encima de ella. El galeno cambió de tema y, como si no viniera a cuento, preguntó; Y, por cierto, supongo que será su tío quien corra con todos los gastos derivados de esta intervención quirúrgica, incluidos mis honorarios y los de mi equipo. Si Doctor, me ha dicho que por ese tema no hay problema que se lo apunten a su cuenta. Dígaselo a la enfermera cuando salga para que lo deje anotado. Ella además le proporcionará las instrucciones precisas que debe seguir para la preparación y la hora exacta en la que usted deberá ingresar.
Al tumbarme en la camilla observó mis plantas sucias, no comentó nada al respecto. Me colocó varios parches de electrodos en la parte anterior izquierda de mi pecho, uno en cada tobillo y otro en cada una de mis muñecas. Finalmente conecto unos cables a los electrodos y éstos a un aparato. Me indicó que estuviera callada unos segundos. Al cabo de ese tiempo me quitó las pegatinas. Tiene el corazón en perfectas condiciones –aclaró-. Incorpórese un momento –indicó-. Me senté en el palanquín y, colocándose el estetoscopio, procedió a auscultarme. Fue en ese momento cuando se percató de las laceraciones que tenía en la espalda y en parte de mis piernas. Paso sus dedos por encima de ellas como escrutándolas, mientras comentaba; parece que su tío la ha corregido con severidad. Me ruboricé por completo no sabiendo que responder. El médico, al darse cuenta de mi azoramiento, quitó importancia a su comentario; no se preocupe señorita, no sabe lo que he tenido que ver en todos los años que llevo ejerciendo la actividad médica. Uno ya está curado de espanto.
Deme el brazo derecho –me pidió-. Así lo hice. Voy a extraerla un poco de sangre para los análisis. ¿Lleva tiempo sin comer?, desde esta mañana temprano, -respondí-. Son casi ocho horas, creo que podrá valer. Me detuvo la circulación con una goma y extrajo un poco de líquido. No me dolió. Dentro de un par de horas tendré los resultados, espero que todo se encuentre dentro de los niveles óptimos. Si hubiere algún problema, llamaría esta noche a su tío.
Ya casi hemos terminado –comentó, mientras se quitaba los guantes de látex- voy a repasar otras áreas, puede volver a tumbarse en la camilla. Me quedé intrigada, ¿a qué zonas se refería? –pensé-. Tardé solo unos segundos en averiguarlo. Volví a recostarme. Sentí como una de sus manos se apoyó ligeramente en una de mis rodillas. Desde esa atalaya fue ascendiendo por la pierna hasta llegar al muslo. No se detuvo ahí y continuó su ascensión hasta escabullirse en pleno monte de Venus. Esas caricias no estaban dentro de las pruebas preoperatorias, de eso estaba segura. De todas maneras, me dejé hacer. Si me quejaba, corría el riesgo de enfadarle, pudiendo abortar la operación y solo con pensar el castigo que me impondría mi Amo, me echaba a temblar. Al no percibir ninguna protesta, el ginecólogo, sin ningún miramiento, acarició mi vagina y deslizó dos de sus dedos hasta alcanzar el clítoris masajeándolo con movimientos circulares. Instintivamente abrí las piernas. La verdad que haciendo honor a su especialidad me estaba trabajando el botón de una manera formidable. Cerré los ojos y me dispuse a disfrutar el momento. Empezó a aumentar el ritmo. Comencé a resoplar con vehemencia. El médico ya más animado, me introdujo dos dedos de la otra mano dentro de mi mojado coño. Por lo que, mientras masajeaba el clítoris, con la otra me follaba literalmente llevando un ritmo acompasado entre las dos. Instintivamente abría las piernas todo lo que podía, buscando el mayor placer posible. Resollaba, sin importarme donde me encontraba y si mis jadeos podían oírse en la sala de espera, solo intentaba disfrutar al máximo de esa masturbación brutal a la que estaba siendo sometida. Mis manos manosearon mis pechos pellizcando con ansiedad los pezones que se pusieron erectos por la excitación en la que me encontraba. Creía morir de placer.
Cuando estaba a punto de alcanzar el orgasmo cerré instintivamente las piernas, obligándole a retirar las manos. Pero, ¿qué te pasa, chiquilla?, -me preguntó alarmado-. ¿Acaso no te gusta? No me vengas con remilgos. No eres la primera “sobrina” de Don Eduardo y todas han disfrutado de mis manos -Protestó bastante enfadado por mi reacción-. No es eso, doctor –respondí alterada-. A mi tío le molesta sobremanera que su sobrina se corra sin que él lo autorice, ¿me comprende usted, verdad? –repliqué con el rostro asustado-. Claro que te entiendo, pequeña. Me costa que Don Eduardo es muy estricto cuando se trata de corregir los desmanes de alguna de sus pupilas. En alguna ocasión ha requerido de mis servicios por haberse, digamos, extralimitado en algún castigo. Todo ello, claro está, de manera totalmente confidencial –sonreía como pidiendo mi complicidad-. De todas formas, compruebo con satisfacción que la está educando correctamente. Yo no llegaría a tanto –pensé- bastantes castigos he tenido que soportar. Volví a escuchar sus palabras; No te preocupes, no suelo hacer estas cosas con mis pacientes, no era más que una prueba que me pidió tu tío para saber hasta qué punto le obedecías sin estar él presente. Daremos por concluida la consulta. Vístase y pídale las instrucciones y hora de ingreso a la enfermera. Mañana nos veremos en el quirófano y no se preocupe, su tío sabrá hasta que punto le respeta.
Cuando estaba en la puerta a punto de salir, le oí decir, ya terminaremos “estas pruebas” en otro momento. Yo soy uno de los asiduos a las fiestas que suele dar Don Eduardo en honor a “sus sobrinas”. Salí de la consulta. Estaba alucinando, resultaba que todo era una burda prueba para ver si caía en ella y le daba motivos para poder castigarme. El médico conocía lo que yo era y solo quería probar mi sumisión ante mi Amo. Aunque era bastante mayor, cuando dijo que ya me vería en las fiestas que solía dar “en honor a sus sobrinas”, no pude contenerme y noté que mi coño se volvía a humedecer. Al fin y al cabo mi Amo tenía toda la razón al calificarme como una simple ramera dispuesta a ser usada en cualquier momento y situación. No quise pensar más en ello. Mi corazón latía escandalosamente y mi vagina seguía mojada pero estaba satisfecha por haber podido frenar el orgasmo. Al fin y al cabo, todo había salido según lo previsto. Suspiré aliviada.
La enfermera me dio unas hojas fotocopiadas con las instrucciones que debía seguir al pie de la letra y apuntó que el pago de todos los gastos desde la primera consulta hasta el alta efectiva iría a parar a la cuenta de mi Amo, según me había ordenado que dijera. La hora fijada para mi ingreso eran las 17:00 horas. Si todo se ajustaba al horario previsto no entraría al quirófano antes de las 20:00 horas. Me había dejado para el último turno. Seguramente no querían muchos testigos de lo que allí iba a ocurrir. No llevaba bolso, también era un articulo prohibido para una esclava como yo asique con las hojas en la mano me encaminé el ascensor, baje a la planta baja y busqué la cafetería donde estaría esperándome.
Entré y le vi sentado en una mesa al fondo del local tomándose un café y hablando por el móvil. Me acerqué a él. No sabía qué hacer, era la primera vez desde mi nueva condición de esclava que acudía a un lugar público a citarme con mi Amo. Llegué a su altura y me coloqué justo a su lado. No sabía si sentarme en una silla o permanecer de pie esperando instrucciones. Opté por la segunda hipótesis. Al cabo de unos minutos colgó el teléfono, alzó la vista y con cara muy enojada le oí decirme en voz baja; Esta noche serás castigada por tu comportamiento. Me quedé helada, no sabía que decir. Pero ¿qué había hecho mal ahora?, no dejaba de preguntarme. Había, incluso, evitado un orgasmo. Como dando respuesta a mis cuestiones, volvió a alzar la vista y me dijo; ¿desde cuándo una sumisa se presenta a su Amo de esta forma?, ¿es que no te he enseñado como debes sentarte? Mis ojos se abrieron de par en par. Pretendía que en plena cafetería de un hospital que estaba bastante llena de gente me sentara en el suelo sobre mis talones y las manos atrás. ¿Qué pensarían de mí? Y, sobre todo, ¿qué pensarían de él? Bastante era el corte de ir descalza pero lo otro ya era “rizar el rizo”. Seguía mirándome fijamente, sin pestañear. Parecía que iba totalmente en serio. No tenía alternativa y sin pensarlo más veces, me senté en el suelo en la posición de sumisa, levantándome la falda para que mis glúteos desnudos, pudieran descansar sobre mis tobillos, sujetando las fotocopias con las manos detrás de la espalda.
Miraba al suelo, no quería alzar la vista bajo ningún concepto. Ya sé que una sumisa no debe hacerlo, pero en ese caso era primordial pues no hubiera aguantado la vergüenza de ver como los clientes de la cafetería me observaran en el suelo sentada en esa postura. Me estuvo manteniendo en esa posición mucho tiempo. Incluso llamó al camarero y pidió otro café. Nadie dijo nada. Cuando instintivamente alzaba un poco la cabeza sí que pude notar miradas furtivas o comentarios en el oído que se decían unos a otros señalándome discretamente. Pero no paso de ahí.
Al cabo de una hora se levantó y dejando un billete en la mesa se dirigió a la salida sin decirme nada. Me acordé en ese instante de sus instrucciones acerca de que debía seguirle a una distancia prudencial de unos diez metros por lo que calculé esa separación y cuando la superó me levanté y le seguí mirando el suelo sin fijar la vista en ningún cliente del bar. Volvimos a hacer la misma caminata pero en sentido inverso.
A mitad de camino más o menos se paró. Estábamos en plena calle. Algunos peatones transitaban por ella, no muchos, la verdad. Con la mano me indicó que me acercara, así lo hice. Al llegar a su altura sin mediar ninguna palabra noté que su manos se metían impúdicamente por debajo de mi falda. Empezó a acariciarme el nacimiento de mis posaderas. No sabía qué hacer. Miraba en rededor y veía algún viandante pero parecía que no se estaban fijando en lo que mi Amo me estaba haciendo. Cerré los ojos. Sentí que su mano continuaba su andadura hasta meterse por el centro de mis nalgas llegando a tocar ya descaradamente mi pequeña abertura. Empecé a suspirar. Con sus dedos pulgar y meñique hizo una especie de palanca para abrir el conducto y presionar con fuerza hasta empezar a introducirme los dedos medio y anular. Mientras hacia la operación me habló al oído; ¿te gusta, zorra?, Si, Amo –conteste con voz entre cortada-. Con esto quiero demostrarte por qué debes ir siempre con este tipo de ropa, si tu Amo o quien él decida quiere usarte en plena calle solo deberá meter la mano y tú te abrirás de piernas muy agradecida de servir para algo. ¿Lo estás entendiendo?, -preguntaba mientras ya metía hasta dentro ambos dedos– Si, mi Amo respondí ya con un suspiro profundo-. Con la otra mano me subió la parte frontal de la falda hasta dejarme la vagina expedita a la vista de cualquier transeúnte que pudiera pasar cerca, metiéndome dos dedos todo lo más profundo que pudo, comentaba, Noto que estas muy mojada. Te debió poner a tono el médico, ¿verdad? Si Amo –volví a contestar, notando que empezaban a temblarme las piernas-. Era tal la excitación que me producía, que el simple roce de su piel me hacia reventar de placer, máxime cuando tenía dos dedos metidos dentro del ano y otros dos en mi excitada vagina. Cerré los ojos. Intentaba mantener el umbral por debajo del orgasmo pero cada vez me costaba más conseguirlo. En un momento determinado, volvió a acercarse a mi oído y con voz dulce escuché; Ahora puedes correrte mi pequeña zorra, te lo has ganado por haberte negado el orgasmo con el doctor.
No lo podía creer, al fin mi Amo me daba permiso para correrme aunque fuera en plena vía pública. No me lo pensé dos veces, eche mi cabeza atrás y tuve un orgasmo impresionante mientras mi Amo seguía follándome el culo con sus dedos y con la otra mano alternaba metiéndome los dedos y acariciándome el clítoris. Yo jadeaba hasta que me convulsioné teniendo un orgasmo deseado desde hacía ya muchas fechas, sin importarme en absoluto quien me estuviera observando.
Un poco más calmada, retiro sus dedos de ambos agujeros y me los colocó a escasos centímetro de mi boca. No tuvo que decirme nada mas, saqué mi lengua y estuve repasándoselos varios minutos hasta que éstos quedaron muy limpios y lubricados por mi saliva. Se los secó con un pañuelo y continuo la marcha. Yo, como pude, pues aun me temblaban un poco las piernas por la corrida tan maravillosa que me había obsequiado, intenté seguirle a las distancia acordada de diez metros.
Al fin, llegamos a su casa. No sabía qué hacer, todavía estaba como en una nube por la excitación vivida minutos antes. Opté por seguirle. Se sentó en su sofá preferido y yo a su lado en el suelo en la posición de siempre. Mirándome fijamente me dijo; Además de lo ocurrido en la cafetería te castigaré por esta otra falta de comportamiento que estás teniendo ahora mismo. En ese momento me di cuenta. Sus instrucciones para estar dentro de la vivienda eran ir siempre desnuda. No me había quitado la ropa que llevé al hospital. Con rapidez me desvestí sin cambiar la posición y la dejé en el suelo al lado de donde me encontraba. Parecía que se había olvidado de lo que había pasado en el camino de vuelta porque ya con un rictus bastante serio exclamo cuando estuve desnuda; Veo que si no es a golpes, no aprendes. Siempre que llegues de la calle, si vas vestida, deberás desnudarte antes de cruzar la puerta de entrada sea invierno o verano, de noche o de día. Dame las instrucciones que te ha dado el médico y sube a la sala de las correcciones –me ordeno-.
Le entregué las fotocopias un poco arrugadas, pues mientras me estaba masturbando cerré los puños estrujando sin querer esos papeles. Me levanté sin decir palabra y me dirigí a la aludida estancia. Una vez en la puerta me senté a esperar. Estaba desconcertada. Desconocía que castigo me impondría y lo mal que quedaría mi cuerpo sabiendo que al día siguiente me iban a operar. Era increíble como en escasos minutos, mi Amo pasaba de estar masturbándome a imponerme un castigo del todo punto injusto. Efectivamente, una sumisa como yo nunca debería haber tenido el desliz de no desnudarse al entrar en la casa aunque, por otro lado, si bien aceptaba mentalmente ese error, de lo que no tenía culpa era de no haberme sentado en el suelo de la cafetería. Nunca me explicó esa norma. Además para ir al médico insistió en que no aludiera a nadie mi condición de esclava aunque, como pude darme cuenta, el Doctor estaba convenientemente enterado de mi situación.
Me exigía demasiado, quería que llegase a conocer hasta sus más íntimos pensamientos porque, de otro modo, ¿cómo podría acertar cuando me encontrara en lugares públicos si debía comportarme como una sumisa o no? La vergüenza que pasé en aquel local debería de haber sido suficiente castigo y no tener que sufrir otro. Me entraban ganas de no salir de la casa para nada, dentro de ella me podía comportar como la esclava que mi Amo quería que fuese pero en la calle eran palabras mayores. Ya ir descalza me suponía un corte tremendo y ser el centro de las miradas indiscretas de los viandantes que me cruzaba. Entendía incluso que me pudiese meter mano en cualquier momento para eso estaba, para satisfacer sus más bajas pasiones y si de paso me obsequiaba de vez en cuando con un orgasmo como el tenido esa tarde, mejor que mejor. Pero de ahí a tener que sentarme en un bar en el mismo suelo con una falda súper corta que apenas tapaba el albor de mi entrepierna dando pábulo a todo tipo de observaciones cotillas y mal intencionadas, iba un abismo. En ese momento pensé lo difícil que iba a ser el poder acostumbrarme a esa vida que había empezado a experimentar hacia pocas fechas.
Sacándome de mis pensamientos, le escuché subir las escaleras. Se detuvo en la puerta, sacó la llave y encendió las luces. Volvía a contemplar el horror de esos artilugios de tortura. Bajó la vista y me ordenó; Te vas a situar en aquel banco que hay en el centro de la sala. Te colocas boca abajo con el cuerpo apoyado en la parte alta y las piernas en la baja. Alcé la vista para saber a qué mueble se refería. Mi Amo lo señaló con un dedo. Me encaminé hacia él. Parecía auténticamente un pequeño reclinatorio como una letra zeta. Una vez situada en la forma ordenada noté como sobresalía mi culo por lo que pude atinar, sin ningún esfuerzo, la zona de mi cuerpo que iba a castigar.
Me colocó unas muñequeras de cuero, bien apretadas. Con ellas puestas, estiró mis brazos hasta que las muñecas quedaron a la altura de unas argollas adheridas a las patas delanteras. Con ayuda de dos mosquetones unió ambas quedando mis manos fijas a ese extremo del mueble. A media espalda aprisionó con fuerza el pasador de una tira de cuero, parecido a un cinturón, que hizo maniatar mi abdomen a la parte alta de aquel banco. Mis muslos caían hacia la zona inferior de esa especie de reclinatorio donde mis rodillas se posaban, quedando las piernas hasta los tobillos apoyadas en la parte baja. Quedaba en la típica posición como si estuviera arrodillada rezando pero con la espalda bastante inclinada hacia el frente. Con dos correajes que salían a la altura de los gemelos, fue enganchándolos en el último agujero que daban las hebillas, quedando fuertemente pegados al trasto aquel. Los tobillos, al igual que hizo anteriormente en las muñecas, fueron aprisionados con unas tobilleras de cuero y éstos adheridos con dos mosquetones a las hembrillas que salían de las patas traseras del mencionado artilugio. Quedé totalmente anclada a ese artefacto sin posibilidad de poder moverme un centímetro. Mis nalgas sobresalían expeditas para el cumplimiento del castigo.
Una vez atada a su gusto, se fue hasta la vitrina donde guardaba los instrumentos de tortura. Cogió una gran palmeta de cuero, tendría alrededor de unos 50 centímetros de diámetro. Al verlo, pude calmarme unos instantes. Después de haber sido castigada con el látigo, pensé que ese instrumento no me ocasionaría mayor sufrimiento. Qué equivocada estaba…
Se acercó y sin mediar palabra, me acarició el culo suavemente con esa pala. Noté que me rasgaba algo la piel e inconscientemente levanté los ojos sin saber, a ciencia cierta, cuál era el origen de esa rugosidad. Mi Amo, intuyendo mis pensamientos me habló; En apariencia parece una simple palmeta de cuero, pero no es así. Los errores de comportamiento que has tenido esta tarde me obligan a elegir un utensilio más acorde con la infracción que has cometido. En esta pala hay catorce pequeñas espinas metálicas adheridas a su base. Estas púas, a medida que te vaya azotando, se irán clavando cada vez con más crueldad en tu piel. Seguramente te produzcan, además de dolor, diferentes puntos de sangre. Eso te enseñará a cumplir siempre mis órdenes en cualquier momento, situación y lugar en el que te encuentres.
Al escuchar sus palabras entré en pánico, solo pude decir ya con lágrimas en los ojos de ansiedad por lo que se venía encima; Amo, hice lo que usted me ordenó. Incluso el doctor me masturbó por unos minutos y me contuve el orgasmo porque no estaba autorizada por usted a tenerlo. Lo de la cafetería lo desconocía y solo se me olvidó desnudarme cuando llegamos. Por eso te voy a castigar, -me interrumpió-, una sumisa es y será siempre la esclava de su Amo. Qué te creías ¿qué en la calle iba a ser diferente? Tú siempre actuarás como la esclava que eres; Si, en algún momento determinado, quiero que te comportes de manera diferente seré yo quien te lo mande. Pero si no hay ninguna orden mía en contrario, tu deberás comportarte como la sumisa que eres haya o no haya gente, ¿entiendes? Y da gracias a que no te corriste con el médico, porque eso hubiera sido una reiteración a una falta muy grave corregida en su momento y el castigo por ello sería mucho mayor que el que tuviste entonces. Cuando llegaste a la cafetería estaba hablando con él por teléfono y me explicó que te negaste a tener un orgasmo porque no tenías mi permiso. Al menos algo has hecho bien y, disfrutaste de tu premio por ello. Para que veas cómo soy un Amo que, además de castigar, también sabe premiar las buenas acciones.
Acariciando con su mano mis temblorosas nalgas, dictaminó; Ahora corregiremos esas dos faltas de comportamiento. Te azotaré el culo tantas veces lo crea conveniente. Ten por seguro que haré de ti la envidia de todas las sumisas. Y no temas, que las marcas que se producirán, no van a impedir que la intervención quirúrgica se celebre mañana.
Dejó de hablar, se quitó la chaqueta arremangándose las mangas de la camisa y sin mediar aviso, descargó un primer azote en mi desvanecido trasero. Grité de dolor. Los correajes me mantenían anclada a aquel banco, no podía mover mis nalgas que fueron masacradas una y otra vez. Notaba el impacto de los pinchos como se incrustaban en mi fina piel haciéndome llorar de aflicción. Cada tres o cuatro trallazos dejaba de fustigar por unos segundos mientras me acariciaba con sus manos toda la zona dolorida, y siempre con el mismo cometario; Qué bonito es un culo azotado. Estas laceraciones incrementaran tu valor en el mercado, no lo dudes. Dejaba de acariciar y volvía a la carga. ¡Zas!, otro flagelo más fuerte que el anterior, más doloroso, más brutal. La agonía parecía no tener fin
Tras varios trallazos sabiamente dirigidos, se dejaron ver finas gotas de sangre. Eso no pareció enternecerle en absoluto pues continuaba azotando sin compasión buscando el lugar exacto donde brotaba el humor para conseguir que el flujo rojo se hiciera más latente en mi trasero. Tanto es así que percibí como finos regueros se iban deslizando por la piel hasta caer en un intermitente goteo por los bordes de ese banco del demonio.
La próxima vez que salgas a la calle y no te comportes como la sumisa que eres, serás castigada más cruelmente que hoy. Esto solo es un pequeño aviso. Continuaba flagelándome el trasero mientras me amenazaba. Yo me encontraba hecha un manojo de dolor, llorando y suplicando que parara ese escarnio; por favor, no puedo más, no lo volveré a hacer –seguía implorando-, mientras mi Amo, no paraba de azotarme con el mayor de los sadismos posibles.
Al fin dio por concluido el tormento. Se le notaba sudoroso y, con la voz entrecortada por el esfuerzo tiró al suelo la pala. ¡No quiero seguir castigándote por faltas de comportamiento! –gritaba-. ¡Me irrita cantidad tener que hacerlo! A veces pienso que te gusta el azote, de otro modo no entiendo porque no te comportas ya como la sumisa que deberías ser. ¿Es tan difícil de entender? –Preguntaba en tono crítico-. Yo no contestaba, me limitaba a sollozar casi en silencio. El culo me escocía muchísimo. Lo notaba todo ensangrentado e inflamado por la brutalidad de la sesión a la que me había sometido. Desconocía la cantidad de azotes que me había dado pero debieron ser mucho, muchísimos. Solo atiné a decir entre sollozos y muy bajito, perdóneme, mi Amo. Intentaré ser mejor esclava, se lo suplico, no me azote más. Eso espero –contestó muy serio-. ¿Tanto te cuesta obedecer?...
No sabía que decir, me limité a seguir gimoteando, suplicando interiormente que diera por terminado este calvario. Parece que escuchó mis súplicas porque me empezó a liberar de las ataduras, muy serio, sin mencionar una palabra. Una vez me hubo desprendido de los correajes me ordenó que me levantara de aquel banco de los suplicios; como pude, conseguí ponerme de pie. Las piernas me temblaban, tuve que sujetarme en aquel alfaque del terror para poder aguantar de pie sin caer. Ahora te irás a darte una ducha para que se limpien las heridas, en el mueble del baño tienes la crema cicatrizante embadúrnate bien con ella, cuando termines, vuelves a venir a esta sala. –ordeno-.
Me costó horrores llegar al cuarto de baño, mis glúteos eran un puro amasijo de piel inflamada por el flagelo. Tanto era el dolor que sentía que, con el simple balanceo de mi culo al caminar, el suplicio ya de por si inmenso, se multiplicaba por cien y eso que iba desnuda, en ese momento no hubiera podido resistir ni una pequeña braga, no hubiera imaginado como hubiera podido aguantar el simple roce de la tela. Tenía algunas manchas de sangre por la zona alta de mis muslos. Miedo tenía al escozor cuando recorriera esa zona el agua tibia pero no tenía más remedio que aguantarlo, debía lavarme a conciencia para prevenir cualquier infección y que la pomada pudiera hacer su trabajo de la mejor manera posible. Efectivamente en la ducha lo pase fatal, el contacto del líquido me hacía ver las estrellas por el quemazón que me producía su fricción. Con más pena que gloria logré terminar la ducha. No pude secarme apenas, la simple caricia de cualquier toalla por suave que esta fuera, me hacia llorar de angustia. Tuve que esperar varios minutos a poder secarme al aire. A través del espejo del baño, comprobé la carnicería que tenía en el culo. Parecía un autentico colador. Decenas de pequeños puntos se dejaban notar en la piel. Con mucho cuidado me puse la pócima en toda la zona. Se me hacia insufrible solo el roce de mis dedos, pero aún y así pude extenderme una cantidad generosa que rápidamente fue absorbida por la epidermis. Me escocía tremendamente, aguanté sin tocarme dando saltitos. Necesitaba imperiosamente que el ungüento empezara a hacer su trabajo.
Volví a encaminarme a la sala de las Correcciones. Desconocía por qué tenía que volver al mismo sitio donde había sido azotada tan brutalmente minutos antes. Un miedo tremendo me entró en el cuerpo al sospechar que podría volver a flagelarme por alguna otra falta cometida, de otro modo, ¿por qué quería que volviera? No hacía más que darle vueltas a la cabeza. Subí las escaleras temblando de miedo y de amargura porque el movimiento de caderas me hacia repercutir en mis doloridas posaderas. Llegué al umbral de la puerta. Vi a mi Amo recogiendo cuidadosamente todo el material que había utilizado en mi castigo, en especial, aquella palmeta del diablo. Me acerqué en silencio, sentándome cerca de él.
Hasta ese momento no me había dado cuenta que colocarme en la posición de sumisa me iba a costar horrores ya que mi culo debería posarse sobre los talones aguantando todo mi peso. De verdad que lo intenté con toda mi alma, pero el simple roce de esa piel tan castigada me hacia llorar de dolor, eran auténticos pinchazos. Opté por sentarme lo más parecido posible, es decir, bajando mi trasero pero sin llegar a posarlo. Lo mantenía a escasos centímetros aguantando el equilibrio de la mejor manera posible para que mi Amo no se diera cuenta de que no las llegaba a colocar. Esperé suplicando interiormente que no se demorara en hablar porque no podría aguantar mucho tiempo y, sobre todo, porque no me volviera a azotar no hubiera podido resistirlo.
Gracias al Cielo que tardó muy poco en abrir la boca. Estaba fumando, se giró y se puso a escasos centímetros frente a mí, empezando su disertación; Espero que este castigo te haya servido de lección. No quiero alargar mucho este asunto –paró para dar una larga calada a su cigarro y continuó hablando-; Creo que ya te lo expliqué una vez, pero no me importa volverá repetírtelo para que de una vez por todas empieces a pensar como una esclava así te evitarás castigos innecesarios; Una sumisa debe conocer a su Amo tanto que tiene, en circunstancias excepcionales, que adelantarse en el cumplimiento de las órdenes. Con esto quiero decirte que cuanto tengas alguna duda acerca de cómo comportarte en un momento determinado porque tu Amo no te haya ordenado nada en un sentido o en otro, deberás decidir aquello que él quisiera que hicieras. ¿Comprendes? En la cafetería tuviste un ejemplo muy claro, si yo te ordené desde el primer día, que jamás te permitiría volverte a sentar en una silla o similar salvo que explícitamente te lo autorice, tu tuviste que suponer que al no decirte nada al contrario, tenías que haberte sentado en el suelo sobre tus talones, con las manos atrás, como siempre. Sea en lugares públicos o privados. La única libertad que tiene una sumisa es interpretar los deseos de su Amo en cualquier momento y situación este él presente o no. –Paro de hablar mientras apuraba el cigarro y lo apagaba en un cenicero.-.
Te preguntarás porque he sido tan cruel esta noche; Si, mi Amo –respondí sumisamente-. Yo te lo voy a decir. Porque lo que te acabo de reiterar antes, tú ya lo sabías y no lo hiciste, te avergonzaba ser una esclava ante personas desconocidas en lugares públicos ajenos al bondage ¿es cierto? –Preguntó-, Asentí con la cabeza. Si tú no hubieras sabido toda esta diatriba que te acabo de largar, te hubieras corrido con el médico, yo no estaba, desconocías que el Doctor me lo iba a contar, pero con acierto te adelantaste a lo que yo hubiera determinado de estar presente y te negaste el orgasmo. Pues lo mismo tenías que haber hecho en la cafetería pero claro, al ser un lugar público te entró vergüenza. Por eso la corrección ha sido tan dura porque tu ya sabias lo que debías hacer e intentaste pasarlo por alto. Has de meterte en la cabeza que solo has de vivir por y para tu Amo sin importarte en donde te encuentres y con quien estés. Si la gente comenta, si te miran o te preguntan tu solo has de decir con la cara muy alta que eres feliz con servir a tu Amo, sin importarte lo que opinen los demás y no ruborizarte ante las miradas de las personas, como hiciste esta tarde cuando tuve que ordenarte que te sentarás en el suelo, ¿lo entiendes? Sí, mi Amo –contesté-.
Ya más calmado, hizo una pausa para que reflexionara sobre ello. A los pocos minutos volvió a hablar; Se que mañana tienes un día muy duro. También sospecho que estás muy feliz y ansiosa de que llegue el momento de entrar en el quirófano pues, el mero hecho de esterilizarte de forma irreversible, anulando de paso la molesta menstruación, te hará acercarte un poco más a la absoluta condición de esclava, incrementará tu valor en el mercado y yo estaré muy satisfecho por esta elección que has tomado. Asique te dejaré descansar.
Al menos con este padecimiento iba a conseguir que mi Amo se sintiera orgulloso de su sumisa. Para mí eso era muy importante, vital para mi propia supervivencia. Todo lo que yo hacía, lo realizaba solo por él. Era cierto que con este sacrificio me acercaría todavía más a la absoluta sumisión, como me había dicho, pero no ante cualquier Dueño, como no paraba de hacerme ver al seguir insistiendo en que mi valor se revalorizaría. Mi sumisión debía ser sólo por y para mi Amo, al único que en verdad, pensaba en aquel momento, obedecería de por vida sometiéndome de buen grado a cualquier perversión que tuviera a bien ordenarme por dura que esta fuera. Miedo tenía a mi venta si es que la llegara a realizar algún día, cosa que no dejaba de amenazarme, aunque siempre albergaba en el fondo de mí ser, que jamás iba a atreverse a llevarla a cabo. Confiaba en que, al menos, algún rescoldo de compasión le quedaría. Qué equivocada estaba.
Desconocía dónde me mandaría dormir esa noche, máxime cuando al día siguiente tenía la intervención quirúrgica. Esperaba, como mínimo, poder descansar. Mi Amo permanecía callado como intentando intuir mis pensamientos. Yo, Continuaba en la misma posición aunque me empezaban a temblar las piernas, no aguantaría mucho más sujetando a pulso mi cuerpo. Como no haciéndome esperar más tiempo, me dijo; Dirígete a aquella jaula que está en la esquina. Volví la cabeza con terror y la vi. Era un pequeño armazón de hierro en forma de rectángulo cúbico, no debería tener más de un metro de ancho y otro de largo. La profundidad de la misma era algo mayor, pero no mucho más de metro y medio. Estaba con barrotes horizontales y verticales que se iban cruzando lo que le hacía un aspecto todavía más siniestro. No podía dar crédito a mis oídos, quería que me metiera en aquella gayola. Sin pensarlo, me levanté y me encaminé lentamente hacia ella. Me gritó desde el otro lado de la sala; agáchate y entra de rodillas. Al postrarme e ir avanzando por dentro de la cávea, la piel contusionada de los glúteos empezó a cimbrar, lo que hacía que la dolencia se multiplicara. Iba sintiendo una sensación de angustia por lo pequeño del habitáculo, sin ningún espacio para poder levantar la espalda. Al menos el suelo estaba acolchado.
Permanecí de esa guisa unos minutos hasta que se acercó mi Amo; Pasarás la noche dentro de la jaula, así podrás meditar tu comportamiento de esta tarde. No creo que puedas dormir mucho. De todos modos a partir de mañana hasta que el médico te dé el alta volverá todo a una normalidad aparente, al menos por tu parte –sonreía por el comentario-.
Le vi dirigirse hacia la vitrina, no pudiendo ver lo que de allí cogió. Ya de vuelta, me ordenó; Recula un poco y saca medio cuerpo de la jaula. Extraje fuera de la trena la mitad de mi espalda, continuando el resto dentro; ¡Pero que lustroso te ha quedado el culo después del azote! –No hacía más que alabarlo, mientras lo iba acariciando-, la atrición que sentía en mi piel al pasar sus manos por aquella zona tan castigada fue agónica. Debía aguantar y no quejarme pero se me hacía muy difícil y un pequeño lamento se escapó de mi garganta. ¡Ábrete las nalgas! –Bramó con dureza-. Creí morir ante aquel mandato. Hacer eso significaba estirar la piel y si el simple roce me ocasionaba un auténtico suplicio, no digamos tener que tensar la epidermis hasta descubrir el ano. Sacando fuerzas de flaqueza acaté el precepto aunque volví a gritar de desconsuelo a medida que me lo hendía. ¡Vamos, abre más los cachetes! –Vociferaba-. Con todo el sufrimiento del mundo estiré con todas mis fuerza.
Notaba como me acariciaba con sus dedos mi pequeño orificio. Al cabo de unos segundos, me lo embadurnó con un buen pegote de lubricante, para seguir, posteriormente con los tocamientos. Aprovechando la sinuosidad que tenía, me fue introduciendo varios dedos con la intención, según iba comentando, de que penetrara la grasa por dentro de mi conducto. Veo con orgullo que el ano lo tienes cada vez más dilatado, llegaré a poder meter dentro de poco el puño entero –comentaba satisfecho-, por ese motivo he adquirido un dildo más grande que el que llevaste los días pasados. Me asusté. Mi Amo era capaz de abrirme en canal si ese hubiera sido su propósito. Desconocía en ese momento lo que pretendía introducirme, pero me olía lo peor.
Este nuevo tapón anal tiene un diámetro en la parte más gruesa de unos diez centímetros y veinticinco de largo. Veras que cómoda te sentirás llevándolo toda la noche –explicaba con ironía, mientras untaba de lubricante el dildo-. Me empezó a temblar el cuerpo. Este era mucho más grande que el anterior. ¡Vamos, relaja el ano! –Gritaba con insistencia-. Como pude distendí el esfínter y sentí como la punta del tapón se situaba en la misma entrada. Lentamente, pero con firmeza, presionó la abertura y comenzó el lento camino. A medida que esa cosa iba penetrando en mis entrañas, la molestia iba tornándose mayor. Cuando la parte más gruesa dilataba mi agujero hasta la extenuación, comencé a gritar de angustia, pidiéndole que dejara de meter aquello que me iba a partir en dos. No pareció impresionarle lo más mínimo porque, ante mis alaridos, solo conseguí que empujara con más virulencia hasta clavar la empuñadora en el centro de mi castigados cachetes. Ves, ya entró todo, no debemos descuidar este aspecto, tu ano tiene que tragarse todo lo que tu Amo exija. Ya te darás cuenta de que este sufrimiento no es baldío cuando te enculen animales. Pero no adelantemos facetas de tu adiestramiento, no tengas prisa que todo llegará –apostilló con vehemencia-. En ese momento no di importancia a sus palabras aunque pocos meses después podría, en primera persona, darme cuenta que no fue baladí aquel comentario.
El caso es que me vi totalmente ensartada por este nuevo dildo, notaba como la punta se incrustaba en el propio colon, la molestia era muy grande. Ahora que ya estás disfrutando, puedes meter todo el cuerpo adentro de la jaula –me ordenó con tono sarcástico-. Dejé de estirar la piel de mis glúteos lo que, increíblemente y pese a estar totalmente envarada, me alivió bastante. Me metí otra vez. Cerró la puerta con un candado. Me entraron ganas de llorar, volvía a estar enjaulada sin posibilidad de poder salir de aquel minúsculo sitio. Escuché a mi Amo; Saca los pies por entre los barrotes. Me colocó en cada uno de los tobillos sendas tobilleras que apretó todo lo que dio de sí la hebilla. Éstas fueron unidas con dos mosquetones a las barras verticales de la mencionada perrera. Ahora saca las manos a mitad del armazón y colócalas en una unión de los barrotes verticales y horizontales pero cada mano a uno de los bordes, no quiero que lleguen a tocarse, podrías desatarte –reía con sorna por su comentario-. Extraje las manos por fuera de los barrotes extremos de la jaula, me acomodó dos muñequeras de cuero, sellándolas a los travesaños con un mosquetón.
Pero ahí no quedó todo el tormento, Metiendo una de sus manos por entre las barras se puso a pellizcarme levemente los pezones. Las tetas empezaron a moverse al unísono ya que en la posición en la que me encontraba, quedaban libres apuntando al suelo. Me temí lo peor y así fue. Cuando estuvieron erectos me colocó las mismas pinzas japonesas que tuve el día de la corrección por el orgasmo inconsentido. Apretó de los lados para que se abrieran dejando de presionar, a medida que las mamas se situaban dentro de cada tenacilla. Quedaron totalmente aprisionadas. Ya no me acordaba de lo dolorosos que eran los pellizcos que producían. La mente maquiavélica de mi Amo seguía funcionando a pleno rendimiento y tuvo una postrera ocurrencia. Sabes, empezó a hablar; estoy pensando que no te voy a poner pesas como el otro día, voy a hacer que te gustará más –apuntó en tono mordaz-.
Sin mediar palabra, introdujo sus manos por entre los barrotes y ató fuertemente los hilos que colgaban de las pinzas y que la otra vez utilizó para sujetar las pesas. Al quedar unidas las cuerdecillas, éstas tendieron a juntarse y, con ellas, mis pobres glándulas. Anudó el extremo de un bramante al nudo que había hecho con los cordeles de las tenacillas y con el otro a los barrotes posteriores, en donde tenía mis manos atadas. Con ello, los pechos quedaron en paralelo al suelo y muy tirantes. El dolor fue extraordinario, pues el pellizco se multiplicó en intensidad al quedar las pinzas tirando de ellos por efecto de la amarra atada al otro extremo, dejando la soga lo más tensa que pudo. Temí que mis pobres pezones acabarían arrancados de cuajo. Lloraba y suplicaba que parara ese tormento pero el sadismo de mi Amo impedía doblegarse a mis súplicas.
Así permanecerás toda la noche. Intenta dormir algo y si no puedes, piensa en tu Amo eso te reconfortará, -apagó las luces, cerró la puerta con llave y desapareció-. Allí me quedé, dentro de esa jaula, de rodillas, atada de pies y manos, con un consolador de medidas brutales dentro de mi ano, pero sobre todo, soportando el calvario en mis pezones aprisionados por aquel pellizco tan brutal que impediría, sobre manera, poder conciliar el sueño. Mis lágrimas salían desconsoladamente. No podía entender como la crueldad de mi Amo podía llegar a tan altas cotas. Eran pruebas muy duras las que me hacia soportar, cada vez me costaba más llegar a superarlas. Tanto era el desconsuelo que me embarga, que dejé de pensar en lo que iba a ocurrir al día siguiente, la intervención quirúrgica quedó, en ese momento, relegada a un segundo o tercer escalón dentro de mis preocupaciones más acuciantes.
No dormí prácticamente ni un minuto. Al cabo de varias horas las articulaciones empezaron también a sufrir. Notaba la falta de irrigación en mis pezones por el pellizco lacerante de esas malditas pinzas que cada vez tiraban más de mis pobres mamas. Pude girarme unos centímetros el cuerpo, intentándome acercar lo más posible al frontal de la jaula, de esta forma conseguí aflojar un poco la tensión que ejercía la cuerda tirando de las pinzas y éstas de mis pezones, aun y así, al ser la perrera de dimensiones reducidas, el pellizco continuaba siendo desgarrador.
Para que el tiempo transcurriera un poco más rápido, intentaba fijar mi vista por fuera del armazón, vi que la sala de las correcciones disponía de dos grandes ventanales, pudiendo darme cuenta cuando amaneció, por la luminosidad que empezaba a notarse en toda la estancia. Yo sólo acudía a esa habitación cuando debía ser castigada y siempre en horario nocturno por lo que no fui consciente de la claridad que se dejaba entrever por los cortinajes que decoraban los aludidos ventanales. Me entraron ganas de orinar, resistí todo el tiempo que pude, pero las horas pasaban muy lentas. Ya no podía retener la vejiga y tuve que mearme dentro de la jaula. Se produjo un charquito que confluyó en donde tenía fijadas mis doloridas rodillas que terminaron empapadas del fluido mañanero. Tenía frio, aun estando ya en verano, el frescor de la aurora se dejaba notar en la sala, pero, sobre todas mis adversidades, la peor, con diferencia, era el tormento que estaban siendo sometidos mis pechos de una manera totalmente inhumana.
En aquellas primeras horas del día, justo al despuntar el alba, solo se escuchaban el piar de los pájaros como único sonido que interrumpía el silencio. Suplicaba al mismo cielo que viniera pronto a sacarme de aquel suplicio, pero el tiempo pasaba lento y mi Amo no se dejaba ver. Las rodillas ya eran un puro amasijo de carne machacada contra el suelo. Mis rótulas debían estar a punto de quebrarse. Intentaba pensar en cosas bonitas que me hiciera olvidar, al menos por unos minutos, la tortura que estaba padeciendo, pero era inútil, al dolor en las articulaciones, había que sumar el escozor en el culo, el estar empalada con aquel tapón tan salvajemente grande, el laceramiento en mis muñecas y tobillos atados cruelmente a esos barrotes, y, sobre todo, el pellizco en mis pezones que no ayudaban para nada a poder desviar mi pensamiento de la agonía que estaba sufriendo.
Al fin se abrió la puerta de aquella sala de los horrores. Era mi Amo. Se fue hacia los ventanales y descorrió los cortinajes. La claridad se dejó notar en toda la estancia. Lentamente se dirigió a donde me encontraba enclaustrada. Mirándome desde fuera, se encendió un cigarro pausadamente. Al expulsar el humo de la primera calada se dignó a hablarme; Espero que hayas pasado una noche agradable, al menos, habrás hecho acto de constricción por los errores cometidos –comentó con ironía-. No abrí la boca, era mejor mantener la serenidad y no enfadar a mi Amo en la esperanza de que de ese modo, me sacaría de la jaula. Extrajo una llave y abrió el candado. Me desató la cuerda que mantenía tensionadas las pinzas. Los pechos con las tenacillas hincadas en los pezones volvieron a caer mirando al suelo producto de la gravedad. Chillé de dolor. Liberó los mosquetones de muñequeras y tobilleras y me ordenó que, lentamente, saliera del armazón. Me molestaban tremendamente las rodillas, costándome horrores poder salir marcha atrás. Al fin pude sacar totalmente el cuerpo de aquella canariera. Seguía, por la inercia prosternada. Siéntate como es debido –gritó-. Con gran esfuerzo intenté subir la espalda, me pinchaban los riñones del frio y, sobre todo, por mantener una posición curvada toda la noche. Al fin lo conseguí. Mis rótulas sonaron con un ruidito al girarlas para colocar mis glúteos sobre los tobillos. Ya pude posar el culo como era pertinente, aun habiendo algo de molestia ésta era totalmente soportable. Solo me quedaban las pinzas en los pezones. Pavor tenía al momento en que me fuera a quitármelas. No se hizo esperar, se agachó y presiono los extremos con sus manos y éstas se abrieron dejando liberadas las mamas. Aullé de autentico espasmo, la isquemia producida había multiplicado el sufrimiento, pero mantuve estoicamente las manos a mi espalda en previsión de males mayores. Poco a poco las punzadas fueron pasando a medida que la artería pudo volver a enviar torrente sanguíneo a esa delicada zona. Bajé la vista al suelo y con desesperación esperé sus instrucciones.
Hoy no comerás, debes acudir en ayunas según ponen en las instrucciones que me diste –indicó mi Amo-. Ya me lo temía, lo malo es que no lo previera y, al menos, me hubiera dado algo de cenar. Llevaba sin probar bocado desde la mañana del día anterior. Ahora limpiarás la jaula, la has dejado como una cochiquera, está toda meada, eso te servirá de bebida que es lo único que puedes tomar hasta después de la operación. Sin esperar un minuto, volví a ponerme a cuatro patas. La espalda me molestabas pero aguanté y metiendo mi cabeza dentro de la jaula me puse a lamer el suelo con la lengua succionando los restos de mis orines matutinos. Mientras limpiaba, al estar a gatas, mis pechos ronzaban el suelo, el dolor era intenso. Debía tener las mamas bastante inflamadas. Lloraba de angustia pero intentaba disimular, mis lágrimas se iban resbalando por mi cara hasta terminar mezclándose con los demás fluidos que lentamente intentaba eliminar con mi sufrida lengua.
Cuando termines, ve a ducharte que hueles mal, después te das la crema en el culo para que siga cicatrizando y también en tus ubres ya que además este ungüento es antiinflamatorio, lo necesitarás, observo que tienes los pezones bastante hinchados. Si tienes ganas de defecar lo haces en el cagadero, ya sabes, el que compré ayer. Te quitas el dildo y evacuas. Sin limpiarte el ano, te lo vuelves a poner, emplea si fuera necesario, tu propia saliva para ello, será el único lubricante que puedes utilizar. Luego te diriges al salón principal y te colocas en una esquina sentada como siempre, donde puedas ver el reloj de la pared. Allí estarás hasta las cuatro de la tarde. Cuando suenen las campanadas, te levantas y te diriges al dormitorio donde te he dejado la ropa que te pondrás para acudir al hospital. Será entonces y no antes cuando te quitarás el dildo, lo limpiarás con la lengua y lo guardaras en el cajón donde antes almacenabas tu ropa interior. Y mucho ojo con limpiarte la boca, acudirás con el regusto a tu propia mierda que ya sospecho empiezas a apreciar –paró un momento para que fuera asimilando cada una de las instrucciones-.
Acto seguido, volvió a tomar la palabra; Te marchas a la clínica. Cuando llegues, deberás dirigirte a la recepción, allí te indicarán la habitación que te hayan asignado. Cuando entres en el cuarto, cierras la puerta y te desnudas, te sientas en el suelo en la posición de siempre y esperas a que vengan a buscarte para conducirte al quirófano. ¿Alguna duda? –Me interrogó-. No, Amo, respondí sumisamente.
Por último, -proseguía su monólogo- Permanecerás allí hasta que te den el alta hospitalaria, cuando eso ocurra regresarás a casa. Yo no voy a acompañarte, salgo ahora de viaje, supongo que llegaré a Madrid antes de que te den el alta pero no acudiré al hospital. ¿Has comprendido todas las indicaciones? –Volvió a preguntar-. Sí, mi Amo -respondí obedientemente-. Por cierto –dijo antes de irse-; supongo que ya sospecharás que todos estos gastos hospitalarios que voy a pagar en tu nombre, es solo un préstamo que te hago, naturalmente, me lo devolverás con intereses asique descansa y recupérate pronto porque en cuanto te den el alta te va a tocar trabajar muy duro. Es mucho dinero lo que me debes. -Salió de la sala y, cogiendo una maleta que había dejado en la puerta, emprendió el viaje-.
Me quedé sola, desconocía si tenía cámaras de seguridad que vigilarían todos mis movimientos en pro del cumplimiento exacto de las órdenes dadas. Cuando tuve el orgasmo con los indigentes fue una duda que me rondó por la cabeza, de otro modo, cómo pudo enterarse si él no estaba allí. De todos modos, esa no fue la causa de ejecutarlas al pie de la letra. Simplemente ya me comportaba como una autentica esclava al servicio exclusivo de mi Amo. Como una autómata limpié lo mejor que pude el interior de la jaula. Seguía, aun estando sola, a cuatro patas, aguantando como podía, el dolor en mis mamas cuando sin querer rozaba el suelo con ellas. Ya no me daban arcadas el sabor de mis propios orines, eran ya mucha veces las ocasiones en que había tenido que degustar aquel fluido por lo que, a riesgo de ser sincera, ya su sabor me era totalmente familiar. Posteriormente me encaminé al aseo y me di una ducha muy larga con agua caliente. Mis músculos necesitaban imperiosamente relajarse habida cuenta de la noche que había pasado. Aunque el escozor del agua en los pezones era del todo lacerante aguanté, debía asearlos para desinfectar alguna pequeña herida que hubieran podido padecer por el tremendo pellizco que sufrieron toda la noche. Me lavé el pelo. Con mimo me sequé el cuerpo y alisé el cabello haciéndome una coleta. Acto seguido me di una porción generosa de crema cicatrízate en el culo y me puse dos pegotes de ungüento en las mamas, extendiendo bastante porción también en el resto de los pechos. Las marcas estaban latentes en mi piel, ahora junto con las laceraciones azuladas del látigo, había otras como lunares rojos, recuerdos de la palmeta con púas de la última sesión. Parecía mi cuerpo un auténtico eccehomo, sobre todo la espalda y los glúteos. Como no estaba autorizada a cepillarme los dientes hice algunas gárgaras en el lavabo enjuagándome todo lo que pude, pensaba que de esa forma, los higienizaba algo sin llegar a desobedecer ninguna orden. De todos modos antes de salir debía adecentar el dildo con la lengua por lo que poco me iba a durar esa ablución, pero nada era menos, pensé.
Me entraron ganas de cagar, me di cuenta que llevaba desde el día anterior sin hacer de vientre. Me encaminé hacia la despensa donde estaba el cagadero. Me puse en cuclillas agarré la empuñadura del dildo y, con todas mis fuerzas, poco a poco lo fui sacándolo. Me escocía el ano cantidad, al ser tan grueso debía abrirse muchísimo para poder expulsar semejante instrumento. Al fin logré extraerlo. Defequé bastante, mientras lo hacía me di cuenta de que estaba sola en la casa y nadie me impedía poder hacerlo en el váter. La verdad que mi Amo estaba haciendo su trabajo a la perfección porque, como bien dijo, una sumisa ha de cumplir e interpretar las ordenes, aun en los supuestos en los que él no se encuentre, y a fe que era verdad pues lo hice en el cagadero aun estando sola.
Cuando ya me vacié por completo y sin limpiarme el recto, según me había indicado, vino el trabajo más doloroso; debía volver a introducirlo pero solo utilizando mi propia saliva. Me metí dos dedos en mi boca ensalivándolos a conciencia. Posteriormente los froté en mi ano para lubricarlo. Lo noté sucio, con algún resto fecal. Lo peor vino cuando tuve que volver a metérmelos en la boca, pues necesitaba empapar más el conducto. Me sabían a mierda pero no me importó. Volví a llevarlos al agujero y los inserté lo más dentro que pude, notaba el recto súper dilatado. Cuando pensé que estaba suficientemente impregnado, procedí, con mucha cautela, a embutirme el dildo. Me costó horrores y varios intentos, al fin pude encajarlo, hasta la misma empuñadura, en el fondo de mis entrañas.
Volvía a sentirme totalmente llena por dentro. Fui a por el saco de arena y enterré un poco la mierda defecada para que oliera lo menos posible. En un rincón del cagadero seguía estando los restos fecales de la que realicé ayer. No sabía si debía limpiarlo. Pero supuse que mi Amo, cuando llegara, querría comprobar que efectivamente había cagado donde él me había autorizado, por lo que no lo limpié, dejando ambas excreciones tapadas con algo de serrín. Me arriesgaba a un castigo pero todavía no conocía el pensamiento de mi Amo hasta tal punto de poder interpretar, como me dijo anoche, qué hubiera ordenado él en ese tema concreto. Pedí al cielo para que, al menos esta vez, hubiera acertado en mi decisión.
Me dirigí al salón principal y me senté sobre mis talones en un rincón donde veía perfectamente el reloj con carrillón colgado en la pared. Con sorpresa pude ver que no eran más que la una y media del mediodía. Eso suponía que debería estar en esa postura más de dos horas. Dios, pensé, no sé si voy a ser capaz de aguantar tanto. Poco a poco el tiempo iba pasando aunque, a mi parecer, más lento de lo que quisiera, la postura empezaba a molestarme. No había dormido nada la noche anterior en aquella jaula por lo que, aun en la posición en la que estaba sentada, se me iban cerrando los ojos. Debía mantenerme despierta, no había mencionado nada sobre poder dormir esas horas. Por suerte, me entraron ganas de orinar eso ayudó a desvelarme. No quise levantarme a mear, mi Amo no había mencionado nada al respecto por lo que aguantaría hasta que dieran las cuatro. El culo todavía no había sanado del todo y las piernas se empezaron a dormir. Cada rato intentaba cambiar de posición apoyando el cuerpo en una nalga diferente para minimizar, de algún modo, la incomodidad y, sobre todo, que mis propios talones no empujaran, todavía más adentro, el pedazo de dildo que llevaba metido.
Al fin el carrillón dio las cuatro campanadas. Juro que mantuve la posición de sumisa todo el tiempo. Me levanté trabajosamente, las piernas estaban bastante dormidas. Antes de encaminarme al dormitorio, fui directa al cagadero y mee en abundancia. Enterré los orines con bastante arena. Lo que me extraño fueron esas ganas que tenía, apenas había bebido salvo mis propios fluidos matutinos en la limpieza de la jaula, serían los nervios por la próxima operación, pensé. Me encaminé rauda al dormitorio. Allí, encima de la cama tenía la misma ropa que me puse el día anterior para acudir a la consulta del Doctor, la súper minifalda anaranjada y la blusa blanca. Me vestí. Por supuesto no había ropa interior ni calzado alguno. Ya sabía que tendría que hacer el recorrido descalza.
Ya ataviada, me puse en cuclillas tiré con fuerza de la empuñadura y saqué el dildo de dentro de mi recto. Salió bastante manchado, con mi lengua fui repasando cada milímetro de aquel tapón hasta dejarlo reluciente y muy ensalivado. Abrí el armario y lo deposité dentro del cajón que otrora fuera utilizado para guardar toda mi ropa interior. Estaba vacío. En ese momento me entraron ganas de llorar pero pude frenarlas. Qué diferente fue mi vida las primeras semanas en aquella casa. Suspiré y cerré el armario.
Salí a la calle. Hacía bastante calor. La acera abrasaba al menos las zonas donde descargaba el sol. La verdad es que, al principio sentí una sensación de quemazón en mis plantas de los píes pero pude aguantar perfectamente, se notaba que ya estaban empezando a curtirse por la cantidad de días que llevaba sin calzado. Miré al frente sin importarme la gente que me iba cruzando, ni comprobar sus miradas atónitas al ver a una chica andando descalza por la calzada. Me dolían los pezones. Al no llevar sujetador y tenerlos todavía bastante inflamados, con el simple meneo de caminar, mis pechos se iban moviendo rozando constantemente las mamas con el tejido. Con disimilo intentaba estirar la blusa para que no rozara pero era difícil, ésta era bastante ajustada y como escribí en mi primer capítulo, soy una chica con bastantes curvas y un generoso pecho. Eché de menos ir desnuda.
Después de más de media hora caminando llegué a la clínica y me registré en el departamento de ingresos según me había indicado la empleada que se encontraba en la recepción. Nombre –preguntó la enfermera de admisión- Elena Bécquer –Respondí-. Si, aquí esta. Es usted muy puntual son las cinco menos diez minutos y su hora de entrada está fijada para las diecisiete horas. Diríjase a la planta quinta, habitación quinientos veintidós. Allí se desnuda y se pone una bata que encontrará encima de la cama y espera a que vayan a buscarla –me indicó la sanitaria-. Por cierto; ¿no la acompaña ningún familiar? –preguntó justo cuando abría la puerta de salida- no, señora –Respondí con semblante triste-. Se quedó mirándome con sorpresa pero no comentó nada.
Subí por el ascensor y llegué a la habitación. Allí había una bata de hospital de esas abierta por detrás encima de la cama según me había dicho la DUE. Me quité la ropa pero no me puse la bata, la deje donde estaba. Mi Amo fue muy claro al respecto de que tenía que esperar totalmente desnuda. La habitación estaba dotada de cuarto de baño individual. Metí los pies en la ducha y los lavé detenidamente, las plantas estaban totalmente sucias. Supuse que en el quirófano me llamarían la atención por introducir más gérmenes de los habituales. Una vez estuvieron relucientes, me senté sobre mis talones en el suelo a los pies de cama, con las manos en la espalda, dando fiel cumplimiento a su orden.
Si todo se desarrollaba según lo previsto, calculaba que no vendrían a buscarme hasta las ocho menos cuarto, ya que la intervención quirúrgica estaba programada para las veinte horas. Como había ingresado a las cinco de la tarde, eso me daba un margen de espera muy largo en las que debía estar en el suelo en la posición de sumisa. No disponía de ningún reloj, también era considerado un artículo de lujo para una simple esclava como yo, pero me parecía que el tiempo pasaba muy despacio. A cada segundo mi nerviosismo aumentaba. Me encontraba a las puertas de mi esterilidad voluntaria. Me iban a castrar y lo que era peor, según decía mi Amo, debería estar contenta y satisfecha con lo que estaba a punto de suceder porque una sierva debe tener como único fin la obediencia y el cumplimiento estricto de los deseos de su Dueño y entre sus anhelos más acuciantes se encontraba mi emasculación uterina. Pero no estaba contenta, todo lo contrario, me embargaba una gran tristeza. Cuando más mimos necesitaba se dedicó a fustigar violentamente mis nalgas y a hacerme pasar la noche más cruel que recordaba, atada dentro de aquella jaula minúscula con mis pezones totalmente aprisionados y, por si fuera poco, no se dignó a acompañarme al hospital, se fue de la ciudad. Desconocía si era cosa de trabajo o, simplemente, pura diversión. De cualquier manera, no quería acudir, lo que me confirmaba el temor de que yo no era más que un simple entretenimiento y lo que era más duro, pudiera ser pasajero. Parecía ser cierto que no me engañaba cuando decía que me vendería cuando se aburriera de mí. Me puse a llorar con amargura porque, si eso era cierto, podía levantarme y abandonar la clínica de inmediato. Todavía estaba a tiempo de no cometer una estupidez que me marcaría de por vida y sufrir un sacrificio de resultado irreversible por alguien que no merecía la pena. Por otro lado, una fuerza interior totalmente desconocida, me obligaba a permanecer impertérrita sentada en el suelo de aquella habitación de hospital.
En plena disquisición mental en la que me encontraba inmersa, se oyó un golpe de nudillos, al segundo se abrió la puerta. Era una enfermera. Llevaba en las manos un tensiómetro, tenía que medirme la tensión arterial. Se quedó de una piedra al verme llorando, desnuda y sentada en el suelo sobre mis talones. Un poco cortada intentó animarme creyendo que mis lágrimas eran solo producto del miedo a la operación y que estaba rezando, al ser la postura de sumisa muy parecida a la de los rezos católicos. Venía a tomarle la tensión –exclamó con voz afligida-. Sin moverme un milímetro de la posición en la que me encontraba, alargué un brazo para que me pudiera colocar el brazalete. Procedió a presionar la pera y leerla. La apuntó en un cuadrante.
Justo antes de salir por la puerta se giró y me preguntó; ¿no estaría usted mejor acostada en la cama y con el camisón puesto? Alcé la vista y, como me había indicado mi Amo el día anterior, puse la cara más feliz de la que fui capaz, al sentirme orgullosa de mi condición de esclava y aunque ella no pudiera entenderlo, respondí; no se preocupe, estoy muy bien así. La sanitaria puso una cara ambigua y abandonó la estancia cerrando tras de sí la puerta.
El frío del suelo se dejaba notar en mis piernas, pero fiel a las órdenes, permanecí en el piso. Opté por no pensar en nada manteniendo mi mente en blanco. Si era lo que quería mi Amo, así sería. Si encima tenía que pagar la operación con mi trabajo de puta, así lo haría. La verdad que eso se me antojaba como una burda excusa. Ya me comunicó hace tiempo que la vida, así como todos los bienes, si los tuviere, y los réditos del trabajo sea cual fuere de una sumisa eran propiedad exclusiva de su Amo, por tanto, que qué más da lo que al final le debiera o le dejara de adeudar algo. Si todo, absolutamente todo era suyo, incluido mi propio cuerpo, mi propia existencia.
Se acercaba la hora. De pronto llamaron a la puerta, era un celador con una camilla. No dijo nada al encontrarme desnuda y sentada en el suelo. Como si fuera la cosa más natural del mundo solo atinó a decir; Haga el favor de ponerse la bata y tumbarse en la angarilla que he de llevarla al quirófano. Así lo hice, me levanté, me coloqué la bata y me tumbé sumisamente en el palanquín. Recorrimos varios pasillos hasta llegar a un ascensor especial para recoger parihuelas hospitalarias. Nos metimos dentro, pulsó la planta primera y el ascensor se puso en movimiento.
Ya no pensaba en nada. Mi cabeza mantuvo la mente en blanco, quizás como síntoma de autoprotección o tal vez porque me encontraba vacía como el cordero que sin remisión, se encamina al matadero.
Llegamos a la sala. Entramos por una puerta giratoria. Me indicó que bajara de la camilla y me subiera en la mesa de quirófano. Allí estaban diferentes empleados sanitarios colocando el instrumental necesario para la intervención. Una enfermera se acercó a mí y me pidió le diera un brazo, tenía que ponerme una vía intravenosa, le ofrecí el derecho. Me la insertó sin apenas molestia. Al cabo de unos minutos me empecé a sentir algo amodorrada. Pienso que me debieron sedar un poco antes de empezar. Pero, aun en el estado en el que me encontraba, pude reconocer al cirujano, estaba dando algunas instrucciones al personal de su equipo, llevaba puesta la mascarilla, pero su voz era inconfundible. En ese momento mi cara irradió un halo de felicidad, me estaba acordando que fue el mismo médico quien me llevó al paroxismo previo a un orgasmo que pude frenar a tiempo. Es curioso, como tumbada en aquel quirófano a las puertas de mi ablación consentida del útero, solo recordara aquellos momentos de excitación tenidos con aquel facultativo.
Se acercó a mi e intentó cariñosamente animarme; Señorita, esto será muy breve ya verá como todo sale perfectamente. ¿Quiere que le pongamos anestesia epidural o la prefiere general? –Preguntó con afecto-. Por favor duérmame –Contesté en tono triste-. Necesitaba descansar aunque fuera anestesiada. Quizás sería un buen final no despertar nunca y acabar con esta pesadilla en vida que estaba sufriendo.
De acuerdo, se la anestesiará totalmente. Este médico que me acompaña es el doctor Bermúdez, el anestesista de mi equipo, es muy competente, no se dará ni cuenta de la operación. ¿Se encuentra en ayunas al menos desde hace ocho horas? –Preguntó-. Una sonrisa se dibujó en mi cara. Es curioso, pensé, hacia muchos días que no sonreía y en breves minutos ya era la segunda vez que lo hacía. Si doctor –Respondí- llevo algunas horas más de esas que dice sin comer. Fue lo último que recuerdo, quedé totalmente dormida.
- FIN QUINTO CAPÍTULO -